Introducción
Una revisión de la cartografía producida para Bogotá hasta mediados del siglo XX muestra una variable poco estudiada en la estructura del centro tradicional de la ciudad: el tejido hídrico. El presente artículo pretende evidenciar su persistencia en la conformación del tejido urbano del centro tradicional.
Este estudio revisa las diferentes cartografías del centro tradicional realizadas hasta mediados del siglo XX, momento en el que cambia su técnica de elaboración por las fotografías aéreas, y plantea dos temas guía: 1) la persistencia o no del tejido hídrico, así como sus modificaciones, rectificaciones y tratamientos. 2) La posibilidad de poner en valor este tejido como una estructura potencial donde los sistemas naturales sean preponderantes.
El documento se organiza en tres partes. La primera expone las bases conceptuales del estudio a partir de tres temas: el tiempo como problema urbano, la cartografía como instrumento para hacer evidente esta temporalidad, y la imbricación de los lugares y la huella hídrica. La segunda da cuenta del proceso de desaparición de los cauces hídricos y su impacto en la estructura de la ciudad en tres momentos: la impronta fundacional del sistema hídrico, la transición de pueblo a ciudad y la de ciudad a área metropolitana. La tercera parte está dedicada a las reflexiones finales.
El tiempo como problemática urbana
La reflexión en torno a la arquitectura de la ciudad pone en evidencia la tensión entre acontecimiento y monumento, partiendo de la idea de que un hecho urbano que persiste puede ser un monumento y que, su permanencia, no es solo material, sino, esencialmente, memoria. Todo hecho urbano, además de estar geográficamente determinado, tiene una cualidad (Rossi, 1971). En ese sentido, la ciudad, entendida tanto como un hecho urbano, se conserva como una arquitectura cuando su realidad geográfica se imbrica con la memoria colectiva construida en el tiempo y constituyen juntas un acontecimiento fundacional. Así, el monumento es capaz de expresar valores colectivos porque está ligado a los acontecimientos que le dan origen, no solo por su condición objetual, sino, especialmente, por su condición de lugar espaciotemporal.
El estudio de la dimensión temporal de las ciudades, más lejos de la historiografía y más cerca de la ciudad como proceso de transformación (Talavera, 2000), permite poner en tensión tanto los agentes de cambio, como su permanencia. Sólo es posible evidenciar la permanencia de un hecho urbano y su monumentalidad en medio de su devenir, de su temporalidad, del flujo de acontecimientos, porque de estos emerge su valor memorial (Choay, 2010) que, al mismo, es origen de su disolución. En otras palabras, los hechos urbanos persisten, en gran medida, gracias a su capacidad de mutación, condición imprescindible para la comprensión de su monumentalidad.
El proceso de mutación urbana y territorial es, ante todo, una relación constante entre las persistencias y los olvidos, en medio de ese proceso, emerge un tiempo intermedio en el que, a pesar de la evidencia física del hecho urbano, su memoria se disuelve en el olvido de su acontecimiento fundacional. Es una mutación en pleno accionar. El paso de las presencias a las ausencias es un momento significativo que llamamos huella. "El tiempo tiene sus huellas aunque sea de modo discontinuo" (Rossi, 1971: 187).
El instrumento cartográfico
El proyecto urbano contemporáneo implica una transformación, un cambio de forma en sentido estricto, va de una condición presente a una condición futura. La arquitectura, por definición, lidera dicha transformación espacial, e inicia cuando pretendemos comprender el sentido y la densidad semántica del espacio a transformar. Esta es la condición estratégica del proyecto contemporáneo (Ingallina, 2001). Se trata de una mirada desde el presente hacia su profundidad semántica, para luego pretender lanzarse al futuro. Sin embargo, este enfoque del proyecto no es el que se construye en los albores de la modernidad, donde la intención no es estratégica sino modelística: construir un mundo futuro borrando el pasado (Gravagnuolo, 1998) con la intención de "instaurar y controlar un nuevo mundo". Aquí no se plantea la posibilidad de la transformación como flujo temporal.
En esta dirección, el estudio de la profundidad semántica del presente para proponer un futuro posible exige un aparato (Benjamin, 2012) que convoque la condición mutante. Un instrumento proyectual que tenga la capacidad de poner en valor reflexivo el proceso de disolución y de persistencia de los hechos urbanos dentro de un complejo de procesos diversos.
Los instrumentos de representación construidos en los albores de la revolución industrial muestran sus limitaciones por la preponderancia exagerada de los objetos sobre los territorios, de allí, que la perspectiva renacentista y la axonometría racionalista no sean suficientes para evidenciar un proceso de transformación y, menos, un proceso de presencia-ausencia, por ello, la cartografía emerge hoy como un instrumento de representación muy prometedor. Su construcción contemporánea puede incorporar aspectos objetivos y subjetivos (como la cartografía social) que sirven de base para explorarla como proyecto (Motta y Pizzigoni, 2008) y como una representación de campos de fuerzas en el marco de una geofilosofía (Deleuze, 1999). En este sentido, la construcción cartográfica es, ante todo, un laboratorio de investigación. Posee técnicas precisas y códigos propias de su tiempo, expresados en la forma en que se representan los accidentes geográficos, las construcciones, entre otros, pero, de igual manera, permite romper reglas objetivas de la realidad con la expresividad de sus trazos y con la incorporación de imaginarios, sueños y valores. Un mapa puede ser un aparato capaz de incorporar las formas del terreno y las fuerzas socioespaciales.
