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Revista Colombiana de Antropología

Print version ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.49 no.2 Bogotá July/Dec. 2013

 

NATURALEZA, CULTURA Y PAISAJE

MARC AUGÉ
EXPRESIDENTE DE LA ESCUELA DE ALTOS ESTUDIOS EN CIENCIAS SOCIALES (EHESS), PARÍS

Conferencia leída con ocasión del XIV Congreso de Antropología en Colombia Medellín, octubre de 2012


La naturaleza se presenta bajo el triple signo de la evidencia, el misterio y la belleza. En primer lugar, la evidencia. La naturaleza es un bien natural, es evidente. El adjetivo natural se emplea para significar lo contrario de artificial, adulterado, complicado. Se trata de una noción que oscila entre lo espontáneo, lo verídico y lo simple. Tiene connotaciones estéticas, morales y físicas. Se puede decir, en este sentido, que alguien se comporta de manera natural, que se expresa con naturalidad, que su actitud tiene una elegancia o una gracia naturales. Lo comparamos con un animal, por ejemplo, con un felino, cuya actitud ágil y poderosa es una expresión inmediata de su naturaleza. Por lo que se refiere a la belleza de la naturaleza, se nos ocurre celebrarla: belleza de paisajes sublimes o de lugares familiares, belleza de la aurora o del crepúsculo, de los mares, de los bosques, de las montañas. Pero cuando nos concentramos en las bellezas de la naturaleza, se convierten rápidamente en temas de interrogación, preocupación y, en ciertas circunstancias, angustia: descubrimos, después de Pascal, el vértigo de lo infinitamente grande y de lo infinitamente pequeño. La naturaleza cambia de carácter al cambiar de escala. La ciencia progresa en el conocimiento de la naturaleza; pero la ciencia es paciente: ante la mirada de cada individuo mortal, por el contrario, lo desconocido que la ciencia investiga a su propio ritmo a lo largo de los siglos reencuentra lo desconocido de su destino singular y finito. Los panteísmos, que invitan al hombre a fundirse en la naturaleza y a olvidar de esta manera los límites de su desarrollo corporal efímero, adquirían sentido y significado en un universo que cambiaba de escala (millardos de soles en nuestra galaxia y millardos de galaxias en el universo).

El hombre, escribía Pascal, es un junco, "el más débil de la naturaleza", pero es un junco pensante. El antropólogo diría, por su parte, "el hombre es un animal simbólico", es decir, un animal que tiene necesidad de pensar su relación con los otros hombres y con aquello que no son los hombres —esto es, la naturaleza—. Para las sociedades humanas, la naturaleza no tiene existencia sino en el límite del tiempo humano. Las cosmogonías inventadas por los hombres relatan la serie de distinciones sucesivas al término de las cuales la humanidad ha salido del caos primitivo indiferenciado, y las distinciones últimas son el sexo, la vida y la muerte. Es significativo que todos los grupos humanos, por minoritarios y reducidos que sean, hayan iniciado la exploración de su medio inmediato y le hayan atribuido un sentido, es decir, un orden. Se trata de un orden simbólico relacionado, como lo ha señalado Lévi-Strauss, con la aparición del lenguaje, y que concierne tanto al mundo humano como al mundo no humano, ya que este último tiene que ver con esa puesta en orden y es, por lo tanto, una extensión del mundo humano: "Desde la aparición del lenguaje ha sido necesario un universo significante", escribe Lévi-Strauss en su "Introducción a la obra de Marcel Mauss". Una distribución arbitraria de sentido se ha efectuado sobre la naturaleza. La lógica de ese sentido-significado es interna y propia de la organización del pensamiento simbólico. Es esta lógica la que se esfuerza por analizar el antropólogo en el caso de cada conjunto cultural.

Es necesario insistir en dos puntos. En primer lugar, esta distribución de un orden simbólico arbitrario sobre la naturaleza no proviene de un trámite de tipo científico, pero no por eso es irracional: es coherente a nivel interno y no contradice la observación empírica del mundo exterior. En África negra, en cualquiera de los grupos tradicionales, todas las especies vegetales estaban identificadas, clasificadas y situadas, unas en relación con las otras, en términos de sexo y de parentesco, como los hombres. En este sentido, no existe oposición naturaleza/cultura en las sociedades estudiadas por la primera etnología. Todo es percibido como natural, pero esto sucede al cabo de una empresa gigantesca de puesta en orden cultural.

