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Bitácora Urbano Territorial

versão impressa ISSN 0124-7913

Bitácora Urbano Territorial vol.26 no.2 Bogotá jul./dez. 2016

https://doi.org/10.15446/bitacora.v26n2.59302 

http://dx.doi.org/10.15446/bitacora.v26n2.59302

Luchas por el territorio y la participación política: retos del postconflicto

Struggles for territory and political participation: challenges of post-conflict

Lutas por território e participação política: desafios da pós-conflito

Alirio Uribe-Muñoz
alirio.uribe.representante@gmail.com
Abogado egresado de la Universidad Católica de Colombia y defensor de Derechos Humanos. Actualmente es Representante a la Cámara de Bogotá por el Polo Democrático Alternativo. Bogotá, Colombia

Recibido: 20 de abril de 2016 Aprobado: 3 de junio de 2016


Resumen

Al analizar el devenir histórico de la ruralidad colombiana, cuestionar las políticas instauradas desde el período colonial y durante todo el período republicano, teniendo en consideración el elemento trasversal del conflicto armado, social y político, se comprende la importancia de dos reivindicaciones del campesinado como clase social: la propiedad de la tierra y la participación política. El momento que hoy vive el país, imaginando la construcción de una sociedad distinta donde el elemento mediador entre las partes en conflicto no sean las armas, sino las ideas, llevan irremediablemente a pensar en estrategias, balances y propuestas. En el caso específico de este artículo, la preocupación y la propuesta gira en torno a los conflictos territoriales entre los habitantes ancestrales del campo.

Palabras clave: Propiedad de la tierra, participación política, zonas rurales, conflictos territoriales.


Abstract

When analyzing the historical development of the Colombian rurality, challenging the policies implemented since the colonial period and throughout the Republican period, taking into account the transverse element of armed, social and political conflict, the importance of two claims of the peasantry is understood as a class social: land ownership and political participation. Today in the country, we imagining to building a different society where the mediating element between the conflicting parties are not weapons will be the ideas, it makes us lead inevitably to think strategies, balances and proposals. In the specific case of this article, concerns and the proposal revolves around the territorial conflicts between ancestral inhabitants of the camp.

Keywords: Landownership, political participation, rural areas, territorial conflicts.


Resumo

Ao analisar o desenvolvimento histórico da ruralidade colombiano, desafiando as políticas implementadas desde o período colonial e durante todo o período republicano, tendo em conta o elemento transversal de conflito armado, social e política, a importância de duas reivindicações do campesinato é entendida como uma classe social: a propriedade da terra e participação política. O momento hoje no país, imaginando construção de uma sociedade diferente, onde o elemento mediador entre as partes em conflito não são armas, mas idéias, conduzir inevitavelmente a pensar em estratégias, saldos e propostas. No caso específico deste artigo, as preocupações ea proposta gira em torno dos conflitos territoriais entre habitantes ancestrais do campo.

Palavras chave: A posse da terra, participação política, as áreas rurais, os conflitos territoriais.


Introducción

A partir de la evidencia histórica, y teniendo en consideración el cúmulo de intereses económicos, financieros y especulativos que se ciñen con mayor fuerza en las áreas rurales, y en particular, sobre los territorios étnicos y campesinos, se puede afirmar que ninguna de estas dos reivindicaciones (la tierra y la participación) tendrá un consenso democrático y una realidad material si entre los sectores excluidos no se reafirma el concepto de clase social. De hecho, se puede decir que la construcción de la paz, la exigencia de garantías de participación política y la democratización de la propiedad de la tierra en Colombia tiene que pasar por comprender que campesinos, indígenas y afrocolombianos son en realidad una misma clase social con sus diferencias, pero al final, una clase opuesta a los agentes interesados en sus territorios: multinacionales mineras, megaproyectos energéticos, ZIDRES (Zonas de Interés de Desarrollo Rural, Económico y Social), entre otros.

