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Revista Colombiana de Antropología

Print version ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.51 no.2 Bogotá July/Dec. 2015

 

Historiografía de la arqueología en Colombia.
Una aproximación geográfica

Historiography of Archeology in Colombia. A Geographical Approach

Carlos Emilio Piazzini Suárez
Instituto de Estudios Regionales, Universidad de Antioquia, Colombia
carlo.piazzini@udea.edu.co

Recibido: 19 de febrero del 2015 Aprobado: 6 de agosto del 2015


Resumen

En este artículo se propone una perspectiva geográfica de la historia de la arqueología, a propósito de las narrativas acerca del devenir de la disciplina que han sido producidas en Colombia. Se mapean los textos locales en relación con la producción latinoamericana y occidental sobre el tema, y se identifican vínculos entre geopolíticas del conocimiento e historias de la disciplina. Así mismo, se indaga por esquemas de valoración de la diferencia geográfica entre diferentes trayectorias de la arqueología que, durante el siglo XX, incidieron en la conformación de narrativas que han sostenido o criticado la existencia de una "arqueología colombiana". Y, a partir de trabajos más recientes, se introduce una reflexión crítica acerca del Estado nacional como entidad espacial en la que se han enmarcado usualmente las historias locales de la arqueología. Finalmente, se proponen líneas de trabajo que, desde un enfoque multiescalar, contribuyan a comprender cómo se han conformado y relacionado entre sí prácticas locales de tratamiento de las materialidades pretéritas.

Palabras clave: Historiografía, historia de la arqueología, geografías del conocimiento, estudios de la ciencia, Colombia.


Abstract

This paper offers a geographical perspective of the history of archeology, with regard to the narratives about the becoming of the discipline that have been produced from Colombia. Local texts are mapped in relation to Latin America and Western production on the topic, identifying relationships between geopolitics of knowledge and the histories of the discipline. Likewise, schemes of valuating the geographical difference between different paths of archeology are inquired, which have had an effect on narratives that supported or criticized the existence of a "Colombian archeology" during the twentieth century. And from more recent works, a critical reflection is introduced on the national state as a spatial entity which has usually framed the local histories of archeology. Finally lines of work from a multiscale approach are proposed to contribute to an understanding of how were shaped and interlinked local practices that treat with past materialities.

Keywords: Historiography, history of archaeology, geographies of knowledge, science studies, Colombia.


En sentido práctico, las historias de la ciencia contribuyen a comprender cómo se han conformado y transformado determinados campos de conocimiento y, con base en ello, cómo podrían trazarse estrategias para su desarrollo a futuro1. Igualmente, constituyen un recurso pedagógico muy empleado para introducir a los estudiantes en disciplinas científicas particulares y una estructura narrativa con cierta eficacia para divulgar entre el público en general lo que ellas hacen y se proponen. Pero, en términos políticos, estas historias ayudan a legitimar o criticar la existencia de determinadas formas de distribución epistemológica de los saberes y las organizaciones institucionales que administran las prácticas disciplinares (sociedades, academias, institutos y universidades, entre otras). También sirven a los propósitos de delimitar lo que se considera científico o no, además de consagrar, excluir, minimizar o reivindicar la participación de diferentes actores en tradiciones científicas y académicas (Lepenies y Weingart 1983).

Las historias de la ciencia son localizadas; se producen en contextos geohistóricos específicos y establecen relaciones con otras trayectorias de conocimiento según sistemas de valoración de las diferencias geográficas, con incidencia en las formaciones espaciales, internacionales, nacionales o locales. Los historiadores de la ciencia a menudo establecen, reconocen o niegan tradiciones o trayectorias científicas ligadas a geografías regionales o nacionales, las comparan con otras y las valoran en términos que pueden enfatizar relaciones de supremacía, dependencia, autonomía, aislamiento o colaboración. Igualmente, tratan de explicar estas relaciones mediante la identificación de circuitos o redes que movilizan científicos, teorías, metodologías, tecnologías y datos de unos lugares a otros, calificándolos en términos de difusión, influencia, importación, apropiación e innovación, entre otros. Ciencia nacional, ciencia propia, ciencia localizada, ciencia internacional, ciencia imperial, ciencia colonial y globalización de la ciencia son términos que abundan en los debates de la literatura académica, y entrañan dimensiones geográficas y geopolíticas que atraviesan las historias de la ciencia.

Con todo, hasta finales del siglo XX, la filosofía, la historia y la sociología de las ciencias no se habían interesado expresamente por el espacio como factor relevante en la tarea de comprender cómo y para qué se produce conocimiento (Ophir y Shapin 1991, 7), pero recientes aportes han venido llamando la atención acerca de las geografías de la ciencia (Livingstone 2003) y, más ampliamente, del conocimiento (Agnew 2007). Más allá de ser simples escenarios en donde ocurren las prácticas científicas, o un obstáculo por vencer para garantizar la universalidad de las ciencias, los lugares, las arquitecturas, los territorios y las redes hacen parte de los factores que intervienen en la producción de conocimiento. A su vez, las prácticas científicas inciden en la conformación de diferentes espacialidades. Todo ello indica que los estudios mismos de la ciencia y, para el caso, las historias de la ciencia también hacen parte de dinámicas espaciales (Finnegan 2008).

En esta perspectiva, las geografías del conocimiento arqueológico (Piazzini 2010) involucran las historias de la disciplina. Aun cuando se supone que estas últimas dan cuenta de trayectorias sobre lo que ha sido el tratamiento de un objeto de estudio dado de antemano (las evidencias o el registro arqueológico), en realidad han contribuido ellas mismas a la construcción ontológica y epistemológica de lo que se denomina hoy el campo de la arqueología (DíazAndreu 2007, 3). Como parte de este efecto, contribuyen a edificar o a sustentar percepciones y concepciones espaciales particulares que inciden en la manera en que se aprecia el devenir de la disciplina. Notablemente, producen o sustentan la existencia de tradiciones locales o regionales que pueden ser valoradas, bien como arqueologías propias o alternativas, bien como barreras que habría que suprimir para expandir prácticas arqueológicas cuya autoridad epistémica descansa en su carácter internacional. También activan valoraciones acerca del sentido en que han circulado datos, tecnologías y teorías entre diversas localizaciones dentro de esquemas geopolíticos del conocimiento.

De allí la pertinencia de una aproximación geográfica a la historiografía de la arqueología, enfoque que es adoptado en este artículo con referencia a las historias de la disciplina que han sido elaboradas en Colombia. Se plantea que, así como en las historias de la arqueología operan particulares concepciones del tiempo que corresponden a unos regímenes historiográficos (Hartog 2007, 37), también funcionan unos regímenes espaciales relativos a concepciones que, implícita o explícitamente, ordenan las trayectorias históricas en particulares relaciones espaciales.

El término historiografía es polisémico, pero con frecuencia se refiere a dos acepciones: en primer lugar, al corpus de la producción histórica sobre un determinado tema, lo que generalmente corresponde a estados del arte o balances bibliográficos; en segundo lugar, al análisis crítico de las concepciones y métodos empleados en la producción de dicha literatura. La amplitud de esta última acepción, que es la que aquí adoptamos, ha llevado a concebir la historiografía como una historia de la historia e incluso una metahistoria (Tucker 2008). Hablamos entonces aquí de una geografía de las historias de la arqueología.

Comparados con las numerosas historias que se han escrito sobre la arqueología de tal o cual país, región o tema, son pocos los análisis historiográficos propiamente dichos (Christenson 1989a; Corbey y Roebroeks 2001; Díaz y Sørensen 1998; Kaeser 2002, 2008; Meltzer 1989; Moro 2012; Murray 2002; Murray y Evans 2008b; Schlanger 2002, 2004; Schlanger y Nordblach 2008; Trigger 1994, 2001; Trigger y Glover 1981). Con respecto a Latinoamérica, quizá el único trabajo de corte historiográfico ha sido el emprendido por Schávelzon (2006). Lo propio puede decirse en relación con Colombia (Piazzini 2003b)2. Por lo general, en estas aproximaciones no se ha identificado una línea de trabajo expresamente orientada a la geografía de las historias de la arqueología.

