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Revista Colombiana de Antropología

Print version ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.43  Bogotá Jan./Dec. 2007

 

ANTROPOLOGÍA APÓCRIFA Y MOVIMIENTO INDÍGENA. ALGUNAS DUDAS SOBRE EL SABOR PROPIO DE LA ANTROPOLOGÍA HECHA EN COLOMBIA

APOCRYPHAL ANTHROPOLOGY AND INDIGENOUS MOVEMENT: SOME DOUBTS ABOUT THE "TASTE" OF ANTHROPOLOGY MADE IN COLOMBIA

 

MAURICIO CAVIEDES
ANTROPÓLOGO, UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA
maucaviedes@yahoo.com

Recibido: 12 de junio de 2006. Aprobado: 8 de agosto de 2007.


Resumen

ESTE ENSAYO SOSTIENE QUE LA ANTROPOLOGÍA HECHA EN COLOMBIA OSCILA ENTRE LA ACEPTACIÓN de las tradiciones académicas europeas y la reivindicación del activismo político en favor de grupos étnicos. Se afirma que la antropología hecha en Colombia no puede construir una tradición propia a menos que los antropólogos acepten las propuestas metodológicas y conceptuales de aquellos colegas que han transformado la disciplina orientándola al apoyo a las organizaciones indígenas. Estos antropólogos y sus propuestas, si bien excluidos del reconocimiento académico, han orientado su práctica a la construcción de una sociedad diferente, respetuosa de los derechos de estos pueblos. Esta transformación social es tanto un reto como un logro de la antropología hecha en Colombia.

Palabras clave: antropología latinoamericana, movimiento indígena, pueblos indígenas, historia de la antropología.


Abstract

THIS ESSAY ARGUES THAT ANTHROPOLOGY MADE IN COLOMBIA OSCILLATES BETWEEN THE ACCEPTANCE OF European or North American academic traditions and the vindication of political activism in favor of ethnic groups. The essay holds that anthropology made in Colombia cannot build a tradition of its own, unless anthropologists accept the methodological and conceptual proposals made by those colleagues who have transformed the discipline by practicing anthropology in support of political indigenous organizations. These anthropologists and their proposals, although often excluded from academic recognition, have oriented their practice to the construction of a different society, respectful of indigenous peoples´ rights. This social transformation is both a challenge to and an achievement of anthropology made in Colombia.

Key words: Latin American anthropology, indigenous movement, indigenous peoples, history of anthropology.


ESTE ARTÍCULO ES LA REELABORACIÓN DE ALGUNAS REFLEXIONES presentadas como ponencia en el XI Congreso de antropología en Colombia (Santa Fe de Antioquia, agosto de 2005), y de otras desarrolladas en el texto titulado "Antropología apócrifa y movimiento indígena", presentado como trabajo de grado del programa de maestría en antropología de la Universidad Nacional de Colombia (Caviedes, 2004). En trabajos previos he tratado de hacer una semblanza de antropólogos que han trabajado cerca del movimiento indígena y de mostrar los cambios metodológicos y teóricos que han propuesto a la antropología.

Argumentaré que aun cuando su propuesta es un aporte a la antropología y a los pueblos indígenas, al ser rechazada por la academia, los institutos de investigación y por los colegas que trabajan en agencias de cooperación para el desarrollo y los derechos humanos, se ha convertido en una forma apócrifa de hacer antropología. Es decir, una antropología sin autor conocido, pues se construye colectivamente, con la intención de transformar la realidad de las sociedades que interactúan por medio de ella en la construcción de conocimiento.

Mi intención ha sido reivindicar estas propuestas, porque considero que la antropología hecha en Colombia debe rescatar los desarrollos de quienes han trabajado cerca de las organizaciones indígenas para encontrar un rumbo, no colombiano pero sí propio. Sostengo que esto sólo se logrará cuando los practicantes de la disciplina en Colombia acepten el reto de la construcción de una nueva sociedad, reto al que la invitan los diferentes movimientos sociales, en especial, aunque no exclusivamente, el movimiento indígena.

SOLIDARIOS, COLABORADORES Y OTROS ANTROPÓLOGOS APÓCRIFOS

EN EL CONGRESO DE ANTROPOLOGÍA EN COLOMBIA QUE TUVO LUGAR EN Medellín en 1980, un grupo de intelectuales partícipes del llamado Movimiento de solidaridad con los pueblos indígenas, recogiendo los resultados del trabajo desarrollado durante una década -desde el nacimiento del Consejo Regional Indígena del Cauca, Cric- por los indígenas y los solidarios, sostuvieron que la antropología que se hacía en el país debía cambiar. Planteaban que las tradiciones europeas de las cuales proviene la disciplina establecen una relación de dominación con las sociedades con las que trabaja: como el sujeto de conocimiento es sólo el investigador, sólo este, y su sociedad, podrían beneficiarse de tal conocimiento (Vasco, 1983). Este grupo de solidarios afirmaba que la escisión profunda de la sociedad colombiana entre indígenas y no indígenas, herencia del periodo colonial, le impedía reconocerse como una en la que pervivían e interactuaban diversos pueblos (Findji, 1983); planteaba la necesidad de que a partir del reconocimiento social y jurídico de la condición plural de esa sociedad nacieran nuevas formas de entendimiento y comprensión, nuevos principios jurídicos apropiados a su situación (Velasco, 1983), y, por supuesto, nuevas formas de investigación. Estas formas de investigación debían inspirarse en los principios metodológicos que Orlando Fals Borda, uno de los pioneros de las ciencias sociales en Colombia, había denominado en la década de 1960 investigación-acción participativa (IAP) (Fals Borda y Rodríguez Brandão, 1987). Sin embargo, los intelectuales que hacían parte del Movimiento de solidaridad con los pueblos indígenas sostenían haber trascendido las dificultades prácticas de esa forma de investigación la cual, según explicaban, se quedaba a medias en la construcción de un conocimiento conjunto (Vasco, 1983) entre los pueblos indígenas y la sociedad nacional: indígenas y antropólogos eran investigadores y, por tanto, ambas sociedades eran un sujeto de conocimiento (véase también Tamayo, 1986). En la práctica, esta investigación solidaria se materializó en la elaboración de un producto visual, no literario, llamado los mapas parlantes (Bonilla, 1983). Un ejercicio similar fue llevado a cabo por los colaboradores del Cric, pero su trabajo se materializó en cartillas y materiales de trabajo, y con más fuerza aún en su Programa de educación bilingüe e intercultural (Caviedes, 2000, 2003).

