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Revista Colombiana de Antropología

versión impresa ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.50 no.2 Bogotá jul./dic. 2014

 

El indígena en el cine y el audiovisual colombianos: imágenes y conflictos
Angélica María Mateus Mora
Medellín: La Carreta Editores
2013, 242 páginas

Álvaro Villegas
Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín
aavilleg@unal.edu.co

La preocupación por las modalidades de representación y de autorrepresentación de los indígenas ha crecido considerablemente en las últimas tres décadas. Si bien la mayor parte de los estudios publicados se han concentrado en la producción, circulación y apropiación de representaciones elaboradas por escrito, la consolidación de la antropología visual y el auge del documental etnográfico han estimulado la reflexión sobre la producción de imágenes de los pueblos indígenas.

El trabajo reseñado constituye la investigación más ambiciosa sobre este tema en nuestro medio, en tanto que problematiza casi un siglo de producción audiovisual. Los indígenas aparecen en este paneo —que va de la ficción al documental, del largo al cortometraje, de los 35 mm al video— como simples extras, en algunas ocasiones, y como protagonistas absolutos, en otras; pero en ambos casos su papel está mediado por los lugares cambiantes que ocupan en los imaginarios nacionales hegemónicos y contrahegemónicos.

Pese a que el libro no pretende tener un carácter histórico, es notorio el interés de la autora por ofrecer una periodización asociada al análisis de su material de estudio. En este sentido, nos remite a las representaciones del indígena en cine y video en América Latina. Así, en un primer periodo, transcurrido entre 1911 y 1932, se realizaron aproximadamente 26 películas, que corresponden a ficciones, documentales y formas híbridas. Gracias a ellas disponemos de las primeras imágenes en movimiento de numerosos grupos étnicos, aunque también fue común la utilización de actores no indígenas para desempeñar los roles de los nativos. El segundo periodo (1934-1977) comienza con las primeras películas sonoras y termina con la consolidación del video. La producción se amplía a unos 118 filmes, un aumento cuantitativo que se traduce en una mayor diversidad temática y formal, aunque con un amplio dominio del documental. En el último periodo, que se extiende desde 1978 hasta el presente, el número de producciones se multiplica, dadas las innovaciones tecnológicas en la producción audiovisual. Sigue primando el documental y emerge la modalidad de videos realizados por miembros de las propias comunidades.

La periodización elaborada para América Latina le sirve a la autora para realizar un ejercicio similar en el caso colombiano. A su juicio, se podría plantear la existencia de tres momentos. En el primero, correspondiente a los años que van de 1929 a 1964, el “indio” es “descubierto” por el cine nacional: los hermanos Acevedo filmaron, entre finales de la década de los veinte y comienzos de la siguiente, algunas de las primeras imágenes en movimiento de los indígenas colombianos; su presencia es relativamente secundaria y son una parte más de la naturaleza descrita en Colombia victoriosa (1933) o en un documental promocional sobre Chocó, filmado entre 1929 y 1931. Un rol similar cumplirán en el filme A Journey to the Operations of the South American Gold Platinum Co., in Colombia South America (1937), financiado por la compañía que le da nombre a la película y dirigido por Kathleen Romelli. Una presencia más importante les será otorgada a estas poblaciones en Expedición al Caquetá (1930-1931), dirigida por César Uribe Piedrahita, y Chez les indians sorciers (1935), del marqués de Wavrin. Finalmente, se llevan a cabo dos interesantes análisis fílmicos: uno de Amanecer en la selva, realizada en la década de los cincuenta por el sacerdote Miguel Rodríguez, y otro de El valle de los arhuacos (Vidal Antonio Rozo, 1964). A pesar de sus diferencias, en ambas películas los indígenas son representados como seres supersticiosos que necesitan la luz de las creencias católicas.

Un segundo momento corresponde al “redescubrimiento del indígena por el cine”, entre 1968 y 1980, el cual fue posible gracias a la combinación de dos factores: el aumento de su visibilidad, debido a las dinámicas organizativas y reivindicatorias de estos años, y su revaloración como sujetos contemporáneos, con capacidad de acción y reflexión. Tres fueron los grandes temas que desarrollaron las películas producidas durante esos años: la violencia poscolonial, las relaciones entre la tradición y la modernidad y las imágenes del patrimonio cultural indígena. A pesar del valioso trabajo de descripción que la autora realiza, la construcción de las categorías se sustenta más en el sentido común que en una conceptualización rigurosa. ¿Por qué se utiliza el término poscolonial en este contexto, cuando este se refiere a la experiencia de las sociedades descolonizadas en el siglo XX? En este sentido, habría sido mucho más productivo hablar de violencia nacional o utilizar la noción de modernidad/colonialidad para pensar estas violencias que, en el marco del Estado nacional, prolongan las desigualdades sociorraciales y la agresión contra los pueblos indígenas. Tampoco es claro cómo se patrimonializan los objetos producidos por las sociedades indígenas pretéritas en los documentales mencionados. Es posible inferir, de la descripción que de La leyenda de El Dorado (Francisco Norden, 1968) hace la autora, que se trata de un proceso que inserta los objetos en el relato nacional y deja por fuera a las sociedades productoras de estos objetos. Empero, se trata de una conclusión a la que debe llegar el lector y no de un planteamiento explícito en el texto.

