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Revista Colombiana de Antropología

versión impresa ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.46 no.1 Bogotá ene./jul. 2010

 

"EN LA CORRIENTE VIAJAN..."

"IN THE CURRENT THEY TRAVEL..."

 

JUAN ORRANTIA
ANTROPÓLOGO VISUAL.
RESIDENTE POSTDOCTORAL EN EL DEPARTAMENTO DE ARTE DE LA UNIVERSIDAD DE WITWATERSRAND, SUDÁFRICA
juanorrantia@yahoo.com.

Fecha de recepción: 12 de diciembre de 2008. Fecha de aceptación: 15 de marzo de 2010.


Resumen

En Colombia las aguas de ríos como el Magdalena han sido escenario de la expresión del terror y el olvido. Sin embargo, en este ensayo quiero proponer una mirada alternativa del agua y su relación con la violencia. A partir del proceso de la fermentación como metáfora y realidad material, sugiero la posibilidad de imaginar una forma de memoria sensual que se genera por medio de la interacción con agua saturada con historias de terror. Para esto utilizo una serie de fragmentos etnográficos y fotografías de la vida diaria en el pueblo de Nueva Venecia en la Ciénaga Grande, donde el agua que fue impregnada por los residuos de una masacre se filtra en espacios, instantes y escenarios del diario vivir. Estos momentos plantean la posibilidad de leer esta relación con el agua y sus residuos como parte de una narrativa de memoria en vez de olvido.

Palabras clave: agua, terror, narrativas, memoria.


Abstract

In Colombia, the waters of rivers like the Magdalena have become stages for the exposure of terror and loss. However, in this essay I want to propose an alternative approach to water and its relation to violence. Based on the process of fermentation, both as metaphor and material reality, I suggest the possibility of imagining a form of sensual memory brought about by the interaction with waters that contain residues of terror. For this I rely on a series of ethnographic fragments and photographs of daily life in the town of Nueva Venecia, where water impregnated by the residues of a massacre trickles through spaces, instances and stages of the everyday life. These moments open up the possibilities of understanding this relationship with water and its residues as part of a narrative of memory rather than oblivion.

Key words: water, terror, narratives, memory.




Cuando los paramilitares declararon que los ríos de Colombia eran quizás las fosas comunes más grandes del país, justificaron la práctica de arrojar cadáveres al agua como una forma de borrar evidencia. Los testimonios declaraban que si se secaran las aguas de los ríos colombianos, se encontraría el mayor cementerio del país. Las cifras para 2006 se referían a 206 cuerpos encontrados en ríos y estanques, todos con señales de muertes violentas.1 Esta práctica, y en especial su recurrente uso por parte del aparato de terror paramilitar, quisieron integrar el río y el agua a una estructura para la producción del olvido. Por eso mismo, los ríos se convirtieron en un espacio simbólico que buscaba perpetuar al anonimato de las víctimas cuyos cadáveres desmembrados eran arrojados a las aguas para desaparecerlos, pero al mismo tiempo para que flotaran a lo largo del territorio como muestra de terror (Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, 2008).2 Sin embargo, el agua al igual que otros escenarios del terror guarda en sí la capacidad de generar espacios de memoria.3 Aquí quiero abrir la posibilidad de ver el agua como algo más que un símbolo del olvido y, por el contrario, pensarla como parte de una narrativa de memoria.

En algunos lugares como Nueva Venecia en la Ciénaga Grande, el agua marcada y saturada tanto material como metafóricamente por los residuos del terror forma parte de la cotidianidad de las personas. Al ser una sustancia con la que existe una relación diaria, sensual, el agua saturada forma parte del contexto por medio del cual los sobrevivientes de actos de violencia incorporan el evento de terror a la cotidianidad de la vida —en vez de su exclusión (Das, V., 2006). Como sustancia cargada de residuos, el agua puede así formar parte de una narrativa de memoria que se expresa por medio del ambiente, los cuerpos y las cosas. Las aguas mismas de la ciénaga, donde en la noche de una masacre hace ya más de ocho años fueron arrojados los cuerpos de hombres asesinados, son escenario y medio para repensar el silencio y explorar lenguajes alternativos para la interrupción del olvido.

