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Revista Colombiana de Antropología

versión impresa ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.48 no.2 Bogotá jul./dic. 2012

 

LA FE ES POR EL OÍDO: ORALIDAD, MEMORISMO Y CATECISMO EN COLOMBIA A COMIENZOS DEL SIGLO XX

FAITH COMES FROM HEARING: ORALITY, ROTE LEARNING AND CATECHISM IN COLOMBIA AT THE BEGINNING OF THE TWENTIETH CENTURY

 

CÉSAR DAVID SALAZAR JIMÉNEZ
SOCIÓLOGO DE LA UNIVERSIDAD DE CALDAS, INVESTIGADOR INDEPENDIENTE
cesar.salazar@colombia.com

Recibido: 30 de enero de 2012 Aceptado: 19 de junio de 2012


Resumen

La oralidad y la memorización colectiva, como herramientas para la transmisión de la doctrina por parte de la Iglesia católica, de la Contrarreforma al Concilio Vaticano II, y su permanente resistencia a los cambios en los métodos de aprendizaje y enseñanza, dan cuenta de las dificultades que enfrentaron las jerarquías eclesiásticas en su lucha por mantener los privilegios de la Iglesia y refrendar su autoridad en un mundo secularizado. Este documento examina cómo el Episcopado Colombiano trató de afrontar estos problemas, buscando cumplir las exigencias de una instrucción religiosa efectiva en un contexto de relativa secularización, incipiente industrialización y un inusitado crecimiento demográfico en las principales ciudades del país, a comienzos del siglo XX.

Palabras clave: sociología de la religión, catecismo, Episcopado Colombiano.


Abstract

Orality and collective memorization as tools for the transmission of the doctrine used by the Catholic Church, from the Counter-Reformation to the Second Vatican Council, and its permanent resistance to the changes in the methods of teaching and learning, point out at the difficulties that the ecclesiastical hierarchies had to face in their fight for maintaining the privileges of the Church, and confirming its authority in a secularized world. This document examines how the Colombian Episcopacy tried to face these problems, seeking to fulfill the exigencies of an effective religious instruction in a context of a relative secularization and an incipient industrialization, linked to an unprecedented demographic growth in the main cities of the country, at the beginning of the twentieth century.

Keywords: sociology of religion, catechism, Colombian Episcopacy.


INTRODUCCIÓN1

La fe es por el oído, y el oído por la palabra de Cristo

San Pablo, Epístola a los Romanos 10:17

Reunida en conferencia episcopal, en 1913, la plenaria de los obispos colombianos hacía un llamado a los párrocos y padres de familia de su grey para que le prestaran mayor atención a la enseñanza del catecismo cristiano en los hogares, escuelas y parroquias de todo el país. El propósito del Episcopado era cumplir con las disposiciones de la encíclica Acerbo nimis, promulgada el 15 de abril de 1905 por el papa Pío X, en la cual se insistía en la importancia capital del catecismo para la formación religiosa de la infancia y la juventud, y para la preservación misma de la religión y de la Iglesia católica, apostólica y romana. La insistencia del papa dio frutos importantes en la manera en que las jerarquías eclesiásticas de cada país, especialmente en Europa y América, buscaron solucionar el problema de la progresiva secularización de la vida cotidiana, siempre en función de preservar los intereses y privilegios que aún detentaba la Iglesia en connivencia con los poderes civiles. Dicha estrategia se articulaba al conjunto de acciones diseñadas por el Vaticano y las iglesias nacionales a comienzos del siglo XX, encaminadas a mantener la preeminencia del catolicismo en la vida de aquellas naciones que, poco a poco, seguían la ruta de la industrialización de sus mercados y, con ello, del crecimiento irrefrenable de sus ciudades -cuya población se componía cada vez más de individuos y familias pertenecientes a la burguesía, la clase obrera y las clases medias compuestas por comerciantes, artesanos, funcionarios y profesionales-. A este conjunto de estrategias se lo conoció como acción social católica, y su derrotero fue trazado por el predecesor de Pío X en el Vaticano, el papa León XIII, en la encíclica Rerum novarum, de 1891 (Londoño y Saldarriaga 1994, 13-17). No obstante, solo hacia las primeras décadas de la centuria siguiente empezaría la Conferencia Episcopal Colombiana a prestarles atención a estas reflexiones, y entonces declararía que uno de los medios principales para la preservación de la Iglesia en el país sería "la instrucción y educación cristiana que se dará a los obreros y a sus hijos, procurándoles el aprendizaje y perfeccionamiento en las artes u oficios y educándolos simultáneamente por medio de instrucciones o conferencias morales y religiosas" (Episcopado Colombiano 1956, 54).

Así, pues, el reto que ahora se le imponía al Episcopado Colombiano era considerable, a saber: ¿cómo mantener en las ciudades del país -todavía pequeñas, cierto, pero con una clara tendencia al crecimiento en proporción directa con el lento pero innegable aumento de una incipiente industria nacional- la supremacía cultural que, de hecho, detentaba el catolicismo en el campo, entre las familias de las zonas rurales, y hasta en las actividades menos significativas de la vida diaria? Paradójicamente, la solución que buscó darle la institución eclesiástica a este problema consistió en sentar las bases de un estilo de vida urbano que se asemejara, hasta donde fuese posible, al de las parroquias de las provincias; es decir que, a los ojos de los obispos, las ciudades del país debían moverse en sintonía con el ritmo de vida rural, parroquial, que con tanto esmero había modelado la Iglesia durante más de tres siglos. Las ciudades se pensaban como un conglomerado de parroquias, que por sí solas eran estructuralmente idénticas a las de los pueblos y las veredas del campo, con lo cual no terminaba de reconocerse a sus pobladores como miembros de clases sociales esencialmente distintas. En este sentido, la forma en que la jerarquía eclesiástica trazó un derrotero para la acción social católica en el país fue aumentando las presiones sobre los curas párrocos en términos de una vigilancia permanente de las costumbres religiosas de su grey, aun cuando estos mismos no sabían muy bien cómo ejercer la dirección pastoral en un contexto a medio camino entre lo rural y lo urbano, como era el de las ciudades colombianas a comienzos del siglo XX. La intención del Episcopado era, sobre todo, unificar los contenidos de la enseñanza religiosa en el territorio nacional, antes que comenzar a hacer distinciones entre el campo y la ciudad, entre campesinos y obreros, y entre latifundistas y empresarios. Con ello, la Iglesia se aseguró de mantener el statu quo en el campo y en la vida provinciana del país, pero no pudo cortar el paso imperceptible de la secularización en las ciudades; y, con todo, la modernidad comenzó a hacer presencia tímidamente en el ámbito de lo urbano.

