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Revista Colombiana de Antropología

versión impresa ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.45 no.1 Bogotá ene./jun. 2009

 

LOS CUERPOS REPLICANTES. LA ELUSIÓN DEL CUERPO LEGÍTIMO EN EL PROCESO DE FORMACIÓN POLICIAL

REPLICANT BODIES. THE ELUSION OF THE LEGITIMATE BODY IN THE PROCESS OF POLICE FORMATION

 

MARIANA SIRIMARCO
DOCTORA EN ANTROPOLOGÍA.
INVESTIGADORA ASISTENTE DEL CONSEJO NACIONAL DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS Y TÉCNICAS, CONICET.
INVESTIGADORA DEL EQUIPO DE ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y JURÍDICA Y DOCENTE DE LA CARRERA DE CIENCIAS ANTROPOLÓGICAS DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES.

maikenas@yahoo.com.ar.

Fecha de recepción: 30 de marzo de 2009. Fecha de aceptación: 13 de abril de 2009.


Resumen

Este artículo explora una de las clásicas rutinas corporales de las escuelas policiales de instrucción —las milongas— y las modalidades que adquiere su elusión, con el objetivo de entender esta resistencia como un modo de enfrentar el imperativo del cuerpo policial legítimo que plantea la institución. Así, la disciplina institucional, lejos de ser una red de férreo control que encapsula todas las libertades y prescribe todas las actitudes, es, por el contrario, una malla plagada de intersticios y de posibilidades de autonomía. En este texto se abordan aquellas prácticas de elusión que llevan a cabo los ingresantes con la intención de sustraer el cuerpo de las rutinizaciones disciplinarias. En tanto la mayoría de estas prácticas se encuentran ancladas en el cuerpo, este resulta el terreno más inmediato donde fijar las posibilidades de resistencia, creatividad y lucha.

Palabras clave: milongas, prácticas elusivas, cuerpo legítimo.


Abstract

This article explores one of the classic corporal routines of police schools —the milongas— and the modalities of its elusion, in order to understand this resistance as a way to confront the imperative of the legitimate police body proposed by the institution. The institutional discipline, far form being a control net that encapsules all freedoms and prescribes all attitudes, is a net full of interstices and possibilities of autonomy. This text deals with these elusion practices as performed by those who enter the institution with the intention of excluding the body from disciplinary routines. Because the majority of these practices are fixed in the body, this is the most immediate terrain in which to fix the possibilities of resistance, creativity, and struggle.

Key words: milongas, elusive practices, legitimate body.


INTRODUCCIÓN: EL CONTEXTO DE INVESTIGACIÓN

La institución policial es, al menos en argentina, un campo de estudio más bien reciente, aunque las características que presenta la fuerza policial en nuestro país —casos de corrupción, "gatillo fácil", muerte de detenidos en comisarías, vinculaciones con el delito organizado— la han vuelto, en poco tiempo, un objeto de análisis obligado. En el contexto de esta investigación, una mirada a la modalidad de instrucción que recibe el personal policial se vuelve —creo yo— un eje de debate imprescindible, en tanto permite rescatar aquellas pautas que, activadas desde la institución, en estas etapas educativas iniciales, habilitan el proceso de construcción de un determinado sujeto policial. Desde 1999 he trabajado en esta temática y en concreto en el proceso que la institución activa en aquellos que se inician en sus filas y que tiene por objetivo moldear, a partir de un individuo proveniente de la "sociedad civil"1, al futuro policía.

Al tener en cuenta que para la agencia policial ser policía se vuelve una identidad excluyente, he sostenido que el paso por estas escuelas iniciales implica un período transformativo, un movimiento de distanciamiento social, donde la adscripción a la institución no puede generarse más que "destruyendo" lo civil. Argumento, por ende, que el ingreso a la institución policial no está lejos de asemejarse a una suerte de período de separación, donde los ingresantes son apartados de su estatus civil para ser introducidos en el nuevo estado que habrá de caracterizarlos: el policial (Sirimarco, 2001; 2004a; 2005). El trabajo de campo llevado a cabo pone de manifiesto que, al menos desde la perspectiva policial, la continuidad entre ambos estados (civil-policial) es inexistente. No se trata aquí del paso de lo civil a lo policial, en una suerte de transición de uno a otro dentro de una misma totalidad. Se trata del abandono irrecuperable de lo civil como condición imprescindible para el devenir policía. El período educativo policial, antes que una transición, conlleva un cambio de paradigma, en tanto es la ruptura de posturas (civiles) pasadas la que posibilita la posterior adquisición del nuevo estado. Sólo se puede ser policía alejándose de lo civil.

Quisiera sostener, en primer lugar, que analizar la cuestión de la formación inicial no implica referirse, de manera directa, al ejercicio de la labor policial. Afirmar esto significa entender, en concordancia con lo planteado con anterioridad, que la dinámica de las escuelas iniciales tiene más que ver con la sociedad civil de la que se separa a los ingresantes, que con el ejercicio concreto de la profesión policial. Las prácticas, las rutinas y hasta los sentidos que atraviesan los mecanismos que guarda la instrucción están más pensados para efectuar una ruptura con esa sociedad, que para dar cuenta de la cotidianidad de la función policial. No significa esto que el sujeto policial que comienza a dibujarse en estas escuelas no aluda, de manera más o menos acabada, a la profesión policial. Implica, más bien, una precaución metodológica, donde las directrices que guían el comportamiento de los ingresantes no pueden ser extrapoladas, a riesgo de obtener un resultado rígido y en muchos casos desacertado, a la hora de dar cuenta de las prácticas policiales efectivas.

Proponer esta precaución implica discutir con ciertas posiciones sostenidas en el campo de análisis de la educación policial. Posiciones que hacen derivar, de la formación que se imparte en las escuelas, el cómo y el porqué de la praxis policial. Comulgar con esta línea implica caer, creo yo, en dos peligros mayores. El primero, creer que lo enseñado es necesariamente lo aprendido, y que las pautas de formación implican carácter de obligatoriedad. El segundo, creer que las escuelas de ingreso agotan lo que en realidad es un proceso. El sujeto policial, más bien, se construye a lo largo de toda la carrera policial y en una multiplicidad de ámbitos distintos, de los que la escuela es sólo una inicial y mínima parte.