En segundo lugar, la creación del orden humano tiene que ver con el mismo doble proceso, arbitrario, pero lógico. Existen por todas partes reglas de filiación, reglas de alianza matrimonial, reglas de residencia, que varían con cada cultura. Lévi-Strauss puede afirmar, de esta manera: "Aquel a quien llamamos sano de espíritu es el que se aliena, ya que consiente vivir en un mundo definido por la relación de un yo [con] un otro". La coherencia interna de todo orden humano es alienante desde el punto de vista de la libertad individual. El orden humano, como el orden de la naturaleza, tiene que ver con una lógica simbólica que encuentra su expresión pura y primera en el lenguaje.

Comprendemos mejor, de esta manera, el carácter subversivo de la actividad etnológica, que consiste, entre otras cosas, en hacer entender a los informantes locales que aquello que conciben como evidente y natural es, de hecho, arbitrario, voluntario e inconsciente al mismo tiempo, es decir, cultural. El etnólogo, por su parte, lleva a cabo una experiencia que comparte esa misma temporalidad ya que ha optado por alejarse de sus referencias habituales de tiempo y espacio. Sin embargo, no es relativista pues es sensible a la diversidad de respuestas que formulan las diferentes culturas y que conciernen siempre a los mismos temas. Por ejemplo, ¿qué significan la oposición vida-muerte, la distinción de sexos, la filiación y la procreación? Las repuestas aportadas a esas cuestiones tienen que ver simultáneamente con la observación y el orden simbólico: la observación de semejanzas entre unos hechos y otros, los efectos euforizantes o eméticos de tal o cual planta, cambios psicológicos que pueden afectar a tal o cual se encuentran en el principio de toda actividad de interpretación, pero la lógica simbólica que ordena y organiza toda observación es propia de cada sistema cultural.

El espacio y el tiempo, esas "formas a priori de la sensibilidad" (Kant), son, al mismo tiempo, el objeto y la materia de la actividad simbólica. Contienen, por ejemplo, las categorías de alto y bajo, cercano y lejano, límite y cruce, por lo que tiene que ver con el espacio; y las de pasado, futuro, retorno y repetición, principio y fin, por lo que tiene que ver con el tiempo.

La noción de paisaje depende estrechamente de concepciones sobre el tiempo y el espacio. No hay paisaje natural en el sentido absoluto del término, y el paisaje es incluso la perfecta ilustración del carácter relativo y sintónico del concepto de naturaleza.

En las zonas forestales africanas, por ejemplo, se distinguen bien el espacio habitado, el espacio cultivado y el espacio salvaje de la caza o la pesca. El espacio habitado está estrechamente codificado y simbolizado, en primer lugar, por las reglas de residencia que sitúan a cada uno, espacial y socialmente, en su lugar, en función de las reglas combinadas de la filiación y la alianza matrimonial. El espacio cultivado es repartido y explotado en función del orden social. El espacio salvaje es el espacio reservado a ciertas profesiones, los cazadores, pero también a los especialistas en plantas, los curanderos. Cuanto más fuerte es la densidad humana, más intensa es la simbolización del espacio, aunque todo espacio está simbolizado hasta el punto de llegar al espacio de los otros, los extranjeros limítrofes, con los cuales tienen lugar procedimientos de intercambio o conflicto. Las potencias no humanas que atormentan los lugares salvajes son menos familiares que los dioses presentes en el pueblo o en las cercanías, pero se las conoce, se sabe cómo conciliarse con ellas o como evitarlas: son objeto de relatos míticos; se encuentran en el horizonte cercano del espacio habitado. El campesino africano está organizado y ordenado por la traza material (una estatua o una piedra) de un dios especialista de los límites, de los pasajes o de los vínculos, como el Legba de las regiones del golfo de Benín, muy parecido al Hermes griego, que se encuentra en la puerta de las casas, los mercados, los cruces de caminos o el límite de los campos cultivados por un linaje determinado. Es necesario señalar, además, que los lugares lejanos tienen también un nombre. El vocabulario humano envuelve igualmente los fenómenos más increíbles, como el mar desencadenado. En el sur de Togo, la espuma de la ola es Avlekete, la patrona del colegio de mujeres encargadas del ritual de inversión celebrado en caso de epidemias. Nada escapa al masivo proceso onomástico que somete teóricamente los fenómenos naturales al control simbólico de los hombres en sociedad.

Los paisajes más inmensos y los menos poblados no solo han sido objeto de la imposición de un nombre de lugar y de identificación, sino que además trazan un itinerario. Los primeros cartógrafos occidentales pudieron representar las costas africanas gracias a todos esos lugares identificados, pueblos, ríos, cabos, a los cuales los habitantes africanos habían puesto un nombre.