En este artículo se presenta, en primer lugar, un mapa de localización de la producción sobre historia de la arqueología en Colombia en el ámbito internacional y latinoamericano, y se destaca la conformación y posible transformación de esquemas geopolíticos que han privilegiado las historias disciplinares de cuño anglosajón. Posteriormente, se realiza una aproximación a la tensión entre narrativas históricas que desde el siglo XIX han promovido la figura de una "arqueología colombiana" y otras que en el curso del siglo XX pusieron de relieve el aporte fundamental de arqueólogos, teorías y metodologías extranjeras. Luego, se hace visible cómo en las dos últimas décadas la relación entre arqueología y Estado nacional ha sido valorada desde tres perspectivas historiográficas diferentes, que no obstante implican un común reconocimiento de las limitaciones de esta formación política y espacial para comprender el pasado y el devenir de la disciplina. Finalmente, se llama la atención acerca una apertura a un enfoque multiescalar de las historias de la arqueología, concurrente con la necesidad de abrir el confinamiento disciplinar dentro del cual estas se han venido elaborando.

Hacia un mapa de las historias de la arqueología

En Latinoamérica, las historias de la arqueología no son nuevas; relatos sobre trayectorias nacionales se habían producido antes de la década de 19803. Pero, luego, los ejercicios han sido más frecuentes, a lo cual ha contribuido la utilidad argumental que la historización de la disciplina ofrece para edificar posturas reflexivas y críticas. Desde la década de 1980, historias regionales o nacionales de la arqueología latinoamericana empezaron a hacerse visibles en proyectos editoriales organizados en el medio anglosajón. Textos dedicados a Iberoamérica y México (Lorenzo 1981a, 1981b) fueron incluidos en la compilación de la revista World Archaeology (Trigger y Glover 19811982) y en la síntesis Towards a History of Archaeology (Daniel 1981), respectivamente. También en World Archaeology se incluyó un artículo sobre Perú (Schaedel y Shimada 1982) y, posteriormente, sobre Mesoamérica (Schávelzon 1989) en Tracing Archaeology's Past: The Histo riography of Archaeology (Christenson 1989b).

En la década siguiente, estos trabajos ganaron visibilidad en el medio anglosajón con la publicación de History of Latin American Archaeology (Oyuela 1994a), quizá el primer trabajo en lengua inglesa dedicado enteramente a la historia de la arqueología latinoamericana. También a partir de la síntesis sobre Suramérica (Politis 1995) en Theory in Archaeology. A World Perspective (Ucko 1995), compilación en la cual se publicó además un trabajo sobre Brasil (Funari 1995). Luego, en Archaeology in Latin America (Politis y Alberti 1999) se incluyeron algunos artículos de corte histórico, y en A Companion to Social Archaeology (Meskell y Preucel 2004), se presentó un texto dedicado a Latinoamérica (Politis y Pérez 2004). Las síntesis previas de Politis (1992b, 1999) se consolidaron y actualizaron en un artículo sobre el paisaje teórico de la arqueología latinoamericana (Politis 2003a, 2003b). Y varias entradas con contenido histórico sobre la arqueología en Latinoamérica fueron incluidas en Encyclopedia of Archaeology (Murray 2001).

De esta forma, aspectos de la historia regional figuraban ya en World History of Nineteenth-Century Archaeology (DíazAndreu 2007), en el apartado sobre arqueología colonial. Y más recientemente otros aportes en obras compilatorias con enfoque histórico y alcance global se han hecho sobre Brasil (Funari 2008), en Histories of Archaeology. A Reader (Murray y Evans 2008a), Argentina (Martínez, Taobada y Auat 2008), en Archives, Ancestors, Practices (Schlanger y Nordblach 2008), y Mesoamérica (Cyphers 2014) y Suramérica (López 2014), en The History of Archaeology. An Introduction (Bahn 2014). También en compilaciones enciclopédicas recientes (Murray 2001; Smith 2014), se incluyen entradas sobre casi todos los países latinoamericanos, con algunos trabajos de corte histórico a escala regional o nacional, e incluso biografías de autores locales, en la más reciente. Y por primera vez en una compilación global, Comparative Archaeologies (Lozny 2011), se incluyó un apartado específico sobre Suramérica y el Caribe, compuesto por seis textos de autores regionales.

En lo que atañe a Colombia, su inclusión en obras de alcance global o trasatlántico ha sido menos frecuente que lo registrado con respecto a otros países latinoamericanos como México, Perú, Brasil y Argentina. Por ejemplo, en el clásico texto de Trigger (1992), Historia del pensamiento arqueológico, Colombia no es citada. Escasamente en la Encyclopedia of Archaeology editada por Murray (2001), Herrera (2001) participó con un texto a manera de síntesis, y en la compilación hecha por Lozny (2011), Oyuela y Dever (2011) hicieron una contribución, mientras que en la reciente Encyclopedia of Global Archaeology (Smith 2014) se incluyen algunos artículos que involucran una mirada histórica a la arqueología de Colombia. Finalmente, se tiene una compilación y un análisis contrastado de las legislaciones y políticas culturales en varios países del mundo, que incluye a Colombia (Jaramillo y Piazzini 2013).

Mayor ha sido la visibilidad del país en obras de carácter latinoamericano, sobre todo en los últimos años. Así, al trabajo bibliométrico de Jaramillo y Oyuela (1994) en History of Latin American Archaeology (Oyuela 1994a) se han sumado recientemente los artículos de Langebaek (2008, 2010b) en Arqueología en Latinoamérica (Jaramillo 2008a) e Historias de Arqueología Sudamericana (Nastri y Menezes 2010), así como los aportes de Gnecco (1999c, 2008) en Archaeo logy in Latin America (Politis y Alberti 1999), en el Handbook of South American Archaeology (Silverman e Isbell 2008), y conjuntamente con Hernández (Gnecco y Hernández 2010), en la compilación Pueblos indígenas y arqueología en América Latina (Gnecco y Ayala 2010a).

Esta bibliografía indica que durante las últimas tres décadas se ha comenzado a llenar el espacio en blanco de Latinoamérica y algunas de sus trayectorias locales en los mapas mundiales de la historia de la arqueología. Esto contrasta con lo que sucedía hasta la década de 1980, cuando buena parte de los trabajos se concentraban en la sucesión de paradigmas teóricos y metodológicos y sus más conspicuos representantes de origen europeo y anglosajón, lo que daba como resultado una visión acumulativa y perfectible del devenir de la disciplina.

Se trata de un esquema "arbóreo" (Murray y Evans 2008b, 1), que supone que la arqueología se conformó a partir de un tronco común enraizado en la ciencia positivista europea del siglo XIX y se expandió luego mediante tradiciones regionales y locales. En términos de una geopolítica del conocimiento arqueológico, se trata de un esquema confeccionado a partir de modelos científicos de pretendido alcance global que jerarquizaron otras trayectorias locales como reflejos más o menos tardíos e imperfectos. Ello explica que obras como Idea of Prehistory (Daniel 1963) y A History of American Archaeology (Willey y Sabloff 1974), referidas fundamentalmente a las arqueologías europea y norteamericana, hayan sido durante mucho tiempo marcos de referencia para comprender la historia de la arqueología en otras partes del mundo.

Pero los términos en los cuales se han venido confeccionando los recientes mapas mundiales de la historia de la arqueología no permiten suponer un cambio drástico frente a esta vieja geopolítica del conocimiento. Buena parte de los proyectos editoriales en perspectiva mundial siguen siendo organizados desde la academia anglosajona y europea, con lo cual los aportes latinoamericanos contribuyen a fortalecer propósitos de inclusión que no necesariamente conllevan una transformación de la narrativa arbórea de la historia de la arqueología. Por ejemplo, en la reciente compilación de Bahn (2014) se opta por un esquema regional que incluye tradiciones arqueológicas de cinco continentes. Pero, tras esta diversidad, la obra está estructurada cronológicamente en términos del origen, desarrollo y expansión geográfica de la arqueología, desde Europa hacia las demás regiones. El autor da la razón a aquellos que pudieran considerar la compilación como eurocéntrica y orientada por una experiencia occidental de la arqueología. Y no ofrece disculpas por ello, se trata de algo inevitable, de un "accidente geográfico", dice, dado que la arqueología fue iniciada fundamentalmente en Europa (Bahn 2014, xix).

