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Revista Colombiana de Antropología

versión impresa ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.43  Bogotá ene./dic. 2007

 

LA ANTROPOLOGÍA EN EL PERÚ: DEL ESTUDIO DEL OTRO A LA CONSTRUCCIÓN DE UN NOSOTROS DIVERSO

ANTHROPOLOGY IN PERU: FROM THE STUDY OF THE OTHER TO THE CONSTRUCTION OF A DIVERSE US

 

CARLOS IVÁN DEGREGORI
PABLO SANDOVAL
INSTITUTO DE ESTUDIOS PERUANOS
cid@iep.org.pe

Recibido: 17 de junio de 2007. Aprobado: 15 de octubre de 2007.


Resumen

ESTE ARTÍCULO PRESENTA UN PANORAMA DE LA HISTORIA DE LA ANTROPOLOGÍA EN EL PERÚ, Tomando en cuenta sus distintas etapas: 1) el indigenismo literario; 2) la influencia del culturalismo estadounidense; 3) el impacto de las teorías del desarrollo; 4) la influencia del marxismo; y 5) la bancarrota del llamado -paradigma andinista-. Se sostiene a lo largo del artículo que el aporte central de la antropología peruana fue contribuir a la articulación nacional -mediante las monografías etnográficas- explorando territorios ignotos tanto en el sentido literal como geográfico de la palabra, como también en sentido metafórico: incursionando en ámbitos socioculturales y temporales antes desconocidos.

Palabras clave: indigenismo, antropología, Perú, andinismo, historia intelectual.


Abstract

THIS ARTICLE PRESENTS AN OVERVIEW OF THE HISTORY OF ANTHROPOLOGY IN PERU, TAKING INTO ACcount its distinct phases: 1. Literary indigenism, 2. The influence of north American culturalism, 3. The impact of development theories, 4. The influence of marxism, and 5. The bankrupcy of the so-called "Andeanist paradigm". We argue that the central contribution of Peruvian anthropology was towards national articulation - by means of ethnographic monographs- exploring undiscovered territories both in the literal and geographical sense of the word, as well as metaphorically: going into sociocultural and temporal ambits previously unknown.

Key words: Indigenism, anthropology, Peru, andeanism, intellectual history.


EL QUEHACER ANTROPOLÓGICO PRIVILEGIÓ DURANTE MUCHO TIEMPO EL ESTUDIO de las "sociedades lejanas y diferentes" (Augé, 1995: 12). Podríamos definir entonces a la antropología clásica como la ciencia o el estudio del otro, el radicalmente diferente, el nooccidental. ¿Por qué el interés en estudiarlo? Mencionemos aquí sólo los dos extremos. Uno: estudiarlo para dominarlo mejor, pues la antropología surgió en el periodo de la expansión imperial europea y luego estadounidense. En el otro extremo, conocerlo para idealizarlo como el buen salvaje. Entre ambos, lo mejor de la antropología clásica contribuyó a ampliar el concepto mismo de humanidad, fomentando la tolerancia y reconociendo positivamente la diversidad cultural en tiempos en que cobraba auge el racismo científico.

Sin embargo, nadie puede escapar totalmente a su época. Por eso, en las etnografías clásicas descubrimos con frecuencia la tendencia a construir al otro fuera de la historia, exotizándolo y esencializándolo, sea como el buen salvaje que debe ser protegido en su pureza o como el primitivo destinado a desaparecer (Said, 1990; y para el contexto andino, Starn, 1992). Casi siempre varón, blanco, ciudadano de estados imperiales, difícilmente el etnógrafo podía evitar mirar, o fotografiar, con un "ojo imperial" al otro que era su objeto de estudio (Poole, 1998; Pratt, 1993).

ANTROPÓLOGOS EN LA "PERIFERIA": AMÉRICA LATINA

¿QUÉ PASA CUANDO EL OTRO NO ESTÁ EN UNA ISLA LEJANA, UNA SELVA IMPENETRABLE o algún desierto calcinante, sino dentro del propio país, literalmente a la vuelta de la esquina o incluso dentro del propio antropólogo? En otras palabras, ¿qué pasa cuando los otros, antes objeto de estudio, se convierten ellos mismos en científicos sociales? Si la antropología clásica fue un producto de la expansión noratlántica hacia el resto del mundo, en Asia y África fue hija de los procesos de liberación nacional, y en América latina de los de construcción nacional (Cardoso de Oliveira, 2001: 77; Stocking, 2001: 287).

Al igual que en cualquier parte, la antropología en América latina enfrenta peligros y ofrece posibilidades. Desde siempre e inclusive hoy, los antropólogos "sureños" estudiaban fundamentalmente sus propios países, lo que les daba y les sigue dando la ventaja comparativa de un "conocimiento localizado", una capacidad de "descripción densa" difícilmente igualable por los profesionales foráneos. Pero la cercanía al árbol puede bloquear la visión del bosque. Por otro lado, al concentrarse en su propio país pueden perder la perspectiva comparada, una de las condiciones centrales de producción de conocimiento de la disciplina. Finalmente, el o la antropóloga estudia su propio país, pero no necesariamente su propia (sub)cultura. Cuando la antropología esencializa al otro lo ve como homogéneo y monolítico, aun cuando en realidad no lo es. Lo probamos los propios antropólogos de la periferia, intelectuales diferenciados del resto de la población, a veces no sólo por educación o clase social, sino por pertenencia étnica o racial, como sucede con frecuencia en Perú, donde la comunidad académica tiende a reproducir las brechas y las exclusiones que atraviesan el conjunto del país: entre universidades nacionales y privadas, entre Lima y provincias, en cierta medida entre andinos y criollos (Degregori y Sandoval, 2006). Durante largo tiempo, sin embargo, a la antropología latinoamericana la impulsó la nostalgia o el anhelo narcisista, en cierto sentido nacionalista, de (re)construir un nosotros homogéneo. Mencionemos tres corrientes en las que puede rastrearse este deseo: 1) el indigenismo; 2) el paradigma de la "integración nacional" de los estados populistas; y 3) el de la revolución. Todos tenían en común una visión unificadora de la cultura y una concepción vanguardista del cambio social1.

Estas diferentes aproximaciones influyeron y se entrecruzaron en la antropología latinoamericana en diferentes grados y épocas. Pero aun cuando marcada por sueños que una vez en el poder se revelarían imposibles y etnocidas, la antropología no fue sólo y en muchos casos ni siquiera principalmente un instrumento del poder. Si la ubicamos en su contexto histórico, encontramos producción de conocimiento crítico sobre nuestras realidades y puntos de fuga hacia otros horizontes.

MIRADAS CRUZADAS: LOS ORÍGENES DE LA ANTROPOLOGÍA EN EL PERÚ2

EN EL CASO PERUANO, LO MEJOR DE LA ANTROPOLOGÍA CONTRIBUYÓ A AMPLIAR la foto de familia, a transformar la comunidad imaginada llamada Perú. El país concebido en un principio por sus elites como occidental y criollo, fue cediendo así paso a otro más contradictorio pero también más plural. El aporte central de la antropología en sus primeras décadas (1940-1960) fue contribuir a la articulación nacional -mediante las monografías etnográficas- explorando territorios ignotos tanto en el sentido literal y geográfico de la palabra, como también metafórico: incursionando en ámbitos socioculturales y temporales desconocidos.