África aquí no es sino un ejemplo. Sabemos que en cualquier sociedad la soledad absoluta del individuo es impensable, que toda identidad se define con relación a una alteridad, que el yo y el otro están estrechamente relacionados, asociados en el tiempo y en el espacio. La sociedad forma parte de la definición del hombre, y el mismo Rousseau no ha evocado el estado de naturaleza sino como la referencia ideal en relación con la cual podía medir los defectos de la vida en sociedad. La inscripción en el espacio es el corolario de esta dimensión social y, en este sentido, la ciudad es la expresión acabada de la comunidad humana. Pero la ciudad ha correspondido también, y eso es más cierto hoy, a un cambio de escala de la vida humana, en términos espaciales y demográficos. Desde este punto de vista, el paisaje urbano es, al igual que el paisaje rural, una creación cultural.

Gracias a ese cambio de escala, las contradicciones de principio de la vida social se hacen más evidentes. Si entendemos por sentido (social) la relación entre el yo y el otro, uno y los otros, tal como se expresa y se realiza en cada uno de los conjuntos socioculturales, es necesario constatar que existe una tensión entre ese sentido (social) y la libertad (individual). Por otro lado, sabemos también que no hay individualidad absoluta. Toda identidad individual se constituye en relación con una alteridad desde el nacimiento. Y es justamente eso lo que hoy está en juego como esencial en toda vida: ¿cómo conciliar la exigencia de libertad individual y la necesidad de un mínimo de sentido social?

Quisiera, a partir de ahí, volver un momento sobre las categorías de lugar y no-lugar que utilicé por primera vez hace unos veinte años. El arquetipo del lugar era, desde mi punto de vista, el pueblo tradicional en el espacio del cual se podía leer lo esencial de la organización social. En la literatura etnográfica abundan los ejemplos de ese tipo de organización espacial/social en los cuales la división en barrios o en mitades y las reglas de residencia evidencian la estructura de la sociedad. En nuestra propia tradición, el pueblo reunido en torno a su iglesia —y esta rodeada por el cementerio—, donde cada uno se mantiene de manera más o menos estricta en su lugar, es la expresión más cercana del "lugar antropológico". La región ampliamente apropiada, los territorios municipales y los dominios pertenecientes al Estado (en Francia numerosos bosques tienen ese estatuto) completan el cuadro. En relación con ese modelo, en el cual además el espacio está repleto de tiempo y de historia, el desarrollo de espacios de circulación y de consumo podía aparecer como el de no-lugares, en la medida en que los espacios no expresan directamente ninguna relación social inmediatamente legible. En un aeropuerto, sobre una ruta o en un supermercado nos cruzamos sin conocernos. Evidentemente, todo depende del uso que se hace de esos espacios y, por lo tanto, la distinción lugar/no-lugar no tiene nada de absurda. Pero quisiera aquí, ante todo, interrogarme sobre la supuesta relación con la naturaleza que conllevan estos dos tipos de organización espacial.

En el lugar antropológico que corresponde más a nuestros sueños que a nuestros recuerdos, la naturaleza es el campo, la vida sana y amable, la pureza de las mañanas, la paz de los atardeceres y el esplendor de las noches cuando brillan las constelaciones cuyos nombres fueron tomados como prestados a la mitologías humanas. Es un recuerdo de infancia, eventualmente un recuerdo de vacaciones, selectivo, parcial, afantasmado a veces, perdido de todas maneras, ya que no lo aviva nuestra capacidad de imaginación ni la frescura de nuestro pasado.

Pero se puede pensar que, en efecto, en el medio pueblerino antiguo o tradicional la naturaleza, concebida como relativamente familiar (lo que se expresa en la cercanía de dioses o de semidioses en la tradición pagana o de santos locales en la tradición católica), podía desempeñar el rol de refugio y de consolación que le atribuye toda una tradición bucólica o romántica y que proyectamos aún sobre la imagen del buen salvaje. Hoy, aquellos que quieren conservar esa imagen están obligados a refugiarse en Cévennes para criar sus cabras e iniciarse en la fabricación de queso fresco. Huyen de la sociedad o sueñan con rehacer esta imagen a pequeña escala. Quieren cambiar de paisaje pues quieren creer en la naturaleza. Aun cuando se olviden las catástrofes que la naturaleza inflige a las poblaciones indefensas (epidemias, sequías, inundaciones), todas aquellas calamidades que llamamos naturales.