Para algunos, referirse en clave de clases sociales a los conflictos, la construcción de la democracia y los retos del concesos social resulta improcedente, anticuado o polarizante (Fals Borda, 1975). Se hace referencia a economistas, hacedores de política, inversionistas y otros agentes a quienes simplemente no les gusta, porque la categoría de clase social en su entender e interés, es un factor que engendra conflictos. Sin embargo, entender el problema de la tierra y la participación política de las comunidades rurales tiene sentido en un horizonte de construcción de paz, si y solo si, lo entendemos como un problema de clases sociales. ¿Qué significa eso? Bueno, entender las dinámicas históricas, comprender y respetar las diferencias de distintos grupos poblacionales y, sobre todo, entender quién en es el actor opuesto.

El campesinado como clase social, una necesidad conceptual y práctica

Para nadie es un secreto que el problema del conflicto armado en Colombia tiene sus orígenes en la distribución inequitativa de la tierra y que ese bien tan preciado representa poder, dominación social, acumulación de riqueza y sometimiento (García, 1973). Entender quién es el actor opuesto en un escenario de construcción de paz es fundamental para continuar la reivindicación democrática que necesita este país, es decir, una reforma agraria de alcances nacionales.

Un libro pequeño, concebido como una cartilla, redactado por el maestro Orlando Fals Borda (1975) y titulado Historia de la cuestión agraria en Colombia, ayuda a comprender cuál es la clase social histórica de ese espacio rural colombiano amplio que siempre ha solicitado reconocimiento socioeconómico, tierra y participación política: el campesinado.

¿Cuál es la clase social del campesinado según la reflexión histórica y sociológica que recoge Fals Borda (1975)? El campesinado está compuesto por los colonos, los afrocolombianos y las comunidades indígenas. Cada uno tiene cosmovisiones diferentes y siempre han estado excluidos de la participación política y del acceso real y en condiciones dignas a la tierra. Así, estas carencias o exclusiones son lo que los une en el marco del conflicto armado y lo que los debe unir aún más en la construcción de paz.

¿Cuál es entonces la clase social que se opone al campesinado? Algunos pensarán que es el gobierno de turno o el Estado. Y no se equivocan, pero ese estamento sólo representa a la junta directiva de una sociedad en la que los grandes propietarios de la tierra y la riqueza, los banqueros, las multinacionales y otros agentes con antecedentes históricos o emergentes limitan desde el ejercicio del poder la posibilidad de la participación activa, justa y democrática, y del acceso digno a la propiedad de la tierra a las comunidades étnicas y campesinas del país (PNUD, 2011).

Así, el 4% es propietaria del 65% del área productiva en Colombia, la mayoría, con un uso ineficiente y especulativo de la propiedad (el 80% de dicha área está dedicada a pastos para la ganadería), lo que se opone al 96% restante de los habitantes rurales compuesto por indígenas, afrocolombianos y campesinos, que apenas tienen acceso a aproximadamente al 3% del área productiva, y representan cerca del 80% de las unidades básicas de producción, siendo la mayoría, en esencia, microfundistas. Este es parte del panorama en materia de concentración de la propiedad de la tierra expuestos en los resultados del Censo Nacional Agropecuario (DANE, 2015) ejercicio de recolección de información que, de hecho, desconoció la categoría campesino en su medición, una muestra más de que el reconocimiento es una de las principales luchas de la gente que ha habitado históricamente el sector rural.

Seguramente, si en esta lucha del colono-campesino por su reconocimiento a nivel constitucional (no solamente como "trabajador agrario") se sumaran el resto de los actores que componen la clase social del campesinado (u otra denominación consensuada de su lucha, para no utilizar la del maestro Orlando Fals Borda [1975]), una iniciativa como el Proyecto de Acto Legislativo de 2016, "por medio del cual se reconoce al campesinado como sujeto de derechos, se reconoce el derecho a la tierra y a la territorialidad campesina y se adoptan disposiciones sobre la consulta popular" (Congreso de Colombia, 2016), sería más fácil de ganar.

