Introducción
Ciudades como Santiago de Chile (Cattaneo, 2011), Buenos Aires (Vidal-Koppmann, 2006) o San Paulo (Lencioni, et al., 2011), al igual que muchas otras de América Latina (Cetre, 2015; Martínez, 2014) están dando cuenta de un nuevo proceso de producción espacial. Si bien no es algo exclusivo de la región,2 es en ella donde ha comenzado a desarrollarse de un modo más notable. El proceso está estrechamente vinculado al ordenamiento urbanístico y, más específicamente, a la financiarización del sector inmobiliario. Fenómeno que se caracteriza por la entrada en este sector del capital financiero global y el papel pasivo del Estado con respecto a la planeación urbana, así como por las consecuencias sociales y medioambientales negativas ocasionadas con la configuración de muchas de las grandes y medianas ciudades latinoamericanas.
Partiendo de estas dinámicas urbanísticas y sus lógicas, ¿podría plantearse una analogía entre el fenómeno del extractivismo clásico y el proceso de financiarización urbana? ¿Son lógicas y efectos similares? Y si fuera así, ¿cuáles serían las consecuencias políticas que implicarían situarlas en un mismo nivel?
Detrás de estas inquietudes se encuentran dos premisas. Una de carácter ontológico en tanto que, partiendo de la propuesta de Neil Brenner (2013), no es operativo continuar concibiendo lo rural y lo urbano como estructuras sociales y espaciales separadas y desconectadas. Más bien, el punto de partida es entenderlos como un continuum territorial, social y económico. La segunda premisa es de corte político. En las últimas décadas y gracias al surgimiento de una alianza entre el movimiento indígena, el ambientalista y el académico2 ha sido posible situar en la agenda pública los riesgos y efectos adversos del (neo)extractivismo para las comunidades indígenas y las áreas naturales. Todo ello debido al giro ecoterritorial y su gramática política (Svampa, 2013; 2019). Sugiero, por lo tanto, aplicar el mismo tratamiento analítico y social a un fenómeno que también genera descomposición social y deterioro de un ecosistema socionatural como es la ciudad. De ahí que haga mía la propuesta de Verónica Gago cuando afirma que es necesario ampliar el concepto de "extractivismo más allá de la referencia a la reprimarización de las economías latinoamericanas como exportadoras de materias primas para entender el papel que juegan especialmente los territorios de las periferias urbanas en este nuevo momento de acumulación" (Gago, 2015: 244). Al igual que los planteamientos formulados por Maristella Svampa y Enrique Viale cuando afirman que "el extractivismo también ha llegado a las grandes ciudades. Pero no son los terratenientes sojeros, ni las megamineras, sino la especulación inmobiliaria la que aquí expulsa y provoca desplazamientos de población" (Svampa y Viale, 2014: 248), lo que ocasiona, además, daños ambientales, concentración de las riquezas en manos de unos sectores determinados y desafíos a la naturaleza misma de las instituciones sociales.
Así pues, y con el fin de responder a esos interrogantes, he dividido el presente texto en tres apartados. En el primero describo de un modo sucinto las características del extractivismo y neoextractivismo en América Latina. En el segundo explico el proceso incipiente de financiarización del sector inmobiliario en la región y en el tercero desarrollo la analogía entre el fenómeno del extractivismo clásico y el proceso de financiarización urbana, para terminar con la enunciación de unas breves conclusiones.
Extractivismo y neoextractivismo en América Latina
América Latina ha ingresado en el nuevo orden económico e ideológico a partir de la configuración de lo que Svampa (2013) denomina como el consenso de los commodities. Esto hace referencia al marco en el cual se sanciona positivamente el papel regional como exportador de materias primas a gran escala. Commodities que, tomando prestada la noción de Wainer (citado en Svampa, 2013: 31), podrían definirse como aquellos "productos indiferenciados cuyos precios se fijan internacionalmente" o como "productos de fabricación, disponibilidad y demanda mundial, que tienen rango de precios internacional y no requieren de tecnología avanzada para su fabricación y procesamiento". Dichos productos estarían ligados a la minería, a los hidrocarburos y a la producción agrícola, por lo tanto, a las áreas pensadas tradicionalmente como rurales.
