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Revista Colombiana de Antropología

Print version ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.52 no.1 Bogotá Jan. 2016

 

Divergencias construidas, convergencias por construir. Identidad, territorio y gobierno en la ruralidad colombiana

Constructed Differences, Convergences To Be Imagined. Identity, Territory, and Government in the Colombian Rurality

Odile Hoffmann
Urmis IRD, Laboratorio MESO
odile.hoffmann@ird.fr

Recibido: 22 de enero del 2016 Aprobado: 5 de abril del 2016


Resumen

En este artículo exploraré el panorama histórico de la territorialidad y la tenencia de tierra en Colombia, con el fin de ubicar nuevas dinámicas políticas y reconocer el potencial transformador que las propias comunidades rurales han desarrollado mediante el ejercicio de su imaginación geográfica y política del que se derivan experiencias de "contramodelos" territoriales. La complejidad del poblamiento rural contemporáneo y la ruralidad en Colombia requiere la superación de esencialismos exacerbados en ciertas concepciones de identidad, territorio y gobierno. Al finalizar, retomo dos ejemplos que se nutren de situaciones concretas territorializadas y que evidencian que las territorialidades rurales desbordan las fronteras de las identidades asignadas y cuestionan la adecuación entre criterios de pertenencia étnico racial y adscripción territorial.

Palabras clave: identidad, territorio, gobierno local, imaginación geográfica y política.


Abstract

In this article I explore the historical panorama of territoriality and land tenure in Colombia, in order to locate new political dynamics and to acknowledge the transformative potential of rural communities that have developed original territorial experiences that we interpret as "counter models", product of their geographical and political imagination. The complexity of contemporary rural settlement and rurality in Colombia requires overcoming essentialisms that are exacerbated in some conceptions of identity, territory, and government. Finally I explore two specific cases to show that rural territorialities cross the borders of assigned identities, and challenge the adequacy of criteria of ethnic racial belonging and territorial affiliation.

Keywords: identity, territory, local government, geographic and political imagination.


Introducción

A 25 años de la Constitución multicultural y tres años del Paro Agrario Nacional del 2013, en el marco de una movilización campesina renovada, es imposible negar las frustraciones nacidas de los dos principales modelos que se han experimentado en América Latina para enfrentar las formas de inclusión y exclusión en el campo: la redistribución inconclusa, con las luchas campesinas del siglo XX, y el reconocimiento inacabado, con las luchas sociales de fin del siglo XX y principios del XXI. Hoy se levantan voces para exigir el reconocimiento del campesino como sujeto de derecho, al lado de los pueblos indígenas y comunidades negras o afroamericanas. La ONU -en su Consejo de Derechos Humanos- está trabajando en finalizar la redacción de una "Declaración sobre los derechos de los campesinos y de otras personas que trabajan en las zonas rurales", que todos los países del planeta estarán invitados a firmar1. Esta iniciativa puede leerse como la secuencia más reciente del ciclo multicultural iniciado en los años setenta, con la construcción de una nueva categoría de sujetos rurales históricamente subalternizados en aras de una ciudadanía inclusiva. Es decir, como una forma de incluir a nuevos sectores de la población rural en el amplio espectro de sujetos culturales, sociales y políticos presentes en el campo, cada uno con características y derechos específicos.

Así como la introducción de los sujetos de derecho "afrodescendientes" causó muchos debates en los años 1980 1990 en Colombia, y la de desplazados igualmente ocasionó discusiones al inicio del siglo XX (Osorio 2001), la construcción de un sujeto "campesino" distinto y equiparable a los indígenas y afrocolombianos suscita preguntas y dudas entre observadores, políticos y militantes. En efecto, los indígenas y afrodescendientes también son campesinos y sería arriesgado erigir fronteras entre estas categorías y propiciar así una etnización forzada de la sociedad, llevando a la par, eventualmente, problemas de fragmentación social y discriminación horizontal entre grupos étnicos y culturales. Sin embargo, al mismo tiempo, no se puede obviar el hecho de que los campesinos que no se reconocen como indígenas o afrodescendientes gozan de muy pocas herramientas políticas y jurídicas para defenderse frente a los ataques a sus recursos, sean materiales (tierras, aguas, suelos, vegetales, cosechas, pero también sus casas, huertas y solares) o inmateriales (conocimientos, sociabilidad rural, cultura, vida). Es decir, las políticas multiculturalistas de las últimas décadas, al reconocer derechos a ciertos sectores de la población rural bajo la bandera de los derechos étnicos, dejaron sin defensas a otros sectores que comparten con los primeros tanto los espacios de vida y producción -concebidos muchas veces como territorios- como los problemas que se dan ahí. En estas condiciones es urgente acercarse a la cuestión de la diferencia de una manera renovada, que no pase forzosamente por el filtro etnicista de los años setenta.

En este artículo propongo explorar algunas vías para aprehender la diversidad rural en Colombia a partir de las prácticas de los actores; es decir, de las maneras en que articulan identidad, territorio y formas de gobierno, con el fin de ubicar eventuales dinámicas políticas novedosas. La hipótesis principal de este trabajo es que es posible tener procesos novedosos siempre y cuando se reconozca el potencial transformador que las propias comunidades rurales han desarrollado mediante el ejercicio de su imaginación geográfica y política. La imaginación es la facultad de representar o crear imágenes nuevas, inéditas, lo que permite escapar de la realidad impuesta. En este sentido, retomo el concepto de Achille Mbembé cuando concibe la imaginación política, en África, como una vía para denunciar el discurso colonial, el reduccionismo normativo que lo acompaña y la violencia que este supone. Para Mbembé, no se trata solo de legitimar la voz de nuevos sujetos resistentes a la dominación, sean subalternos o pos coloniales, sino de reconocer la capacidad de los actores de pensarse a sí mismos por fuera de las normas impuestas por uno u otro tipo de actores hegemónicos. La imaginación política abre horizontes que no entran en categorías preestablecidas: "Necesitamos entonces desarrollar una nueva inteligencia. Esta no pasa ni por la glorificación de la diferencia y la alteridad, ni por alguna fascinación romántica por el pobre, el oprimido y el subalterno2" (Mbembé 2003, 190). La imaginación política existe pero falta reconocerla en sus expresiones concretas.