En este contexto, el papel que jugó el Catecismo de la doctrina cristiana del padre Gaspar Astete fue fundamental, especialmente la edición revisada y corregida por monseñor Manuel José Mosquera en 1841, nuevamente revisada y aprobada por monseñor Bernardo Herrera en 1896, ya que, siendo esta, como lo fue, "texto obligatorio en nuestras Diócesis para la enseñanza primaria" (Episcopado Colombiano 1956, 115), contribuyó en gran medida a exacerbar el carácter contradictorio de la enseñanza religiosa en el país, en el marco de lo que se denominó la acción social católica -tal como la entendió y asumió, por lo menos, el Episcopado nacional-. Vale la pena, entonces, hacer un breve recuento de los desplazamientos globales y locales que permitieron que este texto fuera designado como el único obligatorio de la Iglesia en Colombia, para después abocarnos a un análisis de sus contenidos y del alcance real que estos tuvieron en el país, especialmente durante las primeras tres décadas del siglo XX.

I

La encíclica Acerbo nimis, antes mencionada, recoge las consideraciones de un documento previo escrito por el papa Benedicto XIV en 1742: la encíclica Etsi minime, según la cual, en palabras de León X, "dos obligaciones impone principalmente el Concilio de Trento a los pastores de almas: una, que todos los días de fiesta hablen al pueblo acerca de las cosas divinas; otra, que enseñen a los niños y a los ignorantes los elementos de la ley divina y de la fe. Con razón dispone este sapientísimo Pontífice el doble ministerio, a saber: la predicación, que habitualmente se llama explicación del Evangelio, y la enseñanza de la doctrina cristiana" (Acerbo nimis, IV). En este sentido, el proceso de la reforma católica del Renacimiento, conocido comúnmente como Contrarreforma, cuya síntesis fue la celebración del Concilio Ecuménico de Trento entre 1545 y 1563 (Küng 2001, 149- 184), constituye, sin duda, el principal referente para explicar el inusitado fortalecimiento que, a partir del siglo XVI, tendrían en Europa y las colonias europeas los discursos catequéticos de la Iglesia católica, particularmente los textos de catecismo redactados por teólogos y miembros de las órdenes religiosas -si bien la historia de estos textos se remonta a los primeros siglos del cristianismo-. Como lo señala Bernabé Bartolomé Martínez, el humanismo renacentista, en tantas ocasiones visto por la Iglesia como elemento de herejía, comenzó a promulgar la idea de que, "de alguna manera, tal vez en pequeñas síntesis, los niños, desde una temprana edad, habían de conocer el mensaje religioso, las doctrinas básicas para poder ser salvados, ya que la ignorancia de la fe sería causa de pecado teológico o moral y origen de desviaciones" (1997, 400). De esta opinión fueron algunos de los más notables religiosos y moralistas católicos, así como los principales reformadores del Renacimiento, como Erasmo y Lutero (quien preparó un catecismo mayor para los cultos, y otro menor para los niños). En respuesta, el Concilio de Trento mandó a los obispos a enseñar con esmero "a los niños, por las personas a quienes pertenezca, en todas las parroquias, por lo menos los domingos, y otros días de fiesta, los rudimentos de la fe, ó catecismo, y la obediencia que deben a Dios, y a sus padres; y si fuese necesario obligarán aun con censuras eclesiásticas a enseñarles; sin que obsten privilegios, ni costumbres" (Sacrosanto y Ecuménico Concilio de Trento 1564/1785, XXIV c. IV, 404). Claramente, los altos jerarcas de la Iglesia comenzaban a informarse de las principales innovaciones de la Reforma protestante y de las principales razones que a favor de ellas se esgrimían, para luego incorporarlas a su propia visión dogmática del cristianismo y la autoridad eclesiástica. Como bien lo indica Dominique Julia, "frente a las reformas que establecían la Sagrada Escritura como única regla de fe (sola Scriptura), el Concilio de Trento reafirmó la importancia, junto a la Biblia, de la Tradición, transmisión oral del depósito de la fe" (1997, 369).

Así, por ejemplo, si bien en un principio, y hasta bien entrado el siglo XVIII, el Vaticano prohibió las traducciones de las Escrituras a las lenguas vernáculas para uso del laicado -innovación capital del protestantismo-, no dejó, empero, de reconocer una necesidad profunda, por parte de un pueblo en su mayoría iletrado, de conocer un poco más a fondo los contenidos del Evangelio y los sacramentos que observaba con rigor, por lo que, desde un principio, la reforma tridentina se vio en la obligación de ordenar la elaboración de un catecismo, cuyo modelo lo aportó el papa Pío V en 15662, "el que cuidarán los Obispos se traduzca fielmente a lengua vulgar, y que todos los párrocos lo expliquen al pueblo; y además de esto, que en todos los días festivos, o solemnes, expongan en lengua vulgar, en la misa mayor, o mientras se celebran los divinos oficios, la divina Escritura, así como otras máximas saludables" (Sacrosanto y Ecuménico Concilio de Trento 1564/1785, XXIV, c. VII, 408). Así, la transmisión del dogma por medio del catecismo, que comenzó a tomar la forma cada vez más estructurada y rígida de un texto de enseñanza, fue el único documento que el Concilio toleró que fuera traducido a las lenguas vernáculas; trataba así de contrarrestar la popularización de las traducciones bíblicas que había introducido el protestantismo en buena parte del territorio europeo.