Este ensayo es una recolección de fragmentos etnográficos y fotografías de la vida cotidiana en el pueblo de Nueva Venecia, en donde la relación con el agua es una constante diaria. Pero no por eso quiero hablar de una gente anfibia o de una cultura palafítica (Fals Borda, O., 1986) donde el agua determina un estilo de vida, sino de un lugar donde el agua forma parte de la vida ordinaria y por ende de la producción de la memoria, de las formas en que la vida se narra en distintos lenguajes, muchos de ellos, semi-visibles. Aquí el agua rodea las casas, se filtra entre las tablas de los pisos y se extiende con la mirada. Todo se arroja al agua; los deshechos, los residuos, los sueños y hasta los recuerdos. Pero no por eso desaparecen. Por el contrario, se disuelven y permanecen transformados dentro de la sustancia. Es esta realidad y su relación con la idea de una memoria sensual (Seremetakis, N., 1996) la que me permite imaginar la banalidad del contacto con el agua como parte de un escenario de construcción de memoria. Por eso he querido agrupar estos fragmentos de narraciones, memorias, impresiones e imágenes sobre el agua en la vida diaria en Nueva Venecia con el fin de sacudir, dentro lo posible, la mirada ausente hacia los cuerpos o sus partes que cayeron a las aguas y con lentitud se deshicieron junto con residuos de madera, peces, hojas y otros elementos orgánicos bajo la sombra de los árboles. Quiero utilizar formas narrativas que si bien están basadas en la realidad, trabajan también por medio de la evocación4, para poder enfrentar condiciones como la presencia de la ausencia, para narrar formas de memoria que surgen en la banalidad de la vida después del terror, cuando lo que en apariencia se ha deshecho y diluido en tiempo y sustancia reclama su espacio en la imaginación y la realidad se rehúsa al olvido.


1

En la noche del 22 de noviembre de 2000, el recorrido que marcaría para siempre la vida de los habitantes del pueblo de Nueva Venecia en la Ciénaga Grande se inició en las orillas de la vía que de Santa Marta conduce a Barranquilla. En el punto donde la carretera deja de ser pavimento para convertirse en una telaraña de canales y mangles, comenzó una pesadilla que atravesó despacio las aguas calmas de la ciénaga, los silencios de la noche y la penumbra del pantano.

Después de haber asesinado a varios hombres de la primera canoa interceptada, los paramilitares obligaron al conductor de una de ellas a llevarlos por la maraña de caños hacia Nueva Venecia. Lista en mano clamaban ir en búsqueda de "colaboradores". Mientras tanto, en las aguas del pueblo resonaban los vallenatos que en la noche se escuchan desde los picós y los primeros tiros fueron confundidos con aquellos que algún borracho solía disparar en la euforia de las parrandas que comenzaban para las largas celebraciones del fin de año.

Las lanchas llenas de hombres en camuflado y armados hasta los dientes, drogados dicen algunos, se repartieron por las diferentes partes del agua profunda en el pueblo. Enardecidos por un odio incomprensible desataron su furia sin medida, porque, según ellos, los habitantes del pueblo los querían engañar al no entregarles a los cuatro cuatreros y presuntamente colaboradores del ELN que buscaban. Al llegar a algunas casas los hombres golpeaban, gritaban, entraban a patadas, tumbando, tomando, preguntando siempre por los guerrilleros, "¡que dónde están!, ¡que sáquenlos!", y mientras la ira crecía también los disparos y las torturas. Al escuchar los repetidos disparos, y una vez que de casa en casa ya se pasaba el rumor de que los paramilitares se habían metido, algunas personas saltaron en silencio desde las trojas para esconderse bajo los pisos de las casas, entre el agua y la mierda, mientras veían los fogonazos de luz de las ametralladoras y escuchaban el eco de uno que otro cuerpo arrojado al agua.

Entre tiros y gemidos aumentaba el pánico. Luego, los motores de las canoas rompían el silencio, formaban una secuencia entre oleajes y nuevas tandas de ráfaga. Así, quienes en silencio se escondían entre sus casas los oyeron dirigirse hacia la iglesia, donde tres canoas llevaban y arrastraban a aquellos ya sentenciados a muerte. Una vez allí rompieron el candado de la iglesia y separaron a los hombres en dos grupos. A unos los condujeron al interior del recinto. Pero a los que dejaron afuera los obligaron a tenderse boca abajo sobre el barro, alineados, y quienes viven —o vivían— cerca de la iglesia sintieron una serie de tiros certeros repetidos, más o menos, 14 veces. Después hubo un silencio corto, seguido por el sonido de los motores que finalmente dejó, hacia las 5:00 a.m., una estela de muerte y una mezcla de sangre que se asentó entre el barro que forma el patio de la iglesia. Lo último que se escuchó fue una voz diciendo: "¡Aquí les dejamos sus aguinaldos, hijueputas!"