Lo anterior nos plantea la necesidad de establecer una distancia entre el momento de su construcción y el de su interpretación. La interpretación de los mapas y cartografías históricas que se realiza desde el presente les aporta una dimensión nueva, aquella de la contemporaneidad, lo que constituye una lectura histórico-estética diferente a la del momento de su construcción, por ello, todo proceso de exploración cartográfica implica la formulación de una pregunta, la cual necesita estar desde el inicio de un proceso de investigación que es, también, la base conceptual para el proyecto contemporáneo de arquitectura.
El problema de la huella hídrica
La intención de construir cartografías que den cuenta del proceso de transformación y, especialmente, del proceso presencia-ausencia, que es en síntesis una cartografía de las huellas, constituyen una línea de investigación que tiene pocos referentes.
Los tejidos hídricos en las ciudades son un tema de estudio muy prometedor, no solo porque los ríos, quebradas, humedales y costa de mar están en la génesis de los trazados urbanos, sino porque el rol del agua en la ciudad contemporánea, sea para darle al tejido hídrico una acción positiva y de encuentro ciudadano, o para enterrarla y entubarla dibujando sobre ella un nuevo espacio urbano es condición ineludible de sostenibilidad ambiental, en la que la tensión presencia-ausencia del sistema hídrico es muy relevante.
En el caso de las ciudades colombianas y, particularmente, en Bogotá, la tendencia a entubar los ríos es propia de una negación cultural de su raíz natural. Esta afirmación puede ponerse a prueba a través del estudio de sus cartografías históricas.
Nos surge, entonces, una pregunta. ¿Cómo delimitar el terreno de la historia en el estudio de las huellas hídricas? Entre la historiografía objetiva del pasado (Waisman, 1990, 14) y la genealogía de un proceso de transformación siempre presente (Foucault, 2014) este último es, sin duda, más adecuado y el que guía la investigación.
El tiempo, entendido como flujo irreversible (Prigogine, 1997), cuestiona la mirada sobre el pasado en términos objetivos, es decir, el pasado no existe separado del presente y este no puede ser planteado sin la conciencia del flujo. En esencia es un devenir. Por ello, la historia sólo puede ser formulada en el flujo, no hay historia del pasado puesto que es la conciencia del tiempo y, en el caso del estudio de las ciudades y de la arquitectura, la historia es el estudio de su flujo, del proceso de cambio, o persistencia de la arquitectura y de los territorios.
En la jornada de posesión de la Cátedra de historia de los sistemas de pensamiento en el College de France en 1970, Michel Foucault define cuatro características de la mirada contemporánea de la historia y de los discursos: trastocamiento, discontinuidad, especificidad y exterioridad. Como él lo enuncia "cuatro nociones deben servir pues de principio regulador en el análisis: la del acontecí-miento, la de la serie, la de la regularidad, y la de la condición de posibilidad" (Foucault, 2010: 51). Con esto, se modifica el énfasis en el pensamiento dominante de los acontecimientos marginales, las regularidades históricas sin jerarquía y los discursos no terminados como sentidos nuevos no previstos.
¿Cómo afecta esta concepción a la arquitectura? En muchos sentidos, el más pertinente es el impacto sobre el proyecto urbano. La mirada espacial y temporal siempre se hará desde el presente (con su estructura de juicio) con énfasis en las permanencias y en las ausencias, especialmente, cuando ponemos en igualdad de condiciones los procesos marginales, intersticiales, informales y aparentemente insignificantes con aquellos considerados por el discurso dominante como jerárquicos. En consecuencia, develar las huellas en una investigación cartográfica significa indagar en el presente sobre su densidad temporal para develar lo marginal en los procesos de transformación, como es la disolución del tejido hídrico.
En la investigación cartográfica contemporánea el locus individual es modificado por el énfasis en el locus colectivo unido a la obra pública. Es decir, la ciudad es entendida como un hecho público por excelencia y, en esta línea, los sucesos cotidianos se cruzan con los acontecimientos que perduran en el imaginario de los ciudadanos. En general, es la tensión entre el flujo histórico y la durée de H. Bergson (Chacón, 1988), traducida como lo histórico y lo transhistórico en la construcción de la ciudad que, a su vez, es entendida como la interdependencia entre monumento-acontecimiento, persistencia-olvido de la estructura pública de lo urbano.
El flujo histórico se desenvuelve en sucesos discontinuos y, en el mejor de los casos, como un complejo de acontecimientos que son representados en cartas o mapas. Un estudio de su superposición muestra un espesor que hace evidente una estructura temporal, la cual es transversal al flujo histórico, por ello, se define como transhistórico. Este discurre en la duración o, en otras palabras, en un plano de inmanencia del pensamiento colectivo en donde los discursos adquieren un contexto (Foucault, 2010). En consecuencia, las huellas y las permanencias sólo pueden ser evidentes en el marco de su transversalidad transhistórica a través de la imbricación cartográfica.
