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Revista Colombiana de Antropología

versión impresa ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.44 no.1 Bogotá ene./jun. 2008

 

NACIÓN Y ALTERIDAD EN COLOMBIA: LA POBLACIÓN NEGRA Y LA COLONIALIDAD DEL PODER

NATION AND ALTERITY IN COLOMBIA: BLACK PEOPLE, AND THE COLONIALITY OF POWER

 

ÁLVARO VILLEGAS VÉLEZ
CANDIDATO A DOCTOR Y BECARIO DEL DOCTORADO EN HISTORIA
UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA, SEDE MEDELLÍN

aavilleg@unal.edu.co

Fecha de recepción: 20 de abril de 2007. Fecha de aceptación: 9 de enero de 2008.


Resumen

Este artículo muestra como en Colombia la homogeneización nacional se postergó indefinidamente, dada la tensión entre una dimensión pedagógica, que resalta la integración y unificación territorial y poblacional de la república, y una performativa, que la difiere al multiplicar la presencia de la diferencia. Esto ha sido particularmente visible en la forma en que las élites han representado a la población negra en dos periodos particulares: 1853-1869 y 1920-1935. A pesar de sus continuidades, en cada periodo la alteridad étnico/racial (lo negro) y la alteridad territorial (las tierras bajas) se articulan de diversas formas en torno a debates sobre el mestizaje, la liberalización de la naturaleza, la eugenesia y el problema de la soberanía nacional.

Palabras clave: Colombia, alteridad, negros, nación, estado, dimensión pedagógica, dimensión preformativa.


Abstract

This article shows how national homogenization in Colombia was indefinitely delayed, given the tension between a pedagogical dimension that emphasizes the republic’s territorial and demographic integration, and a performative dimension that postpones it indefinitely by multiplying ethnic and territorial differences. This has been particularly visible in the way in which elites have represented the Afrocolombian population in two particular periods: 1853-1869 and 1920-1935. Despite their continuities, in each period ethnic/racial alterity (Blacks) and territorial alterity (the lowlands) are articulated in diverse ways around debates on miscegenation, the liberalization of nature, eugenics and the problem of national sovereignty.

Key words: Colombia, alterity, black people, nation, state, pedagogical dimension, performative dimension.


INTRODUCCIÓN1

A pesar del auge de los debates sobre la globalización, la transnacionalización y el posnacionalismo, la pregunta por los procesos de formación del estado y de construcción de la nación sigue siendo central en las discusiones académicas y políticas contemporáneas. En Colombia esta pregunta carga con todo el peso de una aparente paradoja histórica: la temprana organización de la sociedad en un estado nacional y la continuamente señalada fragilidad de este.

Han sido frecuentes, entonces, análisis que enfatizan el fracaso de la nación (Múnera, 1998), los continuos vaivenes entre la legitimidad y la violencia (Palacios, 2002), la fragmentación de la sociedad (Palacios y Safford, 2002) o, en el mejor de los casos, la existencia de una nación a pesar de sí misma (Bushnell, 2003). Desde esta perspectiva, la tragedia de Colombia estaría dada por la ausencia de un mercado integrado hasta bien entrado el siglo veinte, la falta de vías de comunicación ágiles y la fortaleza de las solidaridades étnicas, regionales, partidistas y religiosas, que habrían evitado el surgimiento y la consolidación de una conciencia nacional vigorosa.

Si para Benedict Anderson (2006: 23) una nación puede ser entendida como "una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana", en Colombia el lugar común expresa que ha habido una imaginación -casi macondiana-, una política atravesada por el gamonalismo y la fragmentación regional de las élites y muy poco de ese compañerismo profundo y horizontal con el que Anderson define lo comunitario.

En este escrito se plantea una interpretación alternativa. Más que la inexistencia de la nación como comunidad imaginada se propone que esta se hace presente en la dimensión pedagógica de la narrativa nacional, mientras que en la dimensión performativa la comunidad se escinde y se dispersa (Bhabha, 2000 y 2002)2.

Por la primera se entiende una serie de prácticas y discursos mediante los cuales se elabora una temporalidad acumulativa y continuista que busca establecer relaciones inequívocas entre la tradición y el pueblo, en el marco de una historia patria construida a partir de hitos canónicos. En el caso colombiano, estos remiten a la conquista gradual del territorio patrio iniciada con la conquista, a la continua unificación de la población por medio del mestizaje y a su, supuesta, homogeneidad religiosa y lingüística. La segunda dimensión hace referencia a la dispersión inevitable de lo que el momento pedagógico intenta fijar, la relación de complementariedad y de necesidad entre un estado, un territorio, una historia y un pueblo, se vuelve problemática; pues, es imposible ocultar que grandes porciones del territorio se encuentran aún desiertas, numerosos núcleos poblacionales no caminan todavía por la ruta del progreso, la población es muy heterogénea y no se ha logrado estabilizar su temperamento (Villegas Vélez, 2006: 71).

Las diferenciaciones étnicas/raciales fueron centrales en la escisión y tensión entre ambas dimensiones. Diversos autores (Appelbaum et al., 2003; Holt, 2003; Martínez-Echazabal, 1998; Wade, 2003) han mostrado la importancia de estas diferenciaciones, ignoradas por lo general. La heterogeneidad racial ha desempeñado un papel determinante en las relaciones ambivalentes entre la similitud y la diferencia y entre la igualdad y la jerarquía, en la construcción nacional. Dicha heterogeneidad estuvo fuertemente vinculada a la diferencia territorial. Esto llevó a un proceso paulatino de racialización de las regiones y de regionalización de las razas (Appelbaum, 2003; Arias, 2005; Múnera, 2005; Rojas, 2001; Wade, 1991).

