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Revista Colombiana de Antropología

versión impresa ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.49 no.2 Bogotá jul./dic. 2013

 

TOPOGRAFÍAS CORPORALES: NUEVAS FRONTERAS DEL AUTOCUIDADO EN LA CIUDAD DE MEDELLÍN

BODILY TOPOGRAPHIES: NEW BORDERS IN SELF-CARE PRACTICES IN MEDELLÍN

EUGENIO CASTAÑO GONZÁLEZ
ESCUELA NACIONAL SINDICAL DE MEDELLÍN, COLOMBIA
eugeca2008@hotmail.com

Recibido: 7 de noviembre de 2012 Aceptado: 26 de agosto de 2013


Resumen

En este artículo examino las maneras en que se configuraron ciertas relaciones particulares entre el cuerpo y el consumo de algunos discursos biomédicos en la ciudad de Medellín, a partir de la segunda mitad del siglo XX. Me interesa resaltar la construcción de sentido realizada en cierto tipo de publicaciones, las cuales procuraron fomentar en los lectores la necesidad de promover el autocuidado. Este modo de impulsar la atención sobre el cuerpo como condición para promover la seguridad corporal, y como construcción estética, implicó la utilización de una serie de dispositivos tendientes a la regularización de hábitos saludables, susceptibles de aminorar los efectos de la fealdad, la vejez, y la muerte.

Palabras clave: cuerpo, salud, enfermedad, belleza, muerte.


Abstract

In this article I examine the relationship between the body and the use of some biomedical discourses that were set up in the city of Medellín, during the second half of the twentieth century. Based on the analysis of some publications that circulated in the city at that time, I demonstrate how they create sites and discourses for the body and the soul's well being. This way of managing life, pursuing physical and social health, involved the use of a number of devices for the regularization of healthy practices that supposedly were effective to counter ugliness, old age, and death.

Keywords: body, health, disease, beauty, death.


INTRODUCCIÓN1

Las fuentes consultadas para la elaboración del presente artículo, que van desde la década de los cincuenta hasta la década de los setenta, ponen de presente el arribo a la ciudad de Medellín de una serie de discursos y representaciones sobre el cuerpo, la salud y la belleza, ajustada a una visión del progreso y vinculada al proyecto de civilidad en boga por aquella época. Las publicaciones locales evocaban los dones de una salud presuntamente conquistada, según el cálculo del costo y del beneficio, como medio para alcanzar la seguridad y la placidez individual y colectiva de los medellinenses:

La salud mía afecta al vecino, y la de este la mía. Recordemos siempre: la salud de cualquier ciudadano de Medellín hay que conservarla para poder gozar de la propia salud... Gastar en salud es economizar dinero: los dividendos son la vida, la alegría y el progreso. ("La salud cuesta" 1950, 21)

Así, el artículo nos permite analizar dos cosas. Primero, la manera como se estableció un eje de intersección entre el saber biomédico y el estético, con el fin de delimitar los comportamientos definidos como lícitos y saludables. Segundo, la puesta en marcha de un régimen que definía ciertos parámetros para determinar la "normalidad o anormalidad de los sujetos" (Canguilhem 1966, 242). Lo anterior se pudo constatar a partir de la indagación de publicaciones especializadas como la revista Orientaciones Médicas, la Revista de Higiene de Antioquia, los Anales Neuropsiquiátricos y otras publicaciones de amplia circulación en la ciudad de Medellín, como el periódico El Correo y la revista Cromos2.

Cuanto más visibles las narrativas sobre el cuerpo desde la segunda mitad del siglo XX, más notorios fueron los alcances de una nueva perspectiva medicalizadora, ligada a una netamente higienista, tal como lo analiza Zandra Pedraza (1999, 174). Sin embargo, a pesar de que este artículo tiene como punto de partida el trabajo de Pedraza sobre las visiones del progreso y la felicidad en torno al cuerpo y el alma, también procura resaltar un poco más las contingencias que entraña la búsqueda del bienestar. Para el caso de Medellín, el horizonte trazado por el higienismo pretendió configurar los espacios de la ciudad y de los nuevos barrios obreros como una manera de propiciar transformaciones materiales capaces de redundar en la salud de las poblaciones laboriosas. Así, dentro de los principios de la ciudad moderna —como el caso del plano "Medellín futuro", diseñado por Jorge Rodríguez, o el de la planeación de ciudad promovida por Ricardo Olano durante la segunda década del siglo XX (Olano 2004)—, se evocaba la imperiosa necesidad de mejorar las condiciones de vida de los grupos humanos. A partir de las transformaciones espaciales suscitadas por la Sociedad de Mejoras Públicas de Medellín, se buscaba fomentar hábitos civilizados e higiénicos en sus habitantes (Bravo Betancurt 1991, 96). Detrás de esta perspectiva higienista existía todo un proyecto de ordenamiento social de cierta envergadura, en función de la conquista de la salud poblacional. Por su parte, la perspectiva medicalizadora promovía una mayor flexibilidad y autonomía del sujeto, que debía ajustar su forma de vida al confort desde la prevención, tal como se tendrá ocasión de analizar en torno a las propias disposiciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