El locus y la huella
Considerar la ciudad como un locus de la memoria colectiva supera la visión positivista de la organización del espacio para el aprovechamiento económico, porque precisa que lo construido posea una cualidad intangible y que, además de virtual, sea presente. Esta afirmación enfatiza los imaginarios colectivos ligados a las acciones y a las prácticas, con los ritos sociales, las derivas peatonales, las redes colectivas, los rizomas, entre otros, en síntesis, con el uso público y libre de la ciudad, lo que exige una forma de representación de fuerte connotación heterotópica (Foucault,2009).
Los mapas, como construcción heterotópica, son posibles en la medida en que la representación contempla los aspectos geográficos y los imaginarios colectivos. Es la cualidad propia del recorrer-marginal de Benjamin, lo ausente (stéresis) y su huella. La reflexión de la huella como un umbral (Stravides, 2016) es un tema de investigación de la más alta calidad, es un programa de largo aliento, pues exige que el espacio posea la capacidad de plegar el tiempo y viceversa. La huella pliega el espacio, a la vez que trae el pasado al presente. Esta condición de plegar el tiempo que posee la huella es determinante en la arquitectura, pues implica hacer presente lo que está ausente, preguntándose sobre su ausencia.
La estrategia intersticial de Benjamin (2012) y la estrategia arqueológica de Foucault (2014) tienen en común la dependencia del aparato de excavación que pliega el presente. Por ello, la base del aparato cartográfico es la capacidad de hacer próximo lo lejano, incorporando huellas de ritos, singularidades diluidas, trazos difuminados, derivas marginales, péndulos cotidianos, lugares persistentes o no, trazas topográficas diluidas, tensiones viejas y nuevas que vienen de afuera, y van hacia más allá de los mapas.
El locus fundacional en el centro tradicional de Bogotá y su huella hídrica
El estudio del rol del sistema hídrico en la fundación de las ciudades es un tema muy desarrollado y siempre necesario de profundizar, sin embargo, en lo que respecta a este artículo, es más importante preguntarse por la persistencia de los tejidos hídricos de los centros históricos, pues es donde se imbrican la ciudad tradicional y la nueva ciudad metropolitana con mayor dureza. Es donde los tejidos hídricos sufren la mayor presión para su disolución y sobre los cuales se pone en juego tanto la viabilidad ecológica del centro, como la viabilidad cultural del mismo, especialmente, cuando su fundación estuvo fuertemente ligada a su tejido hídrico.
Este tema es pertinente para el proceso de Bogotá por ser un caso extremo de disolución del tejido del agua en el territorio urbano y de la vulnerabilidad del ciclo en una región ecológica que aún es esencialmente hídrica.
La cartografía de 1791 (véase Figura 1) muestra un pueblo pequeño, en ladera de un cerro y en medio de un sistema hídrico abundante con un tejido urbano definido por manzanas claramente delimitadas en sus fachadas y con interiores sin construir. Es notoria la conformación de áreas urbanas separadas por dos cauces hídricos, organizadas en función de plazas públicas e iglesias, con una periferia de parcelaciones rurales incipientes, especialmente al sur y al occidente. La mayor presencia de los cauces hídricos está en el sector sur donde se evidencia una fuerte concentración de quebradas y ríos: la quebrada de San Juan, de Los Molinos y de Santa Catalina, así como el río Fucha, entre otros, discurren independientemente a lo largo del espacio urbanizado, uniéndose río abajo a la altura de la actual avenida Caracas. Ellos delimitaban sectores a urbanizar paralelos a sus cauces, dando la posibilidad de tener una pendiente topográfica unitaria en toda el área del pueblo, con una inclinación obvia hacia el occidente, costado en el que se unen sus cauces, y donde la cartografía muestra una concentración alta de pantanos. El mapa es explícito en mostrar un entorno natural agreste: cerros, ríos, pantanos, predios rurales, entre otros, que compacta las manzanas urbanas.
La cartografía de 1797 (véase Figura 2) muestra por primera vez una dimensión territorial del pueblo de Santafé de Bogotá. Esta cartografía da cuenta de cuatro sistemas: 1) el orográfico con alta expresividad; 2) el hídrico (quebradas, ríos y humedales); 3) el de caminos rurales de acceso al pueblo; y 4) el de trazados, como un plano de orden que será de alto impacto en el crecimiento posterior.

Fuente: Cuellar Sánchez y Mejía Pavoni, 2007: 20.
Figura 2 Mapa del sistema orográfico e hidrográfico, 1797
La traza que se revela en esta cartografía es significativa: en un sentido se evidencia una cruz definida por el eje que va de la ermita de Egipto a la plaza de Las Maderas a lo largo de las calles 10 y 11, en dirección oriente-occidente; y otro eje transversal a ese, que discurre sobre las carreras séptima y octava, desde la capilla de San Diego hasta el camino a Los Llanos. En forma superpuesta se muestra otra cruz definida por el eje que va desde Puente Aranda (coincidiendo con el camino a Honda) hasta la plaza de San Victorino (rematando visualmente con la ermita de Egipto y el cerro Aguanoso); y el eje (transversal al anterior) sobre la actual carrera 13, desde la capilla de San Diego hasta la confluencia del camino de Bosa y de Usme (en el sector de Tres Esquinas), con remate visual al actual cerro de Guacamayas.