Ahora bien, si nos detenemos en el mapa de las historias de la arqueología latinoamericana, es preciso reconocer que hasta cierto punto dicha geopolítica es desafiada mediante el tratamiento integrado o comparativo de trayectorias locales, a lo cual ha contribuido la generación de proyectos editoriales, espacios de discusión y redes interesadas por situar la práctica de la arqueología latinoamericana en relación con la de otras partes del mundo4. Pero en esta región, como en otras, siguen predominando los enfoques centrados en historias nacionales de la arqueología, con lo que restan posibilidades a los análisis comparados e integrados.

Aun cuando pueda parecer paradójico, una geopolítica asimétrica del conocimiento ha resultado a menudo convalidada por una excesiva concentración en tradiciones arqueológicas nacionales. Estas resultan siendo ramificaciones locales, más o menos alejadas del tronco común de teorías y metodologías que demarcan el ámbito de la arqueología. Esta distancia es interpretada, bien como evidencia del desarrollo de tradiciones propias o como sesgo que sería necesario superar con el propósito de dar sentido a una ciencia internacional. Para el caso, una inmensa mayoría de los trabajos de corte histórico se refiere a la arqueología colombiana o a la arqueología en Colombia, y son una minoría aquellos que se han dirigido expresamente a desbordar las fronteras del territorio nacional e incluso a tratar con trayectorias intraestatales.

Una revisión de la bibliografía dirigida expresamente a tratar aspectos de la historia de la arqueología en Colombia permite identificar alrededor de un centenar de textos, con un aumento significativo y continuo a partir de 1999. Con excepciones, más que de investigaciones expresamente referidas a la historia de la disciplina, se trata de balances o estados del arte, ensayos dirigidos a problematizar la manera en que se ha abordado tal o cual aspecto teórico o metodológico, así como interpretaciones sobre las relaciones entre la dinámica académica y los factores políticos. Son apreciaciones efectuadas por colombianos y colombianas involucrados en la práctica de la arqueología; el aporte de estudiosos extranjeros es escaso (por ejemplo Aceituno 1998, 2008; Field 2012; Laurière 2009; Politis 2004; Troyan 2007). Adicionalmente, en un rasgo de introspección que no es exclusivo del país, las historias de la arqueología han sido elaboradas fundamentalmente por los practicantes de la disciplina para los practicantes de la disciplina (Christenson 1989a, 1; DíazAndreu 2007, 1; Trigger 2001, 630).

En términos metodológicos, se observa que la gran mayoría de los textos se apoya en la lectura de fuentes publicadas, y es excepcional el empleo de documentos inéditos, como archivos institucionales y personales (por ejemplo Langebaek 2009, 2010a) o de fuentes no escritas, como imágenes y mapas (por ejemplo Piazzini 2012; Vanegas 2011).

En términos cronológicos, una parte importante de los textos se ocupa expresamente del periodo que por excelencia liga la práctica de la arqueología con el Estado nacional (19301950), cuando se opera el proceso de institucionalización de la arqueología a la par que se forman o fortalecen colecciones públicas, como las del Museo del Oro y el Museo Nacional (C. Botero 2009; Echeverri 1999, 2003; Langebaek 2010a; Perry 2009). Aun en textos que adoptan un rango cronológico más amplio, dicho periodo recibe particular atención, incluyendo el establecimiento de unos parámetros epistemológicos que definirían lo que es el campo profesional (Aparicio 2003; Chaves 1990; Flórez 2001; Gnecco 1995b, 1999a, 1999b, 1999c; Langebaek 1996, 2006, 2010b; W. Londoño 2003; Llanos 1999; Mora 2000, 2003b; Obregón 2003; Piazzini 2003b; Vivas 2003).

Miradas más dilatadas incluyen los siglos XIX y XX (Gnecco 2002, 2003a, 2008; L. Herrera 2001; Jaramillo y Oyuela 1994; Mora, Flórez y Patiño 1997; Piazzini 2011, 2012), e incluso se remontan al XVI (Burcher 1985; Duque 1955, 1965; Langebaek 1994, 2003a, 2009). En estos, especial atención ha recibido también lo sucedido entre la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, sobre todo en relación con los apuntes efectuados por viajeros, la emergencia del interés de anticuarios e historiadores locales por lo precolombino, así como la conformación de colecciones en Colombia y el exterior (C. Botero 2008; Gamboa 2002; H. García 2009; S. Londoño 1989; Pineda Camacho 1997; Vanegas 2011).

En términos temáticos, además de la institucionalización de la disciplina, las prácticas de los anticuarios y la conformación de colecciones, se observa un renovado interés por aproximaciones biográficas, no necesariamente ejemplarizantes (Aceituno 2008; Aceituno y Mesa 2008; Ardila 1998, Langebaek 2005a, 2010a; Laurière 2009; Oyuela 2012; Perry 2006; Piazzini 2003a; Troyan 2007), incluida la reciente presencia de mujeres en la arqueología y la antropología de Colombia (Echeverri 2007; Pineda Camacho 2012). Por otra parte, algunos textos destacan la perspectiva indígena frente a la arqueología (Gnecco y Hernández 2010; W. Londoño 2010; Orrantia 2003, Vasco 1992), así como las tradiciones de guaquería (Field 2012; D. Herrera 1979; Piazzini 2009; Rivera 2008; Valencia 1989). Aspectos menos explorados son la formación y la educación (Alvarado, Maldonado y Serna 2003; Chaves 1990; Jaramillo 2008b) y el análisis de la legislación (Duque 1965; Piazzini 2001 y 2013).

Los textos orientados fundamentalmente a lo acontecido en años recientes se enfocan sobre todo en balances teóricometodológicos (Archila 2011; Argüello et al. 2003; Flórez 2003; C. García 2006; Gnecco 2003b; Gómez 2005; Hernández 2006; Langebaek 2003b, 2005b; Llanos 2006; Mora 2003b; Oyuela y Riverón 2004; Piazzini 2003c; Sánchez 2003), en la arqueología de rescate o por contrato (Aceituno 1998; Bermúdez y Quintero 2001; Botiva 1988; Chávez y Cardoso 1988; Jaramillo 2007; Piazzini 2001), pero no dejan de lado las relaciones entre arqueología y política (Giraldo 2003; Oyuela y Dever 2011).

En términos geográficos, buena parte de los textos declara un alcance nacional, aun cuando en la práctica muchos de ellos se centran en lo acontecido en Bogotá, notablemente durante el periodo de institucionalización de la práctica de la arqueología, y sobre el siglo XIX también en Antioquia, como espacios en los cuales emergió la figura del anticuario. Son relativamente pocas las miradas históricas expresamente localizadas en algunas regiones del país: la Amazonia (Mora 2003a; Oyuela 1999), el altiplano cundiboyacense (Therrien 1996), Antioquia (S. Botero 2004; Piazzini 1993, 1995), el Eje Cafetero (Briceño 2005), Santander (Dussán y Martínez 2005) y el Valle del Cauca (Rodríguez 1983, 1986, 1991a). Por otra parte, son muy escasas las investigaciones que trascienden las fronteras de Colombia para evaluar lo que de manera simultánea venía ocurriendo en países vecinos (Langebaek 2009; Rodríguez 1991b).

¿Arqueología colombiana?