Estos profesionales no indígenas compartieron un compromiso y participaron en la creación de organizaciones indígenas como el Cric, conjuntamente con los llamados solidarios. Sin embargo, mientras los colaboradores permanecieron en el Cric los solidarios se distanciaron y apoyaron la aparición de una organización indígena paralela en la región del suroccidente, que más tarde tomaría el nombre de Movimiento de Autoridades Indígenas del Sur Occidente (Aiso), y más recientemente de Autoridades Indígenas de Colombia (Aico), como lo narra Laurent (2005: 294-334). Al tratar de definir a colaboradores y solidarios, Laurent pasa por alto, sin embargo, la relación explícita que los solidarios buscaban entre la construcción de una sociedad diferente, capaz de aceptar la existencia y autonomía de los pueblos indígenas y un conocimiento diferente, propio de esa nueva sociedad (véase Caviedes, 2003).

La propuesta llevada al Congreso de antropología de 1980 tenía la intención de iniciar el replanteamiento del trabajo en las ciencias sociales, inspirado en los principios de la investigación-acción participativa, propuesta desde finales de la década de 1960 por los miembros de la Rosca de investigación social, liderada por el sociólogo Orlando Fals Borda. En sus postulados, la IAP sostenía que una verdadera ciencia popular, a favor de los procesos de transformación que buscaban las comunidades campesinas y otros sectores marginados, debía abandonar la pretensión de objetividad y definir sus objetivos a partir de los objetivos políticos que las comunidades reclamaban como justos (Fals Borda y Rodríguez Brandão, 1987). Aun cuando aceptaban la influencia de la IAP en su trabajo, los intelectuales que hacían parte del Comité de solidaridad con los pueblos indígenas consideraban haber ido más allá, al trascender las formas escritas de materialización de la investigación y establecer una relación nueva y diferente con las comunidades indígenas, en la cual la investigación se convertía en instrumento de movilización popular y no en conocimiento acumulado fuera de ella (Vasco, 1983). Su exposición partía de los desarrollos de los trabajos etnográficos, historiográficos, etnohistóricos e, incluso, arqueológicos (véase Urdaneta, 1990) con una orientación que apoyaba la movilización de las organizaciones indígenas del suroccidente colombiano, en especial las del departamento del Cauca, y, también, de Nariño. Apoyo que implicaba una posición política a favor de la recuperación por parte de los indígenas de los resguardos reconocidos durante el periodo colonial, del ejercicio de un gobierno propio entre los pueblos indígenas y, en general, de los postulados sobre los que se fundó el Cric (Caviedes, 2000, 2003).

El trabajo conjunto entre los intelectuales y las organizaciones indígenas como el resguardo de Guambía, el Cric y otras, llegó a ser muy estrecho, como puede verse en los textos del profesor Luis Guillermo Vasco o en la reciente publicación de la autobiografía de Juan Gregorio Palechor por Myriam Jimeno, quien explica el contexto de la relación entre antropólogos y líderes indígenas durante las décadas de 1970 y 1980 (Vasco, 2002; Jimeno, 2006). Este tipo de antropología no se propuso ni se practicó de una manera homogénea; por el contrario, quienes la desarrollaban lo hacían desde el apoyo a organizaciones que muchas veces se oponían entre sí, como sucedió en alguna época entre el Cric y el Movimiento de Autoridades Indígenas de Colombia (Caviedes, 2000).

Las metodologías de ese trabajo tampoco han sido unívocas. Los mapas parlantes, por ejemplo, se elaboraban a partir de reuniones con la comunidad y de narraciones de las autoridades indígenas, narraciones y reuniones que no podían ser transcritas, pues la exhibición de los mapas permitía el flujo de la discusión y la reconstrucción comunitaria de una memoria que daba sentido a la movilización y la recuperación de tierras (Vasco, 2002; entrevista a Luis Guillermo Vasco en Caviedes, 2000). Por su parte, el trabajo de los colaboradores del Cric se basaba, y aún lo hace, en las metodologías de educación popular, en la reconstrucción de la memoria comunitaria, recogida por los maestros indígenas del programa de educación bilingüe del Cric, o en la escritura colectiva de documentos políticos, como el periódico Unidad Indígena (entrevista a Henry Caballero en Caviedes, 2000; entrevista a Herinaldy Gómez en Caviedes, 2000; véase también Pebi-Cric, 2004).

La propuesta solidaria, aun cuando no constituye para la antropología hecha en Colombia una gran teoría totalizante ni fue aceptada formalmente por las academias de la antropología, tuvo mucha repercusión en los trabajos de grado de numerosos estudiantes de antropología, quienes, a su vez, plantearon desarrollos partiendo de los postulados de los solidarios (véanse Tamayo, 1986; Andrade Medina, 1994).

A finales de la década de 1970 llegarían a otras regiones del país estudiantes inspirados por las propuestas de los solidarios y formados en el acompañamiento a las organizaciones indígenas del Cauca, para apoyar los procesos de organización de los embera-katío, que desde esa década buscaban organizarse para evitar la inundación de sus territorios y la invisibilización a la que pretendían someterlos sectores poderosos de la sociedad no indígena nacional, para favorecer la construcción del proyecto multipropósito Urrá, de producción hidroeléctrica. Si bien esos antropólogos nunca formalizaron una propuesta metodológica o epistemológica conjunta, como lo hicieron los solidarios, en el recorrido de su trabajo en el Sinú es posible ver formas nuevas de trabajo, algunas de las cuales coinciden y tienen su raíz en las propuestas de colaboradores y solidarios en el departamento del Cauca, mediante los debates que se dieron en el departamento de antropología de la Universidad Nacional de Colombia (sede Bogotá).

Algunos antropólogos de la primera generación, formada a partir de 1964 en las universidades Nacional y de los Andes (en Bogotá), y del Cauca (en Popayán) -Carlos Alberto Uribe (2005) los llama "intermedios", en oposición a los "pioneros"-, atendiendo la convocatoria de Piedad Gómez Villa, una de las pioneras de la antropología en Colombia, llegaron a la región del Sinú para evaluar las posibles consecuencias sociales de la relocalización de comunidades campesinas para la construcción de los embalses Urrá I y II, que debían conformar la represa Urrá. Aun cuando contratados por empresas consultoras de ingeniería, plantearon una visión crítica de las consecuencias sociales y culturales de la represa, cuestionando la percepción política y económica del desarrollo desde el trabajo etnográfico con campesinos y pescadores (véase Pineda Camacho, 1985). A finales de la década de 1970 los únicos estudios sociales en Colombia previos a los dirigidos por Piedad Gómez sobre el impacto de grandes proyectos de infraestructura, llamados hoy megaproyectos, eran los trabajos críticos de Orlando Fals Borda sobre el embalse del Sisga (en Cundinamarca), que más tarde lo llevarían a escribir su trabajo Campesinos de los Andes. Estudio sociológico de Saucío (1961) (Pineda Camacho, entrevista en Caviedes, 2004). La segunda generación de esos antropólogos, graduados del departamento de antropología de la Universidad Nacional de Colombia (sede Bogotá), donde habían participado en procesos de organización estudiantil y colaborado en la elaboración del periódico Unidad Indígena del Consejo Regional Indígena del Cauca (entrevista a Antonio Cardona en Caviedes, 2004), hizo etnografías sobre el pueblo embera-katío como parte del estudio etnosocial que adelantó la Universidad de Córdoba (Montería) antes de la construcción del embalse Urrá I, a partir de 1982. En ellas presentaron hipótesis propias sobre las consecuencias negativas de la construcción del proyecto en territorio embera (véase, Corporación Eléctrica de la Costa Atlántica. Dirección regional proyecto hidroeléctrico de Urrá, 1991). Esos recién egresados de las universidades Nacional y del Cauca adelantaron un trabajo más profundo con los embera-katío, que llevó a los inicios incipientes de organización indígena de los Cabildos mayores embera-katío de los ríos Verde y Sinú, y que hoy hacen parte de la Organización Nacional Indígena de Colombia (Onic). Su práctica puede resumirse en un trabajo de campo intenso, en el que compartían con los indígenas sus visiones sobre las consecuencias económicas, políticas y culturales de la construcción de los embalses I y II del proyecto hidroeléctrico. Ese trabajo estuvo acompañado por un intercambio tímido pero importante de experiencias de organización entre los indígenas del Cauca y los del Sinú (Cardona, entrevista en Caviedes, 2004).

