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Revista Colombiana de Antropología

versão impressa ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.49 no.2 Bogotá jul./dez. 2013

 

MUJERES DEL SERVICIO DOMÉSTICO E INTIMIDAD FAMILIAR EN BOGOTÁ

FEMALE DOMESTIC WORKERS AND FAMILY INTIMACY IN BOGOTÁ

ANA CAMILA GARCÍA
FACULTAD DE MEDICINA, UNIVERSIDAD EL BOSQUE, BOGOTÁ, COLOMBIA
garciaana@unbosque.edu.co

Recibido: 14 de febrero de 2013 Aceptado: 29 de agosto de 2013


Resumen

Este artículo analiza las prácticas de sujeción y subordinación a las cuales fueron sometidas las mujeres que trabajaban en el sector del servicio doméstico en Bogotá de 1950 a 1980. Primero, presento el enfoque metodológico desde el cual me acerco a la importancia que este oficio ha tenido para muchas familias de clase media en la ciudad de Bogotá. Después, discuto el control que los patrones ejercían sobre el comportamiento y la sexualidad de estas mujeres, que debían mantener su reputación. Finalmente, exploro la sexualización de la figura femenina del servicio doméstico y las contradicciones de una moralidad dual dentro del grupo familiar, en el que se oponían matrimonio a erotismo, y los roles de la señora y la criada.

Palabras clave: mujeres, servicio doméstico, sexualidad, prácticas familiares, prostitución.


Abstract

This article analyzes the practices used to subdue and subordinate female domestic workers in Bogotá between 1950 and 1980. First, I present the methodological approach through which I explore the importance this job has had for several middle class families in the city of Bogotá. Then I discuss the control that patrons exerted over the sexualities and behaviors of these women who were striving to keep their good name and reputation. Finally, the article analyzes how these female workers were sexualized according to contradictory and binary family moral standards in which marriage was opposed to eroticism and the role of maid opposed to the one of the virtuous lady.

Keywords: women, domestic employment, sexuality, family practices, prostitution.


INTRODUCCIÓN1

La presencia de mujeres encargadas del servicio doméstico2 en casas de familias particulares ha sido imprescindible desde tiempos de la Colonia. Hasta finales del siglo XX fue común que las familias bogotanas tuvieran sirvientes domésticos, aún aquellas de bajos ingresos. Dado que los grupos familiares eran numerosos, el servicio doméstico tenía alta demanda y representaba un símbolo de estatus y prestigio ante las demás familias (Rodríguez 2004, 204).

La distancia que regía entre los patrones y estas mujeres que trabajaban en oficios de cuidado, preparación de comida y aseo se demarcaba con el uso de términos socialmente peyorativos: criadas, sirvientas, caseras, coimas, mucamas, guisas, entre otros (García 1993). Recientemente se las ha llamado empleadas, y esto no solamente reflejó un cambio en la concepción de esta actividad, sino que coincidió con el creciente discurso de derechos ciudadanos que transformó imaginarios sociales, percepciones y autopercepciones sobre estas trabajadoras. Con la denominación de empleadas se reconocía este oficio como un trabajo formal.

Este oficio no estuvo amparado ante la ley hasta mayo de 1988, cuando la Ley 11 hizo obligatorio el pago de seguridad social para las empleadas y reconoció, tras una larga década de intentos, su derecho a la sindicalización3. Las mujeres que desempeñaban este oficio tendrían que esperar hasta la década de los noventa para que sus jornadas de trabajo y descansos quedaran legalmente establecidos4. No obstante, el reconocimiento legal no implicó necesariamente su cumplimiento por parte de los empleadores, como muestra un estudio realizado a finales de 1990 en el suroccidente colombiano (Posso 2008).

Se trata, entonces, de uno de los oficios que más tardíamente obtuvo reconocimiento y protección constitucionales, si se tiene en cuenta que la jornada laboral obrera quedó establecida en ocho horas diarias desde la década de los cuarenta (Archila 1990). Tal demora sorprende al considerar que el porcentaje de mujeres dedicadas a este oficio alcanza un 37% del total de mujeres colombianas para 1984 (Cáceres 2003). Esta proporción se mantiene en toda la región de América Latina, razón por la que fue denominado el trabajo de la cuarta parte (León 1984, 2).

Muchos juristas argumentaban que, dado que los hogares no eran empresas con ánimo de lucro, las llamadas "sirvientas" carecían del estatus de trabajadoras. A quien no le fuera reconocido el carácter de trabajador, tampoco le era reconocido legalmente su derecho al descanso (Thompson 1989), por lo que estas mujeres del servicio debían estar a disposición de los patrones día y noche.

La categoría misma del oficio doméstico como trabajo estaba en entredicho: se situaba en la frontera entre el mundo de la producción, la empresa, y el de la reproducción, la casa (De La Garza 2011). Este debate continúa aún hoy y son varias las propuestas en curso que procuran incorporar bajo la legislación laboral todos los oficios domésticos por considerarlos servicios del cuidado (Martín 2008). Hacia 1972, producto de debates en la Organización Internacional del Trabajo (OIT), se crea el término sector informal, esfera del trabajo en la que toda forma de asociación laboral no formalizada era reconocida como trabajo (Lautier 2003). A partir de entonces, se asoció el trabajo doméstico con el trabajo informal. Sin embargo, en Colombia la desregulación laboral fue una condición ampliamente extendida para los trabajadores hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, y el empleo doméstico era considerado como subempleo debido a la laxitud con la cual se seguían aceptando contrataciones y pagos al margen del derecho laboral.

