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Revista Colombiana de Antropología

versión impresa ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.52 no.2 Bogotá jul./dic. 2016

https://doi.org/10.22380/2539472X40 

Artículos

Narrando (desde) el despojo. Mediaciones morales y conceptuales de la noción de despojo en las luchas de los sectores populares rurales de los Andes nariñenses

Narrating (from) Dispossession. Moral and Conceptual Mediations of the Notion of Dispossession in the Struggles of Rural Popular Sectors in the Nariño Andes

Maite Yie Garzón1 

1 Pontificia Universidad Javeriana. Bogotá, Colombia. maiteyie@yahoo.com


Resumen

A partir del análisis del rol variable de la noción de despojo en las luchas por la tierra y el territorio entre sectores populares en los Andes nariñenses, el artículo reflexiona sobre sus dimensiones ideológicas -morales y conceptuales-, así como sobre su carácter histórico y productivo. Se desarrollan tres planteamientos teóricos acerca de la noción de despojo: primero, su uso implica una narrativa según la cual un sujeto es privado injustamente del derecho a gozar de un bien específico por la acción arbitraria de otro. Segundo, es una noción ideológicamente mediada enraizada en concepciones de realidad y justicia particulares. Tercero, su historia no es independiente de las disputas sociales por las condiciones de acceso a distintos tipos de bienes, como de la circulación y distribución entre individuos inscritos en diferentes categorías sociales, y a la vez es un producto y un instrumento de tales disputas.

Palabras claves despojo; moralidad; movimiento campesino; Andes nariñenses; narrativa

Abstract

From the analysis of the varying role of the notion of dispossession in the struggle for land and territory among popular sectors of the Andean Nariño Department, the article reflects on the ideological -moral and conceptual- dimensions of that notion, and their historical and productive nature. I develop three theoretical arguments around the notion of dispossession: first, its use involves a narrative according to which a given subject is unfairly deprived of their right to enjoy a particular good as a result of the arbitrary action of another. Second, it's an ideologically mediated notion, rooted in particular conceptions of reality and justice. Thirdly, its history is not independent of social disputes over the conditions of access to different types of goods, as well as over its circulation and distribution among individuals inscribed in different social categories, thus being both a product and an instrument of such disputes.

Keywords dispossession; morality; peasant movements; Nariño's Andes; narrative

Introducción

Las relaciones económicas son, a la vez, relaciones morales; las relaciones de producción son al mismo tiempo relaciones de opresión o de cooperación entre personas; y existe una lógica moral, al igual que una lógica económica, que se deriva de estas relaciones. La historia de la lucha de clases es al mismo tiempo la historia de la moralidad humana.(Thompson 2000a, 123)

Si bien existe un alto grado de consenso frente al hecho de que las sociedades albergan alguna forma de explotación y sometimiento, este se disuelve una vez intentamos dar una definición precisa de esos términos y fijar un criterio para establecer a qué situaciones se aplican. Existe una dificultad en construir acuerdos sobre el contenido y alcance de muchas nociones, en particular, aquellas que usamos para caracterizar relaciones sociales inequitativas e injustas, como ocurre con algunas piezas centrales del marxismo y otras corrientes críticas de pensamiento. Esto en la medida en que nociones como explotación y sometimiento cumplen una función analítica pero también de enjuiciamiento moral, y sirven como instrumentos claves tanto de análisis como de crítica social. Lo dicho también vale para la noción de despojo, la cual ocupa hoy el centro de muchos debates en Colombia en relación con quién tiene la legitimidad de acceder a la tierra y otros bienes que son objeto de disputa. Al respecto, la formulación de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (Ley 1448 del 2011) se acompañó de amplias discusiones sobre la definición del despojo y su implementación ha suscitado debates que van más allá del campo jurídico, en torno a quién puede o no reivindicarse como víctima de los procesos así catalogados1.