Esta perspectiva cobró fuerza a partir de la década de los sesenta y setenta en la prensa de la capital antioqueña, que desplegaba y difundía cierta información relacionada con prácticas de prevención, además de delimitar nuevas maneras de acercarse a temas relacionados con salud, enfermedad, belleza, vejez y muerte. No cabe duda de que estos dispositivos desentrañaron una nueva economía corporal, tendiente a una administración estética de sí, así como una férrea vigilancia sobre el comportamiento y la complexión de los demás.

LAS CARTOGRAFÍAS CORPORALES Y SUS NUEVOS PELIGROS

Pese a que el presente artículo aborda la manera en la que emergen en Medellín ciertas nociones sobre el cuerpo, la salud y la belleza a partir de la segunda mitad del siglo XX, vale la pena mencionar que, en el país, las preocupaciones por dichos discursos se remontan a finales del siglo XIX y comienzos del XX. En 1886 se creó la Junta Central de Higiene, posteriormente reconfigurada como Consejo Superior de Sanidad, en 1913. En ese mismo año se crearon las juntas departamentales de sanidad y, un año antes, la Junta Municipal de Higiene (Márquez 2006, 17-45). Además de ello, fue durante la primera y la segunda décadas del siglo XX que se difundió el higienismo con el fin de encaminar al país, presuntamente, por las sendas del "progreso" y la "civilización" (Peña y Klauss 2012, 65-66).

Sin embargo, fue a partir de la segunda mitad del siglo XX cuando ciertas publicaciones que circulaban en la ciudad ingresaron en el dominio de un conjunto de cálculos y previsiones sobre la salud del cuerpo y la mente. En la década de los sesenta, el doctor Gustavo Moreno Arango publicó un artículo en la revista Orientaciones Médicas (1960, 27-28), en el que describía los efectos psicosomáticos y las consecuencias nocivas de la contaminación provocada por el parque automotor en zonas como la autopista a Caldas, cercana a la zona industrial del valle de Aburrá, derivada del crecimiento de la ciudad de Medellín. Germán Navarrete (1975, 5) también explicaba las influencias perniciosas de la contaminación en la producción de todo tipo de cánceres y la proliferación de cardiopatías ocasionadas por el ruido. El mismo autor señalaba que el bióxido de azufre, importante agente contaminador de la atmósfera y de los alimentos, podía provocar cambios radicales en los componentes químicos de la estructura fundamental de la herencia. De acuerdo con Navarrete, durante las décadas de los sesenta y los setenta, se había registrado un aumento significativo en el nivel de mortalidad por carcinoma gástrico y enfermedades respiratorias en Medellín. Pero no solo eso. También hacía hincapié en el ruido provocado por los automóviles, las alteraciones nerviosas que suscitaban y la manera en que las personas debían evitar perder el control de los nervios en un ambiente tan convulsionado y estridente. En ese mismo sentido, Fernando Martínez Solís afirmaba que el sonido viajaba por el aire a una velocidad de 331,6 metros por segundo cuando la temperatura era cercana a los cero grados centígrados. El oído humano detectaba ondas sonoras que tenían una frecuencia de 16 mm/s, de modo que al chocar las ondas con el tímpano, el oído convertía las vibraciones sonoras en impulsos nerviosos que el cerebro identificaba e interpretaba. Martínez Solís concluía que un ambiente ruidoso, capaz de superar los 90 db, era bastante lesivo para el organismo:

Los sonidos sin armonía, excesivos y constantes tienen perniciosos efectos físicos y psíquicos. Y aunque no nos damos cuenta, un gran porcentaje de nuestra población está afectada por este tipo de problemas. El ruido hace que la mente oscile y se ofusque. Por eso es importante defender nuestro sistema ecológico, mediante campañas de educación y sanción por parte de la Secretaría de Tránsito. (1975, 4)

Rápidamente se fue multiplicando una serie de sondeos, que irrumpían en los espacios privados de los individuos y servían como herramientas para hallar presuntas anomalías y complejos. A manera de ilustración, un artículo publicado en El Correo durante el mes de enero de 1969 mencionaba la necesidad de localizar los complejos de culpabilidad e inseguridad frente a cada una de las acciones que se realizaban cotidianamente. Si un individuo creía que debía ser castigado por algo que creía haber hecho, o se culpaba por una situación en la que otra persona había enfermado o fallecido, su complejo de culpa era capaz de aminorar su resistencia ante la amenaza de una enfermedad grave. Aunque no se menciona a qué tipo de enfermedad se aludía, se hacía hincapié en la necesidad de medir los riesgos ("La esquizofrenia" 1969, 12). Algunos artículos, incluso, ostentaban un sistema de puntajes y mediciones respecto a situaciones potencialmente riesgosas para el equilibrio psicológico. Por ejemplo, la revista Cromos tenía una sección titulada "Cromotest", ubicada en las últimas páginas de algunas ediciones. En dicha sección, se prescribía una serie de fórmulas tendientes a promover el autodiagnóstico psicológico:

Cuando hay un temblor ¿cuál es su reacción?
a) Salir corriendo.
b) Percatarse de que los suyos estén a resguardo.

