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Revista Colombiana de Antropología

versión impresa ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.44 no.1 Bogotá ene./jun. 2008

 

DE LAS FOSAS AL PANTEÓN: CONTRASENTIDOS EN LAS HONRAS DE LOS INDIOS REVIVIDOS

FROM MASS GRAVES TO PANTHEON: CONTRADICTIONS IN TRIBUTES TO THE REVIVED INDIANS

 

CARLOS SALAMANCA
BECARIO POSDOCTORAL, CONICET, ARGENTINA
salamanca.carlos@gmail.com

Fecha de recepción: 2 de noviembre de 2007. Fecha de aceptación: 15 de abril de 2008.


Resumen

Después de la declaración de conquista definitiva de la región chaqueña en 1911, la Reducción de Indios de Napalpí fue, en 1924, el escenario de la mayor manifestación de violencia institucionalizada por parte del estado-nación argentino contra los indígenas chaqueños. Revisado a la luz de los procesos de democratización de la década de 1980 y de los procesos de acción política indígena contemporánea, la matanza se caracteriza hoy por múltiples lecturas y usos a veces contradictorios. Este trabajo analiza los contextos en que la masacre de Napalpí se convierte en escenario de reivindicación política. Además, cómo los conflictos por la memoria se insertan en un contexto de la mercantilización de las relaciones indígenas con el estado, y de dos tendencias simultáneas de profundización/banalización del debate acerca de la etnicidad y la clase como dispositivos políticos relacionales con el estado.

Palabras clave: Toba, capacidad de acción indígena, espacio, acción política, derechos humanos, violencia estatal.


Abstract

The Argentinean State recognizes 1911 as the year of the definitive military conquest of the Chaco region. One decade after this glorious date, the Reducción de Indios de Napalpi was the scene of the greatest manifestation of institutionalized violence by the Argentinean Nation against the indigenous people. In light of the democratization processes of the 80s and contemporary indigenous political actions, the massacre is characterized by multiple readings and sometimes contradictory uses. This article examines the contexts in which the Napalpi massacre becomes a scenario of political struggle, at a time when new political practices and discourses challenge the stability of State/Indigenous relationships.

Key words: Toba, indigenous agency, space, political action, human rights, state violence.


INTRODUCCIÓN1

La Reducción de Indios de Napalpí, fundada en 1911 en el entonces Territorio Nacional del Chaco -actual provincia del Chaco-, en el norte argentino (véanse los mapas 1 y 2), estaba poblada por indígenas de diferentes regiones chaqueñas, en su mayoría toba (qom)2 y mocoví. Pocos años después de creada fue rodeada por fincas algodoneras establecidas durante el auge del modelo nacional agroexportador y de estímulo a la inmigración europea. Principalmente explotados hasta ese momento en los ingenios azucareros del oeste, los braseros indígenas se encontraron con nuevos demandantes, convirtiéndose en objeto de disputa entre unos y otros. En la segunda década del siglo veinte la necesidad de mano de obra en las fincas algodoneras aledañas a la Reducción aumentó, y sus propietarios exigieron al gobierno limitar la partida de los indígenas a los ingenios del oeste (Iñigo Carrera, 1984: 32, 91), promoviendo la sedentarización forzosa que permitiera una explotación indígena sin reservas. Estos elementos, las condiciones de trabajo desiguales a las que eran sometidos con impuestos a la producción en la Reducción y la restricción progresiva de las actividades de caza y recolección provocarían un malestar indígena creciente.

En los primeros meses de 1924 se inició la concentración de indígenas en una zona de la Reducción conocida como el Aguará. Además de la policía, los medios de comunicación y parte de la población vecina contribuyeron al aumento de la tensión, exagerando el número de indios concentrados y su agresividad. La situación de pánico generalizado provocó actos aislados de violencia entre los indios y la población no indígena que rodeaba la Reducción. El 19 de julio de 1924, el ejército y algunos colonos armados y apoyados por un avión enviado para tal fin masacraron a los sublevados, quienes estaban seguros de que las balas "de los blancos" no dañarían sus cuerpos, de que el sufrimiento y la explotación terminarían y de que un nuevo tiempo de abundancia estaría por venir.

Este trabajo hace parte de una reflexión más amplia sobre la matanza de Napalpí3. Analizaré aquí el contexto jurídico-político en el que se insertan las demandas por la reparación y la memoria de las víctimas de la masacre de Napalpí y describiré la base conceptual desde la que analizo dicho contexto. Describiré el proceso por el cual el rescate de la memoria se convierte en un objetivo y herramienta política y el modo en que memoria, acción política y acontecimiento se articulan en las formas de relación de los indígenas con el estado. Finalmente, examinaré las implicaciones de privilegiar la vía judicial en el proceso de reparación, deteniéndome en las acciones que dieron lugar a la demanda y en su dimensión más pública, su campaña de difusión.

Al ser interrogados, muchos toba originarios del lugar de la masacre suelen evocar la violencia sobre los cuerpos de hombres, mujeres y niños, que mutilados y apiñados en fosas quedaron expuestos al hambre de cuervos que no volaron durante días. En el contexto contemporáneo ser reparado por la violencia estatal supone hacer transitar a los muertos de lugares encubiertos, oscuros e invisibles a un panteón nacional en el que se restablezca su dignidad y se reconozca y juzgue la ignominia de los aparatos de violencia del estado. En este trabajo abordo algunas dimensiones de este periplo de las fosas al panteón, regido por el desafío de develar la complejidad de tal propósito, sin poner en duda la dignidad de las víctimas ni la legitimidad de la reivindicación de su memoria.

DE LAS JUSTICIAS ENTRE IGUALES Y DIFERENTES

La reparación de las víctimas de la violencia estatal en un contexto caracterizado por la globalización de los derechos es tan compleja y múltiple como la violencia misma. Comprendida desde la declaratoria pública de una verdad histórica hasta entonces ocultada, la reparación se constituye en torno a un proceso de objetivación de la experiencia colectiva de una acción de violencia que se sanciona con el propósito de establecer la legitimidad de la reparación. En este escenario se articula a la esfera instrumental en la que la declaratoria pública de la verdad se supone como base suficiente de todo dispositivo de justicia. Lejos de los proyectos de reconstrucción nacionalista, analizaré el proceso de judicialización de la violencia estatal en tanto práctica social que se propone la reparación colectiva.

Desde un análisis centrado en la capacidad de acción de los actores y particularmente de los indígenas, la reparación es una práctica social intersubjetiva y, como tal, reconoce un papel activo al victimario y a la víctima. La práctica social de reparación se constituye desde el momento mismo en que una(s) víctima(s) se considera(n) a sí misma(s) como tal(es). Situada(s) en un contexto ético-moral específico, la(s) víctima(s) interpela(n) a sus victimario(s) con acciones y discursos orientados a destruir o modificar la estructura o las posiciones de un determinado campo de poder. Desde la perspectiva de las víctimas de violencia estatal, la movilización política por la reparación es interdependiente de un proceso de subjetivación de la experiencia.

La experiencia de los movimientos sociales demuestra que la separación entre procesos objetivos y subjetivos no sólo es poco frecuente sino, incluso, es el argumento que con mayor frecuencia utilizan sus detractores. No obstante, veremos cómo la objetivación y la subjetivación como dos procesos correlativos, interdependientes y cohesionados no siempre son inherentes a los procesos de reparación por violencia estatal. En esta fisura es posible introducir otros criterios de lectura sobre la violencia estatal contra indígenas y los horizontes y los límites de la justicia.

En los últimos años se han multiplicado exponencialmente las demandas de verdad y justicia frente a los delitos de lesa humanidad cometidos por regímenes autoritarios. Aun cuando el aparente declive de la guerra fría hizo de la década de 1980 el escenario de mayor visibilidad de estas demandas (Wilson, 2003a), los antecedentes de su aparición en la esfera pública pueden extenderse hasta el célebre tribunal de Nuremberg. Las respuestas a las demandas de verdad y justicia se consolidaron durante los últimos veinticinco años como piedra angular de las refundaciones de los estados nacionales, democráticos, memoriosos y portadores de una hermandad sustancial reconciliada. Situados en medio de las tensiones entre demandas sociales y respuestas gubernamentales, los derechos humanos y sus aparatos prácticos y discursivos -comisiones de la verdad, reparaciones, actos de reconciliación nacional y de repudio al perdón y olvido- adquirieron una dimensión universal. Al igual que en otros continentes, en América latina diversas sociedades lideradas por los movimientos sociales vienen reivindicando la verdad como eje principal en la búsqueda de la justicia.