En una primera parte insistiré en el hecho de que las sociedades han elaborado, a lo largo de la historia, una gran diversidad de maneras de vivir la relación entre identidad, territorio y gobernabilidad. Esto con el objetivo de subrayar que no hay "una" sino múltiples soluciones a los problemas que enfrentan las sociedades rurales. En una segunda parte haré referencia a algunas pistas emprendidas por grupos y actores campesinos, afrodescendientes e indígenas para gestionar situaciones complejas o conflictivas. En conclusión, sostengo que esta reflexión puede desembocar en formas concretas de concebir y operativizar una ciudadanía inclusiva; es decir, respetuosa de los grupos que se reconocen como diferentes entre sí sobre una base cultural, lo que algunos llaman una ciudadanía intercultural.

Antes de iniciar la revisión histórico geográfica que permitirá lanzar pistas de interpretación, es necesario precisar los conceptos centrales del análisis: tierras, territorios y territorialidad. El acceso a la tierra, como un recurso para cultivar o explotar, es la base de muchas reivindicaciones campesinas. Se diferencia del territorio, concebido como un espacio apropiado por un sujeto colectivo, negociado, moldeado por generaciones y habitado por grupos sociales (aliados o en disputa), pero también por mitos, relatos y antepasados. Si "la tierra" es un recurso medible, "el territorio" implica sujeto y subjetividades. No se define solamente por rasgos objetivables sino también por prácticas de uso, percepción y representación, es decir, por juegos de territorialidades que mantienen los actores con sus espacios (Di Meo 2011; Raffestin 1986).

Sujetos y subjetivación. No existe territorio sin sujeto social que lo conozca y lo identifique. La noción de subjetivación define el proceso de construcción de este sujeto territorial, en el sentido de un sujeto de derechos, pero también de la historia de su propia historia. En esta medida, la subjetivación no se construye desde el exterior, sino que incluye la (auto)fabricación del sujeto; es fundamento de la ciudadanía y de cualquier relación política (definida como relación entre sujetos legítimos) (Agier 2013).

Pluralidad y modernidad. Un abanico de figuras territoriales

La historia consta de múltiples formas de concebir la relación entre identidad, territorio y gobernabilidad -o gobierno en el sentido de Foucault-, es decir, de elaborar "reglas de juego" plasmadas en instituciones, prácticas sociales y técnicas de gobernar poblaciones y territorios. A continuación propongo dos acercamientos a esta pluralidad. El primero insiste en las evoluciones históricas de los modelos de gobiernos y territorialidades en América Latina, desde el siglo XIX hasta la actualidad, viendo cómo estos inducen la construcción de sujetos agrarios específicos. Una segunda mirada enfatiza la diversidad de las figuras agrarias contemporáneas, demostrando si fuera necesario la naturaleza eminentemente política de las relaciones de propiedad de la tierra. Con esto queremos subrayar la imaginación política que preside a la definición de los sujetos agrarios, ayer como hoy.

La construcción histórica de los sujetos agrarios

La colonización europea de América supuso la invención de la comunidad indígena como un lugar de reducto (siendo el arquetipo la república de indios) que limitaba las ocasiones de contacto y competencia con los españoles o criollos (o, más generalmente, los no indios). La modernización de los siglos XVIII y XIX, y luego la industrialización, necesitaba mano de obra desvinculada de sus terruños para adaptarse a las necesidades del mercado y de los nuevos Estados naciones. El sujeto agrario campesino, nacional y no étnico fue promovido por el capitalismo decimonónico que buscaba desarrollarse a través de la expansión del mercado y de la construcción de unos productores consumidores étnicamente indiferenciados. Para Colombia, Orlando Fals Borda (1982) analiza cómo se construyó el campesinado a partir de una "amalgama" entre indígenas, negros y blancos -es decir, mestizos-, en su oposición común a la hacienda. En otros países latinoamericanos, la historiografía de la dinámica poblacional de finales del siglo XVIII y principios del XIX suele equipar ambos fenómenos, la campesinización y la "mestización" (Caruso 2013; Tell 2008). Concretamente, los Gobiernos inspirados en el liberalismo económico de la época buscaron eliminar los fueros heredados de la Colonia y suprimir las figuras agrarias específicas, indígenas en su mayoría. Este fue el caso de la desamortización en México, que pretendía acabar con las propiedades comunales de la Iglesia y de los pueblos indígenas, o de la extinción de resguardos en Colombia. Sin embargo, este proyecto suscitó resistencias y nuevos arreglos territoriales que lograron eludir los objetivos de las legislaciones liberales. Lo ilustra el caso de las propiedades mancomunadas en México, en las que varios individuos -representantes de comunidades indígenas- se unían para titular propiedades legalmente privadas, aunque en sus usos eran colectivamente apropiadas. En otros casos, las resistencias a la privatización individual de las tierras obligaron a los Gobiernos a mantener espacios reservados, como sucedió en Colombia con la Constitución de 1886, que mantuvo los resguardos indígenas. Al respecto, Leticia Reina (1997) incluso habla de la reindianización de América en el siglo XIX, y señala con este término la fuerza de la presencia indígena paralela y muchas veces contraria a los esfuerzos de los Gobiernos liberales para desaparecerla. De hecho, nunca se concretó completamente el proyecto de homogeneización agraria que tanto querían los Gobiernos modernos a nombre del liberalismo mercantil que concebía la tierra como una mercancía más.