Si usted va manejando y pasa un auto tan cerca al suyo que alcanza a rayar ligeramente la carrocería del suyo:
a) Insulta al chofer imprudentemente.
b) Lo insulta y puede llegar a golpearlo.
c) Trata de discutir los posibles arreglos...

¿Se siente capaz de mantener la calma mientras escucha opiniones contrarias a las suyas referentes a la política o a la religión?
SÍ__ NO__

Si usted está durmiendo y a medianoche siente el sonido del teléfono ¿le es difícil vencer sus nervios para contestarlo? SÍ__NO__. ("¿Sabe controlarse?" 1972, 70)

El establecimiento del sistema de puntuación estaba precedido por una rejilla interpretativa en la que se buscaba erigir una identidad, aparte de un inventario de respuestas ajustadas a la definición de lo que era un perfil correcto. A través de este tipo de tests se inducía un juego de prospecciones y prescripciones frente a las competencias y desempeños en la vida cotidiana, en la circulación por las calles tumultuosas y en las maneras de asumir las interacciones con los otros.

En efecto, dentro del artículo publicado por Cromos en 1972, si la puntuación oscilaba entre 0 y 5, la persona que había diligenciado el test era definida como "atolondrada", por su dificultad para controlar las reacciones intempestivas y por dejarse dominar por los nervios. Si la puntuación oscilaba entre 6 y 11, se tipificaba un tipo de subjetividad "tranquila", capaz de reflexionar antes de decidir una determinada acción. Si oscilaba entre 12 y 17 puntos, correspondía a una persona típicamente "controlada" que sabía enfrentar "con sangre fría" diferentes situaciones que, para otros, podrían ser motivo de grandes desequilibrios. En conjunto, el cuadro propuesto reposaba en una invitación a la conquista de la temperancia, amparada por un juicioso examen introspectivo. Es decir, se celebraba la voluntad de alcanzar un temperamento estable, susceptible de responder a las demandas y exigencias urbanas de imagen y salud mental. A partir de la segunda mitad de la década de los sesenta, la práctica del autocuidado empieza a aparecer como antídoto casero para personas descritas como "cargadas de grandes tensiones" ("Aprenda usted a vivir" 1966, 12).

De igual forma, una buena rutina de ejercicios podía llegar a favorecer una mejor circulación y, por ende, una moderada tensión de los nervios. Estas recetas, al parecer, repercutirían en el aumento del bienestar general del individuo. La creciente tensión entre la sensación de peligro y la de bienestar propició el incremento de una gama de principios médicos y estéticos, con el fin de establecer un régimen de vida saludable desde la autodisciplina, así como desde la responsabilidad con "la salud de los demás" ("Las emociones" 1967, 12).

También se exaltaba la cualidad, igualmente idónea, de anticipar las precariedades propias de la vejez e invocar los poderes capaces de suprimirla o, por lo menos, retrasarla. Sin duda, se trataba entonces de consagrarse, merced a los recursos con los cuales se disponía, a la anticipación de los riesgos. En algunos artículos de prensa se invitaba a que los lectores no desatendieran a las personas con ciertos comportamientos mórbidos,"[...] como la ansiedad, el miedo, o el simple nerviosismo de las personas con las cuales se interactuaba" ("Las cinco letras" 1975, 13). Veamos un ejemplo:

Algunos individuos, hasta animales caseros como el perro, han demostrado terror cuando han tenido cerca a personas ansiosas, miedosas. Aun los propios psiquiatras confiesan que en muchos casos han sido invadidos por la ansiedad después de tratar con pacientes miedosos y maniáticos. ("La ansiedad" 1972, 15)

Estar en compañía de personas con problemas personales o emocionales era suficiente para ostentar un potencial riesgo de contagio. Estas enfermedades podían llegar a abrigar un peligro mayor, en comparación con algunas enfermedades de tipo orgánico. Se invitaba al lector a estar acompañado por personas que le convinieran. Es decir, el individuo debía relacionarse con "personas mentalmente sanas" que pudieran "calcular su futuro, optimistas y despojadas de cualquier temor".

