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Revista Colombiana de Antropología

versão impressa ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.39  Bogotá jan./dez. 2003

 

NATURALISMO Y REALISMO EN ETNOGRAFÍA URBANA. CUESTIONES METODOLÓGICAS PARA UNA ANTROPOLOGÍA DE LAS CALLES

 

MANUEL DELGADO
UNIVERSITAT DE BARCELONA
manueldelgado@menta.net


Resumen

ESTABLECER LAS BASES PARA UNA ETNOGRAFÍA DE LA CALLE COMO ESPACIO SOCIAL REQUIERE un balance previo relativo a la vigencia de los modelos teóricos procurados por la tradición de la antropología social y a cuáles pueden ser los instrumentos de registro y descripción adecuados. En relación con esto último, el papel central que desempeñarían los estilos etológicos y no intrusivos de observación hace pertinente una reflexión sobre la necesidad de restaurar la predisposición naturalista en el trabajo de campo etnográfico, así como el protagonismo en cierto modo perdido de la descripción en los informes resultantes. Hablar de naturalismo supone, en este caso, no sólo evocar un cierto tipo de investigación científica; implica también solicitarle a la antropología que asuma como propia una cierta manera de mirar característica del naturalismo literario, pictórico o cinematográfico.

Palabras clave: etnografía urbana, metodología, naturalismo, comportamiento, observación científica, representación.


Abstract

ESTABLISHING THE BASIS FOR AN ETHNOGRAPHY OF THE STREET, CONCEIVED AS A social space, requires previously reviewing the validity of those theoretical models used by the tradition of social anthropology as well as determining the appropriate instruments for describing and recording behavior. In terms of the latter, the use of non-intrusive and ethological styles of observation makes it pertinent to reflect on the necessity of re-establishing certain naturalist predispositions in ethnographic fieldwork and the leading role, now somewhat forgotten, of description in the resulting reports. In the case at hand, to speak of naturalism supposes, not only the invocation of a certain type of scientific research, but also implies asking anthropology to assume as its own a certain manner of seeing typical of literary, representational, or cinematographic naturalism.

Key words: urban ethnography, methodology, naturalism, behavior, scientific observation, representation.


ESTRUCTURA Y FUNCIÓN EN ESPACIOS PÚBLICOS*

ES COMO SI AÚN ESTUVIERA TODO POR HACER. LA VIDA HUMANA PRESENTA todavía un inmenso continente no explorado por las ciencias sociales, hecho de toda esa profusión poco menos que infinita de residuos que deja tras de sí la vida social antes de cristalizar y convertirse en no importa qué. La labor de la incongruencia, todo lo inconstante, lo que oscila negándose a quedar fijado. Todo lo imprevisto y lo imprevisible. No hay una historia, ni una sociología, ni una geografía de lo irrelevante, de lo sobrante luego de aplicar lo que –evocando el título de una conocida pieza de Bach– bien podríamos llamar el objeto de conocimiento bien temperado, sumiso al método, obediente al discurso, dócil al lenguaje. En el caso de los antropólogos, alguien, alguna vez, debería consagrarse a recoger todos los descartes etnográficos –el equivalente de lo que Foucault llama los descartes enunciativos en cualquier campo del saber–, todo lo que no cupo en los informes finales; todo lo que, aun estando ahí, no se pudo o no se quiso tomar en cuenta.

Se antoja que esa pérdida masiva de información –lo que se resistió, en su día, a darle la razón a nuestras hipótesis o todo lo que estuvo a punto de desmentir la infalibilidad de nuestros diseños formales de investigación– resulta especialmente abundante en marcos definidos por una aceleración máxima de la complejidad. Entre ellos acaso destaquen los espacios públicos urbanos, con su crónica tendencia a la saturación perceptual, con su aspecto estocástico y en perpetuo estado de alteración. Como reconoce Lluís Mallart al principio de uno de sus excelentes trabajos sobre los evuzok1, está pendiente una etnografía de las calles, lo que equivale a decir un registro de esas formas de sociabilidad hiperactiva que conocen las aceras, los andenes, los transportes públicos, los vestíbulos de las estaciones, los bares... La sociología y la antropología clásicas se han centrado en las estructuras estables, en los órdenes solidificados y en los procesos positivos, siempre en busca de lo determinado y sus determinantes. En paralelo, haciendo poco ruido y ocupando un lugar periférico en los programas académicos, otros –deudores siempre de Simmel, de los teóricos de Chicago, de Birdwhistell y Goffman– han atendido lo pequeño, las migajas de lo social. Allí donde las macroteorías sociológicas o antropológicas no distinguirían más que la sombra de lógicas institucionales y causalidades estructurales, otros enfoques menores reconocían dramas, transacciones, etiquetas casi etológicas que recordaban la condición biótica y subsocial de las relaciones humanas en público.

La cuestión, en cualquier caso, ha sido siempre la misma. ¿Cómo superar la perplejidad que despierta ese puro acontecer que traspasa y constituye los espacios públicos? ¿Cómo captar y plasmar luego las formalidades sociales inéditas, las improvisaciones sobre la marcha, las reglas o códigos reinterpretados de una forma inagotablemente creativa, el amontonamiento de acontecimientos, previsibles unos, improbables los otros? ¿Cómo sacar a flote las lógicas implícitas que se agazapan bajo tal confusión, modelándola? Son esos asuntos los que han hecho el abordaje de la sociedad pública una de las cuestiones que más problemas ha planteado a las ciencias sociales, que han encontrado en ese ámbito uno de esos típicos desequilibrios entre modelos explicativos idealizados y nuestra competencia real a la hora de representar –léase reducir– determinadas parcelas de la vida social, sobre todo aquellas en que, como es el caso de la actividad social que vemos desarrollarse en las aceras de cualquier ciudad, pueden detectarse altos niveles de complejidad lejos del equilibrio.

Ello no debería querer decir que no es posible llevar a cabo observaciones, ni elaborar hipótesis plausibles que atribuyan a lo observado una estructura, ni tampoco que no sea viable seguir los pasos que nos permitirían actuar como científicos sociales en condiciones de formular proposiciones descriptivas, relativas a acontecimientos que tienen lugar en un tiempo y un espacio determinados, y, a partir de ellas, generalizaciones tanto empíricas como teóricas que nos permitan constatar –directa e indirectamente, en cada caso– la existencia de series de fenómenos asociados entre sí. Lo que se sostiene aquí es que son particularmente agudos los problemas suscitados a la hora de identificar, definir, clasificar, describir, comparar y analizar una especie de fenómenos sociales como los que tienen lugar en espacios públicos. Ahí tenemos lo que, siguiendo a Bourdieu, cabe reconocer sin duda como un campo social, como red o configuraciones de relaciones sociales objetivas –polémicas o no– sometidas a regulaciones tácitas, pactos prácticos y estrategias diferenciadoras. Lo que ocurre es que las proposiciones y las generalizaciones deben ser aquí, por fuerza, mucho más modestas y provisionales, pero no como consecuencia de lo que las tradiciones idealistas han sostenido como una singularidad de la naturaleza humana, sino porque las organizaciones sociales cuya lógica deberíamos establecer están sometidas a sacudidas constantes y presentan una formidable tendencia a la fractalidad.

Curiosamente, esa condición alterada de la vida pública –que confirma radicalmente la apertura a lo impredecible de las conductas sociales humanas en general–, lejos de apartarnos del modelo que nos prestan las ciencias llamadas naturales, hace todavía más pertinente la adopción de paradigmas heurísticos a ellas asociados, sobre todo a partir de la atención que los estudiosos de los sistemas activos en general han venido prestando a las dinámicas disipadoras presentes en la naturaleza. Lo que se da en llamar ciencias duras han sido las que han percibido la importancia de atender y adaptarse a unidades de análisis que, como las sociedades humanas en momentos de tránsito o umbral, tienden a conducirse de manera discontinua, acentral2. En la calle, en efecto, siempre pasan cosas, y cada una de esas cosas equivale a un accidente que desmiente –a veces irrevocablemente– la univocidad de cualquier forma de convivencia humana, cuando su dislocación y su fragilidad aparecen más evidentes que de común. A merced de una exuberancia informativa poco menos que ilimitada y a la incansable tarea de zapa de los continuos avatares, esa complejidad acelerada de la comunicación que conoce la vida en las calles se comporta como un atractor/imán que está siempre a punto de convertir lo social en un auténtico agujero negro. A pesar de ello, a pesar de la proliferación de encuentros superficiales y fugaces de que está constituida la vida urbana, podemos –y debemos en tanto que antropólogos sociales– hacer por reconocer la actividad teleológica de determinadas formas de relación social en busca de unos mínimos de cohesión. Sólo que esa cohesión tiene poco que ver con la coherencia y permite reconocer lo que les cuesta a los seres humanos salvar lo que les une de ese enemigo perpetuo que siempre conspira y que no es otro que el acaecer.

Un objeto de conocimiento como el descrito plantea problemas ciertamente importantes en orden a su formalización, precisamente por estar constituido por entidades que mantienen entre sí una relación que es, por definición, inestable y frágil. Es más, que parecen encontrar en ese temblor que las afecta el eje paradójico en torno al cual organizarse, por mucho que siempre sea en precario, provisionalmente. En su pretensión de constituirse en las ciencias de un tipo determinado de sistema vivo –el constituido por las relaciones sociales entre seres humanos– la antropología y la sociología han seguido de manera preferente un modelo que se ha reconocido competente para analizar configuraciones socioculturales estables o comprometidas en dinámicas más o menos discernibles de cambio social, realidades humanas cuajadas o que protagonizan movimientos teleológicos más bien lentos entre estados de relativo equilibrio. Las ciencias sociales han venido asumiendo la tarea de analizar, así pues, estructuras, funciones o procesos que de modo alguno podían desmentir la naturaleza orgánica, integrada y consecuente que se les atribuía.