Por la época del Concilio, entonces, y en muy buena medida como efecto de este, solo en España aparecieron 82 catecismos de 54 autores distintos (Martínez 1997, 415), y pronto empezaron a formarse dos grandes grupos en este género, a saber: por una parte, los catecismos extensos, pequeñas sumas teológicas dirigidas especialmente a los párrocos para que acudieran a ellas como apoyo en la predicación del evangelio; y, por otra, los catecismos menores, cartillas y manuales destinados al aprendizaje de los niños y de los adultos con escasa formación religiosa, siendo los de Astete (1599) y Ripalda (1618) los más populares en el territorio de la corona española. Por su parte, fueron precisamente estos catecismos simplificados los que sirvieron de modelo para elaborar los textos empleados en América, donde la enseñanza religiosa estaba destinada primordialmente a territorios de misiones cuyos habitantes ni siquiera hablaban la lengua castellana. En el caso particular del Nuevo Reino de Granada, fue sin duda el texto del padre jesuita Gaspar Astete el que se usó con mayor frecuencia entre misioneros, párrocos y familias españolas, y fue el modelo directo para los catecismos de indios y referencia obligada para la formación religiosa de los niños criollos y españoles del Reino.

Ya hacia 1841 el arzobispo de Bogotá, Manuel José Mosquera, reconocía el uso del catecismo Astete "desde tiempos remotos en la Arquidiócesis" (Astete 1599/1935, 6, prólogo), y su promulgación como texto obligatorio en las escuelas primarias oficiales se anunciaba en el Decreto 544 del 14 de junio de 1888, "sobre enseñanzas y prácticas religiosas en los establecimientos de educación pública", que recogía las recomendaciones que al respecto hacía el arzobispo José Telésforo Paúl, en las que el catecismo Astete ocupaba un lugar primordial; de hecho, ya desde 1886, en su pastoral para la Cuaresma, insistía Mons. Telésforo en el uso perentorio de esta cartilla para la educación religiosa de los niños de la República, observación que, a su vez, refrendaría su sucesor Bernardo Herrera Restrepo en la pastoral para la Cuaresma de 1895, afirmando lo siguiente:

Es el catecismo un compendio que en cortas páginas expone con orden lógico y natural las relaciones que unen al hombre con Dios y con los prójimos, y los diferentes deberes que de aquellas se desprenden. Todos los libros de religión, de legislación y de moral no son más que el desarrollo y el comentario de aquel libro; es como el código universal de todos los tiempos y de todos los pueblos, y el análisis completo de los actos humanos comparados con las reglas que los rigen. (Episcopado Colombiano 1956, 113)

Por su parte, la misma Conferencia Episcopal mandaba, en 1913, que "el catecismo de Astete, revisado y corregido por el Ilustrísimo señor Mosquera, se adopte como texto obligatorio en nuestras Diócesis para la enseñanza primaria" (Episcopado Colombiano 1956, 115), y reiteró esta misma posición en 1916, 1924, 1927 y 1930; hasta que en 1936 el Episcopado reconoció las desventajas que traía el uso generalizado de un texto que, después de tres siglos, demostraba no poder responder a las exigencias de la pedagogía actual. La pastoral colectiva de la Conferencia Episcopal de ese año, dedicada exclusivamente al tema del catecismo y la enseñanza religiosa, expresaba el problema en los siguientes términos:

No podemos desconocer el movimiento catequístico de casi todas las parroquias de nuestras diócesis. Al meditar, sin embargo, en la indiferencia religiosa y aun completa quiebra de las prácticas piadosas en personas mayores, que estudiaron la doctrina cristiana en escuelas y catecismos parroquiales, hemos tratado de averiguar las causas; y entre otras mencionaremos dos: la carencia de verdadera educación catequística y la incomprensión de la doctrina por falta de clara explicación y de métodos pedagógicos adecuados. (Episcopado Colombiano 1956, 411)

Por lo que finalmente, en abril de 1940, una junta especial integrada por sacerdotes y religiosos fue designada por la Conferencia Episcopal para "revisar, perfeccionar y adaptar a las exigencias y circunstancias actuales el Catecismo del Padre Astete" (Astete 1599/1940, 3), según afirma el sucesor de Herrera en la Arquidiócesis de Bogotá, Mons. Ismael Perdomo. Esta edición, que eliminaba los pasajes más oscuros del catecismo tradicional y lo renovaba en su lenguaje, rigió como texto único de enseñanza religiosa en las escuelas primarias del país hasta bien entrado el tercer cuarto del siglo XX.

II

Con todo, podemos observar que fue precisamente la edición de 1841 del catecismo Astete la que mayor influencia tuvo en la formación moral y religiosa de los colombianos -esto es, de la pequeña fracción de la población que asistió a las escuelas públicas y privadas del país, así como de los cientos de miles de niños, niñas y jóvenes que fueron instruidos en materia religiosa en sus parroquias y hogares- durante las tres primeras décadas del siglo XX, periodo signado por la descollante figura de Mons. Bernardo Herrera a la cabeza del Episcopado, al que logró cohesionar como nunca antes en la historia de la República, y por una limitada y siempre frágil paz política determinada por un grado relativamente alto de centralización, consecuencia del proceso político colombiano conocido como la Regeneración. Por ello mismo deberemos examinar un poco más a fondo el contenido de esta cartilla, y tratar de reconstruir los ideales de hombre virtuoso y niño educado que se desprenden de ella, entendiendo que su implementación real fue más bien exigua en las regiones más aisladas del país, y que las contradicciones que presentaba con respecto al crecimiento sostenido de las ciudades contribuyeron a minar notablemente su potencial como elemento de orden social, si bien con ello no queremos decir que el catecismo fuera del todo infecundo en este sentido, sino, por el contrario, que su verdadero poder se encontraba en un contexto provincial, pueblerino, que era el de la mayoría de los municipios colombianos de principios de siglo.