La noción de despojo ha ganado relevancia en el campo académico colombiano, como lo muestran los trabajos incluidos en este dosier, así como entre estudiosos de las formas vigentes de reproducción del capital a escala global sobre la desposesión (Harvey 2005, 2014). Pero entre los académicos tampoco se vislumbra un consenso sobre su contenido y extensión2. Al respecto, en el 2013 participé con otros colegas en un seminario del Centro de Pensamiento Raíz-AL sobre mecanismos de despojo/privilegio en Colombia. Aunque parecía natural hablar de despojo en un país que encabezaba la lista mundial de desplazamiento interno, pronto fue claro que no todos le atribuíamos el mismo significado al término y que tampoco teníamos un acuerdo frente al conjunto de situaciones que podían o no ser catalogadas así. Discutimos si solo podía hablarse de despojo de tierras o también de otro tipo de bienes materiales o simbólicos (formas de conocimiento, de sociabilidad y de autoridad); si únicamente se aplicaba cuando mediaba el uso de la violencia física (como la presión de actores armados) o si tenía sentido hablar de despojos producidos por otras formas de violencia (simbólica o estructural). Finalmente, se debatió si solo se podía hablar de despojo cuando las víctimas eran de sectores económica y políticamente excluidos, o si también tenía sentido hacerlo en el caso de sectores dominantes. Conversaciones semejantes tienen su réplica en otros escenarios de debate académico3.

Las discusiones anteriores expresan que detrás del uso que académicos, defensores de derechos humanos, dirigentes sociales y demás actores le damos a la noción de despojo puede involucrar mucho más de lo que se suele pensar. Según propongo en este artículo, se ponen en juego las condiciones en las cuales individuos inscritos en diferentes categorías dentro de una determinada formación social tienen acceso a elementos (objetos, relaciones, atributos, etc.) considerados valiosos (bienes, en sentido amplio), así como la manera en que estos circulan y se distribuyen entre ellos. Esto en la medida en que la propia noción de despojo participa de las disputas en que se definen los fundamentos conceptuales y morales de tales condiciones, es decir, en las luchas sociales por la dirección ideológica de la sociedad.

Dicho planteamiento, que constituye el principal argumento de este artículo, se basa en una aproximación a la noción de despojo que atiende a su papel en la elaboración o procesamiento narrativo de los acontecimientos: en su descripción, explicación y valoración. La utilidad de esta aproximación radica en que nos permite identificar el carácter ideológicamente mediado de dicha noción y mostrar que se encuentra arraigada en concepciones de realidad y justicia específicas. Particularmente, en concepciones sobre los sujetos y bienes en disputa en una formación social dada, y sobre el principio de que un sujeto pueda disfrutar de un determinado bien. Adicionalmente, tal acercamiento pone en evidencia la propia historicidad y productividad de la noción de despojo, mostrando su interacción con los propios procesos de los que intenta dar cuenta. Revela que la noción de despojo no es solo un instrumento para describir y evaluar un conjunto de procesos que ocurrirían “allá afuera”. Es también su producto y un medio para actuar sobre ellos. Al participar en las disputas en torno a lo posible y aceptable, dicha noción influye en la continuidad de los procesos a los que se refiere y en las formas de clasificación y relación social que los hacen posibles.

Este artículo está dividido en dos partes. En la primera analizo las diferencias en el uso y el peso de la noción de despojo en distintos procesos de movilización social de la población rural en los Andes nariñenses, todos ellos interconectados: las luchas por la reforma agraria de peones arrendatarios, jornaleros y amedieros en la década de 1960; la recuperación de territorio de indígenas pastos en las décadas de 1970 y 1980, y las luchas más recientes de quienes abrigan una identidad campesina por el reconocimiento del derecho al territorio y a gobernarlo. En contraste, estas dinámicas de movilización muestran que la posibilidad de que alguien se identifique como víctima de procesos de despojo depende de las concepciones vigentes en cada contexto sobre el tipo de sujeto del que se trata, de la categoría social en que se inscribe (trabajadores del campo, indígenas o campesinos, por ejemplo), los bienes que como tal le pertenecen y el principio que sustenta su derecho sobre ellos. Asimismo, la comparación de tales procesos revela que la noción de despojo ha tenido una participación variable en la configuración de las identidades políticas de la población rural y de sus luchas por transformar las condiciones que definen su acceso a bienes altamente valorados como ocurre, por ejemplo, con la tierra y el territorio.