Justamente por tratarse de un oficio al margen de la regulación estatal es difícil encontrar evidencia de los pagos que recibían las mujeres del servicio en esa época. En los archivos de la Fundación Hogar San José para Empleadas del Hogar, se encuentran los registros de matrícula de las mujeres que allí estudiaron desde 1950. En ellos consta que hacia 1979 sus salarios oscilaban entre 900 y 1.600 pesos mensuales, mientras para ese mismo año el salario mínimo legal vigente era de 3.450 pesos. Es decir, la remuneración para estas mujeres estaba por debajo del 46% del valor del salario mínimo.

En 1980 el servicio doméstico se transformó, y pasó de ser una actividad de trabajo interno (en el cual las mujeres vivían en las casas de familia en las que laboraban) a un trabajo realizado por días. Este cambio estuvo asociado a la urbanización creciente, la entrada de la mujer al mercado laboral y el cambio en el número de integrantes de las familias. Entre 1950 y 1980 los grupos familiares pasaron de un promedio de doce hijos a tres, la edad de la unión de las parejas aumentó, se incrementó el número de separaciones y uniones consensuales y disminuyeron hogares que contaban con una empleada doméstica (Rodríguez 2004, 176-179).

MICROHISTORIA E INTIMIDAD

Esta investigación se enmarca en la corriente de la microhistoria (Ginzburg 1990) y apunta a revelar las claves de un orden social más amplio partiendo del análisis de ciertos aspectos de la vida cotidiana y de la intimidad. Seleccioné este tema de investigación por lo reveladoras y significativas que resultaron las historias de las mujeres con quienes conversé, y por lo valiosas que eran para comprender los códigos morales que regían a las familias bogotanas de clase media en un periodo marcado por la migración campociudad, y por la transición de una sociedad mayoritariamente rural a una sociedad urbana y moderna.

Consideradas como pistas del pasado que deben ser objeto de análisis y no pruebas infalibles (Ginzburg 1990, 93-155), las fuentes principales que usé en esta investigación fueron los archivos de instituciones encargadas de la formación de empleadas en la época5, las revistas femeninas de amplia circulación6 y los estudios sobre el trabajo doméstico, la ciudad y la prostitución en Colombia7. Este estudio se enriquece con un análisis documental respaldado por archivos y por la historiografía que aborda la situación de las mujeres trabajadoras en Bogotá.

La fuente etnográfica principal proviene de un trabajo en el que pude recoger los testimonios de diez mujeres cuyas edades oscilan entre 59 y 85 años de edad, dedicadas al servicio doméstico en Bogotá durante el periodo en cuestión. A lo largo del artículo, aparecen fragmentos de sus testimonios, que conforman señales históricas en clave de relato y memoria8.

Este grupo de mujeres tiene como destino común el oficio doméstico, ejercido en sectores geográficos y económicos diversos de la ciudad; aprendieron este oficio en zonas rurales y empezaron a trabajar con familias pertenecientes a sectores populares para luego transitar a un trabajo definitivo con familias de clase media urbana. Al inicio contacté las mujeres al azar, a través de mis propias redes y contactos. Las primeras mujeres que entrevisté me remitieron a familiares y amigas suyas. Con varias de ellas logré entablar una relación de amistad durante la cual logré acceder a un conjunto de biografías heterogéneas que, no obstante, contienen patrones comunes vinculados a las relaciones patriarcales y a las representaciones sociales clasistas y moralistas en boga entre 1950 y 1980.

EL PRECIO DE SER RECOMENDABLE

En 1980 el 68,7% de las empleadas internas permanecían solteras, cifra que a pesar de ser elevada mostraba ya una tendencia descendente con respecto a anteriores décadas (García 1993, 99-116). Esto sucedía en un momento histórico en el que el matrimonio y la maternidad eran esenciales para la realización personal de las mujeres, particularmente a los ojos de sus grupos de procedencia: sectores populares y rurales del país (León 1999, 169-189). Este dato también demuestra la tensión cotidiana en la que vivían las empleadas, quienes se debatían entre sus deseos de realización como mujeres, relativa a este contexto histórico específico, y los alcances que imponía su realidad como migrantes y empleadas del servicio.

El modo como resolvieron esta tensión condicionaba en gran parte su modo de vida y su reputación. Haciendo un análisis de las biografías de las empleadas en Bogotá entre 1950 y 1980, resulta interesante notar la importancia que cobran el rumor, la reputación, la habladuría y el moralismo como condicionantes de sus posibilidades de vida.