A pesar de ello, nada impide continuar insistiendo en la validez de axiomas como los que han venido sosteniendo la gran tradición de la antropología social europea. De acuerdo con ello, la tarea de la ciencia social continúa siendo la de explicar, en el sentido más composicional/compositivo que causal del verbo, que se trata de poner de manifiesto cómo unos hechos –y sus propiedades– están en relación con otros hechos –y con sus propiedades– y cómo el establecimiento de esa relación entre hechos y propiedades puede ser reconocido como constituyendo un sistema, por muy inestable que sea. Las hipótesis remiten a ese objetivo. Otra cosa es que estemos en condiciones de elaborar leyes, lo que requeriría que estuviésemos dispuestos a aceptar que cualquier generalización empírica pueda verse –y se vea de hecho– constantemente alterada en este campo por excepciones que advierten de la presencia de un orden de fluctuaciones activado y activo en todo momento. Por otra parte, el en tantas ocasiones denostado principio funcionalista no deja de encontrar, en ese contexto definido por la presencia de unidades sociales discretas muy inestables, un ámbito en que reconocer sus virtudes, puesto que es en la dimensión microsociológica donde puede apreciarse mejor que en otro sitio no sólo cómo funciona un orden societario, sino el esfuerzo de sus componentes psicofísicos por mantenerlo, luchando como pueden contra lo que súbitamente se ha revelado como la naturaleza quebradiza de toda estructuración social.

Las implicaciones epistemológicas del espacio público como objeto de observación, descripción y análisis antropológicos deben partir de que la actividad que en él se produce se asimila a las formas de adaptación externa e interna que Radcliffe-Brown (1996: 17-21) atribuía a todo sistema social total. La matriz teórica del viejo programa estructural-funcionalista –expuesto en síntesis en la introducción a Estructura y función en la sociedad primitiva– no pierde vigencia y debería poder ramificar su propia tradición hacia el estudio de las coaliciones peatonales, es decir la asociación que emprenden de manera efímera individuos desconocidos entre sí que es probable que nunca más vuelvan a reencontrarse3. El tipo de sociedad que resulta de la actividad humana en espacios públicos cumple, en cualquier caso, los requisitos que, según Radcliffe-Brown, deberían permitir reconocer la presencia de una forma social. Tenemos ahí, sin duda, una ecología, un nicho o entorno físico al que amoldarse, no sólo constituido por los elementos morfológicos más permanentes –las fachadas de los edificios, los elementos del mobiliario urbano, los monumentos, etcétera–, sino también por otros factores mudables, como la hora, las condiciones climáticas, si el día es festivo o laboral y, además, por la infinidad de acontecimientos que suscitan la versatilidad inmensa de los usos –con frecuencia inopinados– de los propios viandantes, que conforman un medio ambiente cambiante, que funciona como una pregnancia de formas sensibles: visiones instantáneas, sonidos que irrumpen de pronto o que son como un murmullo de fondo, olores, colores..., que se organizan en configuraciones que parecen condenadas a pasarse el tiempo haciéndose y deshaciéndose.

También hay ahí una estructura social, pero no es una estructura finalizada, sino una estructura rugosa, estriada y, ante todo, en construcción. Nos es dado contemplarla sólo en el momento inacabable en que se teje y se desteje y, por tanto, nos invita a primar la dimensión dinámica de la coexistencia social sobre la estática, por emplear los términos que el propio Radcliffe-Brown nos proponía (Ibid.: 14-15). Una estructura estructurante, es cierto –como hubiera escrito Bourdieu–, pero no estructurada, en la medida que está hecha de situaciones en que los participantes se ven obligados casi siempre a definir sobre la marcha un vínculo entre posiciones estructurales no del todo clarificadas y que se acoplan siguiendo principios de ajuste automático. En esas simbiosis sobrevenidas pueden encontrarse, en efecto, normas, reglas y patrones, pero estos son constantemente negociados y adaptados a contingencias situacionales de muy diverso tipo. Vemos producirse aquí una auténtica institucionalización del azar, al que se le otorga un papel que las relaciones sociales plenamente estructuradas asignan en mucha menor medida. Existen principios de control y definición, como los que nos permitirían localizar una estructura social, sólo que, a diferencia de los ejemplos que Radcliffe-Brown sugería –la relación entre el rey y su súbdito o entre los esposos–, el control es débil y la definición escasa. Podríamos decir que la vida social en espacios públicos se caracteriza no tanto por estar ordenada, como por estar permanentemente ordenándose, en una labor de Sísifo de la que no es posible conocer ni el resultado ni la finalidad, porque no le es dado cristalizar jamás, a no ser dejando de ser lo que hasta entonces era: específicamente urbana, es decir, organizada a partir y en torno a la movilidad.

Por último, y para acabar de cumplir el repertorio de cualidades propuesto por Radcliffe-Brown a la hora de abordar científicamente lo social, tenemos ahí una cultura, en el sentido del conjunto de formas aprendidas que adoptan las relaciones sociales, en este caso marcadas por las reglas de pertinencia, asociadas a su vez a los principios de publicidad, cortesía y mundanidad que indican lo que debe y lo que no debe hacerse para ser considerado concertante. Ello se traduce, es cierto, en valores sociales y presiones institucionales. Ahora bien, esos valores y esas presiones se fundan en el distanciamiento, el derecho al anonimato y la reserva, al mismo tiempo que, porque los interactuantes no se conocen o se conocen apenas, los intercambios están basados en gran medida en las apariencias, los dobles lenguajes y los sobreentendidos, por lo que los malentendidos y las confusiones son frecuentes.

Ese triple requisito del objeto de estudio para ser reconocido como apto para el análisis antropológico se corresponde, en resumen, con otro esquema que Chelkoff (2001) ha reconocido organizando la vida social en espacios públicos. En la base, el espacio público en tanto que forma, esto es, como dispositivo arquitectónico o urbanístico provisto desde el proyecto y la planificación; este marco morfológico mantiene una relación dialéctica –con frecuencia polémica– en primer lugar con los formantes, aquellos que practican-fabrican ese mismo ambiente, espacio público entendido ahora como esfera de y para la aparición de todos y ante todos; pero también con las formalidades, espacio público considerado en tanto que conjunto de acciones y competencias que los formantes –los usuarios o practicantes– siguen y también crean de manera concertada. El triángulo ecología-estructura social-cultura se asimilaría de este modo a la categorización, también tripartita, forma-formantes-formalidades.

Por descontado que la sociedad pública, en tanto que asunto discernible desde las ciencias sociales, está dotada –como hubiera reclamado Radcliffe-Brown (1996: 18-19)– de estructura y función. Existe en el espacio urbano una estructura, en el sentido de una morfología social, una disposición ordenada –en buena parte autoordenada, cabría añadir– de partes o componentes, que son personas, entendidas como moléculas indivisibles que ocupan una posición prevista para ellas –pero revisable en todo momento– en un cierto organigrama relacional y que se vinculan entre sí de acuerdo con normas, reglas y patrones. Éstos no están nunca del todo claros, de modo que se han de interpretar y con frecuencia inventar en el transcurso mismo de la acción. Por supuesto que a esa forma social viva le corresponde un sistema de funciones, es decir, una fisiología social, cuya tarea es mantener conectada la estructura de ese orden –ciertamente relativo, inacabado e inacabable– con un cierto proceso. Tenemos también ahí auténticas instituciones, puesto que la calle es sin duda una institución social, en el sentido de un tipo o clase distinguible de relaciones e interacciones. En este caso, al espacio público se le asignan tareas estratégicas en la conformación de las aptitudes sociales del individuo, tareas en las que se ponen a prueba las competencias básicas de cada cual para la mundanidad, es decir para la relación con desconocidos, sin contar toda la ingente cantidad de hechos sociales totales –de microscópicos a grandiosos– que la adoptan como escenario. Tanto para los individuos como para cualesquiera colectividades el espacio público es proscenio para dramaturgias que pueden alcanzar valor estratégico y derivaciones determinantes. El espacio público es, de este modo, una estructura social u ordenación de personas institucionalmente controlada o definida y en la que cada cual tiene asignado un papel o rol, por mucho que cada una de esas posiciones que cada cual ocupa se vea afectada por dosis de ambigüedad mucho mayores de las que podría experimentar en otro contexto.

EL NATURALISMO INTERACCIONISTA Y EL MUNDO-ACCIÓN

A PARTIR DE ESTA SITUACIÓN DE LA VIDA SOCIAL EN ESPACIOS PÚBLICOS como un objetivo legítimo y pertinente para las ciencias sociales, se plantean diversas cuestiones importantes, todas ellas relativas a la dificultad inmanente a un objeto de investigación de esa naturaleza. Una vez acordado que la vida en las calles es un asunto dirimible para la antropología, ¿cuáles deben ser los procedimientos adecuados para obtener la información precisa y procesarla luego? Aquí la metodología cobra el valor de un compromiso especial a la hora de mantener la lealtad a los principios que exigen una forma y una lógica a la investigación disciplinar.

