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Bitácora Urbano Territorial

versão impressa ISSN 0124-7913

Bitácora Urbano Territorial vol.26 no.2 Bogotá jul./dez. 2016

https://doi.org/10.15446/bitacora.v26n2.59298 

http://dx.doi.org/10.15446/bitacora.v26n2.59298

Territorios para la paz en Colombia: PROCESOS ENTRE LA VIDA Y EL CAPITAL1

Territories for peace in Colombia: between life processes and capital

Territórios para a paz na Colômbia: entre os processos de vida e Capital

Gustavo Montañez-Gómez
gumogo@gmail.com
Ph.D en Geografía de la Universidad de Florida, Estados Unidos. Docente-investigador de la Universidad Externado de Colombia donde dirige el área de investigación en Economía, Trabajo y Sociedad. Bogotá, Colombia

Recibido: 20 de abril de 2016 Aprobado: 3 de junio de 2016


Resumen

Las posibilidades de paz que se abren a partir de los diálogos y los avances significativos, con la firma de los primeros acuerdos de cese bilateral al fuego entre el gobierno colombiano y las FARC, se convierten en una excepcional oportunidad para repensar y reemprender la construcción de la nación colombiana sobre bases territoriales más ge-nuinas, auténticas y pertinentes.

Este texto desarrolla varios ejes de reflexión. Primero, todavía no existe en el Estado una comprensión a fondo de la complejidad de la cuestión territorial y su relación con las políticas sectoriales; segundo, muchas políticas nacionales y procesos sociales desencadenan procesos altamente complejos, frente a los cuales los planes de ordenamiento territorial resultan apenas caricaturas de regulación territorial y se convierten a menudo en instrumentos funcionales a las dinámicas que hegemonizan aquellos procesos; tercero, en el marco de guerra los intentos de regulación de las dinámicas territoriales resultan precarios; y cuarto, en medio todas estas dificultades emerge un escenario contradictorio para el desarrollo de las políticas y las dinámicas territoriales que contribuyan a construir un proyecto consolidado de nación.

Palabras Clave: Diálogos de paz, procesos territoriales, política pública territorial, planes de ordenamiento territorial.


Abstract

The possibilities of peace open by the dialogues and the significant progress of the signing of the first agreements of bilateral ceasefire between the Colombian government and the FARC, become an exceptional opportunity to rethink and resume building the Colombian nation on most genuine, authentic and relevant territorial bases.

This text develops several lines of thought. First, there is still in the state-depth understanding of the complexity of the territorial issue and in particular the overlap between this and sectoral policies; second, that many national political and social processes trigger difficult territorial processes to control by regional and local territories, against which the land use plans are just caricatures of territorial regulation and often become functional instruments to the dynamics hegemonize those processes; third, that in a context of war attempts to regulate territorial dynamics are precarious, especially in those areas that receive the greatest impact of the conflict; and fourth, that amidst all these difficulties emerge contradictory to the policy development stage and territorial dynamics that contribute to building a consolidated nation project.

Key Words: Dialogues of peace, territorial processes, territorial public policy, land management plans.


Resumo

As possibilidades de paz que se abrem a partir dos diálogos e avanços significativos, com a assinatura dos primeiros acordos de cessar-fogo bilateral entre o governo colombiano e as FARC, tornar-se uma oportunidade excepcional para repensar e retomar edifício a nação colombiana na maioria das bases territoriais genuínos, autênticos e relevantes.

Este texto desenvolve várias linhas de pensamento. Em primeiro lugar, ainda há no entendimento estado profundo da complexidade da questão territorial e, em particular, a sobreposição entre esta e as políticas sectoriais; segundo, que muitos processos políticos e sociais nacionais desencadear processos territoriais complexos, contra os quais os planos de uso da terra são apenas caricaturas de ordenamento do território e muitas vezes tornam-se instrumentos funcionais para o hegemonizar dinâmica esses processos; em terceiro lugar, que, em um contexto de guerra tenta regular dinâmicas territoriais são precárias; e quarto, que em meio a todas essas dificuldades surgem em contradição com o estágio de desenvolvimento de políticas e dinâmicas territoriais que contribuem para construir um nacionl projeto consolidado.

Palavras-chave: Diálogos de paz, processos territoriais, territorial de políticas públicas, planos de ordenamento.


"Los determinantes de la ordenación territorial no son las formas, son los procesos. Antes que construir paz para los territorios, hay que construir procesos territoriales de vida y dignidad, son éstos los mayores sembradores de paz"

Planteamiento del autor dentro del Seminario Conflictos Territoriales y Acuerdos Paz en Colombia realizado durante 2l 25 y 26 de febrero de 2016 en la Universidad Nacional de Colombia.

Introducción

Debido a la naturaleza relacional de la dinámica territorial, siempre vinculada a circuitos y procesos económicos, sociales, culturales y políticos, esta es pocas veces visible. Lo territorial suele subsumirse en los fenómenos mencionados, por lo que su importancia, con frecuencia, se desdibuja y hasta banaliza. Este fenómeno opaca su fortaleza conceptual y su complejidad epistemológica, su profundo sentido colectivo y su significación vital cotidiana.

Por otra parte, también lo territorial se torna invisible en muchas políticas públicas cuyos efectos territoriales son evidentes, pero dado que se originan desde diferentes sectores de la administración del Estado, esas políticas no se presentan, ni se denominan, ni son percibidas por el imaginario social como "políticas territoriales". La consecuencia analítica obvia de estas consideraciones es la necesidad que surge de examinar la dinámica territorial más allá del marco de los planes o esquemas formales de ordenamiento territorial, instrumentos que, a menudo, se convierten en fetiches tecnicistas que distraen la atención de los procesos territoriales reales en marcha y de las fuerzas sociales que los comandan.

Las dinámicas de los sistemas territoriales pueden ser comprendidas desde los mismos elementos que las componen y desde la diversidad de los enfoques con que se abordan, ya sea como estructuras, procesos, relaciones, funciones y formas territoriales, o todas ellas. Este texto se concentra, sobre todo, en los procesos territoriales y sostiene que la ordenación/desordenación del territorio colombiano durante las últimas décadas no ha sido el resultado de las políticas públicas de ordenamiento territorial, expresadas con ese nombre en planes o esquemas de ordenamiento y otros instrumentos orientados a esos fines.

Una revisión de la ordenación/desordenación del territorio nacional durante las últimas cuatro décadas muestra que esta ha estado determinada, sobre todo, por la dinámica de procesos sociales, económicos, políticos y ambientales fuertes cuyos efectos se han desplegados en los territorios regionales. Con excepción de los procesos territoriales institucionales derivados de la Constitución Política de 1991 (República de Colombia, 1991) y otros desencadenados por políticas sectoriales que generaron, sin proponérselo, determinadas dinámicas territoriales, los demás proceso han estado vinculadas estrechamente con la acción de fuerzas económicas y sociales que se mueven entre las lógicas del lucro y las lógicas de la reproducción de la vida.

Por su parte, el ordenamiento territorial para el Estado tiende a reducirse a una reparto de espacios acorde con el interés y el poder de cada quien, sin que se ejerza a fondo la responsabilidad pública de tener respuestas claras y contundentes a la pregunta sobre qué tipo de proyecto de nación estamos soñando y qué clase de territorios estamos construyendo para que ese proyecto de vuelva realidad.

En vísperas del postacuerdo se vislumbra un panorama contradictorio con relación a los procesos territoriales. De una parte, se avanza en los acuerdos en los que la verdad, la justicia y la reparación muy seguramente tendrán efectos territoriales positivos de reparación a las víctimas. Pero de otra, se intuyen agendas paralelas entre facciones del gobierno, dirigentes del Estado y líderes de la sociedad. El entorno político y social señala una transición desafiante entre el abandono de la guerra y la construcción paciente, inteligente y persistente de la paz territorial.

De los diálogos de La Habana y de los anuncios de políticas públicas más recientes, así como de las disputas jurídicas frente a la reparación de las víctimas, se colige que en Colombia continúa activada una lucha aguda de clases por el espacio, por la tierra y por el control de territorios urbanos, periurbanos y rurales. No se trata solo de la materialidad de los territorios, sino también de las órbitas de inmaterialidad de los mismos. Esta conflictividad reafirma la importancia de tomar en serio las transformaciones de dimensión territorial en el postacuerdo. Se trata de otorgarle al pensamiento territorial y al diseño institucional territorial la relevancia que la historia nacional ha remarcado pero que, al mismo tiempo, las políticas públicas han esquivado. Pareciera que el momento ha llegado para desnudar la diversidad de las interrelaciones entre cultura y naturaleza de los territorios regionales de Colombia y formular políticas coherentes para actuar en consecuencia.

Pensar el territorio

Los territorios son sistemas relacionales complejos, construidos histórica y socialmente, que vinculan de manera dinámica a un sujeto social colectivo y, por lo tanto, político con un espacio histórico-geográfico determinado. Es en los territorios y desde los territorios que los animales humanos se construyen entre sí como sujetos biológicos, sociales, políticos y culturales, y establecen lazos histórico-geográficos entre ellos y con los animales no humanos, también lo hacen con la vida vegetal y con las demás formas y dinámicas del resto de la naturaleza. Es desde los territorios donde los humanos ejercen las relaciones vitales que le dan sentido a su existencia individual y colectiva.

Un tipo particular de territorio son los territorios de los Estados-Nación, conformados históricamente en occidente mediante procesos políticos, sociales y territoriales, configurados en el marco de la consolidación institucional del capitalismo, bajo el influjo económico de la revolución industrial y la incidencia política de la revolución francesa. Los territorios nacionales emergieron, por lo general, bajo el liderazgo e interés de determinadas élites "nacionales" y/o internacionales, y se configuraron como tales mediante guerras o hechos de independencia, con base en territorios locales o regionales preexistentes, heredados de un sincretismo territorial de fases históricas previas, como fue en América Hispánica el prehispánico-colonial.

Dado que los territorios nacionales son, a su vez, parte esencial y constitutiva de los Estados-Nación, surgieron con estos como respuesta a las necesidades de las lógicas económicas y políticas que se abrieron paso durante los siglos XVII, XVIII, y XIX, en la medida que ocurrían transformaciones materiales, sociales y políticas sustantivas, desencadenadas por la fuerza creciente del capitalismo en occidente. En la configuración de estos territorios jugaron un papel destacado las ideas, los procesos, las estructuras y los agentes sociales, económicos, políticos y filosóficos imbuidos del influjo de la revolución industrial y la revolución francesa, principales detonantes de los nuevos procesos económicos, sociales y políticos que darían forma al Sistema Mundo moderno (Wallerstein, 2005).

