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Revista Colombiana de Antropología

Print version ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.39  Bogotá Jan./Dec. 2003

 

URBANIZACIÓN POR INVASIÓN. CONFLICTO URBANO, CLIENTELISMO Y RESISTENCIA EN CÓRDOBA (COLOMBIA)

 

GLORIA ISABEL OCAMPO
PROFESORA TITULAR, DEPARTAMENTO DE ANTROPOLOGÍA, UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
giocampo@epm.net.co


Resumen

EL ARTÍCULO TRATA SOBRE LA RELACIÓN ENTRE CLIENTELISMO Y MOVIMIENTOS SOCIALES en una región de la costa Caribe colombiana. Se trazan las transformaciones históricas que dan por resultado la migración rural hacia centros urbanos y su fuerte vínculo con la cultura política local, las adaptaciones de los pobladores a la política local y de esta a la política nacional. Incluye la etnografía de un movimiento social que desafía al estado y los parámetros que definen nacional y localmente la política, aunque en sus definiciones identitarias y estratégicas recurre a conceptos y recursos idiosincrásicos y a los suministrados por el estado u otras entidades que ejercen hegemonía. Enfatiza en cómo los movimientos sociales pueden utilizar definiciones locales de justicia, legalidad e ilegalidad y acomodarse a circunstancias y fuerzas que constriñen la expresión política y la protesta social.

Palabras clave: urbanización por invasión, conflicto urbano, clientelismo y resistencia, Córdoba (Colombia).


Abstract

THIS ARTICLE EXAMINES THE RELATIONSHIP BETWEEN PATRON-CLIENT CONFIGURATIONS and social movements in a region of the Colombian Caribbean. It traces the historical transformations giving rise to rural migration towards urban centers and its strong connection to local politics, the inhabitants' adjustment to these, and their own adaptation to national politics. It includes an ethnography of a social movement that defies the state, the parameters that define national and local politics, although in its strategic and identity definitions it recurs to idiosyncratic concepts and resources, those purveyed by the state or other hegemonic entities. It emphasizes how social movements can use local definitions of justice, legality and illegality and adjust to circumstances and forces that constrain political expression and social protest.

Key words: urbanization by invasion, urban conflict, patron client relationships and resistance, Córdoba (Colombia).


ESTE TRABAJO* SE INSCRIBE EN LA LÍNEA QUE POSTULA LA ACTIVACIÓN DE fuerzas culturales en los actuales movimientos sociales latinoamericanos (Escobar et al., 2001), pero interroga el carácter alternativo respecto al estado y a lo que es hegemónico en la sociedad que dicha perspectiva parece presuponer. En efecto, los eventos y procesos que examinaré muestran un movimiento de raigambre societaria que desafía al estado, al paraestado1 y a la sociedad dominante, pero, para hacerlo, utiliza identidades propuestas por estas mismas entidades al tiempo que recurre a nociones, prácticas y discursos en las que se entrecruzan lo estatal, lo paraestatal y lo societario, lo formal y lo informal, lo legal y lo ilegal. Se trata de un movimiento social adelantado por gente que demanda vivienda, surgido de un enfrentamiento que no se define como conflicto de clase, lo cual lo diferencia de los movimientos sociales de los años 1970 y de la agitación pública de comienzos de la década de 1980, descritos por autores como Archila (1995) y Romero (2003), que implican una acentuada conciencia de clase –élite político-terrateniente frente a campesinos, desempleados y sectores intelectuales medios–. En su desarrollo, el movimiento enfrenta al estado y sus significados, en lo que puede guardar semejanzas con otros movimientos sociales más recientes como el de los cocaleros del Putumayo analizado por María Clemencia Ramírez (2001), pero si allá el grupo asume "una identidad adscrita por un grupo hegemónico", y la asume para contestarla en un proceso de recomposición identitaria que busca deliberadamente el reconocimiento de sus miembros como actores sociales (Ibid.: 21), en nuestro caso esa conciencia política emergente es más difusa y menos explícita en cuanto a sus objetivos últimos. No por ello podemos afirmar que sea menos eficaz en cuanto a la impugnación del poder, la construcción societaria y el logro de sus fines.

Se trata, pues, de un movimiento que: 1) fundándose en nociones de identidad, tradición política e historia, plantea reivindicaciones materiales y actuales2; 2) basado en esas nociones, enfrenta al estado y los parámetros que definen nacional y localmente la política; 3) para el logro de sus fines recurre tanto a sus propios conceptos, discursos, identidades y modos de acción como a los que definen el estado o entidades que ejercen alguna forma de hegemonía. Para ahondar en su sentido implícito y en su racionalidad, he tenido en cuenta la sugerencia de Fernán González (2003) sobre la actuación en los movimientos sociales de una razón no instrumental que incorpora tradiciones, sentimientos y valores, incluyendo la noción de injusticia que "justifica la indignación de la protesta, que hereda ciertas tradiciones que son reactualizadas en la experiencia" (Ibid.). Según este autor, en los movimientos sociales hay aspectos estructurales y una historia que enmarcan la construcción de identidades colectivas por los actores sociales y delimitan los repertorios de su protesta,

pero esos marcos estructurales son siempre construcciones históricas modificables por las interrelaciones sociales que van cambiando según las circunstancias de la coyuntura. Por eso, los movimientos sociales no se pueden reducir a la dinámica de las clases sociales, miradas como un carácter cuasiesencial y homogéneo, pero tampoco pueden excluir lo clasista para subrayar los "nuevos movimientos sociales" (González, Ibid.).

EL EVENTO Y SU CONTEXTO

EN FEBRERO DE 2000 SE INICIÓ EN MONTERÍA –LA CAPITAL DEL DEPARTAMENTO de Córdoba, con unos 285 mil habitantes– un importante movimiento social: la ocupación, por unas treinta mil personas, de más de 80 hectáreas de terrenos urbanos (El Tiempo, 12 de marzo de 2000, p. 12 A). Los invasores3 reclamaban ayuda del estado para obtener vivienda o, más precisamente, lotes donde construirla. Ante el llamado del gobierno local para que el central participara en la solución del conflicto, este envió el Escuadrón Especial Antidisturbios (Esmad) lo que no hizo más que agudizar el conflicto, pues la gente interpretó el hecho como una respuesta inapropiada y como una agresión; en efecto, se trataba de un procedimiento desconocido en este tipo de situaciones. La reacción que produjo la intervención del Esmad hizo que el gobierno municipal tuviera que decretar medidas extraordinarias como el toque de queda, la ley seca y la suspensión de las actividades escolares. La ciudad, que se hallaba semiparalizada, fue también militarizada (El Meridiano, 9 de marzo de 2000, p. 1A; El Tiempo, 9 de marzo de 2000, p. 8 A). En los días siguientes la situación se agudizó: los invasores empezaron a ser percibidos como otro amenazante y surgieron ideas de peligro en las fronteras sociales, que se transformaron en tensión de clase cuando surgió el rumor de que la invasión se trasladaría a los barrios de clase alta.

El movimiento se levantó a la tres semanas de iniciado, cuando se llegó a un acuerdo con los invasores basado en la promesa del gobierno central de hacer un empréstito al municipio para la adquisición de lotes que se distribuirían entre los invasores, lo que sólo se materializó dos años más tarde, después de muchas vicisitudes. El paraestado presionó esta solución al ofrecer lotes suburbanos para la instalación de los invasores4; casi simultáneamente apareció un volante firmado por el que se autodenominó Comando del Movimiento Muerte a Invasores, que conminaba a estos a aceptar la "generosa oferta de Funpazcor" y a abandonar los lotes invadidos (El Tiempo, 13 de marzo de 2000, p. 6 A).

Lo anterior sugiere la importancia de considerar el horizonte social y normativo en el que se ubica la invasión. Aunque buena parte de sus habitantes califica a Córdoba como una especie de isla de paz en un país donde reinan la violencia y la inseguridad, y como un lugar donde la seguridad se instauró después de décadas de abandono e ineficiencia estatales, en el ambiente flota una sensación de incertidumbre que surge de lo que algunos consideran como el carácter artificial y, por lo tanto, transitorio de una situación que no se percibe como el resultado de condiciones objetivas y de la legitimidad institucional, sino como el efecto de un juego de fuerzas en el que el estado es solo un actor más frente al orden paraestatal. Y aunque la vida cotidiana se desarrolla sin obstáculos aparentes –es posible movilizarse por las vías sin riesgo de secuestro o de retenes ilegales, y la criminalidad y la violencia urbanas no están desbordadas como ocurre en muchas otras capitales–, el departamento está rodeado de conflictos y en él mismo se producen permanentemente sucesos que contradicen la idea de paz, de que allí no pasa nada5.

El control que ejercen las AUC o, más directamente, las ACCU, llevó a un acallamiento de la protesta social6 –a pesar de que la pobreza y la insatisfacción de necesidades básicas han seguido un ritmo creciente–; por eso, la aparición de un movimiento como el que nos ocupa fue visto como un hecho extraordinario que nadie en su momento atinó a interpretar. La invasión no fue, sin embargo, un hecho aislado sino un evento inscrito en una historia regional entretejida de contradicciones, de necesidades insatisfechas, de inoperancia de los sectores políticos y del estado, donde el desplazamiento y las disputas por la tierra actúan como hilos conductores de las reivindicaciones sociales, de la relación de los subalternos con el estado, y de la construcción misma de la sociedad sinuana. En efecto, la invasión de terrenos ha sido el procedimiento utilizado en los últimos cincuenta años por los sectores populares de Montería para solucionar el problema de vivienda.

No obstante, como se verá más adelante, existen diferencias importantes entre las invasiones anteriores –las que se hicieron hasta finalizar la década de 1980– y la que ahora nos ocupa, por varios factores entre los cuales cabe señalar: la dislocación entre el orden jurídico, sus interpretaciones populares y las realidades sociales, entre política nacional y política local; el desafío al estado, a sus políticas sociales y a la cultura política dominante basada en el clientelismo y los partidos políticos; el cuestionamiento de la legitimidad estatal y la legitimación de fuerzas e instituciones paraestatales y populares; el desarrollo de una política cultural basada en significados culturales y en prácticas históricas que desafiaban los conceptos oficiales de legalidad, política y estado; y la redefinición del liderazgo popular vinculado a la política tradicional.