La globalización de los derechos humanos y del discurso de reconciliación ha ido de la mano del crecimiento de las intervenciones humanitarias de las Naciones Unidas y de la consolidación de la reconciliación como base de la reconstrucción nacional en "escenarios de posconflicto" (Wilson, 2003a: 268). Tal globalización ha tendido a consolidar una concepción de los derechos humanos como "un estándar compartido que permite a cada sociedad evaluar sus propio desempeño" (Hastrup, 2003: 310), e incluso, como el "piso básico de legitimidad política reconocido en la comunidad internacional" (Habermas, 1998: 162). Pero esta globalización de los derechos humanos y de los discursos de reconciliación no ha estado exenta de contradicciones. La política internacional es generosa en eventos que demuestran que ni las intervenciones humanitarias han sido siempre efectivas, puntuales o precisas -e incluso humanitarias- ni los procesos de reconciliación y de reconstrucción nacional han significado el fin de la impunidad. Los intensos flujos de prácticas y representaciones de la moral y de la justicia que se establecen entre los contextos locales y el plano internacional son contradictorios también. Aunque se sustentan en la articulación de la ubicuidad universalista de ciertos principios y la territorialidad humanizada del dolor y el sufrimiento en los contextos locales, sería apresurado, como afirma Donnely (2007: 281), declarar el declive de los estados nacionales, que se constituyen más bien en los reguladores de dichos flujos, en sus adversarios o en sus impulsores.

Aun cuando es innegable cierta efectividad de los derechos humanos para garantizar la dignidad humana en un mundo dominado por mercados y estados, la idea de que todos los seres humanos tienen los mismos derechos inalienables no sólo es relativamente reciente, sino que su aceptación universal ha estado lejos de significar el declive de la discriminación, la violencia étnica y el acceso étnicamente diferenciado a la igualdad. La expansión de la universalidad de los derechos humanos está lejos de ser el resultado del consenso entre personas o países (Donnely, 2007). Esta debe mucho a gobiernos nacionales, regionales o locales -que, más por coerción que por voluntad han asumido su reconocimiento como precondición para la legitimidad política- y mucho más a movimientos sociales que atestiguan que la lucha y el conflicto, y no el consenso, son las estrategias más efectivas contra la impunidad. En este contexto, se develan dos procesos que sólo a veces parecen encontrarse: la consolidación relativa del aparato discursivo y jurídico de los derechos humanos y la continuidad de un conjunto de prácticas sociales que articula permanentemente desigualdad y diferencia étnica.

Situados en la superficie de la universalidad de los derechos humanos, las demandas por violencia estatal contra indígenas presentan retos similares a los que hay frente a las víctimas de violencia estatal: establecer la responsabilidad de la violencia, definir los mecanismos compensatorios para sus víctimas y producir nuevas historicidades. Tomadas en su especificidad, las demandas por violencia estatal contra indígenas recorren terrenos menos firmes. Primero, las acciones contra la impunidad se inscriben mayoritariamente en procesos de transición de dictaduras y regímenes políticos autoritarios a democracias edificadas sobre una idea de justicia y reconciliación nacional. Dicha transición suele actuar como ritual nacionalista en el que la hermandad nacional se re-actualiza ahora reconciliada. Al interpelar al estado-nación para ser reparados, los indígenas hacen equilibrio en una cuerda delgada: lograr que sus demandas de reparación y el reconocimiento de la violencia estatal sean reconocidas manteniendo una relación con el estado-nación sustentada no en su sumisión sino en su reconocimiento como sujetos políticos colectivos.

Segundo, las comisiones de la verdad están lejos de caracterizarse por una capacidad infalible de reparación, en el sentido terapéutico que suele emplearse en estos procesos. Escindidas del que testimonia y de la intimidad del acto de testificación, las experiencias de las víctimas pueden ser, como ha analizado Bozzoli (1998), introducidas en su forma genérica en el melting pot de una nueva memoria colectiva oficial subordinada a las nuevas narrativas nacionales (Wilson, 2003b: 370), llegando a constituirse, incluso, en secuestros de experiencias en favor de un propósito "común", "compartido": la "reconciliación nacional" (Bozzoli, 1998). Para ejemplificar brevemente, recordemos con Marienstras (1999: 71) que mientras el indio normal es el fantasma de un pueblo en vía de extinción, el indio heroico que ingresa al panteón nacional es presentado como proveedor de elementos que, apropiados y resignificados, se convierten en ritual nacional. Un proceso de reparación de las víctimas de la violencia estatal tan perfectamente moldeado al contexto nacional y no al contexto histórico-político indígena está orientado a erigirse en un nuevo ritual nacionalista construido sobre una lucha retórica, y ahora intercultural, contra la impunidad.

LOS TOBA Y EL ESTADO-NACIÓN ARGENTINO:
ALGUNAS NOTAS ACERCA DE CÓMO ABORDAR EL DINAMISMO DE SU RELACIÓN

Al hablar de la relación de los toba con el estado-nación argentino estamos lejos de poder afirmar una continuidad estable, permanente y exenta de tensiones. Para analizarlas he propuesto el concepto de dispositivo político relacional (Salamanca, 2006a), que busca superar la concepción de las identidades políticas nacionales como dadas o como posibles -aun cuando sea idealmente- por medio del pacto (Hobbes, Renan, Maquiavelo, Montesquieu), la raza (Gobineau), la etnicidad (Smith) o la ilusión (Anderson). La relación de los toba con la nación difícilmente permanecería en toneles voluntaristas o deterministas, hagan estos énfasis, como brillantemente ha sintetizado Parekh (1995), en el estado (Hegel), la nación (Herder), el estado y la nación (Fichte) o la comunidad (Rousseau). Parto de la hipótesis de que en la sociedad qom existe una continuidad histórica de elementos ligados a las dinámicas hostilidad/proximidad, a su relación con los exogrupos en términos de enemigos preferenciales y a la economía política de la predación ligada, pero no limitada, a sus características de sociedad tradicionalmente cazadorarecolectora. Tales elementos constituyen, a su vez, las bases de un conjunto de dispositivos políticos relacionales que caracterizan sus relaciones con otros grupos indígenas y con la nación argentina y los blancos. Una relación planteada en términos predatorios y no, no solamente, de pertenencia, adscripción o sometimiento cuestiona el origen mítico de la nación -anclado en el primitivismo de la guerra de todos contra todos y en el subsiguiente pacto civilizador-. Planteada en estos términos tal relación cuestiona, además, la relación naturaleza: guerra :: política: pacto, base y eje de diversas formulaciones sobre la nación y el buen gobierno realizadas, entre otros, por Hobbes, Maquiavelo y Montesquieu.

Reconocemos en los toba una sociedad que ha contado y ha puesto en práctica un amplio conjunto de dispositivos para mantener una frontera relacional con la sociedad argentina. Tal frontera, problemática, polivalente y porosa, se condensa también por la acción de la sociedad nacional y la puesta en marcha de diversos dispositivos de alteridad: marginación, diferenciación, exclusión, exotización. Así, en el momento en que las víctimas de la violencia estatal son indígenas emergen las incertidumbres de los mecanismos del nacionalismo humanitario y del humanitarismo nacional.

Interesado en la capacidad de acción indígena, reconozco que las relaciones entre los toba y el estado-nación argentino se producen en torno a dispositivos políticos relacionales, históricos y contextuales. Aun cuando algunos qom suelen situar sus orígenes antes de la colonización de la región chaqueña, el indigenismo reivindicativo4como dispositivo relacional fue institucionalizado con la renovación jurídica del estado nacional argentino de la década de 1990. Por indigenismo reivindicativo me refiero a un dispositivo político relacional que permite y estimula un tipo de acción política -colectiva, consciente y que exalta la especificidad étnica, reivindica la preexistencia y demanda de derechos específicos- que reconoce a los indígenas como sus protagonistas. A través del nuevo territorio, las nuevas narrativas y los nuevos símbolos de acción política que ofrecía el nuevo marco legislativo, el indigenismo reivindicativo se fortaleció en la región por la acción de las ONG, el despliegue de una sensibilidad ambientalista así como por los mismos qom, quienes supieron acomodar sus formas de acción política a los nuevos contextos.