El paisaje sobremoderno, paradójicamente, nos acerca a la naturaleza y comienza a darle una cierta existencia, pero cambiando radicalmente la imagen. Por paisaje sobremoderno entiendo la urbanización del mundo, es decir, la extensión acelerada de los espacios de circulación, consumo y comunicación que desemboca en el crecimiento de grandes metrópolis y la proliferación del tejido urbano a lo largo de las rutas, las costas, los ríos. Las ciudades tradicionales y los centros históricos se convierten en curiosidades turísticas; los barrios de negocios y las torres gigantes que los simbolizan iluminan en la noche urbana los nuevos poderes del mundo que surgen en todos los continentes. La gran arquitectura ha ratificado con frecuencia las relaciones de poder en la sociedad. La arquitectura grandiosa de los downtowns norteamericanos y de los barrios de negocios europeos simboliza hoy, de la manera más directa posible, el poder de las empresas que proyectan sus torres recubiertas de espejos y de muros-cortinas hacia el cielo diurno o las transparencias de sus oficinas siempre iluminadas, hacia el cielo nocturno.

La estética dominante es de distancia. Como la de las fotos tomadas por los satélites de observación o las vistas aéreas que nos habitúan a una visión global de las cosas, del mismo modo que la producen las vías rápidas y los trenes de gran velocidad (TGV). Las torres de oficinas o de habitación educan la mirada como lo hace el cine y, más aún, la televisión. El paso incesante de carros sobre la autopista, el despegue de aviones de las pistas de los aeropuertos, el pasaje de satélites artificiales en el cielo, como estrellas fugaces un poco más lentas, nos dan una imagen del mundo tal como quisiéramos que fuese. Asistimos al inicio del turismo espacial (y del planeta como paisaje), que permitirá a viajeros en estado de ingravidez observar la Tierra de lejos (a una altura de cien kilómetros).

Lo que traduce esa transformación acelerada es un cambio de escala, de la cual cada uno de nosotros, piense lo que piense, toma progresivamente conciencia, aunque no sea sino por las imágenes de la televisión. Este cambio de escala puede abordarse a partir de varios puntos de vista.

En primer lugar, a partir del momento en que el crecimiento demográfico concibe nuevas formas de movilidad y residencia, la naturaleza urbana de la humanidad se vuelve más evidente. Por naturaleza urbana es necesario entender los modos de relación que permiten al individuo humano declinar sus vínculos sociales de alteridad, los cuales son indispensables para su existencia y para definir su identidad, por una nueva cultura. ¿Acaso es posible que los progresos de la tecnología no comporten consecuencias directas sobre el cuerpo humano, sobre sus lenguajes y sus contactos con el exterior?

Nuevas modalidades de puesta en cultura del mundo planetario están operando una revolución de la que presentimos los efectos sin controlar las causas por ahora. De esta manera, estamos condenados a vivir individualmente fenómenos que se desarrollarán a escala histórica. El aumento de la esperanza de vida es tal vez, al fin de cuentas, una consecuencia de esta revolución/evolución.

A la hora en que el mismo planeta Tierra se convierte en un paisaje y los planetas del sistema solar comienzan a aparecer como simples barrios suburbanos de la Tierra, en que la vulgarización científica nos propone hipótesis cuyo lenguaje se nos escapa y al lado de las cuales los misterios construidos por los monoteísmos terrestres aparecen como desdibujados, la naturaleza no está ya situada alrededor de la Tierra, ya no nos mece más, ya no es ni un recurso ni un socorro, es un desafío.

Es eso lo que expresa, a su manera un tanto irrisoria tal vez, el paisaje urbano actual, que en sus realizaciones más suntuosas evoca algo de las instalaciones que un día, lejano aún (en el sentido genérico del término), establecerá en otros planetas. O aun, en sentido inverso, el espectáculo que descubrirán probablemente un día viajeros venidos de otras latitudes. La ciencia ficción y la arquitectura tienen esto en común: intentan balizar de antemano el espacio vacío e indiferente de lo desconocido, como si debiera poblarse un día y autorizar así la retoma de la empresa simbólica a la que escapa después de haber expulsado a los dioses del cielo.