Empecemos, pues, por aclarar que los textos de catecismo, como casi todos los documentos que ayudaban a instituir el dogma católico, no se les entregaban directamente a los depositarios de sus contenidos, es decir, a los niños y jóvenes de las parroquias, para que los estudiaran y los comprendieran de manera individual, o por lo menos lo intentaran, sino que debían darse a conocer a través de los maestros -laicos o clérigos- y los padres de familia, mediante la lectura en voz alta y la memorización colectiva de los enunciados del texto que, ordenados en una rígida estructura de preguntas y respuestas, rechazaban todo tipo de alteración, por mínima que fuera, pues, como lo dice Mons. Mosquera, el catecismo contiene dentro de sí "dogmas expresos e inmutables, que se sostienen por la práctica de un culto obligatorio y de una moral que no tiene nada de arbitrario" (Astete 1599/1935, 10, prólogo). Es decir que, al igual que en el caso de la Biblia para los adultos, los niños solo podían acceder al catecismo por intermedio de la autoridad de un cura, o de cualquier otra persona designada para tal efecto según las directrices de la Iglesia, a quien se le exigía paciencia, constancia y expresa solicitud para garantizar la más perfecta memorización de las verdades dogmáticas consignadas en el texto. La enseñanza del catecismo debía ser, entonces, según la Iglesia, una práctica eminentemente colectiva y, con ello, fundamentalmente oral; de hecho, como bien señala Bernabé Martínez, "la etimología de catequizar (κατεχειν: resonar, instruir de viva voz. [...] 'hacer sonar en los oídos') nos advierte que se trata de una enseñanza oral por más que el punto de partida sea casi siempre un texto escrito" (1997, 405). En este sentido, los catecismos hacen parte de un grupo de textos de enseñanza esencialmente distintos a los libros escolares de la época moderna -de ciencias naturales o de aritmética, por ejemplo-, que involucran un nivel mínimo de lectura individual por parte de los educandos; estos textos, propios de tiempos más antiguos, permanecieron, empero, por mucho más tiempo en el contexto de la escolaridad occidental, de tal manera que, como lo explica la investigadora colombiana Alba Patricia Cardona, siguiendo la lectura de Dominique Julia, todavía a finales del siglo XIX la Iglesia "siguió con una catequesis puramente oral, en la que solamente los maestros (catequistas) y los clérigos poseían el texto; la importancia de la comprensión se veía desplazada por la efectividad de la memorización que garantizaba la fidelidad de la verdad impartida, según el orden, la forma y el contenido del enunciado, considerado como unidad cerrada, como verdad insondable" (Cardona 2007, 66).

En este orden de ideas, al ser el catecismo un método de enseñanza profundamente autoritario, heredado de las formas premodernas de la escolaridad, apenas si se vio rozado por otros discursos más avanzados en materia pedagógica, como los de Pestalozzi, Fröbel y Montessori, que intentaron implementar en Colombia ciertos grupos de ilustrados3 de finales del XIX y principios del XX, pero que resultaron incompatibles con aquel, puesto que el tipo de aprendizaje al que apuntaba la tradición católica entraba en clara contradicción con los postulados de aquellas perspectivas, que defendían una relativa autonomía de la conciencia del educando, y renegaban -no sin razón- de la futilidad del memorismo como método de aprendizaje. Cuando mucho, la Iglesia les concedía la razón a estos discursos en lo que se refería a la necesidad de reducir los castigos a los que acudían frecuentemente maestros y párrocos para que los niños memorizaran tanto las máximas del catecismo como los rudimentos de la aritmética, la lectura y la escritura. No obstante, la jerarquía eclesiástica veía imposible eliminar del todo el memorismo como medio de aprendizaje, pues desde su perspectiva los enunciados consignados en el catecismo contenían, en la sintaxis misma, una disposición dogmática que no podía sufrir alteración, y que solo podía preservarse si estos enunciados se memorizaban al pie de la letra. Así, por ejemplo, la Conferencia Episcopal de 1936, que sin duda había dado un gran paso al reconocer que la enseñanza religiosa en el país adolecía de serias deficiencias en su modelo pedagógico, no podía, con todo, dejar de ver en el memorismo un recurso imprescindible para la causa del catecismo, por lo que expresaba lo siguiente -no sin un cierto tono de resignación-: "Aun cuando creemos que en asuntos de memorismos debe guardarse el justo medio, máxime al tratarse de fórmulas catequísticas, que difícilmente serían reformables a causa de su contenido dogmático y que deben aprenderse y retenerse, menguado será el fruto del catecismo si nos contentamos con solo el texto aprendido de memoria" (Episcopado Colombiano 1956, 411).

La radical colectividad y oralidad del aprendizaje catequístico fue, pues, sin duda, una constante en los procesos de socialización de la infancia durante las primeras tres décadas del siglo XX, y con ella permanecieron el memorismo, la vigilancia externa y la permanente corrección por medio del castigo físico como recursos para la memorización de los preceptos religiosos. Los niños aprendían de memoria las oraciones, las preguntas y las respuestas del catecismo Astete, y sus progresos eran vigilados de cerca por sus padres, sus maestros y los pastores de almas, prestos a corregir con vehemencia la más mínima alteración de los enunciados del texto; a ellos les bastaba con que el niño recitara de corrido, con todos los puntos y las comas, las respuestas de las preguntas que les leían, para darse por satisfechos con la labor que les encomendaba la Iglesia de enseñar la religión a los más pequeños. Por lo demás, la Iglesia y los maestros veían en el memorismo, obtenido de la lectura en voz alta, un beneficio extra, dadas las condiciones reales de la educación en el país, a saber: que, como lo señala Alba Patricia Cardona, "para conocer la doctrina del catecismo no era necesario ser alfabeto, pues la función oral del enseñante suplía esa carencia; como textos pensados para la memorización colectiva, su implementación se desarrolló de manera más atenta a través de la oralidad del maestro, quien recitaba la doctrina y la hacía memorizar a los aprendices" (2007, 67). Así, pues, el memorismo no solamente estaba justificado por la necesidad del clero de preservar intacto el dogma de las proposiciones del catecismo, sino también como una medida pragmática para garantizar la enseñanza efectiva de los enunciados del texto desde los primeros años de escolaridad.