Estos trazos son la base del desarrollo futuro del pueblo como persistencia geográfica, por ello, su rol en la forma y en el orden espacial del pueblo y de la futura ciudad de Bogotá son considerados en esta investigación como un trazado monumental. La doble cruz no se puede comprender al margen de los sistemas hídricos y orográficos de la Sabana de Bogotá, pues en estas se enmarcan la interacción ecológica que contempla los páramos, los valles agrícolas, la sabana y el río Magdalena.
La cartografía de mediados del siglo XIX evidencia un crecimiento del asentamiento a partir de la extensión del trazado urbano sobre el tejido hídrico (véase Figura 3). La periferia del asentamiento, en su mayoría de uso agrícola a pequeña escala, es el paso intermedio entre un tejido natural agreste y uno urbano definido, caracterizado por la extensión de un trazado sobre el territorio hídrico. No es, por lo tanto, completamente cierta la afirmación de que la traza se modifica para adaptarse a los cauces hídricos. En este caso, los trazos urbanos cambian, por rectificación, los cauces de los ríos. Los caminos, que luego serán sistemas viales en el siglo XX, en cambio, parecen adaptarse a los cauces hídricos, lo que hace pensar que el papel de los ríos sobre la estructura urbana es de escala territorial, antes que barrial.

Fuente: Cuellar Sánchez y Mejía Pavoni, 2007: 32.
Figura 3 Rectificación de los cauces hídricos por el proceso de urbanización, 1849
El proceso de transformación también puede ser calificado como un proceso de desaparición de los cauces hídricos. Los tres casos más significativos hasta mediados del siglo XIX son:
Adaptación del suelo periférico en suelo transformado por un tejido urbano. Se realiza por subdivisión de los predios, pero, ante todo, por la absorción del cauce hídrico al interior de las manzanas, lo que genera posteriormente la desaparición del río o de la quebrada. Además de modificar el rol público del sistema de ríos y quebradas a uno eminentemente privado (véase Figura 4).
Rectificación del cauce de ríos y quebradas en función de los intereses urbanos. El tejido natural se transforma en tejido urbano. En algunos casos se mantiene el agua a la vista, pero se canaliza por las calles, lo que constituye el primer grado de desaparición: el paso de río a canal. El segundo grado es el paso del canal a la tubería, aquí, el agua ya no está a la vista, pero queda su huella (véase Figura 5).
Permanencia de bifurcaciones hídricas y unión de cauces como lugares que dejan una impronta espacial en el crecimiento del pueblo. Por ser fuente de agua, origen de acontecimientos colectivos y tradiciones populares expresadas en plazoletas, piletas, plazas, iglesias, edificios colectivos de diferente índole, cuarteles, mercados, hospicios, entre otras, esta condición funcional (de uso natural a uso urbano) es la base de su persistencia (véase Figura 6).

Fuente: Cuellar Sánchez y Mejía Pavoni, 2007: 22.
Figura 4 Absorción de cauces hídricos por proceso de urbanización, 1818

Fuente: Cuellar Sánchez y Mejía Pavoni, 2007: 58.
Figura 5 Canalización de los cauces en la periferia urbana, 1907

Fuente: Cuellar Sánchez y Mejía Pavoni, 2007: 59.
Figura 6 Cartografía de 1910 enfatizando las huellas hídricas
Estos casos del proceso de urbanización son comunes a toda la periferia y definen una de las formas de leer las huellas hídricas: la transformación de río en calle. Se trata de la mutación de un elemento natural en una infraestructura de servicio. Por las calles discurren las aguas servidas a cielo abierto o las tuberías de aguas servidas. Por eso, en estricto sentido, se pasa de río a caño y luego de caño a tubería subterránea, en este último caso es cuando podemos hablar de calle. Eso ocurriría sólo a inicios del siglo XX. Los cauces hídricos serían tratados como canal a cielo abierto durante todo el siglo XIX.
La consolidación de la huella hídrica: el paso de pueblo a ciudad
A comienzos del siglo XX el tejido socioespacial seguía siendo rural, con base en liderazgos regionales, en medio de una violencia generalizada a escala nacional que afianzó las formas primitivas de regulación del territorio a través de sangre y usura. El poder político expresado en la Constitución de 1886 usó la ciudad como dispositivo de control, de represión y de transformación del ser-rural al ser-civilizado por medio de la voluntad conservadora que requería regular las almas (estrategia religiosa), los cuerpos (estrategia policiva) y los ambientes (estrategia higienista: desaparición de los ríos). Sólo en este contexto se puede entender la coexistencia de una violencia intolerante y extrema con la ciudad moderna naciente.
El papel de los ríos y quebradas a finales del siglo XIX como factor determinante del tejido urbano que se muestra en la cartografía de 1894 (Cuellar y Mejía, 2007: 48) es la base de la delimitación de barrios y cuarteles en el proceso de consolidación urbana del siglo posterior. Esta doble condición de infraestructura y de signatura nos permite entender por qué la desaparición del cauce de las quebradas persiste como imaginario urbano y como huella hídrica. Esta huella es expresada en una transversalidad muy significativa: el sentido vertical de los cauces hídricos se cruza con el sentido horizontal de las carreras urbanas. Las primeras conducen los flujos de agua sucia, a la vez que son recorridos peatonales de las incipientes calles del pueblo y las últimas conducen los flujos peatonales.