Dicen que tres días después, cuando los militares por fin llegaron al pueblo tuvieron que lavar los residuos de materia humana, los pedazos que yacían esparcidos por el patio de arena. Así, fragmentos de los cuerpos de los inocentes asesinados se mezclaron con los residuos de la pólvora mientras se diluían entre el agua de la ciénaga.

Después de la masacre la gente huyó. Los que tuvieron el valor montaron el cuerpo de su compañero o padre en una canoa junto con una mochila pequeña y lo que pudieron agarrar, porque el dolor y el miedo no dejaron tiempo para mirar hacia atrás. Algunos se llevaron hasta las tablas de las casas. Pero unos meses después, aunque para muchos fueron más bien años, comenzaron a retornar en canoas. Traían de nuevo colchones, abanicos, de pronto una licuadora o una nevera nueva y uno que otro parlante, todos amontonados entre los recuerdos. Lentamente volvieron para colocar sobre los troncos de mangle un piso escuálido donde rehacer sus casas mientras el calor golpeaba y hiervía sobre el agua y sus historias.

Desde el mismo día de la masacre las personas han reocupado este espacio y han continuado con sus jornadas entre recuerdos, ocurrencias y nuevos sueños. Pero sobre todo, han continuado su vida sobre y, entre estas aguas, ocupado un espacio ya doblemente ocupado donde se acumulan los residuos del terror, donde entre la sustancia se forma una historia que se rehúsa al cierre.







2

Algunos de los cuerpos fueron desmembrados, me dijo Chepe5 mientras miraba una tabla vieja de la troja. La casa donde conversábamos, o mejor el cuarto, había sido una tienda cuyo dueño fue sentenciado a muerte por haber, según rumores, negociado motores y mercancías con los guerrilleros. Otros, de una forma más discreta, comentaban alguna vez que se rumoraba que por aquí habían pasado los secuestrados de la Ciénaga del Torno y la masacre fue en retaliación a ese evento (Romero, M., 2001). Pero más que el dato en sí del por qué, Chepe miraba la tabla vieja recordando la historia del hombre que yació allí mismo y cuyo cuerpo fue violentado después de muerto, para ser finalmente pateado al agua.

En ocasiones otros hablaron de manos, brazos y hasta testículos que fueron cercenados en los caños que conducen hacia el interior de la ciénaga. Entre el silencio que quedó después de la masacre, los ecos de estos sonidos, de estos gritos y lamentos parecieran haberse enredado en el mangle. Sentados en el borde de una canoa y viendo caer la tarde, el sobrino de doña Nora, uno de los pescadores que se adentra varias noches en la profundidad de la ciénaga donde la pesca es mejor, me contó de una rama que es recordada porque, según algunos, de allí colgó una vez un hombre, la piel de sus antebrazos lentamente cortada en cuadraditos, "como chicharrón".

    —Sí —me dijo —es que aquí, en el silencio de la ciénaga y en la quietud de estas aguas a muchos los torturaron porque uno o el otro dijo que este o tal cual era colaborador del ELN. Y entonces, cuando estaban afuera, los interceptaban, los interrogaban y finalmente los jodían. Esos caños eran excelentes para la pesca, pero ¿quién se mete por allá hoy en día? Lo único que se escucha por allá son lamentos que sólo quienes sí tienen el valor de adentrarse escuchan en las noches, mientras el viento sacude los pedazos de cruces que algunos han dejado sobre estas ramas. Pero, ¿para que quiere ir a ver eso, cachaco? Un pedazo e´palo podrido sobre el mangle que pronto se caerá al agua. No vale la pena, mano, no vale la pena el riesgo".