Ahora bien, esto no es un descubrimiento, ya lo comprendió de alguna manera el movimiento social hace mucho tiempo atrás y lo sigue comprendiendo así, de lo contrario, no existiría un proceso social como el de la Cumbre Agraria, Étnica y Popular, por citar un ejemplo. Sin embargo, falta mucho por fortalecer la capacidad de acción de estos actores sociales rurales para defender su territorio. Estos actores sociales rurales pueden constituirse en una unidad de acción, y la tesis que se expone a continuación consiste en que dicha unidad será posible si tales actores logran agruparse bajo la sombrilla de la conciencia de clase social. Lo anterior bien puede ser un reto o, mejor, un resultado potencial del denominado postconflicto.

Se pueden considerar muchos enfoques para analizar la situación de lo rural y los retos para transformar la realidad del campo, en particular, la estructura. En efecto, concebir las relaciones sociales como estructuras alrededor de un núcleo común, es significativo en este caso. El siguiente cuadro (véase Cuadro 1) revela que en Colombia persiste una estructura agraria bimodal que impide la garantía de los derechos al grueso de la población rural, veamos al respecto en que consiste esta estructura.

El propio Presidente de la República ha mencionado que "en el campo cabemos todos" (Sala de Prensa, 2013) y por "todos" no se refiere solamente a la clase social del campesinado, sino que hace alusión a las grandes empresas mineras, petroleras, agroindustriales, comerciantes de servicios ambientales, entre otros. Es decir, la clase social opuesta, consolidada o emergente busca ampliar sus dominios. Esto acontece porque al modelo económico actual no parece satisfacerle un indicador de Gini de concentración de la propiedad de 0,89, sino superior, indicador que en los últimos tiempos ha mostrado una elevación preocupante (Ibáñez y Muñoz, 2010).

Cabe anotar que en este artículo sólo se analizan dos componentes de la estructura agraria: el reconocimiento territorial y el acceso efectivo al derecho al territorio de los actores que componen la clase social del campesinado. Al respecto, alguno podría atreverse a señalar como mentirosa la afirmación según la cual las comunidades étnicas del país no disponen de tierra suficiente para garantizar su existencia o sobrevivencia física y cultural. Esto ya lo afirmó un exministro de agricultura "exiliado" en Estados Unidos, señalando a las comunidades indígenas como los mayores terratenientes en Colombia (González, 2011).

Los territorios colectivos de las comunidades étnicas suman cerca de 38 millones de hectáreas (aproximadamente un tercio del territorio continental): 31,5 millones de hectáreas son resguardos indígenas, mientras que más de 5,8 millones de hectáreas son territorios colectivos de las comunidades negras. De acuerdo con Roldán y Sánchez (2013), para 2012 se contaban 768 resguardos indígenas en Colombia, con una población aproximada de 1.071.482 personas. Así las cosas, el lector puede concluir que es mucha tierra para poca gente. Pero, ¿cuánta de esa extensión territorial es apta para la producción? ¿Cuánta tiene vocación agrícola y forestal?

Por ejemplo, cruzar la información sobre la vocación del suelo con los territorios de los resguardos existentes, apenas el 1,4% del área total tiene vocación agrícola (454.782 hectáreas) y otro 1% tiene vocación pecuaria (300.950 hectáreas) (IGAC, 2012). Es decir, un poco más de 750.000 hectáreas para una población aproximada de 1.071.482 personas en 2012 (Roldán y Sánchez, 2013). ¿Qué pasa entonces con el área restante? Pues bien, son áreas que se traslapan con parques nacionales, con Zonas de Reserva Forestal, entre otras figuras de ordenamiento territorial y de protección ambiental.

Se puede realizar un análisis igual para el caso de las comunidades afrocolombianas. En cuanto al traslape de los territorios colectivos de comunidades negras con la vocación del suelo, se halla que, de las 5 millones de hectáreas aproximadamente que comprendían estos territorios en 2009, apenas el 7,3% (363.635 hectáreas) tenían vocación agrícola y el 2,5% (122.607 hectáreas) tenía vocación pecuaria. El resto del área correspondía en un 82,2% a vocación forestal y agroforestal, y el 8,1% restante a áreas de conservación de suelos.

