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Revista Colombiana de Antropología

Print version ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.49 no.2 Bogotá July/Dec. 2013

 

MUSEO DEL ORO: VIÑETAS

MUSEO DEL ORO: VIGNETTES

LES FIELD
UNIVERSITY OF NEW MEXICO, ALBUQUERQUE, ESTADOS UNIDOS
lesfield@unm.edu

CRISTÓBAL GNECCO
UNIVERSIDAD DEL CAUCA, POPAYÁN, COLOMBIA
cgnecco@unicauca.edu.co (Organizadores)

Recibido: 6 de junio del 2012 Aceptado: 28 de noviembre del 2012


Resumen

En enero de 2011 convocamos a un grupo internacional de académicos/activistas para discutir en Colombia las complejidades de la relación entre arqueología, excavaciones "ilícitas", museos y comunidades indígenas desde una mirada comparativa. El taller de tres días tuvo lugar en Bogotá y Villa de Leyva. Uno de los eventos programados durante los dos días de la parte bogotana del taller fue una visita al Museo del Oro. En el restaurante del museo conversamos sobre lo que acabábamos de ver, sentir y pensar, y surgieron estas impresiones en las que el estupor convive con un fuerte deseo por decir algo. En Villa de Leyva nació la idea de que cada uno de nosotros transcribiera sus emociones en formato de viñeta.

Palabras Claves: Museo del Oro, representaciones, pueblos indígenas, arqueología.


Abstract

In January 2011, we summoned in Colombia an international group of scholars/ activists to discuss the complexities of the relationship between archaeology, "illicit" excavations, museums, and indigenous peoples from a comparative gaze. The three-day workshop took place in Bogotá and Villa de Leyva. One of the events we set up during the Bogotá's leg of the workshop was a visit to the Museo del Oro. In the museum's cafeteria, we talked about what we had just seen, sensed and thought, and there emerged these impressions in which astonishment lives alongside an urge to say something. In Villa de Leyva we decided that each participant would write a vignette about her/his visit to the Museo del Oro.

Key words: Museo del Oro, representations, indigenous peoples, archaeology.


LA AUSENCIA DE LOS DIOSES

Nick Shepherd

¿Qué significa vivir como los herederos de la violencia colonial? ¿Qué pasa cuando los beneficiarios de esta violencia cuentan la historia del pasado? ¿Qué pasa cuando esta historia se convierte en la base de una nueva identidad nacional? Una respuesta es que una situación de ese tipo produce negaciones y sueños febriles. Las cosas que son negadas incluyen logros indígenas, el acto fundacional de violencia que inaugura el Estado colonizador y el vínculo causal entre actos de injusticia histórica y formas de injusticia social contemporánea. Los sueños febriles refieren a nuevos órdenes de riqueza, futuros brillantes y lazos míticos entre las élites históricas y las contemporáneas.

El Museo del Oro de Bogotá ofrece una extraordinaria materialización de estas dos fuerzas. Pasar por sus galerías es pasear a través del inconsciente del Estado colonizador, más tarde narco-Estado. Aquí estamos más cerca de los sueños febriles de la nacionalidad corrupta que en cualquier otro lugar. En el centro del museo está el mito de la ceremonia de El Dorado. El heredero de la jefatura asume el poder con una ofrenda de oro a los dioses. Llevado en un bote al centro del lago, arroja al agua oscura un tesoro brillante. El mito adquiere forma en dos lugares: la extraordinaria réplica de la balsa de El Dorado y la Sala de la Ofrenda, el punto final catártico del recorrido. Sobre su visita a la galería que contiene la balsa, Joel Zartman (2009) escribió: "El cuarto silencioso y oscuro donde está la única, solitaria y legendaria balsa dorada de El Dorado flota en el mismísimo corazón de las tinieblas como si estuviera navegando el vacío interestelar, una nave espacial ceremonial". Minuciosa y detallada, requiere una cuidadosa atención. La multitud reunida alrededor de la balsa está silenciosa, apenas respirando.

La Sala de la Ofrenda es una historia diferente. Un recinto circular, circundado por artefactos dorados, reproduce miméticamente la ceremonia de El Dorado y la caza de tesoros que siguió. Un pozo circular en el centro del cuarto, vacío de agua para exponer un tesoro brillante. El sonido de cantos chamánicos y de un torrente de agua es transmitido por los parlantes. Demasiada gente colma el espacio; es sofocante, claustrofóbico. Caemos (estamos de acuerdo en caer) bajo el encantamiento del oro. El sueño febril deviene nuestro.

Simon Jenkins (2007) señaló que el mito de El Dorado "estimuló la cacería de tesoros más codiciosa de la historia". El Museo del Oro tiene cerca de 55.000 piezas en su colección; aproximadamente 6.000 de ellas están expuestas. La lógica de la ceremonia de El Dorado descansa en desechar estos objetos, poniéndolos fuera del alcance de la gente. Al entrar en el reino bajo el agua se vuelven un conducto a los dioses. Su presencia ausente se convierte en una suerte de contrato con ellos, una garantía de la continuidad de las formas de vida. La lógica predadora de los conquistadores y de los buscadores de tesoros, que la reemplaza, es la lógica del capital mismo y cae en dos fases. En la primera, o fase arqueológica, adquiere la forma de un acto de recuperación. Las montañas serán movidas y los lagos drenados para llegar al oro. La segunda, o fase del archivo, consiste en un acto de secuestro: los objetos de oro son colocados en una bóveda, fuera de alcance. El Estado colonizador está basado en un tipo diferente de ausencia presente: capital encarnado como oro. La imagen de la bóveda de un banco es recapitulada en la galería del museo y en el archivo. En el Museo del Oro se funden en una sola.

A la larga, somos confrontados con el vacío del gesto. La Sala de la Ofrenda se convierte en un sitio de repetición banal. Los objetos de oro forran las paredes sin orden o razón. La lógica de la presentación es de exceso, pero el exceso mismo se vuelve excesivo. El pozo se vacía y se llena de nuevo. La historia comienza de nuevo, otro grupo llena el cuarto. Al contemplar estos objetos, recontextualizados fuera de las lógicas animadas y de los regímenes de cuidado que los creó y localizó en el agua, no capturamos nada de la plenitud del alma1 de las formas de vida, sino solo los sueños febriles que vienen después. Verdaderos herederos de la violencia colonial, no celebramos la presencia de los dioses sino su ausencia.

TRES MIRADAS EN LA VITRINA. ILÓGICAS CORPORALES EN LA VISITA AL MUSEO DEL ORO EN BOGOTÁ

Alejandro F. Haber

Un etnógrafo se interesa por sus cualidades, y no por su intensidad, al sustituir la inmediatez de su explosivo devenir por un muro de distancia. Es decir, estamos propiamente ante una ciencia que le conquista al objeto el derecho a contemplar, propiedad gracias a la cual el objeto llega a ser objeto.

Mijaíl Ryklin (2000)

Tres miradas: al fondo la de Juan Carlos2; en el medio, la de la máscara de oro, y como tenue reflejo, la mía. Las tres te contemplan a ti, y se contemplan entre sí (fotografía 1). Juan Carlos me mira. En su mirada hay complicidad: ambos estamos jugando el juego que nos proponen la máscara y su marco —vitrina y libreto—. Juan Carlos Piñacué Achicué es mi colega, lo conozco desde que estaba terminando sus estudios de grado en la Universidad del Cauca, cuando en noviembre del 2008, en un intermedio durante el Congreso Colombiano de Arqueología de Medellín, tuvimos la oportunidad de compartir un café (¡qué más!) y una charla. Me habló de sus familia. Me habló de la Minga de Resistencia que por esos momentos se encontraba en Cali, presta a partir en la larga marcha a Bogotá. Le hablé de los estudios de posgrado en mi país y las ofertas de becas. En el taller sobre las guacas volvimos a compartir, y en la visita al museo estaba en el pequeño grupo cuando Les Field comentó sobre la máscara y su notable semejanza con el rostro de los nasa. La relación de inmediatez entre los rostros nasa y la máscara de Tierradentro alojada en el Museo del Oro daba por tierra con el temerario aserto según el cual "los actuales indígenas paeces llegaron a la región después de la Conquista", con el cual termina el panel "La gente y el oro en el Alto Magdalena", una afirmación del terror que parece haberse vuelto parte del sentido común disciplinario regional3. Le propuse que posara tras la máscara para una foto: vestigio con vestigio4, una captura irónica de la objetivación museográfica y la denegación museológica de la historia nasa. Los que estábamos allí, también Juan Carlos, disfrutamos de la ocasión. A los efectos de medir la calidad de la representación, la máscara es mucho más fiel imagen del rostro de Juan Carlos que mi foto lo es de la escena. Aunque tal vez esta apelación a la representación no sea más que un rápido intento de sosegar una relación inquietante. Que el pueblo nasa heredara el rostro de sus antepasados, y que estos se volvieran piedra de metal sugiere que aquello que se encuentra preso del museo excede enormemente la valoración del objeto, incluso su peso en metal.

En la foto, solo muy tenues se ven los reflejos de mi propia mirada, jugando allí el papel del observador, pero observado por Juan Carlos y por el dios de oro. Ellos me interpelan en mi lugar de observador arqueólogo/etnógrafo, ya fallido conquistador de sus derechos de contemplarme. La leve imagen de mi espectro en el vidrio de la vitrina fenece mi exotopía5.

Mi imagen también me mira, aunque es tan tenue que más parece una de esas sombras que los amantes de la fotografía esotérica identifican con la presencia de fantasmas. Una lectura objetivista del rol de la arqueología en la construcción de los nacionalismos es, justamente, lo que tendría en común mi mirada espectral con las arqueologías nacionalistas. Me refiero a la inmediatez, incluso si espectral, del autor con respecto a la imagen del otro. Me gusta que esos reflejos vengan a constatar la banalidad de las escrituras exotópicas, tan características de la arqueología (incluso de las más críticas) como del Museo del Oro6.

El rostro de oro también me mira, negándose en su contemplación a aceptar mi propia negación de su mirada. Y no solo me mira. También me dice, desde su encierro, que los dioses están prisioneros en el Museo del Oro7, como en cualquier museo, como en todo texto arqueológico que los reduce a objeto al negarles el derecho a contemplar al autor, a interpelarlo, a conmover su obstinada reducción a dimensión material administrable mediante mensura y clasificación, seco hueso de la corporalidad colectiva expropiado ya de su derecho a réplica.