Toda mujer del servicio inevitablemente se ganaba una cierta reputación que crecía y se difundía "de boca en boca", y circulaba entre el personal de servicio doméstico y la red de amas de casa. Los comentarios se propagaban de cuadra en cuadra y de barrio en barrio, de manera irreversible. Generalmente, el rumor informaba de casos de mujeres empleadas del servicio doméstico peligrosas, transgresoras del orden, voluptuosas o proclives a los placeres. Bajo una clave contraria, un contraflujo de rumores se refería a mujeres recomendables, castas, dignas de confianza y obedientes. Esta dualidad, expresada en la lectura social que a través del chisme se hacía de las empleadas, denotaba la condición moral dominante de la época, sintonizada con una interpretación católica, según la cual las mujeres debían ser "buenas" pero estaban constantemente tentadas a ser "malas". Las mujeres del servicio solo podían encajar en estos dos moldes: "buena" o "mala", según fuera "recomendable" o "no".

Descuidar su prestigio era jugarse las posibilidades de trabajo, dado que para su vinculación en casas de familia se abrían camino por medio de las llamadas recomendaciones. Aquellas empleadas más antiguas y experimentadas recomendaban a las recién llegadas a la ciudad para facilitar su vinculación con familias cercanas a sus patrones, razón por la cual debían conservar una imagen favorable (Drouilleau 2009). Muchas asumían una actitud prevenida frente a la manera como sus actos podrían ser interpretados por otros. Si eran consideradas confiables y era feliz su proceso de adaptación a la casa de familia ("amañe"), durarían probablemente toda la vida sirviendo a una sola familia. Por el contrario, si despertaban sospecha, sus vidas transcurrían en un constante nomadismo que muchas veces las llevaba a buscar otra fuente de ingreso. Ser recomendable era un asunto estratégico de sobrevivencia para las mujeres del servicio, dado que el "boca a boca" constituía el principal medio de comunicación y establecimiento de contactos. La estrategia de ocultar a sus "amigos" era un asunto de adaptación, coherente con la importancia que la sociedad de la época atribuía a las apariencias alrededor de la castidad de las mujeres jóvenes.

Durante todo el periodo estudiado las mujeres del servicio permanecían, la mayor parte de su tiempo, dentro de las casas trabajando como internas, aisladas del contexto urbano. Sus redes sociales eran pequeñas y redundantes: su círculo afectivo se restringía al circuito familiar, en el que era común la presencia de otras mujeres dedicadas al mismo oficio. No salir sola o permanecer encerrada eran premisas bajo las cuales se resguardaba su buen nombre.

Otras variables consideradas relevantes en este juego de prestigio eran la honestidad, puesta a prueba a través del respeto demostrado por los objetos de valor que los integrantes de la casa tenían, y aún más relevante, el tipo de interacción que tuvieran con los hombres. Así pues, la reputación de estas mujeres pendía del delicado hilo de su disposición o no a tener "amigos".

En los testimonios, llama la atención el significado que las entrevistadas atribuían al término "amigos", teñido de un sentido malicioso y picaresco. La interacción cercana con un hombre diferente a un familiar era interpretada como interacción sexual, por lo cual era vista con sospecha y condicionaba la reputación de la involucrada. Las relaciones de las mujeres del servicio doméstico con hombres eran casi siempre secretas. Los hombres más cercanos a las empleadas y con quienes tenían mayores probabilidades de relacionarse eran los patrones y sus hijos. Emilia, una mujer boyacense que llegó a Bogotá a los catorce años, en 1957, trabajó por once años con una familia que le prohibía salir sola y refiere que tuvo que irse cuando, luego de la muerte de la patrona, el señor de casa esperaba que ella asumiera los roles sexuales de la difunta.

En un segundo lugar, se encontraban los trabajadores de las familias: conductores, jardineros y plomeros. Finalmente, estaban guardias, policías y soldados, con quienes compartían muchas afinidades: eran migrantes, tenían bajos ingresos, trabajaban permanentemente o por temporadas para empresas o en casas de familias, usaban uniforme, debían estar siempre a disposición de sus superiores en horarios muy prolongados y realizaban oficios rutinarios en los que permanecían solos la mayor parte del tiempo, y cuyos espacios estaban sexualmente divididos.

Un escenario fundamental a la hora de establecer interacciones con hombres era el barrio. Ese era tal vez el único espacio en el que ellas podían ser vistas solas mientras hacían "mandados" y compras. Las interacciones tenían lugar en pleno día y con el cuidado de no demorarse mucho más de lo necesario porque esto podía implicar malentendidos, regaños y preocupaciones por parte de los dueños de casa.

Luisa, boyacense que llegó a Bogotá en 1969, cuenta cómo, siendo una de las mayores de doce hermanos, fue a trabajar en una casa de familia que contactó su papá y con la que sigue trabajando luego de más de cuarenta años. Nunca le pagaron directamente ya que los patrones le enviaban a su padre el dinero ganado. Soltera y sin hijos, explica cómo lograba conocer a sus pretendientes:

Los pretendientes los conocía haciendo mandados, caminábamos por el barrio juntos. Pero apenas me invitaban, ya no me gustaban más... Nunca le di el teléfono a nadie. Cuando iba de vacaciones a los Llanos también los muchachos me sugerían cosas, pero me parece como que iban muy rápido... Después, cuando volvía, ellos ya estaban casados... A los ocho días los muchachos ya querían acostarse con uno.