A partir de 1993, pero por otro camino, antropólogos y asesores de la Onic, acompañando el proceso de organización frente al inminente llenado de la represa Urrá I, aplicarían esta misma forma de trabajo etnográfico colectivo entre antropólogos e indígenas. En el texto Territorios indígenas, identidad y resistencia, de Efraín Jaramillo, antropólogo, y Kimi Pernía Domicó, líder indígena desaparecido posteriormente, puede verse el resultado de un trabajo antropológico conjunto entre un etnógrafo y un indígena, que explica las relaciones conflictivas entre los indígenas y el estado colombiano, las razones de la movilización embera contra la represa Urrá, y sus estrategias para enfrentar los problemas planteados a ellos por el estado y la empresa privada con la construcción de la represa. Ese texto se redactó meses antes de la desaparición forzada de Pernía Domicó, debido a su lucha contra la construcción de la represa (véase Onic, 2002).

Si bien es cierto que, por su trayectoria, investigadores como Luis Guillermo Vasco, María Teresa Findji, Víctor Daniel Bonilla o Tulio Rojas, entre los solidarios, así como Myriam Jimeno y Adolfo Triana, entre los colaboradores del Cric de la década de 1970 a 1980, se hicieron visibles mediante publicaciones académicas, esto no quiere decir que quienes desarrollaron trabajos con organizaciones indígenas en apoyo a los procesos de organización no acudieran a la escritura como instrumento de análisis, reflexión y registro de sus debates y postulados. No obstante, a diferencia de la primera generación de los antropólogos intermedios, los profesionales de las siguientes no se ubicaron con mucha visibilidad en las universidades. Pero en sus tesis de grado, sus informes de trabajo y en textos escritos en nombre de las organizaciones indígenas desarrollaron los postulados presentados por aquel grupo de intelectuales que hacía parte del Comité de solidaridad con los pueblos indígenas. Al mismo tiempo, los intelectuales partícipes de ese Comité sostendrán siempre que su propuesta de transformación de la antropología, aun cuando formulada desde el ejercicio académico, era rechazada en el ámbito universitario o al menos marginada por considerarse carente de importancia. Es por ello que numerosos textos suyos fueron publicados como cartillas para las comunidades indígenas, artículos para revistas estudiantiles o como escritos en nombre de las organizaciones indígenas (Caviedes, 2000).

En muchos casos, como explican Roberto Pineda Camacho y Antonio Cardona (entrevista en Caviedes, 2004), los antropólogos que ejercieron la antropología comprometidos con los pueblos indígenas perdieron sus cargos como funcionarios de instituciones del estado o de empresas privadas. No obstante, en esos trabajos subyace la idea de que era posible encontrar una empatía entre el proyecto de sociedad buscado por investigadores sociales y por las organizaciones indígenas, como sugerían Vasco, Findji, Velasco y Bonilla en su propuesta de 1980.

EL LUGAR DE LA ANTROPOLOGÍA COLOMBIANA ENTRE LATINOAMÉRICA, ESTADOS UNIDOS Y EUROPA

ESA ANTROPOLOGÍA MARGINAL, TRABAJADA DESDE EL ACOMPAÑAMIENTO Y NO desde la investigación pura, o a veces inclusive desde la empresa privada, presentó propuestas conceptuales. En Colombia es más fácil, por haber escrito y publicado con frecuencia, presentar los planteamientos conceptuales de Luis Guillermo Vasco, quien desarrolla respecto a los pueblos indígenas la definición de "nacionalidades minoritarias" o "nacionalidades indígenas" (Vasco, 2002 [1982]), para explicar la relación entre las sociedades indígenas y la nacional. Existen sin embargo trabajos escritos pero no publicados, como el de Tamayo (1986), quien desarrolla la propuesta de un trabajo etnográfico de "doble vía", idea que aparece implícita en los trabajos de los solidarios en el Congreso de 1980, pero en la que Tamayo profundiza, planteando que el conocimiento construido con la comunidad de Jambaló busca explicar la legitimidad de la lucha indígena y la relación de esa comunidad con la sociedad no indígena del departamento del Cauca (Tamayo, 1986). Más tarde, ante las transformaciones surgidas del reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas en la Constitución de 1991, Andrade sugiere que el trabajo del etnógrafo comprometido con los procesos de organización indígena deberá ser, más que de solidaridad, de "antropología acompañante" (1994).

Estas formulaciones o definiciones metodológicas pueden aparecer como simples cambios de forma en la manera de realizar la etnografía. Carlos Alberto Uribe (2005) y Roberto Pineda (2005) sostienen que en Colombia prevalece el uso de planteamientos teóricos provenientes de Europa y Estados Unidos. Myriam Jimeno dice, por su parte, aun cuando con énfasis metodológico en las propuestas solidarias o apócrifas, que en las antropologías latinoamericanas, incluida la colombiana, los conceptos teóricos estadounidenses y europeos han sido replanteados o abandonados por unos nuevos, justamente en el desarrollo de conocimiento a partir del ejercicio de una antropología que no hace énfasis en la investigación pura, sino en el ejercicio del compromiso y la acción política (Jimeno, 2005).