Eduardo Gudynas (2009) fue uno de los primeros autores que planteó el debate acerca del extractivismo, en particular, de sus dimensiones ontológicas en América Latina, definiéndolo como aquella actividad basada en la explotación intensiva y a gran escala de los recursos naturales. Es decir, de la apropiación depredadora de la naturaleza cuya materia prima extraída y destinada básicamente para la exportación recibe un procesamiento bajo o nulo. Gudynas establece una división paradigmática entre dos modelos que han tenido y tienen como epicentro a la región: el clásico y el neoextractivismo. El primero busca tasas de crecimiento económico a partir de la exportación de la producción extractivista, para lo que se precisa configurar unas condiciones ventajosas para atraer capitales extranjeros. En aras de ello, y entre otras medidas, se ha disminuido la carga impositiva y otorgado "facilidades para la repatriación de utilidades, reducción de las exigencias medioambientales y laborales" (Portillo, 2014: 15). En este contexto, el Estado desempeña un papel facilitador más que regulador, garantizando esas condiciones a partir de la flexibilidad de las exigencias sociales. Como bien apunta Portillo (2014: 16), "las políticas se adecúan a las necesidades del capital privado (transnacionales) y se establece como objetivo propio el crecimiento de la economía". En el segundo, el Estado participa directamente de la producción, apuesta por una mayor carga fiscal e implementa más instrumentos regulatorios con el fin de obtener mayores rentas de la explotación de los recursos naturales. En ambos casos, tal y como sostiene Composto (2012), se está produciendo una reprivatización de las economías latinoamericanas con base en la desposesión, o despojo de tierras y recursos naturales, cuyas consecuencias sociales y ambientales son negativas.
Sin embargo, considero que esta mirada analítica se enfoca en un contexto espacial determinado: el rural. Por ello, y siguiendo a autores como Svampa y Viale (2014), y Vásquez (2017), me interrogo por el ámbito urbano: ¿no se está originando también un proceso de expoliación de tierras y recursos naturales en las ciudades a partir de lógicas similares, y de mecanismos como el desplazamiento y la desposesión (Harvey, 2013)? ¿Sólo ha de protegerse el ámbito rural? Si en la actualidad vivimos un proceso de urbanización global (Brenner, 2013), ¿no sería mejor referirse a lo urbano y a lo rural como un continuum espacial, económico y social en los que ambos polos se retroalimentan?
El sector inmobiliario y su financiarización en Latinoamérica
En coincidencia con Pintos (2017), la lógica extractivista clásica que opera en los ámbitos de la minería, los hidrocarburos, la alimentación y, especialmente, en el energético tiene también su correlato en lo urbano, en particular, en el sector inmobiliario. De acuerdo con Vidal-Koppmann (2006), el urbanismo en Argentina (aunque considero que puede ser extrapolable a la realidad latinoamericana) ha tenido dos etapas. En la primera, entre la entre las décadas de 1940 y 1960, y denominada de suburbanización tentacular, el protagonismo recayó en los sectores populares, lo que condujo a un incremento de los propietarios y a una activación del sector de la construcción. Incremento que, a su vez, se vio impulsado por las políticas estatales de vivienda de algunos países latinoamericanos como las llevadas a cabo durante el mandato de Uruchurtu en México y de Joao Goulart en Brasil (Davis, 2007). La segunda etapa, llamada de suburbanización insular o urbanización en archipiélagos, se extiende desde la década de 1980 hasta nuestros días y se caracteriza por la expansión de la edificabilidad en las áreas periféricas y formales por parte de los sectores más acomodados, constituyéndose fragmentos urbanizados que se vinculan por medio de vías de comunicación y de grandes equipamientos, así como de centros comerciales, lo que conlleva a la reactivación del sector inmobiliario.
Esta segunda etapa debe situarse en el contexto neoliberal actual en el que los agentes privados producen el espacio urbano, extraen y gestionan las riquezas urbanas, mientras que el Estado facilita y garantiza dichas operaciones, minimizando los riesgos de los inversionistas (de Mattos, 2007). Asimismo, esta nueva lógica de las operaciones económicas y financieras se sitúa en un modo multiescala que da entrada a lo global, tanto a partir de empresas del ramo, como de otros agentes de inversión múltiple. De ahí que, tal y como reconocía la empresa de servicios financieros especializada en servicios inmobiliarios Jones Lang LaSalle (JLL), las ciudades latinoamericanas se han convertido en una gran oportunidad global para las operaciones inmobiliarias, en particular, Ciudad de México, San Paulo, Santiago de Chile, Lima, Bogotá y Ciudad de Panamá (Forbes, 2014). Por ello, empresas como Equity International o Terranum Capital estan invirtiendo grandes sumas de capital en dicho sector. La primera, por ejemplo, ha invertido alrededor de USD $1 billón en proyectos inmobiliarios desde 1999 (Reporte Inmobiliario, 2015), mientras que la segunda, una firma con sede en Bogotá, Lima y Nueva York, ha recaudado desde 2012 fondos por un valor de USD $235 millones para ser invertidos fundamentalmente en Perú y Colombia (Funds Society, 2013).