Hoy, nuevamente, las políticas gubernamentales buscan integrar a la mayoría de los sujetos de los Estados naciones en una misma lógica de mercantilización de la tierra y una amplia circulación desregulada de bienes y valores. Asistimos a una oleada de políticas públicas que apuntan a privatizar las tierras de tenencia común o colectiva, en toda América, a nombre de una filosofía liberal asentada una vez más en los derechos de propiedad individual. Pero, de la misma forma que en el siglo XIX no se pudieron llevar a cabo de manera completa, en el XX estas políticas de privatización tampoco pueden ignorar las demandas organizadas de los pueblos para recuperar, mantener y ampliar sus espacios de vida y de reproducción. A partir de los años setenta, estas demandas campesinas incluyen y respaldan el cuestionamiento al orden y la dominación racial y étnica. Empiezan a luchar por sus derechos -a la tierra, a la vida, al territorio- en tanto indígenas o afrodescendientes, siguiendo paradigmas transnacionales reconocidos y difundidos por agencias de la ONU, la Unesco o la OIT. La legitimidad del sujeto étnico en América Latina, indígena y rural en su mayoría, se impone poco a poco en la mayor parte de los países, con logros y éxitos sancionados por transformaciones constitucionales y legislativas, territoriales y políticas (Duarte 2015).

Este "giro étnico" se tradujo en nuevas estrategias de movilización social. Hasta finales del siglo XX, la lucha en el campo apuntaba a reformas agrarias y llevaba a los pueblos indígenas a "campesinizarse", es decir, a actuar como miembros de una clase social, silenciando al mismo tiempo su dimensión étnica. Hoy, muchas comunidades campesinas tienden a "indigenizarse" para acceder a tierras y servicios dotados prioritariamente a pueblos indígenas y afrodescendientes (Rincón 2009; en México, cf. Reina 1997). Esto es una muestra evidente de que los pueblos elaboran estrategias frente a las políticas públicas o frente a su ausencia (en cuanto al acceso a tierras, salud, educación), y no reaccionan de manera unívoca en términos de conflictos étnicos o culturales. Esto de ninguna forma les quita validez o pertinencia a los posicionamientos propiamente culturales o identitarios por parte de los grupos que así lo desean o escogen, pero sí nos obliga a ser cautelosos en nuestras interpretaciones de los conflictos sociales.

A cada época le corresponden sujetos de derechos específicos. Así como el Gobierno colonial necesitaba del indígena para asentar su dominación y el naciente Estado nación del siglo XIX necesitaba del mestizo como figura proa de su proyecto nacional (el ciudadano no étnico), hoy el neoliberalismo y la globalización fabrican el sujeto móvil y cosmopolita que conviene a un mercado mundial. Pero a la vez, cada modelo conlleva sus opuestos, plasmados en colectivos sociales y en espacios específicos. Así, el paternalismo modernizador racista convivió durante décadas con la figura del resguardo en el siglo XIX, y hoy el neoliberalismo se combina con el multiculturalismo que promueve los territorios étnicos3.

A continuación describo con más detalle, en el caso colombiano, la manera como esta subjetivación política se traduce en arreglos agrarios (tenencia de la tierra, derecho de propiedad) y territoriales que pueden combinarse o entrar en conflicto unos con otros.

Territorialidad y tenencia de tierras en Colombia

Los derechos territoriales no se limitan a los derechos de propiedad, aunque los incluyen. Se fundan en el reconocimiento por terceros (vecinos, administraciones, Gobiernos) del derecho a acceder y gozar de una porción del espacio, sea como propietario (con título de propiedad), poseedor (con derecho reconocido pero sin título), tenedor (arrendatario, mediero, etc.) u ocupante (sin derecho legal, principalmente sobre baldíos de la nación). Este criterio se combina con la dimensión individual o colectiva de la posesión o propiedad y el tipo de validación (figura legal) que le es asociada. En su conjunto, estos elementos caracterizan figuras territoriales, construidas a lo largo de la historia agraria del país y reveladoras de las relaciones de fuerza y la capacidad de negociación de los actores rurales.