El ejercicio de ajustar lo natural a lo urbano en Bogotá pasa por un intento por desaparecer los ríos para consolidar un tejido urbano artificial y se realizó por medio de la extensión de la parrilla central, sin embargo, lo natural hace referencia tercamente al tejido que lo pretende borra. Es decir, la extensión del tejido urbano en parrilla se realiza con base en calles estructurantes, desde las cuales los barrios se desarrollan, sea en laderas de cerros, en pantanos acondicionados o, en general, en las áreas rurales. Estas calles estructurantes se explican sólo desde el tejido hídrico.
Los ejes por los cuales se construye las calles, vías y barrios periféricos del nuevo desarrollo urbano tienen una referencia explícita en el cauce de quebradas y ríos como se muestra en las cartografías de 1923 y 1932 (véase Figura 7), y se realizan de cuatro formas:
El futuro desarrollo discurre paralelo al cauce de los ríos o quebradas.
La vía o calle principal se desarrolla sobre el cauce del río transformándolo en acueducto o alcantarilla.
El cauce se transforma en una calle, de un tejido urbano en barrio, absorbiéndolo para su desaparición.
El encuentro de cauces hídricos conserva su rol singular transformado en plaza o elemento urbano relevante.

Fuente: Cuellar Sánchez y Mejía Pavoni, 2007: 82.
Figura 7 Trazados rurales y dispersión morfológica en la periferia de la ciudad, 1932
El tejido urbano borra los cauces, pero mantiene su traza, la cual incide en la localización de nuevos desarrollos en forma dispersa. Los límites de la ciudad, por lo tanto, dejan de ser claros y se inicia un proceso de difuminación de los bordes. Es un nuevo territorio en donde los usos son mixtos e inéditos en la reflexión arquitectónica, lo que explica la tendencia a llenar los vacíos y la coexistencia de usos urbanos, rurales y/o naturales expresados en la cartografía de 1954 (véase Figura 8).

Fuente: Cuellar Sánchez y Mejía Pavoni, 2007: 118.
Figura 8 Huella hídrica para el centro tradicional de Bogotá, 1954
La intención de civilizar a la población reprimiendo su lado popular y salvaje, para producir un ciudadano, se evidencia en la cartográfica a través de las edificaciones de poder (clínicas, colegios, cuarteles, cárceles, reservorios, entre otros), ligadas a plazas y plazoletas (antiguos encuentros hídricos) que se extienden hacia los bordes del asentamiento. En ese sentido, la cartografía de 1954 elaborada por el Instituto Agustín Codazzi (véase Figura 8) es una obra de arte: muestra una visión de ciudad muy avanzada para los antecedentes asépticos de la primera mitad del siglo XX, pues evidencia un tejido urbano y natural en coexistencia. Se trata de la cartografía que marca el punto de quiebre de una ciudad en proceso de ser moderna, a un asentamiento urbano que crece de forma dispersa, propia del acceso a la condición metropolitana de la ciudad. Este cambio morfológico se muestra en los mapas de 1968 en adelante, coincidiendo con el abandono de la cartografía tradicional donde los aspectos objetivos coexisten con los subjetivos, dando paso a la cartografía descriptiva y objetiva que se introducirá en Colombia a partir de mediados del siglo XX.
Si en la primera parte del siglo XX la ciudad fue una estrategia de poder para el control de los cuerpos y de las almas con la intención de regenerar una sociedad, y de asegurar un centralismo nacional en torno a una ciudad capital, entre las décadas de 1930 y 1960 la ciudad fue una estrategia para consolidar el poder con base en el control del suelo urbano (así como el suelo rural, por medio de su gestión desde las ciudades). El acceso a la condición metropolitana, desbocada a partir de la década de 1970, fue la disolución definitiva del espacio urbano como escenario de lo público, entendido como lugar de encuentro y cohesión de tejidos socioespaciales diversos y heterogéneos (Cacciari, 2010).
La cuenca del río Fucha es la clave topográfica e hidrográfica que explica el desarrollo de Bogotá hacia el occidente: desde el cerro de Guacamayas y sus dos afluentes más importantes, hasta la quebrada de San Diego, que desemboca en los humedales de la Universidad Nacional de Colombia, en el (futuro) canal del río Arzobispo y en el humedal de Capellanía (véase Figura 8).
La estructura territorial del desarrollo al occidente de la ciudad está definida por la colisión de intereses entre el tejido hídrico de la cuenca del río Fucha, y el tejido urbano del área central de la ciudad y su entorno industrial. Por ello, se evidencian tres temas que no han sido desarrollados adecuadamente.
Primero, se muestra un área compacta llamada tradicionalmente como la ciudad y los barrios periféricos que aún dependen de ella. Los espacios singulares donde se localizan los locus colectivos que dan estructura de aproximación social a la ciudad están fuertemente ligados a elementos determinantes del sistema hídrico (bifurcaciones hídricas y espacios colectivos) que definen la estructura urbana de la ciudad (véase Figura 9) y son:
Sistema parque de La Independencia-cementerio Central: contiene el tanque de agua de San Diego, el parque de La Independencia, el panóptico, la plaza de toros, el cementerio y la iglesia de San Diego.
Sistema Monserrate-San Francisco: contiene la Quinta de Bolívar, el chorro de Quevedo, la iglesia de Las Aguas, la Media Torta, y la plaza de Chiquinquirá.