LA IDENTIDAD Y LOS DERECHOS HUMANOS

Mauss señalaba que no existía ser humano que no tuviera conciencia de su individualidad espiritual y corporal. Sin embargo, no son pocos los sistemas sociales que tratan de reducir la autonomía de la conciencia individual. Este es el caso, por ejemplo, de las sociedades estudiadas por la primera etnología, las cuales prescriben las relaciones en las sociedades totalitarias y, de manera general, en todas las sociedades donde la esfera pública intenta invadir la esfera privada. Nos encontramos ante una cuestión tan estratégica como esencial: el hombre cultural se relaciona con otros hombres y es esta dimensión relacional la que da sentido (social) a su existencia (singular), pero también puede constituir un ataque a su libertad de iniciativa. Y de un modo contrario, sin relación con el otro y sin la presencia de este, la libertad queda desprovista de sentido y de objeto. La gestión de la correspondencia entre sentido (social) y libertad (individual) se encuentra en el centro de toda política realmente democrática, al igual que la conexión entre las dimensiones individual, cultural y genérica. La tercera dimensión del ser humano es la dimensión genérica, la cual ha sido discutida o negada por todas las formas de racismo y sexismo que han recorrido la historia humana. El hombre es un hombre (en el sentido de ser humano) independientemente de su sexo, origen o edad. Todo individuo es un ser de pleno derecho por el simple hecho de pertenecer al género humano. "Todo hombre, todo el hombre", según la expresión de Sartre.

Las relaciones entre estas tres dimensiones del ser humano han sido históricamente complejas, pues todas ellas se han visto distorsionadas y manipuladas por las artimañas del poder. El poder es la perversión íntima de la relación, convertida en relación de fuerza. En las sociedades actuales, marcadas por la mundialización de los mercados, esta perversión pasa por una triple sustitución: del individuo por el consumidor, de lo cultural por lo local y de lo genérico por lo global. La conciencia más o menos clara que tenemos de esta degradación es un rasgo de la crisis que vivimos. Ciertamente, es la consciencia de una coexistencia entre las dimensiones individual, cultural y genérica lo que funda la dignidad del ser humano, y todo lo que se opone a ella lo humilla de manera fundamental.

La palabra dignidad puede declinarse según dos modalidades. Las podemos observar cuando decimos que una persona se ha mostrado digna en tal o cual ocasión. Con esto queremos decir que no ha manifestado sus emociones, que se ha mostrado comedida.

El término es, entonces, casi un sinónimo de la discreción y el silencio. Pero también remite a la idea de interioridad: si una persona guarda para sí lo que siente es porque existe por y para ella misma, en el interior de ella misma, y porque ella no es ni superficial ni artificial. Nos vamos, pues, acercando al sentido absoluto del término. Cuando hablamos de una persona digna, o incluso cuando evocamos la dignidad de la persona humana, nos situamos más allá de las situaciones y las conjeturas.

Por otro lado, la dignidad también suele relacionarse con circunstancias externas o con una función. Por ejemplo, decimos que un hombre o una mujer se han mostrado dignos del cargo que ejercen. El término puede invertirse y la dignidad designaría entonces la supuesta capacidad de un individuo particular (es digno de ser presidente) o incluso, con otra inversión, podría aplicarse a una función, a una cualidad de este individuo (esta misión es digna o indigna de él; esta actitud es digna o indigna de él). En todos los casos, se trata de una cierta idea del ser humano y del individuo en el que se encarna o no de manera sensible. Cuando algún aspecto de la dignidad humana se encarna visiblemente en un individuo este parece estar más allá de su singularidad, como un representante de la humanidad genérica.

Dicho esto, habría que reconocer cierta ambivalencia en el concepto de dignidad y, más aún, en el adjetivo que le corresponde. Esta ambivalencia tiene algo que ver con la idea del poder. El poder es el ejercicio de la autoridad conferida por la elección, en un régimen democrático, o por la sucesión o la fuerza, en otras formas políticas. Para ejercer el poder este debe ser expresado o manifestado, incluso en una democracia, y aquel que lo pretenda deberá exteriorizar su supuesta capacidad para ejercerlo. Se trata, pues, de hacer visible una cualidad interior, de representar la comedia del poder y de impresionar a los que de él dependen. Cuando la búsqueda de una actitud digna cae fácilmente en la caricatura nos encontramos ante una apuesta temible. Los poderes de la imaginación que denunciaron La Rochefoucauld y Pascal son impresionantes, pero cuando ellos no están presentes entonces el rey está desnudo y solo aparecen en la escena las contorsiones, las muecas y los balidos. Nada más ridículo que aquel que "se escuda en su dignidad".