Estos agentes transnacionales que operan desde diferentes puntos geográficos y son asesorados por agencias privadas hiper especializadas optan por invertir en la construcción de infraestructuras viales, en complejos hoteleros o equipamientos urbanos (Pérez López, 2019). De este modo, lo que anteriormente era un activo físico, se ha transformado en un activo financiero. Es decir, se ha logrado que el capital inmobiliario fuertemente físico, fijo, poco transable y difícilmente divisible se convierta en uno "móvil" y con "liquidez" (Daher, 2013: 33). Ese fenómeno podría encuadrarse en el proceso de financiarización (Daher 2013; Chesnais, 2010; de Mattos, 2007). Para Chesnais (2010), dicho capital se centralizó en la década de 1980 hasta constituirse en la espina dorsal de la acumulación financiera actual. De esta forma, y en aras de activar un nuevo ciclo de expansión de acumulación, ha sido imprescindible invertir el excedente económico en nuevos campos de acumulación. Uno de esos campos en América Latina ha sido el sector inmobiliario en suelo urbano. Para David Harvey (2013) esto puede ser, al mismo tiempo, objeto de inversión del capital excedente y un soporte para la obtención de plusvalía a través de procesos especulativos basados en la destrucción creativa y en la acumulación por desposesión. De ahí que Pintos (2017: 27) afirme que esos procesos de acumulación demanden "la mercantilización de bienes comunes mediante el avasallamiento y destrucción de espacios de valor patrimonial natural y paisajístico en entornos metropolitanos".
Indudablemente, para efectuar dichas operaciones inmobiliarias se exige al Estado que genere el mejor contexto posible. Esto significa que ha de velar por la reducción de los riesgos (los obstáculos administrativos en la concesión de licencia, las normativas socioambientales que impidan la realización de las operaciones o el surgimiento de movilizaciones sociales de oposición a los posibles efectos de esas inversiones) y la garantía de rentabilidad. Esto significa que el Estado debe responsabilizarse del éxito económico de esa operación. Ambos aspectos son los ejes de la estrategia de competitividad de las ciudades diseñada por los gobiernos locales, regionales y nacionales para atraer inversionistas del sector inmobiliario.
Lo anterior explica el auge y la expansión en las últimas décadas de los megaproyectos de viviendas de interés social financiadas y gestionadas con capital privado, así como de los condominios cerrados o barrios privados en la gran mayoría de las medianas y grandes ciudades de América Latina (Padrilla, 2014; Janoschka, 2002). Por lo tanto, y con el fin de obtener los mejores beneficios económicos, el suelo de las periferias de las ciudades se está transformando en el objeto principal de esa inversión, pues con la conversión de suelo no urbanizable a otro urbanizable el valor de cambio se multiplica y genera plusvalías. Junto con ello, la tendencia a la edificación de urbanizaciones y barrios bajo un modelo estandarizado, basado en el encerramiento, la linealidad, el aislamiento y la zonificación permite, por un lado, aplicar fórmulas rápidas y baratas en su ejecución (Martínez, 2014) y, por otro, aprovecharse de la situación de inseguridad objetiva/subjetiva (Kessler, 2009) y de los procesos de individuación que experimentan capas amplias de la sociedad latinoamericana que tienden a favorecer la compra de este tipo de aglomeración inmobiliaria. Por su parte, los agentes económicos y técnicos de ese modelo inmobiliario financiarizado no asumen una responsabilidad social más allá de la obtención de dividendos para sus inversores y la de satisfacer las necesidades parciales y particulares de sus clientes, la mayoría perteneciente a las clases medias y altas o, en su defecto, a las medias-bajas con acceso a liquidez.
Uno de los agentes más relevantes para llevar a cabo este proceso es el Estado que, más que disolverse, lo que implicaría la pérdida de la capacidad de legitimación de las políticas necesarias para la implementación de este diseño urbano, se ha transmutado en un aliado del sector privado a través de fórmulas de partenariado o de las alianzas pública-privadas. Ello ha establecido una nueva división social del trabajo: los agentes capitalistas invierten activos en sectores estratégicos, mientras que las instituciones públicas, desligadas de su papel de controlador e inversor, tienen como objetivo casi exclusivo procurar la garantía de ese marco de rentabilidad, facilitando la expansión de "una multitud de procesos privados de apropiación de espacio" (Topalov, 1979, citado en de Mattos, 2007: 90). En efecto, mientras se produzca una valorización del capital y los efectos negativos no afecten a las condiciones de acumulación del capital, los agentes financieros y las instituciones políticas no asumirán la necesidad de transformar esa estrategia urbanística. Es por ello que puede afirmarse que la producción espacial de la ciudad latinoamericana no se guía por la noción de hábitat, sino por la de generar productos inmobiliarios, debido a que prima la visión fragmentada y economicista del territorio por sobre la preocupación por el sentido del mismo. Dicho marco geopolítico no es nuevo, de hecho, comenzó a formularse en la década de 1970 con el llamado Consenso de Washington y los Programas de Ajuste Estructural (Davis, 2008).