Pocos son los casos documentados de amores duraderos y de largo plazo dentro del grupo de mujeres que entrevisté. La mayoría de las veces esos encuentros se tejían en secretas historias fugaces, con intrincados engaños y desamores. Frecuentemente, soldados, policías y celadores eran transferidos para prestar servicio a otro lugar, de modo que quedaban así radicalmente separados de la mujer.

La presión social por mantener su trabajo hacía que muchas empleadas adoptaran la estratégica posición del ocultamiento. Esto las encaminó a posponer sus planes de matrimonio y constitución de familia, lo cual prolongó su condición de soltería. Otras veces, las llevó a situaciones de embarazo sin matrimonio o de matrimonio sin convivencia, con tal de no dejar su trabajo.

El contexto era hostil para construir relaciones estables; muchas se desilusionaban y adoptaban actitudes de defensa y precaución, como en el caso de Emilia:

Mis hermanos y yo llegamos a la ciudad ¡sin saber para dónde o qué hacer! Así... No nos dejamos embolatar, aprendimos, nos defendimos. Mis hermanos se casaron y yo no me casé, porque hubo una cosa por ahí... Un problema ahí... Y dije, no. Tenía propuesta y tenía todo, ¡pero no! Dije no, ¡olvídese! Después de que a uno lo marcan... ¿Vamos a seguir? ¿Así? No, ¡yo los mandaba al carajo!

Ernestina, también boyacense, llegó embarazada a Bogotá cuando tenía dieciséis años, en 1970. De esa experiencia aprendió a evitar a los hombres. Ella empezó en el oficio desde que su padre murió, cuando tenía siete años, e iba a las casas de las vecinas a ayudarlas. En Bogotá contactó a una familia con la que trabajaría a lo largo de treinta años, hasta cuando los patrones se separaron y abandonaron la ciudad. Me relata que nunca volvió a tener una relación estable:

Nació mi hija y se desapareció [el papá]. Igual eh... Eso que de pronto uno por ahí, eh... Tiene... como "amigos", como algo que le hablan así, pero no. Tan pronto tuve conciencia de lo importante que era uno y de la responsabilidad tan grande que implicaba una relación, entonces no. Mucho menos pensar uno en casarse.

Los matrimonios y las uniones de las empleadas se aplazaban. Lo mismo sucedía con las edades en las que tenían hijos: exceptuando los no pocos casos de abuso sexual o engaño, posponían la maternidad para etapas posteriores al promedio de edad de la época, o se decidían por el abandono o el aborto (Kuznesof 1993, 27-37; León 2013).

SECRETOS SOBRE EL SEXO Y LA MATERNIDAD

Uno de los fenómenos que más afectó a las mujeres del servicio fue la falta de educación sexual y reproductiva. La mayoría desconocía esta dimensión emocional, sexual y erótica en sus vidas, que percibían desde el halo del pecado y el misterio. La información a la que tenían acceso provenía de la Iglesia y de las otras mujeres (a través, nuevamente, del rumor), y era común a ambas fuentes de información altos niveles de censura, reproche y especulación. Como respectivamente relataron Luisa y Marina:

Yo más o menos de las cosas me eché a enterar [refiriéndose a la sexualidad] fue por las niñas de los patrones, que en el colegio les enseñaban las cosas y venían y me hablaban. Hablábamos y me eché a enterar de muchas cosas que pues... que... ¡Yo digo que yo seguí siendo una niña como hasta los veinti... quién sabe cuántos años!

¡Eso [sobre sexo] no se podía hablar! ¡Eso era pecado! Yo tenía veinte años y no sabía lo que era marica... Porque yo era bastante inocente, yo era una niña limpia de alma y de cuerpo, criada por un campesino en un hogar bien constituido, sin porquerías.

Junto a esta interpretación religiosa del sexo como algo sucio y desconocido hay evidencias de los planes que hacían estas mujeres con respecto al momento en el que se sentían dispuestas a tener hijos. El grado de autonomía sobre sus planes de maternidad era relativo, puesto que para tomar decisiones dependían, en gran medida, de su pareja y, en general, de sus experiencias particulares. El único método de planificación que pudo documentarse fue la abstinencia9 (García 2011). Ester, santandereana nacida en 1952, decidió salirse de la escuela normal para trabajar en el oficio doméstico en casa de una familia campesina. Migró a la ciudad a los catorce años, y se casó a los veintiuno con un trabajador de una empresa de aseo, con quien tuvo dos hijos en las siguientes condiciones:

Nos casamos. Tuvimos la primera hija a los dos años, cuando yo tenía veinticuatro. Le dije [a mi marido]: "Hasta que no tengamos un lugar en dónde vivir, así sea debajo de una piedra, no voy a tener más hijos, porque no quiero verlos sufrir más".

Del mismo modo, Marina sabía que debía tener a su hijo cuando ya gozara de alguna independencia: "El matrimonio ya no me importaba, pero yo decía: 'Yo quiero tener mi criaturo cuando tenga dónde meter la cabeza porque no quiero que nadie me lo trate mal'".