Para escapar de este riesgo de caer en la caricatura —de este ataque a la dignidad de la función—, el poder tiene varios recursos. Por ejemplo, puede asumir y controlar él mismo su expresión. Es posible encontrar este recurso en diversas formas de rituales de inversión o de rebelión cuyos ejemplos abundan en la literatura antropológica. En la tradición monárquica europea, el bufón podía decir todo lo que quisiera, impunemente, pero al mismo tiempo dibujaba las fronteras de lo prohibido. La fuerza de la caricatura está relacionada directamente con el carácter más o menos personal del poder: los tics, las actitudes, las palabras del dirigente no serán imitadas eficazmente hasta que sean conocidas por un gran público, en otras palabras, hasta que la autoridad se encarne en un cuerpo individual. El creciente éxito de los bufones o entretenedores de todo género en Francia está directamente relacionado con el régimen presidencial y, como es evidente, con la dimensión cada vez más mediática y personalizada de la vida política, que conlleva una ilusoria proximidad: te conozco porque te reconozco.

Por otro lado, existen recursos que pasan por la búsqueda de una total ausencia de expresión, de una mineralización de la persona del soberano, de la gravitas que simboliza el peso y el carácter absoluto de la función, el peso del poder, en todos los sentidos del término peso. En ciertos reinos africanos, el rey era condenado en público a la inmovilidad y al silencio; lo mismo podría decirse del mikado japonés, forzado hasta un pasado relativamente reciente a largas horas de exposición inmóvil y silenciosa. El cuerpo soberano se identifica progresivamente con el trono que lo sostiene o con la corona que lleva: se vuelve cosa, se cosifica. En África, el jefe de un poblado no responde directamente a sus interlocutores, su voz es transportada, tiene un portavoz. El jefe susurra el mensaje al oído de un asistente que lo repetirá al resto de las personas. Un pequeño apunte: la obligación del etnólogo de haber requerido los servicios de un intérprete o informador lo hace ser percibido inmediatamente como un hombre (o una mujer) de poder. Esta representación no está ausente del ritual republicano y no nos gusta que un alto dirigente ofrezca una imagen de agitación o febrilidad. La función del portavoz del Gobierno sigue siendo una función importante.

La dignidad así traducida no es signo, por tanto, de un puro artificio, es el corolario de la dualidad humana. Esta dualidad puede encontrarse en la base del ritual monárquico en Francia. Ciertamente, el tema del doble cuerpo del rey ("¡El rey ha muerto, viva el rey!") simbolizaba la perennidad de la función; el primado de la filiación y de la dinastía sobre el individuo. Pero el tema de la dualidad, que está en su base, va más allá de la realeza como régimen político o, más bien, quizás pueda explicar el prestigio todavía real de la forma monárquica como símbolo. Las dimensiones singular y genérica se cruzan en todo individuo. La percepción de este encuentro puede por momentos engendrar lo que desde una perspectiva durkheimiana podríamos llamar el sentido de lo sagrado. El lenguaje da cuenta de esta superación cuando empleamos instintivamente el artículo definido delante del sustantivo hombre entendido en su sentido genérico. Por ejemplo, decimos: "El hombre ha vencido la gravedad" o, incluso, "El hombre ha pisado la luna". Lo que compartimos por un momento con Neil Armstrong fue, más allá de cualquier consideración política o geopolítica, la consciencia de pertenecer al género humano.

La consciencia de pertenecer a la condición humana constituye la dignidad del individuo humano. Pero esta consciencia también alimenta la necesidad de trabar vínculos con otras personas para afirmar la propia identidad. La identidad individual se construye con frecuencia en relación con la alteridad. También sucede así con las identidades colectivas. Esto es lo que hay que destacar: es debido a que cualquier ser humano es consciente de la presencia en él de una dimensión genérica que puede sentirse cerca de los demás. Sin esta transcendencia íntima la identidad individual está mutilada y es incapaz de construirse en relación con los demás. En este sentido, todos los racismos y sexismos pueden ser considerados como inválidos.

En otras palabras, todas las culturas se han acercado a esta división íntima de la persona por la que el individuo se define al mismo tiempo como social y como humano, como existencia y como esencia. A menudo esta separación solo se entiende parcialmente. La consciencia del hecho de que, según las palabras de Rimbaud, "yo soy otro" no conduce necesariamente a la proposición recíproca e inversa, "el otro es un yo". Porque entre el presentimiento y el cumplimiento hay una historia, los contratiempos o desventuras de la historia que se extravía en la temática del poder, en lugar de trazar el camino a la vez modesto e irreversible del progreso del conocimiento. He definido más arriba el poder como la perversión íntima de la relación. Ciertamente, la idea de poder corrompe desde el principio la relación de alteridad y el ideal de conocimiento. Es ella quien ha socavado desde el origen la posibilidad de una relación igual entre los sexos. También ha sido la causa de las diferentes formas de servidumbre que pueden encontrarse en la mayoría de las sociedades. Finalmente, ha sido ella quien ha demorado durante siglos los efectos beneficiosos del contacto cultural.