En la segunda parte del texto, amplío algunos planteamientos de carácter teórico que quedan esbozados en la primera parte, con los que busco aportar a la discusión sobre las implicaciones morales y conceptuales de la noción de despojo y sus efectos en el comportamiento político y las condiciones de vida de diferentes sectores desde la perspectiva de la economía política. Al respecto sostengo que hacer uso de ella implica activar una narrativa en la cual un sujeto es privado injustamente de su derecho a gozar de algo valioso para su realización (un bien, en el sentido amplio) como resultado de la acción arbitraria de otro. Luego, desarrollo mi argumento de que al emplear la noción de despojo ponemos en juego concepciones en tensión acerca del tipo de sujetos y bienes existentes en un contexto particular, y sobre principios en los que descansa la posibilidad de los primeros de gozar legítimamente de los segundos. Finalmente, en diálogo con Gramsci, Thompson y Scott, propongo que la noción de despojo es tanto un resultado como un instrumento de las disputas en torno a las condiciones de acceso a diferentes tipos de bienes, así como a las condiciones de su circulación y distribución entre los distintos grupos sociales.

I

“No más esclavitud, queremos tierra propia”

A finales de la década de 1950, en los Andes nariñenses existían varias haciendas de origen colonial en manos de familias de la ciudad de Pasto que afirmaban descender de los primeros colonizadores españoles. Para sus miembros, la propiedad fundada en los premios otorgados a sus antepasados por la Corona española o en compras realizadas por ancestros de origen noble a finales del siglo XVI los convertía en legítimos dueños de amplias porciones de tierra e incluso del destino de quienes las trabajaban4. Aquellos que se habían hecho propietarios de las tierras en la zona sin la mediación de un “distinguido linaje” solían ser vistos por los miembros de esas familias con desdén y sospecha. La idea de que la tierra pudiera pertenecer a los miembros de la indiada o la peonada, como solían llamar a quienes suministraban la mano de obra a sus haciendas, reñía aún más con sus propias ideas sobre quién tenía o no derecho a la tierra (Yie 2002, 191-202). Para dichas familias, el linaje y la herencia, y no el trabajo, eran la fuente de sus derechos sobre la tierra.

Por esos años se empezó a hablar en la prensa nariñense de la necesidad de parcelar algunas haciendas de la región en el marco de un programa nacional de reforma agraria promovido por el gobierno de Alberto Lleras Camargo (Yie 2015, 85). Algunos dirigentes conservadores y hacendados reunidos en el Comité de Agricultores de Nariño denunciaron dicha política como una medida ilegal y moralmente injusta (Díaz del Castillo 1962, 29). En el periódico El Derecho, de orientación conservadora, otros escribieron artículos donde afirmaban que la propuesta de parcelar las haciendas amenazaba con despojar a los propietarios de la tierra, atropellando sus derechos y garantías ciudadanas5. Por el contrario, los dirigentes liberales que promovían las parcelaciones en el departamento afirmaban que la tierra debía estar en manos de quien podía extraer su mayor potencial productivo para aportar al engrandecimiento de la patria: los campesinos con la orientación de expertos al servicio del Estado6. Estos dirigentes y algunos líderes de izquierda afirmaban que los campesinos hacían parte de una clase trabajadora explotada históricamente y que la tierra debía pasar a sus manos como justo premio por años y generaciones de trabajo mal recompensado7. La expresión pública de tales opiniones no solo implicó una confrontación de intereses, sino que el fundamento moral de la propiedad de la tierra también estaba involucrado.