Sin embargo, el proceso de financiarización de la producción del espacio urbano no está exento de riesgos, a pesar de los intentos de las instituciones políticas por convertir a las ciudades en marcos atractivos y competitivos para la rentabilidad de las inversiones. Dos tipos de riesgo han de destacarse: uno situado en la misma lógica de la financiarización inmobiliaria y otro que afectaría tanto a la morfología urbana, como a sus dinámicas sociales. El primer riesgo apunta a la sobrecapacidad de producción y a la superproducción de un producto, lo que puede acarrear el colapso del mercado y la baja del precio del mismo. A este fenómeno se le denomina burbuja inmobiliaria. Estados Unidos, Irlanda y España (Harvey, 2013) son ejemplos de cómo el recalentamiento de este sector por una sobreoferta, favorecida por políticas institucionales de liberalización del suelo, llevó a la caída de los precios y a un arrastre de otras industrias complementarias relacionadas a la construcción, promoción y venta de los productos habitacionales. Todo esto, a su vez, motivó el aumento del desempleo, y la incapacidad de pago de las deudas por parte de los particulares y del entramado de agentes financieros, lo que obligó al Estado a intervenir inyectando liquidez a algunos de los grandes inversionistas endeudados. Paradójicamente, en ese momento el Estado tuvo que asumir el rol que le había sido despojado con la llegada del neoliberalismo. Este escenario comienza a sentirse en México y en otros países de Latinoamericana (Padrilla, 2014).
Con respecto al segundo riesgo, las peores consecuencias de la descomposición del negocio inmobiliario las están padeciendo las ciudades y sus residentes. A la especulación inmobiliaria, la fragmentación de la morfología urbana, los procesos de segregación socioespacial (Daher, 2013: 38), el aumento del consumo energético y la huella ecológica producido por el "desbordamiento urbano" (Davis, 2007: 182) habría que sumarles una estrategia local diseñada para facilitar la implantación de este sector financiero. Un sector que, frente a las crisis, tiende rápidamente al repliegue y a la deslocalización de sus operaciones. Las ciudades son, por lo tanto, las que asumen riesgos mayores en comparación con los agentes financieros, ya que estos últimos cuentan con más capacidad para reinventarse y encontrar nuevos campos de acumulación.
El extractivismo urbano y el giro ecoterritorial
Por todo lo anterior podría advertirse que existen ciertas lógicas similares entre sendos procesos extractivistas (Vásquez, 2017). Por ejemplo, el extractivismo energético/alimentario clásico se fundamenta en la apropiación de la naturaleza en calidad de materia prima para obtener grandes plusvalías. Para ello, el Estado juega un papel de facilitador o garantista del capital financiero extranjero. Si bien los efectos sociales y ambientales del extractivismo son negativos (agotamiento de los recursos naturales, contaminación de las aguas, destrucción de áreas protegidas, desplazamientos de comunidades indígenas y campesinas, privatización de territorios socionaturales, entre otros), las rentas obtenidas, la creación de empleo y el flujo de capital activado se encargan de justificar esas políticas por cuanto son las bases de un modelo de desarrollo de carácter fuertemente economicista.
Por otro lado, lo que he denominado como extractivismo urbano también se fundamenta en la mercantilización de un bien natural: el territorio, en esta ocasión urbano y periurbano, con el que se obtienen grandes plusvalías. En este sector se aprecia cómo el capital financiero transnacional juega un papel cada vez más destacado, mientras que el Estado queda relegado a un rol facilitador y no tanto interventor. Es más, en las políticas urbanísticas el papel interventor del Estado es mucho más insignificante en comparación con el del neoextractivismo energético de países como Venezuela, Bolivia y Ecuador, por cuanto ni siquiera las administraciones públicas conciben esta producción espacial como una actividad económicamente estratégica que merece su participación activa. Asimismo, el extractivismo urbano también genera un perjuicio social y ambiental: ejemplo de ello son la expulsión de la población urbana o periurbana más empobrecida, el aumento de la huella ecológica de la ciudad, el consumo deliberado de suelo o la emisión de gases contaminantes.