III

Ahora debemos preguntar qué era lo que se memorizaba, es decir, cuáles eran los contenidos del catecismo y sus implicaciones en la formación moral del niño. Para empezar, podemos decir que el catecismo Astete, que aquí analizamos, se compone, en general, de cuatro grandes partes, a saber: lo que se ha de creer, lo que se ha de orar o pedir, lo que se debe obrar y lo que se debe esperar o recibir (Astete 1599/1935, 22); este es el orden dispuesto por el libro y así mismo debía ser aprendido en las escuelas. Se trata, pues, como lo explica el arzobispo Mosquera en el prólogo de la edición que examinamos, de revelarle a la infancia, por medio de la enseñanza religiosa, las "relaciones que existen entre Dios y nosotros, y los deberes sagrados que de ella [la enseñanza religiosa] se desprenden" (10).

Hacia la primera década del siglo XX todas las escuelas públicas primarias del país, urbanas (cuya duración era de seis años) y rurales (tres años), así como las privadas dirigidas por religiosos, debían cubrir el aprendizaje de todo el catecismo Astete durante los tres primeros años de escolaridad, comenzando el primer año con la memorización de las oraciones de los principales actos religiosos: el padrenuestro u oración dominical, el avemaría o salutación angélica, la salve, la oración del cristiano, y, principalmente, el credo o símbolo de los apóstoles; y además de ello, los mandamientos de la ley de Dios (el decálogo) y la santa madre Iglesia; por último, los siete sacramentos de la Iglesia y su clasificación según su necesidad (si eran de hecho o de voluntad). Este aprendizaje inicial, que debía ser supervisado por los padres de familia y los curas párrocos -en caso de que los niños no fueran a la escuela dicho aprendizaje debía ser impartido por estos últimos todos los domingos después de la misa-, preparaba al niño para participar de las fiestas religiosas de su comunidad, y el hecho de que un niño de más de siete años de edad no conociera las oraciones de rigor provocaba un inmediato juzgamiento sobre sus padres por parte de la comunidad, pues, finalmente, era a ellos a quienes les concernía directamente la enseñanza religiosa de sus hijos, por más que estos asistieran a la escuela y a los catecismos dominicales.

Por tales razones, la jerarquía eclesiástica colombiana les recomendaba muy especialmente a los párrocos de su grey vigilar el tipo de enseñanza religiosa que les daban los padres de familia a sus hijos: verificar, primero, su asistencia a las misas dominicales y demás fiestas de guardar, y observar el conocimiento que tanto hijos como padres tenían de las oraciones que debían rezarse en la eucaristía -si bien es de suponer, empero, que tal sistema comunitario de inspección solamente podría marchar bien en poblaciones urbanas de baja densidad, o bien en ciudades claramente divididas por parroquias; el caso de las veredas y las zonas rurales aisladas era diferente, y esto lo sabían los obispos desde tiempo atrás-. Ya en el Concilio Provincial de 1868, por ejemplo, recomendaban:

[...] como los agricultores y sus hijos, no siempre pueden concurrir a la enseñanza religiosa que se da en las iglesias parroquiales, mandamos bajo de santa obediencia a los sacerdotes que celebren el santo sacrificio, en días de fiesta, en iglesias u oratorios del campo, que después del primer evangelio de la misa, reciten en voz alta y despacio los actos de fe, esperanza y caridad, la oración dominical y la salutación angélica, el símbolo de los Apóstoles, los mandamientos del decálogo y de la Iglesia y los sacramentos; de modo que los fieles puedan repetir lo que se lee, aprenderlo y conservarlo en la memoria. (Texto citado en Arango 1993, 170; énfasis del original)

La institución eclesiástica disponía, entonces, todo un sistema de enseñanza de las oraciones principales por la vía del memorismo, tanto para adultos como para niños, de manera que ningún fiel se quedara sin aprenderlas, pues eran fundamentales para la transmisión de la doctrina, la impartición de los sacramentos y la predicación del Evangelio; por lo demás, los párrocos de todo el país, atentos a la recomendación de sus obispos, debían "convencer a los padres de familia de que está en su propio interés instruir la prole en las verdades de nuestra santa Religión", recordándoles "a menudo que se exponen al peligro de condenación eterna si descuidan en absoluto la instrucción de sus hijos en los rudimentos de la fe" (Episcopado Colombiano 1956, 115).