Este artículo se ocupa entonces de la tensión entre estas dos dimensiones en la constitución de la nación como comunidad imaginada. Desde la perspectiva aquí planteada la nación es una forma de organización de la heterogeneidad, un campo de interlocución en el que diversos grupos luchan por instituir modalidades específicas y legitimadas de construcción y tratamiento de la diferencia, que convierten frecuentemente en desigualdad (Villegas Vélez, 2006). Dada la amplitud del problema se toma como caso particular las representaciones que las élites hicieron de la población negra en dos momentos: 1851-1869 y 1920-1935.

En ambos, la civilización y la modernidad parecían estar al alcance de una mano que intentaba atraparlas pero no lo lograba.

A mediados del siglo diecinueve las reformas liberales y el cultivo del tabaco y otros productos tropicales para la agroexportación parecían ser capaces de insertar a la república en el concierto de las naciones civilizadas y dejar atrás las taras coloniales. En la tercera década del siglo veinte las guerras fratricidas parecían estar en el pasado o en la cabeza de unos cuantos extremistas, el café, el petróleo y el banano deberían garantizar el éxito económico y la población se multiplicaba a pasos agigantados al tiempo que las ciudades empezaban a ser dignas de ese nombre. Sin embargo, en los dos periodos un interrogante se hacía insoslayable: ¿es la población nacional, racialmente diversa, apta para el progreso, la civilización y la modernidad?

A pesar de las continuidades entre ambos periodos, en cada uno de ellos la diferencia étnico/racial (lo negro) y la diferencia territorial (las tierras bajas) se articulan de diversas formas. En el primero, la articulación se constituye en torno al mestizaje y el proyecto de liberalización de la naturaleza; en el segundo alrededor de la eugenesia y el problema de la soberanía nacional.

Quienes narran la nación desde los sectores dominantes de la sociedad colombiana también se transforman: en el siglo diecinueve encontramos al letrado, figura central de la "alta cultura" decimonónica, proveniente de la jurisprudencia principalmente, y quien desarrolla múltiples actividades que van desde el periodismo, la literatura, la escritura de la historia y la geografía patria, hasta la participación en cargos públicos y la dirección de los ejércitos en las guerras civiles. En el siglo veinte encontramos ya un personaje que se autodefine como intelectual moderno, que hace descansar su autoridad para incidir en la esfera pública emergente en sus conocimientos prácticos y neutrales provenientes de saberes como la medicina y la ingeniería, principalmente, y que descalifica las propuestas de los letrados por considerarlas especulativas, aunque se asemejan a ellos en su participación en múltiples ámbitos de la vida pública y en su cercanía al poder estatal. Se ha intentado hacer una selección de los letrados e intelectuales más citados e influyentes entre sus contemporáneos, quienes ilustran, además, las tensiones entre los dos momentos citados, en los que se construyen el pueblo y la nación como sujetos históricos, al tiempo que se les disloca y pone en duda.

EL DESCENSO DE LA CIVILIZACIÓN
Y LAS ESTRATEGIAS DEL MESTIZAJE, 1851-1869

A pesar de que el reconocimiento jurídico de la ciudadanía de los antiguos esclavos y de los indígenas había hecho insostenible el mantenimiento de la retórica sobre la limpieza de sangre, tal como se expresaba en la colonia (Castro-Gómez, 2005a), las preocupaciones raciales seguían siendo centrales en la formación de las subjetividades y en las modalidades de clasificación social. Era evidente, pues, que la descolonización política implicaba una ruptura con el colonialismo, mas no con la colonialidad del poder, matriz de poder propia del sistema mundo moderno/colonial que está atravesada por las clasificaciones raciales jerárquicas que operan dentro de los ámbitos de la división y el control nacional e internacional del trabajo y sus productos3, la naturaleza y su apropiación, el sexo y la reproducción de la especie, la formación de las subjetividades y el ejercicio de la autoridad y de la coerción, dentro de una compleja malla de relaciones sociales de explotación, dominación y conflicto (Castro-Gómez, 2005a, 2005b; Escobar, 2005; Mignolo, 2003; Quijano, 1999, 2000, 2007).

La raza africana, negra o etíope4 y su asociación a las tierras bajas fue una de las elaboraciones centrales de la colonialidad del poder en el territorio de la actual Colombia. En un escrito publicado originalmente en 1808, Caldas (1966) compara a los indígenas de los Andes con los de la costa pacífica, pronunciándose decididamente a favor de los primeros, a quienes consideraba más tranquilos, dulces, civilizados y de piel más clara, gracias a la benigna influencia del clima.

Cincuenta y tres años después, un joven letrado liberal amplía los planteamientos de Caldas. Para José María Samper (1861: 68-69), quien no duda en presentarse como miembro de las sociedades de geografía y de etnografía de París, la raza europea, dominante políticamente y muy superior moral e intelectualmente, se reproducía con lentitud en las zonas templadas y frías, mientras la raza negra, favorecida por el ardiente sol tropical y por la depresión de sus facultades morales e intelectuales, que consideraba inversamente proporcionales al desarrollo de sus capacidades físicas y genésicas, se multiplicaba prodigiosamente en las tierras bajas. Las deprimidas razas indígenas, por su parte, lograban multiplicarse sólo en aquellas regiones, principalmente Nariño y la zona rural del altiplano cundiboyacense, en donde no estaban sometidas ni a penosos trabajos ni al rápido progreso de los refinamientos materiales, morales e intelectuales. De esta manera, cada raza tuvo un medio geográfico propio, los blancos, indios claros y los descendientes de ambos prosperaron en las montañas, mientras los negros, indios oscuros y sus mezclas hicieron lo propio en las costas y valles ardientes.