La historia de quienes desaparecieron, de los muchos pescadores que fueron asesinados con violencia durante el tiempo que los paramilitares a manos de Jorge 40 controlaron los poblados de la Ciénaga Grande y el interior del margen oriental del río Magdalena, se ha acumulado en estas aguas como un secreto a voces que se ha contado muchas veces sólo para ser callado de nuevo, adormecido quizás, hasta que el viento y alguna que otra voz hagan resonar sus ecos. Con el paso del tiempo, la sal que entra cuando la marea baja y el agua dulce del río de la creciente se han juntado con el plomo, los viejos mangles y los pedazos de madera, con la mierda y las bolsas plásticas, las latas y botellas, con los pedazos de pescado y todos los pequeños residuos orgánicos de la vida diaria que junto a una bala perdida y otra siniestramente dirigida se disuelven y caen hacia el fondo del pantano.6

Estas aguas son tan parte de lo que queda después del terror como cualquier otra cosa que forma parte de la vida de las personas, una vez el evento se ha diluido en el tiempo y la gente reocupa el espacio de la devastación. Las aguas parecen llevar consigo el peso de momentos pasados y reflejan una aparente ausencia que fluye con suavidad por la ciénaga.






En una visita al cementerio de Sitio Nuevo, mientras visitábamos la tumba de su hermano asesinado en la masacre, Angy me dijo:

    Por lo general se les visita una vez al año, usualmente en el día de los muertos, porque cada vez que se viene a Sitio Nuevo se hace o bien de paso para Barranquilla a visitar algún familiar o para comprar algo de mucha necesidad y el tiempo y la plata no alcanzan para visitar a los muertos, llevarles flores, desyerbar la tumba y pasar un rato con ellos como lo merecen.

Luego, como quien no quiere la cosa, enfatizó: "La gente quiere construir un hueco y meter ahí los recuerdos de ese día y luego taparlo para siempre. Pero no se puede". Por eso son tal vez los instantes más fluidos, los que se mecen en las olas del diario vivir sobre el agua infestada de detrito orgánico y de recuerdos, cuando la memoria logra sacudir el yugo de la quietud. Son momentos como los que mencionaba Sandra, una joven viuda cuyo marido fue asesinado seis años después de la masacre por denunciar los secretos públicos de sus causas, quien me decía que más que en el cementerio, la memoria le jugaba pasadas en ciertos instantes donde vencida por el cansancio y adormecida por el ronroneo del motor de la canoa, veía a su marido sentado en una troja, esperándola, su reflejo en el agua, tan claro como el día. Lo veía por unos segundos, hasta que luego se desvanecía sobre el movimiento de las olas.


3

En Nueva Venecia, el agua cubre y descubre. Durante unos meses el mar entra hacia la ciénaga y deja el ambiente salado y los ojos ardiendo. La marea baja y la vida se seca. Luego, cuando llegan las lluvias, ríos como el Magdalena vierten sus excesos hacia la ciénaga. Los niveles suben, los pisos se humedecen y las islas se pierden. Entre este vaivén lo que ha sido marcado en la arena se convierte en barro y las aguas en su retroceso hacen desaparecer las formas y los objetos que una pisada o un cuerpo dejaron sobre la tierra. Pero el flujo del agua, más que borrar u olvidar, puede asimismo volver a traer, a descubrir lo que ha sido tapado, desatar los recuerdos que se esconden en los olores, las formas y los trazos del tiempo.7

Llegado el mes de agosto las aguas subieron y el patio de la iglesia se hizo invisible. Por un instante la imagen que siempre me había acompañado, la que se había aferrado a mí desde que vi este lugar por primera vez, pareció ausente.

La iglesia del pueblo es quizás el lugar más emblemático de la masacre. Fue la imagen que se difundió en la prensa, la de los cuerpos alineados bajo la sombra de la iglesia. Era esa la que veía diluida en los diferentes momentos cuando la gente pasaba su vida normal sobre este espacio. Al principio pensaba en lo que significaría para ellos jugar y caminar por ahí. Pero con el pasar de los días comencé a ver la iglesia en medio del agua como un escenario más para juegos y risas. Pero también es el lugar de residencia de fantasmas que en ocasiones sacuden la arena, salpican el barro y pisan con fuerza las tablas sueltas del puente con sus botas de combate.