Pero no todos aquellos hombres y mujeres que constituían la mano de obra de las haciendas afirmaban que la tierra debería ser suya. Al respecto, hacia 1959 surgió una disputa entre los peones arrendatarios de la hacienda de Bomboná, localizada en la ladera occidental del volcán Galeras, en el municipio de Consacá, acerca de si debían o no movilizarse para obtener su parcelación. Dicha disputa sirvió como un escenario, no libre de tensiones, de revisión en sus propias familias de los criterios sobre los que descansaba la legitimidad de la posesión de la tierra. Según me contarían luego algunos protagonistas de tal disputa, quienes estaban a favor de la parcelación pensaban que la tierra debía pasar a sus manos como pago por años de trabajo de ellos, sus padres y abuelos al servicio de los patrones. Por su parte, los que se oponían a la parcelación argumentaban que la hacienda les pertenecía a quienes figuraban como sus propietarios ante la ley. Estos opositores se llamaban a sí mismos los leales, como afirmación de su fidelidad hacia sus patrones, y acusaban a los otros, a quienes llamaban los chusmeros8, de pretender robar a los que les habían dado techo y trabajo (Yie 2015, 207).

Mediante la Ley 135 de 1961 se aprobó el Plan Nacional de Reforma Agraria y se creó el Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora). Solo unos meses después, cuando los propietarios de la hacienda negociaron su venta al Incora, los leales se mostraron dispuestos a apoyar su parcelación, aunque no parecían haber cambiado del todo su posición. Varios lo hicieron con la venia de sus antiguos patrones y con la idea de que la tierra que recibirían no sería robada o regalada, sino pagada. Así, mientras los chusmeros afirmaban que ya habían pagado por adelantado el valor de la tierra con su trabajo, los leales asumían que ser propietarios implicaba contraer una nueva deuda (Yie 2015, 207).

Pero lo que estaba en disputa no era la idea de que la tierra pudiera ser objeto de propiedad privada. Patrones, chusmeros y leales coincidían en este punto. Lo que estaba en juego era el criterio que definía quién tenía el derecho a gozar de ella. Al mismo tiempo, la disputa ponía a la luz el valor del trabajo y su relación de equivalencia con el de la tierra. La fórmula “la tierra para el que la trabaja”, que ha acompañado las luchas por la reforma agraria en varias partes de América Latina, lleva implícita la idea de que el derecho a la tierra se origina en el trabajo puesto en ella, pues es el propio trabajo el que le otorga valor. Así, se considera que el valor de la tierra no es superior al del trabajo. Para los peones arrendatarios que consideraban que parcelar la hacienda era un “intento de apropiarse de lo ajeno”, el vínculo con la tierra no se originaba necesariamente en el trabajo. De allí que, cuando alguno de ellos pretendía volverse propietario de un terreno, no asumía que el precio estaba saldado por el trabajo que hubiese puesto en él, sino que debía ofrecer un pago para ser poseedor legítimo de sus derechos. En la práctica, esa fue la lógica que se impuso según lo estipulado en la propia Ley de Reforma Agraria. Una vez que el Incora adquirió la hacienda, los antiguos peones arrendatarios debieron asumir créditos con la Caja Agraria para pagar un porcentaje del valor (30 %) de las parcelas que les fueron asignadas a título individual, mientras la parte restante fue asumida por el instituto como una forma de subsidio. De este modo, la tierra entregada a los antiguos peones de hacienda no fue el pago de una deuda en su favor, sino que se convirtió en el origen de una nueva deuda (económica y moral) que empezó a correr en su contra.