En este continente, los Estados-Nación y sus territorios surgieron por inspiración e imitación directa de la conformación de los mismos en Europa. Estos territorios nacionales de América hoy son palimpsestos histórico-geográficos, huellas y herencias de la naturaleza y de los mundos prehispánico, colonial, republicano y neoliberal, superpuestos, entrelazados y activos. Conformados por territorios regionales subnacionales, relacionados entre sí y con el Sistema Mundo (Wallerstein, 2005).

La cuestión territorial de Colombia es, en la actualidad, una categoría histórico-geográfica que expresa un palimpsesto de improntas prehispánicas, coloniales, republicanas y neoliberales, desde las que se han configurado los territorios y territorialidades diferenciadas que hoy se tienen. Se caracteriza por presentar una heterogeneidad territorial estructural y funcional, manifiesta en una configuración de matrices territoriales particulares, desplegadas en espacios locales, subregionales y regionales, cuyos rasgos más recientes evidencian de manera creciente la preeminencia de la lógica del lucro, como rasgo legitimador de la acción social y corporativa que construye los territorios de estos tiempos.

Más importante y significativo que el mapa del territorio del Estado-Nación como representación formal y abstracta del mismo es el conjunto de territorios vivos y de territorialidades activas, construidas histórica, social y relacionalmente, entre unos sujetos sociales y sus espacios geográficos. Estos son los territorios y las territorialidades que otorgan vitalidad y sentido a la construcción histórico-geográfica de los Estados-Nación (Montañez y Delgado, 1998).

Colombia se caracteriza por ser un caleidoscopio territorial, rasgo que ha sido señalado y documentado ampliamente por varios estudiosos. Desde los cronistas de la conquista y la colonia, pasando por inquietos personajes del siglo XIX, entre los que destacan liberales radicales de la talla de Ancizar (1853) e ilustres visitantes que conocieron a pie extensas regiones del país como el italiano Codazzi (Comisión Corográfica, 1958), hasta el presente, por investigadores como Bushnell (1994), Fals Borda (1998; 2001), Palacios y Safford (2002), Vidal Perdomo (2001) y muchos otros, han reiterado esta característica sustantiva y su relevancia para los retos de construir tanto el Estado como la nación misma.

Se entiende este llamado como una invitación a explorar en esa constelación de territorios regionales y locales fuentes de inspiración nuevas y genuinas para edificar un Estado-Nación que interprete más cabalmente esa realidad. A su vez, el llamado alude a la responsabilidad del Estado de formular políticas territoriales que promuevan pilares y proceso para hacer realidad la nación que sueñan los colombianos.

Hoy, una clasificación simplista de los territorios regionales y locales de Colombia, dirigida apenas a generar provocaciones analíticas, remarca la diferencia entre territorios para la vida y los territorios para el capital. En esencia, esa diferencia responde a una pregunta por los sentipensamientos (Fals Borda, 1986; Escobar, 2014) que prevalecen en los ciudadanos comunes sobre los territorios. Se trata de interrogarlos de manera hipotética teniendo en cuenta que un sentipensamiento es una noción que enfatiza la inseparabilidad entre pensamiento, emoción y acción. Es un pensamiento cargado de sentimientos profundos sobre el sentido de la vida. En ese marco, no sabríamos a priori cuáles serían los resultados de esa indagación. Pero se podría partir de la hipótesis de que se encontrarían personas en uno y en otro bando. También sería probable que en la indagación surgiese un tercer bando, que se salga del dilema y proponga una combinación condicionada entre los dos campos del dilema.

Con preguntas similares o quizá más complejas, Fals Borda (1986) enarboló la bandera epistemológica del sentipensamiento (Escobar, 2014) en muchas ocasiones de su caminar académico y de acción política, pero, sobre todo, con relación a la defensa y construcción de las autonomías territoriales. Este fue el eje de su liderazgo durante su participación en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, cuando planteó con insistencia su sueño territorial, alejado de criterios mecanicistas o puramente técnicos y administrativos. Quiso promover y alcanzar una ordenación territorial más pertinente en relación con los territorios y territorialidades reales de las regiones históricas y socioculturales del país.2 En otras ocasiones también llamó la atención sobre lo que podría significar una nueva perspectiva en la construcción y reconstrucción territorial como fuente de emergencias positivas para cimentar el destino nacional, para lo que consideró crucial una resolución negociada del conflicto armado. El legado de Fals Borda (1996) sigue vigente hoy en el abordaje de la cuestión territorial de Colombia.

Pero, como se sabe, a la diversidad y fragmentación espacial histórica del país (Palacios y Safford, 2002), la inserción histórica progresiva de Colombia en la Economía Mundo (Wallerstein, 2005) le superpuso la tensión urbano-rural creciente y la agudización de las desigualdades sociales, asociadas con el proceso de modernización capitalista, heterogéneo y violento. Este proceso se aceleró desde la segunda mitad del siglo XX y se acentuó en lo que ha corrido del XXI, en la medida en que se intensificó el conflicto armado interno, y se consolidó el modelo neoliberal de Estado y la heterogeneidad estructural del capitalismo en el país.

Es en este contexto que se llegó a establecer un diálogo entre el gobierno nacional y la insurgencia de las FARC, diálogo que debe conducir al abandono de la guerra y a la construcción de la paz. En los acuerdos adelantados la dimensión territorial ha surgido como un asunto sustantivo, en especial, con respecto a muchos territorios campesinos. Sin embargo, siendo los territorios campesinos muy importantes en el proceso de paz, esta no está circunscrita a ellos. Lo territorial es un sistema de relaciones inter-territoriales que cubren el territorio nacional, por lo que los retos del postacuerdo implican un abordaje integral y nacional. Repensar y reemprender la construcción de la nación supone un ejercicio social e intelectual amplio y participativo a nivel nacional, concebido a partir del reconocimiento de las particularidades y las dinámicas histórico-geográficas de nuestros territorios subnacionales y de sus cotidianidades.

Pero la dinámica de los sistemas territoriales puede ser leída desde sus componentes o nociones más simples, como son los procesos, las estructuras, las relaciones, las funciones y las formas territoriales. Este texto se concentra, sobretodo, en los procesos territoriales y sostiene que los grandes ordenadores o desordenadores del territorio durante las últimas décadas no han sido las políticas públicas de ordenamiento territorial, expresadas con ese nombre en planes o esquemas de ordenamiento y otros instrumentos, y deliberadamente orientadas a estos fines. La ordenación o desordenación territorial real en el país ha estado, ante todo, determinada por la dinámica de los grandes procesos sociales, económicos y ambientales que han tenido lugar en las últimas décadas. Estos procesos han estado, en general, asociados a la violencia y el conflicto armado, a las políticas económicas neoliberales del Estado, a las nuevas e inducidas normas ambientales, a la expansión de los espacios metropolitanos, a la expansión territorial corporativa y, en algunos casos, a la resistencia de ciertos movimientos sociales.

1. Las guerras contra los territorios rurales

Los campesinos y los pueblos originarios, sujetos principales de los territorios rurales, son difíciles de controlar en cualquier parte del mundo, como lo expresara Hobsbawm (1976). Tanto las instituciones del Estado como por las organizaciones corporativas encuentran grandes dificultades en ese intento. Muchas guerras se han librado contra los campesinos en el mundo por muchas razones económicas, políticas, racistas e ideológicas, aunque excepcionalmente son visibilizadas como tales. Entre los motivos más frecuentes están: el despojo de la tierra para proyectos de agricultura empresarial, la disciplinarización para conseguir su proletarización urbana o rural, la expropiación de tierras para proyectos urbanos y metropolitanos, la instalación de mega-proyectos viales, hídricos, energéticos y turísticos, el establecimiento de proyectos extractivos corporativos, la expansión de cultivos ilegales, la minería ilegal, entre muchos otros.

A estas formas de violencia contra los territorios rurales, en el caso colombiano se agregan las políticas públicas animadas por el afán desarrollista, la violencia del narcotráfico y de diversas organizaciones armadas, y la violencia política, primero entre los partidos tradicionales liberal y conservador en los años cincuenta del siglo pasado y, más tarde, durante cerca de sesenta años, entre las insurgencia, por un lado, y las fuerzas del Estado y los narcoparamilitares, por el otro. En este marco de acción bélica, pese a los niveles muy altos de muertes y de desplazamiento forzado, la capacidad de resiliencia de los campesinos, indígenas y afrodescendientes frente a la adversidad es admirable, población que se estima hoy en cerca de 11 millones de personas (IGAC, 2012).

La concentración de la tierra, manifiesta en los índices altos de desigualdad que muestra el Atlas de la Tenencia de la Tierra (IGAC, 2012), es consistente con los resultados del Censo Agropecuario publicados entre 2015 y 2016 (DANE, 2016). La desigualdad es un factor de extinción paulatina de los campesinos mediante su proletarización, pero, principalmente, mediante su incorporación a ese sector social amplio, diverso y desigual, mal llamado informal, conformado por trabajadores por cuenta propia, trabajadores domésticos, mensajeros, comerciantes callejeros, pequeños tenderos, trabajadores de la construcción, trabajadores de servicios precarios y, en general, gentes dedicadas al rebusque, como se precisa más adelante.

La institucionalidad rural ha sido, por lo general, inadecuada tanto por su origen centralista, como por su diseño oficinista, inconsistente con las particularidades de los territorios locales y regionales. Por el contrario, el esquema institucional buscó la uniformidad, lo que significó divorcio con los territorios específicos.

En lugar de transformaciones agrarias dirigidas a la democratización del mundo rural, todas las guerras libradas en los últimos cuarenta años contribuyeron de una u otra forma a que se adelantase un proceso violento de contrarreforma agraria, que despoja de extensiones significativas de tierras a quienes las estaban aprovechando de un modo pacífico (Reyes, 2009).

La Tabla 1 y la Gráfica 1 sintetizan, en gran medida, el resultado de varias décadas de expulsión violenta de campesinos y trabajadores agrícolas de los territorios rurales, y su concentración en territorios urbanos. La tendencia general muestra un descenso porcentual fuerte de los campesinos y los obreros agropecuarios desde 1964: mientras en aquel año el conjunto porcentual de campesinos y obreros agropecuarios era de 49.2%, en 2012 esos mismos grupos apenas sumaban 17.2%. Entre tanto ocurría el descenso de estor grupos sociales típicos de los territorios rurales, se incrementaban las clases sociales típicas de los territorios urbanos, como es el caso de los empleados y la denominada pequeña burguesía, una clase que agrupa a sectores muy diversos, en la que se incluyen también todos los sectores que tradicionalmente han hecho parte de la mal llamada economía informal.