En esos tiempos, y quién sabe si aún hoy, cuando salían a hacer trabajo de campo en comunidades lejanas, los antropólogos peruanos se sentían y tenían mucho de exploradores en un país donde la exploración había estado principalmente a cargo de extranjeros, mientras los hijos de las elites criollas tendían a comportarse como extranjeros en un país extraño3. Viajeros y traductores transculturales, en las décadas de 1930-1950 los coleccionistas y estudiosos del "folklore", por ejemplo, incorporaban a la cultura nacional las manifestaciones de los denominados hoy grupos subalternos. Viajeros en el tiempo, arqueólogos y etnohistoriadores, por su lado, incorporaron a la historia nacional los miles de años previos a 1532. Pero comencemos por el principio y avancemos en orden, precisando, ampliando y cuestionando también estas afirmaciones iniciales, tal vez demasiado celebratorias.

Cronistas, exploradores y viajeros

SI LA ANTROPOLOGÍA SURGE DEL ENCUENTRO CON EL OTRO, ENTONCES LOS precursores más antiguos de la antropología peruana los encontramos en tiempos de la conquista. Cronistas tratando de hacer inteligible la radical otredad del Tawantinsuyu; frailes doctrineros elaborando los primeros diccionarios de las lenguas quechua y aymara; burócratas visitadores que al entrevistar a los señores de la tierra o censar a sus súbditos para convertirlos en tributarios acumulaban material etnográfico sobre flamantes "subalternos" (Brading, 1991, capítulos II-IV y VII; Pagden, 1988). En sus sugerentes reflexiones sobre la antropología mexicana, Lomnitz (1999: 83) subraya que: "la tensión entre el mundo de lo conocido y la seducción de experiencias exóticas que no pueden ser narradas, es el contexto originario de nuestras antropologías" (véase también Lomnitz, 2001a).

Pero esta traducción intercultural entraña peligros. Los evangelizadores, por ejemplo, se encontraban tensionados por el peligro de la "corrupción" de los signos o de la moral. ¿En qué medida estaban traduciendo adecuadamente las categorías cristianas? ¿Hasta qué punto la traducción no significaba el primer paso hacia la reafirmación de la cultura nativa y la perversión de la doctrina cristiana? Además, "el proceso de aprendizaje implica, necesariamente, someterse a una lógica ajena aunque sea de manera provisional" (Lomnitz, 1999: 81-82). Esta misma mezcla de fascinación y horror la encontramos en Perú en figuras como Francisco de Ávila (1573-1647), jesuita cusqueño extirpador de idolatrías y recopilador al mismo tiempo de las historias de "los dioses y héroes, y la vida de los hombres de Huarochirí en la época prehispánica (...) una especie de Popol Vuh de la antigüedad peruana; una pequeña Biblia regional (...)" (Arguedas, 1966: 9).

No obstante, aquí pronto aparecieron otras voces, otras miradas cruzadas que nos ofrecen relatos contradictorios, ausentes en el recuento de Lomnitz, en el cual "corrupción" parece ser un camino de un solo sentido. En el caso peruano, el Inca Garcilaso de la Vega (1616/1960) emplea la misma palabra para referirse a los españoles que: "corrompen (...) casi todos los vocablos que toman del lenguaje de los indios de aquella tierra", comenzando por el nombre mismo del Perú, y que malinterpretan la 'verdadera' historia de los incas. Pero en lo que se refiere a la acepción moral y religiosa de la palabra corrupción, Garcilaso vacila. Corrige a Cieza, quien llama demonio a Pachacámac, la gran divinidad pan-andina, pues: "por ser español no sabía la lengua tan bien como yo, que soy indio inca" (Libro II, capítulo 2). Mas a continuación añade que:

(...) por otra parte tienen razón porque el demonio hablaba en aquel riquísimo tiempo haciéndose Dios debajo deste hombre, tomándolo para sí. Pero si a mí (...) me preguntasen ahora: '¿cómo se llama Dios en tu lengua?', diría 'Pachacámac', porque en aquel general lenguaje del Perú no hay otro nombre para nombrar a Dios sino éste, y todos los demás (...) o no son del general lenguaje o son corruptos (...) (Ibídem: Libro segundo, capítulo II: 134-135).

¿Divinidad o demonio? En su vacilación queda delineado uno de los dilemas que recorre la antropología y buena parte de la cultura peruana hasta nuestros días. Son los dilemas de un mestizaje que está lejos de ser armónico y sin contradicciones4 y se presenta más bien plagado de desgarramientos, suturas y tensiones al filo de dos mundos.

¿Qué pasa cuando el otro está dentro de nosotros mismos? La pregunta vale no sólo para Garcilaso, sino también para los cronistas indígenas como Santa Cruz Pachacuti o Guamán Poma de Ayala y su Carta al Rey, monumental híbrido de castellano y quechua, de escritura e iconografía. En esta carta, perdida hasta 1908, encontrada en Copenhague y publicada por primera vez en 1936 por el antropólogo y lingüista francés Paul Rivet, Guamán Poma nos ofrece: "la única contribución etnográfica entre los cronistas" (Murra, 1980: xvii). Son famosas sus críticas a la administración colonial, incluyendo a los frailes, pero en lo referente a las "idolatrías":

Su ambivalencia es notable. Defiende el uso de los bailes y las canciones andinas que otros tratan de prohibir. Pero al igual que su contemporáneo, el sacerdote cusqueño Francisco de Ávila, Waman Puma denuncia a los "ydúlatras" entre los señores andinos. Su obra, como la de Ávila, prepara el terreno para las grandes campañas de extirpación de las religiones andinas (...) (Ibídem).

Lo cual mostraría que a pocas décadas de la conquista existía ya un cierto marco discursivo hegemónico, que definía los asuntos centrales alrededor de los cuales y en cuyos términos puede tener lugar la contestación y la lucha (Joseph y Nugent, 1994: 20). La identidad mestiza y el reclamo indígena se construyen apelando a símbolos e instituciones que surgen de los mismos procesos que han subordinado a estos grupos.

Más que un repaso exhaustivo de ese primer momento precursor de la antropología, nuestro interés ha sido mostrar que desde muy temprano se complejizan y matizan las oposiciones dominación/resistencia, Andes/occidente, tradición/modernidad, y se erosionan también las fronteras entre nosotros y los otros.

Luego del gran impulso explorador asociado a la conquista y a la búsqueda de El Dorado, el fuego se apaga. Entre el rentismo y la rutina colonial, el elan protoantropológico queda fundamentalmente en manos de misioneros en la amazonia. La rebelión de Juan Santos Atahualpa en la década de 1740, que expulsa a los franciscanos de su última frontera amazónica, y la expulsión de los jesuitas pocas décadas más tarde, constituyen un epílogo de ese primer periodo y consolidan el predominio de una voluntad de ignorar. Las grandes rebeliones de Túpac Amaru y Túpac Ccatari en 1780 repliegan todavía más a españoles y criollos tras los muros de la "ciudad letrada." No es tanto un repliegue físico, en tanto las guerras de la independencia y las guerras entre caudillos que marcan las primeras décadas republicanas se desarrollan en escenarios rurales, pero sí en la actitud frente al otro indígena, sintetizada en la reimplantación del tributo, medida poscolonial emblemática (Méndez, 2005).

Son exploradores y viajeros, en su gran mayoría extranjeros, quienes animados con los principios de la ilustración europea toman la posta como precursores de la antropología hacia fines del siglo dieciocho y durante el diecinueve (Degregori, 2000). Ni el avance del liberalismo ni la abolición del tributo en la sexta década del siglo diecinueve implican un cambio significativo en la actitud de las elites oligárquicas, que desde el principio habían preferido, parafraseando a Arguedas, rescatar al indio histórico pero ignorar al indio actual (Méndez, 1996). El liberalismo significó más bien la expansión de la gran propiedad terrateniente, en lo que ha sido denominado metafóricamente una segunda conquista de los Andes (Larson, 2004). Pero a pesar de su envoltura arcaica, el contexto en que se da la ofensiva latifundista era radicalmente diferente, y tuvo por tanto consecuencias distintas, entre ellas el surgimiento del indigenismo, acicateado además por la expansión del mercado y la derrota de Perú ante Chile en la guerra del Pacífico (1879-1883).