Luego del impulso dado a la reforma agraria por el gobierno de Alberto Lleras Camargo (1958-1962), se iniciaron procesos de parcelación de la hacienda de Bomboná y de otras de la región (Glass y Bonilla 1967). A inicios de 1967, altos funcionarios del Incora visitaron los municipios donde se proyectaron parcelaciones. En las visitas, se retrataron marchas de campesinos, tanto del centro como del norte de los Andes nariñenses, con proclamas como: “Trabajaron incansablemente nuestros antepasados, trabajamos de sol a sol, sin embargo, estamos en la miseria porque somos explotados” o “No más esclavitud, queremos tierra propia” (figura 1). Tal como había ocurrido en el caso de la hacienda de Bomboná9, quienes aportaban la mano de obra a otras haciendas de la región acudieron a una narrativa en la que se representaban como objeto de relaciones de sometimiento y explotación, más que de procesos de despojo de tierras, para justificar sus demandas de reforma agraria. Se enunciaron como trabajadores mal recompensados o esclavos oprimidos, y no tanto como dueños a los que les habían arrancado un bien legítimamente adquirido.

Figura 1 Visita del director del Incora. Lorenzo (norte de Nariño), 1967. Autor: Efraín García (Egar) 

Figura 2.

Figura 2 Visita del director del Incora. San Lorenzo (norte de Nariño), 1967. Autor: Efraín García (Egar) 

La noción de esclavitud les permitió a los arrendatarios, aparceros y amedieros de las haciendas de la zona enunciar las formas de abuso de poder por parte de sus patrones10. El concepto de explotación les ayudó, además, a enunciar las inequitativas condiciones de trabajo en que se hallaban. Sin embargo, ambos conceptos también contribuyeron a acentuar una idea del campesino como un sujeto que se relaciona con la tierra primordialmente a través de su actividad física. En el lenguaje de quienes se movilizaron como campesinos, el trabajo aparece reducido a la producción material de riqueza y no como la fuente de una relación social que involucra algo más que un vínculo puramente económico con la tierra. Tampoco hay signos de que afirmaran que su trabajo les permitiera construir vínculos por fuera de los límites espaciales de su parcela (por ejemplo, formas de pertenencia territorial). De acuerdo con la noción de explotación que se empleó en aquel momento, donde terminaba el trabajo de hombres y mujeres campesinos, ahí también finalizaba su derecho sobre el suelo. Algo diferente pasó con aquellos que abrazaron una identidad indígena.

Indígenas despojados, territorios recuperados

La Asociación Nacional de Usuarios Campesinos de Colombia (ANUC) se constituyó a finales de la década de 1960 en el gobierno de Carlos Lleras Restrepo (19661970), con filiales en distintos lugares del país, incluyendo Nariño. A inicios de la década siguiente, amedieros, aparceros, arrendatarios y jornaleros de haciendas regionales ligados a la ANUC realizaron “tomas de tierra” articulados como campesinos y bajo la bandera de “la tierra es para quien la trabaja” (Mamian 1994, 84). Las tomas o invasiones se habían convertido en una forma institucionalizada11 de reclamo de tierras por parte de quienes abrigaban una identidad campesina ante el Estado colombiano. No obstante, desde mediados de esa misma década, algunos sectores de la ANUC de Nariño que reivindicaban su pertenencia al pueblo indígena de los pastos ocuparon los terrenos de haciendas localizadas hacia el suroriente del departamento, pero las codificaron como “recuperaciones de tierra” (Rappaport 2006, 29). Durante esa década y la siguiente, algunas de esas acciones implicaron la confrontación directa entre quienes se identificaban como indígenas y le reclamaban al Estado la devolución de las tierras y quienes lo hacían como campesinos y exigían su redistribución (Montenegro 2013).