Sistema Egipto-La Peña-San Agustín: contiene la ermita de Egipto, la ermita de La Peña, el mercado Rumichaca, y la iglesia de Belén.
Sistema San Juanito-Las Cruces-el Fucha: contiene el mercado de Las Cruces, el parque principal, el tanque de Vitelma y el bosque de San Cristóbal.
Sistema transversal a los cauces: contiene la plaza de San Victorino, la estación de La Sabana, la plaza de Los Mártires, el complejo de hospitales y el bosque de Los Comuneros.

Fuente: elaboración propia.
Figura 9 Interpretación de la permanencia de lugares singulares a partir de las huellas hídrica en el centro de Bogotá, 2000
Es relevante recordar que, en estos sistemas, en los puntos de confluencia de cauces se ha constituido una singularidad expresada arquitectónicamente en plazas cívicas, la minoría, con carácter definido. Además, es necesario resaltar la franja monumental que va desde el parque Santander, hasta el parque Las Cruces, pasando por la plaza de Bolívar y la plazuela de San Agustín, una zona que emerge del cruce de los ejes fundacionales con el sistema hídrico. En la cartografía de 1932 (véase Figura 7) se encuentran los elementos para entender la cohesión espacial y la articulación de espacios colectivos como característica básica para calificarla como una ciudad en el sentido que le da Maurice Cerasi (1990).
Segundo, la integración física de los barrios periféricos (conurbaciones morfológicas) plantea la posibilidad de una ciudad más grande, donde áreas consolidadas y áreas rurales coexisten en un territorio sin estructura, pero con lazos funcionales cada vez más fuertes (cartografía de 1936). Es posible que llamar ciudad a este fenómeno no sea técnicamente adecuado al contrastarla con la definición clásica de área compacta morfológicamente estructurada sobre los equipamientos colectivos (Zeller, 2010) y, por eso, tengamos que adoptar un término más comprensivo, como el de área metropolitana, la cual tendrá su figura administrativa en el llamado Distrito Especial para la década de 1970.
Tercero, se da una relación inédita entre una estructura hídrica (la cuenca del río Fucha) y una disipación urbana, en la cual el área consolidada como ciudad empieza a ser evidente como centro de un área más grande, a lo que llamamos en este estudio centro tradicional. La cartografía de 1954 elaborada por el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (véase Figura 8) muestra de forma clara esta mutación, en donde la continuidad morfológica no necesariamente es la continuidad de los espacios colectivos, mientras el tejido hídrico de la cuenca del río Fucha todavía está a la vista, siendo un factor de organización edilicia. Esto da cuenta de una triangulación estructurante desde el parque de La Independencia y la Universidad Nacional de Colombia al norte, hasta el cerro de Guacamayas y sus afluentes al sur, que se integran río abajo cuando el Fucha se encuentra con el complejo de humedales y pantanos por donde, además, se traza la vía férrea de occidente a la altura del futuro terminal de transporte terrestre de El Salitre.
La huella hídrica como estructura territorial: el paso de ciudad a centro metropolitano
En general, podemos afirmar que la característica más determinante en la transformación de Bogotá de ciudad a metrópoli es la ausencia del tejido hídrico en el pensamiento de los planificadores y de los académicos. La especulación formal sede al desarrollo inmobiliario y a los planes viales, donde los instrumentos que guían el crecimiento de la ciudad son de orden indicativo, iniciado por el Plan Regulador de Wiener y Sert (Hofer, 2003) continuado con los acuerdos normativos a lo largo de la segunda mitad del siglo XX.1 Mientras los urbanistas y arquitectos ceden a la planeación indicativa y económica en la naciente metrópoli, se inicia un proceso explosivo de dispersión, segregación y desequilibrio, donde uno de los impactos estructurales más nefastos es sobre la estructura ecología y, particularmente, sobre el tejido hídrico, el cual deja de ser parte de ella, para integrar la infraestructura de saneamiento. En este contexto, la ciudad inicia una mutación para consolidarse como el centro tradicional de un área metropolitana con serios problemas socioespaciales (Gouëset, 1998).
El deterioro del centro tradicional y el abandono de áreas centrales que motivan actividades marginales como el contrabando, la prostitución y la delincuencia (Alcaldía Mayor de Bogotá, 2017) no puede reducirse a una sola causa, es un conjunto de procesos. En el caso del centro tradicional de Bogotá se conjuga una memoria geográfica de connotación negativa (agua sucia), una alta concentración de actividades centrales y el desplazamiento de población residente. La administración distrital reduce su gestión a la definición de usos del suelo y áreas de renovación con reglas constructivas anacrónicas, dejando a la especulación de la oferta y la demanda el devenir de áreas altamente estratégicas, y el espacio público de barrios pericentrales en abandono, como lo muestra el Plan de Revitalización del Centro Tradicional (Alcaldía Mayor de Bogotá, 2017), donde se excluyen los barrios tradicionales ligados al sistema de quebradas San Juanito-Las Cruces-El Fucha, y los barrios al occidente de la avenida Caracas, lo que producen el aislamiento del mismo, iniciando así un círculo vicioso que termina en territorios vedados para el uso público, territorios que ahuyentan (el Bronx, el Cartucho, el área de prostitución del barrio Santafé, la carrera 15 del contrabando, entre otros ejemplos), y que están localizados al sur y occidente del centro tradicional, coincidiendo con las áreas de alta densidad hídrica en los albores de la ciudad.