Además, plantear este abordaje implica discutir con otras posturas. Al constituirse la formación policial como una cuestión firmemente instalada en la agenda pública nacional, son innumerables los debates que centran la discusión en torno al plano meramente formal y organizativo. Si la educación que recibe el personal policial en las escuelas de ingreso resulta recurrentemente sospechosa cada vez que se repudia la modalidad de ciertas prácticas policiales, las respuestas apuntan, indefectiblemente, a reformas educativas centradas en modificaciones a nivel curricular y organizativo. Análisis de este tipo —centrados en argumentos de corte formal u organizativo— abundan en los estudios sobre la formación policial que se realizan en los países desarrollados (Schafer y Bonello, 2001; Bradford y Pynes, 1999; Cochrane et. al., 2003).2 En ellos, los contenidos formales de los currículos se vuelven puntos centrales para dar cuenta de la instrucción recibida, en un reduccionismo bastante simplista que homologa el proceso de formación a la incorporación de contenidos teóricos o técnicos sólo realizados por esta vía, y que deja fuera de tal proceso la adquisición de pautas y valoraciones que se incorporan por fuera de los currículos prefijados. En contraposición con estos abordajes, sostengo, por el contrario, que un análisis que pretenda abordar la cuestión de la formación policial no puede desconocer aquellos aspectos del proceso educativo que corren de manera paralela a las materias dadas, y que resultan importantes fuentes de conocimiento para los futuros policías, en tanto los instruyen acerca de las relaciones, jerarquías y prácticas propias de la institución. Es en estos contextos que escapan a los currículos donde puede visualizarse, de manera más acertada, el proceso de formación policial.

ALGUNAS CONSIDERACIONES EN TORNO AL TRABAJO DE CAMPO

En el análisis de la institución policial se ha hecho mucho énfasis en su extremo hermetismo y su resistencia a la hora de conceder información. Estos rasgos, vinculados al alcance y poder que reviste la agencia policial en la sociedad, se han conjugado para hacer de ella un locus de investigación casi siempre exotizado. En este contexto, el abordaje desde el exterior se vuelve una instancia casi "obligada", que actúa reforzando estas percepciones y tiñe el acercamiento metodológico de peligrosidad e ineficacia. Así, el mantenerse alejado se transforma en una pauta que, si bien puede ser en ciertas oportunidades inducida por la institución, se vuelve pronto una postura tanto epistemológica como política. La mirada crítica que se desea tener sobre la institución policial se reduce a —y se confunde con— una mirada desde el más completo exterior. En relación con estos planteamientos, considero muy pertinente, en el estudio de la institución policial, una posición metodológica que implique la construcción del campo de análisis desde una mirada interna. Un abordaje que rescate la cotidianidad de los sujetos, que quiebre de este modo la posible tensión entre las prácticas y sus narrativas y que se enfoque en las representaciones, la dinámica de interacción y los contextos cotidianos en que se ven inmersos los individuos, en tanto partícipes competentes de su realidad. Un enfoque etnográfico permitirá entonces dar cuenta del nivel de las prácticas cotidianas y de cómo los sujetos resignifican continuamente su mundo (Giddens, 1987). Plantear este abordaje metodológico supone considerar el trabajo de campo no como un espacio físico, sino como producto del contacto de diferentes relaciones y prácticas sociales y narraciones que lo constituyen como tal. El campo, en este sentido, no es sino una relación dialéctica que se construye en el mismo proceso de investigación, a partir de la interacción entre los actores. La revisión que ha roto la noción territorial del campo, ha obturado también la comprensión de un investigador externo al grupo estudiado, que se limita a observar —sin influir en lo más mínimo— el discurrir de los hechos. Y ha posibilitado entender que, antes bien, constituye un sujeto más entre los tantos que modelan esta relación. El campo se vuelve así un ámbito relacional, dependiente de las interrelaciones entre sujetos (Fabian, 1983; Soja, 1989; Wright, 1990; Augé, 1998), donde tallan de manera relevante las relaciones de sociabilidad que se establecen entre el investigador y su grupo de estudio.

Al tener esto en cuenta, no puedo dejar de hacer una breve mención respecto a lo que significó, para mi trabajo de campo, el doble hecho de ser mujer y no policía. Recuerdo una de mis primeras visitas a la Escuela Villar:

    Me dicen que el subcomisario B. está tomando exámenes y se va a demorar bastante, así que entro a la cafetería a pasar el tiempo. Hay un par de aspirantes dando vueltas por el lugar. En cierto momento se me acerca uno y me pregunta qué hago ahí:
    —¿Sos agente?
    —No.
    —¿Y qué estás haciendo acá?
    —Estoy esperando a alguien.
    —¿A alguno que está rindiendo?
    —No. Estoy esperando al subcomisario B.
    —Qué, ¿sos la hija? (la cara de asombro es evidente).
    —No.
    —¡Menos mal! Si no, ¡qué lío!—, dice, comentándole al compañero.
    —La sobrina, entonces.
    —Tampoco.
    —¿La amiga, entonces?
    —Tampoco. No soy nada de él.
    —¿Vas a rendir el psicotécnico3?
    —No.
    —¿Vas a entrar acá?
    —¿Acá? No.
    —Ah, yo pensé que ibas a entrar...
    (Registro de campo)

En el contexto de estas Escuelas, una mujer sin uniforme, sentada en la cafetería, sólo podía significar dos cosas: una relación de parentesco o afinidad con el mundo policial (hija, sobrina o amiga de) o una intencionalidad de ingresar a él. En ese mundo cerrado y androcéntrico que es la institución policial, la conjunción "civil" y mujer se traduce en una doble extrañeza que sólo puede ser resuelta mediante la apelación al ámbito de las relaciones privadas (Eilbaum y Sirimarco, 2006).

No debe creerse, sin embargo, que el hecho de ser mujer condicionó desfavorablemente el curso del trabajo de campo; antes bien, fue un factor de suma importancia a la hora de establecer relaciones de sociabilidad. La presencia de una mujer en aulas con mayoría masculina significó, así, la puesta en práctica de un cierto ambiente de "cortesía", que se traducía en bromas, anécdotas y oportunidades para posteriores conversaciones. Esta situación de permanente galantería, necesidad de hablar y hacerse notar, sin duda, favoreció el trabajo de campo y el qué y el cómo de las narrativas de los sujetos. Pero no sólo constituyó una herramienta fundamental para moverse dentro de la institución policial. Permitió, sobre todo, dar cuenta de la estructura de relaciones que permean a esta institución y de los patrones genéricos que la atraviesan, revelando que la "cortesía" constante en casi todos los efectivos —si se quiere hasta el "galanteo"— hablan de una cierta masculinidad institucional, de una cierta virilidad que debe ponerse continuamente en movimiento y manifestarse en las conductas (Eilbaum y Sirimarco, 2006).4 Es apoyándose en estas relaciones de sociabilidad que el campo y la información etnográfica se construyen.5

En estas relaciones descansa la posibilidad de la exploración y puede ser desarrollada la principal herramienta de la investigación (Holy, 1984). Es por medio de la generación de situaciones de copresencia en el terreno, que permitan la producción de relaciones de confianza y fiabilidad, que será posible superar las dificultades de extrañamiento, distanciamiento o desconfianza que se suceden en el desarrollo de otros abordajes epistemológicos. Desde esta postura, planteo la pertinencia de un abordaje etnográfico, pues entiendo que sólo un estudio en terreno permitirá un acercamiento a la cotidianidad de los sujetos. Mi trabajo de investigación se ha desarrollado sobre la base de los métodos y las técnicas de investigación cualitativa que incluyen, además de los ya mencionados, instancias de observación participante en el ámbito de ciertas escuelas policiales y la realización de entrevistas en profundidad a sus alumnos.