De entrada, nada se opone a que practiquemos aproximaciones a los entornos urbanos basadas en la inferencia inductiva de los hechos. Al respecto, deberíamos darle la razón a Herbert Blumer (1981) cuando, al sentar las bases de una metodología específicamente interaccionista, reclamaba un nuevo naturalismo en ciencias sociales, un enfoque que practicara un mayor respeto hacia los datos empíricos, a los que con demasiada frecuencia se somete a protocolos de investigación exageradamente formalizados, que acaban desestimando gran parte de la información disponible en nombre del cumplimiento de programas metodológicos dogmáticos, incapaces de ver nada que no se adaptara a sus premisas y a sus objetivos4. Es de tal manera que la observación y la descripción se acaban convirtiendo en un masivo y acumulativo desperdicio de saber, confirmando ese defecto irónico en que el trabajo científico suele incurrir y que consiste en preferir lo inteligible a lo real.

No se pierde de vista en ningún momento que los modelos metodológicos o teóricos mantienen una relación siempre aproximativa y analógica con los hechos que intentan formalizar y explicar respectivamente, y que esa relación no puede funcionar si no es a costa de renunciar a grandes parcelas de esa misma realidad que pretendemos estudiar. Como escribe Ignasi Terradas acerca de Malinowski: "La etnografía realista se mueve entre una realidad que siempre le sobrepasa y una teorización que es aproximación" (Terradas, 1993: 20). Es decir: sabemos que nuestros trabajos como científicos sociales son intentos mediante los que, con vocación de rigor, intentamos esclarecer los mecanismos de lo real –lo que está ahí– mediante una simplificación de cuyos efectos reductores somos –o deberíamos ser– plenamente conscientes, al igual que de nuestra incapacidad para agotar ese mundo real por medio la representación modélica que de él hacemos. Mantener esa prudencia y esa humildad es el requisito para que nuestro trabajo como científicos sociales no ignore su incompletitud y su provisionalidad y se niegue a reificarse en discurso alguno a propósito de una verdad cualquiera.

Como Blumer nos invitaba a entender, los métodos son meros instrumentos concebidos para reconocer y analizar lo que él llamaba "el carácter obstinado del mundo empírico" (Blumer, 1981: 40). Blumer exhortaba a vencer los prejuicios idealistas y la tendencia de las ciencias sociales a configurar descripciones del mundo de forma que acabasen siempre acomodándose a creencias y conceptos consensuados como incontestables por la comunidad científica, modelándolos para que se ciñesen a las exigencias de guiones de trabajo de los que bajo ningún concepto había que apartarse5. Aquel proyecto de un programa interaccionista de investigación proponía ante todo atender lo que las personas hacían tanto individual como colectivamente, el flujo de la actividad humana tal y como podía ser contemplado en el momento mismo de producirse. El fin era atender y entender la acción social, que no a los actores sociales, como tienden a hacer las perspectivas psicologistas o mentalistas, puesto que la ciencia social lo es –al menos en primera instancia, siempre– de lo que acaece ante nuestros sentidos, lo que vemos o lo que oímos, incluyendo las racionalizaciones que los protagonistas nos brindan a propósito de lo que hacen y que se toman como actos de habla que hay que explicar a su vez.

Eso implica también renunciar en buena medida a ese principio que obliga a los métodos a acudir siempre en auxilio de teorías previas que deben ser confirmadas a toda costa. No se trata de acudir al terreno sin ideas ni intuiciones, sino de no someter los datos a esas predisposiciones y permanecer expectantes ante cualquier elemento que pueda desmentir o matizar lo dado por supuesto. El mérito de la propuesta blumeriana de una actitud naturalista ante los hechos sociales implicaba la superación del dogmatismo verificacionista característico de los modelos teóricos y metodológicos del estructural-funcionalismo canónico. La sujeción acrítica a un cuerpo teórico preestablecido que no cabía defraudar y a unos métodos de manual, cuya operacionalidad se daba por descontada, hacía que los proyectos muy formalizados que se derivaban –plan de investigación, modelo, hipótesis, variables por adoptar, instrumentos normalizados, muestra, grupo de control– acabaran convirtiéndose en sucedáneos inconscientes del examen directo del mundo social empírico. Es decir, que las preguntas que se formulaban, los problemas que se planteaban como centrales, los caminos que se decidía seguir, los tipos de datos que se indagaban, las relaciones que se tomaban en cuenta y la clase de interpretaciones que se aventuraban terminaban por ser el resultado del esquema de investigación, en lugar de ser producto de un conocimiento íntimo del área empírica sometida a estudio (Ibid.: 44-45)6.

La crítica interaccionista a la rutinización y al formulismo metodológico acompañaba o precedía a otras perspectivas que coincidían en la denuncia de esquemas metodológicos algorítmicos, obedientes a un conjunto de pautas secuenciales rígidas, y de instrucciones inequívocas que deben ser seguidas punto por punto correctamente. Esa estipulación secuencial canónica se basa sobre todo en el no errar, entendido en el doble sentido –ya de por sí significativo– de no desviarse y no equivocarse. Para ello se requiere un recorrido completo que impide y previene los olvidos, los saltos, las detenciones a destiempo o los desvíos (Dávila, 1998). El problema de este sistema es que el proceso –de las premisas a las conclusiones– acaba siendo concebido como un conjunto de relaciones regladas en que para ir del principio a la conclusión sólo habrá que seguir el procedimiento, lo que, a la manera de un rito mágico, garantizará la validez de la prueba, y todo ello, además, provocando una sensación de que el proceso ha sido realmente autónomo. Prevención ante lo que Piette (1996: 19) llama efecto bulldozer de las modelaciones metodológicas a la busca obsesiva de la confirmación de pautas culturales o de lógicas sociales claramente inteligibles. Frente a esa forma de actuar, la alternativa interaccionista sugerida por Blumer postulaba un conjunto de principios metodológicos que empezaban por el establecimiento de un conjunto de premisas constituidas por la naturaleza conferida a los objetos clave que han de intervenir en la descripción. Con esas consideraciones previas se procedía a un sondeo minucioso y honesto del área estudiada, aplicando en la observación no sólo la máxima agudización de los sentidos, sino también una imaginación creativa pero disciplinada, al tiempo seria y flexible, que facilitara lo que luego sería una reflexión serena sobre los hallazgos realizados y que permaneciera en todo momento abierta a los hallazgos imprevistos. En eso consistía ese juicio naturalista que Blumer demandaba como alternativa a los protocolos dogmáticos que presumen guiar la investigación y que terminan por suplantarla. De este modo, la investigación naturalista se opondría conceptualmente a la investigación formalista, de manera que los problemas, criterios, procedimientos, técnicas, conceptos y teorías se amoldarían al mundo empírico, y no al revés. La principal virtud de esa orientación es que nos volvía a advertir de la enorme distancia que separa el rigor de la rigidez.

Deberíamos reconocerlo. En gran medida, la confianza ciega que a veces nos merece el método es una variante del papel primordial e irrevocable que asignamos al lenguaje, a la ideología, a la representación, a costa de un mundo real que parece habernos dejado de interesar hace mucho o que acaso hacemos lo posible para mantener a raya como sea7. Abandonados a nuestra construcción disciplinar particular, da la impresión que nos hemos desentendido de lo sensible, de lo concreto, de lo palpable. Parafraseando a Bateson, podemos decir que nuestros trabajos –libros, artículos, tesis, informes de investigación– se están convirtiendo en máquinas colosales de digitalizar un mundo que es, de hecho, analógico, generando unidades observacionales y analíticas discretas y claras –por tanto excluyentes– a partir de un universo material que, antes de reducirlo al lenguaje, habíamos percibido, imaginado y pensado como hecho de intensidades y contrastes.

Son justamente los problemas planteados por el registro y la descripción de la vida en espacios públicos los que nos colocan ante la cuestión de cómo enfrentar desde las ciencias sociales la dimensión menos solidificada y más magmática de lo social humano, lo que aparece determinado por sus propias agitaciones, lo que acontece, en procesos o dinámicas que no pueden ser identificados como al servicio de una finalidad, las energías sociales que se pierden y se disipan sin haber conseguido objetivo alguno. Hay precedentes teóricos en esa dirección, no plenamente desarrollados, desde Durkheim y Gabriel Tarde, mediante los que la antropología y la sociología han reconocido esa esfera más intranquila de lo social –allí donde se confunden las cualidades de potencia e inutilidad– y lo han hecho con cargo a categorías como efervescencia, anomia, emergencia, erupción, liminalidad, intersticialidad..., nociones que servían para dar cuenta de realidades sociales plasmáticas que en la vida en contextos públicos urbanos –de nuevo la nerviosidad de la que hablara Simmel para describir la vida en las ciudades– alcanzarían sus máximos niveles de generalización, intensidad y aceleración.

Colocado ante dificultades extraordinarias de formalización –mucho más que de categorización teórica–, el científico social debería entender la importancia y la urgencia de ensayar métodos de observación y anotación que fueran capaces de captar ese puro fluir, inventando unos, rescatando otros del olvido. En relación con estos últimos, la evocación de la propuesta metodológica de Blumer no deja de ser una invocación a un tipo de observación naturalista que no es ajena a la del realismo ingenuo del dieciocho y del diecinueve, aquel mirar con la voluntad de ver. Objetivo inútil, lo sabemos, por esa tiranía del discurso que en nuestra cultura es probablemente mucho más inclemente que en otras y que tanto dificulta –acaso impide irrevocablemente– un acceso a las cosas. Pero, con todo, por inútil que pueda antojarse y resultar, ese esfuerzo es pertinente, merece la pena en pos de una descripción de la vida que, en la medida de lo posible, trate de parecérsele.