Estos planteamientos estaban lejos de ser elucubraciones sin sustento de un pretencioso miembro de una élite periférica. Por el contrario, estaban respaldados por toda una concepción médica y popular sobre las enfermedades, que hacía del medio, a través de las emanaciones miasmáticas, el causante de un sinnúmero de patologías. Agustín Codazzi, originario del norte de la actual Italia, y encargado de dirigir la empresa geográfica de mayor envergadura durante el siglo diecinueve, describió en numerosas ocasiones la relación entre los pútridos efluvios provocados por la descomposición de la materia orgánica y las enfermedades que atacaban a los habitantes de las tierras bajas.

Al describir la provincia de Chocó en 1853, Codazzi señala:

    Si la parte elevada goza de salubridad no hay quién disfrute de ella, donde reina una temperatura media, si no son los animales montaraces; al paso que en la parte baja, donde está la región del oro y de la platina no hay salud que se requiere para que viva la raza caucásica, pero sí para que prosperen la indígena y la africana en una atmósfera siempre húmeda, con un calor abrasador, un cielo cubierto y una lluvia casi constante (2002: 55).

Las tierras bajas y cálidas se representaron, entonces, como mansión de fieras y de la raza negra. Esta asociación entre gente y territorio se construyó trazando una relación de continuidad y equivalencia entre las costas y las hoyas de los colombianos con las sabanas y selvas del África negra, no en vano a la población negra se le denominó en múltiples ocasiones como raza africana, etiópica o etíope. De esta forma, y a diferencia de los europeos, la gente negra no se consideraba expuesta a nuevas condiciones deletéreas, sino a la acción de elementos malsanos a los cuales ya eran prácticamente inmunes (Pérez, 1862: 330).

A pesar del carácter aparentemente ineluctable de esta situación, las élites letradas no podían permanecer impasibles. La responsabilidad autoasignada de conformar un estado nacional les hacía preguntarse constantemente por la mejor manera de unificar territorial y poblacionalmente la república y, en este mismo proceso, de incluirla en el concierto de las naciones civilizadas. De esta forma, aunque la opinión mayoritaria aprobaba la contundente afirmación de Miguel Samper para quien "Nuestras cordilleras son verdaderas islas de salud rodeadas por un océano de miasmas" (1969: 16), su corolario era la aseveración de su hermano, José María, de que "La civilización tenía que descender hacía las faldas y los valles para propagarse allí, explotando el suelo aurífero y verdaderamente tropical" (1861: 299).

Este descenso estaba enmarcado dentro del proceso que Germán Palacio (2001) ha denominado liberalización de la naturaleza, entendido como el intento de conquistar las zonas templadas y cálidas bajo la lógica de la apropiación privada de la tierra. Mediante la liberalización de la naturaleza se buscaba la creación de un mercado de tierras por medio de la comercialización de los bienes de manos muertas, de los resguardos y la titulación de los baldíos; y la formación de un mercado libre de trabajo conformado por las antiguas castas, incluyendo a los indígenas desposeídos de sus tierras comunales y a los antiguos esclavos, muchos de ellos recién liberados. El éxito de este doble proceso garantizaría la inserción en la economía mundial por medio de la agroexportación. En la práctica implicó el mantenimiento de relaciones económicas muy desiguales en las que las diversas formas laborales no asalariadas, a las que se vincularon principalmente negros, indígenas y mestizos, fueron subordinadas a la producción para el mercado capitalista.

A pesar del desplome sucesivo de los diferentes productos agrícolas de exportación la demografía del país se transformó y la población asentada en las tierras altas de la cordillera Oriental disminuyó proporcionalmente, mientras las vertientes de las cordilleras Central y Occidental, la hoya del río Magdalena y otras zonas templadas y calientes aumentaron su número de habitantes (Palacios y Safford, 2002). Este incremento, dado en buena medida por la movilidad poblacional, permitió el contacto más frecuente y cercano con la gente negra y con los indígenas, lo cual en vez de retar las clasificaciones producidas por la colonialidad del poder las intensificó.

La hoya del Magdalena fue especialmente significativa dado el incremento del flujo de pasajeros y mercancías y el cultivo de tabaco en poblados cercanos. Manuel Ancízar (1984), miembro de la Comisión Corográfica, planteaba en la década de 1850 que el valle del Magdalena era un lugar con una exuberancia animal y vegetal casi desenfrenada que recordaba las descripciones de África. El contacto con el exterior mediante el comercio era la única posibilidad que vislumbraba para la llegada de la civilización a unos habitantes que vegetaban en la abundancia. Ancízar agrega:

    Así, por virtud del clima, predomina la sangre africana en los pueblos que ahora recorremos, y prospera con sus costumbres libres, sus hábitos indolentes y su indiferencia por los goces morales e intelectuales, cuya consecución afana tanto y ennoblece a los hijos del Cáucaso. (...). Fácil vida que ahorra las penas del trabajo y aleja las inquietudes de la previsión, pero que también prolonga indefinidamente la barbarie (1984: 185).

Luego del retiro prematuro de este letrado de la Comisión, Codazzi asume, con un estilo por lo general más parco, la descripción de los lugares visitados. No obstante, al llegar a la provincia del Cauca sus planteamientos y estilo recuerdan la retórica grandilocuente de Ancízar:

    Pero la fertilidad de la tierra es un obstáculo que retarda el progreso de estos moradores, e impide la acumulación de grandes capitales, para emprender especulaciones agrícolas que no pueden formarse sin la seguridad de los brazos que deben sostenerlas; mas es triste observar que hoy el jornalero con su plátano y pescado, con un clima benigno, se contenta con vegetar y no ambiciona enriquecerse; viviendo en libertad en su choza, no quiere o desdeña servir a otros, así es que solamente la ilustración en estas masas y su multiplicación rápida podrá convertir este risueño valle, en un emporio de riqueza pública (Codazzi, 2002: 180).