Es necesario aclarar que mi tra bajo de campo se ha centrado, para este artículo, en tres es cuelas de ingreso: el Curso preparatorio para agentes de la Escuela de Suboficiales y Agentes Comisario General Alberto Villar (Policía Federal Argentina, PFA), el Curso para cadetes de la Escuela de Policía Juan Vucetich (Policía de la Provincia de Buenos Aires, PPBA) y el Liceo Policial Comisario General Jorge Vicente School de la PPBA.6 Más allá de ciertas diferencias que pueden resultar de la pertenencia institucional, de las características de mando y subordinación dada por los cuadros, o de los tiempos de formación, lo cierto es que estas escuelas presentan fuertes similitudes en lo relativo a las rutinas de instrucción. Esto puede entenderse con claridad si se tiene en cuenta que se trata de espacios de socialización de un personal que se encuentra, en ese momento, ingresando a la agencia policial y en los últimos peldaños, por lo tanto, de la escala jerárquica. Según todo esto resultan metodológicamente abordables en un mismo análisis.

DE CUERPOS Y MILONGAS

Hablar de cuestiones "formales" para remitir al nivel organizativo ya planteado —planes de estudio, contenidos, currícula— no implica, de ninguna manera, tachar de "informales" aquellas prácticas y sentidos que corren por fuera de estas vías. Antes que considerarlas cuestiones "menores" o paralelas (en su sentido de secundarias), creo que mejor se trata de pautas de conocimiento que se activan y aprehenden desde otros campos de aprendizaje. El desafío consiste, creo yo, en ampliar la comprensión de los canales efectivos por los que discurre la formación y superar la dicotomía formal-informal, que privilegia ciertos aspectos del aprendizaje, mientras relega a otros —no menos importantes— a esferas subsidiarias.

En este sentido, me gustaría plantear una nueva línea de tensión pues tal énfasis en las pautas curriculares implica concebir la cuestión de la formación policial en términos de estricta educación teórica, donde los contenidos de tal índole, el conocimiento transmitido gráfico u oral, capaz de ser reflexionado y aprehendido de forma racional, encuentra un lugar preponderante. Sin em bargo, a la hora de definir sus es tablecimientos educativos inicia les, es interesante observar que la agencia policial refiere como instrucción o formación al proceso que en ellos se lleva a cabo. La impronta castrense de los términos7 no hace sino revelar, de manera adecuada, los parámetros dentro de los que se entiende —y se desarrolla— la formación de quienes ingresan a la agencia policial. Y es que en la estructura educativa de estas escuelas, la instrucción cumple un rol fundamental, en tanto modalidad de acción que remite a la rutinización y el aprendizaje de diversas técnicas corporales. Independiente de los contenidos teóricos que atraviesan el espacio de estas escuelas, es en torno a la rutinización corporal que se sustenta el espacio de la formación policial.

Mi propuesta es considerar al cuerpo como una instancia de suma centralidad en estos contextos educativos. Como el punto nodal en el que se anclan los imperativos que forjan al sujeto policial, en tanto construirlo es reencauzar los usos y las gestualidades de un cuerpo "civil" en un cuerpo institucionalmente aceptado. En este sentido, propongo entender que el ingreso a la agencia policial señala el comienzo de un proceso de alienación de los cuerpos, donde la institución se apodera tanto de su materialidad8 como de sus representaciones y orienta sus acciones y comportamientos hacia un nuevo patrón de normas y actitudes corporales. En la construcción del sujeto policial, el cuerpo se transforma en el escenario mismo de esa construcción: Marcarlo es de-signarlo, transformarlo en el soporte idóneo para portar el signo del grupo (Galimbert, 2003). Plantear un análisis desde esta perspectiva implica discutir con aquellas concepciones que le han atribuido al cuerpo un carácter de mera instrumentalidad y reproducen el dualismo cartesiano entre ánima y cuerpo. La propuesta radica en entender al cuerpo ya no como un objeto que se emplea sino como un sujeto que se es, donde éste no es ya un objeto del mundo sino nuestro medio de comunicación con él (Merleau-Ponty, 1957; Scheper-Hughes y Lock, 1991; Csordas, 1999; Galimberti, 2003). Abonar esta postura implica sostener entonces una rehabilitación ontológica de lo corpóreo, donde el cuerpo es entendido como sujeto perceptivo capaz de una comprensión basada en prácticas corporales (Jackson, 1983; Crossley, 1995).

El sujeto que ha de ser socializado no es un ser cartesiano, escindido entre alma y cuerpo. No es —subraya Turner— "una forma pura de conciencia o intencionalidad idealista que habita un cuerpo mientras permanece diferenciado de él, sino [que es] el cuerpo viviente en acción" (1995:161). El cuerpo es, al mismo tiempo, un objeto material y una fuente de subjetividad; un locus de conciencia y sensaciones. Mi análisis acerca de la formación policial intenta, en este sentido, aludir al proceso de construcción del sujeto a partir de un abordaje que por lo general se deja de lado. Aquél que finca el proceso de socialización en torno a la constitución de lo corporal. Hablar del cuerpo es hacerlo del sujeto, pero desde otro anclaje. Desde la delimitación de un determinado cuerpo físico hasta la pretensión de determinados registros de actuación corporal, la agencia policial selecciona, modela y alienta un cierto cuerpo individual en conformidad con las necesidades del orden institucional. Indagar en el proceso de construcción del sujeto policial supone reflexionar sobre aquellas prácticas, sentidos y valoraciones que, asociadas a los usos corporales, la agencia policial pone en marcha para trocar el cuerpo de sus miembros en un cuerpo legítimo para la mirada institucional.