Hace ya algunos años, Gnecco apuntaba que "para todo propósito práctico, la historia de la arqueología (y de la antropología en general) comienza en Colombia con la invasión alemana de Francia" (1995b, 10). Ironizaba sobre los orígenes de una "arqueología colombiana", enfatizando un acontecimiento histórico que había llevado al francés Paul Rivet, fundador del Instituto Etnológico Nacional, a refugiarse de los nazis en Colombia. Este tono irónico era posible dada la existencia previa de dos visiones del devenir de la arqueología, que podrían considerarse como pertenecientes a dos regímenes históricos y espaciales diferentes: una centrada en el reconocimiento de una tradición local que hundía sus raíces en el siglo XIX y otra que concedía a determinados investigadores extranjeros el haber fungido como pioneros de la arqueología en un país en el cual dicha práctica era inexistente o precaria. Se trata de apreciaciones ligadas a distintas maneras de valorar la demarcación entre ciencia y nociencia en su relación con la diferencia entre lo local y lo internacional.

La imagen de una "arqueología colombiana" comienza a ser edificada ya desde finales del siglo XIX por algunos anticuarios locales como Restrepo, quien indicaba: "Nosotros solo pretendemos poner una piedra más al monumento de arqueología nacional que principiaron a levantar el padre Duquesne con sus estudios sobre numeración y medida del tiempo entre los chibchas y el doctor Zerda con su muy interesante publicación de El Dorado" (1892, vi, énfasis añadido). Tres décadas más tarde, este "monumento" contaría ya con sólidos cimientos, a juzgar por lo que anotaba Posada (1923) en su texto Arqueología colombiana: este no era un campo nuevo en el país, sino que tenía claros antecedentes en los trabajos efectuados por los anticuarios y coleccionistas neogranadinos del siglo XIX, labor continuada durante las dos primeras décadas del siglo XX, con activa participación de la Academia Colombiana de Historia.

Ya para mediados del siglo XX, Duque ofrecía una historia de la arqueología colombiana que consideraba a los anticuarios locales como "los verdaderos precursores de la investigación científica" (1955, 27; 1965, 83). Entre ellos se destacaban Domingo Duquesne, Joaquín Acosta, Ezequiel Uricoechea, Liborio Zerda, Andrés Posada, Manuel Uribe, Vicente Restrepo, Ernesto Restrepo, Jorge Isaacs, Carlos Cuervo, Miguel Triana y Gerardo Arrubla. Acompañaba esta consagración de los pioneros colombianos un recuento pormenorizado de las actuaciones del Estado en pro de la protección y exhibición de los monumentos arqueológicos mediante la expedición de normas y la creación de museos y parques, así como el establecimiento de instituciones para la formación profesional y el fomento de la investigación. Narraciones semejantes se elaboraron hasta finales del siglo XX. Burcher (1985) no solo destacó la figura de los anticuarios en su trabajo sobre las "raíces de la arqueología en Colombia", sino que incluyó a los cronistas españoles y criollos de los siglos XVI al XVIII. Por su parte, Londoño (1989) se enfocó en las colecciones conformadas por los "precursores de la arqueología colombiana", en un texto conmemorativo de los cincuenta años del Museo del Oro de Bogotá.

Esta forma de historización no rechazaba de plano los aportes efectuados por extranjeros, como tampoco la necesidad de interactuar con científicos de otros países. Pero con su tono nacional, fundacional y acumulativo, contribuyó a la edificación y legitimación de una imagen de la arqueología como un campo de saber esencialmente ligado a prohombres con sentido patriótico y a la creación de unas instituciones estatales: la Academia Colombiana de Historia, el Museo Nacional, el Servicio Arqueológico Nacional, el Instituto Etnológico Nacional, el Instituto Colombiano de Antropología, el Museo del Oro del Banco de la República, la Fundación de Investigaciones Arqueológicas Nacionales y los departamentos de antropología de varias universidades del país, casi todas ellas de carácter público.

Pero desde temprano hubo versiones críticas que ponían el acento de la historia en los aportes europeos y norteamericanos y en la precariedad de la arqueología local. Hernández de Alba consideraba que solo a partir de 1935 se había dado "el verdadero comienzo de las preocupaciones por la investigación arqueológica y etnográfica en Colombia", cuando el Gobierno contrató al etnólogo sueco Gustav Bolinder y concedió permiso a una expedición de las universidades de Columbia y Pensilvania (en las que él mismo participó) para hacer investigaciones etnológicas y arqueológicas. Lo que pudiera registrarse con anterioridad a esa fecha correspondía a "manifestaciones de estudio americanístico [...] esporádicas y particulares" (1937, 203).

Más radical, Schottelius señalaba que la investigación arqueológica científica, con aplicación de métodos estratigráficos, era "en extremo deficiente" en el país. Para él, "sin excavaciones sistemáticas no se hace verdadera arqueología" (1946, 211), lo que solamente habrían logrado un puñado de investigadores extranjeros como Gustav Bolinder, José Pérez de Barradas, Georg Bürg y él mismo, mientras que en el listado solo aparece un colombiano: Gregorio Hernández de Alba, cuyas destrezas arqueológicas, por cierto, habían sido adquiridas en el extranjero. Algo semejante indicaba Bennett, para quien "no es posible ofrecer una visión total, descriptiva o cronológica del panorama arqueológico colombiano, hasta tanto no se hayan desarrollado muchas más excavaciones científicamente controladas" (1944, 17). De lo efectuado hasta ese momento, concedía crédito científico a los trabajos de Alden Mason, Gregory Mason, Victor Oppenheim, Theodor Preuss, José Pérez de Barradas, WaldeWaldegg, Georg Burg, Irving Goldman, Henry Wassen, Gustav Bolinder, Justus Schottelius y Gregorio Hernández de Alba. Curiosamente, incluía también a Luis Arango Cano (1924), un guaquero letrado a quien se le concedía haber "intentado ofrecer descripciones profesionales" (Bennett 1944, 18).

Tres décadas después, ReichelDolmatoff señalaba que "desafortunadamente se carece aún de investigaciones sistemáticas en extensas zonas del país, y sobre muchos periodos y etapas culturales no se dispone sino de escasísimos datos" ([1979] 1984, 34). Y aunque reconocía abiertamente el aporte efectuado por los anticuarios locales, no dudaba en afirmar que se trataba entonces de "especulaciones". Fijaba el inicio de las investigaciones "sistemáticas" en 1913, con los trabajos de Theodor Preuss en San Agustín, y percibía un cambio fundamental en los años cuarenta al efectuarse "la introducción a la arqueología de una visión esencialmente antropológica (y no estética selectiva, y mucho menos aún chauvinista)" (ReichelDolmatoff [1986] 1997, 4).

Estas apreciaciones escépticas de la existencia de una tradición local de estudios arqueológicos eran planteadas a la luz de una concepción moderna, sistemática y científica de la arqueología, cuyo progreso dependía fundamentalmente de la obtención de más datos y mejores modelos metodológicos y explicativos, lo que hacía prácticamente imposible o cuando menos superfluo hablar de una "arqueología colombiana". Al compararse con los avances efectuados en los centros paradigmáticos de la ciencia arqueológica establecidos en Europa y Norteamérica, lo hecho en el país resultaba precario y atrasado.

Con similares argumentos, desde finales de la década de 1980 se comenzó a construir la imagen depreciada de lo que habría sido hasta entonces una "arqueología tradicional" colombiana, de corte descriptivo y poco interesada por la teoría. Así, por ejemplo, Llanos (1987) la calificaba de empirista e inductiva y proponía la necesidad de adoptar modelos hipotéticodeductivos y un concepto sistémico de cultura. Y Cárdenas se quejaba de una "curiosa mezcla de inductivismo arqueológico con deductivismo etnohistórico", que debía cancelarse en favor de soluciones semejantes a las anotadas por Llanos (Cárdenas 1987, 159). Coincidían estos autores, tanto en el diagnóstico del problema como en su solución, con lo establecido por teóricos de la "nueva arqueología" desde la década de 1960 en su crítica a la arqueología tradicional anglosajona (Binford 1962; Watson, LeBlanc y Redman 1974).