Una vez que el niño demostraba poder recitar todas las oraciones, los mandamientos y los sacramentos, pasaba a memorizar las primeras partes del catecismo Astete, bajo la misma exigencia de que dicho aprendizaje se diera por la intermediación de un adulto -apto a los ojos de la Iglesia (padres, maestros o curas que profesaran la fe católica)- y por la vía de la recitación y la repetición de las preguntas y las respuestas del texto. En el caso de las escuelas públicas, la enseñanza de las dos primeras partes debía llevarse a cabo durante el segundo año de escolaridad, y su contenido consistía en una serie de preguntas y respuestas referentes al credo y la oración, que debían poder ser repetidas de memoria por los educandos. La primera parte del catecismo consiste en una breve introducción a la doctrina, en la que un superior le pregunta al niño por su condición de cristiano y el significado de este término, así como por los principales símbolos que permiten identificar a los miembros de la Iglesia católica: la cruz y los actos de signarse y santiguarse. De entrada, podemos ver cómo algunos enunciados del catecismo están directamente relacionados con las prácticas cotidianas de los fieles, por ejemplo, en la valoración que hace el texto de ciertas señales externas como la cruz (escapularios y crucifijos colgados en las paredes de las casas), para dar cuenta de la pertenencia de los individuos y las familias a una misma comunidad de fe; con claridad podemos verlo en el siguiente pasaje:

P. ¿Cuándo habéis de usar de esta señal u oración [el santiguarse]?
R. Siempre que comenzáremos alguna buena obra, o nos viéremos en alguna necesidad, tentación o peligro; y ordinariamente al levantar de la cama, al salir de la casa, al entrar en la Iglesia, al comer y al dormir. (Astete 1599/1935, 20-21)

Vemos, pues, cómo el catecismo dispone una serie de actividades, sencillas, casi insignificantes, mediante las cuales se verifica la formación religiosa de los fieles, pues, como lo expresa el mismo texto, "no basta creer interiormente, sino que es necesario confesar exteriormente lo que creemos" (Astete 1599/1935, 22); y así como todavía hoy en día podemos ver que la fuerza de la costumbre lleva a algunos católicos de las ciudades a santiguarse cada vez que pasan frente a una iglesia, podemos suponer que la importancia de estas señales era aún mayor en una sociedad profundamente tradicionalista y elementalmente diferenciada como la sociedad colombiana de principios del siglo XX, en la que el estilo de vida parroquial les imponía a los individuos una presión todavía mayor, por parte de su comunidad, en torno a la observancia rigurosa de este tipo de prácticas.

Luego de aquella breve introducción, el catecismo comienza a plantear una serie de preguntas sobre lo que se ha de creer, a las que el niño solamente podrá responder si recita primero la oración del credo sin equivocarse. Las preguntas consisten, pues, en descomponer por partes esta misma oración, y exigir que sean explicadas, dejando en claro desde el principio que aquellas son las cosas "que cree y confiesa la santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana" (Astete 1599/1935, 22-23) y, por lo tanto, con ella, todos los católicos. Se le pregunta al niño sobre la constitución de la Santísima Trinidad, sobre su naturaleza, su entendimiento y su voluntad; sobre las naturalezas y entendimientos de Jesucristo; sobre los dogmas de la Virgen María (maternidad divina, inmaculada concepción, perpetua virginidad); sobre la muerte y resurrección de Cristo; sobre la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. Cada pregunta tiene una respuesta precisa, que el niño debe memorizar y recitar a la perfección -expuesto, generalmente, a la amenaza del castigo físico y a la humillación pública como métodos de corrección-.

La segunda parte del catecismo, que enseña al niño sobre la procedencia de otras oraciones principales (padrenuestro, avemaría y salve), complementa la idea de que las verdades profesadas por la Iglesia tienen su origen en la manifestación sobrenatural de las fuentes de la divinidad; entonces, así como el credo fue formado por los apóstoles, el padrenuestro "lo dijo Jesucristo por su boca, a petición de los apóstoles" (Astete 1599/1935, 31); el avemaría lo dijo "el arcángel San Gabriel, cuando vino a saludar a Nuestra Señora la Virgen María, dijo la primera parte, y lo demás lo ha añadido la Iglesia" (32); y la salve "la Santa Madre Iglesia la tiene recibida [...] para pedir favor a Nuestra Señora" (33). Por lo demás, el catecismo insiste, en esta parte, en enseñar el dogma de la virginidad perpetua y la inmaculada concepción de la Virgen María, en el que el papa Pío IX había insistido durante buena parte de su pontificado; y, de igual manera que en la primera sección, el desarrollo de esta tiene como prerrequisito que el niño sepa recitar sin fallas las oraciones a las que en ella se alude, ya que aquí también se trata de descomponerlas en sus frases puntuales y formular con ellas algunas preguntas para que el niño las responda.

Así llegamos a las dos últimas partes del catecismo, que debían enseñarse durante el tercer año de escolaridad y que versan, en general, sobre lo que se ha de obrar y lo que se ha de recibir. Estas secciones del texto tienen una importancia especial, pues en ellas podemos ver mucho más claramente cómo la doctrina catequética establece una serie de conexiones directas con la vida diaria de los fieles, para determinar su conducta en distintos niveles. Así, por ejemplo, se le pregunta al niño por los mandamientos de la ley de Dios sobre la base de una distinción, hecha desde el principio del texto, entre los mandamientos que remiten a deberes para con Dios (los primeros tres), y los que se refieren a los deberes del individuo para con el prójimo (los siete restantes) (Astete 1599/1935, 16); a medida que los va repasando, establece una compleja escala para juzgar la gravedad de los pecados que se cometen al infringir dichas leyes, y ordena estas contravenciones en dos grandes grupos cuyas fronteras no están claramente demarcadas, a saber: el de los pecados mortales, los más graves, que solo se perdonan mediante el sacramento de la penitencia, por un lado, y, por otro, el de los pecados veniales, por los que no se incurre "en la pena eterna, ni se pierde la gracia de Dios, aunque se disminuye" (52). Verbigracia: peca mortalmente quien trabaja más de dos horas los días de fiesta, pero el pecado es solo venial si trabaja un poco menos (36), y ni siquiera tiene que ser confesado ante un cura; también, cuando se maldice, el carácter del pecado depende de la intensidad del deseo de dañar al prójimo que se imprime en el insulto (38). Con este mismo rasero se miden, además, las infracciones contra los mandamientos de la Iglesia, que son cinco, y que el niño debe memorizar tan bien como el decálogo. La tercera parte del catecismo concluye con las obras de misericordia, los pecados capitales y las virtudes que a estos se contraponen.