El último momento, que comienza en 1980 y se extiende hasta el día de hoy, está marcado por un profundo cambio en las condiciones de representación de las poblaciones amerindias. Los sujetos étnicos se representan en video a sí mismos, al tiempo que los directores y productores no indígenas deben contar con las comunidades filmadas a la hora de realizar sus trabajos. El capítulo se detiene en el realizador nasa Daniel Piñacué y en los directores mestizos Marta Rodríguez y Pablo Mora, cuyos trabajos son descritos. El primero cuenta con una extensa obra realizada en video, en la cual se han rechazado los estereotipos sobre los indígenas. Su trabajo es además valioso, ya que ha alcanzado medios de difusión masivos, como el canal público de televisión Señal Colombia; sin embargo, la difusión en este tipo de espacios de carácter gubernamental y pensados para todos los públicos ha hecho difícil la representación directa de las diversas violencias ejercidas contra los pueblos indígenas. En cuanto a los realizadores mestizos, Mateus Mora se concentra, en un primer momento, en relatar su contribución a los procesos de apropiación del video por parte de los grupos étnicos. Marta Rodríguez ha impulsado activamente talleres de “transferencia de medios audiovisuales”, mientras Pablo Mora estuvo involucrado en un trabajo cooperativo en el cual realizó tres versiones de su documental Crónica de un baile de muñeco (2003) —sobre un ritual de los yukunas—: una dirigida a este grupo étnico, un montaje para la televisión y una versión del realizador.

En esta misma línea, el capítulo siguiente deja atrás el esfuerzo periodizador y se concentra en las experiencias documentales del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN) y la organización Gonawindúa Tayrona-Zhigoneshi. En todos los casos son interesantes las dificultades, los retos y las tensiones que provoca la apropiación de la tecnología del video, su empleo en procesos educativos y su difusión por medios masivos como los canales regionales, en particular Telecaribe.

La parte final del libro se concentra en tres temas que aparecen en las películas y los videos del último periodo: la tierra, la violencia, y las relaciones y conflictos interculturales. En el primer caso, el énfasis recae en las representaciones de los pueblos indígenas sobre la tierra y la expropiación sistemática a la cual han sido sometidos. Este es el punto de partida para el análisis de Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (1982), documental dirigido por Marta Rodríguez y Jorge Silva. Dicho análisis resalta la larga duración de la expropiación territorial que han sufrido los indígenas, sus dinámicas organizativas y de lucha, la represión estatal y privada a la que se han visto sometidos, y la oposición entre la tierra improductiva de los latifundios y la tierra cultivada y productora de vida de los indígenas.

La violencia contra los pueblos indígenas es dividida en tres modalidades: la de los gamonales, la del narcotráfico y la violencia política contra la sociedad, definida por la autora como la violencia contra los miembros de afiliaciones políticas e ideológicas específicas. Por supuesto, estas formas de violencia se confunden en ocasiones y sus fronteras son porosas. Los audiovisuales descritos y analizados se refieren concretamente a tres masacres: El pecado de ser indio (Jesús Mesa García, 1975) está dedicado a los asesinatos de La Rubiera1; Planas: testimonio de un etnocidio (Marta Rodríguez y Jorge Silva, 1971), a la masacre ocurrida en ese lugar2; y Crónica de una masacre anunciada. Memoria viva y Caloto...un año después, a la masacre de El Nilo3.

Esta última parte del texto se concentra en las relaciones entre tradición, modernidad y conflictos culturales. En un primer momento, se toma como objeto de investigación la apropiación del video a través de dos casos: Crónica de un baile de muñeco (Pablo Mora, 2003) y la serie de documentales para televisión Palabras mayores (Gonawindúa Tayrona-Zhigoneshi, 2009). Se pasa luego al conflicto entre Occidental Petroleum Corporation (OXY) y el pueblo u’wa, documentado de forma comprometida en La sangre de la tierra (Ana Vivas, 2001); se continúa con la importancia de la transmisión de las lenguas nativas en Nasa Yuwe’ Walasa’ (Jesús Bosque, 1994); se describe Médicos en plazas y calles de Colombia (Pepe Bayona, 1989), sobre las prácticas médicas de ingas y kamentsás en contextos urbanos e interculturales, y se finaliza con la reactualización del mito del buen salvaje en Kapax del Amazonas (Miguel Ángel Rincón, 1982). Este apretado recorrido hace evidente la gran diversidad de problemas y temáticas tratados en el audiovisual colombiano sobre los indígenas en las últimas tres décadas, aunque es también posible inferir que lo étnico es movilizado más en los registros de lo real que como material base para la construcción de ficciones.

En conclusión, la producción fílmica y en video sobre los indígenas en Colombia cubre más de 8 décadas y 150 películas, de diversos formatos, duraciones, géneros y temáticas. Mateus Mora considera que estas producciones son documentos históricos que difunden y construyen estereotipos; sin embargo, también piensa que pueden ser o han sido agentes históricos en la medida en que se oponen a estos y plantean alternativas de representación justas y equitativas. Además, a juicio de la autora, la transformación de más calado —aún en curso— es el paso del estereotipo a la autorrepresentación. En este sentido, el libro es interesante no solo porque realiza un aporte a un área del conocimiento relativamente poco trabajada, sino también porque vislumbra una transformación todavía en consolidación y le da una centralidad que solo con el correr de los años podremos valorar adecuadamente.


1 Se refiere a la masacre perpetrada en la hacienda La Rubiera, en el departamento de Arauca en 1967.

2 Se trata de una serie de asesinatos y otras violaciones a los derechos humanos ocurridos en el departamento del Meta entre febrero y septiembre de 1970.

3 Masacre ocurrida el 16 de diciembre de 1991 en el municipio de Caloto, departamento del Cauca.