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Revista Colombiana de Antropología

versión impresa ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.50 no.2 Bogotá jul./dic. 2014

 

Black Rice.
The African Origins of Rice Cultivation in the Americas

Judith Carney
Cambridge: Harvard University Press
2001, 240 páginas

María Carolina Mesa Ramírez
Socióloga
mesaro655@hotmail.es

E n este trabajo, la geógrafa norteamericana Judith Carney explora los sistemas de producción preindustrial del arroz en África Occidental y en el sur de los Estados Unidos, en donde su cultivo estuvo a cargo de esclavizados africanos. Carney estudia el proceso de domesticación de la variedad Oryza glaberrima, que data aproximadamente del siglo IV y del cual surge una cultura del arroz de origen africano. El cultivo de esta variedad se difunde posteriormente en la cuenca del Atlántico cuando, entre 1670 y el inicio de la Revolución norteamericana, en 1776, las tierras pantanosas y boscosas de las costas y la parte baja de Carolina del Sur fueron transformadas en plantaciones arroceras comerciales que llegaron hasta el río St. Johns en la Florida.

La hipótesis central de Carney es que el origen del cultivo del arroz en Carolina del Sur es africano y que los esclavizados provenientes de la región arrocera al occidente de África enseñaron a los colonos europeos en Norteamérica técnicas de siembra y manejo, tales como los sistemas de irrigación, que aprovechaban las características inundables de la llanura costera y las zonas pantanosas y estuarinas para su cultivo. En la reconstrucción del papel del trabajo africano en la historia del arroz en Carolina del Sur, la autora emplea un enfoque geográfico que aborda la agencia cultural y su impacto en la creación y transformación de los sistemas de cultivo. A partir de un análisis que integra la relación entre medioambiente, tecnología y cultura, y desde una perspectiva histórica, rastrea los lugares donde se plantaba arroz durante la Colonia, así como la forma de difusión de prácticas agrícolas subsaharianas a raíz de la trata trasatlántica. Menciona, entre otras, la siembra del cereal en humedales por inmersión de la semilla; la construcción de diques, compuertas y canales para el manejo del agua; la preparación del terreno con herramientas como el kayendo, y el trasplante de semillas y plántulas. Tanto el dominio de las técnicas de cultivo del cereal, que jugaba un papel muy importante en la economía y la alimentación local, como el miedo a las revueltas, constituyeron un factor de poder que les permitió a los africanos negociar las condiciones de su cautiverio y servidumbre con los ingleses. De este modo, se adecuaron algunas regulaciones normativas del trabajo esclavo que permitieron la construcción de espacios de habitación propios y el cultivo de sus huertas caseras, una vez completada la carga de trabajo diaria.

Carney reconoce el trabajo pionero de los historiadores Peter Wood y Daniel Littlefield en la exploración de los vínculos entre el desarrollo de plantaciones comerciales de arroz en Carolina del Sur y el aporte del trabajo y el conocimiento sistemático africanos que lo hicieron posible. El trabajo de Wood se centra en el aporte crucial de la mano de obra negra, mientras que Littlefield se concentra en los grupos étnicos que se dedicaban al cultivo en la costa occidental de África y destaca que los colonos ingleses exigían de la empresa esclavista mano de obra calificada para la siembra y el procesamiento del arroz. Al respecto, la autora profundiza y avanza en la idea de la imbricación del conocimiento y el trabajo esclavos en la economía y la cultura del arroz, para lo cual emplea fuentes documentales tales como los registros de captura durante la trata transatlántica, que sustentan la estrecha relación entre la demanda de esclavos de ciertas regiones de la costa occidental y los conocimientos agrícolas referidos en los relatos de viaje.

Carney propone una visión crítica del intercambio colombino, concepto que el historiador Alfred W. Crosby acuñó para referirse al movimiento de plantas, animales, comida, personas, enfermedades e ideas entre Europa y las Américas a partir de 1492. La crítica de Carney consiste en señalar la omisión de la contribución africana en las explicaciones biológicas, geográficas y socioculturales de ese intercambio, que sentó las bases de la economía mundial, particularmente en lo referente a la historia de la agricultura en el Nuevo Mundo. La reinterpretación de las técnicas de siembra y procesamiento del arroz, tanto en humedales como en terrenos secos, en los lugares conectados por la diáspora transatlántica, plantea una escisión entre la mirada consagrada de la historia sobre los procesos civilizatorios y las dinámicas microhistóricas, las cuales develan el sentido profundo, constantemente negado, que subyace al trabajo esclavizado.

El primer capítulo, titulado “Encuentros”, ofrece una interpretación detallada de las primeras descripciones de navegantes portugueses sobre los entornos físicos en donde, hacia la segunda mitad del siglo XV, se plantaba arroz en Senegambia, costa de Guinea, y la región suroccidental de las actuales Sierra Leona y Liberia. Las fuentes documentales confirman la existencia de cultivos de arroz antes de la incursión portuguesa en África y el uso de sistemas de irrigación con un alto grado de sofisticación. Tal es el caso de la siembra del grano en el manglar, cerca al área costera, que requiere de la transformación del medio físico mediante la construcción de diques, canales y compuertas para desalinizar el agua de riego. Los relatos también señalan la existencia de otros sistemas de cultivo en llanuras aluviales y laderas, que dependían de la altura del suelo sobre el nivel del mar y del régimen de lluvias.