La transformación de la ciudad tradicional en la metropolización de Bogotá está plasmada en la cartografía de 1968 elaborada por el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (véase Figura 10), donde se muestra la falta de una estructura urbana clara en formato de compactación del tejido espacial por una dispersión de construcciones, como desde la plaza España hasta Puente Aranda. Este quiebre entre una ciudad con estructura colectiva y un área central sin estructura también es el inicio de una infraestructura con vocación industrial (plan vial, redes técnicas, canalización de quebradas, bodegaje industrial, estacionamiento, entre otros), especialmente en el eje de la calle trece (Ramírez, 2015).

Fuente: elaboración propia.
Figura 10 Diagrama del crecimiento de la ciudad hacia el occidente, 1968
En este punto es necesario reflexionar sobre la necesidad poner en valor el tejido hídrico ausente. Para ello es preciso volver al marco conceptual del artículo, y hacer énfasis en la solidaridad y en la sustentabilidad de los centros tradicionales con base en los trabajos literarios de Jean-Louis Déotte (2013), Marcel Hénaff (2014), Maximo Cacciari (2010), entre otros.2
Una alternativa deseable y posible en el marco de la solidaridad espacial de los centros urbanos es la recuperación de la memoria hídrica del centro tradicional para consolidarlo como un espacio público de encuentro y proximidad, donde la variable natural coexista con los programas pedagógicos, de bienestar, de recreación y de vivienda popular de calidad. La recuperación busca su legibilidad, pero, esencialmente, pone en evidencia la extensión del tejido hídrico y su impronta en los barrios de bajos ingresos (que la planeación distrital abandona), áreas tradicionales con vocación residencial, y con una densidad alta de niños, niñas y jóvenes que demandan una oferta pedagógica integrada al bienestar social de un tejido hídrico ausente.
En el marco de la sustentabilidad de los centros urbanos, la puesta en valor del potencial ecológico del tejido hídrico es de alta importancia estratégica cuando se integra al valor social del tejido urbano. La complementariedad entre un tejido urbano basado en circuitos de equipamientos colectivos y un tejido verde definido por su continuidad ecosistémica otorgan a las áreas centrales una alta posibilidad de revitalización y el alejamiento de la obsolescencia de la edilicia histórica. Estrategias como la integración de los cerros a las calles y los parques de los barrios, la cualificación de un campus para el agua, la ventilación y el asoleamiento de edificaciones antiguas, la mejora de los recorridos peatonales con vocación ambiental, entre otras, permitiría la revaloración del sistema hídrico, la defensa del ciclo del agua, el mantenimiento del ecosistema básico y una posible arquitectura del agua en el centro de la ciudad.
Esta alternativa exige la comprensión de la estructura territorial y de una aproximación ecológica, donde se haga evidente la matriz ambiental (proceso ecosistémico que estructura y define el carácter de una ecoregión) de la sabana de Bogotá, que nace en los páramos y continúa a los valles del río Magdalena y al pie de monte llanero; el potencial que posee el borde oriental del centro tradicional como corredor ecológico (un continuum ambiental estratégico para el mantenimiento de un valor natural especial); la estructura ecológica que depende fuertemente de la continuidad de su tejido hídrico, formulada actualmente como una estructura posible; y la huella hídrica (agua que desaparece o se ensucia por cuenta de las acciones humanas). La estructura territorial permite definir al centro tradicional de Bogotá como un territorio hídrico de presencia cero, en el cual la integralidad natural es una ausencia sentida pero relevante en la disposición y conformación espacial de la ciudad actual, y que puede ser formulada como una estructura potencial con base en la impronta de la cuenca del río Fucha sobre el tejido urbano.
La huella hídrica se ve con relativa claridad en la cartografía de 1954 (véase Figura 8) aunque se diluye cada vez más, a partir de la década de 1960 como se muestra en la cartografía de 1960 elaborada por el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (Cuellar y Mejía, 2007: 124), con el abandono de las cartografías comprensivas (Motta y Pizzigoni, 2008), para ceder a una representación más científica con el apoyo de la fotografía aérea y digital. Esta estructura potencial se organiza en dos direcciones (véase Figura 11), aquella que discurre verticalmente siguiendo el flujo del río Fucha, el río Los Comuneros, el eje regional de la calle 13 y el sistema de humedales sobre el que discurre la vía férrea de occidente; y el eje que va de la Universidad Nacional de Colombia al cementerio Central y el parque de La Independencia.

Fuente: elaboración propia.
Figura 11 Diagrama de la estructura potencial del centro de Bogotá con base en la huella hídrica
En sentido horizontal, a manera de urdimbre, se hace evidente el borde oriental como fuente hídrica todavía en estado natural; el eje transversal tradicional sobre las carreras séptima y octava; la franja urbana que discurre paralelo a la avenida Caracas y a la carrera 17, incorporando el cementerio Central, la estación de ferrocarril de La Sabana, la plaza España, el complejo de hospitales, el bosque San Carlos y el río Fucha; otro eje transversal que va desde la Universidad Nacional de Colombia hasta el río Fucha; y el curso del río Los Comuneros desde la bifurcación del bosque Los Comuneros hacia el río Fucha y el canal actual San Francisco, que para 1954 conformaba un complejo de humedales y pantanos.