Delante y detrás del rostro de oro, sendos vidrios provocan otro juego de reflejos, por lo que aquel también es capaz de contemplar a Juan Carlos mientras él me contempla. Y a través de mí, te contempla a ti, lectora, así como el dios de piedra de metal fijamente te mira y hasta yo mismo te estoy mirando mientras escribo. Te decimos: no estás allí simplemente para mirarnos, como si estuviésemos en la vitrina, reflejamos el negativo de tu mirada. Como su dios, Juan Carlos está encerrado tras el vidrio; yo lo estoy como lo está mi reflejo; tú lo estás una vez que -tres miradas- te hemos contemplado. La vitrina que nos separa nos refleja. Cuerpos encerrados en la misma violencia.

EN CONMEMORACIÓN DEL CAPITALISMO

Yannis Hamilakis

La Edad Dorada. La era mítica que nunca fue, en el centro de tantas narrativas nacionales (Hamilakis 2007). La nostalgia por un pasado brillante y precioso que alimenta la comunidad imaginada de la nación. Y la paradoja de que esa comunidad que, usualmente, evoca cualidades trascendentales, desde el destino hasta la espiritualidad y la eternidad a través del sacrificio, necesita —por lo menos en términos lingüísticos y metafóricos— la solidez y materialidad del metal amarillo. Y de las hazañas de los ancestros. Si estas hazañas están hechas de ese metal amarillo, tanto mejor.

En el momento de escribir estas líneas, a finales de 2011 y en medio de la más severa crisis del capitalismo financiero desde su nacimiento, suceden cosas raras. Viaje usted a la aldea más remota en países como Grecia y encontrará almacenes que compran oro junto con los que venden ropa china barata. Estas no son las típicas prenderías. Se trata de puntos de compra bastante nuevos que tratan de atraer a las personas. Muchas de ellas están al final de sus ataduras y un paso antes de que sean forzadas a vender sus pequeños pedazos de tierra (¿quién los va a comprar?), para que lleven sus joyas de oro, abran viejos baúles y cajones, recuperen las cruces y las cadenas adquiridas como regalos de matrimonio, desentierren los soberanos de oro que pasaron de generación en generación, incluso para que arranquen dientes de oro. En una época cuando el papel moneda tiene cada vez menos valor, el equivalente financiero global original, simbólicamente, "la madre de todas las mercancías, incluido el dinero" (Taussig 2004, 4), tiene gran demanda.

En Colombia, una institución del Banco de la República llamada Museo del Oro, cuyas puertas usualmente recuerdan las puertas del santuario interior del tesoro del país, lo prepara para algo diferente de lo que usted, finalmente, experimenta en su interior. El nombre prioriza el material, la cosa amarilla, el metal brillante con todas sus evocaciones y asociaciones. Pero su contenido no es sobre la historia del metal, en Colombia o globalmente. De hecho, hay poca historia en el despliegue museográfico, pero hay varias narrativas metahistóricas que pueden ser leídas en sus cuartos y evocadas o implicadas en sus exhibiciones. Cerca de cuarenta mil artefactos de oro, junto con otros de materiales diferentes; podemos llamarlos objetos arqueológicos, pero no sería enteramente correcto, quizás exceptuando el factor edad, su pasado. Porque no son producto de arqueología convencional sino, sobre todo, producto de guaquería. Y, sin embargo, las biografías que se muestran de ellos aquí son incompletas; escasamente mencionan la historia de su desenterramiento, circulación, adquisición y destino subsiguiente hasta hoy. Aquí el fetiche del oro encuentra al fetiche del objeto aislado, místico, revelado a nosotros desde la oscuridad profunda del tiempo, con poca luz, galerías atmosféricas. Como el dinero y todas las mercancías en el capitalismo, esta fetichización oscurece la economía política del objeto, tanto en el pasado como en el presente, y sus enredadas historias de producción, uso y movimiento: como objeto, como capital simbólico y como significante global visual-material. La fetichización de estos objetos como mercancías es aún más realzada por la fetichización de su materia prima y por la fetichización del antiguo objeto misterioso.

La metanarrativa de un pasado ancestral inmensamente rico, una edad dorada real, tal y como se la muestra aquí. Una edad que debe ser yuxtapuesta a la situación actual del país y provocar sentimientos de nostalgia, admiración y, quizás, inferioridad. Pero esto que está expuesto, ¿es un pasado nacional? Después de todo, el Museo Nacional de Colombia está localizado en otra parte, en esa prisión panóptica del siglo XIX en el centro de Bogotá. Para un extranjero, ese museo parece bastante descuidado hoy en día y no parece ser un destino tan "caliente" para turistas y colombianos como el Museo del Oro, que está dispuesto a disipar las sospechas de que los creadores de los objetos precolombinos que alberga puedan haber tenido alguna conexión o, quizás, una afiliación cultural o de otro tipo con los pueblos indígenas contemporáneos del país. Todos los aparatos museográficos nacionales cuentan historias incompletas y parciales, pero en todos los casos la naturaleza y la dirección de ese "prejuicio" son distintivas y siempre interesantes. En otros contextos, como en Europa, por ejemplo, se promociona y exhibe una indigenidad fabricada y los "recién llegados" e inmigrantes son borrados de la historia nacional.

Y, sin embargo, a pesar de su rechazo de una conexión indígena, parece que el Museo del Oro anhelara una "limpieza espiritual" indígena. En 2003 el líder religioso wiwa Ramón Gil fue invitado a una consulta y después se le pidió que hiciera una "limpieza de los 38.500 artefactos de oro del museo" (Taussig 2004, xv). Esto estaba destinado a no suceder: Gil dijo que "necesitaría la sangre menstrual del personal femenino del museo, además del semen de todos los hombres, incluido el de los miembros de la junta directiva del Banco de la República" (Taussig 2004, xv), del cual forma parte el museo. Sus exigencias fueron ignoradas. El pensamiento indígena considera contaminante el contenido del museo porque la extracción de oro solo puede hacerse siguiendo rituales apropiados que puedan asegurar una relación armoniosa con la tierra, los bosques, el río, las plantas y los animales.

Si el Museo del Oro ha dejado al Museo Nacional el trabajo de narrar la historia nacional oficial, sus efectos parecen ser bastante diferentes: inscribir el fetichismo de las mercancías en la Constitución nacional; investir ese fetichismo de las mercancías con el aura de un glorioso pasado antiguo; deshistorizar y naturalizar el modo de producción mercantil, es decir, el capitalismo. Y elevar el oro, la madre de todas las mercancías, no solo al estatus de sustancia más preciosa y deseada, sino de sustancia con la cual están hechos los objetos más espectaculares y perseguidos del pasado ancestral. Pero siempre habrá otros que consideren esta situación "contaminada" como la causa de un desequilibrio fundamental en el cosmos y que se esforzarán por deshacerlo.

ORO Y GENTE: PENSAMIENTOS SOBRE EL MUSEO DEL ORO EN BOGOTÁ

Joe Watkins

Cuando uno ingresa a la exposición del Museo del Oro es recibido por la discusión sobre la manera como el oro existe en la naturaleza y sobre las formas como las poblaciones locales lo convirtieron en piezas de joyería. La información sobre la metalurgia y las técnicas usadas para crear los objetos de oro da pistas de la habilidad de sus creadores y de las maneras en que fueron usados. A través del énfasis en la tecnología empleada para crear, reparar y mantener los objetos, el visitante es constantemente informado sobre la forma como estos objetos pueden dar "información científica" acerca del pasado colombiano. Las exhibiciones se presentan como si promovieran información científica, pero, en realidad, es más seudocientífica: los curadores usaron las representaciones de la fauna regional en oro como tema, de manera que da la impresión de que el material contiene información científica que contribuye al entendimiento de la población. Ranas, peces voladores, monos y caimanes de oro engalanan los espacios de exhibición; conchas de oro y mazorcas de maíz descansan junto a máscaras doradas; rostros humanos miran sin ver desde cuentas de collar y otros ornamentos.

Como sucede con cualquier material removido de una situación arqueológica sin contexto científico, el material no tiene ningún valor científico. En ese sentido, los materiales no son nada más que "objetos bonitos" que no revelan nada de la cultura humana que los produjo. Este importante concepto es usualmente ignorado por quienes no son especialistas. En mi condición de arqueólogo, cuando vi estos objetos quedé asombrado por las desconexiones entre su valor económico, artístico y arqueológico.

No todo lo que se exhibe es de oro; algunos objetos "cotidianos" se usan para discutir ciertos aspectos culturales de las poblaciones precolombinas, pero las debilidades humanas son la clave para entender dónde yace el interés. En toda la exposición, las impresiones dejadas en los vidrios de las vitrinas por las frentes de los numerosos visitantes son limpiadas regularmente por limpiadores itinerantes, pero estas atestiguan el deseo de muchos por mirar de cerca los objetos brillantes que cuelgan justo fuera de su alcance, separados de ellos por una lámina de vidrio. El señuelo es el oro, no algún tipo de información educativa sobre estos objetos.

Incluso más inquietante es el hecho de que el museo sirva para crear un "pasado nacional". Sin embargo, los creadores de los objetos exhibidos han sido tan eficaz y totalmente eliminados del pasado colombiano que los artefactos de oro parecen haber surgido de un grupo innombrado y no estudiado que permanecerá siempre así. Un panel en la exhibición titulada "Tierradentro" señala que los grupos indígenas actuales no tienen conexión con los grupos que crearon estos objetos dorados —no solo disociando a la gente de su pasado, sino también eliminando la idea de estos pueblos como agentes creativos de la psique colectiva de la Colombia contemporánea—.

EL MUSEO DEL ORO: HURGANDO SUS HENDIDURAS

Wilhelm Londoño

Escena I

En el 2001 publiqué "El Museo del Oro: de la evidencia a la invidencia" (Londoño 2001). En ese texto me propuse explorar dos incertidumbres que me acosaban como dos almas en pena. El primer fantasma era el de la infancia. Cuando llevé en 1999 a una niña de siete años al Museo del Oro Calima, en Cali, todo el recorrido tuve que cargarla porque las vitrinas estaban hechas para que fueran observadas por adultos (debo aclarar que la generación de formatos para infantes ha sido una prioridad en la puesta en escena del Museo del Oro en Bogotá en los últimos años). El segundo fantasma era el del bullonismo, una doctrina económica reinante en el Imperio español del siglo XVI, que remarcaba que la riqueza de una nación se medía por la cantidad de metales preciosos que acumulara. Un rasgo interesante del bullonismo es que promovió la formación del dinero-mercancía, es decir, el dinero debía poder valer su peso, especialmente en oro o plata (aún la moneda colombiana guarda ese eco del siglo XVI pues se llama peso colombiano). Esta doctrina militaba en contra de la teoría del dinero-fiduciario, según la cual el dinero, su materialidad, no tenía que ser equivalente al valor en algún metal precioso. La posterior aparición de la teoría del dinero-fiduciario fue el preludio al capitalismo, lo que a la postre llevó a la emergencia del Imperio británico y al decaimiento del Imperio español.