El uso de un vocabulario diferente para denominar tales acciones colectivas tiene como telón de fondo una narrativa en la cual los pueblos indígenas aparecen como objeto del despojo sistemático de sus territorios ancestrales, reconocidos en títulos coloniales. En los relatos de dirigentes pastos sobre la recuperación del Gran Cumbal en las décadas de 1970 y 1980, es usual encontrar descripciones de los procesos mediante los cuales las tierras de los resguardos indígenas, reconocidos en títulos coloniales, fueron indebidamente apropiadas por autoridades civiles y religiosas, hacendados y campesinos blancos y mestizos. En sus reclamos de devolución de sus tierras colectivas, los líderes acuden a la narración de tales procesos12. En el relato que José Delfín Canacuán le hizo a la antropóloga Joanne Rappaport sobre el proceso de recuperación del Gran Cumbal, cuenta que:

En el Gran Cumbal, que está demarcado el título 228, que mantiene con tres resguardos que son: Panam, Chiles y Mayasquer. En estos resguardos también ha habido varias luchas desde siglos y años atrás quien han invadido nuestro territorio, los curas pidiendo un potrero les dé de limosna, diciendo que así van a salvar las almas; y los encomenderos que eran españoles vivían en Pasto por orden del rey para vigilar los resguardos de Nariño, esos pidieron, a los del Gran Cumbal, les diera un plan para el rancho para quedarse así, atenderlos mejor. Ellos aceptaron. Cuando después en el año, con el engaño que se tomaron, la legua en cuadro, tomando desde el Carchi, sigue lindando con Carlosama a encontrar el río Blanco de San Pedro de Cumbal a topar con un molino viejo de los Erazos, aguas arriba por el lado de Cumbal Panam; midieron hasta la Poma. Como les faltó el cuadro aumentaron hasta Puescolán; así invadieron esos españoles propiamente el resguardo de Panam. En 1633 tuvieron que luchar por defender el territorio, por derecho a nuestra tierra, en 1757, 1758 ya tuvieron que viajar el cabildo de Cumbal con otro del resguardo de Panam a pedir audiencia a la Real Corona de Quito, al virrey de España que vivía en Quito. [...] Los indígenas del resguardo de Panam fueron despojados de las mejores tierras hacia los páramos, Cuestial, Mundo Nuevo. Los indígenas de las parcialidades Cuaspud, Nazáte, acuden Chiles, pasaron a tributarlo al capitán mayor y caballero Miguel Erazo, esto sucedió en el año de 1711. Los sucesores se encargaron en usurparle el mismo Cochicuelán, último reducto de las tres parcialidades o cacicazgos menores expulsados a Mundo Nuevo. (Canacuán 1987)

Como ocurre en este relato, la palabra despojo es usada en las narraciones de dirigentes y memorialistas pastos para calificar los procesos a través de los cuales las tierras de resguardo pasaron a otras manos con la imposición o el engaño. El término también es utilizado para nombrar episodios de expulsión violenta de sus tierras, incluyendo aquellos realizados por hacendados y mestizos, la fuerza pública, autoridades civiles y funcionarios del Incora en el marco de las recuperaciones. Así, por ejemplo, don Raúl Fueltala, uno de los dirigentes de la recuperación del resguardo de Panam, usa expresiones como “cuando nos iban a despojar de ahí” o “en la tarde fue el despojo” para referirse a un episodio de expulsión de unos terrenos durante el proceso de recuperación de este resguardo. Pero, más que constatar el uso del término, lo que vale destacar en sus relatos es una narrativa en la que aparecen como objeto de procesos sistemáticos de ocupación violenta de sus territorios y de apropiación ilegítima de sus tierras. Esa narrativa atraviesa sus relatos, incluso sin que se haga un uso directo del término despojo, y está en la base misma de la codificación de las ocupaciones de tierra como recuperaciones.