Por su parte, Alcida Rita Ramos compara la actividad de investigadores europeos o estadounidenses y etnólogos brasileros, y considera posible involucrarse políticamente y desarrollar investigación con rigor académico, pues no existe ni puede pensarse una investigación académicamente pura. Tal vez los antropólogos brasileros, llamados constantemente a pronunciarse políticamente, tengan menos espacios para afinar sus instrumentos metodológicos, pero poseen, en el contacto con las comunidades indígenas, más claridad sobre sus problemas. En el peor de los casos Ramos admitiría que el antropólogo tiene la oportunidad de eliminar de sus textos escritos las referencias a la interacción política con las comunidades (Ramos, 1990: 454). No obstante, tal eliminación le resulta una manera de sacarle el cuerpo al problema, pues la etnología no existe en un vacío social, en especial porque se refiere a la vida social. Y ello implica que la interacción política es, en sí misma, "sujeto del pensamiento antropológico"; es la realidad misma a la que la antropología debe referirse y entender. Y es allí, en la comprensión y el estudio de tal interacción política entre lo indígena y lo nacional, donde el etnólogo de Brasil es también un actor, donde cesa la separación entre investigador e investigado (Ramos, 1990: 454); es allí donde se diferencia la antropología brasilera de otras como la británica y la estadounidense. Según Ramos, los antropólogos brasileros se involucran siempre, en alguna medida, con la situación indígena en su país; y afirma -infortunadamente casi justificando un reconocimiento- que la antropología de ese país "alcanza los estándares internacionales de calidad mientras mantiene su propio sabor" (Ramos, 1990: 456). Ante la responsabilidad de los intelectuales de construir una nación con base en lo "'nativo' (...) no produjeron simplemente trabajos para su propia satisfacción intelectual y el avance de la ciencia como tal. Su producción estaba motivada y orientada a una responsabilidad civil (...) contribuyendo con la nueva nación. La antropología [brasilera] nació y floreció en este contexto" (Ramos, 1990: 455). Pero en esa antropología se encuentra también una especie de respuesta crítica a la experiencia colonial impuesta sobre Brasil desde la colonia europea, que en muchos casos, "aunque no todos", aclara Ramos, ha sido influida por el marxismo (Ibídem).

 Según Myriam Jimeno, la antropología en Colombia -considerada una herencia colonial- se reconsideró durante la década de 1960, a partir del marxismo. Al mismo tiempo, y como sucedió en Brasil, desde 1971 el Cric exigió una posición de los antropólogos, y algunos indígenas se pronunciaron sobre la situación de sus pueblos en espacios académicos. Por ello, aun cuando en la década de 1980 el pensamiento posmoderno parece formular la misma crítica que se hacía en Colombia en la de 1970, Jimeno piensa que la antropología colombiana no ha sido una simple reproducción de la estadounidense y la europea, en especial por su proximidad con los movimientos populares. Más aún, sostiene, ha transformado la política pública, pues nunca ha existido una barrera entre quienes hacen política de estado y la academia colombiana. Esto habría alejado a la antropología en el país de la producción teórica, que, sin embargo, ha aumentado con el tiempo (Jimeno, 2000, 2005).

Carlos Alberto Uribe encuentra otras diferencias con las antropologías "metropolitanas", refiriéndose a las de las potencias coloniales. Para él, a diferencia de las academias estadounidenses, con sus escuelas cuidadosamente definidas por las tradiciones teóricas fundadas por cada maestro, la antropología colombiana carecía de escuelas y de maestros fundadores. No tenía tampoco posgrados y los investigadores y docentes de la segunda generación, que rechazaron la influencia metodológica de los pioneros, muchas veces desarrollaban su carrera a partir de sus "pregrados" (Uribe, 2005). Con el tiempo apareció una generación intermedia que pasó de los "pregrados" en Colombia a posgrados en las academias "metropolitanas", desarrollando una investigación que se ha mimetizado de nuevo con la antropología "metropolitana": traducción de la traducción, sería la academia colombiana (Ibídem). Uribe admite que la investigación en Colombia es dinámica y que ha tenido ciertos méritos, pero se debe romper con el poder "metropolitano", emprendiendo la formación de doctorados. Una propuesta no muy radical. Después de todo, los posgrados son una mimesis de una estructura universitaria impuesta, y si la antropología en Colombia tuvo un desarrollo y una esencia propia justamente entre aquellos investigadores intermedios, que rompieron con la tradición pionera desde sus "pregrados", como sugiere Uribe, ¿no podría el fortalecimiento del pregrado ser una alternativa tan valiosa o más que un posgrado concebido al ritmo de las potencias coloniales?

Pienso que el problema es político y metodológico. Por eso recojo la propuesta planteada por Pineda Camacho: la perspectiva histórica. Él sostiene que, como resultado de un llamado de Gerardo Reichel-Dolmatoff y Alicia Dussán de Reichel, muchos antropólogos colombianos y estadounidenses llegaron a desarrollar antropología al Amazonas, donde los segundos hicieron investigaciones de doctorado con el modelo monográfico propio de las academias de Estados Unidos y Europa, influidas por el estructuralismo y el funcionalismo, carentes de perspectiva histórica. Los antropólogos colombianos, formados en "pregrados", hicieron trabajos acerca de sujetos diferentes, pues mientras los "metropolitanos" buscaban a los indios prístinos, ellos se acercaron a indígenas golpeados por la colonización mestiza y la explotación económica -en especial por la extracción del caucho-, para lo cual la antropología no había desarrollado herramientas conceptuales apropiadas. Los antropólogos en Colombia rechazaron conceptos como el de "aculturación" y acudieron a una perspectiva histórica, influida por una inspiración marxista, aun cuando improvisada (Pineda Camacho, 2005). Así, la antropología en el país "reunió lo que nunca debió separarse: la antropología y la historia", permitiendo un análisis que aportara a "nuestros propios proyectos políticos", apuntando a un público que está aquí, en Latinoamérica (Ibídem).

François Correa (2005) sostiene que la antropología nacional posee una característica particular: su investigación busca entender a la propia sociedad, y en especial su transformación, la transformación de formas de discriminación social presentes en la sociedad nacional. Afirma que el papel de la antropología colombiana ha estado en la transformación jurídica del país -por ejemplo, en los cambios constitucionales de 1991- y las políticas de estado. Lo ha hecho, a diferencia de otras tradiciones académicas, en alianza con otros investigadores sociales y ha abierto el espectro de sus materias de investigación (Correa, 2005).

Aun cuando en algún momento busqué caracterizar el sabor de la antropología colombiana, con el tiempo he llegado a concluir -impulsado por la intervención de un espectador anónimo del Congreso de antropología de 2003 (Manizales) en el que recogí las anteriores afirmaciones- que buscar una antropología colombiana sería aceptar pensar la antropología en el marco de la construcción de un estado-nación, que es, en sí mismo, una imposición. Además, este afán por definir a la antropología colombiana me ha llegado a parecer un afán por justificar méritos académicos ante un "centro cultural" y académico -de potencias coloniales como Europa y Estados Unidos- para demostrar que, bajo los criterios de tal "centro metropolitano", la antropología hecha aquí sí tiene valor. Veo esa preocupación especialmente en el texto de Alcida Ramos, concentrada en demostrar, ante un público estadounidense -el texto original está escrito en inglés- que la antropología brasilera no debe menospreciarse por su tinte político, ya que la perspectiva política no riñe con el rigor académico. Sin embargo, considero que la misma idea está implícita en las propuestas de Uribe, Correa, Jimeno y Pineda.