ESTADO Y MOVIMIENTOS SOCIALES: LOS USOS DE LA IDENTIDAD

EN EL ESTUDIO DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES ES HOY UN HECHO ACEPTADO que identidades sociales pueden asumir una connotación política cuando se utilizan estratégicamente como fundamento de reivindicaciones de grupos determinados (Escobar et al., 2001). En este caso, estamos frente a grupos que actúan políticamente y se legitiman en procesos dialécticos de contestación/ sumisión respecto al poder y al orden establecidos: aprovechan las clasificaciones y denominaciones establecidas por el estado para lo subalterno así como su léxico, sus identidades, sus prácticas y sus símbolos, para acceder a los foros públicos, plantear demandas y exigir atención. Utilizando tales recursos en la tramitación de sus demandas, los invasores de 2000 en Montería llegaron a ubicarse como prioridad estatal, disputándole el lugar a los desplazados. De transgresores pasaron a ser reconocidos como interlocutores legítimos del estado bajo una identidad que este mismo les otorgó en un intento por desactivar –al menos simbólicamente– el potencial subversivo del movimiento y captar la organización popular, lo que no logra ocultar el hecho de que los invasores lograron su objetivo al obtener los lotes, ser reconocidos y legalizados e imponer sus conceptos y criterios en cuanto a las prioridades en el uso de los recursos estatales.

Los subalternos, el conflicto y la negociación de identidades

LA INVASIÓN SE PRESENTÓ A LA OPINIÓN PÚBLICA COMO UN MOVIMIENTO de desplazados, es decir, de gentes llegadas a la ciudad en los últimos años huyendo de los enfrentamientos entre la guerrilla y los paramilitares. Tal versión era compatible con la imagen de Montería como centro receptor de desplazados, que se condensa en la idea de que allí existe el asentamiento de desplazados "más grande de América latina"; este es Cantaclaro, uno de los treinta y cinco asentamientos subnormales que en 1999, durante un foro sobre marginalidad en la ciudad, fueron denominados como La otra Montería. Se trata de conjuntos de viviendas muy precarias, ubicadas en lugares insalubres, generalmente alrededor de canales recolectores de aguas lluvias o servidas, carentes de servicios públicos y sanitarios y con vías de acceso rudimentarias. Se calculaba entonces que ocupaban 33% del área urbana y que albergaban unas 110 mil personas, es decir algo como 40% de la población (Centro de Estudios Sociales y Políticos, 1999: 68-69).

Pero la invasión misma desvirtuó que se tratara de un movimiento de desplazados en el sentido oficial y restringido del término, aunque los invasores sí eran el resultado de los desplazamientos que se habían sucedido históricamente en la región. De hecho, en Montería, los desplazados actuales convergen con los damnificados de las grandes inundaciones del río Sinú, con los expulsados por los conflictos rurales que tuvieron lugar entre las décadas de 1960 y 1970, y con los que podríamos llamar desplazados históricos –o sus descendientes–, aquellos que llegaron a la ciudad a todo lo largo del siglo veinte pero de manera más acentuada a partir de los años 1930, cuando las tierras disponibles para la economía campesina empezaron a disminuir drásticamente por la expansión de la hacienda ganadera. Esta constatación nos dio la perspectiva para el análisis: el desplazamiento y las invasiones no son fenómenos desligados, ni pueden considerarse como coyunturales, están imbricados en los procesos que han estructurado social, económica y políticamente la sociedad cordobesa. Más adelante mostraré la continuidad de referentes de sentido, de acción política e historia entre los antiguos ocupantes e invasores rurales y los desplazados e invasores urbanos actuales; sin embargo, de acuerdo con sus políticas, el estado les atribuye identidades diferenciadas que ellos utilizan estratégicamente.

A pesar de la antigüedad del fenómeno, sólo en tiempos recientes –cuando adquirió dimensiones dramáticas y llegó a tener resonancia internacional– el estado ha reconocido el desplazamiento como un problema social, definido políticas para su manejo y dotado a sus víctimas de una identidad oficial: desplazados7. El delegado de la Red de Solidaridad indica cómo éstos se visibilizan en Córdoba:

A partir ... [de las masacres] del Tomate, de Mejor Esquina, la mortandad esa que se dio esa vez en San Jorge ... eso generó también mucho desplazamiento por ahí en los años 87, 88, pero la gente no se quería reconocer como un desplazado, sobre todo, porque... no había ningún beneficio por parte del Estado para esa población, o sea, los beneficios comenzaron a surgir desde la década de... bueno, desde el año 95 ... Con el primer documento Conpes es cuando ya más o menos se hace un reconocimiento por el estado, se reconoce el problema del desplazamiento. Es cuando la gente [desplazada] empieza como a medio mostrarse (entrevista, 29 de mayo de 2000).

Es así como un concepto que, según la situación o el contexto, puede suscitar compasión, temor o sospecha, devino en un modo de autodefinición estratégica para obtener atención estatal o solicitar ayuda de las organizaciones no gubernamentales (ONG). Él resume, además, en la opinión pública las complejas situaciones del campesinado, sus conflictos y frustraciones.

Que las identidades definidas institucionalmente puedan ser utilizadas estratégicamente por los actores sociales es lo que explica que los desplazados no hayan sido actores de la invasión 2000 (El Meridiano, 26 de febrero de 2000, p. 2B). Ellos trataron de deslindarse de este movimiento para mantener una identidad que prevalecía como objeto de atención estatal –al menos en el papel– y para diferenciarse de nuevos actores cuya definición aparecía, entonces, ambigua: sin líderes identificados, ni organizaciones y sin reconocimiento político. Además, muchos no participaron en la invasión por estar esperando las soluciones de vivienda que por su condición les habían sido prometidas, las cuales quedaron postergadas en los planes gubernamentales que se centraron en resolver el problema con los invasores. En efecto, quince meses después de la invasión, el asentamiento Ranchos del Inat, que llevaba años a la espera de ser reubicado, se inundó por el desbordamiento de la vecina laguna de oxidación –donde se recogen las aguas servidas de Montería– y apareció ante la opinión pública como una comunidad de desplazados –lo que corresponde a su autodefinición–. Pero esta identidad había disminuido su eficacia al punto de que –aceptando la gravedad del problema sanitario– el alcalde prometió que trataría de reubicar a sus habitantes en los lotes que sobraran en los terrenos adquiridos para ubicar a los invasores. El hecho es que ni la gente de los Ranchos ni la de otros asentamientos en los que la identidad de desplazados había primado sobre la de invasores fue incluida en los proyectos de vivienda que surgieron de la invasión e incluyeron la asignación de más de seis mil lotes.

En este contexto de competencia por los recursos oficiales no debe sorprender que las políticas estatales generen conflicto entre los subalternos, estimulen el surgimiento de nuevas identidades o la revitalización de las antiguas. Esto es lo que ha sucedido con el programa de reubicación de desplazados –su instalación en nuevas tierras–: cuando el Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora) adquirió un predio para reubicar desplazados los campesinos impidieron su instalación en él alegando tener las mismas necesidades y los mismos derechos a la tierra –o aún más, por haberla trabajado ininterrumpidamente durante décadas–8. De esta manera, la identidad campesinos, que tuvo gran importancia política en la década de 1960, se revitaliza en el marco de la concurrencia por el acceso a recursos estatales.

La utilización estratégica de identidades se da pues en contextos de conflicto en los que no se enfrentan sólo los subalternos y el estado; aquellos se definen según una pluralidad de identidades –desplazados, destechados, invasores, campesinos, etcétera– que se activan o desactivan y se jerarquizan de acuerdo con las circunstancias. La fragmentación de la subalternidad –el conjunto de los subalternos que contiene las distintas identidades–, auspiciada en buena parte por el estado, revela aspectos del conflicto que enfoques globales del mismo no pueden aprehender, como la divergencia de intereses, el carácter fluido de las alianzas y de las definiciones identitarias, la eficacia diferencial de las identidades y las dificultades para obtener beneficios de un estado que define y redefine permanentemente, según la coyuntura política, sus prioridades y criterios de atención. Revela, además, que la solución del conflicto implica un deslizamiento del mismo hacia otro nivel y su definición –lo mismo que la de sus actores– en otros términos: el levantamiento de la invasión no significó la erradicación del problema y, más bien, dio paso a otras negociaciones y enfrentamientos –presionar al estado para que cumpla sus compromisos, negociar el significado implícito en estos, impedir que los políticos se apropien de las nuevas organizaciones populares–. En este nuevo escenario los invasores no podían ser ya los transgresores de antes, de modo que el estado les suministró una identidad que le permitiera considerarlos como interlocutores legítimos: miembros de organizaciones populares de vivienda (OPV), lo cual constituyó, más que un ejercicio del poder de denominación, una estrategia para eximirse de la obligación de judicializar a los invasores, única vía de solución al conflicto. Como en tantas otras circunstancias, el estado se vio constreñido a legalizar lo que no podía controlar. La legalización tuvo su complemento institucional en la elaboración de censos de los invasores, en la organización de los mismos por medio de las OPV y en la creación por parte de la alcaldía de la que se denominó, eufemísticamente, oficina para la atención de personas sin vivienda.

Tradiciones cambiantes y estrategia política

LOS DESPLAZADOS ACTUALES NO SÓLO AGRAVAN SINO QUE PONEN EN evidencia la situación de una ciudad que no ha logrado incorporar a los distintos sectores sociales ni absorber la población expulsada del campo a lo largo de muchas décadas. Esta ha sido la protagonista de invasiones constantes desde hace ya más de medio siglo, al punto de que Montería es una ciudad urbanizada, en sus sectores populares, mediante invasiones. Pero la invasión de tierras no es una invención urbana; por el contrario, tiene raíces históricas y culturales en dos clases de fenómenos que se dieron en el medio rural: primero, la ocupación de tierras baldías –estatales– en el siglo diecinueve, cuando los campesinos se instalaban en los bosques no con un sentido de reivindicación de la propiedad o de derechos, sino de disposición; segundo, la toma de haciendas que tiene lugar en el siglo veinte, ya sí con un carácter político.