El crecimiento fuerte de la pequeña burguesía también indica un incremento porcentual moderado de los empleados, que aumentan recién comienza la apertura económica de 1991 para luego descender y volver a recuperarse de manera lenta. Entre tanto, se observa que la proporción de obreros industriales desciende lenta pero progresivamente a partir de 1978 y el porcentaje correspondiente a empleos domésticos también se reduce lentamente. El cambio social más violento se produjo en el escenario rural. Se presentó como una "falsa movilidad social" de los campesinos y de los obreros proletarios hacia la pequeña burguesía, un gran costal heterogéneo de grupos sociales que abarca amplios sectores populares y a clases medias, entre quienes predominan las mal llamadas "economías informales" por ser las economías más normales en nuestro medio, y se ubican principalmente en las grandes y medianas ciudades.

En conclusión, tres asuntos deben ser destacados después de casi setenta años de tragedia continua en los campos colombianos. Primero, la segunda mitad del siglo XX y lo recorrido del siglo XXI fue un período cruel para los territorios rurales: grandes masas de campesinos y de obreros agropecuarios fueron expulsados de esos territorios y expropiados de sus tierras, principalmente mediante la coacción y la violencia. Segundo, los destinos de reubicación de esos campesinos y obreros proletarios fueron generalmente las grandes, medianas y pequeñas ciudades donde entraron a hacer parte de una inmensa masa heterogénea de marginados, subempleados, trabajadores independientes, pequeños comerciantes, vendedores callejeros, trabajadores de servicios no calificados, vigilantes, trabajadoras domésticas, entre muchos otros oficios. Sus espacios de reproducción social urbana fueron, en general, las periferias precarizadas de las ciudades capitales o medianas de los departamentos, y sus espacios metropolitanos, incluido el espacio metropolitano de Bogotá.

Tercero, el marco de fondo de estos procesos sociales fue la expansión del capitalismo, pero no al estilo europeo ni norteamericano porque los campesinos y proletarios rurales no se volvieron proletarios industriales ni proletarios de servicios, se trató más bien de un capitalismo con pocos proletarios en sentido formal. Cuarto, el conflicto político armado se imbrica al mismo tiempo con la pretensión de buscar nuevas territorialidades en los territorios rurales. Quinto, la construcción de paz para los territorios debería asumirse desde la estrategia de edificar territorios de vida y dignidad como camino para aclimatar el fin del conflicto.

El proceso de descampesinización de los territorios rurales regionales del país se puede apreciar en la Tabla 2. Allí se indica la participación porcentual de los campesinos en el conjunto de clases sociales por posición ocupacional. El orden de las regiones según la presencia porcentual de población campesina en 2012 es: Pacífica (39.2%), Centro Sur (23.4%), Oriental (16.6%), Caribe (12.8%), Eje Cafetero (8.1%), Antioquia (6.9%), Orinoquía/Amazonía (4.9%), Valle del Cauca (4.8%) y Bogotá (0.3%).

En todas las regiones se observa una evolución porcentual de descenso de los campesinos, pero ello ocurre de manera diferenciada. El espacio comprendido por la Orinoquía y la Amazonía es el que muestra un mayor descenso: -48.8 puntos porcentuales. Le siguen en su orden el Espacio Oriental, conformado por los Santanderes, Cundinamarca y Boyacá (- 22.9%), la región Caribe (-20.4%), el Espacio Centro Sur (13.9%), Antioquia (-13.7%), el Eje cafetero (-11.5%), la región Pacífica (10.0%), Valle del Cauca (-7.2%) y Bogotá (-1.1%). Tanto el Valle del Cauca como Bogotá ya tenían un porcentaje bajo de campesinos en 1964, pero aun así, la descampesinización continuó en estos territorios.

Los efectos de los procesos de violencia contra los territorios rurales se han tendido a naturalizar y a enmarcar dentro de la "evolución normal" propia de los cambios esperados hacia el llamado "desarrollo". Pero, a menudo, son realidades que pueden llegar a ser crueles cuando se analizan en torno a actores sociales concretos, como suele ocurrir con los campesinos y los obreros agropecuarios. Una manera de apreciar y valorar esta tragedia es analizar lo que ha ocurrido con la evolución proporcional de las clases sociales, definidas por posición ocupacional, lo cual, se puede hacer a partir de los datos de los censos, de las encuestas de hogares y de la Gran Encuesta Integral de Hogares, GEIH (Fresneda & Otros, 2016), como se observa en la Tabla 1.

En 48 años, que van de 1964 a 2012, ocurrieron cambios sustanciales en la estructura de clases sociales de los territorios rurales, siendo el más significativo el descenso proporcional de campesinos y obreros agropecuarios. El desplazamiento forzado vinculado a las múltiples guerras y violencias contra los territorios rurales y con el desamparo por omisión o por acción por parte del Estado. A ello se agregan las crisis económicas sucesivas de determinados cultivos o de ciertas regiones, y episodios climáticos como sequías prolongadas o inundaciones extendidas. La otra cara del fenómeno de desplazamiento es el mal llamado "desplazamiento voluntario" que, en realidad, expresa la existencia de condiciones laborales y de calidad de vida muy desiguales entre distintos territorios.

La población campesina, que en 1964 correspondía al 28.5% de la población ocupada en el país, descendió al 12% en 2012. Es decir, los campesinos redujeron su participación en 16.5 puntos porcentuales en el conjunto de personas ocupadas de todo el país, lo que constituye un cambio sustantivo de carácter estructural. Una situación similar ocurrió con los obreros agropecuarios, quienes en 1964 constituían el 20.7% de la población ocupada en todo el país y redujeron su participación al 5.8% en 2012, lo que significó un descenso de 14.9%. Lo sorprendente es que después de tantas guerras contra los territorios rurales todavía permanezca población en ellos, puesto que la resiliencia de estos actores sociales ha sido tal que en conjunto suman cerca de 11 millones de personas (IGAC, 2012).

Si se agregan los dos grupos, campesinos y obreros agropecuarios, alcanzaban el 49.2% de la participación en la estructura ocupacional nacional en 1964, casi la mitad de los ocupados, pero en 2012 apenas alcanzaron el 17.8%, lo que muestra un descenso de 31.4 puntos porcentuales. Se evidencia que la población, antes habitante de los territorios rurales, abandonó esos espacios, muchos, de manera forzada y súbita. Una relación social fundamental, como es la del trabajo, que en el caso de los campesinos involucra generalmente a toda la familia, se modifica de manera sustantiva al empujarlos de manera intempestiva hacia los territorios urbanos.

De una situación de autonomía fundada en la autogestión del trabajo campesino, mediada por la disponibilidad de la tierra, se pasa de forma abrupta a otra circunstancia muy distinta, en la que la dependencia frente al trabajo ofertado por otros es enorme. El trabajo asalariado emerge como la gran posibilidad, pero también la opción de emprender empresas familiares pequeñas o trabajos independientes no calificados. En consecuencia, muchos de los campesinos obligados a refugiarse en las ciudades se ven impelidos a proletarizarse, sobre todo en el sector servicios como trabajadores no calificados, otros escogen la vía del autoempleo en el sector comercial o de aquellos servicios que demandan bajas calificaciones, y otros más, organizan microempresas comerciales o artesanales de tipo muy diverso. En condiciones de nuevos urbanitas3, los campesinos han perdido la autonomía relativa de la que antes gozaban en el campo. En la cotidianidad de los territorios urbanos se vuelven unos sujetos extremadamente dependientes de los ingresos directos derivados del trabajo asalariado o de autoempleo en las actividades mal llamadas informales.

El efecto directo más notable de esa violencia en los campos colombianos fueron las masacres, la muerte selectiva, las torturas, las violaciones de mujeres y hombres, y la crueldad que invadió los campos de Colombia, seguidos por la calamidad y el desplazamiento forzado de varios millones de personas durante más de tres décadas, en especial, de 1980 a 2010. Según el informe de ACNUR (2015) el desplazamiento forzado acumulado entre 1985 y 2014 en Colombia alcanza un total de 6.044.414 personas, de las cuales, 137.000 lo habían hecho ese último año.

2. Las políticas del Estado

Las políticas y normas abanderadas por el Estado y que tienen efectos territoriales no siempre son formuladas con la denominación de políticas territoriales. Por el contrario, esto rara vez ocurre ya que pueden originarse por iniciativa de cualquier ministerio o institución del Estado. Por lo general, son el resultado de propuestas que intentan resolver conflictos y sensibilidades de determinados sectores sociales que reclaman instrumentos de regulación a su favor.

Incluso, varias figuras tienen un interés distinto a la perspectiva territorial, con su dimensión público/privada o, incluso, totalmente privada y se vuelven medios para la promoción de la actividad empresarial, en especial, para actividades de exportación e importación en condiciones especiales.

A continuación se abordan los procesos que se han convertido a nivel nacional en los propulsores principales de las dinámicas territoriales dominantes en el país, unos originados en políticas de Estado y algunos en la sociedad misma, otros nacidos en el conflicto armado y otros más en el cambio climático.

2.1 Los procesos territoriales del desarrollismo

El discurso del desarrollo, que emergió con fuerza a mediados del siglo XX y se prolongó durante varias décadas, nació vinculado con el objetivo de acelerar el crecimiento económico, otra manera de llamar a la acumulación privada del capital. Puesto que racionalizó la diferencia media entre la rentabilidad urbana y la rentabilidad rural, privilegió y promovió el crecimiento urbano. Al respecto, Harvey (2001) concluyó al examinar la racionalidad del capital en torno a la producción del espacio que el capitalismo es atávico a la generación del espacio, especialmente del espacio urbano.