Guido Barona (1995) analizó la economía de Popayán en el siglo XVIII y encontró que las políticas económicas basadas en los metales llevaron a que esa economía solo tuviera oro y nada más que intercambiar. En su criterio, fue la "maldición de Midas".

En el marco del proyecto de la nación colombiana, el bullonismo quedó estampado en la cornucopia que acompaña al escudo nacional. En su blasón, dividido en tres, la parte superior tiene una granada de oro escoltada a cada lado por un cuerno de la abundancia; uno que derrama oro (izquierda) y el otro, alimentos (derecha). Apelando a una licencia etnográfica extrema, recuerdo cómo en la Tuluá infestada de narcotraficantes en la década de los ochenta las bellas profesoras de primaria nos enseñaban que debíamos enorgullecernos de las "riquezas" del país. Oro por todos lados.

Ya que el país estaba lleno de cuernos de la abundancia, lo que había que hacer era hallarlos y beber de sus fuentes. Una anécdota sobre el particular. En el documental Los pecados de mi padre, la historia del hijo de Pablo Escobar, este hombre relata que cuando iban a jugar monopolio con su padre, este, a pesar de ir perdiendo, nunca dejaba de sacar dinero para comprar propiedades y pagar penalidades. Pronto se dieron cuenta de que antes de que la familia se sentara a jugar, Pablo Escobar escondía billetes debajo de su asiento. Una inocente caleta, un inocente cuerno de la abundancia.

Sobre los narcotraficantes colombianos y estos lugares mágicos llenos de riquezas, escuchemos a Michael Taussig (2008):

E igual a un cuento de hadas, se dice que Chupeta [un importante narcotraficante colombiano capturado en Brasil] tendría millones de dólares escondidos en caletas, lo que en inglés significa algo así como un "stash" o un "hoard" y que en español deriva en la palabra "bahía", lo cual sugiere para mí una hendidura en una superficie plana, una especie de escondite, como los utilizados por los piratas para enterrar su tesoro, o hasta un pliegue secreto, es decir privado, de la anatomía humana. (23)

¿Podrá ser una guaca?

Escena II

Cuando uno busca en Internet "Guion del Museo del Oro" se encuentra con un texto titulado "La creación del guion científico de la remodelación del Museo del Oro" (Lleras 2004). En él hay una breve narrativa de los principios que llevaron a la consolidación del actual guion del Museo del Oro. Allí se dice que hasta 1998 el museo "carecía de guion" y que "nunca fue fundado". En una ocasión, un funcionario del Museo del Oro dijo en una conferencia en Popayán que el museo se había creado en 1939 y consistía en unas cuantas piezas orfebres almacenadas en un baúl de los que se montaban en los galeones que salían de Cartagena para Cádiz. Los panegíricos relatan que en 1939 la Junta Directiva del Banco de la República de Colombia compró el poporo quimbaya, con lo cual dio inicio a la formación de una colección que servía de adorno a su sala de reuniones: "Inicialmente el Museo del Oro no fue un museo público. Entre 1944 y 1959 estuvo abierto a dignatarios extranjeros, jefes de Estado, miembros de misiones comerciales, diplomáticos e invitados especiales del propio país" (Sánchez 2003, 18). En 1942 el Banco de la República obtuvo la colección de Leocadio María Arango; para esa fecha la colección contaba con más de 1.987 piezas de orfebrería. Para 1943 la cifra se había duplicado. Finalmente, en 1959 lo que eran unas cuantas vitrinas que acompañaban las deliberaciones de la Junta Directiva del Banco pasó a ser un museo con una sede nueva. Sin embargo, aún no era público. En 1968, podría decirse, se fundó el Museo del Oro con un edificio que "semeja en su exterior una caja blanca sobre un pedestal de cristal" (Sánchez 2003, 18) (¿Es la caja el baúl, la caleta, la guaca? ¿Guarda la caja una hendidura (fotografía 2) de las que habla Taussig?). Dice el escritor antioqueño Luis Germán Sierra (2008) que Leocadio María Arango (descendiente de una familia de mineros acaudalados de Antioquia —explotadores de cuernos de la abundancia—) era muy amigo de Julián Alzate, recordado en la actualidad por sus falsificaciones de prehispánicos. Dice Sierra que Leocadio Arango dio poca credibilidad a las acusaciones que se imputaban a Alzate sobre sus falsificaciones. Luis Fernando Molina (1990) cree que hasta su muerte, en 1918, Arango seguía defendiendo a Alzate. Un dato interesante de la narración de Luis Fernando Molina sobre Alzate es que este fabricaba guacas e invitaba a personas (¿acaudaladas?) a excavar yacimientos previamente preparados por él y sus hijos.

¿De la colección que hay de Arango en el Museo del Oro que ingresó en la década de los cuarenta no habrá uno de estos Alzate? Difícil que no.

Regresando al inicio de la escena, decía el artículo sobre el "guion científico" que a los expertos del Museo del Oro les interesó solucionar esta historia incierta (la genealogía de la colección) a través de cinco unidades. Estas eran: 1) descubrimiento de los metales, 2) trabajo de los metales, 3) uso de los metales, 4) simbolismo de los metales y 5) ofrenda de los metales. Se trataba de representar un ciclo que iniciaba con la extracción de los metales y su reincorporación de nuevo a la tierra a través de las ofrendas.

Esas unidades le dieron un guion al museo. Sin embargo, se mantuvo el bullonismo en la representación. El Museo del Oro sigue siendo, a mi parecer, la cornucopia de las monedas de oro.

Escena III

Con la actualización que se hizo al guion del Museo del Oro en el 2004 (Lleras 2004) ocurrieron dos cosas. Por un lado, el argumento colonialista que supuso la formación de la colección fue matizado por uno científico que se preocupaba por los metales. Sin embargo, los expertos que prepararon el guion no se interesaron por narrar las historias de falsificación que han acompañado la devoción enfermiza hacia la orfebrería precolombina.

¿No son las falsificaciones hechas de metal? ¿No es este un uso entre tantos? Lamentablemente, la historia de las falsificaciones que hacía Julián Alzate (Molina 1990) no es encarada en el guion del museo tal vez porque ello implicaría reconocer que en la compra que se hizo de la colección perteneciente a Arango (Sánchez 2003, 9), para engrosar la colección del Museo del Oro, existen unas cuantas piezas que no son prehispánicas. Ello pondría en evidencia que la primera función del Museo del Oro no está relacionada con datos arqueológicos sino con la promoción de fantasías colonialistas.

A pesar del cambio en el guion del Museo del Oro, que se hizo a inicios de la primera década del siglo XXI (Lleras 2004), el prejuicio bullonista se mantuvo intacto. Como se puede apreciar en la exposición actual, el Salón Dorado se conservó tal cual existía y la novedad radica simplemente en que se pusieron unas cuantas piezas de oro y una esmeralda en una hendidura protegida por un cristal impenetrable.

Así, el fantasma bullonista hace, una vez más, que en ese espacio se materialice nuestra obsesión por los metales. Hernán Cortés alguna vez escribió: "Nosotros, los españoles, sufrimos una aflicción del corazón que únicamente puede ser curada por el oro [...]. Yo vine en busca de oro y no a trabajar la tierra como un labrador" (citado por Leften 1997, 96).

Cada visita al Museo del Oro es un encuentro con ese fantasma, con esa guaca nacional, con ese cuerno de la abundancia llenado desde ya casi un siglo con un oro que no nos pertenece.

PEZ VOLADOR: ROZANDO LA SUPERFICIE. UNA IMPRESIÓN INDÍGENA DEL MUSEO DEL ORO

Paul Tapsell

Tena koutou katoa8.

He estado trabajando en mi viñeta desde que dejé Colombia en enero de 2011. Con los días se redujo, desarticuló y separó hasta que, eventualmente, mi viñeta se re-presenta a sí misma como los temas centrales y las palabras aisladas, como el pez volador (fotografía 3) —rozando la superficie y abarcando siglos de narrativa—. Sin embargo, también refleja el profundo sentido de disyunción cultural que el Museo del Oro parece representar. El sentido de pérdida que me produjo el museo, en mi condición de indígena, sigue siendo abrumador. Cuando pienso en esto veo un pez volador atrapado en una vitrina de vidrio, incapaz de generar una narrativa. De la misma manera que la nación borra la historia para transgredir límites acostumbrados y negociar nuevas relaciones de poder con recursos primarios, yo he contracontestado con un estribillo indígena ("saludos a todos" es una respuesta que interconecta parentescos) que posiciona una perspectiva condensada sobre la relación de todas las cosas en el universo. Mi viñeta se encuentra más allá de las paredes hegemónicas de la antropología y la arqueología, nuestras disciplinas para conocer y ordenar. Si vamos bajo la superficie y raspamos las capas históricas de narrativas y contranarrativas, ¿qué encontramos, realmente? Una genealogía de eventos. Sin embargo, la voz de la comunidad creadora está borrada y ha sido recreada (como su pez volador) para ser consumida por la imaginación nacional basada en el capitalismo.

Estos son solo mis pensamientos sobre cómo todas las cosas pueden conectarse frente a la mirada del pez volador: una impresión indígena desde una aldea de pescadores en el borde del Pacífico, en Nueva Zelanda, a miles de kilómetros de distancia.

Orígenes: comunidades de parentesco —reciprocidad, responsabilidad, interdependencia, fe, presencia ancestral, innovación, sobrevivencia, indígena, identidad, fertilidad, puesta en tierra, conectado a la tierra, relacional, incorporado, obligado, compartir entre generaciones, balance, perteneciente—.

Colonizadores: primitivismo percibido —tribal, nativo, feudal, campesinos, incivilizado, pagano, precristiano, removido, terrenos baldíos, recrear, retraer, estudio, aislado, revalúe, colonizado, eliminar los estorbos para el progreso, crecimiento, desarrolle, divorcio, trabajo forzado, desarrollo—.