La raza etíope era representada como una raza con costumbres licenciosas, incompletamente cristianizada y cuyas formas productivas, marcadas parcialmente por la autosubsistencia, dificultaban la creación de un mercado nacional unificado, dada su ineficiencia como productores y consumidores (Arias, 2005: 44).

El mismo Codazzi había señalado en numerosas ocasiones la existencia de inmensos recursos mineros, de flora y de fauna en las tierras bajas. Gran parte del trabajo de la Comisión Corográfica consistió en identificarlos, caracterizar la población y proponer las vías de comunicación que permitieran poner en relación los dos primeros elementos. El problema era que las representaciones sobre las riquezas tropicales, entendidas como las propias de las zonas cálidas del trópico, estaban asociadas a representaciones que hacían de esta zona un lugar de enfermedades perennes y de poblaciones bárbaras (Stepan, 2001; Villegas Vélez y Castrillón, 2006).

Las tierras bajas fueron imaginadas, entonces, como la condición de posibilidad de la civilización y, simultáneamente, como su principal obstáculo. La raza negra participó de esta paradoja. Los miembros de las élites la consideraron indispensable para explotar rentablemente un territorio en el cual sólo ella podía sobrevivir, pero su índole la imposibilitaba para el trabajo disciplinado. El letrado y líder conservador caucano Sergio Arboleda (1972: 88) señalaba:

    La raza negra, salvo excepciones que convencen de su actitud para la civilización, sólo bajo el amparo de la blanca puede servirla con provecho, disfrutar sus beneficios y elevarse en religión, mediante los actos exteriores del culto, hasta el sublime de la caridad; pero, perezosa y sensual, cuando se la deja entregada a sí misma, torna presto a su barbarie primitiva. Mientras el americano tiende a aislarse de las demás razas, el negro procura confundirse con la blanca, y su tipo desaparece en la descendencia de pocas generaciones. (...). Por su fuerza física, por la confianza que pone en ella, y por su aptitud para habitar en climas ardientes y malsanos, la raza africana es utilísima para la industria en las regiones tropicales.

Para Codazzi (2002: 83-85) y Pérez (1862: 293) el aprovechamiento del elemento africano era posible siempre y cuando otra raza, trabajadora e inteligente, asentada a su vista en las estribaciones de la cordillera, le mostrara mediante el ejemplo el modo de enriquecerse y los goces y el bienestar que el trabajo duro posibilitan.

Para la mayoría de sus contemporáneos el ejemplo era insuficiente. Es más, para Samper (1861: 100) la complementariedad entre los diferentes pisos térmicos era una prueba de que la naturaleza alentaba y aprobaba la complementariedad y mezcla entre los diferentes grupos raciales. Los resultados de esa amalgama serían:

    1° el desarrollo simultáneo de grupos sociales diferentes, sometidos á la fecunda ley de la emulación; 2° la constante fusión de esos mismos grupos, más o menos lenta pero infalible, y en todo caso feliz, porque la observación prueba que la raza blanca es la más absorbente, la que predomina por la inteligencia y las facultades morales; 3° el progreso múltiple de la civilización, resultante de la libre acción de todas y cada una de las castas.

A mediados del siglo diecinueve el mestizaje era ya un asunto privilegiado en los proyectos de construcción nacional de las élites letradas vinculadas a los partidos políticos recién creados. La mezcla racial era representada, sin dejar de ser motivo de controversia, como un proceso moralizador y civilizador, una metáfora de la deseada integración de las poblaciones y los territorios disgregados. Sin embargo, este tipo de mestizaje no debe ser confundido con el énfasis en eugenesia que se analizará en el siguiente apartado, pues él no estaba enmarcado en una concepción neolamarquiana, darwinista ni mucho menos mendeliana; se trataba, más bien, de una fusión de razas, entendidas como poblaciones con una filiación común y, por ende, con una historia específica.

A pesar de que el mestizaje ha sido representado tradicionalmente como un remedio al esencialismo y a la búsqueda de purezas espurias o como una ideología que encubre el rechazo a la diferencia étnica, la situación es mucho más compleja. La mezcla racial no sólo homogeneiza, sino que también crea y mantiene la alteridad y da lugar, con frecuencia, a una representación nacional en forma de mosaico (Wade, 2004, 2005). Julio Arias (2005: 50) ha señalado, en esta misma línea, que el mestizaje hizo posible pensar y generar una unidad dentro de la diversidad de origen. Mediante el mestizaje se buscó consolidar una unidad social, modificando las herencias negras e indígenas sin suprimirlas o excluirlas, sino más bien administrándolas diferenciadamente según los valores y las características que fueran útiles para el estado nacional y los intereses de las élites. El mestizaje se convirtió en uno de los ejes del momento pedagógico de la construcción nacional, ya que hacía posible transformar, dentro del relato de la nación elaborado por los letrados, una serie de grupos humanos dispersos en el pueblo colombiano.