Reflexión final
El paso de ciudad monumento a ciudad máquina (Hénaff, 2014) también es el tránsito de una estructura urbana con base en acontecimientos colectivos legibles por su forma y captados hápticamente, a una estructura urbana desterritorializada donde el espacio se fuga hacia la entropía, hacia una ciudad genérica sin centros y sin acontecimientos. Esta tendencia centrífuga es propia de una ciudad que privilegia la industrialización3 en desmedro de su estructura ecológica. Revertirla exige hacer coincidir todos los procesos que refuerzan las directrices de autoregulación ecológica acordes con las cartas internacionales del agua,4 las políticas públicas, los procesos de autogestión local, la investigación académica, entre otros.
La investigación académica incide en la forma de pensar y de hacer de una sociedad, de allí su responsabilidad. En ese sentido, la modificación del discurso dominante, donde se acepta la desaparición de las huellas hídricas (soterramiento de cauces, reducción y aislamiento de humedales, ruptura de la continuidad del ciclo de agua, entre otras) hacia un nuevo relato donde la estructura hídrica puede ser factor de cohesión social, legibilidad de la estructura permanente de los centros tradicionales, recuperación de buenas prácticas locales, entre otros, sólo puede hacerse en el marco de su estructura territorial en el contexto monumental que el territorio del agua aporta a las huellas hídricas (Talavera y Jaramillo, 2014). Este fortalecimiento de su dimensión monumental, tanto en su aspecto espacial (su escala), como en su aspecto temporal (su permanencia) necesita de una arquitectura pertinente.
La legibilidad del trazado monumental del centro Bogotá es prioritaria y estratégica tanto por razones socioculturales porque emerge de acontecimientos colectivos y los refuerza, ecológicas, en la medida en que se integre a su territorio hídrico (páramos, lagunas, laderas, vías ancestrales, traza urbana, entre otros), y urbanas dado que logra permeabilidad del espacio público que reduce la condición de aislamiento y le otorga nuevos grados de relación a escala metropolitana manteniendo su vocación de centro de ciudad.
En este sentido, es pertinente preguntarse por qué se inundan las ciudades y, especialmente, por qué se inundan los barrios construidos al lado de los ríos y humedales, como es el caso de aquellos sobre la cuenca del río Tunjuelo o al lado del río Bogotá, o los conjuntos habitacionales sobre los humedales en los municipios de Funza, Chía, Mosquera, entre otros. La respuesta tiene varias aproximaciones, una de ellas es que se están desecando los ríos para la urbanización, lo cual tiene tres consecuencias directas: 1) los suelos dejan de ser porosos, por lo tanto, las aguas lluvias no llegan al subsuelo y discurren sobre el nivel del suelo con mayor rapidez (o se estancan). 2) La relación vertical que va de los cerros al río Bogotá y al Magdalena se rompe con la canalización del curso natural del agua y de las aguas residuales (si bien esta red técnica tiende a tener su propio circuito, no es aséptica ni eficiente). El corte de este flujo vertical cambia el ciclo del agua y, en consecuencia, del ecosistema regional. 3) La desecación de los ríos principales del Distrito Capital (Tunjuelo, Fucha, Salitre) que marcan las grandes etapas de transformación estructural del área metropolitana: a inicios de siglo XX se inició la disolución del río Fucha, en la segunda mitad del siglo pasa lo mismo con el río Salitre y actualmente se está evidenciando la disolución del río Tunjuelo. Siguiendo esta tendencia, a finales del siglo XXI no habrá tejido hídrico en Bogotá y se continuará con esta práctica nefasta por toda la Sabana occidente de la región.
Dado el estado actual del desarrollo urbano no es posible aislarse de la dimensión territorial de las ciudades, por ello, la legibilidad del trazado monumental del centro tradicional depende de la formulación de la dimensión arquitectónica del espacio urbano ligada a su tejido hídrico. Esta tarea de formular una arquitectura pertinente hace necesario superar la fórmula morfológica, expresada en volumetrías genéricas y normas edilicias, para adoptar una estrategia dinámica, en la cual se pone en evidencia el devenir de una transformación, lo que implica hacer legible la tensión entre las permanencias y las ausencias, es decir, explorar una arquitectura que hace legible la huella hídrica.
En síntesis, si la intención es develar la dimensión arquitectónica del recurso hídrico en el centro de la ciudad se debe partir de su marco regional y enfatizar su rol estructurante (la cuenca del río Fucha como estructura ecológica), para que el tejido hídrico sea la base de un nuevo espacio de interacción social y de mejoramiento de las condiciones ambientales del centro. Es una arquitectura que no puede reducirse a la sola construcción predial y a los instrumentos de gestión inmobiliaria, como los planes parciales, sino que necesita llevar las directrices generales de la Ley 388 de 1997 al campo del diseño y de la construcción edilicia. Aún más, requiere incorporar conceptos y estrategias de proyecto urbano contemporáneo (Ingallina, 2001) donde la tarea principal sea la estructura colectiva del espacio urbano, como tejidos continuos y texturas permeables de uso público, que puedan dar cuenta tanto de los lugares singulares dispuestos en toda el área central, como de los lugares marginales y desconocidos propios del centro tradicional.