Los indigenismos y el nacimiento de la antropología

EL INDIGENISMO CUESTIONA LA VISIÓN EXCLUYENTE, QUE DEJABA FUERA DE la "comunidad imaginada nacional" a las mayorías indígenas o las incorporaba como sustrato servil, cuando no degenerado5. Desde fines del siglo diecinueve y durante la primera mitad del veinte, el indigenismo como reivindicación del "indio actual" y de su incorporación como base fundamental de la "comunidad imaginada" peruana se abrió campo, con altibajos, en la conciencia, la cultura y la política peruanas6. La bibliografía amplia y variada sobre el indigenismo nos presenta un movimiento heterogéneo y complejo, que abarca varios registros -filantrópico, social, político y artístico- y atraviesa diferentes coyunturas (véanse, Martínez y Samaniego, 1977; Cornejo Polar, 1980, 1994; Franco, 1990; Kristal, 1991; Lauer, 1997). Existe cierto consenso, además, en que tras la reivindicación indigenista subyace "una visión urbana de los Andes" (Kristal, 1991): paternalista, exótica y en muchos casos con una concepción homogeneizante de la construcción nacional alrededor del mestizo o del indígena. Pero la antropología peruana, surgida como disciplina universitaria en 1946, es hija del indigenismo y, por tanto, es necesario ubicar los inicios de nuestra disciplina sobre ese trasfondo.

Lauer (1997) hace una distinción interesante entre un indigenismo mayormente sociopolítico y otro cultural: literario, plástico, arquitectónico o musical. El primero tuvo su auge desde fines del siglo diecinueve hasta la década de 1920. Fue movilizador, modernizador y reivindicativo, y llegó a ocupar un lugar importante en el debate nacional7. En sus franjas más radicales, ese indigenismo asumió rasgos utópicos y hasta apocalípticos, como en Tempestad en los Andes de Luis E. Valcárcel8, o simplemente radicales como en El nuevo indio de Uriel García (1930). De manera subordinada, muchas de sus ideas fueron incorporadas en los programas políticos que Víctor Raúl Haya de la Torre y José Carlos Mariátegui9 elaboraron hacia el final de esa década, buscando: "una nueva ocupación de los espacios centrales de la cultura política" (Lauer, 1997: 32).

Por contraste, el indigenismo cultural, que Lauer llama indigenismo 2: "más que una propuesta subversiva o negadora de lo criollo, era una buena idea nacionalista cuyo momento parecía haber llegado, un esfuerzo por expandir lo criollo por los bordes" (Ibídem: 46-47); un intento más de lo no-autóctono por asimilar lo autóctono, que sería una constante desde la colonia y que: "ha terminado trazando una clara deriva de incorporación de lo no-criollo a lo criollo" (Ibídem: 16). Así, con sus filos contestatarios atenuados y tras varias mutaciones, el indigenismo fue recuperado y usado como una suerte de telón de fondo en los discursos oficiales hasta la década de 1980.

El historiador Jorge Basadre presenta el contexto en el que se da el tránsito del indigenismo 1 al 2. Así, mientras: "(...) la década de 1920 a 1930 representó un considerable incremento en la imagen del indio en la conciencia de la intelectualidad peruana (...). Correspondió al periodo de 1931-1942 una etapa de reafirmación hispánica" (Basadre, s. f.: 33). Fue durante esos años, según Macera (1969: 92) "los peores de la historia republicana del siglo XX", que la antropología se gestó como disciplina universitaria. La contraofensiva hispanista se dio en un clima mundial de ofensiva conservadora, cuando no fascista. El clima de las primeras décadas del siglo veinte, en el que el entonces denominado "problema indígena" se abre espacios en la agenda nacional, cede paso a otro en el cual es posible que el filósofo y pedagogo Alejandro O. Deustua afirme que:

El Perú debe su desgracia a esa raza indígena, que ha llegado, en su disolución psíquica, a obtener la rigidez biológica de los seres que han cerrado definitivamente su ciclo de evolución y que no han podido transmitir al mestizaje las virtudes propias de razas en el periodo de su progreso (Deustua, 1937, citado en Degregori et al., 1979: 234).

El indigenismo es por entonces una idea a la defensiva, que se repliega hacia el pasado y hacia los márgenes de la vida nacional. Valcárcel se concentra en La etnohistoria del Perú antiguo mientras el indigenismo como movimiento se refugia en ámbitos e instituciones que no desafían explícitamente al poder, como la Escuela de Bellas Artes o el Museo de la Cultura Peruana. Allí madura la antropología. Pues aun cuando a la defensiva, el "grupo antropológico" da sus batallas, y aprovechando una coyuntura nacional e internacional favorable logra la institucionalización de la antropología como disciplina universitaria. La segunda guerra mundial acababa de finalizar y la guerra fría aún no había comenzado. En el Perú, bajo la presidencia de José Luis Bustamante y Rivero (1945-1948) se vivía una corta primavera democrática. Luis E. Valcárcel, cuyo indigenismo ya había perdido el filo utópico de Tempestad en los Andes, fue nombrado ministro de Educación en 1945 y bajo su gestión se creó en 1946 el Instituto de Etnología y Arqueología de la Universidad de San Marcos. Paralelamente se crea también la carrera de antropología en la Universidad San Antonio Abad del Cusco10. Para esa época, Valcárcel y los otros indigenistas buscaban legitimar la antropología como una ciencia aplicada, "alejándola de las generalizaciones, los utopismos y las panaceas" (Valcárcel, 1964: 12).

El periodo que se extiende entre las décadas de 1920 y 1960 puede leerse como el tránsito largo y difícil del paradigma modernizador excluyente de la oligarquía a otro mucho más inclusivo, populista o nacional popular. Parte de ese tránsito es el desarrollo de un indigenismo estatal, que se remonta a los gobiernos de Augusto B. Leguía (1919-1930) pero que hasta la década de 1940 tiene un carácter intermitente y periférico dentro de la acción del estado. A partir de mediados del siglo veinte se va consolidando, bastante pálido si lo comparamos con México, pero más sostenido que en las décadas previas, y menos periférico11.

Nuevamente, México aparece como punto de referencia y contraste. Allí, la antropología vivió su edad de oro dentro de lo que Bonfil (1970) llamó un largo y cómodo matrimonio con el estado posrevolucionario, populista e "integrador", que comenzó a agriarse recién con la masacre de Tlatelolco de 1968. En el Perú la relación con el estado por esos años era más bien diplomática, casi de compromiso. Si la edad de oro de la antropología mexicana estuvo vinculada estrechamente al estado, en el Perú lo estuvo más al financiamiento de fundaciones filantrópicas de Estados Unidos, como la Fundación Rockefeller, el Smithsonian Institution o el Social Science Research Council, y a instituciones académicas europeas como el Instituto Francés de Estudios Andinos (Ifea), fundado en 1948. Con ellos trabajan las universidades y también, desde bastante temprano, las organizaciones no gubernamentales (ONG).

La tenue relación de la antropología con el estado durante esas primeras décadas fue, a la vez, su fortaleza y su debilidad. Debilidad, porque debió luchar por hacerse a un espacio social, conseguir recursos y legitimarse ante el poder. Fortaleza, porque no se vio tan aprisionada por el corsé de los proyectos estatales y pudo fluctuar con algo más de libertad entre la experiencia transcultural y la búsqueda de legitimidad ante un estado y una cultura hegemónica en la que prevalecía el paradigma modernizador y su correlato homogeneizador expresado en el concepto de "aculturación" (Aguirre Beltrán, 1967).