  • Las dotaciones en propiedad privada. Esta categoría se forjó a lo largo de varios siglos en Europa, a partir de la transformación de la propiedad feudal de las tierras, posterior a su mercantilización y apropiación individual. Con la conquista y colonización en América se impone esta concepción limitada de la propiedad (uso y abuso), sobre concepciones mucho más complejas y fluidas del derecho a poseer y utilizar un bien. La visión del derecho positivo se difunde con la modernidad, con lo que permite el acaparamiento y la concentración de tierras que de hecho determinaron, hasta hoy, las dinámicas de enfrentamiento entre acaparadores de tierra y usuarios campesinos. Esto se dio no sin reticencias y resistencias de facto. En algunos casos, las comunidades lograron mantener sus propias normas, como veremos a continuación, en otros, libraron luchas políticas (por reformas agrarias) más pacíficas o más violentas. Las dotaciones en propiedad privada provienen de herencia, de compra o de dotación del Gobierno en el marco de programas de adjudicaciones. Estos programas han existido desde la colonización, siguiendo el principio de regulación de la propiedad por el Estado. En el siglo XX llegaron a ser importantes al dotar a más de 500.000 familias con cerca de 20 millones de hectáreas (Mejía y Mojica 2015, 28, con base en Incoder 2013a). A principios del siglo XXI siguen existiendo, aunque sobre superficies muy reducidas, con las adjudicaciones del Fondo Nacional Agrario, por ejemplo, o el programa de compra directa. "Por compra directa se hace referencia a un programa de acceso a tierras que se impulsó con el fin de subsidiar tierras a campesinos mediante convocatorias que finalmente promovieron el mercado entre pequeños propietarios principalmente" (Mejía y Mojica 2015, 29).
  • Los resguardos coloniales y republicanos fueron figuras coloniales de confinamiento y relegación -en algunos casos interpretados como de protección- de las poblaciones indígenas a espacios reservados, inaccesibles a los no indígenas. Fueron reactualizados a finales del siglo XX con una inversión de significado político. Ahora son dispositivos apropiados por las comunidades rurales indígenas que los ven como espacios de emancipación y autonomía. Son idealmente espacios de autogobierno, asociados a cabildos reconocidos como instancias autónomas para manejar servicios de la comunidad (salud, educación, representación).
  • Los territorios colectivos de comunidades negras fueron instituidos por la Ley 70 de 1993. Se derivan de la opción multiculturalista adoptada en la Constitución de 1991 y de las movilizaciones sociales de fines del siglo XX contra los acaparamientos de tierras por la agroindustria transnacional, entre otros. Los miembros de los territorios colectivos son representados por los consejos comunitarios, que gestionan los asuntos locales pero no gozan de prerrogativas de gobierno ni de representación política frente al sistema administrativo nacional.
  • Las zonas de reserva campesina (ZRC) son una figura creada por la Ley 160 de 1994, reglamentada en 1997. El origen de las ZRC se remonta a las movilizaciones en el Guaviare y en La Macarena, según algunos (Ordóñez 2012), o, en general, al campesinado históricamente despojado y a la situación desastrosa del campo al finalizar el siglo XX (Rincón 2009)4. Resultan de la necesidad de regular y asegurar la tenencia de la tierra en zonas de colonización o de frontera sometidas a la violencia de actores económicos o políticos muy potentes y muchas veces ilegales. Las ZRC son por lo tanto un proyecto de anclaje productivo y económico del campesinado en zonas marginadas. Según lo reglamenta el Decreto 1777 de 1996 en su artículo 1: "las zonas de reserva campesina tienen por objeto fomentar y estabilizar la economía campesina, superar las causas de los conflictos sociales que las afecten y, en general, crear las condiciones para el logro de la paz y la justicia social en las áreas respectivas" (Salcedo 2014, s. p.). Se crearon seis ZRC en los primeros años siguientes al decreto y hasta el 2002, ninguna desde entonces, muestra de la extrema reticencia de los Gobiernos frente a este dispositivo. Existe cierta incertidumbre o confusión acerca del significado político de la figura territorial "ZRC". El texto oficial (Ley 160) declara que las ZRC son ante todo "áreas geográficas"5, es decir, un objeto territorial con funciones productivas y ambientales. Un informe de Incoder y el Ministerio de Agricultura, realizado con el Banco Mundial y el IICA, sugiere por su parte que "cuando se conforma una ZRC [...] las comunidades pueden actuar por sí mismas y para sí mismas"6, lo que podría definirlas como un "sujeto" político. El dispositivo por ahora parece congelado a pesar de que una docena de solicitudes estén en curso.
  • Las dotaciones de tierras a las víctimas de desplazamiento, a principios del siglo XXI (Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, Ley 1448 del 10 de junio del 2011), responden a otra lógica. No se trata de redistribución agraria ni de transformar las modalidades de acceso a la tierra, sino de responder a las demandas de justicia expresadas por las poblaciones desplazadas, víctimas del conflicto, en términos de acceso a espacios de protección de la vida y la sobrevivencia. Aquí el sujeto es político antes de ser agrario, y de hecho interviene poco en los debates sobre dinámicas rurales y transformaciones del campo. Las superficies en cuestión están reducidas y el proceso es tan lento y complejo que muy pocas han sido dotadas7. Sin embargo, en su principio el objetivo de la ley no es nada desdeñable, pues pretendía distribuir hasta dos millones de los seis y hasta ocho millones de hectáreas que fueron abandonadas o despojadas (cf. Amnistía Internacional 2012). Existen otras figuras territoriales originales, surgidas de la necesidad de protección de la vida de las personas y comunidades desplazadas por la violencia, como son las zonas humanitarias y de biodiversidad, que sin tener ningún fundamento legal específico gozan de una legitimidad mínima pero suficiente para tener peso en las negociaciones entre los distintos actores presentes en las áreas de conflicto (Corredor 2015).
  • Otras figuras se refieren al derecho de acceder y usar porciones del espacio, por parte no de particulares sino de los gobiernos nacionales y locales. Son las áreas de parques naturales, reservas forestales, terrenos baldíos, reservas territoriales urbanas, patrimonio nacional, es decir, las zonas cuyo sujeto legítimo de derecho es el Estado. Constituyen espacios sustraídos al intercambio mercantil y pueden alimentar los programas de adjudicación (Banco de Tierras, Fondo Nacional Agrario). Pueden, en algún momento, entrar en competencia con otras territorialidades rurales, como es el caso frecuente de áreas protegidas con territorios colectivos y resguardos. Son también áreas que los Gobiernos pueden dar en concesiones petroleras o mineras, con las consiguientes restricciones a la adjudicación a campesinos.

Las tablas 1 y 2 recogen la información cuantitativa disponible sobre estos dispositivos que, en su conjunto, cubren la superficie nacional. De la superficie total del país (aproximadamente 112 millones de hectáreas), un 32,4% (36.997.495 hectáreas) corresponde a propiedad privada de carácter colectivo de los resguardos indígenas y territorios colectivos de comunidades negras (Mejía y Mojica 2015, 31). Cerca del 20 °/o corresponde a terrenos titulados a campesinos y colonos desde la década de 1960. Es decir, en más de la mitad del país, la tenencia resulta de una negociación política entre el Estado y los actores rurales, llevada a cabo en el siglo XX.