La producción de la infraestructura constituye una estrategia fundamental para el capitalismo en todos los tiempos, en especial, cuando se agudizan sus crisis. Construir edificaciones es una fuente de acumulación de excedentes, al menos, en dos momentos claramente diferenciados. El primero, durante el tiempo efectivo en que se hacen las edificaciones, cuando se requiere la realización y la conjunción de múltiples actividades económicas que jalonan plusvalías mediante las demandas de trabajo, materiales, tecnologías y servicios. El segundo momento de rentabilidad es posterior a la edificación, cuando el funcionamiento y el mantenimiento de los inmuebles, extendido en el tiempo, jalonan plusvalías nuevas y continúas a partir de la demanda de bienes y servicios para los inmuebles privados y públicos. A esta racionalidad y rentabilidad económica asociada con la producción y el mantenimiento del espacio, leído como infraestructuras, Harvey (2001) denomina fijación espacial del capitalismo, a la cual, recurre, a menudo, el capital. Allí está, en buena medida, la explicación de la coincidente relación entre el avance del capitalismo y el avance de la urbanización.

Esta racionalidad se manifiesta de manera insistente en todo el mundo en los siglos más recientes, incluida América Latina y Colombia, en particular. La Operación Colombia, las recomendaciones de la Misión Currie, y las políticas de financiación de la vivienda urbana que se desarrollaron en la década de 1970 en el país y que llevaron a la creación de las entonces corporaciones de ahorro y crédito para financiar viviendas urbanas para las clase medias son apenas algunos ejemplos de las lógicas desarrollistas que han construido los territorios que tenemos hoy. En sentido estricto, las violencias que ha sufrido el país y que han llevado a enormes masas desplazadas a los espacios urbanos y metropolitanos, han terminado siendo coherentes con las lógicas desarrollistas enfrascadas en el crecimiento urbano.

La Ley 388 de 1997 (República de Colombia, 1997) fue formulada con el fin de armonizar y actualizar las disposiciones contenidas en la Ley 9 de 1989 con las nuevas normas establecidas en la Constitución Política (República de Colombia, 1991), la Ley Orgánica del Plan de Desarrollo (República de Colombia, 1994), la Ley Orgánica de Áreas Metropolitanas (República de Colombia, 2013) y la Ley por la que se crea el Sistema Nacional Ambiental (República de Colombia, 1993). En 1998, se expidió el Decreto 1052 (Presidencia de la República, 1998), en desarrollo de la Ley 388 de 1997 por el cual se reglamentan las disposiciones referentes a licencias de construcción y urbanismo, al ejercicio de la curaduría urbana, y las sanciones urbanísticas. Esta Ley, tuvo un sesgo predominantemente urbanista, acorde con el desarrollismo imperante en ese momento, en donde el interés era ordenar lo urbano.

2.2 El legado territorial de la Constitución Política de 1991 y los desarrollos posteriores

La Constitución de 1991 (República de Colombia, 1991) fue la primera que introdujo un capítulo específico dedicado al asunto territorial. Varios son los elementos que constituyen su legado. En primer lugar, superó el tratamiento que hasta ese momento se había dado a los territorios político-administrativos de la Orinoquía y la Amazonia, los cuales, eran vistos por las élites nacionales como de segunda y tercera categorías. Previo a esta Constitución, la diferencia entre los Departamentos y las Comisarias e Intendencias es que en general se suponía que los primeros estaban más integrados al mercado nacional en comparación con los segundos, se transmitía se transmitía el imaginario de que los Departamentos eran categorías territoriales menos rezagadas que las Comisarias e Intendencias. Veamos al respecto, algo de este desarrollo en la tabla No. 3.

A partir de la nueva Constitución (República de Colombia, 1991) todos los territorios político-administrativos de nivel intermedio se llamaron departamentos y se unificó la estructura administrativa básica para esas entidades. La Carta reafirmó la estructura territorial básica en los municipios, pero adicionó otras entidades especiales de este mismo nivel como los Distritos y las Entidades Territoriales Indígenas. Los primeros, para otorgarles un tratamiento especial a determinados municipios con particularidades relevantes, fuesen portuarias, fronterizas, turísticas, patrimoniales, comerciales, entre otras. Las segundas, aún no desarrolladas ni puestas en funcionamiento, para otorgarles a los pueblos indígenas la posibilidad de organizar y administrar sus propias entidades territoriales.

Por otra parte, esta Constitución abrió las puertas al reconocimiento de los territorios de las colectividades afrodescendientes, hechos sin precedentes en la historia nacional. Los avances con relación a estos territorios se pueden observar en la Tabla 4, la cual, indica que hasta el año 2012 se habían conformado 170 territorios colectivos, principalmente en el Andén Pacífico.

En adición, la Carta Política (República de Colombia, 1991) ordenó la conformación de la Comisión Nacional de Ordenamiento Territorial y la expedición de la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial (República de Colombia, 2011). Esta última, sin embargo tomó veinte años para su promulgación, con efectos bastante limitados frente a las expectativas creadas, sin embargo, uno de sus resultados fue la creación de la primera Región Administrativa y de Planeación Especial, RAPE, de la región Central, que comprende a Bogotá, D.C. y los departamentos de Cundinamarca, Tolima, Meta y Boyacá. Los demás desarrollos previstos por la Ley de ordenamiento de 2011 están por venir, y el período de postacuerdo es un escenario inmejorable para avanzar en ellos y revisar el conjunto del rompecabezas territorial que se vislumbra.

2.3 Las políticas ambientales y las dinámicas territoriales asociadas

Las principales políticas ambientales de Colombia de alto contenido territorial son el Sistema Nacional de Áreas Protegidas, SINAP, y el Sistema de Corporaciones Autónomas de Desarrollo Sostenible.

Colombia fue uno de los países pioneros en América Latina en incorporar a la institucionalidad la preocupación por el uso de los recursos y el manejo ambiental de los mismos. En 1974 expidió el Decreto Ley 2811 (Presidencia de la República, 1974), llamado también Código de los Recursos Naturales Renovables, por medio del cual se dictó el Código Nacional de recursos naturales Renovables y de protección al medio ambiente. Dos décadas más tarde, en desarrollo de la Constitución de 1991 (República de Colombia, 1991) y de los compromisos adquiridos en el Convenio sobre Diversidad Biológica hecho en Río de Janeiro en 1992, se expidió La ley 165 de 1994 (República de Colombia, 1994), por la cual se crea las Áreas Protegidas. De igual manera, la Ley 99 de 1993 (República de Colombia, 1993) creó el Sistema Nacional Ambiental y el Ministerio del Medio Ambiente, y se reordenó el Sector Público encargado de la gestión y la conservación del medio ambiente y los recursos naturales renovables, se organizó el Sistema Nacional Ambiental, SINA, y se dictaron otras disposiciones. Más adelante, en el año 2010, por medio del Decreto 2372 de 2010 (Presidencia de la República, 2010) se reglamentaron las leyes y decretos leyes referidos a las Áreas Protegidas y se definieron las categorías de su manejo.

El SINAP pretende ser el mayor patrimonio de diversidad biológica del país y uno de los más importantes del mundo, ya que Colombia es uno de los cinco países con mayor diversidad biológica del planeta y, como tal, es suscriptor del Convenio de Diversidad Biológica (República de Colombia, 1994), del cual, se deriva el compromiso de diseñar el sistema de Áreas Protegidas que comprende el subsistema terrestre y el subsistema marino. Sin embargo, pese a los avances hechos, ante todo en el subsistema terrestre de Áreas Protegidas, los retos son todavía mayúsculos y las amenazas inminentes y avasallantes sobre muchos ecosistemas, en especial debido a la celeridad con que actúan los factores y agentes de la destrucción de los ecosistemas.

La concepción de este Sistema busca ser comprehensiva y abarcar diferentes escalas, incluye los Parques Nacionales Naturales, las Área Protegidas de Orden Regional, las Áreas Protegidas de Orden Local y la Áreas Naturales de la Sociedad Civil. Con relación a las Áreas Protegidas de Orden Regional, el Sistema impulsa la organización de Sistemas Departamentales y Regionales de Áreas Protegidas, y de los cuales, comienzan a verse algunos desarrollos. El SINAP ha hecho avances importantes, en especial en lo atinente a parques nacionales, de estos hay 56 en funcionamiento, como se indica en la Tabla 5. Sin embargo, en relación con el reto de administrar estas áreas de importancia ecológica, podemos decir que apenas se está arrancando, ya que entre muchos obstáculos, uno de los mayores ha sido el conflicto armado y las múltiples guerras que lo configuran.

De hecho, las actividades bélicas y la violencia generalizada durante cerca de seis décadas han tenido como uno de los escenarios más frecuentes las Áreas Protegidas, a las que han ocasionado daños en muchos casos irreparables. Las acciones de guerra, como los bombardeos, los ametrallamientos, la destrucción de poliductos, la construcción de trincheras y la fumigación de zonas de cultivos ilícitos han tenido efectos nocivos en los ecosistemas objeto de protección. Por ello, la firma de la paz entre la insurgencia y el gobierno significa también opciones de paz para los ecosistemas, en especial, si además del acallamiento de los fusiles, del silencio de las bombas, de la ausencia de fumigaciones y del respeto a los poliductos, se avanza hacia la construcción participativa de un modelo de protección de los ecosistemas que supere los criterios de prescripción y control excluyente de la presencia humana que predominaron en el comienzo del establecimiento de las Áreas Protegidas en el país (Andrade, 2007).

Ahora, en el nuevo escenario de firma de acuerdos para abandonar la guerra, emerge la posibilidad de hacer realidad un modelo de conservación más cercano a la gente a partir de la revaloración social de los territorios de la naturaleza, con base en la construcción social de los propios sujetos humanos y de sus territorios, para que con su participación efectiva e informada se supere la conflictividad entre las comunidades y las Áreas Protegidas, y se logre la conservación sostenible construida socialmente. Este debe ser uno de los retos de las políticas y de la gestión de la conservación de los ecosistemas protegidos en el postacuerdo.

Las Corporaciones Autónomas Regionales de Desarrollo Sostenible actuales nacen en el marco de desarrollos de la Constitución de 1991 (República de Colombia, 1991) y están encargadas de administrar, dentro de sus respectivas jurisdicciones territoriales, el medio ambiente, los recursos naturales renovables y el desarrollo sostenible. Comparten parcialmente los antecedentes de entidades similares precedentes, como la Corporación Autónoma Regional de Desarrollo del Valle del Cauca, CVC, creada en 1954, la Corporación Autónoma Regional de la Sabana de Bogotá y los Valles de Ubaté y Chiquinquirá, CAR, en 1961, la Corporación Autónoma Regional del Quindío, CRQ en 1964, y la Corporación de los Valles del Sinú y San Jorge, CVC en 1973.