Lévi-Strauss, en Raza e historia, subrayaba que la fuerza de Europa a partir del Renacimiento se debía al hecho de que había sabido combinar las diferentes aportaciones de distintas culturas del mundo. Pero Europa ha perdido su contacto con el mundo: la voluntad de acumular sin intercambiar, de explotar y de colonizar, en resumen, de ejercer el poder, ha minado la voluntad de descubrir y de conocer al otro y, especialmente, la de reconocer la igual dignidad de todos los seres humanos.

Si profundizamos más en el análisis, veremos que el poder es la negación del derecho de soberanía del individuo. El poder clasifica por géneros, por orígenes, por clases, para ignorar mejor a los individuos fundamentándolos en un conjunto pretendidamente indiferenciado. Actualmente, incluso en un régimen democrático, la medida de las desigualdades postula una desigualdad de derecho entre los individuos. Las desigualdades considerables de salarios e ingresos alcanzan tal nivel que la diferencia cuantitativa adquiere un significado cualitativo y esencial. ¿Qué decir de las desigualdades que revelan varios factores combinados, acumulados? ¿O de aquellas otras desigualdades que se nos escapan cuando la distancia que separa a los individuos nos parece infinita y la diferencia entre sus situaciones es imposible de superar? ¿Cuáles son las respectivas oportunidades de futuro del hijo de un profesor en Harvard y de la hija de un campesino afgano? Y sin embargo, en esta diferencia no hay ninguna fatalidad de orden genético: si, por un toque de varita mágica, invirtiéramos sus posiciones respectivas, las cartas de la vida serían repartidas de nuevo y los triunfos o bazas cambiarían de manos. ¿Acaso no es la hija del campesino afgano, también ella, un yo, ni más ni menos soberano en teoría que cualquier otro yo?

Nuestro todavía muy parcial conocimiento del universo puede producirnos cierto vértigo. La dignidad del individuo humano siempre se sitúa del lado de la interrogación, la curiosidad, la búsqueda o la creación artística, dicho de otra manera, del lado de la conciencia compartida de la paradoja humana. Esta puede resumirse de la siguiente manera: en su quinta meditación Descartes quiso probar la existencia de Dios mostrando que en el espíritu humano, criatura finita, existía una idea del infinito. Siempre hay más en la causa que en el efecto: al no poder el hombre tener la idea del infinito por causa, la existencia de Dios quedaba pues demostrada. Pero ¿qué es exactamente esta idea del infinito? Si tal idea no es sino la conciencia de la presencia del hombre genérico en toda la singularidad humana, lo que se demostró no fue la existencia de Dios, sino más bien la del hombre —al igual que Sartre entendió que la libertad divina definía propiamente la libertad humana—, y de este modo Descartes superó las condiciones de su época con esta audacia filosófica. La existencia en el individuo humano de algo más que el mismo individuo, es decir, la existencia de una conciencia de la superación de sí y de una pertenencia a algo superior, constituye la paradoja humana que prolonga aquella otra de la conciencia reflexiva y el cogito cartesiano.

Esta paradoja no puede fundar intelectualmente ningún juramento de fidelidad a alguna filiación dinástica y menos a un inconcebible padre creador. El rey y Dios (a la vez su fuerza y su debilidad) no son sino metáforas del hombre genérico cuya historia humana —a través de sus vicisitudes, su lentitud y sus contradicciones— trata de establecer la dignidad a los ojos de los millones de individuos que la encarnan. La prueba ontológica de la existencia del hombre funda la igualdad de derecho de todos los individuos.

La confiscación y la puesta en escena de la paradoja humana por las instancias del poder constituyen la última artimaña del poder mismo. El estilo, en el ejercicio de las funciones políticas y, más ampliamente, en la gestión de la ciudad, es algo más que una cuestión de estilo: cuando los administradores monopolizan los signos de la soberanía ya no estamos en la democracia ideal que, de acuerdo con la idea de una cosmogénesis universal, debería consagrar la soberanía común de cada individuo humano. La tensión entre sentido y libertad, constitutiva de toda vida social, siempre está arbitrada por formas más o menos apremiantes y más o menos individualizadas del poder. Se trata de lo que podríamos llamar el quiasmo de lo político: si demasiado sentido social anula la libertad individual, en términos de poder los valores se invierten, pues un poder demasiado personal e individualizado anula las libertades colectivas.