Entre el descubrimiento y la "integración", repitiendo el viejo dilema conocer/destruir, el o la antropóloga aparecen como personajes liminales, fronterizos, no del todo incorporados a la dinámica de un estado que tampoco se anima por completo a una "integración" a fondo de los pueblos indígenas. Esa etapa discurre entre informes burocráticos para el Ministerio de Trabajo y Asuntos Indígenas y la inmersión de los jóvenes antropólogos de las primeras promociones en un mundo poco conocido todavía. Tal vez buscando acercarse a la experiencia de los clásicos antropológicos en islas lejanas o "tribus" aisladas, esos jóvenes eligen para escribir sus tesis las comunidades más apartadas, donde piensan encontrar "relictos" prehispánicos (e. g., Matos Mar, 1949; Matos Mar (ed.), 1957; y Avalos de Matos, 1952). Hay un arco temporal que va desde esas primeras tesis hasta los proyectos de la Universidad de San Marcos en el valle de Lurín (Matos Mar et al., 1959) y posteriormente en el valle de Chancay, en que predomina ese espíritu explorador que Montoya (1995) celebra en su "elogio de la mochila" (Matos Mar y Ravines, 1971; véase también la lista de tesis en Rodríguez Pastor, 1985). El mismo espíritu se vive paralelamente en Cusco bajo la dirección de Óscar Núñez del Prado; y en Ayacucho, donde Efraín Morote Best dirige seminarios de investigación en los que se forman sucesivas promociones de antropólogos.

Las tres grandes materias de esas primeras décadas fueron los estudios holísticos de comunidades, los estudios folklóricos y los proyectos de antropología aplicada. En los dos primeros subyace esa tensión en la cual el antropólogo, muchas veces provinciano, busca al otro, con frecuencia lo exotiza, pero al mismo tiempo se siente parte de él, y pretende acercarlo, "aculturarlo". Esta última pulsión se expresa abiertamente en la llamada antropología aplicada, influida por las teorías de la modernización, el desarrollismo y el funcionalismo. Esos programas fueron criticados por su vinculación o coincidencia con los intereses del poder imperial y su escaso efecto de demostración.

Además, para estas corrientes tradición y modernidad son polos contrapuestos y excluyentes. Pero lo que más llama la atención en el proyecto Vicos, auspiciado por la Universidad de Cornell, no está en la propia comunidad de Vicos sino fuera de ella, en las movilizaciones masivas que ocurren en los Andes por esos mismos años, en las que miles de campesinos organizados "recuperan" entre 1958 y 1964 cientos de miles de hectáreas de tierras que les habían sido usurpadas. Así, los campesinos indígenas, sin la intervención de proyectos de desarrollo, hirieron de muerte al latifundio de manera bastante incruenta, dada la magnitud de las movilizaciones y lo sensible que seguía siendo el problema de la propiedad de la tierra (Guzmán y Vargas, 1981; Remy, 1990)12.

PUNTOS DE FUGA Y NUEVOS HORIZONTES

ESA TENSIÓN ENTRE LA SEDUCCIÓN DE LO EXÓTICO Y LA NECESIDAD DE "asimilarlo" tiene relación con la forma como se plantean las relaciones entre lo que Lomnitz llama "ciudadano normativo", en este caso criollo o mestizo urbano y los 'otros':

Puede decirse que el indio en México era el 'otro' del ciudadano normativo, de manera comparable al modo en que el negro, el indio o el mexicano fueron los 'otros' del ciudadano normativo en Estados Unidos de principios y mediados de siglo (...). Sin embargo, gracias a la revolución mexicana, existe una importante diferencia (...): el indio en México fue ubicado como el sujeto mismo de la nacionalidad, sujeto que sería transformado por la educación y por la mezcla racial. Así, la antropología mexicana fue 'indigenista' en tanto fue una antropología modernizadora que funcionó dentro de una fórmula nacionalista particular (Lomnitz, 1999: 87-88).

Sin revolución social de por medio, en el Perú el indio tarda y quizá nunca llega a ubicarse "en la raíz misma de la nacionalidad", con excepción parcial de los años del gobierno del general Juan Velasco Alvarado (1968-1975), cuando el "indio" dejó de llamarse "indio", para tomar el nuevo, y supuestamente más honorable nombre de "campesino". Pero para el indigenismo, y luego para la antropología de los primeros tiempos, era obvio que el indígena se ubicaba allí. Tal vez por eso, aun cuando el país vivía un proceso acelerado de modernización, urbanización y articulación, los antropólogos reproducían en cierta medida, en otro contexto y con menos dramatismo, los viejos dilemas de Cieza de León, Garcilaso de la Vega y Guamán Poma, sin lograr escapar del paradigma dominante homogeneizador, pero encontrando resquicios para dejar constancia de, producir conocimientos sobre, y expresar simpatía por la diversidad cultural.

A lo largo de la década de 1960, la contundencia de la realidad incidió cada vez más en la disciplina, hasta hacerla desbordar los marcos de esa primera etapa indigenista y exploradora, enmarcada mal que bien dentro del culturalismo, en la cual el folklore era el tema privilegiado, las comunidades el ámbito central y el trabajo de campo, sacralizado como rito de iniciación, el método principal. Ese desborde se da por acumulación conforme nuevos ámbitos, asuntos e influencias se incorporan a la antropología.

Entre los nuevos temas se destacan los primeros estudios urbanos sobre barriadas y clubes de provincianos realizados a fines de los años 1950 (Sandoval, 2000); la etnohistoria, que hacia mediados de la década de 1960 produce una "gran trasformación", no sólo en nuestro conocimiento del siglo dieciséis, sino en nuestra aproximación al mundo andino contemporáneo (Murra, 1975; Thurner, 1998); los estudios amazónicos, que avanzan hacia territorios geográfica y académicamente muy poco conocidos (Varese, 1968). Por otra parte, los ámbitos se ensanchan. De los estudios de comunidades aisladas se pasa a proyectos de investigación en las que Matos (1969) llamó microregiones. Las influencias teóricas cambian y se amplían. John Murra (1975) refuerza la influencia de la ecología cultural e introduce el sustantivismo; Tom Zuidema el estructuralismo (1962). Pero la gran ruptura la produce la teoría de la dependencia, primera corriente teórica surgida en América latina que alcanza impacto mundial en las ciencias sociales. Su influencia se advierte, por ejemplo, en los estudios que la Universidad de San Marcos, la Universidad de Cornell y el Instituto de Estudios Peruanos desarrollan en el valle de Chancay entre 1964 y 1969 en un proyecto titulado Proyecto de estudio de cambios en pueblos peruanos. Podríamos decir, simplificando, que este proyecto empezó funcionalista y terminó dependentista (véase, por ejemplo, Matos Mar et al., 1969; Fuenzalida et al., 1970; Degregori y Golte, 1973; y las tesis de Bonilla, 1965; Fonseca, 1966; y Celestino, 1970).

La teoría de la dependencia introdujo temáticas hasta entonces descuidadas por la disciplina, como el conflicto, la dominación y el poder. Ella impacta en la antropología y la sociología peruanas cuando las jóvenes disciplinas emprendían el tránsito de las descripciones a las interpretaciones de alcance nacional. Fue, en ese sentido, un momento excepcional en el que las ciencias sociales buscaron por primera vez "ocupar espacios centrales en la cultura y la política". Mencionemos las interpretaciones teóricas sobre las relaciones interétnicas de Enrique Mayer (1970) y Fernando Fuenzalida (1970), la interpretación sobre el poder local tradicional de Julio Cotler (1968), visualizada en la figura del "triángulo sin base" y el momento más antropológico del sociólogo Aníbal Quijano (1964), con sus reflexiones sobre el proceso de "cholificación" en el Perú, que hoy podría leerse como la irrupción de una diversidad que ya no era necesario ir a buscar a lugares remotos, sino que se hacía presente con gran vitalidad en todo el país.