Esas primeras Corporaciones correspondieron a una fase en la que primaba el interés por el desarrollo en general, por eso, fueron esencialmente productivistas. Su orientación central fue la del aprovechamiento de los suelos de alta calidad mediante el suministro de agua suficiente y oportuna, utilizando distritos de riego para la producción agrícola en gran escala. Así, ellas fueron parte de la institucionalidad que se creó para implementar el modelo de agricultura empresarial gestado en la llamada Revolución Verde que arrancó en Estados Unidos a mediados del siglo XX y se difundió desde entonces por todo el mundo. Esas entidades se concibieron a imagen y semejanza de la Corporación del Valle del Tenessee en Estados Unidos, un modelo para coordinar la convergencia de los insumos de la naturaleza, principalmente agua y suelos, necesarios para promover los monocultivos en grandes extensiones y donde las economías de escala fueron uno de los mayores incentivos para los inversionistas.

Las corporaciones actuales4 se definen como de "desarrollo sostenible", no de "desarrollo" en general, como ocurrió con las primeras. Estas son, según el Decreto 1768 del 3 de agosto de 1994 (Presidencia de la República, 1994),

entes corporativos de carácter público, creados por la Ley, integrados por entidades territoriales que por sus características constituyen geográficamente un mismo ecosistema o conforman una unidad geopolítica, biogeográfica o hidro-geográfica, dotados de autonomía administrativa y financiera, patrimonio propio y personería jurídica, encargados por la Ley de administrar, dentro del área de su jurisdicción, el medio ambiente y los recursos naturales renovables y propender por su desarrollo sostenible, de conformidad con las disposiciones legales y las políticas del Ministerio del Medio Ambiente" (Decreto 1768 del 3 de agosto de 1994).

Las Corporaciones son entidades descentralizadas del orden nacional que hacen parte del Sistema Nacional Ambiental del país y gozan de autonomía, pero esta condición que es teórica y técnicamente pertinente, es relativa en la medida que en esas entidades tienen una incidencia fuerte en las prácticas clientelistas presentes en los territorios donde ellas ejercen su acción y son proclives a prácticas institucionales alejadas de criterios éticos y misionales. Por esta razón, las Corporaciones son altamente propensas a desviar sus objetivos, como lo evidencian los resultados pobres, en términos de mitigación de efectos, que dichas instituciones han podido presentar en sus territorios frente a los episodios climáticos erráticos sucedidos en años recientes, como las inundaciones fuertes y prologadas en unos casos, o las sequías extendidas, en otros. Sin duda, el mayor obstáculo para el cumplimiento de la misión de las Corporaciones actuales es la politiquería y la corrupción en la que tienen que navegar.

El hecho de que de manera progresiva a la mayoría de Corporaciones ya no se les asignen jurisdicciones territoriales con base en criterios de delimitación de cuencas hidrográficas, como se hizo con las primeras Corporaciones, sino que sus alcances tiendan a definirse cada vez más con base en los límites de los territorios departamentales, estaría indicando que se terminó complaciendo a la voracidad de los politiquería regional, clientelista y corrupta. De nuevo, el desvío misional y la incapacidad institucional de muchas de estas Corporaciones están vinculadas a las prácticas que acompañan los procesos políticos e institucionales, en los que se mueven las entidades en ausencia de mecanismos transparentes y verificables de rendición de cuentas, y control ciudadano. Las Corporaciones regionales reclaman una reforma urgente. Su pertinencia territorial no genera mayores objeciones, pero sí su diseño institucional, la composición y forma de nombrar los directivos, así como la implementación de los mecanismos de control social a la administración pública y veedurías.

Cada vez es más evidente que la administración de la dimensión ambiental, por tener una naturaleza de enorme sentido y sensibilidad pública, debería tener un origen meritocrático, refrendado y validado mediante la elección democrática directa de los gerentes de las Corporaciones Autónomas de Desarrollo Sostenible en las diferentes regiones por parte de sus ciudadanos y ciudadanas.

2.4 Los procesos territoriales vinculados a la globalización neoliberal: El caso de los procesos de expansión de los espacios metropolitanos

Los espacios metropolitanos surgen de la acción combinada de fuerzas y tendencias centrípetas y centrífugas que se generan con relación a las ciudades en la medida en que una ciudad alcanza un cierto grado de crecimiento. Las fuerzas centrípetas provienen de los atractivos de un centro urbano que actúa como núcleo de aglomeración, como mayores y mejores condiciones de seguridad y anonimato, oferta de oportunidades de trabajo, mejores condiciones laborales, economías de aglomeración, protección social, acceso a servicios básicos y especializados, entre otros. Las fuerzas centrífugas emergen un poco más tarde que las centrípetas cuando se alcanza cierto grado de crecimiento de la ciudad núcleo y aparecen síntomas de inconveniencia de vivir en esta. Por ejemplo, en el caso de las deseconomías crecientes de aglomeración, que se manifiestan en costos altos de la vivienda, el aumento del valor de los alquileres, el incremento de los costos de los servicios domiciliarios, los costos altos del impuesto predial, el crecimiento de la percepción de inseguridad, el aumento de la congestión vehicular, la sensación de ausencia o escasez de zonas verdes, la falta de disponibilidad de parques o zonas abiertas, el incremento del ruido y de la contaminación del aíre, entre otras.

La acción combinada de fuerzas centrípetas y centrífugas genera una dinámica territorial caracterizada porque clases sociales medias altas y altas buscan huir de la ciudad núcleo para ubicarse en sus bordes, generalmente, en municipios aledaños. Algo semejante sucede con empresas y corporaciones que, por razones similares o, incluso, por razones tecnológicas o cuando requieren mayores espacios que los disponibles en la ciudad núcleo, deciden trasladar sus instalaciones a lugares ubicados en municipios vecinos, donde, además, consiguen ventajas adicionales en el costo de los servicios, de los impuestos prediales, entre otros.

Personas y familias de clases sociales más vulnerables tienen comportamientos parecidos a los anteriores, pues muchas también encuentran que la vivienda, los servicios y hasta los alimentos son más baratos en municipios aledaños. Es decir, después de que las ciudades núcleo adquieren un cierto tamaño, tanto las clases medias altas y altas, como las empresas y corporaciones, y las clases sociales vulnerables tienen motivos para localizarse fuera de ellas. Pero la localización de las clases sociales y las empresas no es caótica en el espacio metropolitano, los procesos de localización siguen patrones diferenciados y selectivos dependiendo del municipio receptor, de la clase social, de la cercanía a la ciudad núcleo, entre otros factores. Esta lógica básica explica el crecimiento de los espacios metropolitanos que, a su vez, intensifica de manera progresiva las relaciones funcionales cotidianas entre la ciudad núcleo y los municipios u otras entidades territoriales que entran a hacer parte del espacio metropolitano (Montañez, 1998). Todos estos actores tienen un asunto en común: están dispuestos a sacrificar distancia y tiempo de desplazamiento hasta el lugar de trabajo, generalmente ubicado en la ciudad núcleo, con tal de gozar de las ventajas que ofrece el municipio vecino donde buscan establecerse.

Así, la dinámica del espacio metropolitano evoluciona hacia una imbricación de relaciones funcionales permanentes entre todas las entidades territoriales de dicho espacio. Es entonces cuando se identifica el denominado problema metropolitano, que consiste en reconocer las dificultades de gestión que emergen para ese conjunto de entidades territoriales que participan y comparten ese espacio, pues tienen que atender de manera articulada las demandas de servicios de los ciudadanos. Para ello, se requieren instancias de coordinación y administración de la gestión común del espacio metropolitano. Al respecto, en el mundo se han creado diversas alternativas de gestión, en especial en Europa y Estados Unidos, de las cuales, una es denominada Área Metropolitana, figura que fue acogida en Colombia como la única forma reconocida por el Estado para atender los asuntos y problemas metropolitanos (Montañez, 1998). Los más comunes se relacionan con el transporte, la movilidad, la comunicación telefónica, el suministro de agua y energía, el uso de internet, la seguridad ciudadana, la salud, la educación, la recreación, entre muchos otros.

En décadas recientes, esos espacios metropolitanos han servido de refugio a los desplazados. Sin embargo, estos espacios tampoco llegaron a ser de manera generalizada modernizados ni modernos. En realidad, muchas porciones de ellos alcanzaron a ser apenas caricaturas muy precarias frente a los territorios urbanos idealizados por la modernización. Aunque han sido, en términos generales, espacios protectores frente a la amenaza de muerte inminente de los campesinos en su lugares de origen, los ya desplazados, asentados en territorios urbanos, pronto se ven en espacios marginalizados social y territorialmente. Sólo porciones muy parciales de los territorios urbanos llegaron a estar cerca de la modernidad, algunos de estos, apenas funcionaron como tales en períodos muy breves, y pronto tuvieron que encerrarse como guetos de clases medias altas y altas, pues allí también llegó la inseguridad generalizada, en forma de impuestos ilegales, robos, secuestros, paseos millonarios y toda clase de desmanes.

En Colombia, la reforma constitucional de 1968 (República de Colombia, 1968) incorpora la creación de la figura de Áreas Metropolitanas, pero es en 1978, mediante el Decreto 1503 (Patiño, 2010) que se establecen las Áreas Metropolitanas de Barranquilla, Cali, Medellín, Pereira y Bucaramanga. En adelante, se crearon otras mientras que la Constitución de 1991 mantuvo la posibilidad de crear nuevas (República de Colombia, 1991), sin embargo, apenas en 2013 se establece un marco legal actualizado y comprehensivo de las Áreas Metropolitanas, mediante la Ley 1625 (República de Colombia, 2013). Allí, se establece que estas son una entidad administrativa de derecho público formada por un conjunto de dos o más municipios integrados alrededor de un municipio núcleo, que hace de metrópoli, los cuales, están vinculados entre sí por "dinámicas e interrelaciones territoriales, ambientales, económicas, sociales, demográficas, culturales y tecnológicas". La razón aludida para la creación de esta figura es la conveniencia de adelantar una gestión de administración y coordinación para la planeación, programación de las acciones compartidas de prestación de servicios, ordenación y sostenibilidad del territorio, y mejoramiento da la calidad de vida de los habitantes de los territorios del Área Metropolitana.