Coleccionistas: captura ancestral —ilícito, robado, desconectado, silenciado, sustraído, incorpóreo, distanciado, reducido, medido, fundido, refundido, re-presentado, homogenizado, arte, tesoro, vendido, desinfectado, descontextualizado, enrarecido, mercancía—.

Agentes de poder: élites ricas —control, recursos, propiedad, mármol, burguesía, individual, político, comercial, élite, estatus, riqueza, compra, asegurar, gobernar, excluir, ley, dividir, reinar, redefinir, revender, negocio, proteger, activos, cerraduras, alarmas, infraestructura, desarrollo, bancos, dinero, capital—.

Museos: memoria nacional —Estado, narrativa, validar, (i)lícito, exhibir, justificar, auténtico, encerrado, legitimado, autorizado, estandarizado, derechos, propiedad, privilegiado, proteger, guardias, alarmas, armas de asalto, amurallado, hegemonía, bóveda, ancestros, historia, arqueología, muerto, enterrado, borrado—.

Antropólogos: comentario subjetivo —foráneos, expertos, ciencias, nosotros, ellos, complicidad, vitrinas de vidrio, teatro, pretensión, sin tiempo, desinfectar, sin cuerpo, mercantilizado, primeras voces, lavadas, limpiadas, esterilizadas, posmodernizadas, capas, disciplinas, ideologías, parálisis reflexiva, silencioso—.

Descendientes: refugiados dislocados —urbanizado, étnico, miseria, mugre, mulas, mercados, perros, atrapado, pertenencia, mendicidad, robo, vigilancia, llanto, muerte en las escaleras del museo, prohibido, oprimido, desactivado, empobrecido, distanciado, ofuscado, encerrado, cortado, divisible, invisible—.

He aquí la tumba de Colombia para el genocidio cultural.

VIÑETA DEL MUSEO DEL ORO

Lena Mortensen

En enero del 2011 tuve la oportunidad de visitar el Museo del Oro en Bogotá, un curioso monumento al notorio metal, tan importante para el patrimonio nacional de Colombia. En esta viñeta reflexiono sobre la visita como turista extranjera y como académica, reuniendo algunos de los mismos enmarañamientos que, al parecer, respaldan al museo y el legado ambivalente que alberga y reproduce.

El Museo del Oro da un espectáculo espectacular al visitante; en palabras de un reportero virtual, una exposición vertiginosa de "oro, oro y más oro". ¿Para qué?, me pregunto. De acuerdo con Trip Advisor, el Museo del Oro es la atracción turística más popular en Bogotá. Según su propio material promocional, un propósito básico del museo es "contribuir al fortalecimiento de la identidad cultural de los colombianos" (Museo del Oro del Banco de la República) . Estas no son directrices contradictorias. Como sus similares alrededor del mundo, el museo es, muy conscientemente, un templo/altar que duplica la dirección de su despliegue: posa para un otro internacional en su intento de sintetizar un ser nacional. Tratándose de un proyecto unificado en ambas direcciones, siempre hay exclusiones y silencios. Como es frecuente, la misión del museo aparece en Internet con el título "Quiénes somos"; aunque tiene la intención de ser solo un rótulo pragmático, también puede ser leído como una pregunta.

Nuestro grupo entró al museo por atrás, después de una vigorosa caminata a través de densos vecindarios urbanos. Recorrimos el andén a lo largo de su masivo exterior de concreto, una imponente pared estructural, antes de su apertura al lugar de enfrente, el parque Santander, una plaza bulliciosa llena de puestos de mercado y artistas callejeros. Aquí nos dijeron que debíamos tener cuidado, una notificación de que los turistas son blancos frecuentes de algo más que el mercadeo y de que las atracciones atraen todo tipo de sujetos.

Enfrente del museo, algunas muchachas revoloteaban en silencio, vestidas con trajes que, supongo, fueron seleccionados para representar el espectro de las categorías patrimoniales colombianas: indio, colonial, minero. Posaban para las cámaras con una estudiada indiferencia, y preferían (¿quién no lo haría?) reunirse y chismear cuando el momento lo permitía. Sus trajes y su comportamiento las marcaban como amigables para los turistas, figuras transicionales entre una ciudad indomable y una fortaleza-museo. Un visitante previo las definió como "propaganda cultural". Si les hubiera preguntado quiénes eran, quiénes son, ¿qué hubieran dicho a los visitantes extranjeros o a otros colombianos?

El museo está flanqueado por impresionantes santuarios del comercio de souvenirs, incluyendo la masiva Casona del Museo, aparentemente un patrimonio arquitectónico por derecho propio, pero que ahora alberga el tipo de objetos que el museo homónimo vecino no aprueba o no puede aprobar oficialmente —solo las elitistas artesanías auténticas se venden en el elegante almacén del museo—. Tesoros miméticos parecen derramarse de estos almacenes, cuyos estantes estaban tan repletos como imaginé que podían estar las bóvedas en el centro del museo. Los clientes y las mercancías podían circular a través de sus umbrales con poca restricción, pues se asume que todos juegan de acuerdo con las reglas capitalistas del intercambio mercantil.

En un contraste dramático y, sin duda, intencional, los peldaños de acceso al museo marcan un tipo totalmente distinto de umbral. Pasar a través de pantallas de seguridad mecanizadas que revelan el contenido de los bolsos a inspectores cautelosos e, incluso, la prisa del aire acondicionado eran recordatorios físicos de que estábamos entrando en un espacio contenido y controlado. Adentro hay riquezas que ya no circulan. Afuera hay rígidos signos de desigualdad que ofrecen recordatorios adicionales de que esas riquezas siempre han sido restringidas, contenidas. El contenedor (en este caso el museo) es también, siempre, una barrera.

No sorprende saber que la arquitectura interna del museo, incluso en las áreas públicas, está literalmente regulada por bóvedas. En estos espacios la presentación también es firmemente controlada, contenida —desde el guía ansioso que sigue un guion estudiado, hasta las leyendas unívocas de las exhibiciones y los caminos que empujan a los visitantes por rutas determinadas—. Las barreras también funcionan en la interfase de cada vitrina de vidrio. No toque el oro; no es suyo. Es nuestro. ¿Quiénes somos nosotros?

Adentro un letrero declara: "Desde 1939 esta institución ha sido un símbolo de la memoria cultural de Colombia". Pero las historias presentadas en los museos, que sirven como memoria cultural, casi siempre omiten la historia de su propia producción. La "historia del oro" presentada en este museo no es una excepción. Al narrar el oro y sus varias manipulaciones y significaciones queda poco espacio para la historia de la acumulación y el intercambio, de extracciones violentas y exclusiones. En realidad, el museo no habla por sí mismo.

Pero el contenedor tiene grietas. Otras voces luchan en medio de las líneas y a través de las vitrinas. Estoy pensando, en particular, en una figura fantasmal: la sombra del "cacique" superpuesta con artefactos dorados señalados como "símbolos de poder" (fotografía 4). Parece que todo lo que queda de la historia indígena son momentos metálicos arrancados de un cuerpo indio anónimo. Están recreados en un presente sin rostro; poder contenido, poder transferido. Otro ejecutante disfrazado. Aunque intencionalmente mudo, no puede no hablar. ¿Es esta la respuesta a la pregunta "quiénes somos"?

MUSEO DEL ORO: MERCADEO E IMAGEN CORPORATIVA. UNA MIRADA INDÍGENA EN COLOMBIA

Juan Carlos Piñacué Achicué

Advierto a los lectores que quizá lo expresado aquí esté cargado de emociones y sentimientos. La cuestión es que los "indígenas" pensamos desde los sentidos del sentir y la razón. Estas breves líneas son un recurso para considerar que los museos en el mundo han sido visibilizados como monopolio del Estado y de expertos. Colombia no es la excepción. En el marco de esa legalidad, los más versados en el tema refieren a los indígenas al lado de o sobre. Trataré el tema desde y como indígena para anotar algunas imprecisiones sobre el Museo del Oro en Colombia, partiendo de la experiencia de haberlo caminado.

No ataco ni contradigo la existencia de los museos9; digo cómo no debería ser el Museo del Oro a expensas de decir sobre lo observado. Estas ideas son apuntes para afirmar que "los museos son guacas contemporáneas gigantes"; ya lo había dicho Naranjo (2008, 35) refiriéndose al Museo del Oro. Si bien el museo jamás ha dejado de ser reconocido como un importante centro de divulgación y estudio arqueológico, aún hoy se lo describe como la guaca moderna del orgullo patrio. ¿Orgullo patrio? ¿El recinto que ha dado muerte a los sujetos herederos de los artefactos y reducido los objetos a fetiches simbólicos de mercadeo? El museo ha buscado perfeccionar una imagen corporativa de su producto, en este caso el Museo del Oro, y no de sus piezas de oro porque ellas fueron apropiadas para mostrar un orgullo nacional con el supuesto de que es de todos y para todos. Sin embargo, serán siempre herencias de ancestros indígenas para los actuales "presentes/ ausentes" (Gnecco y Hernández 2010, 102), marginados para ser considerados, como muchas conciencias colombianas dirían, "nuestros indígenas". Siempre reducidos a la categoría de minorías étnicas, limitados sus objetos a lo meramente material y eliminada su participación real en la actualidad del museo. Es increíble (doloroso) escuchar a un guía del museo decir de manera "plástica": nuestros indígenas hicieron esto, aquello, lo otro, tal artefacto; hablando, implícita o explícitamente, como si los indígenas en Colombia no existiesen. ¿Acaso las culturas milenarias que aún perduran no fueron y han sido las que han catapultado los museos, la museografía, la arqueología, la antropología, en síntesis, los Estados-nación?

Bajo el principio de ser uno de los herederos de los artefactos que reposan en el Museo del Oro quiero contar la experiencia de lo observado. Hace diez años en entré por primera vez al museo por curiosidad, y quería tocar para consentir los artefactos10; la segunda vez, en 2011, lo hice para dar cuenta de una postura y "sepultar, simbólicamente, a los paeces". En el primer momento la belleza desbordante y compleja de los artefactos hizo que mi mente viajara (y experimentara una explosión de colores) hacia esos futuros/ pasados que fueron construidos. Al volver en mí me causó ira y desdén porque lo poco que se exhibía eran restos que habían escapado de la destrucción y el saqueo de las invasiones españolas. Por eso, paradójicamente, reivindico la tarea del Museo del Oro en la empresa de conservar los objetos. En el segundo momento estaba sorprendido. El museo y sus artefactos se habían convertido en un referente de bienes y servicios turísticos-comerciales, un despliegue mediático de repeticiones mecánicas y románticas de los guías que hablan siempre en pasado, como si no existiesen en el presente los herederos de los artefactos depositados en el "ajuar gigante", si se puede llamar así al museo. Para finalizar el camino o el laberinto de la exposición, una pausa al estilo "Museo del Oro a la carta": restaurante-café-Museo-del Oro, "un menú Museo-del-Oro", "¿platos recomendados?: lomo-Museo", y souvenirs, naturalmente, que sintetizan la imagen corporativa del museo a la vista del consumidor. El museo, más que exhibir piezas de oro entre otros iconos de supuestas culturas desaparecidas, ha entrado en la lógica del mercado y ha olvidado la dinámica de los objetos en relación con la de los sujetos.