Difiero de la perspectiva demasiado optimista de Myriam Jimeno, y si bien estoy de acuerdo con su caracterización de la antropología entre las décadas de 1960 y 1970, considero también que la hecha en Colombia debe cuestionar profundamente sus influencias en las políticas públicas. Véanse si no, por ejemplo, las afirmaciones del jefe de la dirección de etnias del Ministerio del Interior y de Justicia acerca de la situación de los embera-katío del alto Sinú, en las que señala a la comunidad indígena de ser cómplice de los grupos armados ilegales (El Meridiano de Córdoba (Montería). 28 de abril de 2004: 4A). Además, contrario a lo que sostiene Jimeno (2000), en la actualidad sí existe un alejamiento de las propuestas de colaboración/solidaridad o investigación acción participativa. Cada vez más, el trabajo de campo y la reflexión teórica responden a orientaciones dictadas por las academias estadounidenses y europeas. Sobre esos intereses, a partir de la década de 1990 algunos investigadores en Colombia empezaron a aceptar un proyecto para una nueva antropología.

LA PROPUESTA DE UNA ANTROPOLOGÍA COLOMBIANA

DESDE LA DÉCADA DE 1990 LAS COSAS HAN CAMBIADO EN LA ANTROPOLOGÍA hecha en Colombia, que se aleja gradualmente del interés por lo indígena y las organizaciones junto a las cuales se hicieron esas propuestas propias. Al intentar definir la antropología colombiana a través de su historia, María Victoria Uribe y Eduardo Restrepo sostienen en la "Introducción" al libro Antropologías transeúntes -en el que proclaman el fin de lo indígena como materia central en la antropología colombiana-, que en esta han existido dos sectores: uno "objetivo" y otro "militante" (Uribe y Restrepo, 2000: 10). El primero tenía como objetivo "el registro académico de regularidades que podrían ser comparadas con otras para así llegar a generalizaciones de diferentes órdenes sobre las culturas humanas" (Ibídem). Los segundos buscaban "cuestionar los supuestos epistémicos y metodológicos de las ciencias positivas metropolitanas a cambio de una antropología militante con las justas causas de las poblaciones explotadas" (Ibídem). Uribe y Restrepo sostienen que "en las universidades, los congresos, los textos publicados, las acciones militantes de los antropólogos, o en las clasificaciones burocráticas de la antropología, el indio se convirtió en el objeto antropológico por antonomasia" (Ibídem). Considero que esta es una imagen falsificada de lo que ha sucedido con la antropología en Colombia.

La antropología desarrollada por quienes estuvieron cerca al movimiento indígena aceptó el ejercicio que esos pueblos desarrollaban al construir un conocimiento sobre sí mismos como parte de la reivindicación de su derecho como pueblos y, a la vez, parte de la sociedad nacional. Los indios hicieron su propia antropología al declarar desde el Cauca ante la sociedad nacional: "no somos una raza, somos un pueblo", mediante el ejercicio de explicarle a la sociedad nacional qué es ser indígena (entrevista a Tulio Rojas en Caviedes, 2000: 85; véase también Gerardo Morales en Bonilla, 1988: 35), al exigir su derecho a la autonomía y hablar en su lengua, al rechazar la reducción a la vida civilizada a la que los obligaba la ley 89 de 1890, al exigir sus resguardos y al explicar que su vida y su cultura se materializaban en su territorio, diciendo: "recuperar la tierra para recuperarlo todo" (Gobernadores Indígenas en Marcha, 1981; entrevista a Raúl Castro en Caviedes, 2000).

Uribe y Restrepo no sólo tergiversan el papel de la antropología solidaria o colaboradora, ellos la llaman "militante" (2000: 10), sino que, además, borran del todo la antropología o las propuestas que los indígenas le han hecho desde sus propias formas de conocimiento. Estos autores definen otro tipo de antropología, a la que dan el nombre de "antropología objetiva" (Ibídem: 10), para referirse a la dedicada al estudio de los pueblos indígenas y despojada de pretensiones políticas, como quisieron ejercerla en cierto momento sus pioneros en Colombia. Para evaluar la definición de Uribe y Restrepo es importante revisar algunos planteamientos de los llamados pioneros de la antropología en Colombia.

En la introducción de su texto Desana (1968), Gerardo Reichel- Dolmatoff sostiene que la importancia del estudio de las comunidades indígenas radica en que ante la desaparición inevitable de los pueblos indígenas como consecuencia de su inserción en la sociedad nacional, el antropólogo debe recoger tan cuidadosamente como le sea posible lo que él llama "la filosofía", no la cultura, de estos pueblos, de tal manera que, llegado el momento de su desaparición, como legado a la humanidad, el antropólogo haya dejado escrita tal filosofía en un libro (Reichel-Dolmatoff, 1968: v-vi). Más tarde reitera, en The people of Aritama, la imposibilidad de oponerse a la desaparición de esos pueblos (Reichel- Dolmatoff y Dussán de Reichel, 1961: XI, XVIII).

En "Problemas y necesidades de la investigación etnológica en Colombia" (1965), Alicia Dussán de Reichel plantea como meta de la antropología en Colombia la realización de investigaciones etnográficas en ciertas zonas del país, donde las comunidades indígenas están en riesgo inminente de desaparición -entre ellas menciona al Magdalena medio, donde en 1965 se encontraban los opón y los carare, pueblos que ya ni siquiera las organizaciones nacionales indígenas consideraban existentes-. Luego de la investigación, los académicos proveerían de conocimiento y sugerencias al estado para la aplicación de políticas de atención a estos pueblos (Dussán de Reichel, 1965).

A pesar de esa mirada que condena indolentemente la desaparición de los pueblos indígenas, en la elaboración de estas etnografías clásicas con intención de "objetividad" o de distanciamiento político, la insistencia en que esas comunidades indígenas en riesgo de desaparecer seguían existiendo, la antropología pionera se convirtió, inconscientemente, en un ejercicio que recordaba continuamente a la sociedad nacional que lo indígena pervivía como parte de ella, en un momento histórico en el que la sociedad nacional quiso renunciar a lo indígena, ocultarlo, mestizarlo, como muestran Luis Guillermo Vasco y Roberto Pineda Camacho al citar los discursos de Laureano Gómez (Vasco, 2002: 132; Pineda Camacho, 1984). Su parte, pero esta vez consciente e intencionalmente, hicieron los antropólogos del Instituto Indigenista, Blanca Ochoa, Juan Friede y otros intelectuales como Antonio García, que merecen capítulo aparte (Pineda Giraldo, 2000; Rueda, s. f.; Caviedes, 2004).