Desde esta perspectiva la fusión de razas era imaginada de forma plural. La articulación entre medio y raza hacía que en cada lugar se diera o se debiera dar un mestizaje específico. En las zonas cálidas era impensable, entonces, la eliminación del linaje africano. Para José María Samper (1861: 90), por ejemplo, el mulato, luego de su educación y su vinculación a intereses económicos de largo aliento, sería uno de los seguros elementos de civilización en el nuevo mundo. El mulato recibía de la raza negra su resistencia física y el amor filial, de la europea el heroísmo y el orgullo caballeresco, del carácter colombiano el amor a la libertad y la tendencia a la emigración. Físicamente estaba más cercano al negro, lo que lo hacía resistente, en especial para los temperamentos malsanos, moralmente, se acercaba a los blancos.

Esto no quiere decir que la Colombia decimonónica fuera una democracia racial: no todas las mezclas se valoraban y alentaban por igual. Los zambos, por ejemplo, eran calificados con frecuencia como una raza animal, imposibilitada para acceder a la civilización (Samper, 1969: 95-96). De igual forma, las consideraciones sobre los mulatos distaban de ser unánimes. La situación se caracterizaba mejor por una permanente tensión constitutiva de la relación entre la dimensión pedagógica y la performativa, que pasaba de la enunciación de la fragmentación nacional, la falta de explotación de extensas zonas del territorio de la república, a la esperanza de su integración y control mediante el mestizaje, para luego virar hacia una alabanza de este, acompañada de una profunda desconfianza de las poblaciones mezcladas, de la lógica del mestizaje y la forma de llevarlo a cabo.

MEJORAR LA POBLACIÓN, PROTEGER LA SOBERANÍA, 1920-1935

La década de 1920 en Colombia fue el escenario de una intensa reflexión sobre lo nacional, la cual estuvo profundamente influida por la reciente pérdida de Panamá, la aceleración de la modernización y el auge del modernismo, sumado a la discusión sobre la revolución bolchevique y mexicana y el papel hegemónico de Estados Unidos, país con un pasado colonial al igual que Colombia.

Mediante la reflexión y la discusión sobre lo nacional se buscó fundar los cimientos para el progreso, luego de un siglo de independencia que se consideró perdido o cuando menos parco en resultados. Sin embargo, la pregunta por la capacidad para la vida civilizada de la población colombiana rondaba permanentemente y se desplegaba en dos facetas: por un lado se postulaba el avance de la modernidad representado por la urbanización, la industrialización y el cese de las guerras civiles; por otro, continuaba e incluso se hacía más intensa la preocupación por la defectuosa constitución psíquica, moral y física de los colombianos como causa de los males sociales, intelectuales, económicos y políticos de la república.

Dentro de este marco intelectual la conformación de una nación moderna y civilizada, con una población considerada bárbara, infantil y enferma, era una tarea poco menos que imposible. Pero a diferencia del siglo diecinueve la apropiación de una serie de prácticas y saberes, considerados modernos, en especial los ligados a la biología y a la medicina, prometían fundar una verdadera ingeniería social mediante la cual se gestionara el mestizaje de una forma realmente eficiente a diferencia de las elucubraciones de los letrados decimonónicos, que empezaron a ser vistas como ingenuas (Castro-Gómez, 2007; McGraw, 2007; Noguera, 2003; Pedraza, 1996-1997; Sáenz et al., 1997; Villegas Vélez, 2005 y 2006).

En Colombia, la apropiación de los saberes científicos por los intelectuales de las élites vinculadas a los partidos tradicionales tuvo como sustento principal el neolamarquismo, que defendía el argumento de que las adaptaciones medioambientales se heredaban y que, por tanto, el ambiente modelaba el carácter, la cultura y los fenotipos. El interés por la transformación del medio se vinculó con el énfasis en la atención de la infancia y la mujer, el establecimiento de la instrucción práctica para el pueblo y la educación moderna para los sectores privilegiados, y la lucha contra las enfermedades, en especial contra aquellas catalogadas de venenos raciales. El neolamarquismo en nuestro medio, al igual que en el resto de América latina (Stepan, 1991), se caracterizó, entonces, por la unión de la higiene con la eugenesia, entendida como la ciencia que buscaba el mejoramiento de la especie humana o de grupos dentro de ella -principalmente razas- mediante el conocimiento de las leyes de la herencia.

El médico Luis López de Mesa, tal vez el erudito colombiano más reconocido de las décadas de 1920 y 1930, e importante político liberal, consideró que una de las características de su tiempo era la búsqueda universal de un tipo humano más normal y vigoroso. Para él, esta inquietud implicaba la aplicación de medidas concretas, producto de un estudio científico y que tuvieran como objeto principal a la familia, a la cual el estado debía vigilar y cultivar, puesto que:

    En los tiempos actuales la balanza ha cambiado, y es el indeseable el que más se reproduce por falta de control, de orgullo de su standard de vida y de moralidad. (...) Antiguamente, la mortalidad de los inferiores, y la acción benéfica del campo sobre la especie en general, equilibraba en mucho este desnivel. (...) Estudios de psicología experimental anuncian la existencia de un cuarenta por ciento de individuos cuya inteligencia es inferior a la normal en países tan privilegiados como la América del Norte. De este bajo fondo surge la mayor delincuencia y, desgraciadamente, la mayor reproducción de la raza. Si tales cosas son así, como lo parece, en pocas generaciones la imbecilidad se apoderará del mundo, y hará regresar al hombre al tiempo de las cavernas, sin la esperanza que aportaba entonces el vigor primigenio de los trogloditas (1926: 115-116).

Ante esta amenaza el estado y todos los ciudadanos responsables se debían escudar en el instinto social de previsión para defender el futuro de la república mediante la selección del genio. Se trataba, entonces, de entorpecer o impulsar ciertas mezclas, acorde a una lógica que se consideraba científica.