En la siguiente década, a la imagen de una "arqueología tradicional" se sumaron otros rasgos que completaban el cuadro de argumentos críticos ya ofrecidos por la nueva arqueología: había sido una disciplina regida por un modelo históricocultural y el empleo de un concepto normativo de cultura, en la cual había predominado la investigación de sitios aislados y el afán por compilar y describir datos; una arqueología con desinterés por la teoría y desconfianza en su capacidad interpretativa, cuya explicación de las continuidades y discontinuidades espaciotemporales del registro arqueológico se limitaba a la ocurrencia de migraciones, difusiones y catástrofes (Gnecco 1995b; Jaramillo y Oyuela 1994; Langebaek 1996; Mora, Flórez y Patiño 1997).

Estas críticas indicaban apenas algunas situaciones específicas del caso colombiano, que en todo caso venían a ser deficiencias. Por ejemplo, que a diferencia de la arqueología históricocultural norteamericana, la reconstrucción de los modos de vida de las culturas arqueológicas habría sido un ejercicio emprendido tardíamente (Langebaek 1996, 16). También, que el tratamiento de las tipologías había enfatizado un ordenamiento espacial de las "culturas", por lo que había quedado en segundo plano su ordenamiento cronológico (Mora, Flórez y Patiño 1997, 14). Finalmente, que la sistematización espaciotemporal de los datos no habría alcanzado los niveles de países vecinos, lo que implicaría una doble labor en el futuro: el establecimiento de secuencias cronológicas regionales y su interpretación en términos procesuales (Gnecco 1995a, 13, 17).

Como se ha apuntado en otra parte (Piazzini 2003b, 307), en estos términos la historia de la arqueología en Colombia se ofrecía como el desarrollo mimético e imperfecto de lo ya alcanzado en otras latitudes, y su singularidad estaba referida al carácter de un proyecto inconcluso y atrasado: falta de cumplimiento cabal de los objetivos de la agenda históricocultural y mora en la introducción de teorías y métodos asimilables a la arqueología procesual norteamericana. De tal forma, la arqueología local no solo estaba destinada a cumplir con programas de investigación formulados en la primera mitad del siglo XX, sino que también debía seguir los procesos de sustitución de paradigmas efectuados en la arqueología anglosajona durante los últimos cuarenta años, y además emplear argumentos críticos semejantes.

Como puede verse, los creadores de la imagen execrable de una "arqueología tradicional" colombiana compartían varios elementos críticos con aquellos que, en su momento, habían puesto en duda la existencia de una "arqueología colombiana". No obstante, en algunos casos la novedad consistía en sumar una crítica política (Gnecco 1995b). Cabe anotar que, ya en años anteriores, enfoques afines a una sociología y una historia social de la ciencia habían comenzado a alimentar la historización de la antropología en Colombia (por ejemplo Arocha y Friedemann 1984a; Uribe 1980a, 282, 1980b, 22), y que en ocasiones la subdisciplina arqueológica era criticada por ser un ejercicio meramente académico alejado de la realidad, enfocado en un pasado remoto y pretendidamente neutral frente la realidad de los procesos políticos y sociales contemporáneos (Uribe 1980a, 303)5.

El tono crítico de lo que se vendría a denominar una "historia social" de la arqueología en Colombia está presente en una parte importante de la literatura producida en las dos últimas décadas, pero cabe anotar que no se trata de una tendencia dominante. Coexisten en tensión imágenes parcial o totalmente disonantes con la idea de la ciencia como una práctica determinada por factores económicos, políticos y culturales, incluyendo aquellas que mantienen una postura convencional del devenir de la arqueología como una empresa científica cuyo progreso depende en lo fundamental de aspectos teóricometodológicos y de la producción de nuevos datos. Sintomático de esta tensión resulta lo anotado por Herrera, quien a principios del siglo XXI lamentaba que, en medio del conflicto interno y la consecuente inseguridad que representaba hacer trabajo de campo en el país, muchos de los que se venían desempeñando en la arqueología hubiesen tenido que irse, otros fueran absorbidos por labores burocráticas, mientras que otros habían dirigido sus "raquíticas energías a críticas bastante estériles sobre lo que se ha logrado desde la década de 1950" (2001, 368).

En todo caso, hasta finales del siglo XX el Estado nacional seguía siendo la entidad espacial de referencia en la estructuración de las narrativas sobre la historia de la arqueología, tanto para validar el camino recorrido como para criticarlo. Aparte de la figura pintoresca de viajeros e investigadores extranjeros, de colecciones colombianas afuera del país y de la sombra proyectada localmente por la deferencia hacia modelos de la arqueología europea y norteamericana, no se desarrollaron análisis comparados con otras trayectorias de la arqueología y no se examinaron críticamente las importaciones, apropiaciones o resignificaciones teóricas y metodológicas provenientes de los centros académicos metropolitanos.

El Estado nacional: obstáculo, dispositivo colonial y contexto heterogéneo

De diferentes formas, trabajos recientes permiten inferir que el Estado nacional, como entidad política y territorial, resulta insuficiente, tanto para la comprensión de la historia de la arqueología en Colombia y los países vecinos como para trazar alternativas de trabajo hacia el futuro. Aun cuando una parte importante de textos continúan naturalizando la centenaria figura de una "arqueología colombiana", destacando pioneros y precursores, otros se han enfocado en examinar las relaciones problemáticas entre conocimiento y poder, de lo que ha resultado que el Estado nacional opera como obstáculo que resta autoridad científica a la práctica de la arqueología, como dispositivo que reproduce esquemas coloniales de dominación, o como una entidad que debe ser concebida de manera heterogénea y cuyos límites territoriales deben ser trascendidos en los ejercicios de historia de la disciplina. A efectos de ilustrar estas posturas, me referiré a tres de los más conocidos trabajos sobre historia de la arqueología en Colombia de las dos últimas décadas: los de Jaramillo y Oyuela, Gnecco y Langebaek.

Jaramillo y Oyuela (1994) elaboraron el que quizá sea el primer estudio concienzudo sobre la producción de textos en la arqueología de Colombia, en una perspectiva comparativa a escala latinoamericana. Con base en un análisis cuantitativo, trataron de identificar el impacto y significado de los eventos políticos y económicos en los cambios teóricos y metodológicos ocurridos entre 1800 y 1962. Definieron cuatro periodos, siguiendo en buena medida el modelo de fases propuesto simultáneamente por Oyuela (1994b) para la historia de la arqueología latinoamericana.

El periodo I (18001920, de arqueología aficionada) sería equiparable a una "arqueología preestatal" (fase A), dominada por iniciativas privadas de aficionados locales e investigadores extranjeros. Pero, a diferencia de otros países latinoamericanos, en Colombia se habría gestado prontamente una ideología de identidad nacional con algún tipo de apoyo estatal: la Expedición Corográfica, el Museo Nacional, la Academia Colombiana de Historia y la expedición de algunas leyes para la protección de los monumentos arqueológicos. En el periodo II (19211940, transicional), se habrían sentado las bases económicas y políticas de transición hacia una "arqueología estatal" (fase B), entre las que sobresale el establecimiento de las políticas liberales de modernización del Estado. En el periodo III (19411952, de nacimiento de la arqueología nacionalista), se consolidaría una "arqueología estatal", mediante la toma de control del campo de la arqueología por parte del Estado, incluyendo la creación de entidades públicas como el Servicio Arqueológico Nacional y el Instituto Etnológico Nacional, además de la profesionalización de la formación en antropología y el fortalecimiento legal para la protección de los bienes arqueológicos. Finalmente, el establecimiento de un periodo IV (19531962, de años críticos) resulta poco claro a la luz del modelo de fases de Oyuela y de los criterios de análisis expuestos al principio del trabajo. No se trata del avance hacia una "arqueología nacional" (fase C), sino de una continuación del anterior periodo, con respecto al cual la diferencia fundamental estriba en la creación del Instituto Colombiano de Antropología (1953) y la instauración de un régimen militar (19531957) después de la época de violencia armada y crisis política que se había vivido desde finales de la década anterior6.