En el artículo de El Correo del 9 de agosto de 1972, se invitaba a los lectores a agudizar el escrutinio y la lectura de los signos observados en las demás personas, en búsqueda de presuntas patologías. El asunto consistía en saber establecer una frontera y ser capaz de identificar y alejarse de cierto tipo de individuos, cuya compañía resultaba poco conveniente y perjudicial. La mejor manera de hacerlo era percatarse de sus problemas iniciando una conversación bajo cualquier pretexto ("La conversación" 1972). Se pretendía que el lector tuviese acceso a un conocimiento básico, con el fin de descifrar ciertos gestos potencialmente riesgosos en las personas con las cuales interactuaba cotidianamente. Por ejemplo, un individuo adicto a las drogas o al alcohol, en medio de la conversación, podía llegar a padecer raptos momentáneos de demencia, de esquizofrenia, o volverse abusivo sin motivo.

Así, un artículo del periódico El Correo de 1967 establecía una tipificación de las personalidades esquizofrénicas, las cuales había que aprender a identificar. En primer lugar estaban los individuos simples, es decir, aquellas personas que iban perdiendo su capacidad para actuar razonablemente, además de ser "ensimismadas y confusas" ("La esquizofrenia" 1967, 13).También estaban aquellos clasificados como "paraboicos" (13), caracterizados por sus indudables trazas de inteligencia, pero atrapados en el delirio de persecución. Y además, los "hebefrénicos" (13), identificados por sus reacciones inapropiadas, como reírse cuando escuchan malas noticias o angustiarse ante algo placentero. En términos generales, había que "sospechar siempre de una persona que se concentra profundamente en los problemas del mundo pero descuida su atención personal. Puede ser esquizofrénica" (13).

La relación entre la falta de una adecuada previsión y el peligro de contagiarse de enfermedades mentales instauró una nueva manera de asumir el cuerpo y la vida que implicaba un esfuerzo continuo de escrutinio y mantenimiento. En ese esfuerzo por mantener a raya ciertas patologías y obtener el bienestar físico y mental, también afloraron diferentes nociones para evitar desperfectos fisiológicos y psicológicos en cualquier ámbito: "En la esfera de nuestros propios pensamientos, en la intimidad de la pareja, en los espacios de la escuela, la universidad, el trabajo y los espacios destinados al ocio" (Lizarazo 1956, 521).

El higienismo mental tomó fuerza en Medellín a partir de la segunda mitad del siglo XX. Desde 1953, el médico Héctor Abad Gómez asociaba la salud mental de los antioqueños con un estado de equilibrio, bienestar, felicidad y adaptación. Es decir, un estado en el que "la mente podía adaptarse a diferentes circunstancias o ambientes" (Abad Gómez 1953, 294). Sin embargo, la asociación de la salud mental con el equilibrio y el bienestar también comenzó a entrañar una relación cada vez más estrecha entre la salud y la apariencia física de las personas.

LA BELLEZA Y LA SALUD

Apartir de la década de los sesenta, algunos artículos publicados por El Correo representaban a los individuos alcohólicos y obesos como personas neuróticas. La obesidad era descrita como "el signo externo de una alteración nerviosa, y de una absoluta falta de amor" ("Como si nunca" 1965, 13). De ahí que los diagnósticos de un ulceroso, un asmático, un hipertenso o un obeso podían tener como etiología de su padecimiento todo un ramillete de tropiezos afectivos, "desde los defectos de adaptación a sus actuales ambientes sociales, hasta simples temores, odios, envidias, entre otros" ("¡La obesidad!" 1966, 12). Estos defectos evocaban el apetito corruptor de un cuerpo, que no solo era capaz de imponer una precaria organización a su propia envoltura individual, sino también a la base del cuerpo social.

Por ejemplo, en una nota titulada "¿Son los gordos mucho más felices que los flacos?", publicada en el periódico El Correo el 27 de agosto de 1967, se afirmaba que la aparente benevolencia del individuo obeso ocultaba una subjetividad "insumisa". A lo anterior se sumaba su supuesta falta de "adaptación social" que lo "diferenciaba de los individuos delgados" ("¿Son los gordos?" 1967, 2). Dentro de aquel cuerpo parecía existir una subjetividad capaz de adoptar múltiples formas: un otro huidizo, relativamente inaprehensible, "carente de belleza" y de "salud integral" ("¿Qué es la belleza?" 1960, 1).