En algunos casos, el deseo de criar y experimentar la maternidad se escindía de la posibilidad de tener relaciones sexuales. Aunque tener hijos era una idea atractiva para todas las mujeres entrevistadas, tener sexo no lo era tanto. Entonces, la posibilidad de "adoptar" a los hijos de los patrones se volvía atractiva, como en el caso de Luisa:

No me casé, no tuve hijos, por ahí enamorados... Pero así, nada serio. No me interesaba. Cuando estaba en mi casa sí pensaba que algún día me iba a casar e iba a tener hijos... Pero ya después ya me tocó venirme para la ciudad y pensé: "Para qué tener hijos...". Después pensé que sí me gustaría, pero algún niño que sea de alguien, criarlo yo... Pero yo me encariñé mucho aquí con los niños de la casa, empezaron a llegar los nietos y es como si fueran mis hijos.

Dados los conflictos morales que suscitaba el sexo, cuando llegaba el embarazo por lo general se ocultaba. Por ser un evento que casi siempre tenía lugar fuera del matrimonio, la gestación y el nacimiento de los hijos estaban acompañados de misterio y, no en pocos casos, soledad. Ana, una santandereana que llegó a Bogotá en 1966 y que lleva cuarenta años trabajando para la misma familia, nos cuenta la manera en la que asumió sola los embarazos de sus dos hijos.

Nadie sabía que yo estaba embarazada. Mi hija nació un sábado ¡y yo trabajé hasta el viernes! Ese fue un momento muy difícil para mí... ¡Con mis hijos yo nunca traté de mostrar los embarazos! Nadie sabía que yo estaba embarazada. El domingo apareció el papá [de la niña] diciendo que esa no era hija de él... Ahí comenzó mi drama.

Además de los embarazos secretos, este alto nivel de censura y desconocimiento del sexo y la reproducción implicó también una serie de riesgos para la salud de las mujeres del servicio. Las entonces llamadas "sirvientas" pertenecieron a uno de los grupos más afectados por el contagio de sífilis, uno de los principales problemas de salud pública a mediados del siglo XX en Colombia. En 1945 se calculaba que cerca del 18% de la población bogotana sufría de esta enfermedad (García 2002, 283).

Según los registros del Instituto de Salud, los dos oficios más comunes dentro de la población de infectados eran, en primer lugar, el de "vagabundas", término de la época con el que se aludía a las prostitutas, y, en segundo lugar, el de "sirvientas" (García 2002). Es claro que los infectados no acudían al médico por la vergüenza y el estigma con los que se asumía esta enfermedad.

El servicio femenino no era concebido como un trabajo, sino como una relación de sumisión y disponibilidad casi ilimitada, herencia de las costumbres asociadas al servilismo (Molinier 2012). En esas condiciones, la sífilis se convierte en una pista que permite rastrear las redes sociales y las prácticas sexuales de las familias de la época. En muchos casos, los señores de casa frecuentaban prostíbulos y tenían también relaciones sexuales con la mujer del servicio y con sus esposas, por lo que era frecuente que contagiaran a estas últimas que, en su caso, no consultaban su estado de salud, o lo hacían con médicos particulares para mantener en secreto la presencia de una enfermedad de transmisión sexual en la familia.

Uno de los temas poco mencionados de la cotidianidad familiar era, precisamente, el de las prácticas sexuales, los embarazos y las enfermedades de transmisión sexual. No solo eran grandes secretos familiares, sino que ponían a algunas mujeres en verdadero riesgo. Aunque, como veremos, para algunas personas esta ignorancia resultaba estratégica.

ABUSO DETRÁS DEL DELANTAL

La figura femenina sometida al servicio tenía fuertes connotaciones sexuales en el imaginario masculino familiar. Estas representaciones también estaban presentes cuando las mujeres ejercían el oficio de meseras y enfermeras. Las familias cuyas empleadas habían sido abusadas dentro de la casa enfrentaban de distintas maneras lo sucedido: se permitía abusar aún más de la empleada o, por el contrario, se la sobreprotegía.

Algunas familias se aprovecharon de su empleada colocándola silenciosamente al servicio sexual de sus miembros (Martínez 2002; Reyes 2002; Sepúlveda 1970). Desde comienzos del siglo XX, parte de la cotidianidad de las familias consistía en convivir con la sirvienta y demandar de ella satisfacción sexual en el caso de los señores y jóvenes de la casa. La iniciación sexual de los hijos de los patrones con la empleada era algo acostumbrado, como lo fue también en los prostíbulos, aunque en este caso se corrían mayores riesgos (Reyes 2002, 226).Varios métodos fueron usados: la seducción, el engaño o el uso de la fuerza. Sorprendentemente, estos actos tenían lugar con la complicidad de la señora de casa (Velásquez 1989, 18). A propósito, cuenta Ernestina:

Lo peor de ser empleada es... Primero que todo yo era muy joven (tendría unos quince o dieciséis). También llegué a una familia que no era así como muy culta... Eso fue muy duro para mí porque... Él era un señor muy mujeriego, como que tenía más... Le coqueteaba mucho a las mujeres, había tenido con otras señoras más hijos... Entonces yo caí con ese señor. Mi hija es hija de ese señor.