El mismo López de Mesa, al redactar un informe para el comité de expertos que estudiaba la carestía, planteaba que a diferencia de los indígenas, la raza negra y sus derivados mulatos mostraban una energía tal que había logrado sobrevivir e incluso expandirse fuera de sus tradicionales y malsanos territorios, conformados por las riberas del Cauca, el Magdalena, el Atrato y extensas zonas de la costa Atlántica y Pacífica (Villegas Vélez, 2005; Restrepo, 2007b). Para él, esta expansión permitía la mezcla de esta raza con el resto de la población, la cual debía ser evitada:

    Porque aquellos núcleos de la raza, heridos de muerte en su mayor parte por la tuberculosis, el paludismo, las bubas, la anemia tropical y algunos otros males de menor importancia, pero igualmente generalizados, son todavía muy numerosos para ser absorbidos impunemente por el resto de la población, ya ampliamente mestizada con el elemento africano o aborigen. La mezcla del indígena de la cordillera Oriental con ese elemento africano y aun con los mulatos que de él deriven sería un error fatal para el espíritu y la riqueza del país: se sumarían, en lugar de eliminarse, los vicios y defectos de las dos razas y tendríamos un zambo astuto e indolente, ambicioso y sensual, hipócrita y vanidoso a la vez, amén de ignorante y enfermizo. Esta mezcla de sangres empobrecidas y de culturas inferiores determina productos inadaptables, perturbados, nerviosos, débiles mentales, viciados de locura, epilepsia, de delito, que llenan los asilos y las cárceles cuando se ponen en contacto con la civilización (1927: 12).

A su juicio este peligro se incrementaba en ese momento dado el acelerado mejoramiento de las vías de comunicación que facilitarían la mezcla. En 1920, la Asamblea de estudiantes de Bogotá convocó en el teatro Municipal de esa ciudad a un importante grupo de intelectuales modernos a discutir la situación del país. En este escenario Miguel Jiménez López (1920a: 353-354), contemporáneo y colega de López de Mesa, aunque representante del otro color del espectro político, consideraba, recuperando planteamientos decimonónicos, que en los litorales y las hoyas de los ríos la raza negra se expandía y dominaba, pues era la mejor adaptada para soportar las inclemencias tropicales, pero al tiempo que se incrementaban sus defensas orgánicas las capacidades para la vida altamente civilizada retrocedían, lo mismo acontecía con los descendientes de europeos e indígenas, ya fueran "puros o mezclados". En definitiva, existía una desviación negativa de los tipos primitivos, en todas las cepas raciales los ancestros demostraban un coeficiente vital mayor que sus descendientes; la población colombiana se estaba degenerando (Jiménez López, 1920b).

Esta hipótesis fue rechazada por la mayoría de los intelectuales que se vieron involucrados en dicha polémica (Pedraza, 1996-1997; Villegas Vélez, 2005). Años después, Luis Enrique Osorio (1932: 83) escribía que "para dominar el trópico no basta tener caprichos y modales de negro: hay que llevar sangre negra en las venas". Osorio (1932: 65) consideraba que Egipto, Grecia, Roma y España tuvieron algo de sangre y sensibilidad negra, lo cual era prueba suficiente que la raza negra poseía, en bruto, el genio del trópico, y que para su adaptación a la vida civilizada se necesitaba ponerlo en contacto con otras razas mediante lo que denomina una especie de alquimia etnológica que permita el paso de la humanidad de la mezcla grotesca a la combinación genial. Cualquier intento de evitar este proceso y preferir la mezcla con inmigrantes europeos, por ejemplo, era una maniobra tendenciosa de las élites para evitar su decadencia.

A pesar de su defensa apasionada de la raza negra, Osorio muestra los límites epistemológicos que las clasificaciones sociales emanadas de la colonialidad del poder imponían a todo esfuerzo intelectual. Osorio y sus contemporáneos, ya fueran considerados a la luz de hoy racistas o no, dividían al mundo en razas, las asociaban a ciertos lugares y a la capacidad de progreso de la nación, que vinculaban al control real del territorio.

La continuidad de la tesis sobre la insalubridad de las tierras bajas mantuvo el papel central de la población negra en ellas. Pero la conquista de estas tierras no remitía solamente a las necesidades productivas, sino también a la preocupación por la integridad del territorio luego de la separación de Panamá y el conflicto con la Casa Arana que desembocó en la guerra con el Perú.

Lo paradójico para las élites era que la raza negra, la más apta para el trabajo en las tierras bajas, no se inclinaba espontáneamente al desarrollo de actividades productivas. El agustino recoleto Bernardo Merizalde del Carmen (1921: 152), quien cumplió sus labores de misionero en el Pacífico sur, señalaba que la gente negra "(...) no tiene verdadera noción del tiempo; de ahí que lo malgasten tranquilamente en dormir las horas muertas, en charlas insulsas, en viajes sin rumbo fijo y a las veces en otras cosas de peor ralea".

La mayor problemática no se asociaba, sin embargo, con el desperdicio del tiempo, sino con la falta de control del espacio. Sofonías Yacup (1934: 36), importante líder político del litoral Pacífico, señalaba que esta zona estaba conformada principalmente por baldíos, lo cual la hacía apta para que el estado impulsara una estrategia de inmigración a largo plazo. Se consideraba, entonces, que la población negra no había logrado dejar la huella de la civilización en el entorno que habitaba y transitaba cotidianamente, puesto que no desarrollaba actividades productivas organizadas en torno a la apropiación privada de la tierra (Villegas Vélez y Castrillón, 2006: 107).