De lo anterior, se desprende que las comunidades indígenas y afrocolombianas, lejos de ser terratenientes, son microfundistas y que su reivindicación por ampliar sus territorios colectivos es una necesidad para garantizar su pervivencia física y cultural. Si esto sucede en el caso de las comunidades étnicas que tienen un reconocimiento legal y constitucional (República de Colombia, 1993), ¿cómo será en la situación de las comunidades campesinas que carecen de este estatus jurídico y socioeconómico? Pues bien, en lo que se refiere al desarrollo de la figura de Zonas de Reserva Campesina, ZRC, las cifras hablan por sí solas: en Colombia sólo existen siete Zonas de Reserva Campesina constituidas, que abarcan cerca de 831.000 hectáreas. Otras están en proceso de constitución, pero eso no ha sido posible hasta la fecha por obstáculos burocráticos o por falta de voluntad política por parte del gobierno nacional. El área dedicada a ZRC en relación con la demanda de tierra de los campesinos en Colombia es extremadamente pequeña.

Ahora, no solo de tierra vive el campesinado, no son lombrices, como afirman algunos líderes. Habría que sumar la destinación específica del presupuesto público para comunidades étnicas y campesinas, y darse cuenta que es una cifra irrisoria. Citemos algunas para tener en cuenta. El Instituto Colombiano de Desarrollo Rural-INCODER (hoy en liquidación) ha emprendido un labor de recolección de información financiera y administrativa con el fin de sustentar una línea base agropecuaria para la materialización de los acuerdos de paz de La Habana (Cuba) y encontró que entre 2013 y 2014 fueron invertidos por el gobierno en las ZRC constituidas $1.680 millones de pesos, es decir, un poco más de 2.000 pesos por hectárea (Suescún, 2013).

Ni hablar de los recursos que prometió el gobierno nacional a las comunidades indígenas en los últimos tiempos. No en vano estas comunidades hablan de hacer una minga para exigir el cumplimiento de lo acordado en el Plan Nacional de Desarrollo 2014-2018, correspondiente a 11 billones de inversión en sus territorios. En las condiciones actuales, se puede afirmar que del total pactado, en los tres años que le quedan al gobierno nacional para ejecutar este Plan de Desarrollo, no alcanzará, ni siquiera, el 10% de esa cifra, según la alertó el órgano de control fiscal hace pocos días (Redacción Economía y Negocios, 2016).

Con lo anterior queda claro que las comunidades étnicas y campesinas comparten una misma lucha: acceder a la propiedad de la tierra y el territorio. Si en esta lucha no se entiende quién es el contradictor, el conflicto entre actores diferenciados pero pertenecientes a una misma clase, aflorará. Esta búsqueda es necesaria, dado el anhelo que une a toda nación de vivir en paz, hay que saber entender la dinámica y la naturaleza de los conflictos.

¿Qué acontece con las otras clases sociales que están interesadas en el espacio rural? ¿No tienen acceso a la tierra? ¿Carecen de participación política?

Estas clases sociales sí tiene participación política, si tiene posibilidad de crear política. Las comunidades campesinas llevan cerca de 20 años disputando por legitimidad legal del Estado sobre un poco más de 831.000 hectáreas bajo la modalidad de Zonas de Reserva Campesina. A los indígenas les ha tomado cinco siglos defender sus territorios, en contraste, en poco más de una década el mismo Estado ha otorgado títulos mineros por más de 5 millones de hectáreas a empresas multinacionales.