Por lo que hace a una posible etnografía de los espacios públicos –siempre tras el objetivo de regresar a los hechos, por iluso que pueda antojarse el esfuerzo invertido–, esta debería conducirse, por su preocupación por las condiciones del entorno y por los valores asociados tanto al lugar como a las prácticas que lo construyen, a la manera no sólo de una modalidad de antropología del espacio, sino como una forma específica de ecología cultural. La ecología, como se sabe, es una disciplina interesada por las relaciones entre los organismos vivientes y sus medios físicos y bióticos. En el marco de la Escuela de Chicago, Roderick McKenzie definía en 1925 la ecología humana como "el estudio de las relaciones espaciales y temporales de los seres humanos (...) Se interesa fundamentalmente por los efectos de la posición, a la vez en el tiempo y el espacio, sobre las instituciones humanas y el comportamiento humano" (McKenzie, 1984). Ya hemos visto cómo, antes de que la ecología cultural surgiese como estrategia de investigación de la mano de Julian Steward, en los años 1950, Radcliffe-Brown ya había puesto el acento en las condiciones de adaptación de los seres humanos a su entorno. Por encima de su identidad, los individuos y las corporaciones sociales eran tenidos en cuenta como entidades que se constituían como aptos para la supervivencia, en una serie secuenciada de momentos adaptativos, en la que la estrategia fundamental era la manipulación de símbolos almacenados y transmitidos culturalmente. El ascendente aquí no es sólo de un darwinismo social que los teóricos de Chicago ya habían reclamado como pertinente para los estudios urbanos, sino el de ese mismo pragmatismo del que una de las consecuencias teóricas fuera el interaccionismo simbólico de G.H. Mead. Así, al papel central de la adaptación –en clave de competencia, indiferencia o simbiosis– se le añaden las nociones claves de aptitud, eficacia e idoneidad, de las que la adquisición y el ejercicio se traducen en la no menos fundamental idea de competencia –que no de competitividad, por cierto, como quisiera una lectura interesada del darwinismo social–.

La asunción de una perspectiva ecológica es fundamental, puesto que hace derivar el centro de la atención del etnógrafo de la presunta existencia de comunidades exentas y congruentes –etnias o grupos culturales supuestamente homogéneos– a poblaciones, entendidas como comunidades bióticas o biocenosis, que forman el componente animado de un ecosistema, en este caso el espacio público. A un nicho ecológico así la adaptación se basa en criterios formales culturalmente pautados, es cierto, pero en los que la improvisación ocupa un papel mucho más importante del que merece en contextos espaciales más estructurados. Remitir a la ecología implica asumir un enfoque que no deja de ser en última instancia funcionalista y que interpreta los sistemas vivos –para el caso los constituidos por seres humanos formando sociedad entre sí– como órdenes que buscan y obtienen un cierto equilibrio por medio de diferentes mecanismos de retroalimentación negativa. Eso es cierto, pero no lo es menos que una atención por los espacios públicos como nicho ecológico no podría dejar de advertir la tendencia –ya subrayada– que experimentan constantemente de dejarse atravesar por procesos no lineales y cómo se ven una y otra vez sacudidos por emergencias y alteraciones que advierten que su funcionamiento no es ajeno a lo que los teóricos de los sistemas complejos han llamado orden de fluctuaciones. Como en cualquier sistema vivo, como en cualquier orden social, pero todavía más intensamente, el modelo funcionalista se ve así matizado por la presencia siempre al acecho de la irreversibilidad.

La imposición de protocolos formales asfixiantes o cuadros lógico-teóricos que no deben verse bajo ningún concepto desmentidos acaba haciendo –lo veíamos más atrás– que la tarea etnográfica se ponga toda ella al servicio de la articulación de un relato en gran medida ya preescrito, y, por tanto, prescrito. De ahí que una preocupación central por la observación directa lo sea también por la descripción, ese trámite sin el cual es impensable tanto la comparación como la elaboración teórica que constituyen la antropología misma como disciplina con aspiraciones científicas.

La descripción consiste en un conjunto de enunciados que se supone que remiten a una experiencia. Se supone así mismo que la descripción es algo que puede distinguirse de la evaluación y de la prescripción y que se homologa en tanto que lenguaje de observación o protocolo de experiencia de los que se extraen las condiciones lógicas y empíricas de un constructo teórico cualquiera (Borel, 1996). Pero la descripción no se confunde con los enunciados teóricos que de ella se deriven. La descripción tiene un valor propio. A una institucionalización del sintagma narrativo que suponen las técnicas de investigación e interpretación hoy hegemónicas –sumisión de la observación al discurso científico en cada momento dominante– Barthes (1982) le oponía el valor de la descripción, que pugna –acaso sin conseguirlo del todo, pero intentándolo a toda costa– por no obedecer a ninguna marca predicativa, asumiendo una vocación ante todo analógica, organizándose como una estructura que es una suma, sin trayecto de elección, a la deriva, absolutamente abierta ante lo que está ahí, ante los sentidos. Tal voluntad por restaurar la dignidad y la elocuencia de los hechos, enajenada por la sumisión a los discursos científicos, tiene mucho al tiempo de evocación y de invocación de la predisposición metodológica propuesta hace ya tanto por Malinowski y, antes que él, por la llamada Escuela de Cambridge –Haddon, Rivers, Seligman–, con su distinción entre observación empírica de los hechos y las inferencias del estudioso. Vuelta a la mirada directa sobre la vida, a la atención por los detalles, al paseo como técnica de campo8.

Ese realismo etnográfico renovado, como primer paso para una, en gran medida pendiente, antropología de la vida pública, es o debería ser, como veíamos que reclamaba Harold Blumer, ante todo un naturalismo9. La propuesta metodológica de una antropología naturalista ha sido formulada de nuevo por Frederik Barth en su Balinese Worlds (1993), en contraposición en gran medida al autorismo posmoderno, pero también al supuesto según el cual el objeto de la tarea investigadora ha de ser, a la fuerza, la descripción y análisis de instituciones sociales asentadas. El naturalismo que Barth sugiere deriva de una concepción constructivista de la vida social, que la ve móvil y compuesta, hilvanada por una trama poco menos que inextricable de interacciones y en que los intereses y las representaciones se concretan, como establecía Radcliffe-Brown (1975: 82), en un orden hecho "de acontecimientos particulares", cuya descripción es la que proporciona los datos de la ciencia. Esa perspectiva no reconoce la existencia de un orden social preexistente, como la arena sobre la que se desarrollan los fenómenos y que organiza formalmente las acciones a priori y las dota de significado, sino una armadura provisional e incompleta que no puede ser contemplada sino en vibración. La observación se plantea entonces como una captación práctica y apenas formulada de un mundo entendido como actividad: el mundo-acción.

El naturalismo que se sugiere aquí no es exactamente de esa índole. Se le parece, por lo que hace a la atención por los detalles en apariencia superfluos o las revelaciones procedentes de incidentes que se antojarían insignificantes, y, ante todo, por el papel central asignado a la acción, pero no por el énfasis mentalista de la propuesta de Barth, con su preocupación por captar el mundo tal y como supuestamente lo perciben los balineses. El naturalismo del que aquí se está hablando no pierde de vista que su interés no se dirige –como el de Barth– a los individuos-sujeto, sino a los individuos-objeto, en el sentido de los individuos como sometidos a significados que no están en ellos, sino entre ellos. El objetivo de la atención estudiosa no es en ningún caso las personas, sino las relaciones entre las personas. Cuando aquí se postula un enfoque naturalista se hace, más bien, en el sentido de un tipo de actitud del investigador ante la vitalidad que tiene ante sí y a su alrededor. El modelo es justamente el de ese científico que se aproxima a lo que está ahí con la voluntad de saber algo acerca de su naturaleza, no esencial, sino lógico-formal, estructural o funcional. Descartada cualquier pretensión de inmanencia, la labor del científico social –también en marcos constantemente alterados, como los que constituyen la vida pública en sociedades urbanizadas– es la de obtener procedimientos que le permitan, lejos de todo dogmatismo, conocer una comarca u otra del universo humano y ver cómo en ella se registran determinadas correlaciones de propiedades y acontecimientos.

La observación naturalista busca constituir proposiciones que describan las condiciones en que un cierto fenómeno no planificado ni provocado se ha dado en un escenario cuyas condiciones no han sido manipuladas previamente. Ese protagonismo del medio y sus constreñimientos nos lleva a métodos parecidos a los de la etología y basados preferentemente en la observación no obstrusiva (Webb et al., 1999)10, por mucho que no se descarte el recurso a la entrevista11. La implicación de la etología es problemática, por cuanto su reputación se ha visto afectada por la contaminación del biologismo, con el que en realidad nada tendría que ver (Di Siena, 1971). El modelo etológico sólo enfatiza la ritualización y, por extensión, la condición social en la conducta humana, por cuanto ésta sólo puede ser reconocida como en función de los acuerdos –a veces conflictivos– que los seres humanos establecen entre sí y con los elementos móviles o estables de su ambiente (Conein, 1992)12. Empleando la terminología etológica, el espacio público no se parecería tanto a un territorio –entendido como una zona que un animal o grupo de animales defiende como exclusiva– como a lo que los especialistas en conducta animal llaman un área familiar (home range), espacio frecuentado pero no reclamado como propio. Así, más que de territorio cabría hablar de territorializaciones, esto es, de apropiaciones efímeras de un espacio que nadie puede reclamar como privado, puesto que es por definición accesible a todos. En ese orden de cosas, el papel central que ocuparían en un enfoque metodológico adecuado las técnicas de registro que emplean la fotografía, el cine o el magnetófono, la atención prestada al cuerpo y a sus lenguajes, el papel menor atribuido a las informaciones orales, no harían sino insistir en ese referente que le prestan los etogramas. La asunción del naturalismo etológico tiene que ver, a su vez, con esa predisposición a captar lo que está en todo momento a punto de ocurrir, puesto que a una distribución más o menos previsible de sucesos se le añaden todo tipo de acontecimientos –a veces mínimos– inopinados. De ahí lo que propone Colette Pettonet (1982): la observación flotante como una estrategia para la captación de la actividad social en espacios públicos, consistente en estar atento y abierto a los avatares de una actividad social que no hace otra cosa que fluir.