Para algunos habitantes de la Colonia Aborigen Chaco, escenario de la masacre de Napalpí, sede histórica de la Dirección Provincial del Indio y beneficiaria privilegiada de la semilla, el tractor y la burocracia del indigenismo integracionista, el nuevo indigenismo reivindicativo sonó más a retroceso. La bonanza de proyectos, cargos burocráticos interculturales -auxiliares y asistentes médicos o sanitarios, entre otros-, narrativas e imágenes de un pueblo aborigen en pie de lucha que celebraban los toba de otras regiones fue paralela al declive de la Dirección de Indios, de sus recursos y de los liderazgos indígenas articulados a ella. Heterogénea, la Colonia no lamentó al unísono los vientos de renovación política y algunos de sus líderes, adaptándose a los nuevos tiempos, renovaron sus discursos y se articularon, relaciones con ONG mediando, al indigenismo reivindicativo. A mediados de 2002, entre muchos habitantes de la Colonia este nuevo tipo de indigenismo había adquirido legitimidad como dispositivo de relación entre los indígenas de la misma y su entorno sociopolítico.

El despliegue del indigenismo reivindicativo como dispositivo político en la Colonia significó no sólo el surgimiento de nuevos derechos: implicó también otras formas de representación del devenir histórico, de la dimensión política de la memoria y de visibilidad política en un país ahora "multicultural" y respetuoso de los derechos humanos. En este contexto los indígenas de la Colonia renovaron su forma de relacionarse con la masacre de Napalpí.

DEL POR QUÉ DE LA IMPORTANCIA DE "RECUPERAR LA HISTORIA"

El contexto contemporáneo es testigo de un nuevo indigenismo que estimula lenguas autóctonas, prácticas tradicionales e indígenas originarios aunque también permite, la mayoría de los qom estaría lejos de negarlo, lo que décadas de ocultamiento de los "clivajes étnicos" y de experiencias por fuera de "falsas conciencias" étnicas no habían permitido5. En este escenario, Juan y Mario, dos jóvenes originarios de la Colonia inscribían, cuando los conocí en 2005, su "inquietud" por el "silencio sobre la masacre" y su iniciativa de "recuperar la historia". En 2001, cuando empezaron a trabajar juntos, se asistía a tiempos diferentes a aquellos en los cuales los habitantes de la Reducción de Indios de Napalpí venían confrontándose con una versión local del indigenismo integracionista, económicamente mestizo y retóricamente indigenista, sancionado en Pátzcuaro (1940) e introducido en la región a mediados de siglo por medio de la Dirección Provincial de Indios por James Sotelo, su director. Aun cuando el acontecimiento de la masacre dejó profundas repercusiones en todas las dimensiones de la vida social, era ininteligible para el indigenismo integracionista; esta situación de ocultamiento histórico se puede resumir afirmando que durante esos años la masacre estaba en todas partes pero nadie hablaba de ella o al menos en voz alta.

El recuerdo de la masacre que los jóvenes toba se habían propuesto recuperar se había convertido en herramienta de reivindicación. "Recuperar" implicó convencer, apoyados en relaciones de parentesco o de amistad, a los ancianos de dar su testimonio. "Al principio era muy difícil", me contaba Juan a comienzos de 2005, "nadie quería hablar pero nosotros queríamos recuperar esa historia". Para estos jóvenes insertos en trayectorias personales en las que la educación intercultural y bilingüe (EIB) era un escenario y componente importante de su liderazgo en construcción, "recuperar" adquiría también nuevos significados en un contexto en el que el impulso de la EIB ha instalado, paradójicamente, la desconfianza de la oralidad en la transmisión de la memoria social. Enfrascados, como la mayoría de los líderes indigenistas más jóvenes, en la paranoia del olvido y en la documentación de la identidad, para denunciar la violencia estatal contra los indígenas, Juan y Mario encontraron en el "libro" su herramienta política e hicieron de su publicación su militancia. Tal libro debía ser la compilación de varios testimonios de ancianos de la Colonia recopilados por ellos.

Una vez recopilados los testimonios los jóvenes historiadores toba iniciaron su periplo por oficinas, despachos y viviendas de funcionarios, políticos, antropólogos, técnicos, misioneros, indígenas y no-indígenas. En su hasta entonces infructuoso recorrido para publicar su historia, Juan y Mario no tuvieron mayor suerte cuando acudieron al director toba del Idach6, Hermenegildo López, quien les respondió: "Ustedes todavía están para carpir [son muy jóvenes], ¿qué hacen metidos en esas cosas?". La falta de capacidad técnica en el manejo de "los papeles" y los intrincados procedimientos para obtener algún "proyecto", piedra angular de todo indigenismo militante, los obligaron a guardar sus grabaciones y las hojas con el registro de los testimonios.

Pasé varias tardes discutiendo con ellos sobre la masacre, sus dificultades para publicar el libro y las implicaciones de la demanda interpuesta en 2004 contra el estado-nación (véase más abajo). Durante esas conversaciones, Juan y Mario solían resaltar la forma en que registraron sus entrevistas, los medios que utilizaron y detalles de cómo las guardaron. Resaltaban también que todos los que habían dado su testimonio habían firmado, por su solicitud, las hojas para garantizar la autenticidad de los relatos. ¿Las firmas hacían más fidedignos los testimonios? ¿Cuál es la o las acciones posibles de falsedad que las firmas pretendían evitar? ¿La firma de los testimonios puede ser leída como el "fetichismo de estado" que según Gordillo (2006: 163) envuelve a los documentos de identidad entre los wichí y los toba del oeste? Estas firmas muestran cómo los indígenas adoptan las prácticas institucionales de legitimidad y las metodologías burocratizadas de acción política. Aun cuando paradójica, tal incorporación de parámetros de autenticidad constituye un proceso clave en un contexto político edificado sobre la identidad. No obstante, más que crear una identidad, el testimonio rubricado posibilita relaciones basadas en testimonios transcritos y firmados que adquieren valor en sí mismos y con capacidad de ser movilizados en contextos políticos específicos. El otorgamiento de movilidad, valor en sí mismo y de una forma precisa y diferencial de los testimonios se inscribe en un contexto de múltiples dispositivos políticos en los cuales estos y otros elementos se producen, insertan y operativizan y cuyos participantes, al encontrarse en posiciones relacionales inestables, alternan entre la negociación y la confrontación. Así, el fetichismo de los documentos estatales es, más bien, otro proceso en una dinámica mayor en la que las identidades políticas se documentan y testimonian mediante mecanismos institucionales -actas, declaraciones, estatutos-, comunitarios -historias, mitos, fotografías-, técnicos -diagnósticos técnicos, documentos antropológicos- o políticos -organizaciones, liderazgos, discursos, reivindicaciones-.

En este contexto de surgimiento de nuevos escenarios de acción política, la masacre de Napalpí se convirtió en objeto de interés para varios habitantes de la colonia y para Alfredo José, entonces presidente de la Asociación Comunitaria de la Colonia7. Aun cuando José fracasó en sus intentos de que a modo de "reparación histórica" se colocara "un cartel que indique que allí, en Napalpí, ocurrió la matanza" (Aranda, 2004) y de que la masacre fuese incorporada como materia de estudio en las escuelas de la Colonia, el interés por la masacre ya se había instalado y las puertas para las demandas de justicia estaban abiertas.