Para no ir tan lejos, después de varios años de intentar crear caminos para la intensificación de dinámicas capitalista en el campo por medio de la Ley del Plan de Desarrollo, artículos. 64 y 65 de la Ley 1450 de 2011 (República de Colombia, 2011), de proyectos de ley de inversión extranjera en el campo -proyecto de Ley 164 de 2012- (Congreso de Colombia, 2012), de denunciar conflictos de intereses que viciaban proyectos de ley, tal como proyecto de Ley 133 de 2014 (Congreso de Colombia, 2014), en solo un semestre y con llamado de urgencia del Presidente de la República al Congreso, se aprobó la Ley 1776 de 2016 (República de Colombia, 2016) que crea las denominadas Zonas de Interés de Desarrollo Rural, Económico y Social, ZIDRES. ¿Será que constituir un resguardo, un territorio colectivo de comunidades negras o una Zona de Reserva Campesina también se demora seis meses?

Las ZIDRES son una nueva etapa en la espiral de la concentración de la tierra. Esta figura de ordenamiento territorial es, de alguna manera, el paso de una concepción de colonización de la frontera agraria realizada por el campesino, ahora otorgada al empresario. Basta leer el artículo primero de la Ley 1776 de 2016 (que crea esta figura), para entender lo que significa esta afirmación:

Artículo Primero. Créanse las Zonas de Interés de Desarrollo Rural, Económico y Social, (Zidres) como territorios con aptitud agrícola, pecuaria y forestal y piscícola identificados por la Unidad de Planificación Rural Agropecuaria (UPRA), en consonancia con el numeral 9 del artículo 6° de la Ley 1551 de 2012, o la que haga sus veces, que se establecerán a partir de Planes de Desarrollo Rural Integral en un marco de economía formal y de ordenamiento territorial, soportados bajo parámetros de plena competitividad e inserción del recurso humano en un contexto de desarrollo humano sostenible, crecimiento económico regional, desarrollo social y sostenibilidad ambiental.

Las Zidres deberán cumplir con estos requisitos: se encuentren aisladas de los centros urbanos más significativos; demanden elevados costos de adaptación productiva por sus características agrológicas y climáticas; tengan baja densidad poblacional; presenten altos índices de pobreza; o carezcan de infraestructura mínima para el transporte y comercialización de los productos.

Los proyectos de las Zidres deben estar adecuados y corresponder a la internacionalización de la economía, sobre bases de alta competitividad, equidad, reciprocidad y conveniencia nacional.

Es tal la trascendencia de esta figura por su contradicción con los acuerdos de paz y la garantía de acceso al derecho fundamental del territorio de las comunidades étnicas y campesinas, que se espera una declaratoria de inexequibilidad por parte de la Corte Constitucional, pues claramente atenta contra la posibilidad de creación y ampliación de territorios de distintas comunidades en el país.

Veamos el impacto de disposiciones de este estilo en un asunto primordial para la construcción de la paz, como es la materialización del Punto 1 de los acuerdos de la Mesa de Conversaciones, denominado Reforma rural integral (Mesa de Conversaciones, 2014). Este acuerdo, que a diferencia de lo dicho por algunos enemigos de la paz, no es la aplicación de normas en contra de la propiedad privada, sino una apuesta por avanzar en agendas de política rural que siempre han quedado rezagadas: la aplicación de lo dispuesto en la Ley 160 de 1994 (República de Colombia, 1994), el establecimiento de un esquema progresivo y eficiente en materia de impuesto predial, la formalización de la propiedad, la puesta en marcha de una jurisdicción especial agraria, entre otros. Es decir, son políticas de corte liberal y socialdemócrata.

El Punto 1 de los acuerdos de paz, sin duda, reconoce el problema del acceso a la tierra, por eso, uno de sus contenidos versa sobre un Fondo de tierras. Este Fondo sería de distribución gratuita, su objetivo sería paliar los efectos adversos en materia cultural, económica y social de tener campesinos sin tierra y se nutriría de seis fuentes provenientes de:

  • Extinción de dominio a favor de la Nación.
  • Recuperación de baldíos indebidamente apropiados u ocupados.
  • Sustracción de áreas de reserva forestal.
  • Extinción administrativa del derecho de dominio por incumplimiento de la función social y ecológica de la propiedad.
  • Adquisición o expropiación con indemnización por motivos de interés general y utilidad pública.
  • Donación de tierras.