En cierto modo, la descripción naturalista se asemeja a lo que Geertz (1987: 21-32) define –siguiendo a Ryle– como descripción superficial, contrastándola con la descripción densa que incorpora las estructuras conceptuales complejas que distribuyen y hacen reconocible en común el sentido de la acción humana. Esa despreocupación por el supuesto significado profundo es deliberada y responde a la premisa teórica que reconoce las interacciones en público –relaciones transitorias entre transeúntes– como superficiales, no en el sentido de triviales, sino en tanto que basadas en la percepción inmediata de lo mostrado –lo que se ve, lo que se escucha en el transcurso mismo de la acción–. Los enunciados que generan y perciben los transeúntes recuerdan a lo que los etólogos llaman displays de intención, señales que los seres vivos emiten acerca de la finalidad inmediata de cada uno de sus actos. Ahí hay, entonces, no tanto significados profundos –como los que distribuye una determinada cosmovisión propia de un grupo culturalmente definido– sino apreciaciones prácticas sobre lo inminente, lo que está a punto de suceder. Los lenguajes naturales de los usuarios de un determinado espacio público están orientados a organizar una animación social automática, concierto provisional de personas que se reúnen y pactan su copresencia a partir de un mecanismo colosal de desafiliación cultural, entendiendo ahora lo cultural  como relativo a un orden simbólico compartido en condiciones de jerarquizar los diferentes elementos de la experiencia. Estamos ante lo que el interaccionismo goffmaniano llama los avatares de la vida pública, entendida como el conjunto de agregaciones casuales que se forman y se diluyen continuamente, reguladas por normas conscientes o inconscientes, con frecuencia no premeditadas, niveles normativos que se entrecruzan y se interponen, traspasando distinciones sociales u órdenes culturales más tradicionales.

UN INMENSO LIBRO QUE ESTÁ ESCRITO POR FUERA

RECLAMAR UNA ACTITUD NATURALISTA EN EL ETNÓGRAFO DE ESPACIOS públicos implica, en primera instancia, reclamar la actualidad de axioma de toda perspectiva científica: el mundo existe, está ahí, y los humanos podemos conocer algo de él si lo observamos con detenimiento. De esta reivindicación del examen sistemático y riguroso de los fenómenos se deriva una no menos convencida defensa del papel central que en cualquier intento por conocer debe tener la descripción. La descripción es, en efecto, el soporte material, la infraestructura documental de la que dependen tanto la comunicación como la discusión y el control de lo averiguado13. Ahora bien, además de suponer una defensa radical de la condición empírica de toda investigación antropológica, la vindicación del modelo naturalista para el trabajo de campo etnográfico implica reconocer un ascendente formal –y en cierto modo también moral– de aquella tendencia artísticoliteraria que, a mediados del siglo diecinueve y bajo el nombre de naturalismo, concretó la reacción antirromántica y antiespiritualista, pero también contraria al optimismo ilustrado14.

Como se sabe, el naturalismo ensayó una aproximación a la realidad social que se inspiraba en las primeras formulaciones del positivismo científico. El naturalismo científico y el naturalismo artístico-literario tienen en común, en efecto, una fijación por la exterioridad, es decir por la comprensión de que el mundo es un inmenso libro que está escrito por fuera. A todas las formas de naturalismo les impulsa idéntica ansia por salir, arrastradas por la certeza de que lo que importa, una cierta verdad, está, parafraseando el lema de una célebre serie televisiva, ahí fuera. Por tanto, la consecuencia no podía ser más que la de huir de toda introspección para dejarse atraer por lo que aparece expuesto a los sentidos. Y eso sería válido para el naturalismo científico, pictórico, novelístico, pero también para las corrientes éticas, políticas y sociales que le acompañaron en su nacimiento en todos esos campos a mediados del siglo diecinueve, igualmente determinadas por el mismo impulso hacia el mundo sensible para asirlo en sus condiciones reales, como primer paso para su transformación. Arnold Hauser supo captar bien ese amor naturalista por la intemperie cuando, refiriéndose a la pintura de Courbet, Millet y Daumier, dice de ella que parece querer decir: "¡Fuera, al aire libre; fuera, a la luz de la verdad!" (Hauser, 1980, volumen III: 82).

El programa naturalista tenía, en literatura, como objetivo decirlo todo, hacer de sus ejecutores, en palabras de Émile Zola, "obreros de la verdad, anatomistas, analistas, investigadores de la vida, compiladores de documentos humanos" (Zola, 1988: 138), gentes que, animadas por un obsesivo sentido de lo real, "describen mucho, no por el placer de describir, como se les reprocha, sino porque el hecho de circunstanciar y completar al personaje por medio de su ambiente" (Ibid.: 140), porque entienden que la descripción es, ante todo, "el estado del medio que determina y completa al hombre" (Ibid.: 201). Propuesta para un "estudio de los seres y de las cosas por medio de la observación y del análisis, al margen de toda idea preconcebida de lo abstracto" (Ibid.: 98). Existe, además, una intencionalidad de denuncia de lo inaceptable del presente social, que hace inseparable el naturalismo decimonónico de las grandes luchas sociales de su época, algo que interesa recordar aquí tanto como aquella voluntad por colocar en todo momento lo mirado muy por encima –en cuanto a interés e importancia– de quien mira. Esa preocupación por captar lo concreto, lo irrepetible, lo específico, aparece plasmada en las cartas de Vincent van Gogh a su hermano Theo, cuando, sin dejar de pensar en el modelo que le presta Millet, le participa la certeza de que si los grandes maestros no pintaron seres humanos trabajando no fue porque menospreciasen ese aspecto de la realidad, sino porque no supieron cómo hacerlo, de igual forma que es posible sospechar que si las ciencias sociales no se han acercado apenas a los aspectos más informales y aparentemente secundarios de la vida social –la polvareda que levantan las relaciones humanas–, no es porque los despreciasen, sino porque no han encontrado las herramientas de registro y descripción adecuadas. En cualquier caso, la gran obsesión del etnógrafo de los espacios urbanos sobre el terreno se parecería a aquella que no se apartaba en ningún momento del espíritu del pintor, y no era otra que la de "expresar al aldeano en su acción" (Van Gogh, 1998: 43).

Guy de Maupassant especificó, en su prólogo para Pedro y Juan, las claves del método naturalista en literatura. Frente al psicologismo, el naturalismo,

en lugar de explicar extensamente el estado de espíritu de un personaje..., busca la acción o el gesto que ese estado de ánimo coloca a ese hombre en una situación determinada. Y hacen que se comporte de tal modo, desde el principio al final del libro, que todos sus actos, todos su movimientos, sean el reflejo de su naturaleza íntima, de todos sus pensamientos, de todos sus deseos, de todos sus titubeos.

Maupassant explica cómo Gustave Flaubert le inició en los rudimentos de la objetividad naturalista:

Se trata de observar todo cuanto se pretende expresar, con tiempo suficiente y suficiente atención para descubrir en ello un aspecto que nadie haya observado ni dicho. En todas las cosas existe algo inexplorado, porque estamos acostumbrados a servirnos de nuestros ojos sólo con el recuerdo de lo que pensaron otros antes que nosotros sobre lo que contemplamos. La menor cosa tiene algo desconocido. Encontrémoslo. Para descubrir un fuego que arde y un árbol en una llanura, permanezcamos frente a ese fuego y a ese árbol hasta que no se parezcan, para nosotros, a ningún otro árbol y a ningún otro fuego. Esta es la manera de llegar a ser original. Además, tras haber planteado esa verdad de que en el mundo entero no existen dos granos de arena, de moscas, dos manos o dos narices iguales totalmente, me obligaba a expresar, con unas cuantas frases, un ser o un objeto de forma tal a particularizarlo claramente, a distinguirlo de todos los otros seres o de otros objetos de la misma raza y de la misma especie. "Cuando pasáis –me decía– ante un abacero sentado a la puerta de su tienda, ante un portero que fuma su pipa, ante una parada de coches de alquiler, mostradme a ese abacero y a ese portero, su actitud, toda su apariencia física indicada por medio de la maña de la imagen, toda su naturaleza moral, de manera que no los confunda con ningún otro abacero o ningún otro portero, y hacedme ver, mediante una sola palabra, en qué se diferencia un caballo de coche de punto de los otros cincuenta que le siguen o le preceden" (Maupassant, 1982: 73).