En cambio, los individuos de contextura delgada y saludable eran definidos como personas "batalladoras", en razón de su mayor preocupación por el prójimo, pues se supone que se mostraban más interesados por el entorno social. La imagen estética de los sujetos delgados, presumiblemente capacitados para contener el cuerpo desde su carácter recio, incorporaba, desde este ángulo, una energía suplementaria que los designaba como "buenos ciudadanos, buenos trabajadores y responsables consigo mismos" pero también con los demás ("¿Son los gordos" 1967, 2). Entonces, ¿cómo combatir este tipo de padecimiento? Para 1971, en un artículo publicado por la revista Antioquia Médica, escrito por los médicos Arturo Orrego, Luis Enrique Echeverri e Iván Molina, se promovía el método del ayuno total como una manera de batallar contra la obesidad y recuperar la salud. De acuerdo con ellos, aún se desconocían los efectos de aquel método sobre el sistema cardiovascular y el hígado. Pese a todo, se revelaba como un tratamiento eficaz para conquistar la delgadez. Varias pruebas efectuadas con pacientes obesos, realizadas en la Sala Metabólica de la Sección de Nutrición de la Universidad de Antioquia, presuntamente habían dado fe de las bondades de este tratamiento:

Tal vez pueda sonar como antifisiológica la dieta de ayuno total; sin embargo es un régimen que ha gozado de marcada popularidad por su efectividad en ciertos casos extremos en los cuales han sido inútiles otras terapias convencionales. En estos casos extremos el médico se ve en la dubitativa de abandonar el tratamiento o reducir el peso del paciente con la dieta sin calorías, aun a costa de ciertos efectos secundarios como cefalea, náuseas, vómitos, cambios psíquicos, hipertensión postural. (Orrego, Echeverri y Molina 1971, 115)

La experiencia de una ortopedia física y mental que procuraba elevar las expectativas de vida también comenzó a auspiciar el potenciamiento de los rendimientos corporales. Es decir, si anteriormente el saber médico luchaba contra la enfermedad como una pérdida o una simple ausencia de salud, durante la segunda mitad del siglo XX se instauró una preocupación por el "óptimo bienestar" y, en ese sentido, un aumento en las "políticas preventivas" (Vigarello 2006, 396). Por aquel entonces cobraba fuerza la perspectiva que, desde 1946, esgrimía la OMS en favor de una definición de la salud como "el completo bienestar físico, mental y social, y no únicamente como la ausencia de enfermedad" ("La medicina preventiva" 1956, 2). En consonancia con lo expuesto por dicho organismo, algunos medios escritos de carácter local, como por ejemplo la Revista de Higiene de Antioquia, afirmaban que la entrañable lucha contra los desórdenes físicos y mentales debía encontrar nuevas formas para no perder de vista los engranajes del cuerpo y de la mente, en relación con una nueva visión de la plenitud, susceptible de trascender los límites de la dolencia. Se procuró extender la lucha contra la amenaza de la morbidez hasta alcanzar "nuevas zonas inexploradas de la fisiología humana" ("La junta directiva" 1949, 24).

Se abrió un abanico de posibilidades sobre las prácticas de doma corporal, en virtud de nuevas posibilidades de experiencias estéticas y psicosomáticas. Por consiguiente, "no solo la salud conllevaba la belleza", tal como lo afirmaban algunos autores (Espinal y Ramírez 2006, 70; Londoño-Blair 2008, 152; Navarro 2002, 94). Además, aquella nueva postura llevó a que la fealdad y la vejez también se convirtieran en signos exteriores de algún desajuste escondido. A manera de ilustración, según un artículo de los Anales Neuropsiquiátricos del primer semestre de 1956, escrito por el doctor Guillermo Nieto Cano, las heridas faciales podían ser causantes de psicosis y de otro tipo de anormalidades sexuales lamentables. En un caso más extremo, el mismo autor relató la historia de una señorita de dieciséis años de edad, perteneciente a una familia costeña de clase media. Aquella chica había sufrido graves quemaduras, al punto de tener el rostro totalmente desfigurado, "un rostro indiscutiblemente bello antes del accidente", según se menciona en la publicación (Nieto Cano 1956, 22). Con base en las fotografías obtenidas luego del accidente, se describía una fisonomía "repugnante": "El labio inferior, ligeramente adherido al mentón totalmente invertido, dejando afuera cantidad excesiva de mucosa. El labio superior, por causa de las retracciones, estaba notoriamente rígido, dándole una expresión adusta a su rostro" (22). A continuación se describía la manera en que sus parpados intactos "albergaban unos ojos sedientos de angustia y de erotismo, lo mismo que el resto de la expresión de su cuerpo exhibido" (22). Su misma actitud era descrita como "provocativa". Tiempo después, según el artículo, ella dejó de asistir a las consultas con el psiquiatra pero, curiosamente, se mencionó un "reporte fidedigno" sobre las nuevas compañías que la paciente frecuentaba y que "no eran muy recomendables". En conclusión, según Nieto Cano, a partir de una presunta connaturalidad del sentimiento de inferioridad del ser humano, surgirían algunos casos de anormalidad por defectos faciales, causantes de fenómenos de delincuencia y comportamientos psicopáticos (22). Esta articulación entre afecciones físicas y fealdad, trastornos psicológicos y comportamientos morales, presente en la prensa consultada, comenzó a hacerse más visible a partir de la segunda mitad de la década de los sesenta, y especialmente durante la década de los setenta. En una publicación de El Correo, en 1966, la fealdad propia del acné y la tendencia a dejarse crecer el cabello por parte de los adolescentes de la época se asociaban a una manera de disimular las huellas de esta enfermedad, pero también a síntomas de una alteración del espíritu:

Uno de los elementos agravantes del acné es la piel aceitosa. Y ella se pone así cuando la cubre el cabello. En cambio, la exposición a los rayos ultravioleta de la luz solar es beneficiosa para la piel [...]. El acné es afectado por un desequilibrio en las emociones y el hecho de que un jovencito use el cabello muy largo es sin duda motivado por algo emocional, que perjudica su piel también. ("El acné" 1966, 13)

La cita anterior también evocaba las crecientes preocupaciones por el tamaño de la nariz y su correlación con un padecimiento psicosomático o con los procesos de envejecimiento. Detrás de su crecimiento desmesurado se podía esconder alguna enfermedad, o bien era "la traza deleznable de un alcoholismo crónico". Adicionalmente, cuando las personas envejecen, sus dientes gradualmente van cayendo y su piel se seca y encoge, y se constituye así en el reflejo de un enfermizo y paulatino desgaste. Pero "a una persona sana y normal no se le alteraría su apariencia facial desmesuradamente" ("Cambios" 1965, 16).

Durante la década de los sesenta, la concordancia entre lo bello y lo bueno, lo bello y lo sano, y lo bello y lo joven comenzó a realzarse más que nunca ("Las medicinas" 1965, 14). La articulación entre belleza y proporción se constituyó en un atributo muy importante para la conquista de la seguridad en sí mismo. Sin duda, el rostro de la senectud se fue erigiendo en un inminente campo de intervenciones, del cual se desprendía una lucha por la conservación del necesario "equilibrio mental" ("¿Qué es la belleza?" 1960, 1) y del "bienestar propio" ("Ahogue sus penas" 1964, 13). Simultáneamente, al evitar la afectación de la piel y su concomitante envejecimiento ("La piel" 1967, 14), se podía llegar a conjurar el riesgo de ver a las personas sumidas en profundos complejos y depresiones, tal y como lo sostenía la cosmetóloga Berta Prinos desde su consultorio ubicado en el sector de La Playa, en Medellín. Para ella, incluso, "las cirugías plásticas podrían disminuir la angustia por los síntomas de la vejez y la depresión, además de las posibles deficiencias cardíacas" (Mejía Vélez 1975, 3).

Los regímenes de vida, enfermedad y belleza se constituyeron como emblemas de una corporalidad con un devenir tortuoso. Lo anterior configuró un conjunto de apreciaciones que concebían el ideal de juventud como un atributo corporal estimable, a la vez que hicieron de la vejez algo poco valorado, una sentencia de degradación y fealdad que habría que postergar o combatir.

LA DISPUTA CONTRA LA MUERTE

La asociación entre la salud y la belleza entrañó una nueva manera de interrogar la realidad de la vejez, y la hizo susceptible de constituirse en un campo de intervenciones biomédicas. En un artículo de El Correo Dominical del 15 de agosto de 1975 se afirmaba que, frecuentemente, el envejecimiento era causado por infecciones a través del denominado virus lento. Se creía que al influir "terapéuticamente sobre la infección", quizás sería posible "eliminar las sustancias tóxicas que aceleraban el proceso de envejecimiento" ("Los virus" 1975, 6). Así, las representaciones de la vejez y la muerte comenzaron a asociarse con lo "anómalo" (Elías 1987, 111), como si fuera una "enfermedad infecciosa" o un paulatino proceso de "intoxicación", y no como "el curso de un fenómeno o síntoma natural, y por lo tanto inevitable" (Aries 1983, 522). Este temor al envejecimiento y a la muerte condujo a que, en 1962, el médico antioqueño Gonzalo Vásquez reflexionara sobre los beneficios que traía consigo el ocultamiento de la muerte como un método para brindar bienestar al enfermo, en el sentido de evitarle sufrimientos innecesarios. Así, la confesión de la muerte próxima debía ser ocultada al moribundo, especialmente a los ancianos y a los cardiópatas:

Un anciano enfermo preguntó calmadamente y con gran lógica si su enfermedad era mortal. Anotó que era una persona culta, responsable, con su conciencia tranquila, que la muerte no representaba amenaza para él, y que no debía de haber secretos entre él y la familia. El médico aceptó el razonamiento y consideró que era beneficioso decirle la verdad. Aprovechó su tiempo visitando a los amigos, hablando sobre la muerte, recordando tiempos felices. Pero era como si hablara de otra persona. Un día se dio perfecta cuenta de que era él mismo el protagonista, y se llenó de pánico y ansiedad, los cuales no lo abandonaron hasta que se murió [...]. Muchas veces demostró que no había deseado que se le dijera la verdad. (Vásquez 1962, 25)