Según Rappaport, para los dirigentes pastos la expresión recuperar tenía, entre otros sentidos, el de la reincorporación colectiva de la tierra a fin de enmendar la historia (2006, 29). Era un término que apelaba a una acción restauradora y no solo reformadora, haciendo del pasado la imagen del futuro deseado. La narrativa en la cual los indígenas eran los legítimos dueños de las tierras fue la base de sus objeciones al Incora por la entrega de tierras a título individual a familias campesinas y mediante créditos blandos destinados a cubrir su valor comercial. Como bien lo ilustró Bonilla (1967) para el caso del Alto Putumayo, quienes reivindicaban una identidad indígena afirmaban que las tierras debían serles devueltas (que es diferente a cedidas o vendidas), pues hacían parte de sus territorios ancestrales. Quienes se reivindicaron como pastos cuestionaron las políticas del Incora con un argumento similar (Mamian 2012), e incluso ocuparon haciendas que habían sido parceladas por el instituto a grupos de individuos catalogados entonces como mestizos (Rappaport 2006, 29; Montenegro 2013). La siguiente canción, compuesta por el propio don Raúl Fueltala (1986), que él junto con sus compañeros solían cantar en las recuperaciones del resguardo de Panam, es ilustrativa de ello:

El cabildo de Panam, de donde vengo a reclamar (bis),

Por tener el derecho, la tierra a recuperar (bis),

Del Incora no es la tierra, ni tampoco del Gobierno (bis),

Ni de los terratenientes que explotaron nuestra tierra (bis),

Aquí está nuestra escritura, aquí están nuestros linderos (bis),

Aquí están los descendientes, que no son venideros (bis)

Como somos de Panam, tenemos que reclamar (bis)

Como somos descendientes no nos vamos a dejar (bis)

Los grandes terratenientes humillaron el Cabildo (bis)

Por no tener pensamiento, pensamiento de claridad. (bis)

Aunque sería un error afirmar que los indígenas negaban haber sido objeto de relaciones de explotación u opresión, el principio a partir del cual defendían su derecho a las tierras reclamadas era la posesión de títulos coloniales y su vínculo genealógico con los pueblos nativos (Rappaport 2006, 29), más que el trabajo invertido en ella. La tierra no aparece en sus relatos como una forma de pago por su trabajo, sino como un bien que les pertenece desde antes de verse obligados a trabajar para otros. Además, no solo se reivindicaban como dueños individuales de la tierra, sino como un sujeto colectivo, un pueblo que como tal tenía derechos sobre algo más amplio: el territorio13. Así, a diferencia de quienes no abrigaron una identidad indígena, los pastos se representaron como sujetos despojados. Más que la explotación, la noción detrás de sus reclamos fue la de la usurpación o el despojo14.

Somos los dueños y guardianes del territorio

La distinción que desde el movimiento social y las políticas estatales se estableció entre indígenas y campesinos durante las décadas de 1970 y 1980 fue mucho más que una separación nominal. El modo de diferenciar a los primeros de los segundos, en función de su vínculo con la tierra/territorio, ha tenido efectos importantes sobre las condiciones de acceso a la tierra, así como en su circulación y distribución. Esa frontera se delimitó aún más luego de que el artículo 63 de la Constitución de 1991 declarara el carácter inalienable, imprescriptible e inembargable de los territorios indígenas, sin poner en marcha una medida semejante para el caso de las tierras en manos de campesinos, las cuales siguen siendo objeto de transacción comercial. Mientras que las tierras incluidas dentro de los resguardos indígenas salieron del mercado, al menos en términos legales15-, las de los campesinos hacen parte de él. En consecuencia, los indígenas han contado con mayores herramientas legales, aunque no siempre efectivas, para proteger sus tierras, lo que no ha ocurrido entre la población rural sin una marca de etnicidad.