MEMORIA, ACCIÓN POLÍTICA Y ACONTECIMIENTO

Conocí a los habitantes de la Colonia en 2005 en el marco de una consultoría cuyo propósito era favorecer la participación de las organizaciones indígenas de la Colonia en la ejecución del plan de desarrollo indígena (PDI)8. La ejecución de dicho plan intentó paliar, aunque sin declararlo, los efectos de la materialización espacial de un modo de relación asimétrico y discriminatorio de la sociedad nacional con los indios9. Además de los antecedentes citados (nota 9), la realización del PDI se justificaba por la situación conflictiva desatada por el hecho de que la Colonia no fue reconocida como tal en el trazado original del canal que preveía atravesarla en uno de sus costados. Puesto que la realización de obras públicas en las propiedades comunitarias indígenas requiere de la consulta previa de las instituciones, el gobierno se vio obligado a proponer un proceso de negociación que daría lugar al PDI que preveía la construcción de diversas obras de infraestructura: el desvío de la cloaca de Quitilipi, pozos de agua, reservorios, una escuela y un centro de salud, entre otros.

Desde mi condición coyuntural de consultor en un proyecto de desarrollo, el desafío de desmercantilizar la arena en que organizaciones indígenas y gobierno se relacionaban en torno al PDI se articulaba con una memoria de la masacre en conflicto por medio de una perspectiva más integral. Esta perspectiva busca abordar los retos y las contradicciones que implica la convivencia de los distintos dispositivos relacionales que los qom establecen con el estado-nación dando lugar a la convivencia de múltiples formas de liderazgo, prácticas y discursos políticos, formas de construcción del devenir histórico, rastros espacializados derivados de las diversas trayectorias históricas de los toba.

La coerción disciplinaria tuvo gran influencia en el énfasis con el que el dispositivo político relacional basado en la sumisión se manifestaba en la Colonia. Tal coerción no impidió a sus habitantes atravesar procesos históricos significativos para los qom de otras regiones chaqueñas y, particularmente, aquellos sobre los que los qom edificarían un nuevo dispositivo político relacional -el indigenismo reivindicativo- que moviliza una identidad colectiva reivindicada. Nos referimos, entre otros, a la idealización del pasado anterior a la conquista y el valor indígena en la guerra contra los blancos, a la llegada del evangelio y a la habilidad que tuvieron los qom para operar en una ciudadanía filtrada por los aparatos clientelistas.

La relación de los qom con el acontecimiento de la masacre corre por caminos similares a la que mantienen con el espacio: espacios y acontecimientos están abiertos a diversas lecturas posibles derivadas de la multiplicidad que caracteriza su acción política contemporánea. En efecto, la conjunción indigenista jurídica de espacio y sujeto político en la categoría de comunidad encontró en la Colonia no una unidad relativamente cohesionada de acción política, sino un conjunto social heterogéneo resultado tanto de un eficiente aparato disciplinario orientado a la marginación social y a la explotación económica como de las múltiples acciones de reivindicación indígena. Así, aun cuando la justicia por la masacre de Napalpí no fue hasta 2004 un derrotero en las acciones políticas colectivas en la Colonia, tampoco podría afirmarse que frente a la masacre operó el olvido o la aceptación de su legitimidad. La masacre de Napalpí, como muchos otros acontecimientos del devenir histórico de los qom -como la conquista del Chaco por parte del ejército argentino, la llegada del Evangelio, la conquista de la tierra y la ciudadanía, entre otros- puede verse desde múltiples perspectivas: por una parte, al ser integrada a la trayectoria edificadora de la ciudadanía indígena sustentada en la dominación y el sometimiento, puede leerse como el icono histórico de la ruptura entre los "antiguos" supersticiosos e ignorantes y los "nuevos", quienes hábilmente se lanzaron a una esfera sociopolítica más amplia -y menos étnica- en la que era posible la igualdad. Simultáneamente, desde un indigenismo reivindicativo y una concepción de la historia articulada a la consolidación de los pueblos indígenas como sujetos políticos colectivos, Napalpí puede leerse también como un lugar-tiempo de movilización y resistencia frente a la violencia política y económica del estado-nación argentino y un antecedente a la acción política colectiva edificada hoy en día sobre una identidad reivindicada. Más allá de estas diferencias, ningún qom pone en duda la justicia de las demandas por la reivindicación de la memoria de las víctimas y la sanción de la violencia estatal.

En mi interés por articular la discusión sobre la masacre a los debates con las organizaciones indígenas sobre la ejecución del PDI y las nociones de desarrollo, me enfrenté a las dificultades que caracterizan este tipo de intervenciones en un contexto en el que las políticas públicas no se ajustan aún a los reconocimientos jurídicos indígenas y a las expectativas de las mismas organizaciones indígenas, para las que era más urgente velar por la ejecución del PDI que por la expansión de la idea de justicia y de sus efectos. Vista la larga experiencia de las organizaciones y después de la difícil ejecución del PDI, resulta hoy entendible el hecho de que hablar de la memoria pareciera más una artimaña -ahora antropológica- para permitir pasivamente la ineficacia gubernamental que un propósito de proyecciones políticas.

Acotado entonces a la arena del PDI en que las organizaciones indígenas exigían el cumplimento de lo acordado con el gobierno, mi participación en el conflicto de la memoria se centró en seguir de cerca el proceso de la demanda y en intentar demostrar, mediante la revisión colectiva de la historia de la Colonia con sus habitantes10, que la dominación étnicamente diferenciada y la génesis misma de la demanda presentan algunos elementos de continuidad con la naturaleza de la violencia de la masacre, al ser el resultado de un proceso que desconoce a los indígenas como sujeto político colectivo y al contribuir a la continuidad de algunos principios -paternalismo, manipulación, autoritarismo, discriminación- como garantes de la estabilidad del modelo de relación que la sociedad nacional mantiene con los indios.

Al finalizar 2007, lugar y acontecimiento hacían ya frente común para mostrar las formas contradictorias en que se espacializa la política y el espacio se hace político. Cuando se ha enfrentado durante tantos años la universalidad de la injusticia, apelar de un día para otro a la universalidad de los derechos es un periplo de destino incierto y plagado de contradicciones.

LA INDEMNIZACIÓN COMO REPARACIÓN

Cuando en 2004 se cumplieron och enta años de la masacre, el material que habían recopilado Juan y Mario permanecía aún guardado. En 2004, el Tribunal Nacional declaró imprescriptibles los crímenes de lesa humanidad, y en 2005 inconstitucionales las leyes de punto final y obediencia debida. Aunque aún en ese entonces la Corte Suprema no había declarado la nulidad de los indultos a represores, la declaración fue celebrada por las organizaciones sociales movilizadas por el juzgamiento de los responsables de los crímenes de lesa humanidad.

En la región chaqueña soplaban también los vientos renovadores de los derechos humanos11. Reconociendo estar frente a un contexto favorable a la memoria, la justicia y la reparación, el abogado Carlos Díaz decidió expandir tal diálogo a las víctimas indígenas de violencia estatal. Su sensibilidad intercultural parece haber sido fortalecida por una publicación sobre la masacre (Vidal, 2000) y por las demandas que los mismos indígenas de Colonia Aborigen Chaco venían haciendo. En consecuencia, en noviembre de 2004 Díaz entabló una demanda de "indemnización de pagos y perjuicios, lucro cesante, daño emergente, daño moral y de búsqueda de la verdad histórica por el genocidio indígena en la llamada masacre de Napalpí"12, y demandó al estado nacional por ciento veinte millones de dólares.

Díaz encontró en Hermenegildo López, acérrimo puntero radical13 y entonces presidente del Idach, un importante respaldo a la demanda. Originario de La Matanza, una comunidad situada al norte de Colonia Aborigen Chaco y de la ruta 81, López había informado a Díaz que sus abuelos provenían del lugar de la masacre y que incluso dicha comunidad había surgido como consecuencia de esta. Infortunadamente carecemos de información para hacer un análisis detallado de la forma en que Díaz y López se relacionaron en torno a la demanda. A pesar de que un trabajo acerca de la capacidad de acción indígena exigiría analizar en detalle el origen de las motivaciones, el hecho de si fue López quien motivo a Díaz o lo contrario es, dada la naturaleza de la demanda, meramente circunstancial.

LA ESFERA PÚBLICA DE LA DEMANDA: LA CONSTRUCCIÓN DE LAS VÍCTIMAS,
DEL ACONTECIMIENTO Y DE LA REPARACIÓN

En tanto proceso jurídico, la legitimidad de la demanda se sustenta en la documentación jurídica inherente al juicio. En tanto práctica social, pública y de naturaleza colectiva, la legitimidad de la demanda se sitúa en los documentos de comunicación que los promotores prepararon para adecuarla a un contexto sociopolítico específico. Interesados en este aspecto, analicemos algunos elementos de su estrategia de comunicación, centrados en la construcción de la representación de las víctimas, del acontecimiento y de la ilegitimidad de la violencia estatal.