De acuerdo con este estudio, la fuerte dependencia estatal de la arqueología en Colombia habría jugado en contra de su estatuto de cientificidad. El predominio de enfoques afines al particularismo históricocultural, por lo menos hasta 1962, se habría relacionado con el establecimiento de una ideología nacionalista interesada por identidades culturales específicas como emblemas del origen de la nación. Lo mismo explicaría la débil implementación, en años siguientes, de enfoques procesuales preocupados por buscar explicaciones a temas más generales que locales. El sentido teleológico de la historia que subyace a este modelo estaría indicando que el verdadero conocimiento científico se podría alcanzar solo cuando la arqueología pudiera prescindir de la incidencia de factores sociales en su producción. Así, enfocarse en lo social de la ciencia solo servía para explicar sesgos o errores, mientras que centrase en las dinámicas teóricometodológicas de la ciencia permitiría explicar los aciertos. Esta manera de ver la cuestión había sido frecuente en los debates anglosajones entre "externalismo" e "internalismo" en la historia de las ciencias durante las décadas de 1960 y 19707.

De otra parte, Gnecco, más cercano a una historia social de las ciencias, ha venido efectuando planteamientos críticos acerca de la arqueología como un sistema colonial y hegemónico de producción de saber sobre el pasado. Las explicaciones difusionistas y catastrofistas de la arqueología tradicional habrían conllevado la demarcación de cortes históricos entre pasado y presente, funcionales a la legitimación del colonialismo interno y los intereses civilizatorios y de domesticación de la alteridad propios de los proyectos de nación de los siglos XIX y XX (Gnecco 1999a, 61, 2002). Los proyectos de identidad cultural promovidos por el Estado colombiano, excluyendo cualquier nexo con procesos sociales contemporáneos, habrían incorporado lo arqueológico a propósito de lo precolombino, con lo cual se habría contribuido a que los pueblos indígenas permanecieran al margen de los proyectos de nación (Gnecco 1995b, 15; 1999a, 60; 1999b, 152). Concretamente, desde su profesionalización, la arqueología habría pretendido descalificar, silenciar o cuando mucho utilizar para su propio fortalecimiento otras formas de producción de pensamiento sobre el pasado, como es el caso de las memorias indígenas (Gnecco 1999b; Gnecco y Hernández 2010). En consecuencia, más que una arqueología nacionalista que se pudiera presentar como un obstáculo para la posterior introducción de modelos procesuales, lo que parece haberse constituido en Colombia, por lo menos desde la década de 1940, es una plataforma institucional que separó lo político de lo científico y, con ello, actualizó las condiciones de posibilidad para la importación acrítica de modelos de pensamiento. En síntesis, los trabajos de Gnecco sostienen una imagen histórica de la arqueología colombiana como globalmente colonizada y localmente colonizadora.

Finalmente, Langebaek adopta una perspectiva afín a la historia intelectual o de los conceptos, que otorga igual atención a las concepciones y prácticas ligadas a los restos materiales del pasado (incluyendo las interpretaciones y metodologías arqueológicas), y a las articulaciones entre estas y determinadas condiciones políticas y formaciones ideológicas. En consecuencia, se ha propuesto analizar la manera en que las ideologías se han articulado, no sin ambigüedades, con particulares concepciones sobre el pasado precolombino, y cómo ello ha incidido en el desarrollo de la arqueología (Langebaek 1994, 2006, 2008).

Desde esta perspectiva, la arqueología habría sido utilizada para fortalecer no solo uno sino varios proyectos de identidad nacional. Dice Langebaek: "la actitud intelectual con respecto al estudio del pasado no refleja una posición estatal dominante sino un conjunto de posiciones, muchas veces antagónicas, a veces irreconciliables, que pretenden legitimar el rol de determinado sector de la sociedad en su lucha contra otros en el poder" (1994, 125). Y advierte que "restringir el desarrollo de la disciplina a un modelo hegemónico, irreducible y aplastante, la lleva a constituirse, injustificadamente, en un agente de algún oscuro interés y maquiavélico plan sobre el cual existe un acuerdo por parte de los poderosos" (Langebaek 2003a, 15). Esta apreciación implica una diferencia entre la imagen de una arqueología nacional de corte hegemónico, colonialista y excluyente, y la imagen de una arqueología como aparato discursivo que puede soportar diferentes posturas políticas o ideologías, entre las cuales se encuentran los proyectos de nación.

Desde este enfoque se considera, además, que el conocimiento arqueológico se produce no solo como elaboración discursiva, sino también como resultado del encuentro con las materialidades del pasado. Por ello, ante una interpretación constructivista del conocimiento, Langebaek señala que "no cualquier persona dice cualquier cosa sobre el pasado. Los juicios sobre este, como sobre cualquier otra cosa, dependen del contexto, pero también de la realidad misma a los que se refieren" (2003a, 210). Esta apreciación estaría indicando que las formas locales de hacer arqueología también tienen entre sus condiciones de posibilidad la particularidad de las evidencias arqueológicas8.

Aunque ligadas a posturas política y epistémicamente diferentes, las imágenes que emergen de los tres planteamientos mencionados permiten deducir que la categoría de Estado nacional no resulta suficiente en términos políticos y territoriales para dar adecuado tratamiento a la historia de la arqueología. Así, los análisis de Jaramillo y Oyuela requerirían, para su sustentación o crítica, estudiar mejor la manera en que ha operado la apropiación local de teorías y metodologías producidas en otras partes, a la par que un análisis contrastado de trayectorias específicas de relacionamiento entre conocimiento arqueológico y poder9. Por su parte, la apuesta poscolonial y multivocal promovida por Gnecco implica desvertebrar el esquema de territorialidades políticoadministrativas y soberanas del Estado nacional, en la medida en que se trata de analizar críticamente y rechazar los relatos hegemónicos del pasado, sean históricos o arqueológicos, y de promover aproximaciones plurales, como es el caso de las arqueologías colaborativas, comprometidas con proyectos políticos descolonizadores (Gnecco 2003a; Gnecco y Hernández 2010)10. Ello requiere incluir en el ejercicio de historización de la arqueología el análisis de las relaciones coloniales internas, así como las conexiones globales y regionales que, sin ser tramitadas por el Estado nacional, se vienen dando entre saberes locales que comparten una postura insubordinada frente al pasado que narra la arqueología científica.

Por su parte, la perspectiva de Langebaek, además de conducir a una concepción más heterogénea y dinámica de lo que han sido las relaciones entre el Estado y la arqueología, implica tener en cuenta concepciones y prácticas ligadas a la producción de conocimiento sobre el pasado que no se agotan en el espaciotiempo del Estado nacional. Por ejemplo, en una investigación reciente, Langebaek (2009) desborda las fronteras entre Colombia y Venezuela al advertir que, si bien es cierto que proyectos nacionales específicos han podido incidir en la valoración de las materialidades del pasado, ciertos conceptos e ideologías no han sido exclusivos de cada país. Así mismo, adopta una perspectiva histórica de larga duración que permite advertir formas de imaginación de lo indígena que, antecediendo y atravesando los siglos XIX y XX, no podrían ser capturadas refiriéndose solo a una arqueología colombiana o venezolana, pues se encuentran asociadas con ideologías y sistemas políticos diferentes a los promovidos por el Estado-nación.

Otras geografías para la historia de la arqueología

La práctica de la arqueología se ha hecho al mismo tiempo que su historización. Si bien es cierto que en las últimas dos décadas se registra un crecimiento notable de textos sobre historia de la arqueología y otros que emplean argumentos históricos para avanzar en reflexiones y críticas, no hubo antes un periodo de estudios sustantivos desprovisto de narrativas acerca del devenir de la disciplina. En este sentido, puede decirse que al complejo entramado de factores que han intervenido en la conformación de la arqueología deben sumarse las historias mismas de la disciplina. En lugar de limitarse a un pasado ya concluido, estas han servido en la demarcación de lo que debe o no debe ser la arqueología y, a efectos de lo que interesa destacar en este artículo, han servido al ordenamiento del tipo de relaciones que deben mantener las prácticas locales (incluso intraestatales) entre sí y con las desarrolladas en otras partes del planeta.