Ahora bien, en la construcción de un cuerpo legítimo, este no debe entenderse necesariamente como un cuerpo individual y real, sino como un cuerpo institucional; esto es, como metáfora que liga los cuerpos de los sujetos con el cuerpo político (Hoberman, 1988). Postular esto significa reconocer tanto la flexibilidad de las normas como la posibilidad de los individuos de no observarlas o adecuarse a ellas. Lo central no se dirime en el plano real de su escrupuloso cumplimiento, sino en el plano simbólico al que esas normas aluden. Así, lo importante es la existencia misma de esos límites, el hecho mismo de su instauración, en tanto apuntan a un determinado cuerpo ideal(izado) e institucionalmente avalado. Me gustaría en este punto asomarme a una de las facetas cotidianas de la instrucción que se brinda en estas escuelas policiales. Me refiero a uno de los planos en que se desenvuelve el manejo que en ellas se hace del cuerpo y sus movimientos: las milongas. También conocidas como bailes, comprenden una batería de rutinas físicas en extenuante concatenación: correr, saltar, agacharse, tirarse al suelo, arrastrarse y volver a correr.9 Voy a detenerme en ellas no sólo para proponerlas como modalidades de sometimiento a la nueva definición del cuerpo que plantea la institución. También para ilustrar las modalidades que los alumnos de las escuelas policiales ponen en juego para su elusión; es decir, para sustraer el cuerpo a las rutinizaciones disciplinarias.

En trabajos anteriores, he pro - puesto que lo que se dirime a través de las milongas, entre otras prácticas, es la presentación de un cuerpo legítimo que se construye en infinidad de planos, no sólo clausurando usos y costumbres sino más bien abriendo espacios para nuevos entrenamientos y gestualidades (Sirimarco, 2005). En este contexto, el presente artículo intenta explorar las posibilidades que se abren para enfrentar el imperativo del cuerpo policial legítimo, deteniéndose en la relación discordante que puede mediar entre el cuerpo real de los alumnos y ese cuerpo legítimo —dócil, recio, resistente— que plantea la institución policial (Sirimarco, 2004b).

PRÁCTICAS DE ELUSIÓN

Sería ingenuo, evidentemente, pretender una obediencia total, monolítica y sin fisuras a las rutinizaciones que se proponen desde el discurso y la práctica institucional. Como bien advierte Foucault, los individuos no son nunca el blanco inerte o consintiente de un poder que se aplica sobre ellos, ni este poder es "algo dividido entre los que lo poseen, los que lo detentan exclusivamente y los que no lo tienen y lo soportan. El poder tiene que ser analizado como algo que circula, o más bien, como algo que no funciona sino en cadena" (1980:144).

No hay que entender, ni mucho menos, que la disciplina institucional es una red de férreo control que encapsula todas las libertades y prescribe todas las actitudes. Para aspirantes, cadetes y liceístas es, por el contrario, una malla plagada de intersticios y de posibilidades de autonomía. En este sentido, diversas prácticas son puestas en juego por quienes ingresan con el objeto de "ali-gerarla". Sustraerse al tiempo de instrucción10 es, así, el objetivo más perseguido. Lograrlo requiere, lisa y llanamente, la sustracción del cuerpo. En este propósito de eludir los ejercicios físicos o las milongas, escaparse —borrarse—era, para los liceístas, una metodología audaz, pero muchas veces efectiva:

    —Borrarse era por ahí, qué sé yo, terminamos de comer, ¿no?, íbamos a la Compañía, nos lavábamos los dientes, dejábamos el jarro, el cubierto, y teníamos que volver a salir a formar para ir a instrucción. Algunos oficiales nos hacían salir al patio, hacíamos un poco la digestión y después arrancábamos con la instrucción. Había otros que directamente nos mandaban después de comer. Y en ese ínterin, entre dejar los cubiertos y salir al playón, algunos se escondían.

Los escondites variaban en astucia. Algunos se escondían en las Compañías, debajo de las camas, o en el espacio destinado a guardar las valijas con que se retiraban a sus hogares los fines de semana. Otros se escondían en los baños, haciéndose los descompuestos. Si la ausencia pasaba inadvertida para el instructor, y la borrada prosperaba, el tiempo se pasaba tirado en la cama, durmiendo. O, la mayoría de las veces, en constante tensión, "mirando si entraba el oficial por la ventana o escondido". Porque, como me advertía un liceísta, "si querían, te agarraban". Algunas veces al oficial se le daba por enumerar a los alumnos y por comprobar si la fuerza efectiva11 se correspondía con la cantidad de gente presente en la clase. Si esto no era así, algún compañero de los que sí estaban podía ser mandado a los lugares habituales de escondite en busca del compañero faltante. Si el buscador volvía sin el borrado, ya sea por fracaso en la búsqueda o por simple solidaridad, el oficial posiblemente no insistiría en la persecución. "Pero después, en algún momento, te iba a agarrar", resumía el liceísta.

En estos intentos por sustraer el cuerpo a la instrucción, la obtención de certificados médicos que los imposibilitaran para el ejercicio físico constituía una metodología más elaborada. "Zafar de una milonga, o gimnasia, era tener algún amigo médico que te pueda hacer una orden donde dijera que no podés hacer ejercicio", me explicaba una cadete. Y concluía: "No tenían otra alternativa que acatar esa orden médica". Si la imposibilidad física se transformaba en enfermedad, el éxito de la elusión era seguro. Una gripe podía convertirse, previo paso por la enfermería, en algo semejante a un día de gracia: "Un día en la cama, calentito, acostadito así, que te traigan la comida; era lo mejor que te podía pasar".

Si estas situaciones resultan interesantes es porque permiten una conceptualización de las prácticas de resistencia que no las ubica ni como un espacio que "el poder" consiente, ni como un botín que se le arrebata a "el poder". Lo que parece desprenderse de estos casos es que la resistencia resulta, más bien, una suerte de negociación entre una y otra variable. No una categoría estancada, limitada a ser el a posteriori de la ejecución de una orden, sino la dinámica misma en que se expresan las relaciones de poder. Las prácticas de los ingresantes para eludir la disciplina institucional pueden leerse —creo— en este sentido. Los borrados escondidos en la Compañía, por ejemplo, no constituían una rotunda burla al control institucional. No eran tampoco un gesto condescendiente de la superioridad. Eran, más bien, la modalidad con que se recibía y con que, por ende, se actuaba en efecto la relación de poder. Si, como argumenta Foucault (1980), el poder no puede ejercerse más que en acto, es claro que la intencionalidad disciplinaria sólo puede actuarse en relación con una respuesta. El ejercicio del poder implica en sí mismo la relación entre esta tensión, en la medida en que encarna el espacio de encuentro entre esa orden pretendida y la actuación efectiva (más o menos alejada) de esa orden.