Por la vía del énfasis en el conflicto y la trasformación estructural, o por la del énfasis en la diversidad cultural, la antropología indigenista y culturalista de los primeros tiempos llegaba a sus límites, desbordada por la realidad y por las experiencias y esperanzas de nuevas promociones de antropólogos/as, en alto porcentaje provincianos. Por ambas vías parecía avizorarse la posibilidad de un salto a otro paradigma que superara por fin la oposición excluyente tradición/modernidad, o el dilema conocimiento/destrucción. Pero el gran salto hacia un nuevo paradigma se frustró.

José María Arguedas es la figura emblemática de una de las posibilidades de tránsito, y de su frustración. De manera intuitiva, agónica, tanto en sus trabajos antropológicos como literarios, él avizora la posibilidad de un "nosotros diverso" más allá de los desgarramientos coloniales y del mestizaje homogeneizante. A partir de su experiencia vital y recogiendo lo mejor del culturalismo y la teología de la liberación, Arguedas logra intuiciones que lo convierten en precursor de una interculturalidad sustentada teóricamente y popularizada recién diez o quince años después de su muerte13. Es el Arguedas que al recibir en 1968 el premio Inca Garcilaso de la Vega se define como un "individuo quechua moderno", lo que dentro del esquema de la modernización sería la cuadratura del círculo. Él que afirma: "yo no soy aculturado, yo soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz habla en cristiano y en indio, en español y en quechua"; y proclama su anhelo de "vivir feliz todas las patrias". Si algún horizonte abrió la antropología peruana en medio siglo de existencia, podría sintetizarse tal vez en estas frases de Arguedas (1968b):

No hay país más diverso, más múltiple en variedad terrena y humana; todos los grados de calor y color, de amor y odio, de urdimbres y sutilezas, de símbolos utilizados e inspiradores. No por gusto, como diría la gente llamada común, se formaron aquí Pachacámac y Pachacútec, Huamán Poma, Cieza y el Inca Garcilaso, Túpac Amaru y Vallejo, Mariátegui y Eguren, la fiesta de Qoyllur Riti y la del señor de los Milagros; los yungas de la costa y de la sierra; la agricultura a 4.000 metros; patos que hablan en lagos de altura donde todos los insectos de Europa se ahogarían; picaflores que llegan hasta el sol para beberle su fuego y llamear sobre las flores del mundo. Imitar desde aquí a alguien resulta algo escandaloso.

Finalmente, en noviembre de 1969 Arguedas se quitó la vida. Podríamos decir que, cual personaje en busca de autor, sus intuiciones, y sus angustias, no encontraron un sujeto social organizado con quien dialogar y del cual alimentarse, derivando en una suerte de indigenismo sin indígenas. No habían surgido aún los movimientos étnicos que poco después harían su aparición en Bolivia, Ecuador y más tarde en Guatemala, México y otras partes del continente. Y el contingente de jóvenes que hubieran podido ser fermento de un movimiento equivalente en el Perú, si bien simpatizó con Arguedas, se vio seducido por otra propuesta para superar los dilemas de la antropología y la cultura peruana mediante transformaciones estructurales por la vía de la revolución, luchando ya no sólo por ocupar lugares centrales en la vida cultural y política del país, sino por el poder estatal.

Esa propuesta fue el marxismo. Pero el que se difundió durante los años 1970 en las universidades peruanas era un marxismo demasiado dogmático y economicista, que no dejaba oxígeno para la cultura14. Un marxismo que no llega a concretar su promesa en el plano académico, porque lo devora la ideologización. Es un "marxismo de manual" (Degregori 1990), que deja a un lado la investigación empírica, reemplazándola por la lectura reverencial, ni siquiera de los clásicos, sino de los manuales de marxismo de la Academia de Ciencias de la URSS, que al condensar supuestamente toda la verdad vuelven superflua la investigación.

Las otras corrientes antropológicas tampoco quedaron libres del predominio abrumador de los análisis estructurales, pues muchos de quienes no se encuadraron dentro de los marcos marxistas devinieron estructuralistas levistraussianos, con dificultades para integrar la historia en sus análisis, donde a veces parecía que no hubieran transcurrido más de cuatro siglos desde la invasión europea (e. g., Ortiz, 1973; y Ossio, 1973). Hasta que, en medio de la violencia política desencadenada en el país a partir de 1980 por el Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso (PCPSL), la antropología culturalista pero también el indigenismo y el marxismo de manual enfrentaron su bancarrota. Esa bancarrota tuvo un nombre emblemático: Uchuraccay.

BANCARROTA DEL ESCENCIALISMO Y EL ECONOMICISMO

EL 23 DE ENERO DE 1983 SE DIO A CONOCER LA MUERTE DE UN NÚMERO INDETERMINADO de cuadros de PCP-SL en Huaychao, comunidad de las alturas de Huanta (Ayacucho). La noticia parecía confirmar el rumor de que ciertas comunidades se estaban enfrentando al PCP-SL. Ocho periodistas interesados en averiguar lo ocurrido viajaron a la zona pero fueron asesinados en Uchuraccay, comunidad vecina de Huaychao15.

Ante el impacto nacional de la masacre, el gobierno nombró una comisión investigadora presidida por Mario Vargas Llosa. La comisión incorporó como asesores a reconocidos antropólogos, colocando de esta forma bajo los reflectores de la opinión pública a una profesión que se había especializado en el estudio de las comunidades indígenas. En efecto, como explicó después Fernando Fuenzalida (Ossio y Fuenzalida, 1983: 6), los antropólogos aceptaron respondiendo a un compromiso moral y profesional en tanto los sucesos habían ocurrido en una comunidad y no en otra parte. Sin embargo, su presencia terminó dando respaldo "científico" a un conjunto de conclusiones muy discutibles. El informe presentaba una reconstrucción bastante aproximada de los hechos: los campesinos asesinaron a los periodistas. Pero la Comisión explicaba la tragedia principalmente por el supuesto aislamiento secular de esas comunidades de altura, presentadas como pobres, "primitivas" y "arcaicas" respecto de la "cultura occidental" propia de la "sociedad nacional" (Vargas Llosa et al., 1983: 23 y ss.). En ningún momento el informe describe Uchuraccay, debido a que la presencia de los antropólogos se restringió a la visita de algunas horas que realizó la Comisión Vargas Llosa, y al hecho de que Uchuraccay, como señala Millones (1983: 85), no había sido objeto de ningún estudio sistemático. Como resultado, los informes antropológicos producidos -especialmente el de Ossio y Fuenzalida (1983)- echaban una mirada culturalista, centrándose en describir la condición genérica de esas comunidades como "indígenas y tradicionales", recurriendo a algunos datos históricos y, sobre todo, al repertorio convencional de la antropología sobre el otro indígena dentro de una visión dualista que distinguía un "Perú oficial" de otro "Perú profundo"16. Pero esa visión había sido superada por los propios estudios antropológicos desde la década de 1960, sobre todo en las monografías del proyecto del valle de Chancay.