Hay que recordar que hasta finales del siglo diecinueve, cuando el pequeño poblado que era Montería empezó a convertirse en eje de la colonización, había grandes extensiones de baldíos9, lo cual, añadido al desfase entre la cantidad de tierra adjudicada a particulares y su explotación efectiva, generaba una oferta amplia que permitía a los pequeños cultivadores un acceso relativamente libre a la tierra. Esto era reforzado por la baja densidad de población, la escasez de mano de obra, la imprecisión de los linderos y una menor juridicidad en las relaciones sociales. Para los campesinos la tierra no era entonces ni una mercancía en el sentido estricto, ni un bien extinguible o escaso; por el contrario, era tan abundante que podían siempre echar pa' lante. Tal es la percepción que subyace en los relatos: la tierra estaba ahí y los campesinos la ocupaban en el sentido de disposición como lo expresa la fórmula: "me cogí un pedazo de tierra" (Ocampo, en prensa). Pero más tarde la presión de la hacienda los colocó en una situación desconocida e inesperada, y les impuso una nueva representación de la tierra y de la propiedad: aquella no era ya algo que estaba ahí, más o menos disponible, y tener un terreno no podía ser cogerse un lote sino el resultado de transacciones económicas formalizadas por medio de títulos legales. Se produjo entonces otra forma de ocupación: la toma de tierras tituladas o de haciendas, ya sí con un carácter eminentemente político y conflictivo; en efecto, el Sinú fue uno de los epicentros del conflicto agrario en los años 1920 y 1930 (Fajardo, 1983; LeGrand, 1988).

Los invasores actuales de terrenos urbanos en Montería son los directos descendientes de los antiguos ocupantes de los montes del Sinú y de los invasores de haciendas que les sucedieron. Pero, aparte de continuidad histórica hay continuidades conceptuales y estratégicas: como sus antecesores, los invasores urbanos recurren a las expresiones me cogí un lote o nos tomamos un terreno. Con la primera establecen un nexo de significación entre la tierra rural baldía y el terreno urbano de propiedad del estado, que legitima la apropiación10; con la segunda fórmula evocan las luchas agrarias dando fuerza y sentido político a sus reivindicaciones actuales. De esta manera, para los sectores subalternos el acto de ocupar terrenos estatales ha sido legítimo y fue considerado como jurídico –o, por lo menos, no antijurídico– por cuanto legalmente su manejo competía al alcalde11, y ya veremos la forma en que las autoridades municipales se involucraban en las invasiones. Un líder comunitario se refiere a los tiempos "cuando uno podía invadir todavía" (Arnulfo Mendoza, entrevista, 24 de junio de 2000), y una mujer que promovió varias invasiones afirma: "Yo nunca he tenido problema [al hacer invasiones] porque yo tierra ajena no invado, todo el tiempo uno está dentro del gobierno [en tierras estatales]" (Taller Santa Rosa, 8 de julio de 2000).

La fuerza de la idea de que lotes estatales –o asimilables a ese carácter– pueden ser invadidos se expresa en hechos como la imposibilidad de reservar zonas de uso público en los barrios populares ya que son invadidas invariablemente, o en las peticiones de protección preventiva que presentaron a las autoridades en el transcurso de la invasión de 2000 particulares dueños de terrenos donde se proyectaba construir obras públicas y que, por lo tanto, iban a ser adquiridos por el estado12. Pero la confirmación más contundente de esta tendencia se presentó en 2002 cuando el municipio adquirió los lotes para distribuir entre los miembros de las OPV y estos tuvieron que constituir frentes de seguridad, es decir, establecer vigilancia comunitaria para impedir que las tierras fueran invadidas en el intervalo entre la compra por parte del estado y la adjudicación a los nuevos propietarios, es decir, mientras figuraran en cabeza del municipio.

EL DISPOSITIVO DE URBANIZACIÓN POR INVASIÓN: CLIENTELISMO, ESTADO, COMUNIDAD

APARTE DE HACERSE EN TIERRAS ESTATALES, LAS INVASIONES RESPONDÍAN a otra condición que actuaba como parámetro de legalidad: "Es que en ese entonces no había ese atropello en cuanto a las invasiones; estaba como más pactado...", dijo uno de los fundadores de Paz del Río (taller, 9 de julio de 2000). En efecto, la invasión se pactaba con los políticos y con las mismas autoridades, lo cual implicaba, por lo menos, la aquiescencia del estado. La fuerza pública acudía para, supuestamente, desalojar a los invasores pero esto era más un formalismo o una representación en la que cada uno de los actores desempeñaba su papel –entendiendo representación, actores y papel más en el sentido escénico que sociológico–. Un maestro, líder de las invasiones de la década de 1980, revela los pormenores del dispositivo:

Yo me hablaba con la gente, yo le preguntaba: ¿"Usted tiene a dónde vivir?". – "No tengo a dónde vivir". "–¿Cómo te llamas tú?". –"Fulano de tal"–. Entonces, después de que yo ya hacía la lista que yo tenía cien o doscientas familias inscritas yo los llamaba a reunión... Entonces, yo reunía a la gente, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, diez reuniones; yo las hacía personalmente. Cuando ya estaba creada la junta [cívica], entonces yo venía y me asesoraba con un político... Como [si fuera] ahora, ahora [que] viene la campaña política: que van los alcaldes, van los senadores, van no sé qué... Entonces yo buscaba ese político para que tuviera más seriedad, para que nos colaborara en la toma del terreno que nos íbamos a tomar, que era del estado ... Digamos que usted iba a aspirar al Consejo, se iba conmigo y vamos donde el alcalde: – "Bueno señor, como yo voy a aspirar al Consejo y el profesor tiene un grupo de amigos que ya aprobó [la invasión], que ya sabe dónde está el terreno, que ya se habló con la policía, con el comandante del ejército, y que no va haber ningún problema...". Lo mismo hicieron estos señores: me llevaron allá: "Bueno, este es el líder que tenemos en el barrio, tiene sus familias y van a invadir eso"...; me llevaban a hablar con la policía, con el teniente del batallón, con el comandante de la Sijín, con el DAS, o sea, yo hacía mis cosas pero todo era ordenado, ellos me mandaban: "Vaya allá y diga esto". Ya. Entonces yo, después de que todo estaba listo, entonces, yo venía [a la comunidad, con el político]: "Bueno señores compañeros y amigos, tengo el gusto de presentarles aquí al doctor julano que va para el Consejo". Entonces él tomaba la palabra: "Yo les colaboro, ya el profesor tiene un terreno, que ya lo tiene ya, que lo va a repartir, que ya lo fuimos a ver, que ya está listo. Yo me comprometo en que a ustedes no los vaya a atropellar la policía, en que ustedes no vayan a tener desalojo". Entonces ya usted queda siendo una persona que se compromete con estas familias, en caso de algún atropello, algún desalojo, usted tiene que responder por nosotros. Aquí no hubo ningún desorden ni ningún problema (Arnulfo Mendoza, entrevista 24 de junio de 2000).

¿Cómo podía una persona formarse una idea de ilegalidad sobre un acto realizado en tales condiciones, es decir, con el consentimiento de los mismos agentes estatales? El fundador de La Candelaria expone con orgullo:

Nosotros mismos hemos dicho de que si algo hay que acreditarle a Montería es el hecho de que en la toma de esta ... de estos terrenos no se presentó el tiraje de una sola piedra, ni siquiera la fuerza pública se hizo presente... Era porque en tiempos atrás ya estaba desarrollado un trabajo y eran nuestras relaciones públicas con las entidades del gobierno, entonces era precisamente uno de los factores que nos daban ánimo, que nos animó para haber tomado esa decisión... (Hernán Kerguelen, entrevista, 26 de junio de 2000; énfasis mío).

Más aún, la invasión se concebía como una asociación entre ciudadanos y el estado: "El gobierno es el de la tierra y nosotros tenemos material humano ¿ya?; así que el material humano le daba más fuerza [valor] a esa tierra que estaba destruida ¿ve? y por eso fue que nos metimos a construir esa tierra", dijo una líder comunitaria (taller Paz del Río, 9 de julio de 2000). También la opinión pública llegó a percibir las invasiones, si no como legales, como una forma corriente de acción política, y la gente solidarizaba con los invasores:

Estaba la cuestión de la alimentación... ahí entonces veníamos al mercado a buscar alimento, para eso siempre salía don Hernán [el fundador]... y la verdad que los señores comerciantes del mercado nos extendieron la mano, nos daban yuca, plátano, arroz, grasa, hasta leche, papa, zanahoria, remolachas, tomates, de todo. Cuando eso no había organizaciones [ONG] ... (taller La Candelaria, 8 de junio de 2000).

La invasión es pues un acto legítimo para los invasores y aunque es ilegal se legaliza mediante la interpretación popular de las leyes y, sobre todo, al ser asimilado por el clientelismo, elemento definitorio del sistema político cordobés13. La invasión permitía a la gente obtener un lote y, a la vez, le proporcionaba la experiencia y el material simbólico para la construcción identitaria: la identidad de cada barrio se funda en la gesta de la invasión, cuyos protagonistas son el fundador y su comunidad; por esto, para los sectores populares la historia de Montería es la de las invasiones y estos relatos conforman la trama identitaria de la sociedad urbana. Puede afirmarse entonces que al lado de la dimensión propiamente política el dispositivo de las invasiones tiene una dimensión comunitaria que se configura alrededor del líder, quien aglutina, organiza y guía a los invasores. Por esto, al referirnos a las invasiones como dispositivo entendemos este término no sólo como mecanismo para producir una acción sino, en el sentido de Foucault, como proceso en el que múltiples focos de poder se entrecruzan, se chocan o se contraponen "como prácticas inscritas en una dinámica de conflicto que da lugar a una teoría de la verdad que reafirma las posiciones de las prácticas" (García Villegas, 1993: 50). De hecho, la comunidad se conforma en el proceso mismo de invasión, que puede durar muchos meses, lapso durante el cual la gente se identifica y cohesiona en torno a un objetivo y a la experiencia compartida que es, por lo general, extremadamente ruda:

Ya los hombres, inclusive las mujeres, empezamos a trabajar porque había unos rastrojales, había una cantidad de tierra y había pantano, había agua aquí y había agua aquí, la más bajita le llegaba a la rodilla; empezaron los hombres a machetiar, a mochar y abrir, pero había un mundo de hormiga candelilla, eso era cantidades... había un terraplén que había ahí de la tierra que le sacábamos al canal, un terraplén, ahí se pararon los ranchitos, cada quien fue parando su ranchito de plástico, de palma, de zinc de lo que fuera... (taller La Candelaria, 8 de julio de 2000).