Proponiendo sepultar la experiencia de la discusión entre las antropologías por ellos denominadas "objetiva" y "militante", Uribe y Restrepo sostienen la necesidad de "desindiologizar" (Uribe y Restrepo, 2000: 12, 17) la antropología, con el argumento de que el concepto de "cultura", que determinó a la antropología "militante" y a la "objetiva", resulta inadecuado para entender una sociedad construida sobre las diferencias y donde las identidades fluctúan y son transitorias. Sugieren, siguiendo a Marc Augé, que la antropología en Colombia debe transformarse, abandonando la representación exótica de los otros, pero también mostrando lo exótico de los fenómenos sociales modernos. En otras palabras, invertir la mirada, mostrando a los indios como parte de nosotros y mostrándonos a nosotros como otros exóticos (Ibídem: 17). Siguiendo a Augé, definen esta estrategia como "el modelo de las pruebas o las evidencias", según el cual numerosos ejemplos demuestran que las culturas, las identidades y las relaciones de poder cambian permanentemente al ritmo del capitalismo globalizado (Ibídem: 13). Lo hacen así en vez de responder a una esencia cultural estática, como según ellos, lo considera la antropología hecha en Colombia, tanto la "objetiva" como la "militante" (Ibídem: 16). En palabras de los autores: "Esto significa renunciar definitivamente a la ecuación antropología = estudios de grupos indígenas" (Ibídem: 17), pero advierten que:

esto no supone la disolución de la identidad disciplinaria sino el reconocimiento de que su sentido, la razón de ser de la antropología, no es la búsqueda y definición de esencias culturales, la descripción de costumbres y gente exótica, sino la naturaleza de la alteridad, es decir, de la pluralidad cultural en el 'actual' contexto de globalización, que desborda sus supuestamente tradicionales objetos de estudio (Ibídem: 9).

Me parece que esto aclara que Uribe y Restrepo no proponen trascender, cambiar o abandonar la relación sujeto/objeto ni establecer una nueva relación en la que los antropólogos sean constructores de conocimiento con las comunidades con las que trabajan, sino, simplemente, que "pueden examinar la constitución de modalidades de la alteridad más allá de los convencionales otros y de las lecturas etnizantes y esencializantes" (Uribe y Restrepo, 2000: 18). Para ellos, los antropólogos siguen siendo los únicos legítimos constructores de conocimiento. Es así como pasan por alto la propuesta epistemológica fundamental de la antropología que surge en Colombia con la generación intermedia, reduciendo la propuesta de los solidarios/colaboradores y la investigación acción participativa a una pura forma de "militancia" política.

Además, la propuesta de Uribe y Restrepo implica que la antropología no puede admitir la existencia del ser humano por fuera del capitalismo globalizado, como sostiene Franz Flórez (2000). Implica negar que existe la posibilidad de formas de organización humana diferentes a esta, y que la lucha de los pueblos indígenas, sin negar su relación con el sistema político impuesto por occidente con los estados-nación criollos, surge justamente como una propuesta de sociedad diferente a esta nuestra, a la del capitalismo globalizado, como sostiene Vasco al utilizar el concepto de "nacionalidades indígenas" para definir la relación de los pueblos indígenas con el estado colombiano (Vasco, 2002). Uribe y Restrepo no rechazan la existencia misma de los estudios sobre "etnias indígenas" -término que prefieren al de  "pueblos indígenas"-, pero demandan su subordinación a los estudios sobre la construcción de identidades dentro del capitalismo globalizado.

María Victoria Uribe y Eduardo Restrepo recurren a Marc Augé para usar sus referentes conceptuales en su definición de la antropología colombiana. Tal vez a ello se deben las fallas de su reconstrucción. Trasladan artificialmente la crítica de la teoría posmoderna estadounidense y europea de la antropología clásica a la historia de la antropología hecha en Colombia, pasando por alto elementos importantes que diferencian la práctica de la disciplina en el país de la practicada allá. Los antropólogos en Colombia estudian copiosamente a Pierre Bourdieu, leen reiterativamente a Clifford Geertz y a James Clifford, cursan maestrías en Colombia donde citan y recitan a Wallerstein, Giddens y, otra vez, por si acaso no lo entendieron, lo más probable, a Bourdieu. Utilizan marcos conceptuales elaborados en Francia y en Estados Unidos para explicar la realidad colombiana en los casos de desplazamiento, el campesinado, la construcción de identidades de género e, inclusive, en lo indígena. Un buen ejemplo de este fenómeno es Castillejo (2000), quien para elaborar una etnografía del desplazamiento en el Magdalena medio se basa sólo en autores extranjeros y aplica su terminología en alemán. ¿Cuántos cursos dictan nuestros programas de pregrado o posgrado sobre la investigación acción participación, la única metodología de trabajo en ciencias sociales originada en Colombia, que se extendió durante cierta época en otros países de Latinoamérica? Yo no he escuchado de ninguno. Y estudiamos las transformaciones y los cambios de "paradigmas" teóricos desde Durkheim hasta Foucault; pero ¿estudiamos en nuestras academias la genealogía de nuestro propio pensamiento? ¿Analizamos en qué derivó la IAP, cómo se transformó, quiénes dieron pasos más allá de ella? No.

Nuestras universidades e institutos de investigación se han vuelto incapaces de hablarle a la sociedad nacional, porque sólo publican textos que son originalmente tesis doctorales preparadas por investigadores colombianos para universidades estadounidenses y europeas, escritas para un público académico de allá. Y luego de que son aprobadas, entonces sí aceptan publicarlas acá, en un lenguaje que no pueden entender las comunidades indígenas, campesinas, desplazadas, negras o urbanas sobre las que esas tesis doctorales hablan. Artículos y compilaciones actuales (véanse, por ejemplo, Chaves, 1998; Salcedo, 2000) recuerdan lo que Arocha y Friedemann sostenían ya en 1984: "los antropólogos colombianos estudian y escriben sobre su país, guiados por los requerimientos del sistema de información noratlántico, más que por las necesidades de supervivencia de unas minorías étnicas que enfrentan las consecuencias directas e indirectas de la consolidación estatal" (Arocha y Friedemann, 1984: 306). Al respecto, en 1985 Vasco se refería a la necesidad de un nuevo lenguaje "mutuamente inteligible", construido en conjunto entre nuestra sociedad y las sociedades indígenas, del cual la antropología carece (1985: 11). Este mismo problema de incapacidad de diálogo de la antropología con los pueblos indígenas está presente en otras tradiciones antropológicas, como lo señala el líder indígena Vine de Loria para el caso de la antropología estadounidense (De Loria, 1975).