Aun cuando desde la propia antropología se propusieron bastante temprano lecturas distintas, fueron fundamentalmente periodísticas (e. g., Degregori y Urrutia, 1983; Lumbreras, 1983; y Montoya, 1983, 1984). Recién en 1992 se publicó en inglés un excelente artículo de Enrique Mayer, y en 2002 la Comisión de la Verdad y Reconciliación hizo una investigación sobre el caso con nuevos materiales etnográficos y de archivo (CVR, 2003, tomo V, capítulo 2.4.)17. Allí se ratifica que los comuneros asesinaron a los periodistas en un contexto de levantamiento de ciertas comunidades de las alturas de Huanta contra Sendero Luminoso, que contó luego con el aval de las Fuerzas Armadas, pero se aclara que en la comunidad había una escuela unidocente, cuatro pequeñas tiendas, los comuneros migraban a la selva del río Apurímac y Huanta, varios eran bilingües. En general, Uchuraccay estaba lejos de la imagen de distancia y aislamiento que presentó el Informe Vargas Llosa.

Con el caso Uchuraccay termina una manera esencialista de entender a las comunidades y los pueblos indígenas como reductos congelados de una tradicionalidad ubicada fuera del tiempo y al margen del país. Pero también el marxismo economicista y dogmático enfrentó su bancarrota en Uchuraccay. Porque era cierto que algunas comunidades de esa zona habían decidido levantarse contra la opresión de un partido que en el transcurso de la década de 1980 llevó la lógica del "marxismo de manual" a extremos demenciales. El Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso criticaba al "nacionalismo mágico-quejumbroso" de José María Arguedas (El Diario 9. 6. 1988: 12, citado en Degregori, 1990: 213). Durante la década de 1980, llevó a cabo varias incursiones vengativas contra Uchuraccay hasta terminar, en los últimos años de su guerra, multiplicando sus ataques a comunidades de los Andes y la amazonia, cuando estas se negaban a ponerse del lado de las "leyes de la historia" que el partido supuestamente interpretaba. Así, la ceguera ante la cultura en general y la cultura andina específicamente, contribuyeron en grado importante tanto a la derrota de PCP-SL como a la bancarrota del "marxismode manual" (Degregori, 1990).

EL REGRESO DEL ACTOR Y LA CULTURA

SIN EMBARGO, EN MEDIO DE LA VIOLENCIA Y LA CRISIS QUE SIGNARON LA década de 1980 en el Perú, la profesión fue encontrando nuevos rumbos y enterándose tardíamente de los debates que transformaban la disciplina en el resto del mundo. Tuvo lugar entonces un doble regreso: el del actor (véase, Touraine, 1987), y el de la cultura. Privilegiar el estudio de los actores sociales significó también el regreso de la historia. Ambos habían sido expulsados, tanto de los modelos "simples y elegantes" del estructuralismo levistraussiano, como de un marxismo que concebía a los actores como meros portadores de estructuras, destinados a interpretar un libreto generado en el plano de las relaciones económicas. Autores como E. P. Thompson (1979) advirtieron que los actores se constituían en la historia y podían salirse del libreto que especialmente el marxismo les tenía asignado18. Fue lo que José Nun (1989) llamó "la rebelión del coro". Curiosamente, a pesar de que la respuesta campesina a SL constituiría un típico ejemplo de "rebelión del coro", los estudios sobre la violencia política que sacudía el país y que además tenían como escenario principal a las comunidades campesinas y nativas, quedaron mayoritariamente en manos de antropólogos extranjeros19, mientras en Perú se multiplicaban los estudios sobre los denominados "nuevos" movimientos sociales, en contraposición a los que se organizaban alrededor de reivindicaciones clasistas como el movimiento sindical o el campesino.

De estos nuevos movimientos los de mayor impacto político y potencial teórico resultaron los étnicos y los de género. A diferencia de otros países de América latina, en Perú los estudios sobre etnicidad, racismo y movimientos étnicos fueron bastante tardíos20. Mientras en otras partes de la región surgían movimientos como el katarismo en Bolivia, la Confederación de Nacionalidades Indígenas (Conaie) en el Ecuador, el movimiento maya en Guatemala, el zapatismo y otros movimientos étnicos menos mediáticos en México, Colombia y el Cono Sur, en Perú los movimientos étnicos se fortalecían en la amazonia, mas no entre quechuas y aymaras de los Andes (véanse: Degregori, 1998; Pajuelo, 2003; y desde la sociología Cotler, 2005; Quijano, 2006).

Los estudios de género, por el contrario, irrumpieron con gran vitalidad, impulsados por el auge de movimientos de mujeres, así como por el desarrollo de la teoría feminista. En la década de 1990 el asunto se refuerza con la creación del diploma de estudios de género en la Pontificia Universidad Católica; y de la maestría en estudios de género en la Universidad Mayor de San Marcos, que incluyó con fuerza en años recientes estudios sobre masculinidades y sobre diversidad sexual21.

El regreso de la cultura llevó a retomar las antiguas preocupaciones de los estudios folklóricos, pero redefinidos a partir de la década de 1980 como estudios sobre "cultura popular" contrapuesta a la cultura dominante22. Más recientemente, otras aproximaciones vinculadas a las vertientes más interpretativas, simbólicas y reflexivas de la antropología, así como a los estudios subalternos, superan la dicotomía entre dominación y resistencia23. Parcialmente al margen de estos desarrollos, a partir de la década de 1980 se retoman con sorprendente regularidad los Congresos de folklore, frecuentes hacia mediados del siglo pasado. En tanto convocan principalmente a profesionales de provincias, queda por estudiar en qué medida, en medio de la profundización de las brechas entre universidades limeñas y provincianas, nacionales y privadas, los Congresos de folklore y los del Hombre y la cultura andina vuelven a representar, como en la década de 1930, "una línea de resistencia de las elites de provincias contra la concentración de prestigio y poder cultural alrededor de Lima" (Macera, 1969), pero esta vez mucho más a la defensiva.

Por otro lado, por esos años la antropología emprende con retraso el camino del campo a la ciudad, siguiendo a su objeto de estudio rural que había protagonizado migraciones masivas desde mediados del siglo pasado. Si bien desde ese entonces se habían hecho estudios de antropología urbana (Altamirano, 1980), a partir de los años 1980 ellos se multiplican. Predomina primero lo que se ha llamado "antropología en la ciudad", es decir, estudios sobre migrantes que llegan a las ciudades, sus redes, asociaciones, su éxito como movimiento barrial o como microempresarios, hasta llegar al estudio de las migraciones transnacionales24. Conforme pasan los años, se desarrolla la "antropología de la ciudad", que estudia sujetos netamente urbanos en ciudades que experimentan transformaciones vertiginosas en su cultura y sensibilidad. Un amplio abanico de temas se despliega: nuevas identidades y mentalidades, cultura popular urbana, religiosidad, violencia, organizaciones e identidades juveniles, consumo y diferenciación, entre otros (véase Sandoval, 2000). Así, si una de las dicotomías clásicas de la agenda antropológica se sustentó en la dualidad urbano-rural, hoy esa división es menos nítida y más compleja (Diez, 1999; Urrutia, 2002)25.

Por último, otros temas se vinculan más directamente con la actividad profesional, que pasa de la vieja antropología aplicada de mediados de siglo a la ingeniería social desde el estado de la década de 1970 y posteriormente a los trabajos de promoción en ONG, que se convierten en principal lugar del ejercicio profesional. Cobran importancia asuntos como la ecología, y desde la antropología económica se contribuye al debate sobre desarrollo sustentable (Mayer, 1994, 2004). Por su parte, conforme el estado se aleja del paradigma homogeneizador para incorporar la diversidad cultural a las políticas sociales, varios temas sufren virajes importantes. A partir del tema "socialización", que era un pequeño acápite en las monografías de la primera época, se desarrollan los estudios sobre antropología y educación (Ames, 2000; Ansión, 2003), que introducen el debate sobre interculturalidad e impulsan los programas de educación bilingüe intercultural. Viejos temas como el derecho consuetudinario y la medicina folklórica se convierten en justicia y salud alternativos (Polia, 1994), que se toman cada vez más en cuenta en el delineamiento de políticas sociales, para no mencionar la dimensión profesional de los estudios de género, que se convierten en un enfoque que atraviesa todos los temas y políticas públicas.