Resulta interesante ver en qué forma el naturalismo literario ha tenido una continuidad en obras y autores que aparentemente rompieron con la tradición. Joyce, Proust y Musil, escritores tan asociados al surgimiento de las vanguardias del siglo veinte, no sólo no negaron la obsesión descriptiva del naturalismo sino que exacerbaron su intención central de agotar todo lo que se sometiera al imperio de los sentidos, siendo la nueva naturaleza por inventariar con el máximo escrúpulo y detalle la vida urbana, los objetos cotidianos de apariencia más irrelevante o incluso la propia subjetividad15. Algo parecido podría decirse en relación con el naturalismo pictórico del siglo diecinueve, cuya herencia ha sido recogida por un determinado tipo de cine tanto documental como de ficción. No es casual que una de las reflexiones más profundas que se hayan hecho sobre la labor de compilar lo que está ahí, a veces casi como deshechado o insignificante, haya sido la película Les glaneurs et la glaneuse, de la directora francesa Agnès Varda (1999), una meditación visual sobre la vigencia del gesto de agacharse para recoger cosas del suelo que Jean-François Millet supo retratar de manera sublime en su cuadro Las espigadoras, expuesto por primera vez en el Salón de París de 1857. Homenaje de Varda a Millet y a las campesinas indigentes del cuadro, que son autorizadas a recoger lo que los jornaleros han desdeñado. Tributo también a todos los seres humanos que en nuestros días continúan mimando su mismo ademán de encorvar su espalda para tomar lo que otros no han querido: traperos, rebuscadores en la basura, recicladores, recogedores de restos de cosecha... Entre ellos, la propia cineasta –por extensión, el propio etnógrafo–, que es la espigadora a la que se refiere el título del film y que no hace sino eso mismo: recolectar instantes parecidos a esos objetos viejos, gastados o humildes que otros rescatan entre la inmundicia o del suelo. Pero en ese homenaje a Millet hay algo más que un elogio de una humanidad hiperconcreta –ese cuerpo que trabaja inclinándose–. Hay también una llamada en favor de recuperar ese giro posromántico que el naturalismo pictórico encarna y que encuentra lo esencial, como señalan Deleuze y Guattari (1994: 346), "no en lo que transporta un campesino, por ejemplo un objeto sagrado o un saco de patatas, sino el peso exacto de lo que transporta". Traslación que la etnografía urbana debería reeditar y que entiende que lo que importa no son las formas, las materias o los temas, sino las energías, las densidades y las intensidades.

En esa misma línea, una etnografía de los espacios públicos debería reclamar, así mismo, su precedente y su modelo en la cámara frenética de Dziga Vertov, aquel cineasta soviético que, en los años 1920 y como contribución al ánimo de las vanguardias, aspiró a captar "la vida de improviso" por medio del método del cine-ojo, con el objetivo de obtener "el estudio científicoexperimental del mundo visible" (Vertov, 1973: 98). Como se sabe, Vertov, quienes le imitaron entonces –Oliveira, Kaufman, Rutmann, Vigo...– y más tarde –Wiseman, Van Keuken–, se dedicaron a recorrer las calles de las ciudades a la captura de acontecimientos con frecuencia de aspecto banal, llevando al paroxismo la percepción estupefacta, aguda, apasionada, impaciente, candorosa, que Charles Baudelaire y luego Walter Benjamin atribuían al flânneur, merodeador incansable en busca de iluminaciones. Para Vertov, la obra cinematográfica se presentaba como el estudio acabado de un campo visual que es la vida, cuyo montaje es la vida y cuyos decorados y actores son la vida. Su instrumento: el ojo maquínico que busca "a tientas en el interior del caos de los acontecimientos visuales" (Ibid.: 28). Lo que se obtiene, de entrada, es una acumulación en principio desordenada de datos empíricos en bruto, hechos silvestres que llaman la atención del observador entrenado y que este recoge al momento, con la misma excitación con que se producen. Luego los almacena cuidadosamente, a la espera de que él mismo o alguien –acaso generaciones después– llegue a dar algún día con las claves que pudieran hacerlos mínimamente inteligibles16.

Es pertinente aquí recuperar la distinción entre naturalismo y realismo que apuntara György Lukács (1965) en su análisis de la novela decimonónica francesa. Para Lukács, el realismo extrae un fragmento de lo que se supone que es la realidad y lo eleva a paradigma o ilustración de cuestiones de orden general, a la manera de esa figura de la retórica que es la sinécdoque. Frente a lo que Lukács define como la "seudoobjetividad naturalista" –pero también frente a la falsa subjetividad del psicologismo–, el realismo busca pruebas de lo que toma por real que confirmen su sentido oculto. Mientras que el naturalismo de Zola se empecina en "la expresión exasperada de aquello que es único e irrepetible", el realismo de Balzac trata de unir orgánicamente, según Lukács, lo genérico y lo individual; no retrata aspectos del ser humano o de la vida social, sino, a partir de un ejemplo concreto, la totalidad de lo humano y de lo social. Frente al "relieve excesivo del lado fisiológico de la existencia humana" del naturalismo, el realismo opone conflictos morales y sociales de orden superior, en la línea de aquella predilección de lo total sobre lo particular tan cara a la estética lukácsiana17.

Lo que Lukács reprocha al naturalismo es precisamente lo que aquí merece su elogio: no aspira a probar nada; muestra, pero no demuestra; describe, pero no prescribe; trata –sabiendo que no se puede; desesperadamente por ello– de ver y relatar luego lo que sucede18. Ese naturalismo andaría en pos de una ciencia de lo prediscursivo, una ciencia que, en tanto que lograse parecerse a su objeto, podría ansiar no reconocer origen ni destino en discurso alguno. Ese momento por recuperar es el mismo que Michael Foucault asocia con el nacimiento de la primera medicina clínica, aquel "amontonamiento, apenas organizado, de observaciones empíricas, de pruebas y de resultados brutos" (Foucault, 2003: 303). Etapa hermosa y efímera de los Bichat y los Laennec, en que la ciencia médica no era un orden cerrado de enunciados privilegiados –como lo será más adelante el discurso médico–, sino una amalgama heterogénea de averiguaciones dispersas y sin sedimentar todavía, a las que se habría llegado mediante la mirada, el palpamiento, la auscultación, directos o mediante instrumentos que agudizan la percepción. Lo que surgía eran descripciones puramente perceptivas, que no daban lugar a ningún encadenamiento lineal constituyente o normativo, sino a "enunciaciones diversas que están lejos de obedecer a unas mismas reglas formales, lejos de tener las mismas exigencias de validación, lejos de mantener una relación constante con la verdad, lejos de tener la misma función operativa" (Foucault, 1982: 77). De ese tipo de aproximación a lo sensible surge el proyecto de una medicina positiva, que Claude Bernard entiende, en 1865, en buena medida como ciencia de la observación y que tan determinante será tanto para el primer positivismo sociológico como para la sensitividad naturalista: "... Razonar sobre lo observado, comparar los hechos unos con otros, encararlos con hechos preestablecidos que sirvan de control" (Bernard, 1983: 47)19.

Esta defensa del papel del ojo, del oído y de la piel en la labor del antropólogo –defensa al fin de una etnografía radical, atenta a los actos mucho más que a los discursos, incluidos los de los actores mismos– lo es también del modelo científico de escudriñamiento del mundo. Importante matizar aquí que defender la ciencia como manera de interpelar y ser interpelados por lo dado no implica defender discurso científico alguno20. La finalidad de la tarea científica es conocer las cosas que están o que suceden; la del saber es simplificarlas, esquematizarlas, someterlas a todo tipo de encorsetamientos y jerarquías que han exiliado de sus explicaciones buena parte de lo percibido: todo lo que se resistiese a la  reducción, es decir, a la representación. Los saberes –incluyendo la antropología cuando ha devenido tal– han asumido la función no de estudiar el mundo, sino de inventarlo a imagen y semejanza de sus amos, consiguiendo además hacer pasar por incontestablemente reales sus propios artificios categoriales, distribuyendo normas y protegiendo del azar, filtrando la realidad, rescatándola de la multidimensionalidad en que se agita. En otras palabras, los saberes científicos –que no las ciencias– han acabado convirtiéndose en gestores de la misma realidad que previamente habían recibido el encargo de generar.

Concluyendo. Las páginas precedentes han querido ser una vindicación de una etnografía de los espacios públicos urbanos que lo fuera, por extensión, de lo incierto e inestable de cualquier sociedad. Etnografía en muchos sentidos todavía en fase de construcción metodológica –por mucho que los ensayos sean importantes y no puedan ser ignorados21–, que nos coloca en una fase aún atenta a los datos de la observación –posiciones, trayectorias, tiempos–, en el camino de etapas ulteriores en que nuestro conocimiento nos letigime alguna vez a establecer propiedades y procesos. Ese nivel exploratorio y descriptivo está todavía por cubrir y es un naturalismo. Frente a ese naturalismo, como primer paso o paso previo en orden a una antropología de la vida pública y, más allá, de las inconsistencias sociales en general, se levantan, como sendas murallas, dos arrogancias. De un lado, la del cientificismo estrecho y pacato, escandalizado ante cualquier experimento de formalización no previsto en sus manuales de buena caligrafía etnográfica. Del otro, la de esa etnografía posmoderna policroma, esa suerte de fantasía objetiva narcisista que pretende –y consigue– disolver la antropología en la pura literatura. El intento de descripción naturalista no se presenta justificado por ninguna finalidad que no sea el reflejo fisiológico de los hechos y sus actores, incluso de los más irrelevantes –o acaso de estos más que de los otros–, datos infuncionales, detalles inútiles, desperdicios de lo social en los que el buen observador sabría descubrir una luminosidad especial. Los pequeños gestos, los ademanes apenas perceptibles, las palabras filtradas por entre las rendijas de lo explícito, lo insinuado, lo que tiene o ha tenido lugar. Vuelta a una elementalidad etnográfica de la que Malinowski continúa siendo el paradigma22. Ir, como proponía el título español de un libro de Clifford Geertz (1996), tras los hechos, perseguirlos, acecharlos o esperar pacientemente a que emerjan o se crucen en nuestro camino; capturarlos o recogerlos luego con el fin de averiguar de qué están hechos esos hechos; tarea de cazador-recolector que el etnógrafo asume y que se traduce luego en una labor tan difícil –no nos engañemos: imposible, puesto que lo visto y lo oído es en realidad indescriptible– como la de adaptar-reducir lo percibido a lo narrable.