En lo que se refiere a la construcción de las víctimas y de la legitimidad de la demanda, las tensiones se establecen a partir de dos ejes, ligados ambos a una figura política muy compleja: los pueblos indígenas como sujetos políticos colectivos. Para analizar la primera de las tensiones -entre ciudadanía y etnicidad como plataformas de acción política- abordemos el documento de difusión para buscar adhesiones al juicio, en el que se afirma:

    Cerca de cuatrocientos argentinos indígenas de la reducción pudieron esconderse en los impenetrables montes chaqueños (...). Un número no determinado se agrupó fundando una nueva comunidad indígena que hoy es conocida bajo el nombre de La Matanza cuyos descendientes hoy forman la Asociación Comunitaria La Matanza que inició éste histórico juicio (Díaz y García, 2004: 11).

Al aludir a las víctimas de Napalpí como "argentinos" y luego "indígenas", la demanda define un tipo de subjetividad política colectiva que exige la reparación. Aun cuando hoy en día ningún toba parezca dispuesto a renunciar a su condición de ciudadano argentino, tal presentación basa la legitimidad de la demanda en la condición instrumentalizada de una ciudadanía que, por ese entonces, era aún ajena a los toba, precisamente porque ciudadano e indígena eran dos categorías incompatibles14. ¿Contradicen estas afirmaciones nuestras aseveraciones de que los mismos toba han constituido su subjetividad política colectiva al margen de políticas de la identidad y de la diferencia, estáticas, binarias y exclusivas?

Las dinámicas políticas más recientes vienen exigiendo de la antropología nuevas perspectivas que, aun cuando no desconocen los procesos de dominación, enfatizan la comprensión de la capacidad de acción indígena. Desde este punto de vista, la ciudadanía, como la evangelización, además de constituirse como "acto de dominación" pueden presentarse como la conquista de lo que he definido como un campo de un dispositivo político relacional. Dicho dispositivo, a la vez que concede beneficios, provee a los indígenas de elementos fundamentales en la construcción contemporánea de su identidad colectiva. Esta doble posibilidad de lectura de los dispositivos políticos relacionales implica además que, si bien en algunas situaciones la ciudadanía constituyó para los qom una conquista, este no fue el caso siempre y en todos los contextos, y cuando lo hizo no necesariamente fue una cuestión definitiva. Este es el caso de los habitantes de la Colonia expuestos a una ciudadanía que impulsaba la expansión hegemónica del trabajo asalariado y de la educación como aparatos disciplinarios.

Tal como ha sido elaborada y presentada, la demanda entablada contra el estado-nación por la masacre de Napalpí contradice la trayectoria de los indígenas como sujetos políticos colectivos a la que sus promotores afirman querer contribuir al constituir como base de legitimidad de las víctimas aquella ciudadanía que, con su proyección excluyente, constituyó -junto con la(s) masacre(s)- uno más de los aparatos institucionalizados de poder contra los indígenas. En suma, ningún combate contra la amnesia de una violencia institucionalizada y sistemática desde un estado -holocausto, genocidio, masacre- hacia una población dada parece legítimo si se constituye sobre la idea de que la víctima es víctima por contar con la misma condición de su victimario; mucho menos si dicha condición fue el resultado de un ejercicio de dominación que exigió de dicha población la claudicación de su existencia como tal.

No obstante, primero ciudadanos y luego indígenas, los toba descritos por el documento estarían adscribiendo principalmente a la ciudadanía argentina. Desde esta perspectiva la condición étnica sería una variable sumada en términos genéricos -ya no toba o mocoví, sino "indígenas"- a una categoría dada y genérica -la de argentinos-. Ser reparado desde esta condición paradójicamente cerraría el círculo abierto por la masacre al eludir el principal desafío: lograr que la violencia estatal sea ilegítima sin ir en desmedro de las conquistas indígenas de su condición de sujetos políticos colectivos.

La construcción de las víctimas se encuentra con otras tensiones ligadas a la necesidad de complejizar la figura de pueblos indígenas que, en otro ejercicio de simplificación, idealización o superioridad, tiende a suponerse como homogéneo, unido y galvanizado como comunidad sustancial. La minuciosidad con que la demanda interpuesta unió la masacre ocurrida en Napalpí con la comunidad de La Matanza estableció múltiples contradicciones. Al conversar con algunos habitantes de Colonia Aborigen Chaco, muchos de ellos consideraban pertinente discutir quiénes eran los verdaderos descendientes de los indígenas masacrados en 1924, porque si bien ellos no podían declarase como los exclusivos descendientes de las víctimas, tampoco lo eran los habitantes de un asentamiento en el que no ocurrió la masacre y que no fue víctima, al menos tan directa, de la violencia institucional que siguió a esta.

Teniendo en cuenta la enorme heterogeneidad de aquello que el indigenismo más inocente quiere ver como pueblo aborigen unido y reivindicativo, el dinamismo de los procesos de sedentarización, la vigencia de diversas manifestaciones de nomadismo y las varias olas de inmigración de los toba a la periferia de ciudades como Rosario, Resistencia o Buenos Aires, el hilo que une las verdaderas víctimas con sus verdaderos descendientes resulta problemático. Y no podrá ser trazado sin ignorar los efectos causados ya no exclusivamente por la masacre, sino por el sistema político del que esta hace parte y que, argumentando la diferencia étnica, impulsa, establece o tolera políticas étnicamente diferenciadas. Así, muchos habitantes de Colonia Aborigen Chaco y las colonias vecinas señalan la dificultad de determinar quiénes fueron aquellos que verdaderamente estuvieron en la masacre, quiénes son verdaderamente sus descendientes y cuáles fueron verdaderamente sus consecuencias, en el sentido de que las causas de la discriminación y la marginalidad sobrepasan los efectos directos de la masacre.

En lo que se refiere a la construcción del acontecimiento, un elemento por resaltar del documento es el hecho de que sus autores parecen instaurar el día de la matanza de Napalpí como punto cero de una "política sistemática de degradación":

    En los ochenta años que siguieron se produjeron más daño y más muertes que los fusilamientos o el degüello de los heridos en aquél fatídico día por el terror a defender sus reivindicaciones que se transmitió oralmente por los "antiguos" de generación en generación. Tal fue el terror infundido dentro de la comunidad toba, que nunca más, hasta nuestros días, existió atisbo de protesta sobre las condiciones laborales y/o sociales de nuestra etnia. Prueba de ellos es este juicio iniciado ochenta años después (...) ni siquiera existe un monumento o una placa que recuerde a las víctimas sin nombre. Pero los ideólogos y ejecutores de este genocidio sistemático no pudieron borrar a Napalpí (...) este pueblo no sólo nunca más pudo recuperarse, sino al contrario, fue víctima de una política sistemática de degradación a partir de la masacre de Napalpí (...) por último se trató de quitarles la memoria que es la más terrible de las condenas (Díaz y García, 2004: 13-14).

La demanda se sustenta más en el ideal de una sociedad y, más precisamente, de un estado reconciliándose consigo mismo que en una sociedad o un estado proponiéndose la revisión o la transformación de su(s) modo(s) de relación con los indios. La expresión "nuestra etnia" por ejemplo, evoca cierta apropiación que los argentinos -en tanto colectivo- hacen de los indios. La base de tal sentencia está vinculada con la idea de un patrimonio cultural, ahora también inmaterial, cuyo origen se remonta hasta las inauguraciones de las naciones hispanoamericanas cuyas ideas indianistas instauraron un modelo tan desigual como aquel que pretendían desalojar.