Criticar la infidelidad de los regímenes democráticos a los ideales que proclaman y ponen en duda el movimiento histórico que conduciría ineluctablemente a su realización es una cosa, pero relativizar estos ideales en el nombre de la diversidad cultural es un error, una mentira y una falta.

La sustancialización de la cultura participa del regreso al mito concebido como la época de la indiferenciación. Esta solo puede producirse en detrimento de la idea de individuo, cuando solo de esta última puede deducirse aquella del hombre genérico. Los monumentos de la historia, las obras maestras de la humanidad traducen el genio del Hombre (genérico), pero si las referimos o relacionamos con las culturas y las sociedades en el seno de las cuales fueron realizadas o construidas, constataremos que fueron fruto de la esclavitud, el trabajo forzado y la explotación de los individuos. La tensión entre sentido y libertad, entre cultura e individuo, solo se resuelve mediante el reconocimiento de la pertenencia genérica en cada caso: se trata del contenido de la palabra igualdad en el centro de la divisa republicana de Francia. Solo el reconocimiento de la igualdad puede asociar la libertad de cada uno a la fraternidad entre todos, es decir, el individuo a la relación en su forma plenamente realizada.

A este respecto, cabe señalar una doble ambigüedad. El universalismo de los derechos humanos no es una proyección de las instituciones occidentales sobre el planeta —lo que revelaría un imperialismo cuya oposición global/local es su traducción intelectual, que de hecho existe—, sino la afirmación de una exigencia de derecho que concierne a la autonomía del individuo como tal. Los derechos humanos y del ciudadano definen en primer lugar la autonomía y la dignidad del sujeto político, de las que sabemos que nunca se realizan de manera completa, pero que han progresado mucho como idea para que ningún tirano de hoy en día se atreva a proclamar su vacuidad. Como ha señalado Lyotard, y como siempre es útil y necesario recordar, la originalidad del siglo XVIII europeo radicaba en su interés por el futuro de la humanidad en general, mientras que los mitos tradicionales volvían sobre los orígenes de las sociedades particulares, de modo que atrapaban desde el principio la existencia humana en los dominios de una cultura dada.

Todos los sistemas culturales han respondido a las mismas cuestiones. Son interesantes y respetables en la medida en que rechazan a su manera las relaciones del individuo y la colectividad. Pero sus respuestas varían, pues son productos de la historia y de las luchas de poder así como del cerebro humano y del deseo de saber. Sin embargo, se agitan, se adaptan o se transforman bajo la doble acción de otros sistemas (el contacto cultural) y de todo aquello que —desde su interior y desde la práctica, la inercia, la resistencia o la trasgresión— hace evolucionar la economía en general. En este sentido, todos señalan una dialéctica de lo universal como exigencia y de lo particular como realidad.

No podemos decir que los derechos humanos son patrimonio de un país o de una cultura determinada, incluso si la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano está referida evidentemente a la Revolución francesa. Tampoco podemos decir que todas las culturas y todos los regímenes políticos reconocen y respetan los derechos humanos. En verdad, no hay régimen político que realice el ideal de forma completa. Pero es obvio que, desde este punto de vista, existen diferencias significativas entre los diferentes regímenes políticos, entre los estatus que reconocen a las tradiciones religiosas o culturales, entre estas mismas tradiciones e incluso entre las interpretaciones y los usos que de ellas se hacen. Todo esto resulta evidente cuando se toma por referencia o criterio la libertad, reconocida como derecho y garantía para todos los individuos, independientemente de su sexo, de su origen y de sus opiniones. Esto no es una tarea fácil, en la medida en que los oligarcas de la globalidad —quienes simbolizan actualmente el éxito político, económico o mediático— son figuras individuales poderosas, y en la medida en que las formas de resistencia o de contestación que se oponen pasan a menudo por referencias culturales o adhesiones religiosas alienantes. Círculo vicioso, pues, debido al hecho de que en ambos casos se deniega fundamentalmente la igualdad de los individuos (es decir, la presencia del hombre genérico en cada uno de ellos), aunque sea el único garante de su soberanía y el único resorte de su libertad.