DEL PARADIGMA HOMOGENEIZADOR A LA CONSTRUCCIÓN DE UN NOSOTROS DIVERSO

AL TIEMPO QUE MULTIPLICA SUS POSIBILIDADES, ESTE NUEVO DESPLIEGUE DE la disciplina abre flancos peligrosos, pues se produce en un momento en el cual se ensanchan las brechas entre Lima y las provincias, universidades nacionales y privadas, investigación y promoción; en otras palabras, entre el vector académico y el profesional de la antropología. Se estaría reproduciendo así la dinámica inclusión/exclusión que caracteriza el actual proceso de globalización. Esta produce una minoría "global", capaz de incorporarse en comunidades académicas transnacionales; y una mayoría "localizada", que opta a veces por la especialización regional como refugio y enfatiza unilateralmente la profesionalización, olvidando la dimensión académica crítica en aras de un pragmatismo que, paradójicamente, no viene tanto de un sector acomodado, sino de sectores con gran necesidad de hacerse lugar en un mercado de trabajo restringido (Degregori y Sandoval, 2006).

Si hay algún tema en la antropología peruana en el que se concentran riesgos y potencialidades desde la década de 1990 es el de la diversidad cultural y en conceptos como multiculturalismo e interculturalidad. El multiculturalismo como reivindicación del derecho a la diferencia ha sido clave para fortalecer la autoestima de grupos discriminados, conquistar derechos y desarrollar programas de acción afirmativa. Pero tiende a concebir -y ayuda a construir- comunidades homogéneas, nítidamente demarcadas y cerradas en sí mismas. Partiendo del supuesto de que cada grupo así delimitado existe como tal desde antes de entrar en relación con los otros, como si fueran bloques discretos preconstruidos, su ideal es la equidad en la relación entre grupos y la tolerancia hacia los otros, más que el enriquecimiento y la transformación mutua a partir de la interacción entre diferentes. Para algunos, el multiculturalismo y la política de reconocimiento que de él se deriva pueden terminar resultando funcionales al capitalismo multinacional26.

En este panorama, a fines de la década de 1970, surge desde América latina y Canadá un concepto distinto: la interculturalidad. El término comienza a usarse en el campo de la educación bilingüe, en contraposición a la noción de biculturalidad surgida en Estados Unidos27. Una larga historia de contactos, intercambios y puentes tendidos a pesar de las desigualdades de riqueza y poder entre las diferentes culturas llevan a que se imagine otra posibilidad: eliminar la desigualdad en los intercambios, mas no los intercambios mismos. Eliminar la dominación sin aspirar a esa separación clara y tajante entre culturas. Surge así la noción de interculturalidad. El concepto desborda los marcos educativos e ingresa al debate sobre diversidad cultural, enfatizando la noción de proceso relacional, ubicándose en la historia y sorteando los esencialismos, avanzando de la mera tolerancia a la posibilidad de enriquecimiento mutuo entre diferentes cada vez más conectados por la globalización (véase Hopenheyn, 2004)28.

En estas reflexiones sobre interculturalidad se encuentran ecos de la utopía arguediana -para nada arcaica como la imagina Vargas Llosa (1997)- de "unir el caudal" de las diferentes culturas del Perú sin que ello signifique la aculturación de los subalternos. Las propuestas de Arguedas aparecen incipientes por tempranas, por haber sido formuladas en el Perú prereforma agraria, marcado todavía por el contraste jerárquico entre señores y siervos. Arguedas siente la angustia de no poder escapar a la dialéctica del amo y el esclavo, vergüenza de pertenecer al universo de los dominantes y desesperación por su insensibilidad ante la riqueza cultural del otro dominado. Lo cual nos lleva a plantear que la interculturalidad sólo puede plasmarse entre ciudadanos con iguales derechos y si existen mínimos de equidad económica.

Esta discusión tuvo repercusiones en los estudios etnográficos, en especial desde la década de 1990, cuando la antropología peruana vuelve a recibir una fuerte influencia estadounidense, en especial de sus vertientes más interpretativas y simbólicas29. Desde allí, así como desde los estudios subalternos, se replantean las relaciones entre cultura y poder desde una mirada histórica (Poole, 1997; De la Cadena, 2000), o incorporando los desarrollos más recientes de la etnografía (Del Pino, 2003; Starn, 1999; Jiménez, 2005; Sendón, 2003; Wilson, 2001). Este nuevo panorama temático, con sus propias genealogías teóricas, aproximaciones metodológicas y estrategias etnográficas es el trasfondo de este posible tránsito del paradigma indigenista al paradigma intercultural (De la Cadena, 2006).

Cabe resaltar, sin embargo, una característica de esta nueva aproximación a las relaciones entre cultura y poder: la ausencia o en todo caso la escasez de estudios sobre el conflicto armado interno que estremeció al país entre 1980 y 1999, y de sus secuelas, especialmente en el ámbito rural y entre los pueblos indígenas, que siempre fueron escenarios y temas privilegiados por la antropología 30. Esta escasez se siente aún más porque el Informe final de la Comisión de la Verdad (CVR), que trabajó en el país entre 2001 y 2003, señaló con claridad la exclusión, la discriminación étnica y cultural, así como el racismo, entre las causas importantes para el desencadenamiento del conflicto y como factores actuantes a lo largo del mismo31. Salvo excepciones, como el libro del antropólogo y retablista ayacuchano Edilberto Jiménez (2005), los trabajos sobre el conflicto armado interno y sus secuelas han corrido a cargo de críticos culturales, psicólogos sociales o antropólogos y antropólogas peruanas que estudian o trabajan en el extranjero.

En este contexto, ¿qué papel debe desempeñar a la antropología peruana en una sociedad posconflicto cuyas elites exhiben nuevamente una "voluntad de ignorar", expresada no sólo en el modelo neoliberal, sino en la negativa beligerante a siquiera debatir los hallazgos de la CVR, optando más bien por exhibir agresivamente un racismo que pensábamos se había replegado del espacio público desde la década de 1970? ¿Cómo re-situar la antropología andina en un debate sobre las "antropologías transnacionales y el sistema mundo"? (Ribeiro y Escobar (2006). Son preguntas sobre las cuales tienen la palabra las jóvenes promociones de antropólogos/as.


Notas

1. Vanguardista porque, en mayor o menor medida, quienes sabían cuál debía ser el rumbo y diseñaban los proyectos, sea de modernización, construcción nacional o revolución, eran núcleos de intelectuales, de políticos o de ambos; proyectos cuya estructura básica homogeneizadora era compartida por casi todo el espectro académico/ político.

2. Para esta sección tomamos en cuenta balances anteriores como Salomon (1982, 1985), Montoya (1975), Murra (1984), Osterling y Martínez (1985), Urrutia (1992), Poole (1992), Rivera (1993), Marzal (1993), Ansión (1994), Guerrero y Platt (2000), Burga (2005) y Bonilla (2005).

3. Por ello, a principios del siglo veinte José de la Riva Agüero, hijo de familia aristocrática, conmocionó a su generación cuando al terminar sus estudios universitarios decidió recorrer el Perú en vez de viajar a Europa, como era costumbre por esos años.

4. Sobre las dificultades del Inca Garcilaso para asumir su identidad mestiza, véase entre otros: Hernández (1993). Sobre una crítica al concepto mismo de mestizaje: Cornejo Polar (1994).