El museo, al estar más en la dinámica de las formas que de los contenidos y centrado en lo materialista, lapidó el espíritu de las cosas y romantizó a los indígenas orfebres dejándolos atrás; no ha tenido en cuenta que ese atrás exige estar en el ahora con sus formas y contenidos espirituales. ¿Acaso no existen hoy como realidad poblacional 102 pueblos indígenas con 65 lenguas en Colombia? El problema es que los indígenas no son expertos en arqueología o museografía, así que son considerados como aquellos que no tienen que decir nada. Es decir, es asunto de especialistas, cuyo interés reside en dar relevancia a las formas antiguas mediante el revestimiento del manto del "arte moderno" —antiguo-tradicional-contemporáneo—, productos de una sola canasta museográfica. Ese manto obstruye la visibilidad a sus expertos promotores guionistas. Si no es así, ¿por qué se muestran datos desactualizados sobre procedencia o qué fue, ha sido o es determinado objeto? En ese sentido rechazo la forma como en algunos casos se informa lo que no es, desinformando a los visitantes. Por ejemplo, una narración que aparece como guion al lado de los artefactos de los nasa visible al público, señala:

Tierradentro. La gente y el oro en el Alto Magdalena. El nororiente del Departamento del Cauca tiene un paisaje de nudos montañosos y profundos cañones: los españoles lo llamaron tierra adentro porque se sentían encerrados entre montañas. Desde el año 1000 a. C. y a lo largo de los periodos Temprano, Medio y Tardío, vivieron allí sociedades de agricultores y ceramistas que labraron cámaras mortuorias, tallaron estatuas de piedra y trabajaron la orfebrería. Los actuales indígenas paeces llegaron a la región después de la conquista. (Guion del Museo del Oro 2011. Énfasis añadido)

Cualquier persona (no necesariamente un indígena o un in-conforme) inmediatamente dimensionaría, territorial y geográficamente, dos escenarios —Tierradentro (Cauca) y Alto Magdalena (Huila)— porque el rótulo contextualiza "la cultura Tierradentro" y, contradictoriamente, se lee "La gente y el oro en el Alto Magdalena". Con esto quiero decir que los nasa rechazamos, categóricamente, los estudios que indican que somos provenientes del Alto Magdalena o de las selvas tropicales del Amazonas. Este rechazo es generalizado. Como indígena nasa y académico asumo esta misma posición, claramente política. Por otro lado, un nasa que observa la vitrina ve objetos de sus antepasados nasa, pero el rótulo expresa otro sentido: que lo que está siendo observado es "paez". Es hora de sepultar al paez para dar fuerza al nasa. Lo que resulta más desconcertante es que se considere que "los actuales indígenas paeces llegaron a la región después de la Conquista". El grupo que caminaba en el museo conmigo, formado por quienes pensábamos sobre lo ilícito en el marco de la arqueología, se detuvo, desconcertado, a discutir sobre esa mentira descomunal —Les Field era quien estaba más exaltado—. El museo desinforma y confunde. Los nasa ya estábamos en Tierradentro cuando los españoles llegaron; por eso el rótulo des-informa. Los nasa rechazamos las hipótesis o inferencias que indican que llegamos de otros lugares11; nuestra postura es radical y emerge de la cuna de Tierradentro. Nos caracterizamos ser gente de intercambio y guerreros con otros pueblos, trashumantes y con un patrón de asentamiento disperso desde el actual Tierradentro hacia otros territorios. Así lo señala la realidad nasa. Una relación amorosa dio origen, en un tiempo histórico reciente, a los sat o it lunch (sa't o ĩk luuçx), "caciques hijos del agua y las estrellas", que conformaron los cuatro cacicazgos que encontraron los españoles en el momento de la Conquista: Toribío, Tacueyó, Pitayó y Vitoncó, este último conocido como la cuna cultural de los paeces (Gómez 2000, 27).

Ahora veamos qué significa la categoría paeces. De acuerdo con la lengua materna, nasa yuwe, debió ser pãpa (pulga)y ẽs (piojo). El grito repetitivo de los naturales debió ser pãpa-ẽs yuhta ("vienen las pulgas y los piojos"), refiriéndose a los españoles, quienes habrían deducido que eran los paeces o paez. De allí se originaría el nombre que actualmente es rechazado y se acoge mediante la "campaña de autodescubrimiento" el nombre nasa (gente).

Retomando la idea de que el Museo del Oro ha sepultado al sujeto como heredero de los artefactos que residen en las vitrinas a cambio de hacer evidentes los objetos como mercancías, me di cuenta también de que el museo está en terrenos de la farándula. En una revista de espectáculo de circulación nacional llamada Aló (n.o 495 de 2007) aparece la foto de un poporo a todo color ocupando la página con una leyenda que dice:

El poporo quimbaya, obra maestra de la metalurgia; fundido entre el año 0 y el 600 de nuestra era, ha sido considerado por varios años como pieza fundamental de la colección de la orfebrería prehispánica. Pero en 1956 Colombia vio en él un motivo de orgullo y símbolo de identidad. (101). (Énfasis añadido)

¿Cuál "símbolo de identidad"? ¿De quién o para quiénes? ¿En función de qué? Muchos habitantes urbanos operan bajo la sombra de lo mediático; por eso una imagen de oro induce a pensar en una guaca —el Museo del Oro—. El poporo, como otras piezas, aparece como alegoría del museo, pero no del arhuaco, kogi, wiwa, kankuamo, del muisca o del nasa. Cada uno de los artefactos existentes como piezas simbólicas influyentes o "fundamentales de la colección" otorga relevancia a la existencia del Museo del Oro; se convierte en indicador de imágenes corporativas —la identidad del museo— que se sintetizan en el concepto del oro:

La imagen corporativa es parte básica de la comunicación organizacional [...] que aborda a la organización como un ser que necesita comunicarse —tanto hacia el exterior como al interior del mismo [sic]— para lograr no solo su sobrevivencia, sino su mejor desarrollo. Se considera la creación de diversos signos identificadores: el nombre, su versión gráfica [...], el icono o símbolo principal asociado al logotipo [...], los colores [...], los soportes gráficos y los artefactos simbólicos. (Meza)

El Museo del Oro ha edificado su identidad corporativa comunicando al mundo globalizado los artefactos como su máxima expresión, bajo uno de los principios del mercadeo: "El conjunto de actividades destinadas a lograr, con beneficio, la satisfacción del consumidor mediante un producto o servicio" (Serrano). El museo ofrece un servicio óptimo y de calidad para el cliente o consumidor de imágenes de oro exhibidas con delicadeza y sobriedad. Pero, ¿es posible que un nativo heredero de los artefactos que reposan en el museo pueda coparticipar como curador o guionista?

¿ESTABAN ENOJADOS? REFLEXIONES SOBRE UNA VISITA AL MUSEO DEL ORO

Julie Hollowell

Fue mi primera vez en Colombia —o en Suramérica, si vamos al caso—. Fue un viaje que destruyó estereotipos y creó otros. Visitar el Museo del Oro hizo las dos cosas. El museo no pretende ser un museo de arte, antropología o arqueología. Es exactamente lo que su nombre indica —un museo de oro; un museo moderno de tesoro, espectáculo e imaginación de los espectadores reforzado por texto, exhibición y silencios de historia—.

Nunca tuve mucho aprecio por el oro. Me recuerda a viejas mujeres perfumadas y me parece demasiado ostentoso para ser llevado. Me atrajeron las pocas cosas del museo que no son de oro —plata, piedra, barro y tela—. Pero todos los objetos en el museo plantean preguntas, especialmente a los arqueólogos. Son testigos silenciosos, sacados de sus lugares de reposo, de un pasado que no podemos conocer. ¿Fueron encontrados en tumbas, como tantos "tesoros" arqueológicos? ¿Quién era la gente que los creó, llevó y dotó de significado? En circunstancias diferentes, la arqueología puede dar algunas pistas, pero incluso las interpretaciones arqueológicas están coloreadas por lo que alguien está buscando. Las colecciones de objetos dicen tanto sobre los valores y el gusto de un coleccionista en un momento particular como sobre el pasado o sobre la gente que los creó.

Nuestro guía estaba bastante nervioso por conducir a un grupo de arqueólogos y antropólogos. Era el guardián de muchas historias y de pedazos de información, pocos de ellos encontrados en los textos de la exposición. Pronto abandonó la idea de usar su narrativa estándar con nosotros y demostró estar dispuesto a discutir sobre saqueo, proveniencia, propiedad, derechos indígenas y representación.

Caminos a través de cuartos y cuartos de oro reluciente, superimpuestos sobre fantasmales siluetas humanas. El oro era tan ubicuo y abrumador que tenía un efecto anestésico. Como antropóloga cultural estaba tan interesada en las personas que habían venido a ver estos viejos objetos de oro como en los objetos mismos. ¿Qué estaban pensando? ¿Qué significaban estos objetos para ellos? Sin duda, los arqueólogos percibirían los objetos y su exhibición de una manera particular; los trabajadores metalúrgicos, de otra y habría muchas capas de significado para los ciudadanos colombianos.

Faltaban las historias sobre los caminos tomados por estos objetos después de "nacer de nuevo de la tierra", historias que podrían contarnos cómo llegaron a estar en el museo, bajo nuestra mirada —para mí fue conspicua su ausencia (pero típica de los museos de arte)—. Estas historias permiten ver a la guaquería, a los comerciantes y a otros en la cadena oculta de las mercancías. Las historias antiguas de sus fabricantes y sus significados son igualmente provocativas, pero difíciles de discernir. Los objetos fetichizados de pasados desconocidos son fácilmente reinscritos con poderes chamánicos o reales. La experiencia me ha enseñado a desconfiar de los reclamos sobre un pasado que realmente no podemos conocer o de la medida en que los significados estéticos o rituales puedan ser declaraciones universales que transcienden el tiempo.