TABLA 2

Las figuras territoriales remiten a momentos particulares de la historia nacional. Emergen de las negociaciones políticas, locales y globales, y dan nacimiento a un perfil de sujeto agrario aceptado o promovido por el Estado. La definición de cada una depende de la capacidad de los actores presentes, sean individuos, movimientos sociales o instituciones de gobierno, de pugnar por dispositivos adaptados a sus intereses y a los contextos. Es decir, se enmarcan en relaciones de fuerzas y de poder locales, pero también nacionales e internacionales. Lógicamente, las figuras territoriales resultantes son muy disímiles. Combinan distintas formas de propiedad y de tenencia (privada o pública, individual o colectiva); algunas siguen pautas de ordenamiento colectivamente acordadas y otras no; algunas se rigen por instancias de gobierno local (cabildo) y otras no; algunas sacan parte de su legitimidad de alianzas políticas con instancias extralocales, como ciertas agencias internacionales que las promovieron y protegen; finalmente, cada una activa un registro de legitimación específico (la tabla 3 señala estas semejanzas y diferencias). Esta rápida recapitulación, que por supuesto no es exhaustiva, pone en evidencia fuentes de posible fricción entre las distintas formas de tenencia -mejor dicho, entre sus beneficiarios o promotores-. En efecto, cada una de las figuras de tenencia se ancla en una legitimidad propia y prioritaria: la ancestralidad, la víctima desplazada, etc., a partir de la cual puede pretender imponerse en aras de conseguir alguna dotación o alguna posición favorable para los beneficiarios. La competencia por recursos escasos -la tierra- se desarrolla en medio de rivalidades entre instituciones que existen en gran parte fuera del ámbito agrario o territorial, e introduce nuevas dimensiones a conflictos que de esta forma rebasan a los actores locales.

TABLA 3

Ahora bien, considerando que cada figura territorial traduce, a la vez que induce, relaciones específicas con el espacio y relaciones de poder inscritas en el espacio, es posible llevar la reflexión a las territorialidades.

Podemos decir, por un lado, que estas legitimidades territoriales complejas son geografías poscoloniales, en el sentido de que son espacios materialmente construidos y representados en el proceso histórico de colonización -incluyendo los procesos de descolonización-. Por el otro, son producto de relaciones de dominación heredadas, resignificadas en tanto subalternas, que son a la vez herederas de la colonia y nacidas de la globalización (Collignon 2007). Se pueden calificar de poscoloniales en tanto incluyen los discursos de derechos colectivos, el reconocimiento a la diferencia, la ciudadanía diferencial y los derechos humanos. Son fruto de reivindicaciones sociales que enarbolan demandas de emancipación vis a vis el Estado y los actores regionales dominantes que tradicionalmente los han mantenido en la dependencia política y económica. Son poscoloniales también en el sentido de que corresponden a paradigmas de la pluralidad, contrario a los modelos anteriores fundados en una sola lógica homogeneizadora hija de la modernidad: un territorio, un pueblo, una lengua. A escala nacional, los territorios étnicos aprobados ocupan las partes geográficamente marginales del país, pero tanto las solicitudes de zonas de reserva campesina, de títulos colectivos administrados por consejos comunitarios afrodescendientes y de resguardos para numerosos cabildos indígenas, se ubican en la parte central del país (figura 1).

Cuando la imaginación geográfica abre pistas políticas: dos ejemplos

Acabamos de ver que los arreglos territoriales se insertan en contextos históricos y geográficos precisos. Remiten a dispositivos de poder y dominación, pero también a resistencias que a su vez desarrollan contramodelos más o menos públicos u ocultos (Scott 1990). Lo que me interesa ahora es describir algunas de estas experiencias de contramodelos territoriales. Estas propuestas no prosperaron a cabalidad pero son indicios de lo que, haciendo referencia a la imaginación política aludida, propongo llamar imaginación geográfica, en la medida en que se nutren de situaciones concretas, territorializadas, para proponer nuevas visiones que de sí mismos elaboran los actores del campo colombiano.

Las propuestas de territorios colectivos incluyentes: Nariño, 1997

Los territorios colectivos de comunidades negras son legalmente instituidos con la adopción del multiculturalismo en la Constitución de 1991, cuando el Estado reconoce los derechos territoriales colectivos de las "comunidades negras del Pacífico" mediante la Ley 70 de 1993 y sus reglamentos (en 1995). A partir de estas medidas se desata una movilización política, social y cultural intensa. Esta se da en escenarios y niveles de acción muy diversos, desde lo más local, con la creación de múltiples "consejos comunitarios", hasta la constitución de grupos de presión en la ONU, pasando por colectivos nacionales más o menos consolidados (Agudelo 2005). Por primera vez aparecían en el escenario nacional representantes de las poblaciones negras descendientes de esclavos, quienes desarrollaron sus propias alianzas y estrategias políticas a escala internacional8.

Ahora bien, a escala local en los años noventa, los territorios colectivos de comunidades negras se constituyen a partir de una adecuación de los criterios de pertenencia étnico racial (comunidad negra) y los de adscripción territorial (residentes en los baldíos ribereños del Pacífico). Sin embargo, este modelo aparentemente simple no siempre corresponde a la realidad, lo que en ocasiones ha llevado a la exclusión de residentes no afrodescendientes (indígenas o "blancos"), y afrodescendientes no residentes en términos de la ley. Es decir, el modelo previsto por la Ley 70 es tan solo una de las opciones que las comunidades rurales desarrollaron históricamente en sus regiones para vivir y sobrevivir.

Cuando se trató de instaurar y delimitar los territorios colectivos -condición de inclusión ciudadana por medio de la Ley 70-, las comunidades locales, reunidas en asambleas, tuvieron que debatir estas cuestiones. Así, en Tumaco, en el litoral de Nariño que es frontera con Ecuador, los habitantes propusieron varias modalidades de aplicación de la Ley 70 que no respondían exactamente a los esquemas étnico territoriales indicados en el texto oficial (Hoffmann 2007). Es lo que interpretamos como innovaciones territoriales y políticas.