La honra masculina descansaba en el control que los hombres ejercían sobre la sexualidad de las mujeres de su casa (Velásquez 1989). La dominación del hombre sobre las mujeres y la libertad para manejar su sexualidad frente al recato que se esperaba de estas eran asuntos incuestionables del orden social y familiar prescrito, incluso en el Código Penal de 1890, que justificaba el amancebamiento de los hombres, mientras que juzgaba duramente el adulterio en las mujeres. Hasta el comienzo del siglo XX dicho código permitía el asesinato de la mujer infiel para reparar la inquebrantable honra masculina. El código, como tal, estuvo formalmente vigente hasta 1980, cuando fue derogada la última norma que perdonaba la violación si, después del evento, el hombre se casaba con su víctima (Velásquez 1989, 14). Consecuentemente, la violencia masculina era social y jurídicamente legitimada.

Esto hacía que las relaciones entre las mujeres del servicio doméstico y los hombres estuvieran cruzadas por varias paradojas: propuestas silenciosas, sugerencias atractivas y ofensivas, seducción, dominio y obediencia. La autoridad del padre, sinónimo de mando, era fácilmente proyectada hacia el dueño de casa (o hacia otros hombres), de manera que algunas aceptaban resignadamente ser acosadas, como parte del orden natural de su subalternidad dentro de la jerarquía familiar y social.

Una hipótesis que explica las situaciones íntimas de asedio y acoso a las que estaban sometidas las mujeres del servicio gira en torno a los sentidos e imaginarios sociales de los hombres sobre sus esposas y las trabajadoras sexuales. Resulta revelador el estudio realizado en 1957 por la antropóloga colombiana Virginia Gutiérrez con 136 obreros capitalinos entre los que se pudo establecer que todos eran visitantes asiduos de prostíbulos. Al indagar por las razones de ello, se revela la particular idea de mujer que tenían estos hombres:

El obrero parte del principio de que falta al respeto a su mujer legítima y a su hogar, si busca en aquella satisfacciones placenteras más amplias y variadas. Y asimismo, cataloga a su cónyuge, si las sugiere, dentro de la categoría moral de las otras mujeres que frecuenta clandestinamente y entra de inmediato a considerar la posibilidad de infidelidad por parte de su consorte, de la cual juzga que ha aprendido, fuera de su control, tales prácticas (Gutiérrez 1957, 159).

La idea según la cual se concebían como contrarios el placer y la esposa, el deseo y el matrimonio, separaba a las esposas de todo aquello que se realizara en la intimidad de los prostíbulos y los cuartos del servicio. Este factor también favorecía el acoso a las mujeres del servicio doméstico. "La prostitución se consideraba un medio de defensa de las buenas mujeres, depositarias de virtud [...]. Para preservar la honradez de la mujer buena y virtuosa, la mujer pobre y prostituta satisfacía la incontinencia sexual de los hombres" (Velásquez 1989, 16).

Estas ideas sobre los roles masculinos y femeninos se difundían desde los centros de enseñanza de mujeres, en su mayoría a cargo de instituciones religiosas que educaron a muchas amas de casa y mujeres del servicio doméstico durante el periodo en cuestión:

Las monjas nos adiestraron muy bien en tener un hogar como Dios manda... Significa que el hogar lo hace la mujer. Al hombre no se le puede pedir, sino... De cien, noventa y nueve y medio lo tiene que poner uno, al otro se le pide medio no más... Porque en general el hombre trabaja y... Y uno es el que hace el hogar. Allí decían: "¡Ustedes se tienen que acostar de último y levantarse primero, como Dios manda!". Uno pequeño decía: "Qué risa, la monjita...". Y después, ¿quién se levantaba de primeras y se acostaba de últimas? (Entrevista con Marina)

Esta disposición para el servicio y la obediencia para asumir todas las cargas del hogar "como Dios manda" favorecieron el acoso y abuso de estas mujeres, dado que en muchos contextos se trataba simplemente de cumplir las expectativas sociales que había con respecto a ser mujer (Arango 2011, 91-109). Si bien la mujer del servicio era "como de la familia", no compartía sus lazos de sangre y se asumía que podría estar disponible para un acto sexual exento del rótulo del incesto. Adicionalmente, tratándose de jóvenes campesinas, la inmensa mayoría tenía poca o nula experiencia sexual, lo que se suponía soslayaba el peligro de escándalos o el de contagio de enfermedades de transmisión sexual a los hombres (Martínez 2002, 145).

Debido al profundo miedo al abuso por parte de sus patrones, muchas mujeres dedicadas al servicio doméstico prefirieron adoptar una actitud de inercia para prevenir posibles situaciones incómodas, aplicando el refrán popular "Mejor malo conocido que bueno por conocer", y decidieron trabajar de forma vitalicia para una sola familia, aun cuando el pago o las condiciones no fueran justas.