Borrados amparados en una descompostura estomacal o eximidos merced a una dolencia; es interesante comprobar que, de la gama de resistencias mencionada, la mayoría de las prácticas elusivas se encuentran ancladas en el cuerpo. Si este es ese locus que se plasma culturalmente, entonces —como señalan Scheper- Hughes y Lock (1987)— el cuerpo individual resulta el terreno más inmediato donde interpretar las contradicciones sociales y fijar las posibilidades de resistencia, creatividad y lucha. En el contexto de estas escuelas, era una práctica eventual que oficiales se subieran sobre el estómago de liceístas de 12 ó 13 años mientras estos hacían abdominales. Acostados, las piernas a 45o, los alumnos eran obligados a hacer flexiones en esa posición, con el oficial encima:

    —Cuando se subió el tipo arriba de mi estómago, hice tanta fuerza que me largué un pedo. Y el tipo dice: "¡Usted se cagó!". Le digo: "¡Sí, oficial!". "¡Cómo! ¡Vaya a limpiarse!" En realidad se me escapó un pedo. Después me gastaban mis compañeros. Todos se cagaban de risa, imaginate. En el silencio de la tarde, de la siesta, ¡el ruido de un pedo!

Lejos de haber sido una maniobra de elusión intencional, lo interesante del relato de este liceísta es que pone al descubierto un mecanismo que parece ser una máxima de la evasión de las milongas. Evitarlas es una práctica que se construye desde el cuerpo y sus comportamientos. En medio de tales abdominales, en medio de tan férrea disciplina, sólo "el ruido de un pedo" —sólo la intervención corporal— parece ser el recurso que logra instalar el quiebre de la práctica. Así, el disenso que no se reconoce o no puede verbalizarse —quejarse es bailar dos veces— se actúa desde el cuerpo. Idéntica lógica estructura la simulación de enfermedades o la obtención de certificados médicos, como se señaló anteriormente:

    —Hay un cuerpo médico. La idea es, si vos decís que estás enferma, salvo que te estés desmayando, muriendo, que tampoco te creen, si vos decís que te duele la panza es porque vos querés...
    —...evadir.
    —Sí, entonces vas al cuerpo médico y te dan un certificado médico y estás exenta de hacer [ejercicio]. Pero en realidad la idea es, si vos decís que estás enferma es porque no querés hacer las cosas. Y después, una vez que se te va la licencia, te dan el doble... O sea que te conviene bancarte (aguantarte [la milonga]).

En trabajos previos, he argumentado que en el contexto de formación analizado, el sufrimiento se vuelve un insumo exaltado y buscado de manera intencional. O, mejor aún, se vuelve el principio mismo que estructura el nuevo cuerpo policial que deberá emerger. En ese cuerpo resistente que debe ser el cuerpo policial legítimo, la dolencia sólo tiene cabida en la medida en que se la resiste y se la supera. La claudicación ante el dolor es signo de debilidad, y sólo puede ser leída en términos de "mariconada" o de simulación (Sirimarco, 2005). En uno y otro caso, la debilidad es tanto física como moral, en tanto se recurre a la enfermedad o a la dolencia como medio de elusión de una situación que se pretende que sea, antes que evadida, enfrentada. Sea la enfermedad verdadera o simulada, lo interesante de esta lectura institucional es la consideración de que la dolencia es —a priori— un simulacro. Mencioné que el dolor, tal como es presentado en estos contextos educativos, debe ser concebido siempre como una señal a sobrepasar o a ignorar. Lo que estos relatos de quienes ingresan revelan es que el dolor también puede ser convertido en un recurso con el cual manipular y resistir pautas institucionales:

    —Porque salías a correr y no es que vos corrés a tu ritmo y cada uno corre a su ritmo. No, se corre formada y todas juntas ¡y no rompan la fila! Ah, ¡y con el mismo pie! Nosotras [las bajitas], atrás, íbamos a mil corriendo. Claro, las de adelante iban trotando. ¡Nosotras íbamos volando, atrás!
    —Y si no podías, ¿te arrestaban? Porque si el cuerpo no te daba más...
    —No, decían que lo hacías a propósito. O sea, que te hacías la descompuesta para no seguir corriendo. Y te dejaban [encerrada]. Porque además corrés con la ametralladora al pecho.
    —¿Cuánto tiempo, eso?
    —Y, ponele, una pista de atletismo, de esas corríamos seis vueltas, ocho vueltas. Un día me acuerdo que hacía muchísimo calor. Dos de febrero corriendo, a la tarde, con toda la ropa de grafa12 y la ametralladora. Entonces corrimos tres vueltas, me acuerdo, yo no daba más. Agarre, cuando pasamos por al lado [de la instructora], "me desmayo", le dije yo, y le tiré la ametralladora. Y me tiré al suelo, me hice la desmayada. Pero como fue así, la mina se reasustó (se asustó mucho).13 Entonces las otras siguieron corriendo y yo toda desmayada ahí.

Si, como señala Seremetakis (1990), el dolor puede ser entendido en tanto paradigma comunicativo, es claro que, además de lenguaje del control disciplinario, también puede convertirse en expresión de la disonancia. El dolor se transforma, en este sentido, en un registro bivalente y hasta contrapuesto. Tanto una modalidad del disciplinamiento y la alienación de los cuerpos de los estudiantes como la posibilidad de su resistencia. El sufrimiento que se propone (se impone) institucionalmente como matriz de marcación y actuación de los cuerpos, puede volverse, del mismo modo, el mecanismo desde el cual plantear una mirada discordante a ese pretendido cuerpo legítimo. La actuación de la dolencia se convierte así en el locus de una micro-resistencia. Ante la imposibilidad o el alto riesgo de una disidencia abierta, su registro abre un espacio para el juego de una táctica que se insinúa —se introduce sutilmente— en el orden impuesto (Giard, 1990). Claro está, sin enfrentarlo en realidad. De esta manera, el sufrimiento corporal se vuelve herramienta de construcción de poder (Soich, 2003).

De lo que estos mecanismos de elusión nos hablan es, justamente, de la presencia de procedimientos, si se quiere minúsculos y cotidianos, que juegan con los mecanismos de la disciplina, pero sólo para evitarla. Esto es, de "maneras de hacer" que —al decir de De Certeau— se constituyen en las prácticas por las que los sujetos se reapropian del espacio organizado por las disciplinas. Estas "formas subrepticias que toma la creatividad dispersada, táctica y artesanal de los grupos o de los individuos" se constituyen en operaciones que "proliferan al interior de las estructuras tecnocráticas y desvían su funcionamiento por una multitud de 'tácticas'articuladas sobre los 'detalles'de lo cotidiano" (1990: XL). Se constituyen, en síntesis, en la red de una antidisciplina. Los mecanismos que los estudiantes pueden oponer a la disciplina institucional son —vimos— prácticamente elusivos. Que la mayoría se ancle en la praxis corporal y no, por ejemplo, en la confrontación verbal, habla de un movimiento de "resistencia" que —siguiendo a De Certeau— tiene más que ver con tácticas que con estrategias. Esto es así porque se insinúan fragmentariamente, avanzan paso a paso, juegan en el terreno que le imponen las fuerzas disciplinarias.