Claro que no todo se reduce a compartir dificultades. La invasión es, también, un espacio de liminalidad, de sociabilidad y de participación. Al lado de la dimensión agonística existe un aspecto festivo y reivindicativo: individualmente se llega a tener algo propio y, en términos del colectivo, se logra el objetivo, se triunfa sobre el estado y se construye comunidad. Los invasores –de todas las épocas– manifiestan haber sentido emoción al contemplar la invasión: "La invasión, esto era bonito. Eran cambuchitos por todas partes, esto era turístico", afirma el fundador de Paz del Río (entrevista, 24 de junio de 2000).

La experiencia compartida de la invasión es tan intensa que define los límites de la comunidad al constituir un nosotros que excluye cualquier circunstancia extracomunitaria. La invasión, territorial e históricamente definida, es la que establece las fronteras barriales. En una invasión ya legalizada existen dos enclaves minúsculos que a los ojos del observador no presentan ninguna diferencia respecto al resto del barrio, pero, para sus habitantes, constituyen entidades claramente diferenciadas que no forman parte de la comunidad y siguen denominándose invasiones puesto que se hicieron independientemente y, por sus mismas condiciones, no pueden acceder a la legalidad –a la transformación en barrio que se inicia con la conformación de una junta de acción comunal–. Una invasión no se funde jamás con otra y aun cuando el estado puede hacerlo al definir los contornos barriales la gente mantiene y trata de preservar sus propias delimitaciones: cuando la fundadora de Santa Rosa supo que su invasión iba a quedar subsumida oficialmente en otro barrio defendió la autonomía y la identidad de aquella, recurriendo, como lo expone en la narración, a las estrategias que el estado mismo ofrece para ello: constituir la junta de acción comunal:

Cuando nos querían quitar el nombre Santa Rosa yo enseguida me volé y reuní al personal; le digo: "Nos quieren quitar el nombre, nos van a quitar la invasión, la van a poner [bautizar] toda: La Candelaria. Vamos a hacer una junta de acción comunal para que esto se confirme de que es Santa Rosa"... Hicimos el convite provisional, entonces el convite provisional declaró la junta de acción comunal. De ahí fue que nació la junta de acción comunal (taller Santa Rosa, 8 de julio de 2000).

La conformación de la junta permite a los invasores deshacerse de la etiqueta de invasores para convertirse en ciudadanos y a la invasión adquirir el estatus de barrio; es la ruta hacia la legalidad y el reconocimiento:

Ya después, urbanizamos... la urbanización es diferente a una invasión, a una toma, porque nosotros aquí en Montería hablamos de tomas, no hablamos de urbanización porque urbanización es cuando ya un barrio va por lo legal. Entonces dígase que ya hoy en día el barrio que yo tengo es una urbanización, está urbanizado. Cuando yo entré no fue urbanizado, no había junta comunal ni nada (Arnulfo Mendoza, entrevista, 24 de junio de 2000).

Negociando los votos: el clientelismo como base del sistema político

LA MANIFESTACIÓN MÁS ESCLARECEDORA DEL FUNCIONAMIENTO DEL SISTEMA político es el periodo preelectoral en Montería. La ciudad se agita alrededor de las alianzas o las rupturas entre los partidos o grupos políticos o entre los candidatos. En los barrios populares el centro de la actividad política es la negociación de los votos, y en las calles se observan las hojas de zinc –para los techos– y los túmulos de balasto que depositan, frente a las casas o en las calzadas, las volquetas contratadas por los políticos para distribuir el material con que pagan los votos.

A partir de las cinco de la tarde una líder como Mílfida Herazo se sienta en una mecedora en el frente de su casa, donde atiende las peticiones y compromete los votos de la gente que acude sin cesar, mientras que un ayudante consigna los compromisos en una vieja máquina de escribir. En septiembre de 2000 ella estaba apoyando dos candidatos: el Mono López, para la gobernación del departamento, y Luis Jiménez Espitia, para la alcaldía de Montería; el primero, un ganadero, político liberal controvertido, ex alcalde de esa ciudad y perteneciente a uno de los clanes políticos más influyentes en el departamento14. El segundo, un político de origen popular que se presentó como independiente –respecto a los partidos políticos– y que basó su campaña en la promesa de un gobierno comunitario con lo cual atrajo votantes independientes y despertó el fervor de los sectores populares. Su posición llevaba a Mílfida a romper la alianza que habían establecido los partidos liberal y conservador para obtener los dos cargos; sin embargo, al apoyar al candidato liberal, la líder cumplía con la lealtad hacia su partido, sus jefes políticos y su afecto, y al apoyar al candidato independiente cumplía con su lealtad de clase y obedecía a sus convicciones sobre la legitimidad que el origen popular le confería al candidato. Esta actitud es una consecuencia de la desarticulación de los partidos políticos, de la disolución de lo que tenían de ideología y de su reemplazo por lo que se ha denominado empresas o microempresas políticas –o mejor, electorales–, que encaja perfectamente con el estilo directo y patriarcal de las relaciones sociales en Córdoba: cada político administra personalmente su pequeña o gran red la cual implica relaciones y compromisos concretos con los líderes populares o con los electores.

Mílfida, como los demás líderes, gestionaba diariamente las peticiones de los posibles votantes en las oficinas –sedes– de sus candidatos y, cuando tenía algún asunto especial, mañaneaba, es decir, salía muy temprano de su casa para dirigirse a la del candidato, quien la recibía antes de iniciar su jornada. La lista de peticiones que estaba gestionando en esa campaña incluía hojas de zinc, cemento, balasto, matrículas y uniformes escolares, dinero, empleo y sillas Rimax; alguien ofrecía "dos votos por llantas de triciclo" y muchas personas pedían se les gestionara la obtención del documento de identidad –la cédula–. Esto es, sin duda, una perversión del sistema político, pero tiene tal arraigo que un joven político comentaba la dificultad de hacer otra clase de política, de basarse, por ejemplo, en compromisos abstractos o generales:

como decía, [hay] mucho paternalismo hasta la partida de bautismo que deben sacar uno tiene que [sacárselas] ... A cada uno su problema; la gente no va a esperar que se resuelvan las cosas en grande, en su solución macro. Van a resolver problemas que tienen en ese día, no piensan sino en eso: la matrícula, los libros, "quiero una cita donde el médico"... hasta los conflictos familiares y de parejas; hasta eso lo llevan [para pedirle al político] que le hable al marido que pelió, que anda con otra; todo eso, las intimidades de ellos... (Germán Louis Lakah, entrevista, 17 de septiembre de 2000).

Esa es, además, la forma de hacer política que se considera autóctona y popular, lo que explicaría la derrota en Córdoba del presidente Álvaro Uribe (2002-), resultado inesperado si se tiene en cuenta que él tiene allí fuertes nexos económicos y sociales, que su propuesta de gobierno se basó en la seguridad –un asunto al que son particularmente sensibles los hacendados– y que, además, fue presentado por sus opositores, especialmente por Horacio Serpa, el candidato oficial del Partido Liberal –el partido de Uribe, respecto al cual su candidatura fue, si no un rompimiento, una disidencia–, como "el candidato de los paramilitares", y se sabe la influencia de estos en el departamento. La derrota pudo considerarse como la demostración del poder regional de los políticos liberales oficialistas, pero un comentario registrado en la prensa local nos dio una clave para la interpretación del fenómeno: se atribuía a la manera atípica como se había manejado la campaña, a que los directivos de esta habían elitizado la candidatura y a "la falta de estímulos a los votantes". Se afirmaba que en el departamento "no se maneja el voto de opinión en toda su extensión y por ello a la gente hay que ayudarla a solventar algún tipo de situaciones para que puedan acompañar electoralmente (sic)" (El Meridiano, 28 de mayo de 2002, p. 3A; énfasis míos). Es decir, no se tuvo en cuenta el comportamiento electoral previsible y aceptado.

La negociación de los votos puede involucrar también a un colectivo. En este caso, los líderes ofrecen los votos que tienen a cambio de algún programa u obra pública: regar balasto en una calle, instalar transformadores para la electricidad, construir un aula en una escuela o establecer un programa estatal en el barrio. Así relata una líder la instauración del programa de madres comunitarias del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) que consiguió para su barrio:

Se hizo un proyecto verbal que nos pusimos de acuerdo 35 mujeres... hicimos el censo [de niños]... Yo ofrecí 485 votos que yo tenía en [el barrio] Brisas del Sinú, los ofrecí por los hogares de Bienestar para acá, para Candelaria, Paz del Río, Santa Rosa y Robinson Pitalúa. Esas madres comunitarias las traje fui yo..., con los votos de Brisas del Sinú... Aquí por lo menos podía tener algunos cien votos, entonces ofrecí los votos de allá para que me dieran los hogares de Bienestar, los votos se los ofrecí a la doctora Gloria Pérez de Caballero ... votamos [para el Concejo] por el doctor Caballero (taller Santa Rosa, 9 de julio de 2000)15.

Por su parte, la comunidad cumple retribuyendo al político con el voto. Prestaciones y contraprestaciones posteriores refuerzan la relación entre ambos y la prolongan en el tiempo, dando lugar a redes de clientelas que incluyen políticos de distintos niveles según la organización piramidal del sistema político, así como redes de parentesco o vecindad. Para referirse al comercio de votos la gente habla de dar el voto; el voto se le da a alguien, quien debe devolver algo tangible a cambio. Por eso, las obras públicas y las inversiones estatales se personalizan: refiriéndose al puente sobre el río Sinú –el único que existe para conectar las márgenes izquierda y derecha del río en una ciudad que al crecer se extendió sobre ambas– se dice que lo hizo Rojas Pinilla (1953-1957); o para aludir a la entrega de títulos de propiedad por parte del Inurbe durante el gobierno del presidente Ernesto Samper (1994-1998), la gente dice que este les dio los títulos. Es decir, el gobernante se representa como alguien que atiende personal y directamente las necesidades tangibles e inmediatas de sus electores, y el sistema político se concibe según esta idea. En tiempos recientes el perfil de los políticos o los funcionarios ha cedido algo ante la institución, especialmente cuando se trata de programas –no de obras–; se dice que el programa de mejoramiento de vivienda fue del Inurbe o que el programa de madres comunitarias es de Bienestar Familiar –el ICBF–, aun cuando en las relaciones entre el político y sus electores siguen predominando el intercambio directo y la relación personal.