Desde finales del siglo XIX se comenzaron a producir imágenes sobre una tradición nacional de "arqueología colombiana", lo que resultó durante el siglo XX en una narrativa funcional a la legitimación de instituciones estatales con labores de regulación sobre el tratamiento y estudio de las evidencias arqueológicas presentes en el territorio nacional. Tempranamente, esta imagen fue puesta en duda por colombianos y extranjeros que diagnosticaron un estado precario del desarrollo de la arqueología científica en el país y abogaron por la necesaria introducción de protocolos internacionales en las prácticas locales de investigación. Sobre la base de un diagnóstico semejante, a finales del siglo XX se edificó la imagen negativa de una "arqueología" tradicional colombiana, teóricamente inocente y paradigmáticamente retrasada, que requería ser superada mediante la apropiación de modelos teóricometodológicos foráneos. Esta imagen reproducía la idea de una historia de la arqueología de origen europeo y anglosajón que había repercutido tardíamente en los países periféricos. Resultaba, por lo tanto, funcional a una geopolítica del conocimiento arqueológico regida por relaciones asimétricas entre la supremacía epistémica de centros metropolitanos de producción de teorías y métodos, y la situación dependiente de comunidades periféricas que básicamente suministran datos y cuyos miembros generalmente aspiran a formarse y desempeñarse bajo los estándares metropolitanos.

Sin desmarcarse siempre de los argumentos hasta entonces desarrollados para dudar de la existencia de una arqueología colombiana y para criticar una arqueología tradicional, desde finales de la década de 1990 algunos arqueólogos locales comenzaron a adoptar postulados de la sociología de las ciencias, la historia social de las ciencias y la historia conceptual, con el propósito de analizar las relaciones entre conocimiento y poder. El resultado ha sido una serie de imágenes muy variada que en este texto hemos simplificado en tres aproximaciones: la que considera que las relaciones entre el Estado nacional y la arqueología han sido un obstáculo para hacer de esta última una ciencia internacional; la que ve en el Estado nacional un factor político que ha sido determinante para reproducir esquemas mundiales de una arqueología colonial, hegemónica y excluyente; finalmente, la que adopta una concepción no monolítica del Estado y reconoce diferentes tipos de relaciones entre las prácticas discursivas y no discursivas de la arqueología y diversos proyectos políticos e ideologías que, en todo caso, no se agotan en la esfera histórica y geográfica del Estado nacional.

Considero que estas imágenes resultan sintomáticas de la necesidad de reflexionar sobre las espacialidades que rigen la historiografía de la arqueología y, en particular, de redefinir los alcances y limitaciones de tomar el Estado nacional como entidad política y territorial de referencia. Esta tarea supone adoptar una figura rizomática de las historias de la arqueología que, en lugar de considerarlas como una sucesión de paradigmas centrales que se reemplazan unos por otros, las concibe como un entramado de producciones y apropiaciones teóricas y metodológicas localizadas y conectadas por redes de transferencia, traducción, interdiscursividad y reinterpretación. A menudo este entramado funciona de conformidad con esquemas geopolíticos que privilegian unos lugares frente a otros. Pero la acogida o el rechazo locales de los que son objeto determinados enfoques se explican en buena medida por la existencia o inexistencia de conocimientos localizados que definan las condiciones de posibilidad para apropiar, mediando reinterpretaciones y ajustes de diverso grado, los conocimientos producidos en otros contextos geográficos y culturales.

Reconsiderar el papel del Estado nacional en las historias de la arqueología no es una tarea fácil. De acuerdo con Agnew (2003, 51), dentro de la imaginación geopolítica moderna los Estados territoriales han sido naturalizados como unidades básicas de distribución de los poderes en el mundo, lo cual ha incidido en lo que este autor denomina una geografía del conocimiento (Agnew 2007, 141). Y, aun cuando postulados de validez internacional han acompañado usualmente los paradigmas científicos, la visibilización de tradiciones de carácter nacional ha sido frecuente en las historias de la ciencia (Livingstone 2003, 87), lo cual, por supuesto, ha sido el caso de la arqueología. Son varios los estudios que enfatizan las relaciones entre arqueología y nacionalismo a la hora de comprender la historicidad de las relaciones entre conocimiento y poder (por ejemplo Arnold 1996; DíazAndreu 2010; Fowler 1987; Klejn 1993; Kohl 1998). Y DíazAndreu ha llegado a plantear que "todas las tradiciones arqueológicas han sido originalmente nacionalistas, ya sea operando en contextos de nacionalismo en sí mismo, o en combinación con imperialismo y colonialismo" (2007, 11), y que Latinoamérica es una de las regiones del planeta en donde la articulación entre nacionalismo y arqueología ha tenido mayor fuerza (2007, 7982).

Otros autores han hecho visible que las dinámicas espaciotemporales de la historia de la arqueología no pueden ser comprendidas empleando únicamente la perspectiva de los Estados nacionales. De acuerdo con Trigger (1984), los vínculos entre diferentes trayectorias de la arqueología se han establecido a través de tres orientaciones generales: colonialismo, nacionalismo e imperialismo o visión global. Sin pretender una historia única y general de la arqueología, consideraba que los estudios sobre las tradiciones regionales deberían tener en cuenta las múltiples influencias y diálogos que las han puesto en contacto y transformado. Por su parte, Gosden (2004) ha planteado que la arqueología, conjuntamente con la antropología, hace parte de un largo proceso en el cual las sociedades occidentales han edificado percepciones y concepciones acerca de sí mismas y de su pasado, en relación con imágenes acerca del "otro" producidas en una variada dinámica de encuentros interculturales. Así mismo, desde el siglo XIX las dinámicas de "internacionalización" de la ciencia han acompañado con frecuencia los programas de investigación, formación y divulgación en arqueología (Evans 2008; Kaeser 2002), con lo cual los Estados nacionales —y, valga la pena destacar, sus organizaciones políticoadministrativas internas—, concebidos como contenedores espaciales de las historias de la disciplina, no resultan suficientes o no son siempre necesarios.

Aun cuando en principio pueda parecer paradójico, desde esta perspectiva, hablar de una arqueología, o si se quiere de unas arqueologías colombianas, no resulta automáticamente cancelado. No se trata, evidentemente, de revivir la idea de una tradición arqueológica colombiana, o de defender lo que los críticos de finales del siglo XX resolvieron calificar como una arqueología tradicional. Arqueología colombiana designaría más bien la manera particular en que Colombia, como una formación geohistórica dinámica y heterogénea, ha sido un factor relevante en la definición de las relaciones históricas entre diferentes prácticas locales e internacionales de tratamiento de las materialidades del pasado. A su vez, se referiría a la forma en que dichas prácticas han contribuido a la configuración misma de Colombia. El análisis detallado de estas dos facetas permitiría, entonces, identificar la diferencia del caso colombiano frente a otras trayectorias de la arqueología, pero sobre todo establecer condiciones de posibilidad a partir de las cuales pudieran proponerse alternativas políticas y teóricometodológicas para la práctica arqueológica.