Cecilia llegó de la costa atlántica a Bogotá en 1964, a la edad de diez años, y fue engañada por una pariente que, en lugar de ponerla a estudiar —tal y como se lo había prometido—, la puso a trabajar contra su voluntad en el servicio doméstico. Desde entonces, trabajó como empleada interna. No tiene pareja ni hijos y narra cómo aprendió a ser prevenida y a valorar la familia con la que trabaja, a diferencia de sus hermanas, que sí tienen que convivir con el abuso de sus patrones:

A mí me respetaban, aunque había cosas que tenía que aguantar... Yo oía a mis hermanas que les tocaba... Que lo que les proponían los señores, los jóvenes... Aguantarse las proposiciones... O ver cosas, cosas que uno no está acostumbrado a ver: que ver personas desnudas, que... Porque uno es pudoroso.

Si los encuentros sexuales entre el patrón o sus hijos y la empleada terminaban en el embarazo, se la repudiaba. En los peores casos, esta historia terminaba con la expulsión de la empleada a la calle, de modo que esta, sin familia en la ciudad, tenía que regresar a la casa materna o rebuscarse la vida en empleos informales o en el trabajo sexual. Aquellas que decidían defenderse del asedio escapaban solas de las casas, con lo cual contrariaban tanto a su propia familia como a la de los patrones.

Datos de 1977 señalan que del total de mujeres trabajadoras en las siete mayores ciudades del país 20% se dedicaban al servicio doméstico y trabajaban internas. Ese mismo año, en Bogotá, las mujeres del servicio internas representaban un 17,4% del total de las mujeres trabajadoras, esto es, 108.182 mujeres, entre las que el 85% eran migrantes de origen rural, la mayoría solteras y con bajos niveles de escolaridad (García 1993, 104). Son frecuentes las biografías individuales que dan cuenta de que, una vez perdida su reputación (por el nacimiento de un hijo), las empleadas domésticas podían terminar trabajando en los prostíbulos.

La segunda estrategia para mantener en silencio el abuso sexual de la empleada y proteger el buen nombre y la decencia de la familia consistía en que los señores de casa asumían, a su vez, una actitud protectora con la mujer del servicio.

Tanto asuntos directamente relacionados con el oficio, como otros puramente personales (higiene corporal, comidas, amistades, salidas, llamadas, etc.) eran meticulosamente vigilados por los patrones. En últimas, este control ejercido por las familias de los empleadores disminuía al máximo posible la autonomía, la privacidad y la individualidad de la empleada (Melucci 2001). Incluso estas mujeres aceptaban con beneplácito la protección ofrecida por las familias "adoptivas", de las cuales llegaban a sentirse integrantes, de modo que dotaban así a los patrones de la autoridad moral propia de unos padres biológicos. Aquí caben los testimonios de mujeres que hoy son mayores, trabajaron toda su vida en el servicio doméstico para una sola casa de familia y no se casaron ni tuvieron "amigos". La familia de los patrones se convertía en su propia familia, en la que ocupaban el lugar de la hija mayor: obediente, soltera, servicial y casta. Alicia, la mayor de las entrevistadas, nacida en Honda y quien llegó a Bogotá a los dieciséis años, en 1944, fue criada por una madrina que antes de morir la entregó a otra familia para que la cuidara. Esta familia la adoptó y la encargó del servicio doméstico, oficio al que se dedicó por un periodo de 65 años durante los cuales no le pagaron por considerarla pariente, hasta el día en que la mamápatrona la despidió.

Otras familias proyectaron en estas mujeres la imagen de hija, mamá servicial o esposa fiel y generaron condiciones para que asumieran tales roles en el grupo familiar. Un sinnúmero de historias dan cuenta de la búsqueda de afecto, compañía y placer ejerciendo activamente su sexualidad, como lo cuenta Ernestina:

Sobre todo allá me fue muy bien. No fue tanta la plata que me gané allá, sino que me gané el cariño del doctor y de sus hijos, para mí y mi hija. ¡Y ahora mis nietos!... Tanto él dependía mucho de mí, como yo de él. Aparte de ser mi patrón era como... mi confidente y mi amigo, ¿no? Irme me dolió mucho por él.

A pesar de lo frecuente, el abuso sexual de las empleadas estuvo silenciado en la literatura académica. Los primeros estudios al respecto, como el de Saturnino Sepúlveda, datan de los años setenta. Otros trabajos más recientes analizan el caso de algunas mujeres que acudían a la seducción de los señores de la casa como estrategia de ascenso social y elevación de estatus (Drouilleau 2009). Eran tildadas de "poco recomendables", capaces de ejercer presión y manipular a los patrones. Frecuentemente, esta relación se daba bajo la figura de la amante, pues convenía a ambas partes: por un lado, se le evitaba la vergüenza al patrón; por otro, la empleada aseguraba poder de manipulación, so pena de revelar el secreto, así como acceso —por lo menos parcial— a un sector social de mayores recursos (Bourdieu 1979). En esta situación, ninguno consideraba al otro digno de ser llamado pariente.