La mayor parte de los mejores tesoros en el Museo del Oro ha salido a la luz en tiempos de creciente valor económico y estético de las antigüedades, que coinciden con el surgimiento del Estado colombiano. Quizás hace tiempo muchas de las mejores piezas fueron deliberadamente transformadas en lingotes o relicarios católicos ¿O solo fueron tratadas de esa manera las piezas más cotidianas? ¿Por qué estos objetos transculturados y transformados están ausentes de la colección del museo? ¿Porque cruzan fronteras que el museo no quiere discutir?

La gran puerta abovedada que conduce a los mejores tesoros fue un puntal interesante. Entrar a la bóveda creó la ilusión de que nos habían dado privilegios especiales para entrar a la casa del tesoro de la nación —en rigor, un banco que vigila el legado de Colombia—. Me pregunté cuántos tesoros no estaban expuestos y quiénes eran sus guardianes.

La oscuridad extrema que rodea la pequeña e icónica balsa muisca creó un sentido teatral y alterado de tiempo y escala mientras nosotros, los espectadores, estirábamos el cuello, listos para presenciar algún tipo de magia. El final fue el cuarto circular cerrado donde oficiamos de participantes cautivos en una ceremonia de ofrecimiento de objetos a un pozo —hacinados en la oscuridad, esperando por el espectáculo de luces, completado con sonido envolvente—. Las paredes brillaban con cientos de pequeños implementos de oro, todos de uso cotidiano. En un acto de fe supuse que cada uno de ellos había sido encontrado en el fondo de un pozo.

Para mí, el momento más indeleble ocurrió en la bóveda del tesoro, cuando Juan Carlos estaba detrás de la vitrina de una extraordinaria máscara de dos mil años procedente de su región, creada por sus ancestros nasa —uno de los objetos icónicos y más valorados en el museo—. El parecido entre ellos fue misterioso y por un momento Juan Carlos pareció cambiar de lugar con la máscara, y eliminar la frontera entre el pasado y el presente. ¿Qué sintió al entrar en una bóveda en la ciudad capital y encontrar esta mascara de su pueblo? Algunas personas se pueden sentir honradas de que sus objetos ancestrales sean exhibidos en centros mundiales, pero otras pueden sentir una profunda tristeza que reverbera a través de generaciones.

La [i]legitimidad nace de nuevo

En rigor, estos objetos han "nacido de nuevo" —extraídos de la tierra y reinscritos como patrimonio nacional—. La alquimia del Museo del Oro está convirtiendo este nacimiento ilegítimo en una herencia legítima, supuestamente salvaguardada (o acumulada) para todos los colombianos. Esta veneración y exhibición de capital cultural en la ciudad capital es una prueba de un glorioso pasado "colombiano", como parte de una trayectoria que conduce, inexorablemente, a la nación actual. El museo es testimonio de los poderes del Estado y de su habilidad para enclavar estas riquezas culturales y mantenerlas fuera de circulación, y lejos de la diáspora del mercado de antigüedades. Enclavar es una forma de señalar propiedad y control sobre el acceso a las cosas desviándolas de otros usos y flujos. La política de enclavar incluye la habilidad para manipular los significados de las cosas y para acumular su capital simbólico.

¿Qué tiene que decir la exposición del museo sobre la guaquería? Muy poco. Glorifica esta ocupación de muchas maneras porque, con seguridad, hay más oro descansando en las profundidades del suelo colombiano, esperando ser encontrado, y con seguridad el Banco de la República estará dispuesto a comprarlo, reclamarlo como patrimonio nacional y añadirlo a sus arcas12.

Me pregunto por qué acumulan oro en vez de usarlo para invertir en el futuro de los colombianos, en escuelas e infraestructura. El poder simbólico de los objetos debe superar su valor como capital económico que, una vez usado, desaparece. Me resulta difícil creer que el Gobierno no use su tesoro acumulado como garantía para préstamos internacionales. (¿Quizá lo hace?).

¿Estaban enojados?

Antes pensaba que los objetos culturales en los museos eran espíritus enjaulados, que gritaban desde atrás del vidrio para que los liberaran o los llevaran a casa. Ya no estoy tan segura de ello. ¿Estaban enojados? ¿Nostálgicos? ¿Esperando volver a casa o de regreso a la tierra?13. Quizá solo querían ser encontrados —esto es lo que me han dicho los inuit del occidente de Alaska sobre las cosas viejas que encuentran en la tierra—. Parecen rígidos e incómodos en los textos y la luz artificial que los rodean. ¿Están dormidos esperando el momento cuando su personalidad pueda "despertar" y revelarse (Santos-Granero 2009, 10)? ¿Usaron sus poderes estos objets d'or para reunirse en el Museo del Oro? ¿Han venido a la actual ciudad capital de Bogotá a contarnos algo pero aún no somos capaces de oír el mensaje? Quizás están preocupados por el planeta y sus habitantes, quienes parecen perdidos, quienes aún no han entendido qué quieren decirnos. ¿Necesitan ser rescatados o, acaso, quienes están de pie, observándolos, son quienes necesitan el rescate? Quizá debamos descolonizarnos, y no solo descolonizar los objetos y los textos de los museos, antes de que podamos entender.

Más allá del poder simbólico que tienen estos objetos para la narrativa colombiana, otras personas consideran que están animados, que tienen capacidad de acción de una forma no aparente para los visitantes casuales de los museos —ni para mí, como forastera—. En una ponencia reciente, Marcia Bezerra y Almires Martins Machado (2011) nos piden reflexionar sobre la capacidad de acción de los objetos y considerar qué hace la exhibición en el museo con la vida de las cosas indígenas. Ellas señalan el trabajo de Fernando Santos-Granero (2009), quien escribe sobre "la vida oculta de las cosas" y la capacidad de acción que tienen en el mundo vivido. Esto parece aún más relevante para estos objetos indígenas de oro, transformados en patrimonio nacional.

¿Qué sigue? Tal vez salir de allí...

EL MUSEO DEL ORO DE COLOMBIA. UNE VIGNETTE

Fernando López Aguilar

I

Entrar al Museo del Oro del Banco de la República de Colombia desarmado de los prejuicios sobre la proveniencia de las colecciones no es una tarea fácil. ¿Cómo desvincular cada una de las piezas que se encuentran en la exposición del trabajo clandestino de los guaqueros —o moneros, como les dicen en México— que, en aras de obtener dinero fácil, realizaron excavaciones en contextos arqueológicos para sustraer los objetos?

Las excavaciones en busca de tesoros son parte de un imaginario colectivo que puede tener su origen en la idea de una "edad de oro" en la que había abundancia y riqueza, cuando Cíbola y Quivira14 estaban fundidas con la idea del buen salvaje, noble e incorruptible. Un mito europeo enraizado en la profundidad de las tradiciones y leyendas de la Edad Media que motivaron a los españoles a descubrir, colonizar y conquistar América: Pánfilo de Narváez fue a perderse en las tierras del Miami actual; Francisco Vázquez de Coronado incursionó por los territorios del noroeste de México, Sonora, Arizona y Nuevo México; Francisco Pizarro y Francisco de Orellana hicieron lo propio al explorar las tierras de la actual Colombia en busca de un gran lugar: El Dorado.

Solo dos veces en la historia se ha producido un fenómeno de búsqueda compulsiva de riquezas imaginarias, y ambas están relacionadas con un proceso de exploración de territorios desconocidos. La primera, durante el siglo XVI, cuando los conquistadores españoles exploraron el territorio norteamericano, de la Florida hasta Texas y Arizona, en la búsqueda de las ciudades perdidas, y el territorio suramericano, en la búsqueda de otro lugar mítico con resonancias de Cíbola y Quivira: El Dorado. El otro momento, un fenómeno más localizado, fue a finales del siglo XIX, cuando los territorios de California ya pertenecían a los Estados Unidos, y el hallazgo de algunas pepitas de oro generó una oleada migratoria al oeste norteamericano, en un fenómeno muy famoso conocido como la fiebre del oro.

El mito de los tesoros enterrados dentro de las ruinas de los edificios antiguos se fue reconfigurando con el tiempo y con la experiencia, pues cada hallazgo de una pequeña olla con dinero enterrado amplificaba y reforzaba el mito, a pesar de ser la excepción, dados todos los innumerables fracasos de las excavaciones y exploraciones realizadas.

Los conquistadores españoles y los guaqueros-moneros comparten ese mito y eso hace pensar que, independientemente de la realidad de su existencia, El Dorado, Cíbola y Quivira o las Siete Ciudades de Oro han permitido pensamientos y acciones que han transformado la historia, pero, también, han destruido su evidencia. Sin embargo...

Es cierto que existe una distancia enorme entre las consecuencias de las acciones realizadas durante la época colonial y lo que hoy es el resultado de la actividad de los guaqueros-moneros. Esto es así porque los pensamientos y las circunstancias ya no son los mismos, y hoy la motivación no es nada romántica y sí profundamente avara y mezquina. Además, el desarrollo de la arqueología ha dejado en claro que la destrucción de los yacimientos donde se busca la quimera del oro produce una pérdida sustancial de evidencias y rastros que permitirían conocer la historia humana, de tal manera que hace emerger una disyunción: beneficio privado versus conocimiento público.

La gran distinción entre la arqueología científica, por un lado, y el diletantismo y el saqueo, por el otro, no solo radica en lo cuidadoso de la excavación, sino en que el arqueólogo busca registrar las relaciones de acomodo, ordenamiento y colocación de los objetos, una dimensión distinta pero que produce información sutil, contra la simple búsqueda del objeto estético o el objeto de metal precioso, que destruye las relaciones espaciales de los objetos y, por lo tanto, limita la capacidad de conocimiento de los modos de vida y de las cosmovisiones de los grupos y las culturas que produjeron esos objetos.

II

También es difícil entrar al Museo del Oro sin traer a la mente el origen del coleccionismo y de los museos, y rastrear su principio en una Europa posrenacentista durante la época de la Ilustración, que privilegiaba al objeto y que generaba la jactancia de su posesión y la arrogancia de su exposición.