Lo propio de la táctica —señala De Certeau— es representar una victoria del tiempo sobre el lugar, donde se juega constantemente con los acontecimientos para volverlos ocasiones, tornando los resquicios de la disciplina en posibilidades de provecho. Las tácticas resultan así procedimientos que extraen su eficacia de la manipulación del tiempo, de "las circunstancias que el instante preciso de una intervención transforma en situación favorable" (1990:63). Si la táctica no tiene más lugar que el del otro, que se mueve en un espacio que no es el suyo y del que intenta sacar ventaja, la estrategia se caracteriza, por el contrario, en postular un lugar de poder propio, desde el que producir y articular determinadas relaciones de fuerza. Las estrategias —resume De Certeau— "se juegan sobre la resistencia que el establecimiento de un lugar ofrece a la usura del tiempo; las tácticas se juegan sobre una hábil utilización del tiempo, de las ocasiones que este presenta y también de los juegos que este introduce en las fundaciones de un poder" (1990:63).

Señala De Certeau que lo que prima en la táctica es la ausencia de poder. En la estrategia, lo que predomina es, en cambio, su postulado. Resulta entonces claro que las prácticas elusivas mencionadas responden —de acuerdo con los planteamientos de este autor— más al despliegue de una táctica que a la producción de una estrategia. Esto es así porque se estructuran, antes que en la existencia de un cálculo, en la astucia de un instante. Borrarse, conseguir certificados médicos o simular desmayos son prácticas que, lejos de confrontar la disciplina, la resisten y la eluden. No pretenden un cuestionamiento abierto sino que intentan una manipulación momentánea. A las estrategias institucionales que tabulan e imponen un determinado espacio disciplinario, "las tácticas oposicionales sólo pueden usar, bifurcar y bloquear circunstancialmente algunos de [sus] componentes" (Soich, 2003: 134).

LOS CUERPOS REPLICANTES. A MODO DE CONCLUSIÓN

Que esto sea así —que la táctica no elimine la disciplina sino que sólo la suspenda— no debe confundirse necesariamente con la imposibilidad de un cuestionamiento formal. Puede implicar, del mismo modo, una intencionalidad de evitar la milonga que no conlleve su desacuerdo radical. Conviene recordar, al respecto, que tales ejercicios no constituyen, más que en ocasiones, una práctica de extrema rigurosidad. En ciertas oportunidades, y para algunos de los estudiantes, pueden revestir, incluso, otros sentidos, y se convierten en espacios que se viven con cierto humor:

    —No es tan feo porque después de todo estamos saltando, qué sé yo, y te matás de risa: "Miralo al gordo, no puede", cosas así. Al principio sí, te morís de miedo: "Uy, nos van a bailar". Y ya a lo último: "Ma'sí, que nos bailen, qué me importa". A lo último ya te reís de los demás: "Uy, mirá, aquel se ha caído", o si estás corriendo le ponés el pie al otro, se empiezan a matar de risa ahí.

Evitar tales prácticas sólo intenta escabullir el cuerpo a la rigurosidad de su ejercicio, pero no, forzosamente, invalidar su sentido. Es interesante constatar que aun muchos de los estudiantes que encuentran reprobables tales rutinas sostienen, sin embargo, un margen de aceptación de las mismas por el cual no se alcanza la impugnación: "Quizás, ojo, a veces discrepo de lo que es el método. A mí el método no me interesa o no me gusta. Pero digo 'no, debe ser por tal cosa'". Lo que parece primar —al menos en la mayoría de los casos— es la simple disrupción de la red disciplinaria, y no tanto la intencionalidad de su ruptura. Pues aun cuando el estudiante se sienta sobrepasado por el esfuerzo físico, su voluntad no es —como me comentaba un liceísta—, desacatar la orden: "Los bailes esos son jodidos, imaginate. Tenés la carabina así, vos querés obedecer, pero al mismo tiempo te duelen los brazos, te duele el estómago".

De lo que se trata con las milongas es de apuntar a una nueva construcción del cuerpo, reorganizando sus zonas a partir del dolor. Mediante estas prácticas se brindan las pautas necesarias para reordenar ese frágil cuerpo civil en un cuerpo legítimo para la mirada institucional. Este nuevo ordenamiento del mapa corporal resulta de la imposición de un nuevo entendimiento del cuerpo y sus usos; esto es, del trazado en el cuerpo de un recorrido de la resistencia (Sirimarco, 2005).

En los apartados previos he analizado distintos procedimientos elusivos que eran puestos en práctica por los ingresantes con el objetivo de sustraerse a la disciplina institucional. Estos movimientos, si bien fragmentarios, no dejan de ser, de todos modos, intentos de contraponer significados diferenciales a la lógica disciplinaria. Me gustaría rescatar, ahora, otra clase de tácticas que, en un intento por evadir las milongas, ensayan su omisión no en el hecho de bloquearlas sino, más bien, en el acto de replicarlas:

    —Por ejemplo, [el instructor] decía: "¡Carrera marche!", y hacíamos que corríamos, así, despacito. Y algunos hacían que corrían [gesto de correr en cámara lenta]. "¡Tierra!", y en vez de tirarnos apoyábamos la mano, como haciendo abdominales. "¡Tierra!", y en realidad tenés que golpear el pecho en la tierra y tirarte. Así, desarmarte. Después había otros que como no les calentaba nada, en vez de correr, iban así, despacito, que trotaban. Te decía: "¡Corra, tagarna14, corra!" Y vos seguías [corriendo lento]. ¿Qué, te iba a empujar, para correr? No.