LA ANTROPOLOGÍA COLOMBIANA Y LA SITUACIÓN ACTUAL DE LOS PUEBLOS INDÍGENAS

USTED PENSARÁ, LECTOR, QUE QUIERO VOLVER A LA ANTROPOLOGÍA DE LA década de 1970, algo vetusta para nuestras vidas y academias posmodernas. Pero lo que realmente quiero es construir una antropología propia; no colombiana, sino propia. No una antropología a favor de uno u otro proyecto de estado-nación, sino una que sea un espacio de búsqueda de una nueva sociedad, como nos invitan a construirla diferentes sectores sociales, en especial el movimiento indígena.

Para ello propongo retomar el ejercicio de Orlando Fals Borda, en el que invitó al diálogo entre campesinos de la costa atlántica, y en general sectores populares y académicos por medio de los dos canales de su texto Historia doble de la costa (Fals Borda, 1980), en el que se iniciaba la búsqueda de ese nuevo lenguaje mutuamente inteligible del conocimiento social. En ese libro, Fals Borda intentaba poner en diálogo el conocimiento de la historia construido por la comunidad por medio del lenguaje popular, narrado literalmente en las páginas pares del texto, con el conocimiento construido académicamente, redactado en las impares. Se trata de un ejercicio incompleto, pero avanzar en ese lenguaje mutuo implica aceptar el conocimiento popular como legítimo

Durante el día internacional de los pueblos indígenas celebrado en 2004, la Onic nos recordó que el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas es una invitación a la sociedad nacional a ejercer su condición de interlocutora de los estados de los que hace parte. El proyecto de autonomía de los pueblos indígenas es una invitación al ejercicio de nuestra autonomía como ciudadanos, al ejercicio libre de nuestros derechos, a pensar, como lo hicieron los pueblos indígenas, en la sociedad que queremos, en vez de aceptar, tal como nos los han recitado, los derechos que otros suponen que debemos tener (Andrade Casamá, 2004). Allí es posible lograr empatía entre las búsquedas de los pueblos indígenas y el resto de nosotros. Si usted, lector, opina que esto es volver a la antropología vetusta de la década de 1970, analicemos algunas situaciones del momento actual.

En mayo de 2004, la Onic sostuvo ante el relator especial de las Naciones Unidas para los pueblos indígenas que más de cuatro pueblos indígenas están registrados por el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (Dane) con menos de ciento cincuenta personas. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha exigido al gobierno colombiano tomar medidas especiales de protección a los derechos humanos de los pueblos kankuamo y wiwa de la Sierra Nevada de Santa Marta, embera-katío del alto Sinú, pijao del departamento del Tolima y embera-chamí de Risaralda, sólo por nombrar algunos pueblos en situación crítica de derechos humanos (Andrade Casamá, 2004: 3, 11). Según datos de 2003 de la Onic y la oficina de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), los índices más altos de desplazamiento entre los kankuamo de la Sierra Nevada se encuentran entre personas de dieciséis a treinta años de edad -no hay que ser un gran antropólogo para entender que esto impide el paso de la tradición cultural de una generación a otra- (Onic-Acnur, 2003). El estado colombiano ha vuelto a autorizar la exploración petrolera en el territorio del pueblo uwa, que considera la extracción de petróleo un daño profundo a su territorio (Andrade Casamá, 2004: 15). Las comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas desplazadas del alto Naya por actores armados han vivido años de desatención por parte del estado a su situación (Andrade Casamá, 2004: 11; Defensoría del Pueblo, 2002). La misma Onic señala, además, que 23% de la población desplazada en el país es indígena (Andrade Casamá, 2004). El Centro de Cooperación al Indígena (Cecoin), que hace parte de la Organización Indígena de Antioquia (OIA), señala que durante 2001 el incremento de la violencia contra los pueblos indígenas del Putumayo y el Cauca ocurrió paralelo a la puesta en marcha del Plan Colombia (Villa y Houghton, 2005: 46). El 2002 fue el año más violento -cálculos con base en denuncias de asesinatos y heridos- en contra de los pueblos indígenas en los últimos diez años. Cecoin sostiene que en el departamento del Putumayo la violencia afectó a los pueblos "nasa, awá, inga, kofán, siona, uitoto, embera-katío, yanacona y kamentzá" (Villa y Houghton, 2005: 47). Esta organización sostiene también que entre 1997 y 2004 "han sido asesinados 496 indígenas; es decir, más de la cuarta parte de todas las víctimas de los últimos 30 años; y han sido desaparecidos otros 65" (Ibídem) y que entre 1997 y octubre de 2003 el sistema de información sobre población desplazada por la violencia en Colombia de la Pastoral Social registró, "4.144 indígenas desplazados en 188 municipios del país, de los 314 donde hay población indígena" (Villa y Houghton, 2005: 49); información recogida con un alto índice de subregistro: Villa y Houghton citan fuentes que plantean que el registro anterior corresponde sólo a 1% (2005: 49).

LA ANTROPOLOGÍA "DEL DEBATE"

EN EL TEXTO "100 AÑOS DE INVESTIGACIÓN SOCIAL", JAIME AROCHA DEFINE una tendencia que denomina "antropología del debate", cuya vanguardia en los años 1970 atribuye a Horacio Calle. Sostiene que este tipo de antropología, cuyo espacio de reproducción fueron "los pasillos y las discusiones de cafetería" y no la escritura -olvidando las tesis de grado, las publicaciones estudiantiles y las del movimiento indígena-, tuvo su materialización no en los textos ni en las escuelas, sino en el trabajo político con organizaciones de base indígenas, campesinas y obreras (Arocha, 1984). Pero Luis Guillermo Vasco responde al artículo de Arocha diciendo que nunca hubo debate, que a la discusión siempre se le "escurrió el bulto" y que, cuando el departamento de antropología de la Universidad Nacional de Colombia (sede Bogotá) se polarizó entre "vasquistas y paramistas", la discusión fue ahogada (entrevista a Luis Guillermo Vasco en Caviedes, 2000).

En su caracterización de esta dimensión de la práctica de la antropología Jaime Arocha sostiene también que los antropólogos que él llama "del debate" excepcionalmente fueron investigadores, sino activistas, razón por la cual, en vez de publicar su trabajo se materializa en el apoyo a las organizaciones de base (Arocha, 1984). Me parece que Myriam Jimeno y Alcida Rita Ramos pueden plantear otra opinión: aun cuando los libros de estos antropólogos no fuesen publicados por los institutos de investigación o las universidades, lo que hicieron sí fue investigación, pues esa era justamente la propuesta de la investigación acción participación de Orlando Fals Borda: el apoyo a las organizaciones de base debía ser el resultado de la experiencia investigativa. Y el apoyo y la investigación estaban entrelazadas, o debían estarlo (Fals Borda y Rodríguez Brandão, 1987: 11-22). ¿Por qué si no se llamaría investigación acción participación?