Finalmente, la cuarta parte del catecismo se ocupa, como ya lo hemos dicho, de lo que se ha de recibir si se cree, reza y hace lo que manda la Iglesia: ¿qué puede esperar un católico si cree, ora y obra como debe? -una pregunta casi fundamentalmente kantiana-. Según el catecismo, un buen católico recibe dones (sabiduría, entendimiento, consejo, ciencia, fortaleza, piedad, temor de Dios) y frutos (caridad, paz, longanimidad, benignidad, fe, continencia, gozo, paciencia, bondad, mansedumbre, modestia, castidad) del Espíritu Santo; recibe bienaventuranzas que devienen directamente de estos dones; recibe virtudes teologales y cardinales; pero, sobre todo, recibe la promesa de la salvación y la vida eterna, siempre y cuando se mantenga libre de pecado.

Ahora bien, todos estos dones y gracias solo se le dan al individuo, según el catecismo, a través de una serie de señales exteriores instituidas y administradas por la Iglesia, y sin las cuales no es posible participar de ellos. A estas señales se las llama sacramentos, y deben ser conocidas en su totalidad y observadas con rigor por los niños y adultos que se educan en la fe católica. En total son siete los sacramentos de la Iglesia, y se clasifican según su necesidad: los primeros cinco (bautismo, confirmación, penitencia, comunión, extremaunción) tienen una necesidad de hecho, mientras que los dos restantes (orden y matrimonio) solo la tienen de voluntad (Astete 1599/1935, 46). El bautismo, la confirmación y la extremaunción se imparten una sola vez, y su papel es el de ser ritos de paso, esto es, sirven para renovar, hasta el final de la vida de los fieles, su pertenencia a una misma comunidad de fe; la penitencia y la comunión, en cambio, son prácticas regulares, reiterativas, sostenidas a lo largo de la vida de los fieles, y, de hecho, indisociables la una de la otra, pues no se puede recibir la comunión -medio indispensable para mantenerse en gracia de Dios- si no se está libre de pecado, por lo que la penitencia, que incluye el acto de la confesión -y todo lo que implica: examen de conciencia, contrición de corazón, propósito de enmienda, confesión de boca y satisfacción de obra-, es, sin duda, el sacramento que más claramente conecta la promesa de salvación eterna con la vigilancia de la conducta propia en la vida diaria de los hombres, pues no se llega al cielo sin la gracia de Dios, por la que se hace méritos solamente a través de la comunión, y únicamente es posible comulgar en "dignidad" habiendo hecho un profundo examen de conciencia, y, en caso dado, habiendo confesado los pecados ante un cura para que este, por la autoridad que le ha sido conferida, los absuelva.

Entonces, por más virtuoso que sea un individuo, debe llevar a cabo con regularidad un examen de conciencia individual para mantener la gracia de Dios por medio de la comunión, incluso si con ello apenas llega a corroborar su pureza de espíritu; el examen de conciencia implica, pues, "hacer las diligencias conducentes para acordarse uno de los pecados no confesados, discurriendo por los Mandamientos de Dios y de la Iglesia, por los parajes por donde ha andado y ocupaciones que ha tenido, después de haber pedido luz a Dios para conocer sus culpas" (Astete 1599/1935, 49). El carácter repetitivo de este examen configura lo que Michel Foucault denomina una tecnología del yo, que les permite a los individuos efectuar, "por cuenta propia o con la ayuda de otros, cierto número de operaciones sobre su cuerpo y su alma, pensamientos, conducta, o cualquier forma de ser" (1996, 48), pues la penitencia cristiana no solo exige una vigilancia externa de la conducta -la que ejercen los superiores en edad, dignidad y gobierno-, sino, fundamentalmente, una vigilancia hacia adentro por parte del individuo, que presupone un profundo conocimiento de sí, y, con ello, un mejoramiento permanente de los mecanismos de autodominio y autocoacción.

IV

Ahora que hemos analizado detenidamente el contenido del catecismo Astete y algunas de sus implicaciones en la formación de la conducta del niño, cabe preguntarnos cómo se enseñaba realmente en el contexto que aquí examinamos. Bien es cierto que hemos intentado ofrecer, en este sentido, una descripción que resulte lo suficientemente plausible dada la exposición que hasta ahora hemos realizado; sin embargo, es necesario aclarar que aún existen amplias lagunas sobre este particular en la historiografía colombiana, tal vez porque, con contadas excepciones4, el estudio de los procesos de socialización católica, en un sentido no apologético, no ha sido una preocupación clara para esta disciplina, ni mucho menos para la sociología o la antropología nacional.

En este contexto sobresale todavía, sin duda, el trabajo realizado por Aline Helg sobre la educación en el país, el cual -aunque no tiene por objetivo el estudio de las sociabilidades católicas- ofrece una valiosa relación sobre los materiales escolares repartidos por el Ministerio de Instrucción Pública en la década de 1920, que ilustra claramente la preeminencia de la enseñanza religiosa con respecto a las demás materias contempladas en el programa de las escuelas primarias. Según Helg, en 1921, "para un total de cerca de 350.000 alumnos repartidos en 5.300 escuelas rurales y urbanas, el Ministerio distribuyó: 79.007 cuadernos, 50.059 pizarras, 19.899 catecismos del Padre Astete, 15.600 libros de lectura, 11.431 libros de aritmética, 9.570 folletos de higiene escolar, 3.361 compendios de historia patria, 2.715 obras de instrucción cívica, 2.000 himnos nacionales, 603 libros de geografía, 22 manuales de urbanidad, 10 tableros negros" (1987, 55; el énfasis es mío). Cuatro años después, fueron 80.750 los catecismos que se repartieron alrededor del país -y aun con esta cantidad apenas si era posible abastecer las escuelas urbanas y rurales de las ciudades y los pueblos con una densidad poblacional más o menos considerable-. Según Helg, la mayor parte del material escolar, que provenía de Europa, era descargado en Barranquilla y subía por el río Magdalena hasta Bogotá, donde