Paralelamente, la visión de la historia a partir de rupturas definitivas plantea una relación problemática con las matanzas ocurridas antes durante la conquista del Chaco. No me ocuparé del silencio del documento sobre la violencia institucionalizada del estado contra los indios anterior a la masacre, ya que podría argumentarse que el silencio no necesariamente implica aceptar su legitimidad. Me concentraré más bien en el hecho de que el documento, al mismo tiempo que dota de cierta historicidad a la rebelión -de manera también contradictoria, como ya hemos visto-, sustrae a los indios de todas las regiones de la historia no tocadas por la masacre. La instrumentalización de los toba como víctimas se establece al ignorar las acciones concretas de reivindicación y negociación que los indígenas chaqueños y, particularmente los toba, han llevado a cabo durante más de medio siglo. Al ocultamiento de los muertos y las masacres hacia el pasado se articula la desestimación hacia el futuro de los toba como sujetos históricos y partícipes, más o menos activos, del delineamiento de su devenir. Así mismo, en lo que se refiere a la relación que la sociedad nacional mantiene con los toba, ningún qom eximiría la responsabilidad del "genocidio" a los "ejecutores de Napalpí", haciéndolo extensivo a una sociedad que demuestra a sus ojos en todos los niveles su incapacidad de escindir desigualdad y diferencia.

Acerca de la construcción de la noción de reparación, es posible constatar cómo en el párrafo citado las formas de evocación de la muerte se uniforman y se orientan a diversos fetichismos: uno monumental, cuya posible pertinencia en los círculos artísticos no sólo encuentra pocos ecos en las preocupaciones cotidianas indígenas, sino que además es susceptible de establecer una arena de reivindicación, la monumental conmemorativa, que encapsula el acontecimiento pero que no pone en cuestión sus causas. Otro económico, que evacua los cuestionamientos a la continuidad de un modelo de relación con los indios.

Para analizar la eventual efectividad de la demanda a la hora de "reparar", abordaré las propuestas de indemnización, no sin antes aclarar que ninguno de mis interlocutores toba, vinculados o no a la demanda, es favorable a unir la legitimidad de la demanda con la legitimidad de sus promotores. En el material para la "difusión de los dos juicios que se tramitan actualmente en la República Argentina por genocidios de pueblos originarios", sus autores, Díaz y García, proponían la "atribución del 80% a un fideicomiso para todos los argentinos de la etnia toba" y:

    en solidaridad con nuestros hermanos aborígenes de las etnias wichis y mocovíes (sic) que viven en la provincia del Chaco, es voluntad de la Asociación Comunitaria La Matanza que con un diez por ciento del total neto a percibir por esta demanda, se conforme un fideicomiso que sea administrado por los representantes de las asociaciones de dichas etnias en esta provincia del Chaco, con el asesoramiento técnico y la auditoría conjunta del Fondo para el desarrollo de los pueblos indígenas de América Latina y el Caribe y de la Fundación Rigoberta Menchú (Díaz y García, 20004: 8).

Los indígenas no tuvieron ningún tipo de participación en la definición de la estructura operativa de una eventual indemnización en lo que se refiere a quiénes deben ser reparados, de qué forma y bajo la asesoría de quién. Aunque para algunos indigenistas militantes sería reconfortante saber que para los toba los wichí son sus hermanos, un análisis somero de la política desde los indios demostraría no solamente las dificultades de tal hermandad, sino la violencia de la ilusión de una hermandad tan romántica como superficial. Pero, ¿responden las críticas presentadas hasta aquí a una sobreinterpretación limitada a los discursos? Me referiré entonces a los aspectos prácticos del surgimiento de la demanda.

LA GÉNESIS DE LA DEMANDA DESDE LAS PRÁCTICAS

A inicios de 2005, el abogado Carlos Díaz y el puntero radical Hermenegildo López iniciaron sus visitas al lugar de la masacre, ubicada actualmente en la chacra de un habitante de Colonia Aborigen Chaco, con el fin de hacer excavaciones con "grupos de expertos". Mientras tales acciones se difundían ampliamente en los medios provinciales y nacionales, se llevaban con sigilo en la Colonia. En el contexto local de esta, el planteamiento aparentemente colectivo de la denuncia manifestaba ciertas disonancias. Entre las causas de la participación heterogénea en la demanda podemos citar el hecho de que el proceso haya adquirido tintes partidistas tanto por la participación activa del puntero radical y entonces presidente del Idach, Hermenegildo López, como por la nula apertura de espacios de participación colectiva a los habitantes de la Colonia en su formulación.

Otra causa de la escasa participación de los habitantes de la Colonia es que López no es originario de la Colonia sino de La Matanza. Este hecho, que podría ser circunstancial a efectos legales, no lo es en términos de la acción que supuestamente la sustenta o que debería sustentarla. En efecto, la demanda no fue impuesta por la Asociación Comunitaria Colonia Aborigen Chaco que, en principio, era la más indiciada por cuestiones históricas y políticas, ya que fue Colonia Aborigen y no La Matanza el lugar de la masacre y de las políticas de dominación que, según el mismo documento, le siguieron. Así mismo, según la legislación vigente los órganos de representación directa son las asociaciones comunitarias de cada comunidad, mediante las cuales se viabilizan sus cuestiones. Si en la Colonia no se abrieron espacios de participación argumentando una supuesta participación por medio de otros canales institucionales -en este caso el Idach-, en esos otros canales la participación de los habitantes de Colonia tampoco existió. Esta falta de participación de la Colonia en la gestión de la demanda fue superada con la alianza que, alrededor de noviembre de 2005, se empezó a gestar entre López y Alfredo José, entonces presidente de la Asociación Comunitaria Colonia Aborigen Chaco.

Elizabeth Jelin, socióloga con larga experiencia en el análisis de las demandas en contra de la impunidad de los delitos de lesa humanidad y de su relación con los movimientos sociales, señala (2003: 10) algunas características propias de este tipo de movimientos: estructura participativa ligada a los contenidos de las demandas; temporalidad particular; heterogeneidad y multiplicidad de sentidos; y vinculación e impacto sobre sistemas institucionales y relaciones de poder en la sociedad. En el caso de la demanda de Napalpí la dimensión política de estas características y su pertinencia, o al menos la necesidad de su problematización, fue ignorada por un actor tan plástico como amorfo que optó por parasitar tanto los aspectos susceptibles de ser reivindicados como la legitimidad adquirida por los mismos movimientos que afirman respaldar.

Frente a una demanda supuestamente colectiva pero inscrita en las divisiones políticas entre indígenas peronistas y radicales, sus promotores privaron al resto de los habitantes de la Colonia de su posible participación en ella. La mayor evidencia de tal privación estuvo dada por la prohibición a cualquier persona de acceder al lugar donde la memoria colectiva afirma que se encuentran las fosas de las víctimas de la masacre, establecida por los promotores de la demanda mediante una alianza con el propietario del lugar. Los promotores no sólo prescindieron del principio colectivo que debería sustentar la demanda, sino que haciendo esto filtraban, una vez más, el acceso a la justicia a través del tamiz de las adscripciones partidarias.

La desconfianza acumulada por López a raíz de sus prácticas permanentes de clientelismo y corrupción durante sus años al frente del Idach hizo que los habitantes de la Colonia desconfiaran también del juicio. No obstante, el lento avance del proceso, sumado a los desafíos que enfrentaban las organizaciones entre 2004 y 2007, hizo que sus habitantes no vieran en el pasado y la memoria uno de sus escenarios políticos más importantes. Al menos hasta 2003 los líderes de la Colonia agrupados bajo la comisión directiva y asesorados por Julio García, abogado del Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa)15, concentraban su atención en el seguimiento de la demanda entablada para expulsar a Herzel y Vetel, dos gringos influyentes que se habían apoderado de 2.500 hectáreas de la Colonia con la complicidad del gobierno provincial, que a fines de los años 1990 emitió un título de tierras colectivo por 20.000 ha y no por las 22.500 que hacían parte de la reducción. Como se señaló, a partir de 2004 los líderes se concentraron en la ejecución del PDI que finalizaría a comienzos de 2007.