Lo interesante de esta práctica de elusión —construida, una vez más, desde el cuerpo— es que ese cuerpo al que se apela es el mismo que replica, y el registro, justamente, desde donde construir el disenso. En este sentido, hacer que se corre, len tamente, es transformar la orden en una réplica, que tanto objeta a lo que se manda como lo acata. La réplica —en su doble sentido de respuesta y copia— resulta una estrategia elusiva muy interesante, pues apela al cumplimiento (no demasiado escrupuloso) de la orden, al mismo tiempo que la desconoce. Si correr despacio era una manera de eludir la rigurosidad de las milongas, lo contrario también podía transformarse en una metodología de evasión:

    —Siempre había alguno que corría de más, viste, entonces, si vos sabías que ese oficial te veía corriendo rápido, como él deseaba, te mandaba a acostar. Entonces, si el tipo te conocía, te decía "¡A ver, P., vaya a acostarse!" Entonces si vos veías que el que corría más rápido se fue a acostar, agarrabas y corrías más rápido. ¡Pero por ahí el tipo no sabía tu apellido y vos te matabas corriendo y no te mandaba a dormir!

Lejos de ser una paradoja, el celo en el cumplimiento de la norma podía convertirse en una estrategia para eludirla. Correr de más, con esfuerzo, era una manera de correr menos. Allí donde se espera la uniformidad del sujeto, donde se ordena la conformidad de su conducta, se produce entonces el repudio de la ley bajo la forma de un acatamiento paródico que cuestiona sutilmente la legitimidad del mandato. Se produce "una repetición de la ley en forma de hipérbole, una rearticulación de la ley contra la autoridad de quien la impone" (Butler, 2002: 180).

En la actuación de estos cuerpos replicantes, los estudiantes no niegan ni cancelan la norma; de alguna manera la ratifican. Aunque en el mismo acto la cuestionan. Como es obvio, esta acción corporal resistente se juega dentro del espacio reglamentado por la misma disciplina. Tales acciones corporales buscan sólo eso: evadir circunstancialmente dicha disciplina, escamotearle el cuerpo a las milongas, pero sin sabotear a una y otra de forma radical. En esta replicación de la norma, los estudiantes actúan un acatamiento paródico que cuestiona con sutileza el mandato y lo vuelve contra la autoridad del que lo impone. La parodia —esa actuación exagerada de la norma para ponerla en evidencia— puede resultar, sin duda, una instancia muy crítica. Señala Hutcheon que el género paródico constituye una forma de imitación caracterizada por la inversión irónica, una repetición realizada desde la distancia crítica (Nagore, 1997). Así, la ironía y la técnica de inversión se vuelven sus estrategias en el objetivo del cuestionamiento. El correr desganada o con esfuerzo cuestiona de manera particularmente agresiva el hecho de las milongas, pues deja al desnudo la mascarada al erosionar el mecanismo mismo de ese correr. En ese juego paródico, los estudiantes sobreimponen un segundo significado al institucionalmente dia gramado de los bailes, e insertan, en un solo mensaje, dos códigos en discordancia.

En este sentido, el cuerpo replicante de los estudiantes está implicado en aquello mismo a lo que intenta oponerse. Ese cuerpo que corre manifiesta que reconoce la norma —"¡corra, tagarna, corra!"— y que toma conciencia del lugar que el orden institucional le atribuye. Pero, a la vez, la modalidad del correr deja entrever una voz que, aun cuando acata la norma, introduce una marca de duda que mimetiza el desacato en obediencia. Ese cuerpo replicante no hace más que evidenciar al estudiante en su descontento, "en su incomodidad dentro de los significantes que, sin embargo, es obligado a utilizar. Se trata de un sujeto que ejecuta el mandato que sobre él pesa, pero lo ejecuta con un resto, le introduce una torsión, un matiz, que es, en el fondo, una marca velada de desacato y el rastro de su insatisfacción" (Segato, 2003: 245).

Proponía antes entender el proceso de socialización policial como ese intento de apropiación del cuerpo de los estudiantes, tendiente a reencauzar los usos de un cuerpo "civil" en un cuerpo institucionalmente aceptado. Si las milongas son procedimientos que apropian esos cuerpos y les imprimen determinadas normas de percepción y conducta, entonces las elusiones a ella bien pueden entenderse como un intento de apropiarse de esa apropiación o, mejor dicho, de socavar esa apropiación institucional. Las borradas, los desmayos, el desgano en el correr —tanto como su contrario—, son voces discordantes que los ingresantes oponen a la voz institucional. La resistencia estriba en enfrentar el imperativo de ese cuerpo policial legítimo con el ensayo de una corporalidad que desdeñe los mandatos de la institución y construya otra corporalidad ajena a ese cuerpo de pretendida masculinidad y resistencia. Así, si el cuerpo deviene el insumo donde hacer efectivo ese pasaje de civil a policía, también resulta el locus donde imprimir su resistencia. Es el enclave de esa lucha por la apropiación de sus usos y gestualidades. En él —en esa corporalidad en disputa— se dirimen, en última instancia, las pautas que habrán de construir un determinado sujeto policial.

Preguntarse por el entendimiento de aquello que lo funda y por el diálogo que se establece entre el cuerpo legítimo y los cuerpos reales es, básicamente, el interés que subyace al desarrollo de este trabajo. Traer a colación estos ejemplos es ensayar una reflexión en torno a las asperezas que encubre la imposición institucional de un cierto sujeto policial, donde los cuerpos reales enfrentan el imperativo de ese cuerpo policial legítimo, con el ensayo de una corporalidad que pone en cuestión los mandatos institucionales, proponiendo a su vez otro registro desde el cual actuar y comprender la función policial. Haberme detenido en este caso esconde una doble intencionalidad. Se trata, por un lado, de analizar el papel fundamental que cumplen las rutinas corporales en el proceso de construcción de un determinado sujeto institucional. Pero también de contribuir, a partir de esta consideración, a otra discusión. Pues no es menor la postura que lleva a concebir estas instituciones educativas en términos de pérdida del self, en una línea de análisis que obtura el entendimiento de este proceso en términos de productividad. Entender a la agencia policial en términos de institución total (Goffman, 1998) conlleva un riesgo: El de concebir dichas instituciones, tanto como la acción social que en ellas se lleva a cabo, de manera claustrofóbica, transformándolas en meros sinónimos de instancias opresivas (Loriga, 1992).

El trabajo de campo presentado me ha permitido argumentar, por el contrario, que el sujeto policial que se propone desde estas escuelas no se construye a partir de lo meramente represivo. En tanto la conformación del self resulta indisociable de la vida institucional, el sujeto policial que esta agencia modela no es más que la producción —en su doble sentido de quehacer y positividad— de una determinada persona social. No intento postular con esto que la institución policial no sea una instancia opresiva. Quiero decir, por el contrario, que no es sólo eso. Pues tal clase de institución no es sólo —volviendo a Loriga— un lugar de separación del individuo respecto de la sociedad, ni el espacio de su sujeción, sino un interlocutor capaz de dar legitimación y protección social. Lo expuesto a lo largo de este trabajo intenta enmarcarse en esta concepción y proponer que las Escuelas de ingreso, antes que ser percibidas como instituciones totales que regulan y fiscalizan la vida de sus alumnos, deben ser comprendidas como una instancia de interlocución con la cual acordar, discutir, rebelarse o a la cual obedecer.