Aparte de beneficios materiales, la pertenencia a las clientelas proporciona una idea de seguridad que no es despreciable para gente tan desprotegida. Cuando Estherlinda Ascendra invadió en Brisas del Sinú ya militaba en el movimiento político Mayorías Liberales:

la tierra era del gobierno, entonces yo fui allá y me metí en Brisas del Sinú, entonces había un terreno en la plaza...entonces yo me metí ahí y compré una casa de segunda... Bueno, entonces, estando yo ahí me echaron la policía, la policía llegó pero ya yo estaba dentro del directorio liberal, entonces, como yo era la jefa del directorio liberal allá, yo tenía una tablilla [del partido] en la puerta, cuando me echaron cuarenta y ocho soldados, entonces esos cuarenta y ocho soldados cuando vieron la tablilla dijeron: "¿Qué vamos hacer aquí?, aquí no tenemos nada que hacer porque eso está dentro del Partido Liberal, vámonos". Y se fueron.

Orgullosa de su posición en el partido, la líder subraya su contacto personal con dirigentes locales y, eventualmente, con un dirigente nacional; se jacta de haber estado "agarrada de las ramas grandes en la política" (taller Santa Rosa, 9 de julio de 2000). La idea de protección y seguridad que brinda la relación con los políticos se extiende, por medio de los líderes, a las clientelas, y esta puede ser una de las razones que explica el papel preeminente de la política en la vida de los monterianos. En efecto, las incidencias de la política local se viven y representan en el orden cotidiano, en el que los líderes populares están en actividad permanente, y el ciudadano común está al tanto de las actuaciones o declaraciones de los políticos, los chismes transitan de boca en boca, se hacen cábalas sobre las alianzas y cálculos sobre los beneficios que podrían obtenerse de las mismas, se lee la prensa y se escucha la radio para mantenerse enterado.

Bien puede tratarse de una pasión por la política, pero ello no excluye la interpretación sociológica: por medio del clientelismo la política ha llegado a convertirse en un elemento estructural de la sociedad sinuana. Pertenecer a una clientela posibilita el acceso a cargos públicos o a beneficios estatales; los desposeídos pueden resolver necesidades inmediatas, muchas veces mínimas como ya se mostró, y tener una sensación de protección en un rango algo más amplio que el de la familia y la vecindad; los excluidos tienen la sensación de acceder a alguna forma de inclusión política. Todo esto, que se hace a título de favor o dádiva, crea vínculos personales y repercute en el mantenimiento del dispositivo que es, a la vez, la base del sistema político y el mecanismo material e ideológico de su reproducción. Aunque se trata de un fenómeno nacional, aquí adquiere connotaciones particulares debido a la manera en que se combinan y entrecruzan factores como los siguientes:

El parentesco que, en la elite, refuerza los grupos políticos conformando clanes que hacen de su actividad una empresa familiar en la que se amasa un capital político transmisible –por herencia o simple transferencia–16, mientras que en niveles más bajos influye en los compromisos electorales que cobijan generalmente a la familia. Además, el parentesco actúa como modelo para las relaciones políticas por medio de factores como son, de una parte, la relación personal y el contacto directo –casi podría decirse, íntimo o familiar– de los políticos con sus seguidores, en especial con los líderes populares, quienes son atendidos por aquellos en sus propias casas donde tienen acceso al trato, también, con sus familias; y, de otra parte, el papel del sentimiento en las relaciones políticas: la proximidad y la intimidad producen el efecto de amistad, y en la política se utiliza el lenguaje del afecto como se observa permanentemente en las conversaciones.

Otro factor es la concepción de la política como un sistema de prestaciones y contraprestaciones que es leído en el lenguaje de la solidaridad –puede también implicarla– y fundamenta las lealtades políticas:

Sí, porque cuando yo tuve las peladas en el ... entonces yo no tenía para la matrícula de ese año. Entonces fui y hablé con Candelaria. Como Lucho [candidato a la alcaldía] había dicho que iba a regalar matrículas... yo fui a hablar con Candelaria y me dijo: "Yo te voy a ayudar a hablar con Lucho", se fueron por allá ... se fueron a buscarlo y me regalaron los $40.000. Después fui y hablé por la otra... y me dio los $30.000. Entonces son cosas que yo agradezco porque si a mí me dan la mano, yo le ayudo, a mí no se me olvida un favor (entrevista, 13 de septiembre de 2000).

En este contexto de relaciones sociales y políticas surge y se consolida el dispositivo de lo que hemos llamado de urbanización por invasión, que involucra a los invasores, a sus líderes, a los políticos y al estado mismo que encuentra en el clientelismo y en mecanismos como los descritos, una manera de construir su versión local y de lograr cierta funcionalidad, aunque al mismo tiempo –según la observación de Daniel Pécaut– se debilita, al quedar involucrado en las rivalidades por apropiarse de los puestos y de los recursos (1996: 223).

Líderes populares y transformaciones del liderazgo

HE PLANTEADO LA FUNCIÓN DE LOS LÍDERES POPULARES17 COMO UN ELEMENTO clave del sistema político. ¿Pero, cómo se genera y define el liderazgo? En una perspectiva emic se distingue entre los líderes naturales que organizan la comunidad y cuentan la historia, y los líderes de la política, intermediarios entre la comunidad y los políticos:

Yo me considero una líder en la forma de recibir las visitas para contar [la historia] porque yo empecé esta invasión, empecé a vivir aquí desde que la invasión empezó, entonces ya más o menos yo sé las necesidades del barrio... Carrascal, ese es otro tipo de líder... un líder de política [que] es el que cuando llega el tiempo de elecciones reúne el personal que se lanza y presentarle lo votos míos, y si yo voy a darle el voto yo le digo: "Carrascal yo necesito un bulto de balasto", él me lo trae, [otro dice:] "Necesito tres tejas de zinc"... (Clementina Mora, 13 de agosto de 2000).

Los líderes que organizaron las invasiones en los años 1970 y 1980 –que podrían llamarse líderes de la primera generación urbana– conjugan, en distinta proporción en cada caso, características de los dos tipos. Son, por lo menos, letrados, pero es excepcional que hayan estudiado secundaria; algunos tienen una adscripción partidista anterior a su inserción en las clientelas políticas urbanas y, aunque en sus comienzos tuvieron la influencia de activistas de izquierda, su acción política se efectúa por medio de los dos partidos tradicionales. Su liderazgo se establece y consolida al oficiar como intermediarios entre los políticos y las comunidades según un esquema de liderazgo promovido por la acción comunal creada en 1958 –ley 19– con el fin de generar redes de vecinos, tanto en el medio rural –veredas– como urbano –barrios–, que pudieran vehicular programas oficiales en la lucha contra la pobreza propuesta por la Alianza para el Progreso18.

La nueva organización sobrepuso un esquema oficial y burocrático a las formas tradicionales y espontáneas de cooperación comunitaria (Gutiérrez y López de Mesa, 1994): se crearon organizaciones presididas por juntas, y para que pudieran manejar recursos oficiales se les exigió adquirir personería jurídica. La junta se convirtió en el criterio de reconocimiento estatal de los barrios populares y de sus comunidades y en el centro de poder barrial. La transferencia de recursos a las organizciones se hacía bajo la figura de auxilios parlamentarios, o sea partidas del presupuesto nacional que se entregaban a los miembros del Congreso para que las distribuyeran en sus regiones, mecanismo que se convirtió en un elemento clave del clientelismo y la corrupción. Aunque promovió la participación popular, por medio de las juntas y de la distribución presupuestal el estado logró controlar la organización popular y captar el trabajo comunitario –descargó en los pobladores mismos la ejecución de obras que en otros estratos efectuaba él mismo, como las vías públicas–. Aparte de esto, la acción comunal actuó como medio de absorción ideológica y política al reproducir en las comunidades el modo de funcionamiento y los principios del sistema burocrático y bipartidista oficial.

Los líderes formados bajo esta influencia aprendieron a conocer las instancias burocráticas –su estructura, sus procedimientos y su léxico– y las leyes para poderse comunicar con los funcionarios y moverse entre los vericuetos del estado y la maraña legal. Este patrón de liderazgo ha sido una pieza clave en la solidez del sistema de clientelas en la política cordobesa.

Pero, ¿cuáles son los factores del liderazgo que influyen en la reproducción del clientelismo? Aparte de los factores sociológicos antes mencionados, cabe pensar en factores ideológicos; por ejemplo, en el hecho de que los líderes hayan llegado a percibir al clientelismo y a los políticos como imprescindibles:

Usted sabe que la política es un vicio en Colombia (...) uno tiene que estar dentro de esos políticos para poder conseguir cualquier engaño: la receta médica, la odontología, cualquier cosa, y entonces uno tiene que estar pegado al político para que le den la orden médica, para que le den la orden del odontólogo, para poder sacarlo del hospital, que para hacer esto y ... [dependiendo] del concejal, del diputado, del senador, del gobernador, del alcalde, ya uno tiene que buscarlo porque si no está adentro... Todo tiene que ser a través de la política (Arnulfo Mendoza, 26 de junio de 2000).

Sin embargo, los líderes comunitarios no son cómplices o víctimas ciegas del sistema. Muchos viven el drama de ser conscientes, a la vez, del clientelismo y la corrupción que los subyugan, y de la imposibilidad de romper con ellos:

Aquí en Córdoba los corruptos, mejor dicho ¡qué plata no nos han robado a nosotros!: el agua [acueducto]. No, ¡miles de plata nos han robado a nosotros! El agua, el balastro, que la partida para esto, que una partida ¡No... eso se ha perdido! Entonces nosotros estamos sufriendo las consecuencias de los corruptos políticos grandes ... Miren cuánta gente no ha podido hacer el mejoramiento [de las viviendas] porque no ha llegado la plata, nadie ha hecho las ventanas porque no ha llegado la plata ¡Se la robaron! (Arnulfo Mendoza, 26 de junio de 2000).