Una de ellas consistió en establecer territorios binacionales, de lado y lado de la frontera entre Colombia y Ecuador, buscando así integrar en una sola entidad la realidad de esta área caracterizada por una alta movilidad cotidiana de individuos, productos -y afectos- entre ambos lugares. Otra propuesta hecha por los habitantes al momento de dibujar y negociar su territorio colectivo fue incluir a todos los residentes de las localidades, independientemente de que fueran reconocidos como "blancos" o "negros". Es decir, para ellos la legitimidad territorial se basaba en la residencia efectiva y el uso pacífico de las tierras, más que en una pertenencia étnica o racial instituida legalmente. Una tercera innovación, no prevista en los textos legales, consistía en integrar en un mismo territorio a habitantes con estatutos agrarios distintos: tanto los "nuevos" poseedores beneficiados por la Ley 70, como algunos que ya tenían títulos de propiedad privada y no querían cederlos a los consejos comunitarios. Es decir, según los habitantes, un mismo territorio colectivo podía albergar varias figuras legales de propiedad.

Estas tres propuestas dan fe de que los habitantes, a escala local, concebían su territorio como un espacio de vida complejo, habitado por poblaciones diversas en sus orígenes, color de piel y adscripción étnica; construido por migraciones históricas sucesivas, cargado de memoria social que no podía fácilmente ordenarse en un "patrón étnico racial" único. Sin embargo, estas concepciones del espacio estaban alejadas del esquema de adecuación entre territorio colectivo e identidad, tal y como era defendido por la Ley 70 y por los movimientos sociales. Las tres propuestas fueron rechazadas por las instituciones encargadas de delimitar y validar los territorios colectivos.

El segundo ejemplo, más reciente, ya no concierne a un grupo étnico particular. No obstante, a imagen de las iniciativas de los campesinos afrocolombianos de Nariño, las propuestas analizadas a continuación también buscan rebasar las fronteras de las identidades culturales asignadas.

Las zonas interculturales de protección territorial, 2010

En ausencia de una verdadera reforma agraria, las desigualdades en el acceso a tierras persisten en Colombia en un grado muy elevado (Forero y Salgado 2010). Incluso empeoraron considerablemente al final del siglo XX con los desplazamientos forzosos de la década de los noventa, los abandonos o ventas forzadas de predios a agronegocios y a grupos paramilitares, a veces seguidos de la llegada de "repobladores" que se instalan sobre las tierras recién despojadas a los campesinos (Corredor 2015). Se agudiza la complejidad de una situación agraria de por sí complicada por el alto grado de informalidad en la tenencia.

Otra fuente de conflictos se deriva de casos de superposición de porciones de territorios dotadas por el Estado a varias entidades y comunidades indígenas o afrodescendientes, ya sea por error, confusión o manipulación política. Hoy, frente a estas crisis asociadas con la violencia física (asalto, asesinato, desplazamiento forzoso), algunos actores locales se organizan para ofrecer alternativas al orden territorial segmentado que ya no garantiza su seguridad, ni agraria ni física. Algunos proponen la creación de territorios campesinos interculturales (cf. Salcedo 2014), otros hablan de territorios interétnicos (propuestos por un dirigente indígena del Cauca en un encuentro de 2012, cf. Tobón 2012) y también se idean otras figuras como los territorios agroalimentarios.

En un documento titulado "Insumos para la mesa de concertación de los Montes de María, septiembre del 2013" (Incoder 2013b), elaborado por organizaciones campesinas, afrocolombianas e indígenas y presentado al Incoder en un encuentro, los delegados de las organizaciones proponían la creación de una nueva entidad territorial denominada zona intercultural de protección territorial (ZIPT). Sería un lugar "en el que se engloben las diferentes figuras de ordenamiento territorial, tanto colectivas como individuales (resguardos indígenas, consejos comunitarios afrodescendientes y zonas de reserva campesinas)" (Incoder 2013b, 8). Estas áreas respetarían la gobernabilidad y las decisiones de cada entidad incluida, étnica y cultural. La incorporación de la dimensión propiamente cultural de las entidades territoriales, junto a la étnica, permite incluir a los campesinos no indígenas ni afrodescendientes al lado de las autoridades de cabildos y de consejos comunitarios, y el reconocimiento de su pretensión de constituirse eventualmente en zonas de reserva campesina (ZRC).

Como su nombre lo indica, la zona intercultural de protección territorial tendría como objetivo superar las divisiones étnicas y culturales sin ignorarlas. Está pensada ante todo para protegerse contra las amenazas que representa el avance de las plantaciones agroindustriales (palma africana) y forestales (teca, melina), y de las empresas petroleras, mineras y ganaderas. A partir de esta propuesta, los actores pretenden construir alianzas entre representantes de los territorios ya constituidos. Para ellos, esta "territorialidad intercultural" posibilitaría la vigencia de una "economía tradicional campesina, afro e indígena" (Incoder 2013b, 12) susceptible de capitalizar los saberes, las técnicas y prácticas de cada colectivo para el beneficio de todos.