Para analizar si las implicaciones de este estado de cosas responden a la dificultad de traducir amplias cuestiones morales y políticas en representaciones legales precisas (Hastrup, 2003: 312), veamos la relación entre las iniciativas institucionalizadas de reivindicación de la memoria y las que no estaban dirigidas, en su origen, más que a poner fin al olvido y al silencio. A mediados de 2005, los toba Juan y Mario que habían recopilado algunos testimonios sobre la masacre acudieron al abogado Díaz para exponerle el "error" en que había incurrido al no haber consultado a los "habitantes del lugar". Díaz se excusó diciendo que "él no sabía" que "la matanza no había sido en La Matanza sino en Colonia Aborigen Chaco" y que "Hermenegildo López lo había orientado mal". Les preguntó también cuál era su interés por el asunto de la historia y sobre sus proyectos personales, a lo que Juan respondió comentándole sus deseos de ser abogado. Díaz le señaló que su padre era uno de "los historiadores más importantes de la provincia" y le mostró su cuantiosa biblioteca personal. Le prometió además apoyarlo económicamente en sus estudios. Ignorando estas manifestaciones de paternalismo potencial sustentado en la asimetría, Juan y Mario continuaron insistiéndole a Díaz que su interés era manifestarle el "desacuerdo de la gente de la Colonia" con una demanda en la que no había sido consultada.

No obstante, los habitantes de la Colonia tampoco parecían confiar en Juan y Mario, a quienes acusaban de "haberse vuelto a levantar" interesados en los posibles beneficios económicos de la demanda. Este rechazo se manifestó en agosto de 2005 cuando, bajo el auspicio de una iglesia evangélica, invitaron a conmemorar la masacre de Napalpí, ahora bajo la consigna "Masacre indígena de Napalpí: ochenta años de impunidad". En ella contaron, según Juan, con un centenar de "invitados de afuera, pero casi ninguno de la Colonia".

Aunque debilitados por la falta de respaldo colectivo, Juan y Mario expusieron a Díaz su intención de oponer un recurso de amparo para detener la demanda instaurada contra el gobierno nacional. A este anuncio el abogado los invitó a no desperdiciar esa oportunidad por los "conflictos entre hermanos que siempre los han dividido". Díaz los invitó también a "sumarse" a la demanda como amicus curiae, una figura jurídica que Carlos Díaz y el ahora abogado ex Endepa Julio García (véase más adelante) emplearon para solicitar, como se afirmaba en su material de difusión, las adhesiones a organizaciones nacionales e internacionales.

    Todos pueden contribuir a que se haga justicia en estas causas. Publicando (...) las tragedias mencionadas, concientizando a las autoridades, organizaciones e intelectuales sensibles a estos genocidios y presentándose como Amicus Curiae en los expedientes correspondientes.

No obstante, como habían consignado los mismos abogados, esta instancia los hacía partícipes como mero respaldo y su participación no era vinculatoria:

    Amicus curiae es una institución jurídica participativa por la cual una persona u organización se presenta en un juicio, sin ser ni considerado parte de él, ni sus dichos vinculatorios para el juez que entiende en la causa, ni le genera el pago de costas. El asistente oficioso no reviste calidad de parte ni puede asumir ninguno de los derechos procesales que corresponden a ésta. Las opiniones o referencias del asistente oficioso tienen por objeto ilustrar al tribunal y no tienen ningún efecto vinculante con relación a éste. El amicus es extraño al proceso, pues, según la norma, no reviste calidad de parte ni puede asumir ninguno de los derechos procesales que corresponden a ésta. Empero, ello no implica que no fije posición sobre la cuestión sub judice y en consecuencia, se vea fortalecida la posición de alguna de las partes en litigio (Díaz y García, 2004: 20).

La aceptación de la figura amicus curiae en organismos internacionales16 así como su utilización progresiva en América latina por influencia de los sistemas internacionales de protección de los derechos humanos devela la dimensión internacional en la que sus promotores desean inscribir la demanda. Ya en un contexto nacional, diversos militantes de los derechos humanos y líderes como el Nobel de la paz Adolfo Pérez Esquivel respaldaron la demanda. Mientras en la esfera local los debates acerca de la masacre de Napalpí fueron pospuestos por la ejecución del plan de desarrollo indígena, los comicios para elegir diputados nacionales en 2005 y las elecciones realizadas meses después para elegir representantes al Idach, en la esfera provincial la demanda tuvo una recepción positiva inusitada. La novedad de tal recepción era dibujada en 2005 por algunos líderes indígenas radicales, quienes solían afirmar que el triunfo de los indígenas con tendencia radical en las elecciones del Idach garantizaría el respaldo de la demanda por parte del gobierno de la provincia del Chaco -en ese entonces radical- en el conjunto de demandas formuladas al gobierno nacional -peronista-17. Por el contrario, algunos líderes de tendencia indigenista -de la que Mario hace parte activa- promulgaban la necesidad de anular la demanda y detenerla hasta tanto no hubiera abogados entre los toba que pudieran sustentarla y ajustarla a las verdaderas expectativas.

El haber iniciado un proceso jurídico en representación de una organización diferente a la afectada puede atribuirse exclusivamente a los deseos de protagonismo del entonces presidente del Idach. Sin embargo, otro amplio conocedor de los procesos políticos indígenas, el abogado Julio García, se desempeñaba como asesor jurídico de la Asociación Comunitaria de Colonia Aborigen Chaco y de otras asociaciones indígenas de la región en tanto miembro del equipo de Endepa. Si reconocemos la experiencia de García no es errado suponer su conocimiento de la demanda impuesta por Díaz y su rechazo o, al menos, su suspicacia frente a un proceso judicial iniciado sin la consulta de las organizaciones indígenas que él mismo asesoraba18, por parte de alguien que nunca había manifestado interés por los asuntos indígenas. García renunció a Endepa a finales de 2004, meses después de que las posibilidades jurídicas de lograr la restitución de las tierras apropiadas por Herzel y Vetel parecieron agotarse y de que la demanda de Napalpí fuera interpuesta por Díaz, y en marzo de 2005 inició, él mismo, otra demanda al estado nacional por la matanza de Rincón Bomba contra los pilagá (1947), por resarcimiento de la violación de derechos humanos por crímenes de lesa humanidad contra el estado nacional19, patrocinado ahora por el estudio jurídico de Díaz.

Frente al surgimiento casi simultáneo de demandas del mismo tipo en contextos geográficos y políticos tan variados (Chaco, 2004, Formosa, 2005 y Misiones, 2005) y el hecho de que tengan en común la presencia de un mismo promotor, el abogado Julio García, podemos deducir que las demandas contra el estado se han convertido en una interesante y hasta ahora poco explorada veta jurídica sustentada en el diálogo crítico entre derechos universales y derechos indígenas. Si por una parte se debe aceptar que la dimensión política de los procesos no resiste ninguna crítica sustentada en la presencia o ausencia de su carácter autóctono, es posible reconocer, por otra, que estas son el resultado no de la maduración de procesos colectivos, sino de alguien que descubrió, para fortuna de los "argentinos indígenas", la piedra angular de la justicia.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Abordando las implicaciones del pragmatismo con que los indígenas parecen haberse deslizado hacia la escena republicana he analizado la masacre de Napalpí reconociendo que esta no se restringe a la misma acción de violencia, y de que las tensiones más fuertes surgen en los límites de la expansión de la justicia.

Refiriéndose a la violencia comunitaria en India, Das muestra la complejidad en que esta se produce y ofrece evidencias que cuestionan la amnesia oficial y enfatizan la cotidianidad en la cual víctimas y sobrevivientes inscriben sus experiencias de violencia (2003: 297). Para una disciplina que nos acerca a la cotidianidad de sus interlocutores, la simplicidad y el reduccionismo a los que podría apelarse como necesidades jurídicas o estrategia política no deben desarticular un pensamiento crítico acerca de las demandas.

Las demandas de reparación se inscriben en un contexto contemporáneo en el que los indígenas siguen sufriendo la discriminación y la marginación por parte la sociedad argentina. En un encuentro realizado en noviembre de 2007 en la Universidad de Buenos Aires, el dirigente qom Egidio García introdujo sus palabras sobre la masacre de Napalpí refiriéndose a la situación de exclusión que enfrentan los toba de la región del Impenetrable. Con nombre y apellido evocó quince personas muertas por desnutrición a finales de 2007, para atestiguar una clara continuidad: "Antes nos masacraban. Ahora este genocidio continúa con la muerte, nada más y nada menos que de desnutrición; nada más y nada menos que por la falta de atención de la salud; nada más y nada menos que por falta de ideas políticas adecuadas".