Después de la masacre, en especial las mujeres no quisieron pisar este lugar. Para muchas de ellas, hoy evangélicas, este sitio está asociado a la muerte, al castigo divino y a la idolatría de la iglesia católica. Pero aun antes de la masacre la iglesia permanecía cerrada la mayoría del año, porque el cura que venía desde tierra firme sólo lo hacía en contadas ocasiones para hacer una maratón de bautizos y matrimonios. Entre visita y visita del cura, los despojos de los pájaros, el polvo y la humedad se asentaban sobre las estatuas de la iglesia marcando el paso del tiempo. Después de la masacre el cura no volvió. Las paredes de la iglesia se descascararon bajo el sol, a los santos se les cayó la corona y la estatua del arcángel San Gabriel perdió una de sus alas. Los colores de la iglesia se desvanecieron y los vidrios se quebraron ante las muy esporádicas visitas. Sin embargo, el cuerpo de la iglesia, más como un cadáver en descomposición, permanecía como un testigo de un momento trágico.

Con el pasar de los años la gente comenzó a retornar a la iglesia, el patio volvió a servir como cancha de fútbol y escenario para el reinado escolar. La gente pisó otra vez el mismo lugar marcado por los cuerpos y sus residuos, algunas veces pensando en la imagen y otras no. No obstante, para algunos este lugar es algo mucho más presente. Don Hernán, quien fue forzado por los paramilitares a permanecer dentro de una de las canoas mientras asesinaban a los hombres alineados en este patio, me dijo que la primera vez que había vuelto a pisar este barro fue tan solo unas semanas antes de nuestra charla, cuando decidió por fin atender de nuevo una de las reuniones que se llevan a cabo en el salón de la escuela. —Volver a ese lugar— dijo —me produjo escalofríos por todo el cuerpo. La mente se me paralizó en el momento que sentí el frío del barro en ese lugar. ¡Uuuuy!, eso me pasó como un corrientazo por todo el espinazo.

Algo parecido a lo que debió sentir don Hernán ese día se vivió de manera colectiva unas semanas después. Era una mañana como cualquier otra cuando las voces de angustia empezaron a recorrer el pueblo. "¡Lo encontraron!", gritaba la gente que pasaba por el frente de la casa. Hablaban del cadáver de un hombre asesinado tres días antes en una noche de parranda de Viernes Santo. El hombre había sido arrojado en un mangle cercano para que el barro, los gallinazos y el agua se llevaran su existencia.

Ya en estado de putrefacción, colorido e hinchado, el cadáver fue conducido al centro del pueblo y por orden policial dejado en la plaza de la iglesia para realizar el levantamiento oficial. El olor parecía filtrarse por todos lados mientras la gente se cubría el rostro para prevenir el contagio con el hedor de la muerte. Esta materia orgánica en descomposición que emanaba del cadáver se disolvía en el aire y en el agua que rodea la iglesia y todo lo demás en este lugar.

Cuando el cuerpo del hombre asesinado en una pelea de borrachos fue condenado por orden policial a permanecer en el patio de la iglesia para realizar el levantamiento antes de llevarlo al cementerio de Barranquilla, mientras los olores penetraban los cuerpos y las mentes, entre expresiones de angustia, rabia y llanto la gente repetía una y otra vez, "¡no, otra vez no!", "¡no, otra vez!". Esa mañana la fetidez de la descomposición se filtró sin pedir permiso entre quienes asistieron al levantamiento, rompiendo los límites del paso del tiempo para recrear un escenario de una memoria adormecida, más no ausente.






4

    Aunque la noche le impedía ver a los muertos que arrastraba la corriente, Sayonara los sintió pasar, inofensivos en su tránsito lento y blanco. Bajaban de uno en uno, abrazados en pareja o a veces en ronda, tomados de la mano, transformados en esponja, materia porosa que flotaba apacible, pálida, por fin impregnada de luna después de haber derramado en la orilla, hace ya tanto tiempo, todo el desasosiego y el dolor de la sangre. Sayonara, la niña de los adioses, metió los pies entre el agua para estar cerca de ellos y contuvo el pánico cuando a su paso le rozaron los tobillos, se le enredaron en las piernas con la viscosidad de algas y le enviaron mensajes en su peculiar lenguaje, que era gorgoteo de sustancia orgánica deshaciéndose en sombras. Más tarde, cuando se ocultó la luna y el cielo se nació de estrellas, no quiso apartarse del río ni sacar los pies del agua porque tuvo la seguridad de que la romería silenciosa arrastraba también a sus seres amados, su madre ardida, la dulce Claire, su idolatrado hermano, que corrían Magdalena abajo purificados por fin y convertidos en recuerdos mansos, después de tantos años de sufrir y hacerla sufrir, acechándola como espantos.
    "Por eso no se dejan enterrar", comprendió por fin Sayonara. Por eso buscan el río, porque bajo tierra, solos y quietos, se mueren, mientras que en la corriente viajan, pueden mirar a sus anchas y visitar a los vivos... (Restrepo, L., 1999, p. 363).