Ahora bien, esas dificultades no niegan la posibilidad de hacer ciencia y de hacerla reconociendo que existen hechos, actos y objetos que existen antes o detrás del discurso, que sus propiedades funcionales o lógicas se relacionan entre sí de acuerdo con un determinado orden, orden en el que hemos descubierto, de pronto, insospechadas cualidades de reversibilidad y autoorganización. En tanto que humanos, esos asuntos nos interesan como antropólogos y nos obligan a repetirnos la pregunta sobre la que Simmel, dialogando con Kant –¿cómo es posible la naturaleza?– elaborara una célebre digresión: ¿cómo es posible la sociedad? (cf. Simmel, 1988: 46-65). Las respuestas posibles a tal cuestión se encuentran con dificultades constantes, que no son o no deberían ser un obstáculo sino la superación del obstáculo, puesto que la labor del científico no es resolver problemas, sino plantearlos. Y es que somos antropólogos. Eso implica que –por mucho que nos cueste encontrar definiciones precisas acerca de en qué consiste nuestro oficio– lo único que hoy por hoy nos define y nos distingue es que tenemos una forma singular de dar con las cosas, en el sentido tanto de hallarlas como de toparnos con ellas23. Ese estilo propio es el trabajo de campo, esa especie de artesanía o trabajo a mano del que hacemos depender nuestras hipótesis y nuestras teorías y que, a despecho de la mala reputación que arrastran desde hace un tiempo, responden al convencimiento que tenemos de que los hechos continúan siendo locuaces.

Todo lo que antecede es un elogio de lo exterior, lo que flota en la superficie –pero que no es superficial–, lo sentible, lo que surge o se aparece. Esa exaltación del afuera promueve un naturalismo que cree en la naturaleza tal vez porque la añora y está convencido de que el mundo no miente. Pasión casi naïf por ver, escuchar, tentar...; urgencia por regresar a las cosas anteriores al lenguaje, por aprehenderlas y aprender de ellas, por rescatarlas de toda ideología. Esfuerzo también por tratar de transmitir a otros lo percibido lo más lealmente que seamos capaces, haciendo que nuestra traición a los hechos, convirtiéndolos en lenguaje, sea lo más leve y perdonable que hayamos merecido. No se ignora que la naturaleza es dudosa, que no podemos huir del dominio y la miseria de la representación, que es probable que tengan razón quienes repiten que nadie ha podido traspasar nunca los límites del discurso. ¿Naturalismo?: "un sueño", se nos dirá (Guermonprez, 1998). Puede ser. Pero los fenómenos están ahí y hay fenómenos. En nombre de tal certeza se mantiene ese anhelo furioso por hacer de la etnografía una práctica tan poco discursiva como arreglar una máquina. Afán por hacer eso que llaman ciencia, manera de escrutar lo dado, tanto si es pensable como si no, en lucha por constatar y entender los hechos medibles y calculables, pero también los acontecimientos más dispersos e inconmensurables. Lo dicho, pero también lo murmurado, lo mascullado, lo indecible. Posibilidad todavía abierta de un positivismo poético. Antropología que, de bruces con lo inconstante –la vida en las calles–, se postule como un conocimiento, pero no como un saber, puesto que ese conocimiento conoce, pero no sabe. Sólo mira y pregunta.


Notas

* Un esbozo de este artículo se presentó en el marco del seminario Cuerpos/Ciudad. La calle compartida, impartido en agosto de 2003 en el teatro Porfirio Barba Jacob de Medellín. Recuerdo con afecto los dos días posteriores, ocupados en un debate interminable con mis amigos semióticos del posgrado de estética de la Universidad Nacional de Colombia, Jaime Xibillé, Juan Gonzalo Moreno y Jairo Montoya, en casa de este último en Santa Fe de Antioquia. Mi fe en los hechos les debió parecer una especie de alta traición o de apostasía imperdonable, y tuve que soportar horas y horas de ataques teóricos, en el curso de los cuales fui varias veces abofeteado argumentalmente con la anti-naturaleza de Clément Rosset. Este artículo está dedicado a ellos, así como a los profesores Mara Viveros y Carlos Miñana, cuya hospitalidad humana e intelectual pude disfrutar poco después, durante mi estadía en Bogotá, invitado por la maestría en antropología de la Universidad Nacional de Colombia.

1. Culminando una larga evocación de su vida de niño por las calles del barrio de Sarrià, en Barcelona, antes de viajar a Camerún, primero como misionero, luego como etnólogo, Mallart concluye: "Quizás no habría hecho falta ir a África. La etnografía de la calle todavía está por hacer" (Mallart, 1992: 13).

2. Un ejemplo de las aportaciones guía que pueden deparar las nuevas corrientes de la física en el estudio de la actividad social en espacios públicos lo tenemos en los trabajos de Dirk Helbing y su equipo sobre la actividad peatonal (cf. Helbing y Monás et al., 1996). En cualquier caso, el análisis del espacio público sería uno de aquellos en que sería más pertinente la aplicación de métodos de investigación inspirados en la cibernética y el análisis de sistemas complejos (cf. Gutiérrez y Delgado, 1998).

3. La definición que Radcliffe-Brown propone de proceso social se antoja especialmente adecuada para tal fin: "Una inmensa multitud de acciones e interacciones de seres humanos, actuando individualmente o en combinaciones o grupos" (Radcliffe-Brown, 1996: 12). Por lo demás, es bien conocido el ascendente que Radcliffe-Brown tuvo sobre Erving Goffman, el referente teórico mayor para cualquier ensayo de ciencia social de los espacios públicos. Téngase en cuenta que algunos de los maestros que más influenciaron sobre Goffman -como Charles W.N. Hart o W. Lloyd Warner- habían sido, a su vez, discípulos directos de la figura más representativa del estructural-funcionalismo. Es significativo, al respecto, lo que Goffman escribe en el pórtico de su Relaciones en público: "Dedicado a la memoria de A.R. Radcliffe-Brown, a quien casi conocí en la visita que hizo en 1950 a la Universidad de Edimburgo" (Goffman, 1974: 7).

4 La propuesta naturalista de Blumer se produjo a finales de los años 1960 contra lo que se entendía que eran los excesos del criticismo positivista dominante en aquel momento en ciencias sociales. La influencia de esa llamada en favor de un nuevo naturalismo fue importante no sólo en el interaccionismo simbólico, sino también en corrientes más cercanas a la fenomenología y la hermenéutica, como la etnometodología y la etnografía de la comunicación. En el ámbito de las investigaciones empíricas de signo interaccionista, estas perspectivas determinan, por ejemplo, los trabajos de los Lofland sobre cómo se conforman las sociedades efímeras entre extraños que caracterizan la vida humana en espacios públicos (cf. Lofland y Lofland, 1971; Lofland, 1973).

5. Blumer escribía su refutación de los modelos hiperformalizados de investigación social a finales de los años 1960. Desde entonces, las ciencias sociales han tendido todavía más a confiar en metodologías sofisticadas que desatienden a la acción humana tal y como se produce a cada momento. Autodiagnósticos, grupos de discusión, análisis FODA, matriz de problemas causa y efecto, nudos críticos, focus group, técnicas Delphi son técnicas "cualitativas" de investigación que viven de espaldas a la espontaneidad humana. El protagonismo concedido de manera creciente a la entrevista en profundidad en el trabajo etnográfico tampoco permite albergar demasiadas esperanzas sobre el futuro de la vieja observación participante.

6. Esa tendencia al endurecimiento de los esquemas metodológicos prefijados parece haberse intensificado, al tiempo que se sofistican cada vez más sus pretensiones preformalizadoras. Las últimas tendencias en ciencias sociales no han supuesto la restauración de los métodos basados en la observación directa y la participación, sino que parecen experimentar un cierto placer a la hora de arroparse cada vez más en designaciones altisonantes.

7. La formalización metodológica rígida y la sumisión del trabajo investigador a los dogmas académicos funciona, de hecho, como una ritualización. Una ritualización no sólo en el sentido de que implica un conjunto de ceremonias de aproximación al objeto de conocimiento, sino en el de que asume -como apunta Lévi-Strauss en el "Finale" de sus Mitológicas (1991: 614-616)- la tarea de devenir instrumento destinado a aliviar la ansiedad epistemológica que provoca la inaccesibilidad de lo real, el abismo que se extiende entre lo pensado y lo vivido. La acción esquematizadora y conceptualizadora que el rito ejecuta es la misma que la que el "buen método" asegura: la provisión de discontinuidades radicales que se mueven por principios de oposición binaria del tipo todo/ nada, sí/no, dentro/fuera, etcétera, y que obtienen habitualmente lo que buscan: un empobrecimiento o la liquidación de la experiencia.

8. En su introducción a Los argonautas, Malinowski relata cómo, una vez logrado que su presencia pasara desapercibida, cada mañana "salía de mi mosquitera, veía cómo la vida en el poblado comenzaba a desvelarse a mi alrededor o cómo la gente ya estaba atareada en sus quehaceres según la hora y también según la época del año... A medida que hacía mi paseo matinal por el pueblo, podía observar detalles íntimos de la vida de familia, de la condición personal, de la cocina y de las comidas; podía ver los preparativos del trabajo cotidiano, gente que iba a hacer sus encargos o grupos de hombres o mujeres ocupados en alguna de sus tareas productivas. Peleas, chistes, escenas familiares, acontecimientos por lo general triviales, a veces dramáticos, pero siempre significativos, constituían el ambiente de mi vida diaria como de la suya" (Malinowski, 1986: 59-60).