Esta definición operativa exigiría prestar mayor atención a asuntos que han estado más o menos descuidados en la historiografía de la arqueología en Colombia y Latinoamérica. En primer lugar, comprender mejor cómo se han producido históricamente prácticas locales de corte arqueológico y otras que las anteceden o coexisten con ellas, como el coleccionismo, la guaquería, las historias municipales y regionales no académicas y las memorias campesinas, urbanas y étnicas que han definido unos tipos particulares de relacionamiento con las materialidades pretéritas. En segundo lugar, y trascendiendo una excesiva concentración en las prácticas discursivas, identificar la manera en que las características de dichas materialidades han podido incidir en las trayectorias de la arqueología. En tercer lugar, reconstruir el trazado, la composición y el sentido de los circuitos que han puesto en contacto unas prácticas con otras, yendo más allá, cuando corresponda, de las fronteras nacionales o la actuación del Estado. En cuarto lugar, establecer los efectos que esos contactos han tenido en términos de una geopolítica del conocimiento, es decir, cómo determinados sistemas de valoración de la diferencia espacial han operado para que las relaciones entre diferentes prácticas se hayan dado en términos de imposición, emulación, apropiación, reinterpretación, diálogo o rechazo. Ello haría una contribución a la desnaturalización de nociones como "influencias" o "difusiones", mediante las cuales se contribuye a simplificar la relación entre una ciencia metropolitana y unos apéndices locales. Por último, es necesario adoptar un enfoque multiescalar de las prácticas arqueológicas que permita advertir los vínculos entre localizaciones específicas y entre estas y los espacios infraestatales, estatales e internacionales, lo que podría reconducir un debate que a menudo se enfrasca en la diferencia entre una arqueología propia y una arqueología importada11.

En esta apuesta es recomendable transitar simultáneamente por caminos que rompan la secular introspección que caracteriza las historias de la arqueología. Es necesario reconocer que la arqueología y sus historias no pertenecen solo a los arqueólogos: elaboradas por ellos u otros, tienen la capacidad de enriquecer nuestra comprensión del origen de las comunidades, etnicidades, naciones e imperios, y sus transformaciones (Murray 2002, 238). Es necesario explorar la arqueología "desde afuera y desde adentro, como una empresa científica, cultural e ideológicamente situada, tratando de comprender qué es la arqueología o qué debería o no ser, en diferentes tiempos y lugares" (Schlanger y Nordblach 2008, 2).

A efectos de eso, se deben establecer diálogos productivos con otros campos, como la historia y los estudios de la ciencia, en los cuales se han venido debatiendo aspectos teóricos y metodológicos que no son privativos de las historias disciplinares y los cuales, no obstante, no han sido siempre incorporados a tiempo por los arqueólogos (véanse Brush 1995; Moro 2012; Weininger 2007). Así mismo, debe reconocerse que las historias de la arqueología han sido narradas a menudo desde perspectivas masculinas, por lo que es importante ampliar el rango de los puntos de vista femeninos y de género (Claassen 1994; Díaz y Sørensen 1998). Finalmente, esta apertura implica propiciar y reconocer historias de la arqueología narradas desde lugares no restringidos a la academia: desde la experiencia de personas que han desempeñado roles subalternos en las investigaciones (Kehoe 1998, ix) y de miembros de comunidades étnicas (por ejemplo Atalay 2006; Mamani 1996), campesinas y urbanas que, al interactuar con proyectos de arqueología, tienen sus propias memorias e historias al respecto.


Notas

1 El autor agradece el apoyo para la elaboración de este texto, concedido por el Programa Estrategia de Sostenibilidad 2012-2014 del Comité de Investigaciones de la Universidad de Antioquia, como miembro del grupo Estudios del Territorio, adscrito al Instituto de Estudios Regionales de la misma universidad. Igualmente, agradece a los dos evaluadores anónimos dispuestos por esta revista. Insumos para preparar el texto fueron elaborados en desarrollo de los estudios doctorales en historia con el apoyo de la Universidad de los Andes.
2 Para un análisis historiográfico de la antropología en Colombia que incluye algunos aspectos sobre la arqueología, véase H. García (2008).
3 Por ejemplo, los de Bernal (1979) y Fung (1965) sobre México, el de Fernández (1979) con respecto a Argentina y el de Duque (1955) en relación con Colombia.
4 Por ejemplo, los proyectos ahora mismo inciertos de la Revista de Arqueología Suramericana y el Journal of South American Archaeology, la participación activa en iniciativas de alcance global, como el Theorical Archaeological Group (TAG) y el World Archaeological Congress (WAC), de alcance regional, como las Reuniones de Teoría Arqueológica de América del Sur (TAAS), y la presencia de arqueólogos latinoamericanos en congresos nacionales de arqueología o antropología.
5 Dado el esquema de formación profesional implementado en Colombia (Rivet 1943), en varios ejercicios sobre historia de la antropología se ha incluido a la arqueología como una subdisciplina (Arocha y Friedemann 1984b; Correa 2006; Duque 1971; H. García 2008, 2010; Langebaek 2000; Pineda Camacho 2004; Pineda Giraldo 2000; Uribe 2005). Predomina en ellos el tratamiento de aspectos institucionales y de la formación profesional correspondientes al periodo 1940-1980, y lo acontecido en años posteriores es poco tratado (véase el dossier de la Revista Colombiana de Antropología 43, 2007). Es posible que ello se relacione con la diferencia entre antropología social y arqueología que en las últimas décadas se observa en los programas académicos, sintomática de la crisis del modelo inicial de una "antropología total".
6 Recientemente, Oyuela y Dever (2011) han vuelto sobre este modelo, indicando que en las últimas dos décadas la agenda de la arqueología en Colombia ha sido establecida fundamentalmente por académicos locales de clase media e investigadores extranjeros, que han puesto en marcha programas de investigación desde diversos enfoques. Ello en medio de la fragilidad de un proyecto de Estado nacional que no orienta dicha agenda y de un conflicto interno que ha restringido el desarrollo de las investigaciones arqueológicas a las geografías más cercanas de los centros académicos.
7 De acuerdo con Kuhn (1968), se reconocía como método interno aquella perspectiva dirigida primordialmente al estudio de la sustancia de la ciencia como conocimiento, mientras que el método externo se refería a la actividad de los científicos como grupo social dentro de una cultura más amplia. La esterilidad de esta dualidad era ya advertida por el autor, y muy pronto se criticó el que mediante enfoques internalistas se tratara de explicar los éxitos de la ciencia, mientras que los errores o desaciertos eran explicados desde enfoques externalistas. Para tratar de superar esta dualidad, desde el programa fuerte de sociología de las ciencias, tanto los fracasos como los éxitos, los errores como las verdades en el ejercicio de producir conocimiento, requieren igualmente ser explicados, y es posible incluso que los factores sociales resulten decisivos a la hora de considerar una teoría como verdadera y exitosa (Bloor 1998, 17). La crítica al empleo de esta dualidad en la historiografía arqueológica solo ha venido a plantearse en años recientes (Kaeser 2002, 172; Moro 2009 y 2010; Murray 2002, 235; Schlanger 2002, 129).
8 Ello explicaría, en parte, la particularidad de las arqueologías colombianas en relación con las mexicanas y peruanas, ligadas estas últimas con el tratamiento de evidencias de carácter monumental atribuidas a organizaciones imperiales precolombinas, una base fuerte para la sustentación de proyectos de integración nacional desde el siglo XIX.
9 Es posible que, para el momento en que realizaban su ejercicio, a Jaramillo y Oyuela les resultara sensato pensar que la arqueología colombiana podía volverse más científica si adoptaba los planteamientos neopositivistas de la arqueología procesual norteamericana, en un contexto proclive al avance hacia el estadio científico de una arqueología nacional (fase C). No obstante, antes y después de ese momento, la producción de conocimiento en la arqueología norteamericana ha estado fuertemente ligada a factores económicos, políticos y culturales (Kehoe 1998).
10 Desde otra óptica, preocupada por el tipo de relaciones que deberían establecerse entre la arqueología y el Estado nacional para promover la arqueología científica, Oyuela y Dever (2011, 630) han llamado la atención acerca de la manera en que los enfoques poscoloniales y multivocales podrían resultar funcionales a la fragmentación del Estado y su subordinación al capital transnacional.
11 El enfoque multiescalar parte de considerar relaciones estrechas y no siempre opuestas entre dinámicas locales y globales, además de desnaturalizar la concepción de lo local, lo nacional y lo internacional como escalas anidadas unas en otras, y las concibe más bien como producciones espaciales (Brenner 1998).


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