Al ser arrojado al agua, el cuerpo humano en su expresión más biológica entra en contacto con el elemento como masa orgánica en descomposición. Los restos orgánicos en su fase de descomposición y fermentación se deshacen, fragmentan el cuerpo y facilitan la intangibilidad de las vidas que fueron terminadas con violencia. El proceso de degradación natural, el rompimiento de sustancias quiso ser así incorporado a la lógica paramilitar para su propio beneficio y moldear de la historia.

Pero, pensar la muerte y sus procesos orgánicos como parte de redes sociales ofrece la posibilidad de entender la producción de la memoria desde la interacción entre elementos humanos y no humanos a partir de las relaciones simbióticas, de afecto y reproducción entre estos (Haraway, D., 2004; Raffles, H., 2002). La muerte en sí no es un fin, por el contrario, puede pensarse como un espacio de regeneración, de cambio y continuación (Bataille G., 1993).8 Biológicamente, la muerte de un organismo es parte de un proceso de transformaciones por medio de la degradación de las sustancias; los elementos orgánicos no sólo desaparecen, sino que forman parte de un proceso físico donde la mayoría de los materiales de los organismos se vuelven invisibles al ojo humano. Estos elementos están presentes en una combinación de finas partículas orgánicas que son utilizadas por otros organismos como nutrientes. Este proceso es conocido como detrito. El organismo como tal no desaparece, se transforma y se mantiene, fusionado y utilizado por otros organismos en su propia continuación. Este detrito, pensado como elemento vivo en las sustancias que son utilizadas para la producción del olvido, se puede concebir como una forma material que nos remite al proceso mismo de la formación de la historia y a sus posibilidades para la creación de espacios de memoria.

De esta manera, pensar en la descomposición orgánica y sus procesos de fermentación, de transformaciones lentas que impregnan las sustancias, nos permite acercarnos a ese espacio liminal que por lo general asociamos con el fin de la vida, y en este caso, con el olvido. Como concepto teórico, la fermentación ha sido utilizada para pensar el proceso de la creación de la historia. N. Seremetakis, en un análisis sobre la sensualidad y la memoria, al hablar sobre la importancia para la historia de las sensaciones que se experimentan por medio del cuerpo al entrar en contacto con elementos naturales que culturalmente generan sensaciones, dice: "¿Qué es la fermentación, si no historia? Una forma de maduración que ocurre por medio de la articulación de tiempo y sustancia" (1996). En este sentido, el proceso de la descomposición en su materialidad orgánica puede ser abordado desde su articulación con la vida social de la violencia y la memoria. Pensar en el deterioro del cuerpo humano, no como momento de terminación, sino como proceso de fragmentación orgánica y prolongación por medio de la articulación con sustancias como el agua, nos permite imaginar una manera de continuación que se da, como dice N. Seremetakis, como forma de maduración por medio de tiempo y sustancia. Al pensar en la inscripción orgánica de cosas y sentimientos, en la manera en que las sustancias se impregnan de vidas en deterioro, se crean espacios que permiten la posibilidad de una memoria sensual. Una forma de memoria que se da por medio de los sentidos, cuando el cuerpo entra en contacto con sustancias que pueden generar imágenes y sensaciones de tiempos pasados. Estos son momentos de contacto orgánico y sensorial, aquellos que, como W. Benjamin (1999) recuerda por medio de la memoria involuntaria de M. Proust, interrumpen la linealidad del tiempo moderno y abren espacios para extender los límites de la memoria.