9. No se pierde de vista que todo lo planteado aquí remite a la antigua polémica sobre la distinción etic/emic en antropología (cf.Harris, 1976). Tampoco se disimula la simpatía hacia las posiciones que podríamos llamar eticistas, atentas a la forma y a la organización de las corrientes conductuales observables y convencidas de que no es posible saber lo que la gente piensa. En cualquier caso, se aplaza una discusión más profunda al respecto, en la que la posición continuará siendo probablemente la de la defensa de una posición materialista que explique las cosas -como escribieran Marx y Engels en La ideología alemana- de la tierra al cielo. Amor, en última instancia, por el suelo; convicción de que lo más profundo continúa siendo la piel.

10. Un ejemplo clásico de método no intrusivo es la investigación de Ryabe y Schenkein (1974) sobre las maneras de caminar de los usuarios que atraviesan un determinado espacio público, un trabajo en buena medida basado en el uso intensivo de imágenes captadas con cámaras de vídeo.

11. Las metodologías llamadas no obstrusivas -o no intrusivas, o no reactivas- consisten en formas de registro -simple o con la ayuda de máquinas- que buscan captar la conducta observable, anulando al máximo la eventual incidencia que pueda ejercer el investigador sobre su objeto. La observación se lleva a cabo de manera no tanto oculta, como disimulada o encubierta. Plantear este tipo de técnicas de naturalismo radical como no interactivas es inexacto, por cuanto, en contextos públicos, organizados a partir del distanciamiento y la reserva que mantienen entre sí las personas copresentes, la indiferencia y el anonimato tienen funciones estructurantes. El ejercicio de una mirada discreta integra al investigador en un medio todo él hecho de relaciones sociales nada o poco focalizadas. En cuanto a la entrevista personal -que parece usurpar cada vez más el lugar central en los trabajos de investigación- es un recurso pertinente, pero se la devuelve al lugar subordinado que le corresponde en el método etnográfico. Por supuesto que esta apreciación es válida especialmente para trabajos centrados en usos y prácticas, y lo es menos cuando -como ocurre con los consagrados a la memoria o los imaginarios urbanos- la entrevista es la única fórmula que nos permite acceder a los significados que los actores sociales atribuyen a los elementos de su medio ambiente.

12. Me remito a dos ejemplos de investigaciones etnográficas sobre espacios públicos o semipúblicos concebidos desde perspectivas cercanas a la etología, uno relativo a la rue de la République en Lyon (Cosnier, 2000) y otro sobre el ambiente nocturno de un café de París (Jarvin, 1999).

13. Como indica Aurora González Echeverría (2000: 68): "La observación participante y la reflexión sobre los datos etnográficos son campos irremplazables para descubrir problemas y correlaciones, al menos en los primeros estadios. Y es, por supuesto, a una nueva investigación empírica a donde hemos de volver para la puesta a prueba". Cabe sospechar que esta coincidencia por lo que hace al énfasis en lo empírico en antropología y el apremio por su restablecimiento en el lugar que le corresponde no tiene porque suponer que González Echeverría comparta la nostalgia del realismo etnográfico ingenuo y la desconfianza hacia toda hermenéutica que el presente trabajo destila.

14. La vindicación de una perspectiva naturalista en las ciencias sociales de la ciudad no es en absoluto novedosa. Recuérdese la influencia naturalista sobre la escritura de los teóricos de la Escuela de Chicago y de antropólogos que les fueron afines -como Oscar Lewis, por ejemplo-, procedente de Zola y del naturalismo literario específicamente norteamericano, representado por las novelas de Theodore Dreiser y Upton Sinclair. En paralelo, no se olvide tampoco que existe una dimensión casi explícitamente etnográfica en la obra del propio Émile Zola (cf. Zola, 1986).

15. Agradezco la ayuda que me han brindado las conversaciones con Antoni Martí, profesor de teoría literaria en la Universitat de Barcelona, para entender la continuidad entre estados de ánimo literarios que suelen interpretarse como rupturistas unos respecto de los otros -romanticismo, naturalismo, simbolismo, vanguardia...-, así como la contribución que para mis argumentos supondría tomar en consideración, en el contexto de la literatura española moderna, la obra de Larra o la del injustamente ignorado costumbrismo de Gómez de la Serna.

16. La tarea del camarógrafo vertoviano se parece a la de la alegoría en el pensamiento de Walter Benjamin, que "carga con toda la materialidad del mundo y, como en un archivo, coloca las cosas unas al lado de las otras sin saber muy bien cómo relacionarlas ni qué hacer con ellas aún. Pero, a la vez, tratando de recoger todos los objetos posibles, recolectándolos con la avidez del trapero, como si un desastre inminente pudiese acabar con todos ellos, reproduciéndolos sin haberlos comprendido, como un monje ante el texto sagrado aún sin descifrar" (Gamarra, 2003: 122-123).

17. Ese agnosticismo moral del naturalismo, ese "brutal fisiologismo" que le reprochaba Lukács, tiene implicaciones morales a las que es difícil no aludir. "Nuestra impasibilidad, nuestra tranquilidad de analistas delante del bien y del mal son absolutamente culpables" (Zola, 1988: 123), escribía Zola en defensa propia; pero ello resulta de que "no se puede ser moral al margen de lo verdadero" (Ibid.: 48). En ese desprecio naturalista hacia cualquier idealismo, en ese extraño placer por lo que sus críticos llamaron la "retórica de la inmundicia", incluso cuando esta es sórdida y pútrida, hay una percepción lúcida de todo aquello que, en el centro mismo de lo que sucede, trama contra cualquier modalidad de orden, y que no es sino la sombra destructiva de lo real. Es Gilles Deleuze quien lleva su reflexión sobre Zola y sobre La bestia humana en particular -en las últimas páginas de su Lógica del sentido- a una teoría general sobre la grieta, a partir de lo que el protagonista de la obra, Jacques Lantier, vive como "repentinas pérdidas de equilibrio, como fracturas, agujeros por los cuales su yo se le escapaba en medio de una especie de gran humareda que lo deformaba todo" (Deleuze, 1989: 316-329).

18. Al principio de Tokyo-ga (1983), oímos la voz del director de la película -Win Wenders- mientras mira por la ventanilla del avión que le lleva a Tokyo para reencontrarse con el universo de Yasuhiro Ozu, el cineasta japonés al que está dedicado el film. "Si fuera posible mirar como se mira a veces al abrir los ojos; mirar, mirar sólo, sin tener que demostrar nada". Ese ánimo es el mismo de Jean-Luc Godard al final de Le Mépris (1963), cuando asimila la cámara a la primera mirada que dirige Ulises a su patria, Itaca, de regreso de su viaje. Ese es el tema que retoma la posterior La mirada de Ulises, de Theo Angelopoulos (1995), sobre la búsqueda iniciática de unas películas perdidas de dos hermanos directores de cine que, en los Balcanes de principios del siglo veinte, intentaron lanzar una mirada, afanosa, impaciente, sobre lo que les rodeaba: una primera mirada.

19. Es inspirándose en ese doble referente -el naturalismo científico de la medicina clínica y la literatura naturalista- que la primera etnología francesa aspira a conquistar su positividad. Ya en el arranque de su Manual, Marcel Mauss (1974: 14) establece: "La ciencia etnológica se plantea como meta la observación de las sociedades... El etnógrafo ha de preocuparse por ser exacto, completo, debe tener el sentido de los hechos y de sus relaciones mutuas, así como el de las proporciones y las concexiones" (Mauss, 1974: 14). Para ello, lo que Mauss llama la etnología descriptiva le exige al investigador, "que sea al mismo tiempo, archivero, historiador, técnico estadístico y hasta novelista, capaz de evocar la vida de una sociedad entera" (Ibid.: 15).

20. Cabe recordar aquí la distancia que Foucault advierte, en el capítulo final de su Arqueología del saber, entre ciencia y saber o entre ciencia y discurso científico, de manera que lo primero que cualquier formación discursiva excluye es precisamente la cientificidad (Foucault, 2003: 298-333).

21. Esos ensayos son curiosamente escasos en la antropología urbana latinoamericana, en la que la hegemonía de los estudios culturales ha determinado una atención preferente por los imaginarios a costa de las prácticas. Hay excepciones bien interesantes. Entre ellas, destacaría el trabajo de María Teresa Salcedo, orientado desde una perspectiva teórica alejada de la que inspira estas páginas, pero dotados de una inteligencia y una sensibilidad descriptivas que es inevitable vindicar como ejemplo a seguir (como muestra, cf. Salcedo, 2000).

22. "Por lo que hace al método en sí de observar y registrar en el trabajo de campo estos imponderables de la vida real y del comportamiento típico, no hay duda de que las cualidades personales del observador son aquí más relevantes que en la recogida de datos etnográficos cristalizados. Pero también en este caso el principal afán del investigador es hacer que los hechos hablen por sí mismos" (Malinowski, 1986: 73).

23. "Lo que nosotros hacemos y otros no hacen o al menos no lo hacen ni tan continuadamente ni tan bien, es hablar con el hombre que trabaja en el campo de arroz o con la mujer en el bazar, en un estilo libre, de modo que una cosa lleve a la otra, todo remitiendo a todo..., sin dejar en todo el tiempo de observar, desde muy cerca, cómo se comporta" (Geertz, 1986: 61).


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