Por esto, muchos líderes manifiestan decepción respecto a sus jefes. Dicen haber llegado hasta perder su prestigio e influencia en las comunidades –a quemarse– por el incumplimiento de las promesas de aquellos. Las comunidades también se sienten defraudadas, utilizadas y burladas. Por esa razón, los líderes buscan ahora estrategias para contrarrestar el engaño de los políticos:

Antes trabajábamos [así]: que venía un concejal aquí y hacía una reunión con cincuenta familias, con cien familias entonces venía aquí a prometer de que iba a meter el agua, la luz... Y la gente iba a votar por ese engaño, le daban un pantalón, una camisa, un suéter, una botella de ron, y la gente iba a votar. Ya siendo él concejal electo, ya más nunca se acordaba de venir aquí al barrio... Entonces y ahora mismo estamos mirando muchas cosas que vamos a trabajar, vamos a trabajar con base es en proyectos: si usted que aspira al Senado de la república, yo presento un proyecto a usted y si usted no me hace aprobar este proyecto, no hay elecciones [votos] aquí... (Arnulfo Mendoza, entrevista, 26 de junio de 2000).

Lo anterior coincide con la influencia creciente de las ONG, que expanden un modelo de organización y de acción orientado a asistir a las comunidades, empoderarlas y modernizarlas. Las llevan a cuestionar el clientelismo que las ha instrumentalizado pero, al hacerlo, desacreditan la política, lo cual se acentúa con la modificación que promueven en el perfil de los líderes al privilegiar la función administrativa o de promoción sobre la función política, lo que implica nuevas perspectivas en la acción social que, si bien desdibujan su carácter inmediatamente político –de incidencia directa sobre el sistema político–, son transformadoras y difunden nuevos valores como sucede actualmente con los discursos de género; este es el relato de una mujer perteneciente a la asociación Olla Comunitaria:

Yo era una de las mujeres que no salía de la casa, yo era ahí y no hablaba con nadie, el marido mío andaba en la calle. Cuando llegó la asociación [de mujeres] ... yo fui... participamos, y entonces me sonó la idea ... Entonces yo, cuando él no estaba, me iba para la calle y me llevaba la niñita más pequeña, pero a veces no faltaba la gente que le dijera y yo me veía con ese problemón. Yo ya decía: "Qué hago ¿será que lo dejo?". Y así yo me venía y les comentaba a las compañeras... y ellas me decían que no me dejara bajar la autoestima que yo era importante. Y estaba como confundida y no sabía a quién obedecerle si a la corporación o él... Él me decía, "¿Eso es lo que a tí te están enseñando?", y yo decía: "No me importa, yo quiero salir de aquí de la casa, yo no quiero ser la misma". Y así como que me fui superando y [en la corporación] me pusieron un sicólogo porque la verdad yo ya no sabía qué hacer... Le dije a la sicóloga: "Yo quiero que usted lo invite, deme una orden" ...y ella le mandó invitación y él no vino. Entonces yo le hablé: "Ni quieres ir a la cita con la sicóloga, ni me dejas ir a mí, y yo ya estoy para volverme loca, entonces ¿qué quieres? ¿Tener una loca ahí sentada tirando piedras y los pelados viendo, y tú también otro loco? Entonces ve tú y mira qué dice la sicóloga". Después ... yo no sé como organizaron la idea de un taller para los hombres. Yo me sentí tan contenta cuando vi ese taller para los hombres, yo creo que la primera invitación fue la mía y se la entregué y me dijo: "Yo no voy a ir". "Mira que tal cosa…, mira que van a trabajar esto". Yo a veces le inventaba cosas y así que lo convencí y se fue para el taller. Te digo que cuando llegó de ese taller vino bastante cambiado: que lo disculpara porque la verdad era que él me trataba mal porque él pensaba que me iba era a chismosiar; que estudiara, que yo nunca había estudiado, me dijo que estudiara alguna cosa. ... Yo le doy gracias a la asociación, a la comunidad, a las compañeras que también me han ayudado mucho, me aconsejaron, me decían que no me saliera, y hoy ... él ya llega y me dice: "¿Para dónde vas?". "Voy a una reunioncita no me demoro". "No te demores", me dice así. Yo, gracias a Dios, ... ya me siento como libre, antes no estaba libre, antes estaba como ahí amarrada, y a la corporación...siempre le doy las gracias ... La verdad es que esto nos ha servido mucho a las mujeres así ... [le digo]: nosotros aprendimos ahí modales, el respeto (Zoila Gómez, entrevista, 3 de junio de 2000).

El nuevo modelo de liderazgo genera o expresa, además, el distanciamiento generacional entre los líderes tradicionales y los emergentes. Los nuevos líderes son nacidos o criados en la ciudad y a diferencia de sus predecesores que debieron aprender a moverse en los laberintos de la burocracia y del formalismo jurídico, tienen cada vez más como interlocutores y referentes a las ONG, que exigen competencias distintas, especialmente, la técnica de elaboración y ejecución de proyectos. Ellas seleccionan a miembros de la comunidad que consideran compatibles con sus fines y los encargan de coordinar sus programas con lo cual la persona empieza a tener figuración como líder, aunque su prestigio no depende del carisma sino que le es transferido por la institución. Como se trata de manejar programas concretos con grupos específicos –las mujeres, los niños, etcétera– que no conforman clientelas ni comunidades sino grupos de usuarios, el liderazgo es especializado y circunstancial e implica una acción social disgregada. Aunque la gente percibe las ONG como apolíticas o, incluso, antisistema, ellas no están siempre desconectadas de la política, sobre todo cuando se trata de organizaciones locales cuyos funcionarios pueden ser asimilados o utilizados por los políticos. Estos, por su parte, han empezado a crear organizaciones de ese tipo y con esa denominación, y lo mismo ha hecho el paraestado.

Pero el estado sigue incidiendo decisivamente sobre las formas del liderazgo popular. Para desarrollar las políticas actuales –como es, en vivienda, la organización de las OPV– ya no requiere de los líderes formados en la línea de la acción comunal sino de promotores sociales, en lo que coincide con las ONG. Por su parte, los líderes tradicionales tratan de mantener su vigencia adaptándose a los nuevos parámetros: "En esa época se hacía así [invasiones], ahora ya no, ahora se presenta es proyectos, planes de vivienda; por eso estoy diciendo que voy a presentar un plan de vivienda para el año 2001", dijo un antiguo líder. Al hacerlo empiezan a actuar como promotores y pequeños empresarios al punto de que en muchos casos no es fácil determinar qué papel están asumiendo cuando adquieren un terreno y venden los lotes mientras gestionan ayudas oficiales para la construcción de las viviendas. Esta doble función genera necesariamente conflictos de interés, crea desconfianza en la comunidad, privatiza la acción comunitaria y desdibuja la función social del liderazgo19.

Una variante de este tipo de liderazgo es la que ejercen los llamados líderes de los desplazados –aunque en más de un caso existen dudas sobre la autenticidad de esta condición–. Ellos reúnen un grupo de desplazados en una asociación con personería jurídica. Su actividad consiste en gestionar ayudas para sus asociados en las instancias estatales, sobre todo ante la Red de Solidaridad Social y el Incora, pues no tienen mayor audiencia en las ONG. Su función respecto a la comunidad es, más que promover su organización y participación, lograr que ella les delegue su representación para poder hablar y actuar en su nombre, lo cual los posiciona frente a las instituciones. Estas los necesitan como mediadores en la relación con los desplazados y para cumplir el principio constitucional de participación ciudadana, puesto que los líderes asumen la representación de los desplazados en las instituciones o en los comités gubernamentales; y los desplazados los necesitan porque saben expresarse, tienen contactos, conocen la ciudad y, sobre todo, conocen la legislación y la administración pública. Como contraprestación a su actividad los líderes perciben ingresos20, lo cual sería la condición para que –legalmente– deje de reconocérseles como desplazados; a algunos, incluso, se les han asignado parcelas para su reubicación en el campo, pero ni las trabajan ni viven en ellas y continúan dedicados a su actividad citadina.

RUPTURAS Y CONTINUIDADES EN LOS MOVIMIENTOS SOCIALES: LA INVASIÓN DE 2000

A PESAR DE UBICARSE EN LA TRADICIÓN QUE HEMOS DESCRITO, LA INVASIÓN de 2000 expresa y constituye en sí misma la ruptura del dispositivo de urbanización por invasión que se había conformado durante medio siglo. Esta ruptura implica redefiniciones en cuanto a las funciones y conceptos estatales en relación con la subalternidad, las prácticas y significados de lo que es invasión, los actores sociales y el liderazgo popular.

El contexto normativo, político e ideológico de la invasión

EN EL PRIMER ÁMBITO DE REDEFINICIONES ENCONTRAMOS LAS NORMAS que trastocan los conceptos y las prácticas mediante los cuales la gente había interpretado la legislación y desafiado o manipulado las políticas oficiales. Se trata de la ley que incrementa las penas a los invasores y urbanizadores ilegales21, que fue interpretada popularmente como la prohibición de invadir; y del decreto presidencial que suspendió la construcción de vivienda y la reemplazó por subsidios que se otorgan a personas que demuestren tener un lote –o su equivalente en dinero–22. La ley obligó también a las ciudades a ceñir su desarrollo a planes de ordenamiento territorial (POT)23, de manera que en las discusiones del plan para Montería en 2000 se introdujo el problema de las invasiones: se afirmó que se oponían a él porque afectaban la morfología del municipio y que se debía obligar a los invasores "a negociar espacios públicos y cumplir normas elementales de equipamiento urbano" (El Meridiano, 1 de marzo de 2000, p. 3A).

El hecho es que para 2000 habían desaparecido las condiciones jurídicas, políticas y simbólicas que habían hecho viable el dispositivo de urbanización por invasión. En efecto, los cambios legislativos habían anulado la posibilidad de pensar y de hacer invasiones legales: la idea de ilegalidad se había impuesto, al tiempo que se había suspendido la adquisición de tierra para construcción de vivienda por lo que en la ciudad no había lotes estatales que fueran susceptibles de ser invadidos. De otra parte, las ACCU habían cohibido drásticamente la protesta social. La conjunción de estos factores llevó al represamiento de la necesidad de vivienda y de su expresión pública; para entonces, el déficit en los estratos uno y dos se calculaba en 19.048 viviendas (El Meridiano, 1 de marzo de 2000, p. 3 A).