En desarrollo de esta figura bien intencionada y pertinente, han sido reconocidas seis Áreas Metropolitanas, se han configurado 13 sin que todavía sean reconocidas y hay dos consideradas de hecho, como se indica en la Tabla 6. Sin embargo, en la mayoría de los casos, esta figura no ha tenido los desarrollos esperados. Avances mayores han sido opacados por la preeminencia del entusiasmo autonómico municipal que concentró la atención de la gestión en los municipios a partir de los últimos años de la década de 1980, cuando comenzó la más reciente descentralización de los municipios y que se refrendó en la Carta Política de 1991 (República de Colombia, 1991). Es de prever, no obstante, que la figura de las Áreas Metropolitanas se fortalezca en el futuro cercano, en la media que la pasión municipal se aclimate y se vaya develando la necesidad de consolidar figuras territoriales de segundo nivel, como las provincias, herencias coloniales con alto arraigo territorial, pero que no cuentan con el reconocimiento territorial, ni con los instrumentos formales requeridos para garantizar la efectividad en su gestión.

La expansión de los espacios metropolitanos trae efectos territoriales importantes más allá de sí mismos. Las clases altas y medias, por ejemplo, comienzan a demandar una segunda residencia para los fines de semana y para las vacaciones en determinadas zonas ubicadas lo suficientemente alejadas del espacio metropolitano para distanciarse de la congestión cotidiana y de los demás efectos negativos de la aglomeración, pero lo suficientemente cercanos como para no invertir demasiado tiempo en el desplazamiento. En ese proceso, los campesinos localizados en las zonas codiciadas por los urbanitas aspirantes a sibaritas del paisaje rural, se ven presionados a vender sus tierras, atraídos por los precios que los buscadores de una segunda residencia están dispuestos a pagar.

De manera semejante, otros agentes de interés inmobiliario invaden los espacios rurales, demandando áreas para proyectos inmobiliarios concentrados o de mayor escala, sean para fines residenciales o de servicios o, incluso, para especulación inmobiliaria. Este último caso es muy frecuente. Estudios realizados en los bordes metropolitanos indican que buena parte de las tierras están en poder de empresas corporativas dedicadas a ese negocio rentista y especulativo (Patiño, 2010). Bajo estas circunstancias, los campesinos dueños de tierra no encuentran otra opción que venderla y coger otros rumbos más rurales o definitivamente urbanos.

Los municipios localizados en estos espacios o en sus bordes pueden ser víctima de la lógica del mercado en un tiempo más cercano de lo que se pueda pensar, ya que, por lo general, sus autoridades terminan definiendo políticas de expansión urbana o suburbana con tal de conseguir mayores ingresos para el fisco local y lo hacen mediante la adjudicación de licencias de construcción que luego se traducen en incrementos de los recaudos de impuestos municipales. Esto es lo que está sucediendo en la mayoría de los espacios metropolitanos localizados fuera de la ciudad núcleo y en sus zonas inmediatas de influencia, en especial, en aquellos municipios donde las oficinas de planeación carecen del fortalecimiento técnico y la capacidad institucional para definir y mantener una regulación estricta, o donde las administraciones son proclives a la corrupción por la vía del incremento del ingreso fiscal total.

Es evidente que la gestión metropolitana requiere en nuestro medio de más gestión ambiental y esta, a su vez, requiere de mayor comprensión integral del fenómeno metropolitano. Ojalá los tiempos del postacuerdo tengan espacio para el debate sobre el fenómeno metropolitano. Una posibilidad que impacte positivamente en el ambiente, desde la gestión de las áreas metropolitanas, consiste en la alternativa de constituir reservas de ecosistemas naturales en los espacios metropolitanos, de ese modo se podría mitigar fenómenos como el cambio climático, precisamente porque en las grandes concentraciones urbanas se producen las mayores emisiones de gases de invernadero.

2.4.1 Los procesos de los territorios de la agricultura tradicional

A partir de la década de 1950 determinadas zonas del país, en especial aquellas dotadas de suelos de alta calidad productiva y de alta disponibilidad de agua, captaron la atención del Estado y estimularon la voracidad de un empresariado agrícola naciente en diferentes regiones del país. La violencia en esas zonas fue particularmente acentuada y cruenta porque la posesión de la tierra de alto potencial productivo se convirtió en caldo de cultivo de confrontación entre grandes y medianos propietarios, y los campesinos aledaños o los trabajadores del campo. Así, en el marco de la llamada revolución verde, se expandió la agricultura empresarial y corporativa en las zonas de mayor potencial productivo del país, en especial, por la agroindustria de la caña, el algodón, el sorgo, el arroz y, más tarde, la palma aceitera, entre otros monocultivos. Para esta tarea ordenadora del territorio dedicado a la agricultura empresarial, el Estado participó y financió la adecuación de grandes distritos de riego e inició la creación de las Corporaciones de Desarrollo Regional que, inicialmente, tuvieron un sentido más productivista que proteccionista, como se les conocen hoy.

Con la apertura económica que se formalizó a comienzos de la década de 1990, se ampliaron de manera considerable las importaciones de alimentos. En un país que históricamente se autoabasteció de alimentos, este cambio abrupto de políticas trajo consecuencias desastrosas para la mayor parte de la economía campesina la que, en términos generales, entró en crisis. Campesinos y trabajadores agropecuarios de las zonas rurales de las cordilleras y valles interandinos emigraron a las ciudades o a zonas selváticas y aisladas en busca de trabajo, donde encontraron alivio a sus penurias económicas, al hallar alternativas económicas en la expansión de cultivos ilegales y en el procesamiento de coca y amapola.

El café, otrora fuente de riqueza y de estabilidad política y económica del país, y de los territorios andinos comprendidos entre los 1000 y los 2000 metros de altitud, y en las vertientes occidentales y orientales de las tres cordilleras, es apenas una mueca de un pasado relativamente próspero que se extendió durante más de un siglo y medio. Ni el Estado ni la Federación de Cafeteros de Colombia dan muestras de recuperar o de redefinir un rumbo. Se vive una situación similar desde hace tiempo en otros ámbitos del sector agrario, como entre los productores de papa, leche, frutas, legumbres, hortalizas, entre otros. En estas condiciones, los movimientos agrarios y rurales se reactivaron en el 2013, y sus reivindicaciones siguen latentes.

Por otra parte, mientras que el conflicto armado se generalizaba y alcanzaba las dimensiones ya comentadas, también se expandió la agricultura empresarial, en especial en zonas de reciente colonización de los piedemontes de las vertientes exteriores de las cordilleras Oriental y Occidental, así como otros piedemontes interiores con zonas planas adecuables para tal uso. A menudo, estas ampliaciones de la agricultura de plantación, en especial de palma aceitera, estuvieron asociadas con áreas de fuerte desplazamiento forzado.

Las políticas agropecuarias de estímulo a la llamada transición energética, eufemismo consistente en reemplazar los combustibles fósiles por combustibles derivados de cultivos antes dedicados a las personas y a la actividad ganadera, promovieron la asignación de baldíos en zonas de selva y de sabana. Con todo, sólo por el principio de la precaución, algunas hectáreas pudieron ser protegidas, al menos mientras las investigaciones indicaran cuál sería el impacto más probable al ser cultivadas con palma aceitera, soya, maíz y otros cultivos y plantaciones.

Por su parte, los territorios de comunidades negras, de indígenas y de campesinos corrieron el infortunio de que sus tierras fueron asignadas como baldios, sin que en muchos casos estos hechos hayan sido reparados y castigados por autoridad alguna. Una situación similar ha ocurrido con actividades agroindustriales y otros cultivos de exportación que requieren enormes cantidades de agua para su producción, y que con frecuencia invaden áreas cuya resiliencia es aún desconocida y en las que el principio de la precaución no es aplicado.

2.4.2 La dinámica de los territorios del extractivismo

El extractivismo es la política de los Estados dirigida a la extracción a gran escala de materias primas sin ninguna o con muy poca transformación, para ser vendidas y exportadas a otros países. La forma, magnitud y escala en la que se realizan las actividades extractivas requiere, por lo general, de conocimientos, tecnologías y maquinaria especializadas, lo que implica, con frecuencia, la instalación de complejos de infraestructura y tecnología en determinadas localizaciones. El extractivismo puede ser minero, agropecuario, de flora o de fauna silvestres.

Este es, al mismo tiempo, un modelo de relaciones económicas internacionales desiguales que se reproduce históricamente, mediante el cual, un país de escaso desarrollo industrial extrae materias primas y las vende a uno o más países industrializados. Los términos de esos intercambios han sido permanentemente desiguales a favor de los segundos; son los países del centro más desarrollados y compradores de materias prima, los que imponen los precios mediante el "mercado internacional de materias primas", mientras que los países objeto del extractivismo se encuentran a merced de los ingresos provenientes de esas ventas para resolver asuntos cruciales de sus gobiernos y pueblos, como también para abonar las cuotas de pago de sus propias deudas internacionales, las cuales, a menudo, se hacen a instituciones financieras de los mismos países de donde proceden las multinacionales que extraen las materias primas.

Así, la política extractiva se inscribe en el círculo de relaciones desiguales que ha caracterizado la estructuración y funcionamiento de la economía del mundo hasta el presente. En el largo plazo, este tipo de políticas pueden resultar desastrosas para el país en la medida en que tales decisiones pocas veces evalúan e internalizan todos los costos con los que incurre el país, en especial los costos ambientales y sociales. La legislación ambiental y, sobre todo, el sistema institucional ambiental de dichos países es generalmente proclive a economías de extracción y los gobiernos nacionales tienden a presionar a esas instituciones para que no se conviertan en un obstáculo.

La globalización y las políticas neoliberales no modificaron la esencia de las políticas extractivistas, por el contrario, las exacerbaron, lo que cambio parcialmente fue el nombre del destino final de las exportaciones, ya que surgieron nuevos compradores como China y Corea, entre otros. Esta política comercial es la forma de mercantilización directa de la naturaleza, exacerbado en estos tiempos por los desarrollos tecnológicos y la geocultura del consumismo. Se trata de un círculo peligroso en el que muchos países han entrado, entre ellos Colombia, con políticas públicas explícitamente diseñadas para alcanzar tales fines, incluso con nombres agresivos y ambientalmente inescrupulosos como los de "locomotoras mineras" que, en otras partes, producirían vergüenza ambiental.