Pero la caracterización más inadecuada que hace Arocha de esta expresión particular de la antropología en Colombia se revela al culpar a los antropólogos asesores, acompañantes, solidarios o colaboradores del movimiento indígena de dividirlo, determinarlo y, en último término, de suplantarlo, presentando a las comunidades, los líderes y las organizaciones indígenas como incapaces de tomar sus propias decisiones y sometidos al influjo hipnótico del antropólogo, al decir que: "respondiendo más a orientaciones partidistas que a las prioridades de las organizaciones que pretenden respaldar, a veces estos vínculos han contribuido a dividir al movimiento indígena (...). Ahora comienza a verse cómo las organizaciones de base seleccionan a sus colaboradores no tanto por su activismo como por su desempeño profesional" (Arocha, 1984: 274). En opinión de Arocha, experto en historia de la antropología y reputado profesional y académico, los indios obedecen ciegamente los dictámenes de los asesores o colaboradores antropólogos. ¿Le cuesta trabajo creer que son capaces de tomar decisiones y pensar por sí mismos?

Creo en la antropología apócrifa, hecha por antropólogos que nunca entregaron la tesis o cuya producción literaria yace en las bibliotecas de las universidades en proceso de enmohecerse o se encuentra mezclada con las opiniones de los líderes indígenas en las publicaciones de sus organizaciones. O por antropólogos que siguen trabajando desde pueblos pequeños apoyando a las organizaciones de base, porque el estado y las academias les cerraron las puertas por miedo a la reflexión abierta y la transformación de la realidad. Creo en los antropólogos marginales, pero considero que en vez de sufrir la putrefacción de las bibliotecas su producción literaria debería circular con tanta legitimidad académica como la de Jaime Arocha, Myriam Jimeno, Luis Guillermo Vasco, Alcida Rita Ramos, Roberto Pineda Camacho, Roberto Pineda Giraldo o Gerardo Reichel-Dolmatoff. Creo que ellos tienen mucho que decir. Sé que en las tesis de grado -o pregrado, para usar la terminología actual- de los departamentos de antropología, en las publicaciones de las organizaciones indígenas de Colombia -como el periódico Unidad Indígena, publicado inicialmente por el Cric y más tarde por la Onic, o las publicaciones del movimiento de Autoridades Indígenas de Colombia- están, de acuerdo con las opiniones de los líderes indígenas, las opiniones de muchos otros antropólogos.

¿ES POSIBLE HACER ANTROPOLOGÍA APÓCRIFA?

QUIERO RESALTAR QUE LA ANTROPOLOGÍA APÓCRIFA HA PARTIDO DE UNO de los principios que define Orlando Fals Borda como constitutivos de la investigación acción participativa: la certeza de que, con la misma capacidad de la ciencia occidental, con el mismo derecho, existe una ciencia popular, una ciencia de las clases populares. No sólo del proletariado y del campesinado, sino también de las comunidades indígenas. Y que esa ciencia popular debe aportar a la comprensión de la realidad social y su transformación (Fals Borda y Rodríguez Brandão, 1987: 19). Eso es lo que la hace apócrifa, es decir sin autor, porque construye un conocimiento colectivo, al que no sólo aporta el investigador antropólogo, sino la comunidad. Pero es también una antropología sin dueño, pues conduce a la transformación del pensamiento de quienes la viven.

Me refiero a la transformación de una realidad social que reconozca los derechos de los pueblos indígenas, de las sociedades campesinas y los pueblos afrodescendientes; en especial, que reconozca su derecho a existir como pueblos: el derecho de los kankuamo, los pijao y los embera a seguir existiendo como pueblo. La transformación de una realidad social en la que retomamos las palabras de los pueblos indígenas porque las consideramos también una expresión legítima del conocimiento, conocimiento que nos advierte del riesgo de su desaparición, pero nos recuerda también su derecho a pervivir.

Una antropología tal sería resultado de volver a las propuestas de estos antropólogos apócrifos, pero no como objetivo, sino como punto de partida. Lo que propongo no es una fórmula metodológica ni una serie de reglas para que los antropólogos apliquen en campo. Se trata de una invitación a construir una antropología propia como ejercicio colectivo, no de seguir una doctrina instaurada por el fundador de una escuela. Reitero que la antropología que llamo apócrifa ha sido realizada de diferentes formas y tiene numerosas variantes, entre las que está la propuesta de la solidaridad de doble vía (véanse, Vasco, 2002; Tamayo, 1986), pero también la de los colaboradores del Cric (Pebi-Cric, 2004), así como la "antropología acompañante" de Andrade (1994), o las experiencias de antropólogos e indígenas en el alto Sinú (véase, Caviedes, 2004). Y otras que, por apócrifas, seguramente escapan a mi conocimiento.

Insisto en que el primer paso hacia una antropología propia es la aceptación de la existencia de un conocimiento popular que puede dialogar, reflexionar y debatir con el conocimiento antropológico, incorporado por la antropología apócrifa, como decisión de indígenas y antropólogos que han trabajado en conjunto. El segundo elemento necesario para esta antropología propia es la aceptación, por parte de los antropólogos, de la responsabilidad de pronunciarse críticamente a favor del reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas, las comunidades afrodescendientes, la población campesina y otros sectores que reclaman el ejercicio de la diversidad. Este pronunciamiento debe utilizar el conocimiento antropológico como instrumento para ilustrar a la sociedad sobre las razones por las cuales esos derechos no han sido reconocidos y la necesidad de su reconocimiento.

Durante el Congreso de antropología en Colombia efectuado en Santa Fe de Antioquia en agosto de 2005, algunos estudiantes y profesionales de la antropología -entre ellos el autor de este ensayo- propusimos al Congreso pronunciarse públicamente, mediante un breve documento, en contra de las violaciones a los derechos de los pueblos indígenas y los derechos humanos de comunidades campesinas, afrodescendientes y otros sectores populares. Aun cuando en la asamblea final se admitió tal propuesta, el comité organizador nunca promovió la divulgación del documento. Por ello, circuló sólo discretamente en la internet y en la revista Etnias & Política (véase, Cecoin, 2005: 198), como resultado de algunas relaciones personales de quienes gestionamos el documento. Más recientemente, el comité organizador del Congreso de antropología de 2007 (Bogotá) aceptó divulgar un nuevo documento en el que se reiteraba ese pronunciamiento.

Si la antropología hecha en Colombia es verdaderamente una forma de pensamiento transformador, comprometida con la emancipación de las sociedades que conviven en el país, como lo sostienen Jimeno, Correa, Pineda Camacho y otros, ¿cómo puede olvidar la tradición epistemológica que se ha construido junto con los indígenas? ¿Cómo puede marginarla? Yo diría que si los antropólogos en Colombia conservan ese compromiso deben hacerlo público, como sector que puede recordarle a la sociedad los derechos de los pueblos indígenas y los diferentes pueblos que, contra la marginación, se resisten a desaparecer.


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