Las nuevas circunstancias jurídico-políticas llevaron a los invasores a buscar escenarios y estrategias para sustraerse a la ilegalidad y al peligro: invadieron lotes privados pero advirtiendo que no pretendían quedarse en ellos –a menos que los pudieran comprar con apoyo del gobierno–, por lo que la invasión ya no lo fue en el sentido radical del término sino que se transformó en una manera de comunicar una necesidad y de presionar una solución: "No nos hemos tomado dichos terrenos con fin de robo, sino por una necesidad de vivienda social con el sano conocimiento de que son predios privados y que debemos pagarlos", afirmaron los invasores en un comunicado a la opinión pública24. Conscientes de que la invasión era un delito, la estrategia de los invasores fue mantenerse en el límite entre la línea de transgresión25 oficialmente definida y las prácticas de invasión tradicionales, con lo cual pretendían darle un matiz –o una perspectiva– legal a su acto y escapar a una identidad (invasor) que había devenido judicializable y podía enfrentarlos al paraestado. Estas circunstancias determinaron la invisibilidad de los líderes –en todas las invasiones se expusieron pancartas anunciando: Todos somos líderes–, lo cual significaba una diferencia fundamental con las invasiones anteriores.

La conciencia de la ilegalidad no eliminó, sin embargo, la idea de legitimidad de la invasión, y los invasores resaltaron esta condición al impugnar y deslegitimar instituciones estatales, como aparece en una carta dirigida al alcalde en la que cuestionan el hecho de que partidas presupuestales para vivienda no hubieran sido ejecutadas por los municipios (El Meridiano, 24 de febrero de 2000, p. 4B), lo que implicaba desidia o corrupción; invocan el derecho constitucional –incumplido– a una vivienda digna (artículo 51) y, sobre todo, señalan la inmoralidad del estado que conoce las necesidades de los pobres y puede solucionarlas pero no lo hace, lo cual es un comportamiento que legitima la invasión: "él [el Inscredial] no veía la necesidad que tenía la gente de vivienda, ni la veía ni la ve [porque] el gobierno tiene esa visión: se hace el que desconoce la necesidad" (taller Candelaria, 8 de julio de 2000).

Puede afirmarse entonces que, aunque estructuralmente concatenado en la sucesión de invasiones urbanas, el movimiento social de 2000 no siguió el guión preestablecido y más bien se fue desplegando entre las encrucijadas de las líneas de transgresión definidas por las normas coexistentes, que influyen decisivamente en el desenvolvimiento del conflicto y determinan las estrategias.

Los actores sociales: estrategia y legitimidad

EL HECHO DE QUE LA INVASIÓN NO SE EFECTUARA EN TERRENOS ESTATALES hizo que en esta ocasión el estado no fuera ya la víctima ni el cómplice y que debiera asumir su papel como árbitro y garante de los derechos contradictorios exigidos, de un lado, por los propietarios de los lotes que demandaban la protección de sus bienes y, del otro, por los invasores que invocaban derechos sociales y constitucionales; pero, incapaz de garantizar unos y otros, respondió con la fuerza desencadenando –en ese momento sí– el conflicto. La defensora del Pueblo dijo que la principal lección de la invasión para el estado era que "las bombas se tienen que desactivar a tiempo", y que tiene que "jugarle limpio a la sociedad", es decir, no hacer promesas falsas como las que los políticos –incluido el presidente de entonces– habían hecho en relación con la vivienda en la anterior campaña electoral (María Milena Andrade, entrevista, 11 de julio de 2000). Hacia allí apuntaron también los invasores cuando cuestionaron la intervención de los políticos en el dispositivo de invasión. No sólo no se recurrió a ellos sino que fueron impugnados abiertamente como se expone en un comunicado enviado a la prensa:

Le decimos a concejales, diputados, parlamentarios, alcaldes inclusive al mismo presidente que no cuenten con un solo voto de nosotros los que estamos aquí asinados (sic) buscando un lotesito, para ubicar a nuestros hijos que son el futuro de Colombia en un mañana26.

Los invasores contestaron también los conceptos oficiales sobre urbanización. Cuando, levantadas las invasiones, el alcalde los reunió para informarles las nuevas políticas de vivienda y las disposiciones del POT que pretendían "un crecimiento armónico y ordenado de la ciudad... [y] cubrir con servicios públicos básicos los nuevos asentamientos" (El Universal, 10 de abril de 2000, p. 1A), los invasores debatieron estos conceptos hasta lograr que el dinero que se iba a invertir en la instalación de servicios públicos se utilizara en la adquisición de más tierra para ampliar el cupo de los beneficiados, con lo cual impusieron significados culturales de vivienda y urbanización27 así como la definición popular de prioridades: lo esencial es tener un lugar donde parar un rancho, y se preservó a las comunidades de un conflicto interno por el acceso a recursos escasos, aunque bajo el punto de vista urbanístico se acentuaran los problemas de la ciudad.

La invasión muestra, igualmente, el resquebrajamiento del modelo de liderazgo popular que había prevalecido hasta entonces como elemento fundamental del sistema político. Surge un tipo de liderazgo que, aun cuando combina elementos de los anteriores, es moldeado por el contexto mismo de la invasión. Si el dispositivo tradicional de invasión se basaba en la personificación y en la representación de la comunidad por el líder, y en el control ejercido por éste sobre los invasores, en la de 2000 los líderes optaron, como ya se dijo, por invisibilizarse o disolverse en el colectivo como estrategia para sustraerse a la judicialización o a una eventual reacción de las fuerzas oscuras, una de las maneras como se denomina a los poderes paraestatales u ocultos. La ausencia de líderes explica el desorden28 de la invasión y su carácter espontáneo: "Vi que estaban invadiendo y yo también me metí", afirmaron muchos invasores. Además, el carácter multitudinario que el evento adquiere desborda a quienes van asumiendo alguna representación la cual no implica autoridad ya que los invasores sólo los autorizan a actuar como sus voceros, subordinándolos al grupo, como lo muestra el incidente que se presentó cuando, después de una reunión de la mesa de concertación, se extendió el rumor de que algunos voceros habían firmado un compromiso de desalojo:

Cuando salimos, la gente llorando, y yo: "¿La gente por qué llora?", los de afuera, los de allá de Furatena. Y voltea un muchacho y me dice "¡Firmaste el desalojo!", llorando. [Fue porque] el alcalde me cogió y me agarró así y me dijo que no me estuviera dando tanto la cara así, y como que me abrazó. Cuando yo salí me dijo un hombre: "... Tú estabas abrazada con el alcalde, te vendiste". Yo dije: "Yo no estaba abrazada con el alcalde, el alcalde me tomó la mano y me estaba dando como especie de consejo". La gente llorando y diciéndome que yo era una traidora...29.

Vemos aquí una diferencia radical con la posición y con el significado emocional y simbólico de los líderes en las invasiones del pasado, los cuales se expresan en este relato:

Nosotros le festejábamos como líder que era y es que entonces nosotros creíamos y confiábamos en ella: lo que hiciera estaba bien hecho y lo que dijera estaba bien dicho y nosotros marchábamos detrás de ella... Ella era como una madre, una madre para nosotros ... Ella era la líder, ella era la que diligenciaba todo (taller Santa Rosa, 9 de julio de 2000).

Se entiende así que el resultado de la invasión de 2000 no hayan sido comunidades aglutinadas en torno a sus líderes sino agrupaciones de personas que por motivos disímiles resultaron juntas en la invasión y se organizaron por medio de OPV. La función administrativa que asumieron entonces los directivos de las organizaciones llevó a que se les reconociera, más que como líderes, como promotores, y fue solo más tarde, en la gestión de los proyectos de vivienda y al iniciarse la conformación de los barrios, cuando enfrentaron el reto de hacer la comunidad y de asumir un liderazgo más asociado con el carisma.

Mientras tanto, tuvieron que integrar a su función de promotores sociales la capacidad que tenían los líderes de la primera generación para moverse en el mapa legal e institucional del estado. A la vez, desarrollaron sus propias estrategias. Por ejemplo, la desconfianza respecto a las instituciones locales los llevó a contactar directamente el centro administrativo (Bogotá): los ex invasores financiaron estadías de los directivos en la capital para que gestionaran directamente en los ministerios el desembolso del préstamo prometido por el gobierno; su objetivo era impedir que los políticos sacaran tajada del presupuesto asignado. Esta capacidad de acceder al centro empoderó a los líderes no sólo frente a sus comunidades sino frente a los funcionarios y políticos locales lo cual fue, probablemente, uno de los factores que influyó para impedir que estos se apropiaran del triunfo que constituyó para los invasores el movimiento y de las organizaciones surgidas de él30.

No obstante, por pragmatismo, impotencia o determinación histórica, estos líderes tratan hoy no tanto de derrotar al clientelismo o a los políticos como de utilizarlos de manera que apoyen sus proyectos o las comunidades obtengan beneficios, lo que indicaría que la invasión de 2000, más que la erradicación del clientelismo, determinó una readaptación del sistema a las nuevas circunstancias. De hecho, muchos se dicen dispuestos a aceptar los ofrecimientos de los políticos y, aunque ya no consideran comprometida su lealtad ni se sienten obligados a cumplir con darles el voto, lo que cuestionan no es el hecho de negociar el voto sino la falta de correspondencia entre los términos del intercambio –la contraprestación–. La desconfianza respecto a los políticos es, sin embargo, cosa instaurada, y aunque no puede decirse que el cuestionamiento al, y el enfrentamiento del sistema político haya tenido consecuencias definitivas sobre el mismo o que las costumbres políticas se hayan transformado, es indudable que la invasión de 2000 expuso el resquebrajamiento de los discursos y las prácticas de poder establecidos, cuestionó empírica y discursivamente al estado y, aun cuando para hacerlo utilizó sus significados, así como los del paraestado, ambos fueron desafiados por la mera realización de un movimiento que reivindicaba el poder de los subalternos31.