Los efectos sociales y ambientales del extractivismo han sido desastrosos y ampliamente documentados, y divulgados en Colombia y América latina (Gobel y Ulloa, 2014; Gudynas, 2011; Ronderos, 2011). Sin embargo, las políticas públicas han sido ciegas y sordas ante esos documentos y han persistido en promover tales actividades sin reparar en los efectos de las mismas en las comunidades y demás seres vivos de los territorios donde estas se llevan a cabo. Tampoco han tenido en cuenta el impacto sobre las fuentes de agua o la dinámica superficial y subterránea, sobre su calidad y conservación futura, sobre los desplazamientos derivados de esas actividades, ni sobre las dislocaciones identitarias y sociales que, a menudo, resultan de la presencia de instalaciones y complejos mineros en territorios locales y regionales. El Estado y sus instituciones se niegan a aprender de los efectos perversos de los auges mineros en las localidades que crean falsas ilusiones y se desvanecen en poco tiempo, y entonces, cunde la desolación y la desesperanza, ahondada por las heridas visibles en los paisajes que parecen difíciles de cicatrizar.

Las últimas décadas en Colombia han sido patéticas en relación con los efectos territoriales, ambientales y sociales de una alucinación estatal centrada en el extractivismo. En particular, los últimos gobiernos han mostrado proclividad extrema con el extractivismo minero, llegando a supeditar la misión del Sistema Nacional del medio Ambiente a los intereses de Corporaciones Internacionales y de los agentes legales y hasta ilegales de tales negocios, en los cuales también se involucraron las organizaciones insurgentes ya en forma directa o como auspiciadores de la minería ilegal.

Las políticas sobre explotación minera que se promulgaron en las últimas décadas y que se expresaron en una repartición irresponsable de concesiones mineras a diestra y siniestra, se convirtieron en otra nueva arremetida contra los territorios rurales. Allí llegaron pequeños y grandes mineros y generaron destrucción y contaminación de fuentes del agua y de suelos, así como aniquilamiento de flora y fauna, entre otros daños irreparables al medio ambiente. Este extractivismo, nunca antes conocido en esta magnitud y celeridad, se apoderó de numerosos territorios en nombre del Estado central, con autorización para disponer sin mayor reparo de los recursos hídricos y sin prevenir o reparar los impactos inmediatos de tales actividades. Las instituciones nacionales del Estado, como Ingeominas y el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible fueron y son testigos mudos y hasta cómplices de tamaña catástrofe. Como si todo esto fuera poco, a esta alucinación se sumó la intensificación de la minería ilegal patrocinada por el paramilitarismo, empresarios, la insurgencia armada, políticos locales y regionales, y funcionarios del Estado.

2.4.3 La dinámica de los espacios de las zonas francas

Los orígenes de la idea de definir espacios especiales para realizar determinadas actividades económicas, similares a las actuales zonas francas, parecen remontarse a siglos atrás. Pero en los Estados liberales modernos su origen más lejano se ubica en Irlanda en la década de 1950. Es a finales de esa misma década que también se establece el primer régimen de zonas francas en Colombia, en el marco del cual, se creó la primera Zona Franca Industrial y Comercial de Barranquilla. Más adelante, en la década de 1970 iniciaron su funcionamiento otras cinco: Buenaventura, Cartagena, Cúcuta, Palmaseca y Santa Marta.

Después, en 1985, mediante la Ley 109 de 1985 (República de Colombia, 1985), las zonas francas se definieron como establecimientos públicos del orden nacional encargadas de fomentar el comercio exterior, estimular la generación de empleo y de divisas, y promover el desarrollo regional, y se crearon las zonas francas de Bogotá, Rionegro, Palmira, Cartagena y La Tebaida. En 1996, el Decreto 2233 (Presidencia de la República, 1996) redefinió las zonas francas industriales y les otorgó un estatus de extra-territorialidad, lo que significó el reconocimiento de la exoneración de gravámenes a las importaciones.

En el 2005, en el marco de la globalización y, en particular, de la apertura económica, y con el argumento de atraer inversiones a Colombia, se comenzó la privatización de las zonas francas existentes en ese momento. Bajo el régimen de la Ley 1004 de 2005 (República de Colombia, 2005), a las Zonas Francas se les definió como finalidad la creación de empleo, la captación de nuevas inversiones de capital, el desarrollo competitivo de las regiones y los procesos industriales, la generación de economías de escala y la simplificación de procedimientos de comercio. La Tabla 6 muestra que al finalizar el año 2015 estas habían aumentado de manera considerable. Se habían creado 113 zonas francas permanentes, de las cuales, 78 eran uniempresariales, es decir utilizadas y administradas por una sola empresa, mientras que las restantes 35, también permanentes, tenían múltiples usuarios, es decir multiempresariales.

La tendencia al incremento significativo en el número de zonas francas indica que el Estado está siendo pródigo en el otorgamiento de espacios destinados a favorecer la actividad económica de algunas empresas y que prefiere la asignación individualizada de esos espacios. Valdría la pena que se evaluara cuál es el impacto de las zonas francas con respecto a las finalidades par las cuales fueron creadas y abrir el debate sobre las bondades, los obstáculos y los resultados reales de estas figuras. El postacuerdo es una oportunidad para que el país haga un balance de la contribución que le hacen a la nación estos espacios dedicados de manera especial al capital. El panorama está abierto para estimular o revisar las políticas en este frente.

2.4.4 Promoción y creación de Zonas de Desarrollo Empresarial, ZDE, en territorios Rurales

Estas Zonas se crearon por la misma Ley 160 de 1994 (República de Colombia, 1994) que creó las Zonas de Reserva Campesina, ZRC, y fueron reguladas un año más tarde. Mediante ellas se buscó asignar, promover y proteger la inversión de capital privado en el desarrollo de empresas agropecuarias en zonas de baldíos. En el Artículo 82 se puntualiza que se

delimitarán zonas de baldíos que no tendrán el carácter reserva campesina sino de desarrollo empresarial de las respectivas regiones, en las cuales la ocupación y acceso a la propiedad de las tierras baldías se sujetará a las regulaciones, limitaciones y ordenamientos espaciales que establezca el INCORA, para permitir la incorporación de sistemas sustentables de producción en áreas ya intervenidas, conservando un equilibrio entre la oferta ambiental y el aumento de la producción agropecuaria , a través de la inversión de capital, dentro de criterios de racionalidad y eficiencia y conforme a las políticas que adopten los Ministerios de Agricultura y del Medio Ambiente (República de Colombia, 1994).

La ley señala, además, que serán adoptadas Zonas de Desarrollo Empresarial. Estas áreas podrán ser establecidas en predios con condiciones óptimas para la eficiente explotación económica, uso adecuado de los recursos naturales y con sostenibilidad ambiental, que generen empleo en el municipio correspondiente y cuya fragmentación no implique deterioro en los volúmenes actuales o potenciales de producción. Indica también que cuando la sociedad adjudicataria hubiere dado cumplimiento a las obligaciones contraídas se autorizaría la venta del terreno baldío correspondiente, al precio que determine la Junta Directiva del INCORA.

Es evidente que la Ley 160 de 1994 (República de Colombia, 1994) consignó en su texto un conflicto potencial entre las Zonas de Reserva Campesina, ZRC, y las Zonas de Desarrollo Empresarial, ZDE, pues ambas podrían aspirar a legalizar tierras baldías por sus respectivas vías, lo que significaría que campesinos y empresarios serían tratados en el mejor de los casos como iguales en su aspiración al acceso a las tierras del Estado, asunto que luce como un exabrupto. En efecto, se trata de impulsar el desarrollo capitalista en el campo mediante el despojo de tierras baldías al Estado para ser entregadas a sectores empresariales privados.

No se entiende cómo un Estado de derecho toma partido frente a este dilema a favor de los más poderosos, en lugar de reconocer derechos y promover las causas de los más vulnerables. La insistencia de las organizaciones corporativas por tener acceso a tierras baldías pertenecientes a toda la nación, indicaría que su persistencia, además de ser explicada por interés puramente económico, también manifiesta el mantenimiento del poder político por parte de esta clase social frente población vulnerable, muchos de ellos víctimas de la desigualdad sociedad y del conflicto mismo.

2.4.5 Promoción y creación de Zonas de Interés de Desarrollo Rural, Económico y Social, ZIDRES

Las Zonas de Interés de Desarrollo Rural, Económico y Social, ZI-DRES, creadas por la Ley 1776 de enero 29 de 2016 (República de Colombia, 2016), y que podrían sustituir a las ZDE, son otra iniciativa cuyo tránsito y aprobación en el Congreso puede explicarse, desde el punto de vista político, por la necesidad de tranquilizar a los sectores más reacios al diálogo y a los acuerdos que se desarrollan en La Habana. Y, desde el ángulo económico, por responder al reclamo que con frecuencias le hacen al gobierno los gremios y corporaciones nacionales e internacionales interesadas en hacer inversiones en el campo. Es decir, por las mismas razones por las cuales el Estado promueve y concede tratamientos especiales fiscales y comerciales en zonas urbanas y portuarias, o de otro tipo, como las zonas francas o los parques tecnológicos o industriales, entre otros. En este caso, el interés central es promover ventajas para el comercio y la inversión orientada al fomento de la producción agropecuaria.

Lo sorprendente de la iniciativa, convertida ahora en Ley de la República, es que detrás de ella es fácil prever el interés de gremios y corporaciones de utilizar o llegar a apropiarse de extensiones considerables de baldíos, mediante procedimientos de acumulación irregular de tierras pertenecientes a la nación. Tierras que antes no eran codiciadas, ahora son objeto de interés de inversionistas que buscan incorporarlas a la actividad productiva agropecuaria, mediante la aplicación de paquetes tecnológicos probados como efectivos en entornos similares en otros países, como es el caso de los paquetes tecnológicos desarrollados y utilizados en el manejo de los suelos del cerrado brasileño, los cuales, con pequeñas adaptaciones, podrían ser usados en una porción importante de la altillanura colombiana.

No sería paz con justicia social si bajo el marco de la Ley se pudieran generar atajos a los grupos económicos y a las corporaciones nacionales y extranjeras para la acumulación irregular de tierras de baldíos de la Nación. Un país con profundas desigualdades sociales, pero que cuenta con un Estado de Derecho, tiene la obligación de garantizar derechos a los sectores sociales más vulnerables. Ese Estado no podría explicarle ni a los colombianos ni al mundo el sustento lógico y ético de una política como la de las ZIDRES. Ese Estado, que además dispone de tierras potencial-mente productivas y que está dispuesto a reducir las desigualdades sociales, debería aprovechar estas fortalezas para promover la participación y la creatividad social para elaborar propuestas conducentes a la reducción de la desigualdad, en especial, aquella promovida y agudizada por la violencia rural cruel de más de medio siglo.