El segundo capítulo, “Origen del arroz y conocimiento local”, describe en detalle los sistemas de producción de arroz encontrados en la costa occidental de África y el proceso de domesticación de una variedad de arroz nativa conocida como Oryza glaberrima. Esta era cultivada inicialmente por el grupo nono, proveniente de la familia lingüística mande, ubicado en el margen oriental del río Níger, en Malí. Los nono difundieron el cultivo del arroz en dos direcciones: hacia el suroccidente —a las tierras altas de las actuales Guinea, Costa de Marfil, Sierra Leona y Liberia— y hacia las llanuras aluviales del río Gambia. La domesticación y expansión del arroz coincide con el florecimiento de los imperios africanos subsaharianos, especialmente con el de Malí, fundado por los mande, quienes expandieron su poderío en dirección nororiental, a lo largo del río Níger, anexando el Imperio songhai. Entre los grupos étnicos estrechamente asociados a la cultura del arroz, la autora menciona a los baga y a los diola de las tierras altas de Guinea, quienes fueron blanco de captura de esclavos a mediados del siglo XVIII.

El arroz domesticado, cultivado y procesado en África, en la zona sudanesa al sur del Sahara y la región comprendida entre los valles del río Senegal y el río Gambia, conocida como Senegambia, fue el motor de la empresa esclavista de los siglos XVII y XVIII. La necesidad de producir excedentes para abastecer las embarcaciones propició las transformaciones de los sistemas de producción de arroz en África, lo cual se analiza en el capítulo tres, titulado “Fuera de África”. Allí Carney afirma que en América la difusión del arroz sigue el mismo patrón que la difusión de la esclavitud: primero en América del Sur y luego en Norteamérica, con una diferencia de casi un siglo. Entre los trabajos que sustentan dicha afirmación, cita el de Robert West, The Pacific Lowlands of Colombia de 1957.

Un tema significativo, que no ha sido objeto de mayor exploración académica, es el papel femenino en la agricultura, y específicamente en el sistema productivo del arroz. Este es el tema del cuarto capítulo: “Este era un ‘trabajo de mujeres’”, en el cual la autora reconstruye el papel central de estas en la cultura y encuentra que los esclavistas de Carolina del Sur preferían la fuerza de trabajo femenina por su experiencia en el proceso agrícola y culinario. En la división del trabajo de la costa occidental africana, las mujeres ocupaban un papel preponderante en la preparación de la tierra y el deshierbe, en el trasplante de semillas de los huertos a las áreas de cultivo en el manglar y en el procesamiento del grano seco en pilones o morteros de madera, que requiere de mucho cuidado para sacar entero el grano de arroz de su corteza sin quebrarlo. En las plantaciones arroceras de Carolina del Sur, las jornadas de pilado del arroz fueron extremadamente agotadoras para los esclavizados, pues fueron ellos quienes debieron suplir la demanda comercial del arroz que era exportado hacia Europa.

En el capítulo quinto, “El arroz africano y el mundo del Atlántico”, Carney analiza con más detalle los modos en que la semilla africana glaberrima fue introducida en América, así como sus usos, tanto en las plantaciones comerciales como en las huertas caseras, que eran claves para la supervivencia de los esclavos. Señala también cómo el vínculo directo entre colonos y esclavizados alrededor del arroz se diluyó y debilitó durante el periodo de la Revolución norteamericana, que desembocó en la Declaración de Independencia de 1776 y la abolición total de la esclavitud en 1865.

El libro finaliza con el capítulo “Legados”, que tiene como contexto la política de desmonte de la trata después de la independencia de los Estados Unidos y la repatriación de esclavos liberados a Sierra Leona para el repoblamiento del África Occidental. El “altruismo” de los abolicionistas y la presunción del deseo de retorno al lugar de origen se inscriben en el reajuste del Imperio inglés, que había obtenido del sistema esclavista la riqueza necesaria para el desarrollo de la Revolución Industrial en Europa y la acumulación de capital en Carolina del Sur. El interés estaba ahora en la explotación de sus nuevas colonias en Nigeria, para lo cual los misioneros cumplieron con la tarea de hacer retornar a estos hombres y mujeres que habían sido esclavizados y que llevaron consigo implementos agrícolas y semillas de arroz, especialmente la variedad conocida como arroz dorado, que fue reapropiado como símbolo de libertad, bajo el nombre de Méréki, por América.

En este trabajo, Carney ofrece al lector —de manera seria, rigurosa, innovadora y muy bien documentada— una mirada a la contribución africana a la historia agraria y del paisaje en el mundo atlántico, y nos recuerda la deuda que persiste en cuanto a la historia de la esclavitud y la cultura esclavista.

Actualmente, Judith Carney se desempeña como profesora del Departamento de Geografía de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA). Sus trabajos más recientes están relacionados con el legado botánico de África en América y las prácticas agrícolas y culinarias de las mujeres africanas. El libro de Carney que se reseña aquí constituye la primera de un conjunto de publicaciones sobre el tema del cultivo del arroz en la costa occidental de África. Infortunadamente, aún no ha sido traducida al castellano y su difusión en Colombia todavía es marginal.