En estas propuestas, el espacio correspondiente a la ZIPT se califica y se instituye durante la movilización. Como lo analizó un geógrafo francés en el caso de conflictos urbanos: "El territorio que se trata de proteger no preexiste al conflicto; se construye en el momento en que se tiene que defender" (Melé 2008, 12). En estas circunstancias el territorio no solo es objeto de lucha social, se vuelve agente promotor de nuevos arreglos políticos. Es a nombre de la ZIPT -aunque todavía no exista- que sus habitantes pretenden negociar y actuar como sujetos políticos. En este sentido, las ZIPT se pueden interpretar como nuevas "tecnologías territoriales". En ellas no se pretende incorporar a todos los residentes en una nueva entidad colectiva que suprimiría las preexistentes, sino combinar los registros de legitimidad territorial (afro, indígena, campesino). La ZIPT se piensa como una figura territorial que lleva a inventar nuevas configuraciones políticas. Es decir, a la inversa del planteamiento comúnmente aceptado, podríamos decir que no es el sujeto político étnico instituido por la política multicultural que reivindica y de alguna manera fabrica su territorio, sino al revés, el nuevo territorio que crea nuevos sujetos políticos. Las territorialidades están en el corazón del juego político. La legitimidad territorial adquirida en el terreno, en la ZIPT, confiere mayor capacidad de negociación política con las autoridades políticas y administrativas, o incluso con las empresas agroindustriales o forestales.

Este mismo mecanismo se puede observar en un contexto no de resistencia sino al contrario, de construcción de hegemonía, en el mismo sector rural agrario. La iniciativa de ley para la constitución de zonas de interés de desarrollo rural, económico y social (Zidres) puede interpretarse como una tecnología territorial elaborada por sectores empresariales aliados con el Gobierno para eludir ciertas restricciones legales a la acumulación irregular de baldíos. "El ejecutor de la Zidres podría comprar, arrendar, asociarse, entre otros, hasta completar el área que requiera para su proyecto, es decir, no hay límites como la UAF (unidad agrícola familiar)" ("¿Qué es el proyecto de ley de Zidres?" 2016). Bajo una normatividad presentada como técnica, pensada oficialmente con el objetivo único de mejorar la productividad agrícola en el campo, se crean nuevas entidades territoriales cuyos portadores serán en el futuro, inevitablemente, actores predominantes en muchos otros ámbitos de la vida rural (seguridad, ordenamiento, etc.).

Coincidimos entonces con Nicholls, Miller y Beaumont (2011) en la conclusión de sus trabajos sobre la construcción conjunta de espacios en contextos contenciosos:

Las territorialidades deben considerarse como tecnologías espaciales de poder que son contextualmente y estratégicamente empleadas como un componente central del "juego" de las disputas políticas. Los esfuerzos para transformar las relaciones de poder son al mismo tiempo esfuerzos para transformar las relaciones espaciales: la lucha política y social es, simultáneamente, una lucha para transformar, desviar o fijar territorialidades. Entender la producción de territorialidades como un producto y como una tecnología de lucha nos permite comprender las territorialidades y sus implicaciones, en su naturaleza contextual y dinámica. (26)9

Y esto vale tanto para los actores hegemónicos como para los sujetos subalternizados.

Conclusión

En el último tercio del siglo XX, en muchos países de América Latina, la adopción del modelo multicultural de nación significó un giro en las políticas públicas de lucha contra la exclusión, pues se pasó de una política redistributiva -basada en criterios económicos- a una política del reconocimiento -con integración de criterios de pertenencias culturales o étnicas-. Hoy nos encontramos en una nueva fase de tensión, frente a las fallas evidentes de las políticas de reconocimiento. Estas no lograron acabar con todas las injusticias y a la vez suscitaron frustraciones entre los grupos rurales que, por no pertenecer a alguno de los "grupos étnicos" de la nación, se sienten excluidos de estas políticas. De ahí la tentación, para muchos campesinos y organizaciones rurales no étnicas, de descalificar las orientaciones multiculturalistas que -sienten- los excluyen, o al contrario, de incorporarse en ellas para constituirse en un nuevo sujeto de derecho no indígena sino campesino, susceptible de beneficiarse de políticas públicas en igualdad de condiciones que los indígenas y afrodescendientes.

¿Significaría esto el fin del modelo multicultural, a escaso cuarto siglo de su instalación? O, al contrario, ¿su agudización y deformación en una carrera sin fin hacia la diferenciación, donde cada segmento de la población intenta buscar una manera de "caber" en las políticas de reconocimiento? Tal como los afrodescendientes se inspiraron en la experiencia indígena (con un largo y complejo proceso de alianzas y aprendizajes) y lograron la expedición de la Ley 70, así los mestizos campesinos podrían estar tentados de erigirse como un grupo étnico más, para lograr una equidad comparable con los demás en cuanto a los registros de legitimación de sus demandas (por tierras, territorios o servicios). De alguna forma, esto abriría la puerta a una competencia interétnica formalmente más equilibrada entre los grupos. Esta "solución" política supondría la existencia de tres sujetos rurales (afros, indígenas, campesinos) diferenciados, cada uno con sus derechos e identidades, como si fueran evidencias naturales y tuvieran intereses contrapuestos, o por lo menos diferenciados, unos de otros. Con esto habríamos caído en el riesgo señalado por Fraser en el 2008, cuando apuntaba a una peligrosa reificación de las identidades, que llegaría incluso a esencialismos exacerbados que no dan cuenta de la complejidad del poblamiento rural contemporáneo.

El desafío es reconocer lo común (todos son campesinos, rurales, subalternos), y a la vez, reconocer la diferencia (por construcción histórica de cultura, etnia, raza). Es decir, reconocer la indisolubilidad de ambas perspectivas, la de clase y la étnica, sin confundirlas. Si uno se enfoca solo en un lado (el campesino indiferenciado, como en el siglo XIX), o en el otro (el campesinado triétnico, según la tentación etnicista actual), va al fracaso, pues ignora y descalifica la otra faceta de la realidad rural, la que no cabe en estos polos identitarios y que es la mayoría. Además, retroceder en los derechos indígenas o afros con el pretexto de suprimir "privilegios étnicos" sería retroceder en los derechos ciudadanos en general. En esto coincido totalmente con Nancy Fraser cuando se pregunta: "¿Política de clase o política de identidad? ¿Multiculturalismo o socialdemocracia? Yo sostengo que estas son falsas antítesis. Mi tesis general es que, en la actualidad, la justicia exige tanto la redistribución como el reconocimiento. Por separado, ninguno de los dos es suficiente" (Fraser 2008, 84). Y, para lograrlo, Fraser (2008) insiste en la naturaleza bidimensional de las diferenciaciones -diferencia de clase, diferencia de estatus-. Parafraseándola e intercambiando -como ella lo sugiere en el mismo artículo-género por la categoría de campesinado, tenemos que:

[...] campesinado es una diferenciación social bidimensional. El campesinado no es una simple clase ni un mero grupo de estatus, sino una categoría híbrida enraizada al mismo tiempo en la estructura económica y en el orden de estatus de la sociedad. Por tanto, comprender y reparar la injusticia (sufrida por el) campesinado, requiere atender tanto a la distribución como al reconocimiento. (91 92)

Y, de hecho, es la vía emprendida en el contexto del paro agrario que se dio entre el 19 de agosto y el 12 de septiembre del 2013, cuando se constituyó la Cumbre Agraria Campesina, Étnica y Popular (Cacep), la misma que incluyó entre sus miembros a organizaciones netamente campesinas y otras netamente étnicas (como el Proceso de Comunidades Negras [PCN] o la Organización Nacional Indígena de Colombia [ONIC], entre otras). Esta se impuso como interlocutor único en las negociaciones con el Estado, y asumió la necesaria coordinación de los distintos sectores subalternos.

Con esta conclusión quisiera insistir en que existen experiencias que buscan articular las diferencias, y no yuxtaponerlas ni ponerlas a competir; pero nos hace falta conocerlas mejor. En este artículo propuse empezar por describir, desde lo concreto y lo territorial, la manera en que algunos colectivos rurales lo están logrando o se proponen lograrlo. Si entendemos las condiciones que presiden a la subjetivación de los actores (indígenas, afrodescendientes y campesinos, pero también migrantes, desplazados, víctimas, hombre/mujer, etc.), y analizamos en particular las tecnologías territoriales que subyacen a las categorizaciones, podemos explorar espacios de convergencias e identificar lugares de fricción o conflicto. En otras palabras, propongo poner la imaginación geográfica al servicio de la imaginación política.


Notas

1 El proyecto de declaración se publicó originalmente como anexo del estudio definitivo del Comité Asesor del Consejo de Derechos Humanos sobre la promoción de los derechos de los campesinos y de otras personas que trabajan en las zonas rurales (A/HRC/19/75).
2 "Nous avons par conséquent besoin de développer, au sujet de ces événements, une nouvelle intelligence. Celleci ne passe ni par la glorification de la "différence" et de l'altérité, ni par quelque romantique fascination pour le pauvre, l'opprimé et le subalterne" (Mbembé 2003, 190).
3 Sobre las relaciones entre neoliberalismo y multiculturalismo, véase Hale (2002).
4 "A partir de los problemas que afectaban y afectan al campesinado, relacionados con la concentración de la tierra, la ampliación de la frontera agrícola, el deterioro ambiental de ecosistemas, la expulsión y desplazamiento del campesinado por la presión del latifundio y el narco latifundio (que ya empezaba en los años noventa a ser evidente en las regiones del país), el desestímulo estatal a la producción campesina y el conflicto armado interno, se propuso la zona de reserva campesina (ZRC) como una figura que más allá de asignar tierras, constituyera una forma organizativa para la defensa del territorio; es decir un espacio de protección e impulso a la economía campesina (Incora 2001, 196)" (Rincón 2009, 75).
5 "[...] áreas geográficas seleccionadas por la junta directiva del Incora, teniendo en cuenta las características agroecológicas y socioeconómicas regionales, y donde el Estado deberá tener en cuenta la efectividad de los derechos sociales, económicos y culturales de los campesinos, incorporando una propuesta de origen campesino, en la cual se establece un conjunto de actividades encaminadas a la estabilización y el desarrollo empresarial de las economías campesinas en las áreas de colonización. Este planteamiento fue concebido en sus orígenes como una estrategia productiva y ambiental, en la medida en que fue motivada por el propósito de estabilizar la frontera agrícola y la preservación de los ecosistemas frágiles" (Incora 2001, 197, citado por Rincón 2009, 76). Énfasis añadido.
6 "Cuando se conforma una ZRC, los beneficiarios pueden actuar efectivamente junto a las organizaciones y personas que representan sus intereses, así como junto a las entidades públicas y privadas que las apoyen; las comunidades pueden actuar por sí mismas y para sí mismas, teniendo en cuenta sus necesidades específicas y sus propias maneras pacíficas de resolver los conflictos..." (Incoder, Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, Banco Mundial, IICA. Proyecto piloto Zonas de Reserva Campesina. Marco normativo de las Zonas de Reserva Campesina. Legislación vigente. Serie documentos proyecto piloto. Bogotá, Colombia, s. f.) (citado por Rincón 2009, 76). Énfasis añadido.
7 Según el Registro Único de Predios y Tierras Abandonados por la Violencia (Rupta), "a diciembre del 2014 se realizaron 56.288 registros de protección individual, solo 14.903 (26,4%) de estas solicitudes tuvieron anotación en los folios de matrícula y 32.362 (57,4%) tuvieron nota devolutiva principalmente por no tener folio de matrícula, es decir por encontrarse en estado de informalidad" (Mejía y Mojica 2015, 26).
8 Al lado o más allá de los beneficios territoriales inmediatos, los actores y negociadores afrocolombianos se basaron en las reivindicaciones territoriales para lograr posiciones y puestos de poder que les permitieran incidir en el juego político nacional (como representantes en la Asamblea legislativa, por ejemplo) y existir en las redes y las arenas transnacionales (Grupo de trabajo de la ONU, Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo [PNUD], Banco Interamericano de Desarrollo [BID], Banco Mundial, Fundación Ford).


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