[...] el Ministerio de Instrucción Pública lo repartía entre las direcciones de instrucción departamental, que lo encaminaban hacia las cabeceras municipales y las grandes aldeas, de tal manera que se agotaba antes de alcanzar para todas las escuelas urbanas; era excepcional que una maestra rural recibiera algún material del gobierno. En el mejor de los casos aquella conservaba los libros y cuadernos de su propia educación para la elaboración de las lecciones. (1987, 55)

Este hecho contribuye, sin duda, a sumar argumentos a favor de la hipótesis de que, en general, el aprendizaje en las escuelas primarias era fundamentalmente oral y colectivo, no solo por cuestiones de doctrina, como era el caso del catecismo, sino también por el hecho, del todo innegable, de que la mayoría de los estudiantes del país, y especialmente en las zonas rurales, estaban virtualmente impedidos para adquirir los materiales escolares necesarios para llevar a cabo un aprendizaje de tipo individual. Lo anterior, por supuesto, representó un obstáculo insalvable para la enseñanza de ciertas materias en las escuelas más apartadas del país, que, para abordar contenidos más modernos, tenían como requisito el estudio individual por parte del niño, en su hogar, con la ayuda de sus padres o sus hermanos; pero en lo que atañe al catecismo, por el contrario, como lo señala Helg, el aprendizaje de memoria de las oraciones o de ciertos pasajes, de hecho, "se prestaba relativamente bien a las condiciones de esas escuelas; a fuerza de repetición colectiva, los alumnos acababan por grabarse para toda la vida migajas de doctrina católica" (Helg 1987, 58). En general, pues, según esta autora, la enseñanza en las escuelas primarias públicas del país, tanto rurales como urbanas, se basaba principalmente en la memorización y la recitación colectiva; y, además de ello, y al contrario de lo que indicaban las recomendaciones de la Iglesia y el Estado en este sentido, "el uso de castigos corporales o de medidas vejatorias, tales como la exposición del niño castigado arrodillado a la vista de los transeúntes, se hallaba muy extendido; los padres, además, lo aceptaban y con frecuencia lo completaban con un castigo adicional en casa" (63). En esto último se distanciaban un poco las escuelas primarias privadas de los centros urbanos, donde las penas corporales no eran sistemáticas y, de cualquier manera, los maestros generalmente optaban por recurrir a castigos menos severos, o bien a un sistema de premios que evitara tener que adoptar ese tipo de medidas. No obstante, al mismo tiempo, como bien lo indica Helg, "raras eran las escuelas privadas que renunciaban al aprendizaje por la copia y la memorización" (69), en cuyo sentido parece existir un rasgo generalizado en todo el sistema escolar colombiano de principios del siglo XX.

La enseñanza del catecismo en el país se inscribe, pues, en esta lógica, si bien sus alcances exceden, sin duda, los límites mismos del espacio escolar: como ya lo hemos mencionado, las labores catequéticas se llevaban a cabo también en las parroquias, por cuenta de los clérigos, y en los hogares por intermedio de los padres y los institutores; además, sus resultados se ponían a prueba en el ámbito de la vida cotidiana, en el que el contexto provincial fue posibilitando la conformación de un campo generalizado de vigilancia que sirvió, durante mucho tiempo, como medio para evaluar los progresos en el aprendizaje de la religión por parte de los niños, y del que participaba, en general, la comunidad entera: padres, familiares, vecinos, clérigos, maestros, autoridades civiles, etc. Un grupo relativamente pequeño de estudios en el ámbito de la sociología, la antropología y la historia de la religión en el país da cuenta de estos hechos, si bien de manera un poco dispersa, por lo que hemos de suponer que la profundización sistemática en el estudio de estos fenómenos permitirá, eventualmente, reconstruir una visión mucho más precisa del papel que jugó la religiosidad católica en la vida diaria de los colombianos, en medio del cambio demográfico, social y económico que atravesaron las ciudades del país en los albores del siglo XX.


Notas

1 El presente documento recoge parte de los resultados obtenidos durante la investigación realizada para aspirar al título de pregrado en Sociología, que lleva por nombre "Edad, dignidad y gobierno: autoridad religiosa y civilización de la infancia en Colombia", desarrollada en Pereira y Manizales entre enero de 2009 y octubre de 2010. Gracias al sociólogo Fernando Cantor Amador, director de esta tesis, y a los evaluadores y editores de la Revista Colombiana de Antropología.

2 El Catechismus ex Decreto Concili Tridentini, de 1566, dirigido explícitamente a los párrocos -ad parochos-, y no directamente a los fieles (Julia 1997, 372). Dicha disposición trazaba un derrotero para la difusión de los contenidos catequéticos, que si bien se expresaban en lenguas vernáculas -lo cual implicaba un cambio sustancial en las formas de transmisión del dogma- debían ser, no obstante, de uso exclusivo de los párrocos, a quienes les correspondía leer en voz alta sus líneas y explicarlas con ejemplos de la historia sagrada para mayor comprensión de los niños y los "rudos". Así, según Julia, durante la época moderna la Iglesia aplicó, con muy contadas excepciones, "una catequesis puramente oral, en la cual únicamente el clérigo o maestro disponía del manual: lo que a la Iglesia le importaba era ante todo que los feligreses fueran instruidos acerca de las verdades de su religión" (1997, 405).

3 Entre los que se encontraban también muchos religiosos, por supuesto, en general integrantes de las comunidades religiosas docentes que llegaron a Colombia hacia finales del siglo XIX, en buena medida como resultado del concordato firmado por la Iglesia y el Estado colombiano en 1887.

4 Véanse, por ejemplo, los estudios que para el caso particular del departamento de Antioquia han realizado Gloria Mercedes Arango (2004) y Patricia Londoño Vega (2004).


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