Este análisis de la masacre de Napalpí y de los eventuales actos de reparación de las víctimas intenta reconocer la continuidad entre la violencia estatal de la masacre y la marginalidad, la exclusión y la discriminación contemporáneas. Intenta reconocer, además, la violencia implícita en la ilusión de un pueblo indígena moldeado para ajustarse a un mundo tan multicultural como excluyente. E intenta demostrar, por último, que ignorando la desarticulación entre los medios y los fines, los actos de reparación que navegan en la superficie de la simplificación corren el riesgo de convertirse en otro acto más de la misma violencia que suponen combatir.


Notas

1 Las primeras líneas de este artículo constituyeron un pasaje de mi tesis de doctorado (Salamanca, 2006a). Una versión preliminar fue presentada en el grupo de trabajo 8, "Violência estatal, indigenismo e povos indígenas" (RAM VIII, VI 2007, Porto Alegre) a cuyos coordinadores, C. da Silva y L. Campos, agradezco por sus valiosos comentarios. Agradezco también a los miembros de la Red de estudios sobre genocidio de la Universidad de Buenos Aires y del Grupo de jóvenes investigadores del Gran Chaco por sus aportes a versiones preliminares a este trabajo, y a los evaluadores de la Revista Colombiana de Antropología por sus sugerencias. Finalmente, doy gracias a los habitantes de Colonia Aborigen Chaco, en especial a Omar y Alicia, Mario Fernández y Juan Chico.

2 Los toba del centro-este del Chaco argentino, llamados también "del Chaco oriental", se autodenominan qom y habitan en las actuales provincias de Formosa y Chaco. Deben distinguirse de los toba-pilagá o toba del oeste, entre quienes tanto Métraux (1937, 1946) como Karsten (1932) hicieron sus observaciones. Los tobas del centro-este mantienen muy escasas relaciones con los del oeste, hasta el punto de acusarlos de haber tomado la denominación de toba después de las persecuciones del gobierno nacional contra los pilagá a mediados del siglo veinte.

3 Reflexión que incluye la naturaleza de la acción social desde una perspectiva que reconoce la capacidad de acción indígena y retoma los debates sobre las características de tal concentración, el propósito de los sublevados y la naturaleza de la movilización (Salamanca, 2007, en prensa); y las representaciones y los actuales usos del acontecimiento de la masacre en los contextos políticos actuales (Salamanca, 2008, en elaboración).

4 Desde mi concepción, el indigenismo reivindicativo se diferencia de lo que llamo "indigenismo integracionista", que reconozco también como dispositivo político relacional aunque caracterizado por la preponderancia de una "ideología administrativa", vinculada a lo que Olivera (2006: 101) caracteriza como el conjunto de "proyectos de construcción nacional de las élites en el poder de las nuevas naciones hispanoamericanas".

5 Para citar algunos ejemplos: mayor estabilidad en la propiedad de la tierra indígena, mayor protagonismo político, reducción considerable de la violencia física en sus relaciones con sus connacionales, mayor participación en la definición de los marcos y las herramientas en que se debaten y se resuelven sus condiciones de existencia.

6 Instituto del Aborigen Chaqueño, órgano indigenista de la provincia del Chaco. Su directorio está compuesto por un director indígena y seis vocales, dos por cada una de las etnias reconocidas como chaqueñas: wichí, mocoví y toba.

7 Las asociaciones civiles son, por ley, los órganos de representación indígena de cada comunidad.

8 Consultoría realizada en el marco del Proyecto de saneamiento hídrico y ambiental de la línea Tapenagá, financiado por el Banco Mundial y ejecutado por el Ministerio de la Producción de la provincia del Chaco.

9 Para citar sólo algunos ejemplos, vale anotar dos obras de infraestructura construidas durante la década de 1970: el sistema cloacal de la población vecina de Quitilipi, que vertía las aguas servidas produciendo la contaminación de las fuentes de agua. Y los canales hídricos que frente a las inundaciones de la región vecina de Sáenz Peña trasladaron la inundación a la Colonia, causando la pérdida de varias zonas de bosques y chacras así como el desplazamiento de sus habitantes.

10 Tal revisión colectiva de la memoria no podía, vistos los antecedentes (véase la nota 9), estar desligada de una dimensión espacial. El mapa histórico-geográfico fue el resultado de un trabajo participativo que llevé a cabo con los habitantes de la Colonia con el fin de construir una herramienta de gestión y participación que permitiera articular el análisis de las actuales condiciones de existencia en la colonia con sus procesos y contextos históricos constituyentes. Aun cuando este mapa se instaló en las sedes de las organizaciones y en las escuelas de la Colonia con presupuesto y gestión del PDI, la agenda participativa complementaria viene siendo obstaculizada por la misma coordinación del PDI.

11 Entre los procesos más importantes sobresale la reivindicación de las organizaciones sociales locales y nacionales por el enjuiciamiento de los autores de la masacre de Margarita Belén que configuró un contexto en el que la justicia por la violencia estatal dialogaba con la reparación. En la masacre de Margarita Belén, que ocurrió el 13 de diciembre 1976, las fuerzas policiales asesinaron a veintidós militantes de diferentes organizaciones y partidos políticos.

12 "Carlos Díaz, del Foro de la Ciudad de Resistencia, por la entidad nombrada, por sí y en nombre y representación de la comunidad argentina indígena de la etnia toba-qom actualmente vivos de la República Argentina, por los crímenes de lesa humanidad perpetrados por fuerzas de seguridad nacionales y autoridades civiles federales el 19 de julio de 1924" (en autos Asociación Comunitaria Colonia La Matanza C/Estado Nacional S/Indemnización por daños y perjuicios Expediente 1774/85).

13 Se reconoce como puntero o puntero político al líder local que, articulado a las redes clientelistas de la democracia partidaria, promueve la votación de sus copartidarios. La asimetría permanente entre los toba y los partidos políticos así como la situación de pobreza y marginación han convertido al puntero en un actor fundamental en la movilización de bienes materiales que, en el contexto de una ciudadanía mercantilizada y excluyente, son fundamentales para la mera supervivencia de los indígenas, particularmente en contextos peri-urbanos.

14 Si bien a mediados del siglo veinte existió un proyecto incluyente de ciudadanía, el acceso a una nueva condición, la ciudadanía, sólo fue posible a partir del principio de abandono de la antigua, la indígena. Así mismo, la exclusión en el goce pleno de la ciudadanía política no fue monopolio de los indígenas en los territorios nacionales como el Chaco, vigentes hasta 1952. Las disposiciones del poder centralizado del estado nacional, justificadas en la "incapacidad" y "minoridad" de sus habitantes, afirma Ruffini, "convertía(n) al habitante de los territorios en una figura carente de responsabilidad, autonomía, conocimiento y razón práctica para ejercer sus derechos políticos plenos" (2007: 6).

15 Organismo ejecutivo de la Comisión Episcopal de Pastoral Aborigen de la Conferencia Episcopal Argentina, compuesto por trece equipos diocesanos localizados en diez provincias que desarrollan actividades de acompañamiento y apoyo en áreas como educación bilingüe intercultural, producción, capacitación no formal de jóvenes y mujeres, salud, vivienda, derechos indígenas, defensa del medio ambiente, catequesis y liturgia y formación bíblica.

16 Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Corte Interamericana de Derechos Humanos y Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

17 Estas interpretaciones indígenas del contexto político nacional en el que se inscribe la demanda están en relación con las tensiones entre el estado nacional y las provincias (Chaco, Formosa, Chubut, Patagonia) que hasta mediados de siglo participaron del consenso nacional en tanto territorios nacionales y que fijaba, entre otros, la imposibilidad a sus habitantes de participar en las elecciones nacionales. Véase Ruffini (2007a, 2007b).

18 La consulta es un procedimiento exigido en toda la legislación indigenista.

19 Expediente 123-ord.35, 2005. Dicha demanda fue presentada por el abogado Julio César García con el patrocinio de Carlos Díaz. "Como la masacre de Napalpí, esta funda los principios jurídicos de la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad". Por el número de víctimas, el monto del resarcimiento es similar a aquella, equivalente a doce millones de dólares.


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