Esta falta de predisposición para el trabajo y la desidia del gobierno nacional habrían permitido la acción de compañías mineras extranjeras que hacían peligrar la soberanía y la libertad misma de los nativos de la región. Para Yacup (1934) el caso más visible era el de la Timbiquí Gold Mines, que despojó de sus medios de subsistencia, encarceló, desterró y asesinó a los habitantes del río Timbiquí, pasando por encima de la función social de la propiedad, de la tradición de explotación de los habitantes de la zona y de la existencia de poblados, sin que el gobierno regional y local hicieran algo al respecto.

Indolencia similar habría demostrado el estado en todas las actividades concernientes a la preparación de la defensa del litoral ante amenazas extranjeras, en un contexto "(...) en que la fuerza prima sobre el derecho y los tratados públicos internacionales son meros pedazos de papel" (Escobar, 1921: 131). En el litoral Pacífico el fantasma de Panamá se levantaba amenazadoramente, dada su cercanía, la presencia de poderes internacionales interesados en abrir o impedir la apertura de nuevos canales interoceánicos en el territorio colombiano, el descuido secular del gobierno central y la ausencia de una firme conciencia nacional en la población nativa.

La incertidumbre sobre la soberanía nacional estaba estrechamente vinculada a la colonialidad del poder global y a su clasificación social jerarquizada en torno a las razas. Los intelectuales modernos colombianos, como se ha visto, compartían esta visión del mundo, lo cual les hacía temer el avance demográfico de las razas no-blancas. Jiménez López (1920a: 353) es, de nuevo, quien plantea de forma más clara esta preocupación. "Apenas tengo para qué agregar que los países donde el elemento de color va siendo preponderante han marchado lenta pero seguramente hacia el estado de tutela y de protectorado por otras razas mejor dotadas". En el relato sobre el estado nacional colombiano elaborado por los intelectuales, el elemento de color que aún se hallaba fuera de control era central para explicar la fragmentación del pueblo propia del momento performativo de la narración de lo nacional.

La expansión geográfica y demográfica de la población negra fomentaba el temor a que la(s) raza(s) colombianas fueran inferiores en la lucha por la vida y la república quedara a merced de otros países, en especial de Estados Unidos (López de Mesa, 1920a; Muñoz, 1935). Laureano Gómez (1970: 53-54), una de las máximas figuras en ese tiempo del Partido Conservador, expresó:

    Horroriza pensar que el desenlace esté ya escrito en el libro del destino de América. ¿Seremos ineluctablemente presa de los americanos del Norte? Ya perdimos la zona ístmica, que nos daba una preeminencia en el mundo. Ya los puertos de Cartagena y Santa Marta están bajo la influencia decisiva de compañías norteamericanas. Ya nuestros minerales más preciosos salieron del patrimonio nacional. El único petróleo que se explota es de los norteamericanos. La lucha biológica, lenta, pero sin alternativas, devoradora y fatal, está en plena marcha. Cada día que pasa, perdemos algo. Cada día adquieren algo nuestro los más capaces, los más ricos, los más fuertes.

Para Gómez el territorio y la raza eran los elementos esenciales de toda entidad política. Mediante el estudio científico se podía conocer, de forma aproximada, la capacidad de conservación y perfeccionamiento de cada entidad. Los resultados que Gómez presentó no fueron alentadores. Su tesis central fue que el territorio nacional no era un marco favorable para el sostenimiento y mejoramiento de la civilización; cualquier progreso posible sería el producto de una lucha contra el medio y la población, la cultura colombiana era y sería una frágil planta de invernadero enfrentada a numerosas condiciones adversas.

La labor histórica del estado y de las élites consistía, entonces, en cuidar permanentemente de esta planta, asegurar que el mestizaje dejara de ser alquimia y se convirtiera en mezcla científica. Pero en medio de esta labor se volvían a presentar las contradicciones entre los momentos pedagógicos y performativos. La nación parecía unificarse ante el impulso de la economía cafetera, la emigración antioqueña, la construcción de vías férreas, la integración de los mercados regionales y la expansión de los medios de comunicación masiva que prometían comunicar a todos los colombianos. Este sueño se veía inmediatamente cuestionado ante los profundos temores de una nueva desmembración territorial, ya fuera en los amplios territorios selváticos del sur del país o en las ricas comarcas mineras del Pacífico, sin contar con la profunda incertidumbre que rondaba sobre las capacidades de los colombianos.

El papel mismo del estado se veía cuestionado por los conflictos en torno al intervencionismo estatal, que parecía tener que conformarse con tomar unas medidas higiénicas limitadas y dejar de lado la transformación verdadera del entorno social y de la población, dada la falta de recursos y el rechazo de sectores como la iglesia y amplias capas de propietarios a propuestas más ambiciosas como el programa de Cultura Aldeana (Sáenz et al., 1997; Villegas, 2005).

REFLEXIONES FINALES

La conformación de los estados nacionales ha sido considerada tradicionalmente un asunto político y económico vinculado a la ciudadanía, la integración de mercados regionales y la formación de monopolios tributarios y coercitivos. Existían, sin embargo, preocupaciones ocasionales por asuntos aparentemente menos trascendentales como las diversas formas de identificación con la nación y la creación de nexos culturales entre la población. Pero estos acercamientos reducían el problema a la descripción de los procesos de homogeneización. La idea, propia del momento pedagógico, de que la conformación de comunidades imaginadas pasaba por la domesticación de miles de etnicidades precedentes y su transformación en unas cuantas centenas de nacionalidades actuales o virtuales, seguía vigente. En este artículo se ha enfatizado el momento performativo con su continua producción de alteridad racial en las narraciones que las élites hacían de la nación.