Sobre cada uno de estos asuntos (y demás contenidos del acuerdo), fueron consultadas las entidades competentes. Un trabajo arduo, pero es un esfuerzo que vale la pena y que va de la mano con la propuesta de establecer una línea base para la materialización de los acuerdos. Estas entidades fueron: La Sociedad de Activos Especiales, SAE , entidad encargada de administrar los bienes inmuebles del Fondo para la Rehabilitación, Inversión Social y Lucha contra el Crimen Organizado, FRISCO, después del escándalo de la extinta Dirección Nacional de Estupefacientes manifiesta que cuenta con 5.871 bienes inmuebles bajo su administración. Sin embargo, no tiene claridad sobre algunos ocupantes ilegales en ellos. De igual manera, no tiene una cifra confiable del área que representan dichos predios.

Esta misma entidad de naturaleza mixta tiene unos predios bien definidos que ya tienen sentencia y otros con medidas cautelares, que están siendo tercerizados en su administración, labor que puede realizar de acuerdo con lo establecido en la Ley 1708 de 2014 (República de Colombia, 2014) y el Decreto 2136 de 2015 (Presidencia de la República), en lo relacionado con los depositarios. En revisión de la información enviada por la entidad sobresalen entre los depositarios, ingenios azucareros, entidades públicas, lonjas, fuerzas militares y policiales, particulares y en solo dos casos la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos. De esta manera se revela el uso principal de estos activos, que en teoría deberían nutrir el fondo de tierras.

La siguiente fuente del Fondo de Tierras son los denominados baldíos recuperados. El Estado, su legítimo propietario, no sabe cuáles son tierras baldía, cuántos predios hay, dónde están ubicados. Es tal el "despelote", que la Corte Constitucional mediante la Sentencia T-488 de 2014 (Corte Constitucional, 2014) ordenó realizar un inventario de baldíos mediante orden judicial para que no se siga privatizando la propiedad pública mediante declaraciones de pertenencia y, por supuesto, para que se tenga claridad sobre los bienes a recuperar. A esta orden apenas comienza a darle forma el Estado colombiano y falta ver cómo se asume ese compromiso con la trasformación de la institucionalidad rural que realizó el gobierno nacional a partir de las facultades extraordinarias que le otorgó la Ley 1753 de 2015 (República de Colombia, 2015).

Ahora bien, en la respuesta a una petición elevada por nuestro equipo de trabajo al INCODER, la entidad respondió que entre 2010 y 2015 se recuperaron 224 predios baldíos correspondientes a 23.589 hectáreas y asegura que en la actualidad los procesos de recuperación ascienden a 138 predios, que corresponden con un área de 531.059 hectáreas.

Esta extensión es considerable, sin duda. Sin embargo, el 52% de esta área (de las 531.059 hectáreas mencionadas) está representada en el predio denominado baldío (277.358 hectáreas), el cual, ha merecido controversias por estigmatizar a la población campesina que los ocupa pues se les ha tildado de testaferros de las FARC. En respuesta a estos señalamientos los campesinos sustentan la ocupación y el trabajo de dichos territorios por períodos superiores a 40 años. Ante esta polémica, el Estado colombiano no ofrece alternativas de solución, y se han revelado en la prensa controversias entre el superintendente de notariado y registro, el asesor del punto 1, Alejandro Reyes, y el propio INCODER, esto entre otras, porque una proporción de este predio denominado "baldío", es de hecho parte de una Zona de Reserva Campesina ya declarada (Redacción Nacional, 2015).

A esta fuente del Fondo de Tierras, el INCODER relaciona los hallazgos de la Superintendencia de Notariado y Registro, entidad que tiene un estimado de 24.000 predios que han sido entregados en procesos de pertenencia por jueces, propiedad que es ilegal a la luz del marco jurídico actual, dado que la adjudicación de tierras de la nación a particulares, corresponde únicamente al INCODER o a la entidad que haga sus veces.