Italo Calvino (2011) reflexionaba sobre la vastedad de una colección de frascos con arenas traídas de diversas partes del mundo, de la que una primera mirada descubría los más llamativos, pero, después, la propia arena sustraída de su playa y de su desierto, con su color y textura que resaltaban sobre el entorno, se desvanecía frente a la mirada incapaz de distinguir esa arena de todas las demás de la colección. Una sensación igual, valga la analogía, ocurre en el Museo Rafael Coronel en Zacatecas, México, que se enorgullece de tener la colección de máscaras más grande del mundo. La abundancia y la saturación requieren del visitante un esfuerzo de atención adicional para volver a distinguir.

Lo primero que llama la atención en el Museo del Oro en la primera sala, dedicada a las técnicas de la orfebrería, es la ilustración del artesano, evidentemente del periodo colonial temprano, que apoya la idea de cómo pudo haber sido el trabajo del oro en Colombia. La ilustración muestra a un orfebre que está fundiendo unos metales, ataviado con una tilma, una manta de tela que se anudaba sobre uno de los hombros. La imagen es de un artesano mesoamericano y fue tomada del Códice Florentino, el documento original que sirvió de base a fray Bernardino de Sahagún para redactar la Historia general de las cosas de la Nueva España, escrito en náhuatl y español y manufacturado en el Colegio de Indios de Tlatelolco, al norte de la ciudad de México-Tenochtitlán alrededor de 1547. ¿Es válida esta analogía? ¿Hubo suficiente investigación arqueológica para construir el discurso museográfico? ¿Cuál es el subtexto de ese discurso? La respuesta, nuevamente, proviene de Italo Calvino: "La fascinación de una colección reside en lo que revela y en lo que oculta del impulso secreto que la ha motivado" (17).

III

Oro, oro y más oro. Observar cada pieza con detalle haría que el recorrido nunca tuviera fin. El mensaje museográfico no rebasa los lugares comunes y muestra una gran ignorancia acerca de los grupos y las culturas que produjeron esos objetos: ¿realmente existían chamanes?, ¿es válido transpolar un concepto que emerge de los grupos siberianos a un lugar de la América tropical?, ¿cómo sabemos que hacían meditación para comunicarse con el mundo sobrenatural?, ¿cómo sabemos del papel de la mujer en las prácticas cosmogónicas?

La clasificación y ordenamiento de los objetos, su acomodo en el museo, no resulta de una (re)presentación de la cosmovisión muisca, sino de la arbitrariedad de los museógrafos. Aquí hay una decisión que se ha tomado para el discurso museográfico, que radica en imponer, sobre los objetos, la mirada desde este lugar y desde este tiempo. ¿Cómo habrían agrupado los muisca esos objetos que hoy se nos presentan? Seguramente con la misma arbitrariedad que la de los museógrafos, pero nos acercaría más a la realidad de su pensamiento y de su cosmovisión, de la misma forma que lo hace la clasificación de los animales chinos descrita por Jorge Luis Borges (1976) en "El idioma analítico de John Wilkins": "a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas" (708). Los estudios etnoarqueológicos han mostrado que nuestras categorías analíticas de ordenamiento de artefactos no se corresponden con las etnocategorías de los grupos indígenas.

IV

La cereza del pastel: la Sala de la Ofrenda. Los visitantes estamos aglomerados enfrente de unas puertas que se abren para dar acceso limitado. Adentro, la oscuridad se diluye bajo una iluminación tenue que nos muestra que estamos rodeados de un sinnúmero de objetos de oro. En el centro, un agujero sobre el que desciende una luz, mientras que de él emerge la balsa muisca.

El evento performativo impide la observación de detalles, solo es posible un paseo de la mirada que descubre que ahí se encuentran los objetos más preciados de la colección. Los visitantes se congregan alrededor de la balsa y el espectáculo podría formar parte de un concierto de Pink Floyd.

Al salir, el recuento. Varias piezas que llamaron la atención por su calidad estética y tecnológica. La sensación de que todo se repite, pero, principalmente, una gran ignorancia sobre la cultura muisca.

QUERIDO SR. FANTASÍA

Les Field

Vemos dentro del pasado cuando miramos las estrellas en el cielo porque su luz tiene decenas de cientos de miles de años de edad. Vemos el pasado como hecho visible y, por lo tanto, el pasado y el presente coexisten en la vida empírica y no como metáfora. Esta coexistencia desorganiza la idea de que el pasado y el presente están separados en una secuencia lineal y de una forma lejana. ¿Qué pasa si entendemos los objetos hechos en el pasado, hechos en el pasado distante, como las estrellas, como simultáneamente implantados tanto en el pasado como en el presente, no en términos metafóricos sino siempre-tan-concretos? Esos objetos son del pasado, pero para nosotros solo pueden existir en el presente, como las estrellas. ¿Puede un museo, potencialmente, hacer también esos procesos de una manera simple y comprensible, y situar su relatividad contra el lienzo de una crítica anticolonial? Esta es mi pregunta para el Museo del Oro.

Uno entra al museo a través de un vestíbulo inmenso; las paredes y los pisos están revestidos con losas de mármol gris claro de grano fino y se tiene la sensación de entrar a un palacio, no a un museo. Al ascender a los dos pisos siguientes uno encuentra cuatro exposiciones distintas, cada una de las cuales representa un periodo diferente en el entendimiento y apreciación —académica y popular— de los artefactos de oro precolombinos de Colombia. Piense el lector en cada exposición como un estrato en una excavación arqueológica —de la antropología y de la arqueología misma—.

En el segundo piso, una exposición organiza cientos de objetos por zonas culturales, i. e., áreas geográficas concebidas para corresponder a estilos particulares de objetos de oro de periodos de tiempo particulares. Esta exposición, que presenta más fechas históricas que las otras cuatro, era parte del museo cuando lo visité por primera vez a finales de la década de los ochenta, pero sus orígenes se remontan a los primeros años del museo. Esta exposición comprende un enfoque arqueológico estándar, convencional, de la cultura material precolombina, y también refleja la erudición sociocultural del siglo XX. Pero en el Museo del Oro un tema persistente en los textos de la exposición de áreas culturales informa a los visitantes que los pueblos indígenas contemporáneos (con la excepción de los tairona de la Sierra Nevada de Santa Marta) no tienen conexión con los pueblos del pasado que hicieron los objetos de oro. Obviamente, ese tema persistente refleja las vastas desigualdades sociales y económicas puestas en marcha por el colonialismo. En el mismo piso, una exposición inaugurada en los últimos cinco años está enfocada en las tecnologías de minería, purificación y elaboración de artefactos de oro y otros metales. La desvergonzada perspectiva materialista de esta exposición refleja fuertes corrientes dentro de la antropología colombiana desde mediados del siglo XX, tanto como trabajo teórico sobre formas tempranas de metalurgia en los círculos arqueológicos de Norteamérica y Europa desde la década de los setenta. Estos son los aspectos prosaicos de los objetos de oro —por ejemplo, cómo se rompieron y fueron reparados a través de los años—. Este es, también, el mundo de objetos más simples, producidos en masa, que estaba disponible para un número mucho más grande de personas en las sociedades precolombinas, con respecto a la disponibilidad de los objetos singulares, únicos y fantásticos como los de la exposición del piso de arriba.

La mitad de la exposición del tercer piso vincula algunos de esos objetos fantásticos y singulares con prácticas chamánicas, sobre todo aquellas conectadas con el uso de plantas alucinógenas, como yopo, y otras plantas medicinales, particularmente coca. Esta exposición, instalada en la década de los ochenta, describe, efusivamente, los efectos positivos de estas sustancias y parece casi aprobar la espiritualidad y sacralidad de los objetos y su uso. La otra mitad del tercer piso no refleja una corriente en antropología o en algún otro campo académico. Es, más bien, una exhibición de los objetos de oro como espectáculo: en un cuarto donde cientos de objetos están dispuestos por su forma, como las estrellas, en una suerte de espectáculo de luz brillante y en una vitrina para un solo objeto singular, único y absolutamente fantástico —la balsa muisca—, que es tratado como una joya de la corona, un icono. Sabemos que casi todos los objetos del Museo del Oro fueron excavados por guaqueros, no por arqueólogos, y que sus pasados son, en muchos sentidos, una fantasía. Si eso es cierto, descolonizar su significado —y, quizás algún día, tener control sobre esos objetos— por y para los pueblos indígenas contemporáneos de Colombia no es un trabajo menos imaginativo que el museo mismo.

ORDEN Y PROGRESO

Cristóbal Gnecco

Curioso este lugar en el centro de Bogotá, este Museo del Oro, mucho más nacional que ese otro museo alojado en el viejo panóptico. Más nacional, mucho más, que ese museo premoderno (pero también posmoderno) donde conviven, en armonía imposible, vasijas precolombinas con muebles coloniales, retratos de Bolívar y pinturas de Botero. Un collage improbable, un desordenado orden de cosas, poco distinto (pero seguramente más amplio, lo cual solo agranda su incongruencia y la hace más visible) de como era cuando se inauguró en 1824: un meteorito, una momia, el estandarte de Francisco Pizarro, el manto de la esposa de Atahualpa. Collage compuesto por el deseo del Estado que quiere que el ser colombiano resida en una composición de cosas concretas (una vasija, un cuadro, una escultura) y de sentimientos abstractos (el trópico, la variedad de razas y su realización mestiza, la creatividad de unos pocos traspasada al orgullo de todos). Pero, ¿por qué era colombiano el pintor alemán Guillermo Wiedemann, llegado al país cuando tenía más de treinta años? ¿Por qué lo era el pintor cartagenero Alejandro Obregón, nacido en Cataluña? ¿Por qué es colombiano el pintor paisa Fernando Botero, que ha vivido casi toda su vida fuera del país? ¿Porque pintaron ambientes tropicales, temas vernáculos que, en realidad, están en todas partes: putas de Medellín, mulatas de Buenaventura, cóndores andinos? ¿Porque los atrapó la luz del trópico, que definió su pintura? (Pero, ¿no fue esa misma luz la que llevó a Matisse a Marruecos y a Klee a Túnez, que no son pintores colombianos ni su luz es del trópico?). Materia dúctil, la identidad, en las manos tramposas del Estado-nación, esa caja de engaños.