Notas

* El trabajo de campo se efectuó en el marco del proyecto Etnografías de casos de juridicidades alternativas en contextos de conflicto, codirigido por la autora y el antropólogo Robert Dover, financiado por Colciencias, la Universidad de Antioquia y el Instituto Colombiano de Antropología e Historia. Participaron en el proyecto en Córdoba la antropóloga María Lucía Sotomayor y los estudiantes Sandra Mendoza y David Esteban Molina.

1. Este término se usa aquí para indicar una organización político-militar paralela al estado, en este caso, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), confederación nacional de organizaciones paramilitares, y la organización regional Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU).

2. En este sentido desarrolla una política cultural, entendiendo el concepto no en su sentido ortodoxo que explora los vínculos con el poder a partir de formas y análisis textuales sino, como lo propone Escobar, a partir de las prácticas y las acciones concretas de los movimientos sociales, es decir, de las intervenciones políticas (Escobar et al., 2001: 24).

3. Esta es la forma como se ha designado en Córdoba a las personas que promueven o participan en la ocupación de tierras rurales o urbanas; el acto de invadir y el asentamiento resultante de él se denominan invasión.

4 El ofrecimiento se hizo por medio de la Fundación para la Paz de Córdoba (Funpazcor) creada años antes por la familia de Carlos Castaño, el jefe de las AUC.

5. Por ejemplo, asesinatos de los indígenas embera del alto Sinú, acosados tanto por la guerrilla como por los paramilitares, y homicidios de delincuentes comunes como limpieza social.

6. Romero se refiere a "la desmovilización social causada por el terror" (2003: 144). Según Pearce, entre 1985 y 1987 hubo en el país un crecimiento de los movimientos populares -registra cuarenta y tres marchas campesinas, movilizaciones y un paro cívico en el nororiente que movilizó 200 mil personas-, pero desde 1988 la protesta social se atenuó debido a factores como la represión estatal, la polarización social, el desgaste de las formas de reivindicación y la atomización de la acción cívica; cita datos del Cinep según los cuales, de setenta y una huelgas analizadas, treinta y tres fueron enfrentadas con represión militar -allanamientos, arrestos, toque de queda- (1992: 252-253).

7. La ley define al desplazado como "toda persona que se ha visto forzada a migrar dentro del territorio nacional abandonando su localidad de residencia o actividades económicas habituales, porque su vida, su integridad física, su seguridad o libertad personales han sido vulneradas o se encuentran directamente amenazadas, con ocasión de cualquiera de las siguientes situaciones: conflicto armado interno, disturbios y tensiones interiores, violencia generalizada, violaciones masivas de los derechos humanos, infracciones al derecho internacional humanitario u otras circunstancias emanadas de las situaciones anteriores que puedan alterar o alteren drásticamente el orden público" (artículo 2°, decreto 2569 de 12 de diciembre de 2000, del Ministerio del Interior).

8. La oposición de los campesinos coincide con la de hacendados, que no quieren tener desplazados en la vecindad por la sospecha de que sean guerrilleros.

9. En 1883 el estado de Bolívar, al que pertenecía el actual departamento de Córdoba, tenía 3´960.875 ha de baldíos (Ocampo, en prensa).

10. Es por esto que los lotes invadidos eran, invariablemente, de propiedad estatal, de preferencia aquellos adquiridos para construir viviendas; registré un caso de invasión de terrenos eclesiásticos, pero este tipo de propiedad sugiere lo público por tratarse de una entidad que puede ser asimilada al estado.

11. El alcalde debía iniciar un proceso de restitución demostrando la propiedad y certificar que se trataba de un bien de uso público; a los invasores se les notificaba de la ilegalidad del acto y se les instaba a desocupar voluntariamente; de no hacerlo, la fuerza pública debía entrar a desalojar. Pero, como lo expuso el periódico El Tiempo durante la invasión, la acumulación de casos en despachos y la lentitud de trámites judiciales contribuían a que un proceso de restitución de bienes -desalojo de invasores- durara hasta doce años, cuando no debía pasar de seis meses (El Tiempo, 8 de marzo de 2000, p. 6 A).

12. Archivo Secretaría de Gobierno, peticiones recibidas el 15 de marzo 2000, el 23 de febrero de 2000 y el 10 de marzo 2000.

13. Más adelante se caracterizará el clientelismo del que nos ocupamos aquí. Sin embargo, opera según la definición corriente como intercambio interpersonal en el que diferencias de estatus socioeconómico fundamentan una amistad instrumental en el marco de la cual un patrón usa sus recursos para proteger a clientes que le retribuyen con su apoyo; se basa en la insuficiencia de la satisfacción institucionalizada de necesidades (Leal y Dávila, 1990).

14. Sucedido actualmente en la gobernación por su sobrino José Libardo López Cabrales, hermano de Juan Manuel López Cabrales, senador, jefe del movimiento Mayorías Liberales que representa al oficialismo liberal en el departamento.

15. La apropiación política de las instituciones se constata en hechos como la amenaza que le hicieron al senador conservador Julio Manzur Abdala los miembros de El Círculo, un grupo político de su partido, en caso de que no les entregara la dirección del ICBF: retirarle el respaldo de un diputado y dos concejales, con la posibilidad de convencer a otros políticos y líderes de asumir la misma posición, disminuyendo así sus posibilidades de reelección (El Meridiano, 16 de mayo de 2001, p. 3A).

16. Esto se evidencia, por ejemplo, en el hecho de que congresistas que han sido despojados de la investidura -lo que significa la muerte política- han transferido sus votos a parientes, quienes han sido elegidos y han tomado así su lugar en el Congreso.

17. Los líderes presentan características y ejercen funciones muy disímiles, pero acogemos la definición local del liderazgo cuyo criterio es la capacidad de organizar una comunidad para el logro de un objetivo, de representarla y de hablar en su nombre. Para una visión comparativa entre este tipo de liderazgo político y el ejercido en el centro del país, véase el trabajo de Carlos Miguel Ortiz sobre los gamonales o jefes políticos en el Quindío (1985). Véase también Deas, 1973.

18. La cual, según Escobar (1996: 143-144), frustró en América latina un movimiento ecléctico de autonomía que comprendía lo cultural, lo social y lo económico -economías nacionales-.

19. Un caso muestra a un directivo de una OPV que admitió haber adquirido, con otros directivos, terrenos que colocaron a nombre de la organización, lo que habrían efectuado con la aquiescencia del alcalde y del coordinador del área de vivienda de la alcaldía; dijo que pensaban pagar los terrenos con lo recaudado de la venta de los lotes (El Meridiano, 18 de abril de 2002, p. 1B).

20. Los ingresos de los líderes comunitarios es un asunto sobre el cual fue imposible obtener información precisa. La mayoría asume su función como actividad profesional y cuando hay proyectos en curso se dedican a ellos de manera exclusiva. En general, los asociados están de acuerdo con que perciban una remuneración proveniente de sus aportes, pero como no se estipula un monto exacto y los informes financieros muchas veces no existen o son confusos, se generan constantemente sospechas y rumores sobre el destino de los fondos. Cuando el proyecto implica la compra de terrenos se sospecha la posibilidad de acuerdos fraudulentos entre los vendedores, los líderes y los funcionarios involucrados en la negociación.

21. El código anterior penalizaba el delito de invasión de tierras o edificios con pena de entre uno y tres años de prisión y multa de mil a veinte mil pesos (decreto 100 de 1980, artículo 367). La ley 308 de 1996 aumentó la pena de prisión a entre dos y cinco años para "el que con el propósito de obtener para sí o para un tercero provecho ilícito, invada terreno o edificación ajenos"; además, aumentó la pena hasta en la mitad para el promotor, organizador o director de la invasión.

22. Decreto presidencial 824 de 1999, Nueva política de vivienda: "Cambio para construir la paz".

23. Ley 388 de 1997 que define acciones para orientar el desarrollo y regular la ocupación y transformación del territorio y del espacio físico, y decreto 879 de mayo de 1998 que reglamenta la ley.

24. Secretaría de Gobierno, recibido el 1 de marzo de 2000.

25. Línea de transgresión define el límite entre un comportamiento sociojurídico permitido y otro que genera conflicto. El concepto adquiere relevancia en contextos de yuxtaposición normativa donde la gente tiene que adquirir la capacidad para reconocer esos límites y orientarse en ellos (Dover y Ocampo, 2003).

26. Secretaría de Gobierno, recibido el 1 de marzo de 2000.

27. Llevaron al gobierno a aceptar que, contraviniendo las normas de urbanización, en vez de alcantarillados se construyeran letrinas y en lugar de acueducto, fuentes comunales.

28. El desorden era en parte real y en parte aparente; el abigarramiento daba la sensación de lo primero, pero, como es usual en las invasiones, cada lote se delimitó estrictamente con cuerdas, se señalaron manzanas y se le colocó nomenclatura a los lotes; cada invasión fue dividida en sectores y se hicieron censos de los participantes.

29. El conflicto entre intereses comunitarios y privados, la extensión de los vicios políticos del medio oficial a las organizaciones populares, y el contexto general de justicias paralelas, tuvieron una expresión trágica en 2002 con el asesinato de la autora de este relato y su compañero, ambos actores de la invasión y directivos de una OPV. El homicidio se produjo en un marco de denuncias de irregularidades que comprometían organizaciones, líderes populares y funcionarios estatales (El Meridiano, 5 de abril de 2002, p.1B; 21 de julio de 2002, p. 1B; 24 de julio, "Editorial", p. 5A; 31 de julio de 2002, p. 1; 18 de julio de 2002, p. 1B).

30. El gobierno municipal pretendió intervenir en la adjudicación de los lotes pero los directivos de las OPV se opusieron y lo acusaron de desconocer la autonomía de las organizaciones, de propiciar el conflicto -por el descontento que se generaría entre quienes ya tenían lotes asignados- y de poner en ridículo a los representantes comunitarios (El Meridiano, 18 de abril de 2002, p. 1B).

31. Desafió, incluso, concepciones académicas según las cuales las circunstancias de la ciudadanía autoritaria -amenaza latente de usar la fuerza contra quienes se atrevan a transgredir los límites fijados para la esfera pública- tienen efectos negativos sobre "las posibilidades asociativas y de cooperación civilista de los sectores más pobres o de aquellos con propuestas de reformas" (Romero, 2003: 161-162).


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