5. Para Manuel González Prada, uno de los precursores del indigenismo, esa servidumbre fue una de las causas de la derrota en la guerra del Pacífico a finales del siglo diecinueve. Afirma González Prada: "Alguien dijo que el Perú no es una nación sino un territorio habitado (...) cabe, por ahora, una buena dosis de verdad. Si el Perú blasona de constituir una nación, debe manifestar dónde se hallan los ciudadanos, los elementos esenciales de toda nacionalidad. Ciudadano quiere decir hombre libre, y aquí vegetan rebaños de siervos" (en García Salvattecci, 1972, capítulo 10).

6. Aquí hacemos un uso extensivo del término de Benedict Anderson (1993), tomando en consideración las críticas que se le ha formulado desde la historia y la antropología. Al respecto, véase Hobsbawm (1995), Chatterjee (1993) y Lomnitz (2001b).

7. Esta importancia la atestiguan, entre otros, los textos reunidos por Aquézolo (1976) en La polémica del indigenismo, que hacia 1927 involucró a grandes nombres de la intelectualidad peruana como José Carlos Mariátegui, Luis Alberto Sánchez y José Ángel Escalante.

8. Por ejemplo, dice Valcárcel (1970): "Un día alumbrará el Sol de sangre, el Yawar Inti, y todas las aguas se teñirán de rojo. El vencido alimenta en silencio su odio secular, calcula fríamente el interés compuesto de cinco siglos de crueles agravios. ¿Bastará el millón de víctimas blancas?" (p. 24).

9. Víctor Raúl Haya de la Torre y José Carlos Mariátegui fueron los fundadores de los dos primeros partidos más influyentes en las siguientes décadas, el Apra (Alianza Popular Revolucionaria Americana) y el Partido Socialista, posteriormente Partido Comunista.

10. Aun cuando según Valcárcel (1947), ya en la década de 1930, con la llegada de Harry Tschopik (1946) para hacer trabajo de campo en Quispicanchis (Cusco): "puede decirse que comenzaron las actividades etnológicas en el Perú" (p. 16). Así mismo, con la publicación en 1946 del Handbook of South American Indians bajo la dirección de Julian Steward, se potencian los trabajos antropológicos en los Andes, liderados todavía por antropólogos extranjeros.

11. Para el indigenismo y la antropología mexicana en el periodo posrevolucionario puede verse, Knight (1990).

12. Para una bibliografía detallada sobre este proyecto véase Dobyns y Vázquez (1966). Un balance crítico en Stein (2000). Recientemente, los propios comuneros publicaron Memorias de la comunidad de Vicos (2005).

13. La obra antropológica de Arguedas es numerosa. Entre otros trabajos, véase: Arguedas (1957, 1964, 1968a y b).

14. Quedan como figuras solitarias Rodrigo Montoya, quien trata de lograr un diálogo casi imposible entre los conceptos de cultura e ideología (1980); César Fonseca, haciendo dialogar algo más exitosamente el sustantivismo y el marxismo en la antropología económica (1972), al igual que varios de los discípulos de Murra que aparecen entre los autores de Reciprocidad e intercambio en los Andes. Para un análisis más amplio de este punto véase Degregori (1995).

15. Sobre la historia de Huaychao, Uchuraccay y otras comunidades llamadas iquichanas, véase, entre otros, Méndez (2005). Sobre la masacre, Del Pino (2003); así mismo: Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR, 2003: tomo V).

16. El primero en establecer esta distinción fue el historiador Jorge Basadre en 1943. Sin embargo, él la hizo para subrayar la distancia entre el estado (país legal) y la nación compuesta por todo el pueblo (país profundo). Más aún, Basadre niega que un abismo cultural separara a los indios de los mestizos o a la sierra de la costa (Mayer, 1992: 192).

17. Este informe partió de un trabajo previo de Ponciano del Pino (2003).

18. La influencia de este viraje puede verse con más claridad en el proyecto multidisciplinario desarrollado en la década de 1980 en el Instituto de Estudios Peruanos, llamado "Clases populares y urbanización en el Perú", cuyos resultados más antropológicos pueden verse en Golte y Adams (1987) y en Degregori, Blondet y Lynch (1986).

19. Para una crítica a los modelos explicativos de la violencia política desarrollados por algunos investigadores extranjeros, véase Poole y Rénique (1991).

20. Entre los pocos, véase la investigación de Callirgos (1993).

21. Entre los trabajos destacados en este asunto véanse: Anderson, J. (1993, 1997), Fuller (2003), Oliart (1995).

22. Los estudios clásicos de folklore privilegiaban las dimensiones expresivas de la cultura -música, artesanías, narrativas, rituales, teatro-, imaginando una cultura rural singular, auténtica, e ignorando en gran parte la dinámica sociopolítica más amplia en la que estaban incorporadas las comunidades rurales y sus experiencias culturales (Joseph y Nugent, 1994: 17). Si se toma en cuenta esa dinámica más amplia, entonces queda explícita la distribución desigual del poder cultural. Cuando ello sucede, el objeto de los estudios folklórico entra en proceso de redefinición. Una discusión sobre esta temática puede encontrarse en Lloréns (1983).

23. Véanse los estudios sobre música, danzas, folklore y performances rituales en las fiestas comunales andinas de Raúl Romero (1993 y 2001), Zoila Mendoza (2000 y 2006), Gisela Cánepa (2001).

24. Véanse, entre otros, Altamirano (1984), Berg y Paerregaard (eds.) 2005, Golte y Adams (1987), Adams y Valdivia (1991), Degregori et al. (1986), Huber (1997).

25. El panorama más completo sobre los cambios en la sociedad rural peruana puede encontrarse en las publicaciones del Seminario Permanente de Investigación Agraria (Sepia), que se viene editando desde 1985. http://www.sepia.org.pe/web/frames.html

26. Reduciéndose, por ejemplo, a una suerte de "programa que prescribe cuotas de representatividad en museos, universidades y parlamentos (y que se) arrincona en lo local sin problematizar su inserción en unidades sociales complejas de gran escala" (García Canclini, 2004: 22). O, como menciona Zizek (1998: 172): "El respeto multiculturalista por la especificidad del otro es precisamente la forma de reafirmar la propia superioridad". Según Favre (1998), por ejemplo, incluso los movimientos indígenas surgidos en las últimas décadas en América latina son funcionales a la nueva etapa neoliberal y al fin del estado de bienestar o del estado populista.

27. La propuesta de educación bicultural se ubicaba dentro de los marcos del multiculturalismo y suponía: "que un mismo sujeto podía recurrir a elementos, conceptos y visiones de dos culturas diferentes -e incluso de colectivos social y políticamente contrapuestos y en conflicto- y separar claramente, y a voluntad, entre una cultura y otra" (López, 2000: 2). El currículo escolar debía comprender, por tanto, contenidos provenientes de la cultura escolar hegemónica y de la subordinada: "pero no necesariamente relacionándolos ni estableciendo puentes entre ellos sino, más bien, separándolos con la misma claridad con que se intenta distinguir entre una lengua y otra cuando se desarrollan programas educativos bilingües" (Ibídem).

28. Para la discusión en el Perú, véase entre otros: Aikman (2003), Fuller (ed.) (2003), Heise, Tubino y Ardito (1994), Godenzzi (ed.) (1996), Poole (2003), Romero (1999).

29. Para un buen recuento de los cambios teóricos y metodológicos en la antropología estadounidense pueden revisarse Ortner (1984, 2006) y Silverman (2005).

30. Según la CVR, 75% de víctimas mortales del conflicto armado interno tenía al quechua como idioma materno, cuando en el censo nacional de 1992, durante el pico del conflicto, sólo 17% de peruanos y peruanas lo tenían. Así mismo, el Informe final señala que 65% de las víctimas son rurales.

31. Véase, especialmente, los capítulos 1 y 2.2 del tomo VIII del Informe final, así como las veintitrés monografías que aparecen en el tomo V del mismo.


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