Notas

1 La categoría es propia de la policía. El uso que hago de la expresión sociedad civil implica una utilización dentro de sus propios términos, es una referencia a todo aquel que no pertenece a una fuerza de seguridad.

2 Si bien los autores analizan una institución policial que presenta una realidad distinta a la argentina, lo que interesa para los efectos de este planteamiento no es tanto la caracterización más o menos diferencial de estos grupos como el abordaje desde el que se intenta comprenderlos. En este sentido, la misma postura es utilizada para analizar a las policías latinoamericanas.

3 Uno de los exámenes que deben rendir aquellos que deseen ingresar a la Policía Federal Argentina.

4 Para un mayor desarrollo de la construcción de la masculinidad en el contexto de estas escuelas de ingreso a la institución, ver Sirimarco (2004b).

5 Dar cuenta de las características que presentó, en sus momentos iniciales, tal construcción del campo, excede los límites del presente trabajo. Para mayores detalles sobre este tópico, consultar Sirimarco (2001) y Eilbaum y Sirimarco (2006).

6 La Escuela de Policía Juan Vucetich era la única fuente de reclutamiento de personal masculino y femenino del cuadro de oficiales de la PPBA. Eran condiciones de ingreso: ser argentino(a), naturalizado(a) o por opción; ser soltero(a) y tener aprobado el ciclo secundario completo; tener, en el caso de los hombres, 16 años como mínimo y 23 años como máximo; y en el caso de las mujeres, tener entre 18 y 23 años. Se egresa como Oficial Ayudante, jerarquía menor dentro del cuadro de oficiales. Los alumnos, cadetes, recibían instrucción durante dos años bajo un régimen de internado y sólo podían retornar a sus hogares durante los fines de semana. El Curso preparatorio para agentes, del que se egresa como Agente en el cuadro de suboficiales, es el primer paso en la carrera del personal subalterno de la PFA. Son condiciones para el ingreso, además de las anteriores, poseer el ciclo básico completo (3er año) o el equivalente en el ciclo polimodal. Durante casi seis meses, los aspirantes reciben instrucción en distintas asignaturas, en horarios escolares y no están internos. El Liceo Policial es un establecimiento secundario, los liceístas, deben tener aprobado el noveno año de Educación General Básica, EGB, y 15 años al momento de la inscripción. Cuando egresan, pueden optar por cumplir un año más en la Escuela Vucetich y devenir en oficiales ayudantes. El Liceo, al igual que la Escuela Vucetich, opera como un internado por cinco años.

7 Además de su acepción de "enseñar, adoctrinar, comunicar sistemáticamente conocimientos o informar de alguna cosa", el vocablo instrucción también da cuenta de aquella "explicación o advertencia que dirigen ordinariamente un jefe o principal a sus subordinados, agentes o representantes, para enterarlos del espíritu que los ha de guiar, o de las reglas a que deben atenerse en el desempeño de sus funciones o encargos" (Echegaray, 1887:859). Semejante tono guarda también el vocablo formación, que no sólo da cuenta de los modales o comportamientos —dar forma a alguna cosa, guardar las formas— sino que refiere también, en el contexto de la milicia, a "poner en orden o formar el escuadrón" (1887:427).

8 En el contexto analizado, el superior detenta el monopolio de lo que se hace con los cuerpos de quienes ingresan: Saltar cuando él lo ordena, ir "cuerpo a tierra" siempre que él lo quiera, correr el tiempo que él decida (aunque el cuerpo no resista), no hacen sino establecer y afianzar una relación donde el cuerpo, y uno mismo, está totalmente sometido a las decisiones —muchas veces arbitrarias— de un superior (Sirimarco, 2004a).

9 Las milongas constituyen, muchas veces, prácticas extremas. En algunas ocasiones, la existencia de distintas variables —extrema rigurosidad, determinadas condiciones climáticas— se conjugan para producir resultados funestos. De hecho, a principios de 2005 un cabo de la Policía de la Provincia de Corrientes murió en un hospital local, a causa —se sospecha— de un baile al que fue sometido durante un entrenamiento. El diario La Capital del 23 de marzo de 2005 informa que el 7 de ese mes César Eduardo Torres, de 26 años, participó, junto a otros suboficiales aspirantes a oficiales, en un entrenamiento en la Escuela de Policía, soportando una sensación térmica que superaba los 40°. Su padre denunció que la muerte de su hijo estuvo vinculada al entrenamiento excesivo, que le causó un severo cuadro de deshidratación y otras complicaciones generales. César Torres murió tras agonizar 16 días. En febrero de 2007, 17 Cadetes de la PFA debieron ser internados, después de un baile, con severos cuadros de deshidratación y agotamiento muscular.

10 El área de instrucción comprende el entrenamiento físico.

11 Se llama fuerza efectiva al total de alumnos de una compañía.

12 Grafa es una tela, fuerte y de algodón, utilizada para la confección de ropa de trabajo (y de uniformes). En Argentina se popularizó su uso para aludir a esta variedad textil, aunque su denominación proviene, en realidad, del nombre de la fábrica que la realizaba (Grafa).

13 Si la apelación al padecimiento resulta efectiva es por estar implícito en la dinámica misma de tales ejercicios y por resultar de hecho uno de sus efectos posibles. De ahí el susto de la instructora y las palabras con que un oficial de la Escuela Villar intentaba proteger a los aspirantes de su Compañía de los riesgos de la instrucción: "Yo no quiero que ningún pelotudo salga herido, quiero que hagan las cosas bien. Yo quiero que todos se reciban, que todos salgan a la calle".

14 El campo semántico que se abre con este epíteto resulta muy interesante, pues deja entrever el espacio denigrante en que se coloca a los ingresantes. Este apelativo, como muchos otros, proviene del ámbito castrense, desde donde, presumiblemente, ha resultado extrapolable al ámbito policial. Así, tagarna es la alusión despectiva con que los militares se refieren a los civiles o bien a los conscriptos y la tropa. Si bien su sentido no resulta claro, un oficial de la PPBA aventuró, cierta vez, la siguiente hipótesis: Que su significado está relacionado con la "tagarnina", una especie de cardo. De ello resultaría una plausible asociación libre entre el hecho de que la milonga se hace entre los cardos y que cadetes y aspirantes —como los cardos— deben arrastrarse y andar por el suelo.


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