Pero lo que se puede colegir, tanto de las figuras de las ZIDRES, como las de las Zonas de Desarrollo Empresarial de la Ley 60 de 1994 (República de Colomiba, 1994) y de las Zonas Francas es la presión que hacen grupos y organizaciones económicas con alto poder sobre el Estado, cada vez que se impulsan políticas dirigidas a reconocer derechos de los más vulnerables o a reducir desigualdades sociales evidentes, para que se promuevan políticas en sentido inverso. Esto indicaría que determinados círculos de poder no están dispuestos ni ideológica ni políticamente a aceptar que los más vulnerables puedan recibir del Estado la discriminación positiva que la historia les ha negado. Es decir, que existe una verdadera lucha de clases sociales fundamentada en que, mientras unos pocos quieren mantener el statu quo, otros pretenden que el Estado intervenga con sentido de justicia social a favor de los más vulnerables. Se esperaría que el Estado promueva menos los espacios especiales para la acumulación privada de crecimiento económico y jalone mucho más la promoción de determinados espacios y territorios de promoción de la reproducción de la vida y la dignidad. Sólo así se contribuirá desde la dimensión territorial a construir una nación diversa, digna, solidaria y sostenible.

3. Los territorios nacidos de los acuerdos de paz con la insurgencia

La figura territorial principal que nace de los acuerdos paz, pese a tener antecedentes legales desde comienzos de la década de 1990's, es la de Zonas de Reserva Campesina, ZRC. Esta figura legal fue creada por la Ley 160 de 1994, como parte del Sistema Nacional de Reforma Agraria, en un momento en que el conflicto armado tenía niveles altos de intensidad. En los años subsiguientes y hasta el año 1997 se crearon seis zonas de reserva campesina específicas, pero en la primera década del presente siglo el proceso de aprobación de nuevas zonas se frenó, en la medida en que el mismo conflicto armado se exacerbó y la guerra se equilibró. Este es un primer indicador de que las Zonas de Reserva surgen del conflicto, pero también de que el Estado logró dar golpes importantes a la insurgencia. El gobierno del momento consideró que en esas circunstancias las condiciones favorecían un freno a este proceso. No obstante, la figura reapareció en la mesa de diálogos de La Habana y se consolidó como parte de los acuerdos en los que se ha avanzado allí.

En Ley 160 de 1994 (República de Colombia, 1994), las ZRC se conciben como un instrumento de política estatal para contribuir a resolver conflictos por la tierra en aquellas en zonas de colonización o donde predominara la disponibilidad de tierras baldías. Como se señala en la Tabla 7, además de las seis ZRC formalmente aprobadas, en la actualidad hay 30 propuestas de ZRC en proceso avanzado de aprobación y otras 17 en su fase inicial. Se supone que una vez se firmen los acuerdos de paz se emprenderá el estudio de las zonas propuesta y tanto el Estado como los campesinos de las zonas aprobadas pondrán en marcha estas iniciativas novedosas sobre las que existen muchas expectativas y también prevenciones por parte de los círculos de poder reacios con el abandono de la guerra.

La figura de las ZRC merece especial atención pues está llamada a servir, al mismo tiempo, de territorios de inserción y de transformación. No solo se conformarán alrededor de la tierra, sino como ejemplos vivos de demostración de posibilidades de construcción de políticas públicas que permitan, hacia adelante, la ampliación e incorporación de perspectivas territoriales nuevas y diversas. Además se han esgrimido argumentos fundados en torno a la conservación sostenible de la naturaleza, a la preservación de las significaciones campesinas, a la conservación de saberes y prácticas sociales de la cultura campesina, a la posibilidad de ejercer autonomías relativas de las comunidades involucradas y al compromiso de asumir los retos de mitigación del cambio climático. Serán las comunidades campesinas, con el apoyo del Estado y la solidaridad del resto de la sociedad, las encargadas de desplegar la participación y la creatividad para demostrar que es posible y exitoso ensayar nuevas opciones territoriales.

4. Las dinámicas territoriales asociadas al cambio climático

Los efectos ocasionados por el desorden climático son de enorme significación y generan retos inmediatos de adaptación y mitigación. Un primer desafío se da con respecto al conocimiento de la dinámica climática y meteorológica, la cual está cambiando y ocurre que los actores territoriales se ven invadidos por la confusión, pues sus saberes meteorológicos tradicionales parecieran entrar en crisis frente a los comportamientos erráticos del clima, como si esos conocimientos se hubiesen vuelto líquidos, sobre todo para los indígenas y los afrodescendientes, pero también para los habitantes urbanos.

En el sistema vertical de pisos térmicos de las montañas andinas de nuestra zona intertropical están ocurriendo desplazamientos ascendentes y sensibles de microfauna, microflora, aves y meso-fauna, que avanzan hacia zonas más altas desde los pisos más cálidos. Muchas especias buscan nuevos nichos como una forma de adaptación a los cambios, lo que origina transformaciones en la diversidad de la vida en cada piso térmico, con la cual, se modifican las interrelaciones preexistentes. Algunas de las especies invasoras desde los pisos térmicos más cálidos son, al mismo tiempo, vectores y, por lo tanto, generan nuevas epidemiologías en los espacios donde se establecen. Esas nuevas epidemiologías pueden afectar a los humanos.

El cambio climático también impacta los nichos y las fuentes de agua superficial o subterránea. Las fuentes de agua en todas sus formas vienen sufriendo cambios significativos en su cauda, su localización y su dinámica, en concordancia con las transformaciones del clima. Cambios importantes en el nivel de los océanos se predicen para un futuro cercano, que señala también modificaciones significativas por venir en la conformación de los litorales del Caribe y del Pacífico. Las aguas saladas inundarán parcial o totalmente algunos asentamientos humanos y afectarán las actividades turísticas, náuticas y portuarias. Estos escenarios posibles deberían ser objeto de investigación y verificación en territorios específicos con el fin de generar las estrategias pertinentes de adaptación y mitigación de dichos cambios, para lo cual, se requiere investigar, proyectar, gestionar y convocar a los actores sociales e institucionales que habitan o pueden incidir en los territorios costeros. Sin duda, la paz permitirá adelantar esas investigaciones y las gestiones que deberán adelantarse. Todos los territorios regionales y locales deberían tener pronamente estrategias propias y activas para mitigar el cambio climático.

Conclusiones

La ordenación territorial en sus diferentes escalas está determinada por los grandes procesos sociales en marcha en un determinado momento histórico, algunos de los cuales, se despliegan como resultado de determinadas políticas del Estado, que no siempre se plantean o vislumbran como políticas territoriales. En cambio, muchas políticas que se definen como territoriales, como los planes y esquemas de ordenamiento territorial, pueden resultar inanes si no reconocen el papel central de estos procesos que recorren los territorios regionales de la nación.

Adportas del acuerdo de paz entre el Estado y los grupos insurgentes en Colombia, después de más de sesenta años de conflicto armado, las opciones de ordenación territorial parecen flexibilizarse, y ofrecer nuevas posibilidades de formas y arreglos territoriales y de construcción de nuevas territorialidades que podrían tender de manera progresiva a acercarse a los imaginarios territoriales que muchos investigadores, entre ellos Fals Borda (1996), han soñado para nuestra realidad territorial.

Esta tendencia constituye un avance significativo con relación a los más de 100 años en los que el país permaneció en medio de una relativa uniformización territorial (Montañez, 1998), impuesta por un conservadurismo a ultranza en esta materia, hegemonizado por la Constitución de 1886. El intento de homogenización de la estructura de los territorios regionales, combinado con un trato desigual a los territorios que fueron considerados de segunda categoría, terminó siendo vano y extraño frente a las realidades bióticas, sociales culturales, económicas y políticas de los territorios regionales y locales de la nación.

Las nuevas perspectivas territoriales y los avances normativos surgidos a partir de la Constitución de 1991 (República de Colombia, 1991), así como las nuevas opciones que surgen en los acuerdos de paz son una oportunidad excepcional para ensayar otras perspectivas de construcciones territoriales subnacionales. Estos, como se dijo antes se despliegan, en términos generales entre territorios para la vida y territorios para el capital.

Hoy, los territorios para la vida son particularmente los rurales, son aquellos donde predomina la reproducción simple del capital, donde la poca acumulación que logra está destinada, sobre todo, a la reproducción estándar de la existencia, pero esa misma reproducción en paz pareciera dar sentido pleno a la realidad. Si así fuese, no sería el "atraso" el criterio que definiría la condición de rural, sino el sentido vital de la existencia, es ese sentido el que marca la diferencia con los territorios urbanos y metropolitanos. Son territorios para la vida, entre otros, los de las comunidades negras, los territorios indígenas y las Zonas de Reserva Campesina, que los acuerdos en La Habana buscan hacer realidad en el postacuerdo. En cambio, los territorios para el capital son diseñados y configurados bajo la lógica específica de la reproducción ampliada del capital, como son las Zonas Francas, las Zonas de Desarrollo Empresarial, las Zonas de Interés para el Desarrollo Rural, Económico y Social, ZIDRES, los espacios metropolitanos, entre otros.

Mientras que unos actores sociales aspiran a la vida como esencia, otros aspiran al capital como objetivo. En medio de este dilema, que sólo es planteado así para generar una provocación analítica, la solución se podría encontrar en el punto en el que la vida no sea menoscabada por el capital. De donde se colige que se requiere la construcción de territorios de vida y dignidad con instituciones públicas fuertes e incorruptibles que busquen de manera consistente el bien colectivo y público. Sólo de esta manera la vida podrá controlar el capital y no al contrario. En todo caso, desde la historia reciente y la realidad presente queda claro que antes que construir paz para los territorios, hay que construir territorios de vida y dignidad, porque estas opciones juntas son las mayores sembradoras de paz.


Notas

1 Artículo producto de las reflexiones propiciadas por el Seminario Conflictos Territoriales y Acuerdos de Paz en Colombia, realizado en la Universidad Nacional de Colombia -Sede Bogotá, 26 y 26 de febrero de 2016.
2 Orlando Fals Borda) propuso asumir el ordenamiento territorial a partir de ocho territorios regionales de escala intermedia, tomando como base criterios socio-histórico-culturales (1996)
3 Dícese de los habitantes y pobladores de las grandes urbes o ciudades urbanizados, con el fin de diferéncialos del concepto de ciudadanos en el sentido político y jurídico de pertenecer a una nación.
4 A finales de 2015 había 33 Corporaciones Autónomas Regionales de Desarrollo Sostenible.


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