Otros artículos de prensa referidos a los individuos de la tercera edad subrayaban la necesidad de someterlos al aislamiento dentro de los mismos espacios familiares: "Las personas ancianas no deberían vivir junto con niños [...] no importa el afecto que haya entre los miembros de la familia. Esa intimidad crea fácilmente problemas físicos y emocionales" ("La brecha" 1971, 12). Se recomendaba disponer de lugares diferenciados dentro del hogar, invocando la necesidad de recluir a la senectud en espacios privados y poco visibles. Del mismo modo, algunas publicaciones, como Orientaciones Médicas, describían al anciano como alguien insociable debido al peso de los años y a sus paulatinos quebrantos (Dubos 1965, 279). Detrás de ello se encubría una cierta desaprobación de las presuntas asperezas propias del temperamento de los ancianos, además de su supuesto desinterés hacia el prójimo y su inmersión en las "simples necesidades vegetativas". En suma, su personalidad se asoció a la "ausencia de estímulos en la vida" y al "desarraigo" al cual estaban sometidos ("Insociabilidad" 1969, 199). En virtud de ello, pareció advenir igualmente un temor que desplazó los límites de la vida misma frente a la inminencia de la vejez y sus opacidades. Según lo refirió el doctor Luis Alfonso Ramírez, con la senectud "se asoma la posibilidad de la demencia senil y sus trastornos intelectivos, su escasa agilidad física y psíquica, el torpe entendimiento, las dificultades de establecer comparaciones o juicios" (Ramírez Gómez 1968, 93).

Como respuesta a ese lento e inexorable proceso de deterioro, la perspectiva científica de la eterna juventud irrumpió como la gran promesa en la búsqueda del bienestar y la salud. Se trataba de la previsión más absoluta y ajustada a la representación de una nueva versión de la salvación terrenal, a través de la "creación de seres perfectos desde la manipulación genética", así como la "eliminación definitiva de cualquier patología y de la vejez" ("¿Cambiará el mundo?" 1980, 113).

Por consiguiente, la muerte ya no sería tan trágica, tal como lo pregonaba el doctor Jaime Bernal Moreno, en un artículo de 1967 en Orientaciones Médicas. Las perspectivas de inmortalidad y resurrección, como símbolos de la máxima utopía, fueron vistas como parte de las "presuntas maravillas" de la ciencia en las siguientes generaciones. Sin embargo, mientras se descubría la manera de vencer definitivamente la fatalidad de la mortalidad y sus desperfectos, era necesario plantearse la posibilidad de estimular con urgencia las investigaciones en criobiología. Esta rama de la biología, encargada de estudiar los efectos de las bajas temperaturas en los organismos vivos, procuraría conservar al ser humano a través del tiempo.

Lo que sugería desde esa época el doctor Bernal Moreno era congelar los cuerpos desahuciados, además de los cadáveres, hasta que la investigación médica hubiese encontrado el fármaco o "vacuna contra el cáncer", o se pudiera resolver el "trasplante de injertos humanos y el cambio de vísceras" frente a cualquier eventualidad (1967, 86). En ese caso, la técnica de congelamiento consistiría en la construcción de una máquina eléctrica que haría comprimir el corazón y sostendría la ventilación pulmonar. Luego se confinaría a las personas en una especie de ataúd de plástico, espumoso y envuelto en nieve carbónica. Inmediatamente después de que dejase de latir el corazón, se procedería a inyectar generosas dosis de heparina, con el propósito de impedir la coagulación sanguínea. Se aplicaría respiración artificial, además de un masaje cardíaco sobre el tórax izquierdo y externo para que la sangre circulara generosamente, mientras el cuerpo se iba enfriando con el hielo. Prosigue Bernal:

La finalidad en la aplicación del masaje radicará en que las células, especialmente las cerebrales, tengan el suficiente oxígeno, en tanto serán la clave de la supervivencia ulterior. Inmediatamente se les inyectará sulfóxidodimetílico intravenoso, muscular y visceral. Luego se guardará el cuerpo a 195 grados bajo cero. (1967, 39)

Finalmente, la congelación duraría décadas, siglos. A pesar de que transcurrieran cincuenta o cien años, después de la congelación los cuerpos regresarían "remozados, nuevos y vibrantes" ante la acción catalítica. Quizá se haría necesario pensar en futuras estrategias para colonizar la Luna, con el fin de ampliar el espacio vital. Si esa resurrección se lograra, según afirmaba el doctor Bernal Moreno, al descongelar los cadáveres el cuerpo humano debería venir dotado de nuevas fuerzas, de defensas e inmunización suficientes para ponerse a salvo de la agresión física, psíquica, química y bacteriológica procedente de los ambientes urbanos. A pesar de todas aquellas previsiones, quedaba una última interrogación para el doctor Bernal:

Si en el momento de la muerte, enseña la Santa Iglesia, el alma se desprende del cuerpo, al descongelarse, ¿se reaparece en el mundo de los vivos con la misma alma? ¿O se aparece con una nueva, pura, diferente, sin contagio con el pecado original, incorporada a la nueva vida? ¿Ya se habrá purgado amplia y generosamente, con la misma muerte, el pecado original? (1967, 40)

Finalmente, aquella incógnita debía suscitar, según el doctor Bernal, una profunda reflexión sobre la adopción de los logros de la ciencia y, en general, sobre las manifestaciones del espíritu investigativo del ser humano que compiten incluso con la tradición religiosa y el poder divino.