Estos fragmentos de historias y momentos donde el agua esta asociada al acto de recordar qué sucede en un lugar como Nueva Venecia, permiten una mirada alternativa al agua infestada de cadáveres en descomposición dentro del contexto del terror y sus residuos. Estos pasajes y momentos donde el agua forma parte de instantes banales y hasta fugaces recuerdan el movimiento errático de la memoria. En vez de ver el movimiento de las aguas de manera progresiva, como un elemento que sólo se lleva las cosas, y la descomposición como una forma de desaparición, esta relación se puede pensar como una forma de narración tanto metafórica como material, donde la inscripción de residuos en otras sustancias facilita el acto de recordar. El agua como parte del diario vivir, pero sobre todo como sustancia impregnada de residuos materiales e inmateriales, de residuos "reales" e "imaginarios" tiene su decir en la forma en que la historia se forma y se vive, sobre todo en lugares donde el terror se ha diluido en esta sustancia. En lugares donde la cotidianidad se vive en estrecha relación con sustancias impregnadas, la memoria se construye y se vive de manera sensual. La memoria se ejerce en actos íntimos que pueden, como en este caso, estar asociados al movimiento del agua. Esto permite replantear la asociación del agua con la idea de la desaparición y, por el contrario, puede interrumpir, si no reversar, la lógica del olvido por una de memoria. El agua se pasea así por los espacios de la devastación enredándose en la piel, como un cosquilleo de recuerdos que sacuden la presencia de la ausencia.

Muchas veces pregunté por el evento en sí, y en casi todas estas ocasiones la mirada de aquellos que lo vivieron se perdía en la inmensidad del horizonte, sobre el agua y bajo el calor sofocante. Era como si vieran algo que, sin duda, jamás podría ver. Muchas veces quise voltear mi propia mirada hacia estos lugares donde los fantasmas de la masacre parecen pasearse por la quietud del día a día, silenciosos y sin hacer escándalo. Ver en estas aguas los residuos del momento de terror es quizás un ejercicio de la imaginación. Pero es una tarea que implica la susceptibilidad a aquello que los relatos, los momentos y eventos de formas de memoria no convencionales dicen sobre la vida en el después del horror. Para personas como doña Nora, Angy o don Hernán, estas aguas no son más que parte de su vida viaria, su escenario cotidiano, donde el gorgoteo del agua se extiende ordinariamente por entre cosas tan banales como el simple paso del tiempo en la ciénaga. Pero asimismo, hay momentos cuando el agua saturada de historia sacude algo en su interior y genera una forma de memoria sensual que se rehúsa al olvido. En este sentido, los muertos se disuelven en el agua, no para ser olvidados como lo quisiera la lógica paramilitar, sino por el contrario para recorrer y vivir por medio de la sustancia.




Notas

1 "Cementerios de agua y piedra". (2007). Revista Semana. Diciembre.

2 Desde la teoría literaria y crítica, el río como tal se ha entendido como un espacio para historias perdidas en el contexto colombiano y, hasta cierto grado, como un lugar para la reflexión de la pérdida, como un escenario de duelo nostálgico. De esta manera, el río se produce como una figura de constante flujo, asociada con la imposibilidad de crear memoria. No obstante, el río también tiene una historia como espacio para la consciencia y la autorreflexión, como espejo donde el sujeto se objetiviza. El río entonces es un espacio dual para la destrucción pero también la construcción de subjetividades (Ospina, M., 2009).

3 Ver por ejemplo la obra de G. Posada, Magdalenas por el Cauca (Cortés Severino, C., 2009).

4 Aquí entiendo la fotografía como un medio que permite utilizar sus propios límites para evocar, para hablar de lo ausente sin tener que dejar de lado la intención política de la tarea de contar y reflexionar sobre historias de personas y situaciones reales (Edwards, E., 1997; Hammond, J., 2004; Klima, A., 2002; MacDougall, D., 2006).

5 Todos los nombres han sido cambiados.

6 Por falta de espacio no me refiero a los años de historia que nutren esta acumulación, pero es importante anotar que imaginarios de un exotismo tropical, nostalgia, deseos como la cacería, años de abandono estatal, la producción del pantano como manto para los secretos, degradación ambiental, el movimiento de bienes legales e ilegales, corrupción, etc., forman parte de esta historia, y se juntan en la masacre que ocurrió en noviembre de 2000.

7 Para una discusión y análisis de la idea de las sustancias y olores en la formación de la historia, ver M. Taussig (2004).

8 Espacios liminales como estos donde lo biológico y lo humano se confunden en el escenario de la muerte, generan posibilidades para repensar la vida misma. Pero esta no es una visión mesiánica de la idea de lo que viene después de la muerte sino una aproximación a su materialidad, donde el cuerpo mismo nos ayuda a cuestionar los límites de la humanidad y la inhumanidad (Bataille, G., 1993; Uribe, M. V., 2004).



REFERENCIAS

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