Las preguntas que surgen son: ¿y quiénes ocupan estos 24.000 predios? ¿Serán terratenientes que hacen uso ineficiente de la tierra o, al contrario, serán en su mayoría colonos que acudieron a la figura del juez para acceder a la propiedad? ¿Será que entre estos 24.000 predios están los que acumularon de manera irregular Cargill, Mónica Semillas, el banquero Luis Carlos Sarmiento Angulo y otras empresas que fueron reseñados en los informes de la Contraloría General de la República (Contraloría General de la República, 2012?

Otra de las fuentes para el Fondo de Tierras es la sustracción de Zonas de Reserva Forestal de la Ley 2 de 1959 (República de Colombia, 1959). De acuerdo con un estudio del INCODER, entre 2013 y 2015, los bienes inmuebles de sustracción de áreas de reserva por parte del Ministerio de Ambiente ascendieron a 33.713,59 hectáreas. Por otro lado, las solicitudes del INCODER en los últimos años para efectuar sustracciones son del orden de 368.766 hectáreas. Por otra parte, en la fase final de un estudio del Ministerio de Ambiente, se totalizan 1.463.681 hectáreas para sustracción, 400.000 de estas tierras están en jurisdicción del departamento del Guaviare, el cual es potencialmente una de las áreas priorizadas para el postconflicto (Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, 2016). Sobre las demás fuentes del Fondo de Tierras, el gobierno nacional manifiesta desconocimiento.

Ahora bien, con las cifras escasas que revelan estas tres fuentes fieles, surgen algunas dudas sobre la destinación de las tierras. Por ejemplo, en el caso de la recuperación de baldíos, no es posible garantizar que la totalidad (o una parte importante) sirvan para facilitar el acceso a la propiedad de comunidades étnicas y campesinas. De hecho, existe un riesgo elevado, por la definición amplia y las características jurídicas que define la Ley 1776 de 2016 (República de Colombia, 2016), que hasta las áreas sustraídas de Zonas de Reserva Forestal y aquellas que correspondan a la recuperación de baldíos sean entregadas en concesión por períodos superiores a 30 años a grandes empresas nacionales y extranjeras bajo la forma de ZIDRES. ¿Dónde está el grueso de las áreas que podrían nutrir este fondo de tierras? Claramente en la fuente cuya denominación proponemos aquí como Extinción administrativa del derecho de dominio por incumplimiento de la función social y ecológica de la propiedad.

Las cifras oficiales del Censo Agropecuario 2015 (DANE, 2015) revelan que en Colombia se destinan 42,3 millones de hectáreas para uso agropecuario, de las cuales, el 80% corresponden a pastos (33,9 millones de hectáreas) y el 20% restante (8,4 millones de hectáreas) a cultivos agrícolas. Esto evidencia que en Colombia las vacas tienen más hectáreas para pastar de lo que tiene un campesino para cultivar, lo que claramente incumple la función social de la propiedad. De esas tierras en pastos, por lo menos (y atinando a lo bajo), podrían redistribuirse 10 millones de hectáreas para comunidades étnicas y campesinas, sujetos de derechos que alimentan a la población colombiana con microfundios ¿cómo sería entonces si tuvieran tierra suficiente?

¿Cuál es la apuesta de Colombia en todos estos asuntos vinculados con la paz en particular, con el sector rural? La realidad es que el conflicto social no va a desaparecer, pero la forma de darle salida a estos conflictos es el diálogo democrático. Los actores sociales históricos del campo colombiano, como clase social en el marco de la construcción de paz, deben acompañarse para lograr así la edificación de una nación que aspira a la justicia social. Es importante que estos actores reconozcan la naturaleza y coincidencia de sus luchas, como también definan claramente al opositor, para así, continuar el ideal de una reforma rural integral fundada en la profundización de la democracia. La organización como clase debe conducir a caminos de mayor representación política a nivel territorial y nacional, y de la mano con esta, se fortalezca la economía propia, el respeto por la diferencia, la garantía de derechos y, en sí, el ideal de bienestar para una sociedad que en ese espacio amplio que es Colombia no conoce el significado de ese término.


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