CONCLUSIONES

La vida privada nos revela la importancia que ciertos códigos morales y culturales de dominación adquieren en el ámbito familiar (Prost, Vincent y Bottmann 2009). Los testimonios y las biografías de las mujeres del servicio doméstico que aquí he presentado revelan prácticas familiares muy comunes, atravesadas por una sexualidad soterrada y silenciosa. La esfera íntima y familiar que describo da cuenta de que las representaciones de género, edad y clase justificaban el abuso hacia mujeres que trabajaban en el servicio doméstico y encubrían relaciones de explotación bajo la apariencia de protección.

La intimidad familiar aquí descrita nos ayuda a entender mejor la importancia que ciertos sectores sociales de clase media les daban a las buenas costumbres y prácticas religiosas, mientras ocultaban los intercambios sexuales no consentidos que conectaban las esferas de la prostitución, la infidelidad, el abuso y el asedio sexual. Dentro de estas prácticas, las mujeres del servicio estaban a merced de las condiciones y los códigos privados propios de las casas de familia donde trabajaban. Sin fronteras jurídicas que establecieran límites entre lo que era legal y lo que no, los comportamientos quedaban regidos por la costumbre.

Cabe destacar el carácter paradójico y contradictorio de relaciones de dependencia y afecto, lealtad y sometimiento, miedo y violencia. Trabajar en casas de familia implicaba una demanda tácita y naturalizada de servicios sexuales para las mujeres contratadas en el servicio doméstico. Dentro de sus funciones figuraban lidiar con secretos familiares y asumir un rol sexualizado en el que jóvenes migrantes rurales, con bajos niveles de educación formal, eran engañadas y explotadas. El control y la influencia que ejercieron dichos grupos familiares sobre estas mujeres fueron muy importantes en sus trayectorias de vida. Si bien muchas de ellas aceptaron las condiciones para ser cooptadas y adoptadas y asumieron un rol sumiso por el resto de su vida, otras comprendieron su situación como un mecanismo de movilidad social o para asegurar unas condiciones de vida aceptables. La situación de estas mujeres jóvenes, migrantes y de procedencia rural reflejaba un complejo lugar social de frontera, que debieron asumir tanto en la esfera de las relaciones de parentesco como en los ámbitos laboral y público.

AGRADECIMIENTOS

A las mujeres que participaron con su valiente testimonio en esta investigación. Del mismo modo, al equipo editorial de la RCA y al editor invitado, Andrés Salcedo.


Notas

1 Este artículo está basado en la investigación titulada: "Memorias, uso del tiempo y cotidianidad de las empleadas domésticas. Bogotá, 1950-1980", realizada como trabajo de tesis para optar al título de maestra en Historia de la Universidad de Brasilia en abril de 2011, y como becaria del Conselho Nacional de Desenvolvimento Científico e Tecnológico de Brasil (CNPq).

2 En este trabajo, las mujeres que realizan oficios domésticos como modo de trabajo son denominadas mujeres del servicio doméstico. Esta denominación pretende a su vez respetar la historicidad del fenómeno, evitar el término de empleadas domésticas (porque supone condiciones de empleo que en los casos explorados no se cumplen), así como otras denominaciones actualmente violentas (aunque usuales a mediados del siglo XX), como sirvientas (porque supone condiciones de servidumbre que no en todos los casos se dan).

3 Se trata del Decreto 824 del 3 de mayo de 1988, que reglamentó la Ley 11, la cual determinó un régimen de excepción para la cotización de la empleada doméstica sobre una base menor al salario mínimo. Adicionalmente, reglamentó una subvención del Estado que buscaba garantizar, a pesar del bajo valor de los aportes, plena cobertura social y pensión equivalente a un salario mínimo para estas trabajadoras. Esta excepción fue derogada en 2003 con la Ley 797, durante la presidencia de Uribe Vélez (León 2013).

4 Aún hoy el Código Sustantivo del Trabajo no regula expresamente la jornada de trabajo para el servicio doméstico. No obstante, en la Sentencia C-372 del 21 de junio de 1998, la Corte Constitucional señala que la jornada no puede exceder diez horas diarias y regula los descansos los domingos y festivos.

5 Específicamente, el Centro de Promoción, Ayuda y Orientación para Empleadas del Hogar San José, fundado en 1950, tenía presencia nacional, con sedes en Cali, Pasto, Popayán, Girardot, Bogotá y Medellín. Hoy se encuentra en las dos últimas ciudades. Se trata de un centro privado, sin ánimo de lucro y laico asociado, no obstante, a Acción Católica, una forma de apostolado de la Iglesia católica.

6 Fueron revisados los siguientes números de la revista Cromos: 870 y 873 de 1933; 1735, 1737 y 1738 de 1950; 2228 y 2230 de 1960; 2497 y 2507 de 1965; 2724 y 2761 de 1970; y 2778 y 2969 de 1971.

7 Estudios que son referenciados e incluidos en la bibliografía del presente artículo.

8 La identidad de las mujeres es salvaguardada por cuestiones éticas.

9 Llama mucho la atención la manera como las entrevistadas hacían referencia a la sexualidad. Las alusiones al tema sexual se hacen a través del uso del término cosas. Esto refleja, aun hoy, la incomodidad para hablar de un asunto que para muchas de ellas se relegaba al silencio de la intimidad.


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