La colonialidad del poder, con su codificación de la diferencia en tipos raciales, es el sustento epistemológico, de poder y de autoridad que permite transformar la diferencia en desigualdad. En el siglo diecinueve la colonialidad muestra su potencial productivo de nuevas formas de subjetividad y de identificación al hacer cada vez más compleja la división de la ilustración colonial entre tierras altas y tierras bajas. Se genera de esta forma una imagen fragmentada de la nación, que poco a poco da lugar a la emergencia de razas regionales y de regiones racializadas, gracias a que se establece una relación de estricta correspondencia entre los habitantes y su territorio. De esta forma, a regiones agrestes corresponderán necesariamente habitantes rústicos y viceversa.

Sobre estos habitantes y estas regiones se proyectó el deseo civilizador que permitió la tensión permanente entre una narración pedagógica que resaltaba el avance de la unificación de lo nacional y la conquista de las tierras bajas y los indígenas salvajes y los negros, y la performatividad de la narración, que en medio de su repetición no podía dejar de notar la presencia de una población y de un paisaje que se resistía al avance civilizador y que parecía estancado en otro tiempo, en lo primitivo.

En el segundo periodo aquí considerado la colonialidad del poder busca de una forma mucho más intensa de legitimarse por medio de la autoridad científica. La gestión del mestizaje se vuelve un asunto eugenésico. La profunda desconfianza de las élites por un pueblo heterogéneo hace que los intelectuales pertenecientes a los grupos hegemónicos comiencen a demandar que el estado instituya, unifique y controle racionalmente la sociedad, al tiempo que se consolida a sí mismo en ese proceso, en medio de la aceleración de la modernización, la consolidación de las diferencias regionales, la inquietud por la soberanía nacional y la preocupación por el acervo racial de la población colombiana.

Esta preocupación, especialmente en los intelectuales liberales que participaron en las conferencias citadas por la Asamblea de estudiantes en 1920, traía ya consigo, por medio de la retórica higienista, los gérmenes del intervencionismo estatal, parcialmente puesto en marcha, catorce años más tarde, durante la administración de Alfonso López Pumarejo (1934-1938), momento en el cual la población empieza a ser representada cada vez menos como raza y más como pueblo.

En ambos periodos el deseo de civilizar la alteridad, de hacerla productiva para la nación, implicó la intensificación de la representación de su diferencia, a la que se sumaba la promesa de una homogeneización en un plazo indefinido. Los letrados y los intelectuales de las élites parecían decirle repetidamente al resto de la población, y en especial a la población negra, ustedes serán como nosotros pero aún no lo son. La ambivalencia del deseo de homogeneizar operaba pues como un dispositivo que producía un exceso de alteridad y un déficit en la identidad necesaria para consolidar, aunque no para producir, una comunidad política imaginada, caracterizada justamente por esa tensión presente hasta nuestros días, que se concretaba en la imaginación de la nación como una comunidad plural y fragmentada.

Aún hoy se discute con frecuencia sobre la falta de integración regional, las malas vías de comunicación, la primacía de las identificaciones regionales, el medio ambiente -tropical, biodiverso y exuberante-, la multiculturalidad, la plurietnicidad, las numerosas soberanías que retan al estado y que imponen el salvajismo en las fronteras internas. Tal vez la mayoría de colombianos estarían de acuerdo con que simplemente el milagro enunciado por Luis López de Mesa (1920b: 86) llegó a su fin, si es que alguna vez existió: "Milagroso fue y sigue siendo que Colombia se constituyese en unitaria y que viva hoy en paz. La anarquía debió de ser la resultante de tanta heterogeneidad en su naturaleza y población". Sería sin duda interesante examinar en un futuro el potencial descolonizador o no de la articulación por medio del multiculturalismo y la biodiversidad, de la alteridad étnica -lo negro- y la alteridad territorial -las tierras rurales, ribereñas, del litoral Pacífico-, que se ha consolidado en las últimas dos décadas.



Notas

1 Este artículo es un avance de investigación de la tesis doctoral en curso: "Nación, civilización y alteridad en Colombia (1848-1941): representaciones sobre la población y el territorio".

2 A diferencia de la mayoría de teóricos que enfatizan la ceguera a la diversidad de las elites nacionalistas, Bhabha restituye la ambivalencia constitutiva de los proyectos nacionales, en los cuales el pueblo es un a priori histórico y una condición de posibilidad de la nación, al tiempo que un sujeto inacabado y en formación. Esta perspectiva permite, entonces, ubicar las alteridades fundantes en las fronteras interiores, no en las fronteras exteriores de los estados nacionales, como se ha acostumbrado.

3 La colonialidad del poder vincula diversas formas de trabajo -asalariadas, esclavistas o serviles- al capitalismo global. Desde este punto de vista, el capitalismo periférico no está marcado solamente por su especialización productiva en materias primas, sino también por la primacía de relaciones no asalariadas de trabajo, que conllevan generalmente altos grados de coerción considerados necesarios para hacer trabajar a una población que se juzga improductiva por sus características raciales. El mejor ejemplo de ello sería el holocausto cauchero de finales del siglo diecinueve y principios del veinte (Taussig, 2000).

4 Luego de la revisión exhaustiva de escritos producidos por los letrados decimonónicos neogranadinos o asentados durante largo tiempo en el país, como Agustín Codazzi, es posible concluir que la noción de raza era profundamente polisémica, pero al hacer uso de ella se enfatizaba el sentido de linaje o ascendencia. Esto hace posible que la gente negra sea descrita como raza africana o etiópica al ser descendientes de grupos humanos asentados allí, o como negra, al ser sus padres de este color. Al respecto, Restrepo (2007a) ha señalado que la fluidez de las denominaciones raciales hace imposible dar cuenta de ellas mediante la trilogía racial clásica: blanco/negro/indio.


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