Sin embargo, existe una gran diferencia entre ambos procesos que nos situaría en la segunda de las premisas planteadas al inicio del artículo y que hace referencia al giro ecoterritorial. Mientras que el extractivismo y el neoextractivismo energético han sido contrarrestados, en parte, por la configuración de un movimiento social en el que confluyen ambientalistas, académicos e indígenas, el extractivismo urbano aún no ha sido totalmente resemantizado como una actividad fatalmente depredadora que afecta tanto a las áreas naturales, como a los modos de vidas urbanos. Si en el primer tipo de extractivismo ha sido posible instaurar en la arena de lo público un enfoque basado en el giro ecoterritorial capaz de replantear las políticas hegemónicas de extracción energéticas, en el segundo todavía no se ha activado de un modo eficaz. Esto quizá sea producto, por un lado, de la existencia de una mirada fragmentada de los problemas sociales y ambientales que sacuden a las ciudades latinoamericanas y, por otro, de la ausencia de un sujeto político, cultural y emotivo capaz de reclamar su derecho a la ciudad (a otra ciudad), como es el caso de las figuras, principalmente, del indígena y del campesino en el ámbito ruralizado de América Latina, pero proyectado a escala global. Si en el contexto rural se ha generado un marco de interpretación que ha impugnado la ilusión desarrollista (Svampa, 2019), ofreciendo al mismo tiempo una alternativa con base en la idea del buen vivir, en el ámbito urbano la alternativa se circunscribe fundamentalmente a lo que David Harvey (2013) denomina espacios heterotópicos. Es decir, la apertura de prácticas espaciales y vivenciales alternativas protagonizadas por jóvenes, por ciertos sectores populares y académicos. Sin embargo, y en mi opinión, estas iniciativas han carecido, por ahora, de la capacidad de generar marcos de interpretación poderosos que puedan movilizar a grandes sectores de la ciudad y cuestionar el modelo urbano existente, su lógica de acumulación de capital y de destrucción creativa.
¿Cómo explicar la ausencia de esos marcos de interpretación? Son muchos los posibles factores. Sin embargo, hago mía las observaciones de Mike Davis cuando apunta a que la presencia de las ONG y su noción de "ayudar a los pobres para que se ayuden ellos mismos" ha permitido, en parte, generar "una cortina de humo para negar las obligaciones históricas del Estado en relación con la pobreza y el problema de la vivienda" (Davis, 2007: 103). Es decir, la presencia de muchas de estas organizaciones ha contribuido a que los sectores populares conciban los problemas urbanos como problemas locales, coyunturales e individuales, desactivando con ello la movilización social y la conciencia de clase (Davis, 2007). Junto a las ONG existe otro agente que está jugando un papel relevante en esta desmovilización social. Me refiero a las iglesias evangélicas, por cuanto han sido capaces de desplazar a las asociaciones vecinales tradicionales, a los movimientos populares y a las organizaciones políticas a partir de un discurso basado en la pertenencia a una comunidad de creyentes, en la idea de la compasión como impelente de acción y en el establecimiento de redes solidarias, aspectos que permiten que los sectores populares esbocen un orden social y moral al cual asirse en un contexto urbano de colapso e incertidumbre. Como bien afirma Davis (2004: 31), "en la actualidad, el islam populista y el cristianismo de Pentecostés (y en Bombay, el culto a Shivaji) ocupan un espacio social análogo al que ocupaban el socialismo y el anarquismo de principios del siglo XX"
Así pues, considero que la premisa por la cual es necesario resemantizar el fenómeno del urbanismo urbano depredador podría ser objeto de un análisis mucho más profundo y versátil. En primer lugar, en aras de debatir si realmente existen lógicas similares entre el extractivismo rural y el supuesto urbano, y, en segundo lugar, con el fin de estimar las implicaciones políticas de definir como actividad extractivista ese urbanismo que, siguiendo la propuesta de Svampa y Viale (2014), trata a la ciudad como si fuera un commodity. Es decir, ese urbanismo que considera que los territorios urbanos son, como bien apunta Weiner "productos indiferenciados cuyos precios se fijan internacionalmente" (citado en Svampa, 2013: 31). Quizás el concepto de extractivismo urbano en el marco del giro ecoterritorial pueda ser, tal y como se afirma en el libro compilado por Vásquez (2017), esa noción que invite al diálogo entre las organizaciones sociales del ámbito urbano y del rural, les permita desplegar una mirada crítica al modelo de desarrollo vigente y las inspire al levantamiento de alternativas conjuntas.