CONSIDERACIONES FINALES

El contenido de los documentos revisados revela una serie de discursos que introdujeron nuevas ideas en torno a dos asuntos fundamentales: en primer lugar, la importancia de ciertos cuidados frente a otros individuos potencialmente enfermos y, en segundo lugar, la necesidad de conservar la salud propia desde un horizonte psicosomático y estético. A partir de la segunda mitad del siglo XX, se asistió a una nueva necesidad de domesticar el sufrimiento, exaltar el bienestar y la salud equiparándolos con belleza, e impugnar los riesgos de no saber prevenir ni aprender a "mantener a raya" la enfermedad y la edad.

A partir de las fuentes consultadas se despliega un juego de verdades sobre el cuerpo, prácticas de autocuidado y formas de habitar un espacio urbano como el de Medellín. Tanto en la literatura médica como en la prensa y en los magazines de farándula del periodo que va de la década de los cincuenta a la de los setenta se puso un nuevo acento en la manera de ver la corporalidad, no únicamente como un espacio de disfrute, sino también como una amenaza latente, pero gestionable. Bajo esta premisa de racionalización corporal, se pretendió armonizar las representaciones del cuerpo y el alma en un flujo de imágenes y signos. Más que separar lo normal de lo patológico, se buscaba saber identificar los factores y riesgos de los focos patógenos. Lo anterior se constituyó en uno de los signos del progreso y en expresión de un afán de ofertar mayores niveles de seguridad personal a los habitantes de Medellín.

También encontramos que el cuidado del cuerpo no solamente supuso una forma de concebir la enfermedad o el desgaste de este como signo de deficiencias y carencias. El afianzamiento de la mirada preventiva también pareció instalarse en los propios resquicios de un bienestar asociado a la estética de la vida y a una subjetividad anclada en la esfera de lo privado (Aries y Duby 1991, 389; Borja y Rodríguez 2011, 365; Courtine 2006, 273). Se relacionaron obesidad y enfermedad, fealdad y trastornos psicosomáticos. Se crearon espacios habitacionales destinados únicamente a los ancianos con el ánimo de ocultar la muerte y simular la juventud eterna. A la juventud y a los cuerpos saludables y activos se les adjudicó la obligación de encarnar los nuevos valores del progreso, a partir de la necesidad de que los ciudadanos aprendieran a gestionar de manera responsable un régimen de vida saludable desde el autocuidado.

Si para Michel Foucault el cuidado de sí se refería, en el mundo grecorromano, a preocuparse por el alma, por las actividades y la acción política (2000, 50-59), en los últimos años significa hacer acopio de un conjunto de competencias, ofrecidas en el mercado de consumo, para mantenerse sano a partir del aislamiento. Dicha representación de lo que es saludable ha configurado la utopía de un cuerpo perfecto que se busca incansablemente, a través del esfuerzo y la disciplina. De otro lado, si anteriormente el pensamiento eugenésico y fascista se encaminaba a la supresión de los grupos humanos débiles y patológicos como parte de la misión del Estado, a partir de la segunda mitad del siglo XX han cobrado fuerza las ideas de la "autogestión de los asuntos psicosomáticos" y el "óptimo bienestar" (Linares Salgado 2008, 217). Este anhelo de "obtener la salud integral", tal como lo analiza Pedraza (1999, 175), ha implicado la regulación de las relaciones sociales y la evitación de patologías y desórdenes mentales. En fin, la difusión e intervención de los discursos médicos en las esferas de la vejez, la obesidad, la contaminación de la ciudad, la fealdad, la belleza y la muerte marcaron la entrada de la modernidad en la sociabilidad urbana de mediados de siglo XX en Medellín.

AGRADECIMIENTOS

Gracias a Andrés Salcedo y a las editoras de la RCA por su apoyo en la elaboración de este artículo.


Notas

1 Este artículo es resultado de la investigación de Maestría en Historia titulada "Cuerpo y alma en las políticas de bienestar: Medellín 1945- 1975", realizada en la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín.

2 La revista Cromos, a pesar de ser editada en Bogotá, ha tenido gran circulación en la capital antioqueña.


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