Pues es más nacional este Museo del Oro, más coherente, más creíble. Aquí la colombianidad tiene un referente concreto, no contaminado por otros significados, por la ambigüedad de otros símbolos. Aquí la única ambigüedad permitida es la del oro. Aquí se exhibe la riqueza del oro precolombino que, según cuentan, representa la identidad colombiana. Curiosa riqueza, esta del oro, que mueve economías y ambiciones y, también, destruye vidas y bosques y ríos. Curiosa su expresión: un lugar solemne en un museo y otro igual de solemne en la franja amarilla de una bandera —dos cuartos de ella, en realidad, porque otro cuarto es el azul del agua y del cielo y el otro cuarto el rojo de la sangre. (¿Qué otra suerte podría esperar a un país que eleva a símbolo nacional la sangre de la violencia, si no su trágica repetición?)—. La franja amarilla, dicen, representa la riqueza del suelo colombiano, así como el sol, fuente de luz, y la soberanía, la armonía y la justicia. ¿Amarillas la soberanía, la armonía, la justicia? ¡Qué va! Amarillo el oro (y el sol, claro, un disco dorado) y, por ahí, la riqueza. Curiosa riqueza, entonces, que ya no está detrás de ninguna moneda como soporte almacenado (lo único que era real en la ficción del dinero), pero que va directo a la ostentación, ese valor tan abstracto. (Ochenta por ciento del oro producido en el mundo se emplea cada año en joyería). Riqueza mercantil desde hace siglos y riqueza para mostrar la riqueza. Paradójica inversión: dinero convertido en oro como antes el oro fue convertido en dinero. Pero hay otras riquezas del oro, dice el museo en el centro de Bogotá; riquezas históricas y culturales, milagrosamente transmutadas en identidad. El museo hace un esfuerzo titánico, descomunal, por ocultar que la riqueza del oro que exhibe no es la de la mercancía que insulta la decencia aristocrática, sino la del símbolo cultural que place su mesura: el olor del oro, la potencia simbólica de su color, su sagrado lugar atemporal en las entrañas de la madre Tierra. Pero el museo miente, oculta la verdadera riqueza. ¿Estarían igualmente exhibidas esas piezas si fueran de barro, tan modesto? ¿Serían tan nacionales, tan raíz, tan origen, tan dignas de hacer eco a la franja amarilla en la bandera? Oro-riqueza, pacientemente cocinado en los hornos del desorden mercantil.

Orden y progreso, esta vez no en la bandera de Brasil, sino en el museo, para el oro, catalogado y exhibido. Oro en los espacios ordenados del Estado-nación. Oro ordenado por el orden de los arqueólogos. Oro silencioso, silenciado. El museo calla lo que podría decir. El museo es silencio solemne: exige ver sin hablar. Pero no. El museo habla, y mucho. El museo es abundancia de lenguaje. La voz del logos habla por todas partes: en la disposición de las salas, en las etiquetas de los objetos, en los textos en las paredes, en el lugar del museo en el imaginario nacional. El museo habla la voz de los expertos, ahora guardianes de lo que antes fue alimento para la muerte en la vida. Pero no. El museo sí calla. Silencia una violencia no dicha: no una violencia indecible (porque se puede decir, se debe decir), sino una violencia que no se dice. El museo calla, seguro, pero dice con abundancia lo que quiere el Estado-nación: la curiosa conexión entre el oro viejo de los orfebres anónimos y el orgullo nacional. Entonces, ¿de qué es signo el oro trabajado y mostrado en el museo? ¿Acaso icono de lo irremediablemente ido pero fijado en la imaginación colectiva? ¿Acaso de esa violencia no dicha que debemos decir, contar, gritar? ¿De esa violencia no acabada sino continuada: los desplazados y muertos en el Pacífico, en el Chocó, en la Amazonia por cuenta de la fiebre del oro? ¿Orgullo de la maestría metalúrgica legada por unos indios muertos para siempre, desaparecidos aunque su oro brille y relumbre? El valor del oro transformado y exhibido en este museo singular es estético, no mercantil, anuncian los carteles. Allí habría que encontrar su signo. Pero la estética como valor, sin ataduras mercantiles, pertenece a otra episteme. Lugar de contradicciones simbólicas, este museo, casa de un oro cuyo sentido mercantil se oculta tras el sentido estético, poderosamente fuera de lugar en un museo cuya vocación es racional (la concreción de un imaginario colectivo), a pesar de que pretende ser icono de la emoción del ser colombiano.

El oro es signo del orden de la nación, entonces, pero también del progreso, la magia que une el oro pacientemente trabajado hace siglos por los orfebres indios (¿"nuestros" indios?) con la promesa de un país incluyente que solo sabe excluir, pero que progresa. (El crecimiento económico podría ser la medida de la exclusión). Oro viejo con utopía renovada y siempre postergada. (¿No reside la colombianidad más que en el oro de este museo paradójico en una promesa largamente incumplida?). Proceso extrañísimo este que va de desenterrar (arrancando el oro a la tierra y al agua) para volver a enterrar (las guacas que movieron la colonización antioqueña tanto como el ánima de los arqueólogos) y luego volver a desenterrar para exhibir. Curiosa esta colombianidad enterrada junto a los muertos de los indios de hace siglos (mucho antes de que alguien dijera llamar Colombia a este atormentado pedazo de mundo) y ahora desenterrada y mostrada en vitrinas.

¿De qué quiere el Estado-nación que nos sintamos orgullosos los colombianos? ¿De ese oro de otros (pero ahora "nuestro") o de la violencia que lo produjo —violencia que lo arrancó de los indios hace siglos, violencia que lo arranca ahora de las guacas en nombre de una disciplina irrespetuosa, cuando no de su contraparte ilegalizada, que aquella condena—? Paradójica disyuntiva, pero no tan paradójica. El oro de otros, signado por la violencia: esa, quizá, pueda ser una historia mínima de la nación colombiana. El Museo del Oro —y la pasión inventada por el fútbol— es el signo inequívoco del estruendoso fracaso del proyecto nacional colombiano. Por lo menos en otros lugares la gente se sintió parte de algo —en el México posrevolucionario, por ejemplo, se sintió parte del reparto agrario, de la secularización, de la nacionalización de los recursos naturales y no tan naturales—. Pero en Colombia las torpes élites que forjaron el proyecto nacional no ofrecieron mucho a los sujetos que habrían de llamar colombianos, recién salidos de siglos de exclusión colonial y ahora invitados a participar de una idea imprecisa y mediocre. Cegadas por su ceguera, ofrecieron poco más que un museo nacional lleno de oro. Poca cosa, en verdad. Poca cosa.

AGRADECIMIENTOS

Gracias a los participantes del taller financiado por la fundación Wenner-Gren, la Universidad de los Andes y el Instituto Colombiano de Antropología e Historia y también escritores de estas viñetas: Nick Shepherd (University of Cape Town, Sudáfrica), Alejandro F. Haber (Universidad Nacional de Catamarca y Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina), Yannis Hamilakis (University of Southampton, Inglaterra), Joe Watkins (University of Oklahoma-Norman, Estados Unidos), Wilhelm Londoño (Universidad del Magdalena, Santa Marta, Colombia), Paul Tapsell (University of Otago, Nueva Zelanda), Lena Mortensen (University of Toronto, Canadá), Juan Carlos Piñacué (Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia), Julie Hollowell (Indiana University, Bloomington, Estados Unidos) y Fernando López (Escuela Nacional de Antropología e Historia, México D. F.).


Notas

1 El concepto, usado en este contexto, es de Alejandro Haber (comunicación personal, 2010).

2 Agradezco a Juan Carlos Piñacué Achicué que aceptara la exposición. Esta viñeta es, en el fondo, un intento por transformar en conversación lo que pudo ser una objetivación, razón por la cual también le agradezco su interpelación.

3 Según adelanta la investigación de Luis Gerardo Franco.

4 Una lectura indisciplinada del vestigio y de la importancia nometodológica de las relaciones evestigiales se encuentra en Haber (2011).

5 Posición externa (sensu Bajtín 1986).

6 La arqueología habla acerca de otros, y establece sus personalidades autoral y lectoral por fuera de esos otros acerca de los que habla. Enunciador y enunciatario están fuera de aquello de lo que se habla, de modo que se entiende que la relación es no dialógica sino de objetualización. El enunciador del Museo del Oro y los que su discurso supone son los visitantes están igualmente fuera de esos otros acerca de los que habla. Ocurre una disrupción de los efectos esperados por el discurso monológico cuando esos otros se presentan desacomodados como enunciatarios del discurso y cuestionan la voz que los enuncia. El Estado multicultural dice reconocer otras voces, pero igualmente el Estado se enuncia a sí mismo desde una sola voz (aunque se traduzca a distintas lenguas, el yo que enuncia al Estado sigue siendo el mismo). De modo que las otras voces no forman parte del diálogo que el Estado dice establecer, sino que son los objetos que el Estado reconoce como sus otros.

7 "Los dioses y diosas están prisioneros, no tienen alimentos, no tienen visita de sus familiares, están como castigados". Palabras recogidas en el documental Elderly Words: Who's Threatening the Water?, de Villafaña, Gil y Gil (2009). Agradezco a Amado Villafaña por compartir su material y a Wilhelm Londoño por provocar la oportunidad.

8 "Saludos a todos", en maorí.

9 Existen casos excepcionales, aunque localizados, de museos comunitarios construidos desde iniciativas indígenas; incluso, personalmente promuevo la construcción de uno de ellos en el territorio indígena de Calderas, Cauca.

10 Algo similar ocurrió a una mujer embera chamí (resguardo de Cristianía) del suroeste antioqueño: "Cuando yo fui por primera vez al museo tenía trece años, mi capacidad para hacer un análisis crítico sobre lo visto no pasaba más allá de asombrarme por la riqueza en cuanto a lo cultural que había en Colombia, además de sentirme triste por no poder tocar lo que mis ojos veían y menos de poder tomar fotos, porque nos regañaron cuando quise tomar foto a un objeto de los emberas que había en una exposición" (comunicación personal, voz embera, 2011).

11 Lo mismo ha ocurrido con los misak, también del Cauca, calificados como venideros de otras tierras, como no originarios de la Colombia prehispánica. Esto los ha llevado a fortalecerse cultural y políticamente, incluso usando herramientas como la arqueología. Véase Urdaneta (1988).

12 Las leyes sobre propiedad cultural en Canadá permiten a los museos comprar objetos considerados patrimonio cultural antes de que sean sacados del país.

13Como Paul Tapsell (2005) ha escrito con respecto a los taonga maorí que se encuentran en museos.

14 Cíbola y Quivira eran dos de las siete ciudades de oro imaginarias de la Edad Media española, llenas de grandes riquezas. En el siglo XVI se pensó que se encontraban entre los territorios de Florida y Nuevo México de los actuales Estados Unidos. El mito de estas ciudades se originó tras la conquista de Mérida, España, por los moros, cerca del año 713 (Magasich-Airola y De Beer 2001).


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