La historia agraria colombiana está llena de ejemplos en los que las tierras pertenecientes a campesinos pasan a otras manos, ya sea porque son obligados a abandonarlas y entregar sus títulos por la fuerza, porque no cuentan con los recursos para legalizar su tenencia, o por otras presiones económicas, sociales o ambientales que los obligan a dejarlas (CMH 2010). Nariño no es la excepción (Fundación Paz y Reconciliación y Red Nacional de Programas Regionales de Desarrollo y Paz 2014; PNUD y Agencia Sueca de Desarrollo Internacional 2010). Adicionalmente, en la zona andina de dicho departamento, el número de hectáreas disponibles para ser distribuidas entre campesinos sin tierra, de acuerdo con los mecanismos de reforma agraria, es muy insuficiente, lo que lleva a que los potenciales beneficiarios de adjudicaciones deban estar dispuestos a abandonar de forma permanente sus lugares de origen si quieren acceder a la propiedad de la tierra16. Así, a diferencia de lo ocurrido con los grupos étnicos, el derecho que la ley les reconoce a los campesinos es el acceso a la tierra, asumida como un área de suelo cultivable, y no el derecho a permanecer en su territorio17.

La “libre” transacción de las tierras pertenecientes a campesinos también ha implicado, en no pocos casos, su compulsiva circulación. Como lo muestra Aparicio (2005), desde mediados de la década de 1990 la escena de familias campesinas que piden limosna en las ciudades se convirtió en la imagen prototípica de los desplazados, una categoría que tomó fuerza con el influjo del discurso humanitario. Aunque dicha representación hizo visible el gran número de familias campesinas que dejaron sus hogares por la presión de actores armados, no decía mucho acerca de qué había pasado con sus tierras. Los estudios sobre el desplazamiento rural pronto evidenciaron que dicho fenómeno estaba ligado al despojo y acaparamiento de tierras en beneficio de una capa de narcotraficantes, terratenientes y empresarios del país, así como de multinacionales extranjeras, lo que agudizaba los ya escandalosos índices de concentración de la tierra en Colombia (CMH 2010; CNMH 2016; Fajardo 2002; González Posso 2010; Ibáñez 2004).

La entrada en vigencia de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras en junio del 2011 permitió el reconocimiento de muchos campesinos como víctimas de despojo y su derecho a la restitución de sus tierras. Pero en la ley el despojo tiene como unidad de referencia la tierra y no el territorio, al menos en el caso de los reclamantes campesinos no étnicos, quienes no son reconocidos como sujetos colectivos de derechos (véase artículo 74). La diferencia es importante porque mientras que la tierra suele concebirse como un bien en “situación mercantil”18, en la medida en que se asume como potencialmente transable por otro, el territorio no suele serlo. Este es un bien inconmensurable y por ello no puede entrar en el circuito de las mercancías.

Aunque no en todas las concepciones del territorio este se interpreta como un bien no transable, en el caso de los territorios indígenas -anclados al discurso multiculturalista- sí lo implica. Estos se conciben como espacios singularizados mediante la acción mediada culturalmente por diferentes generaciones de un mismo colectivo, y esta es la condición de la perpetuación de su propia singularidad como tal19. Según Callon (1998), quien retoma a Appadurai, para que una cosa opere como una mercancía debe pasar por un proceso de disentanglement, vocablo inglés que podríamos traducir como desentramamiento o desanudamiento, acción que implica la descontextualización y disociación de la cosa de cada uno de sus vínculos con otras cosas y seres humanos mediante un proceso de recorte. En el régimen de tierras vigente, mientras que las tierras en manos de individuos considerados por el Estado como campesinos sufren un proceso de desanudamiento, aquellas en manos de individuos catalogados como indígenas son zurcidas a un territorio. Este último se concibe como el producto de vínculos interdependientes entre los diferentes elementos que lo constituyen. Más que como una cosa, el territorio se comprende como la materialización de una o más relaciones -un entramado-, por lo cual su mercantilización implica su necesaria destrucción.

En objeción al régimen de tierras vigente, en los últimos años varias organizaciones de base rural del país vienen promoviendo el reconocimiento oficial de derechos territoriales a comunidades campesinas. Este es el caso de la Asociación de Reservas Campesinas (Anzorc) y del Coordinador Nacional Agrario (CNA), vinculadas a Marcha Patriótica y al Congreso de los Pueblos respectivamente, que reclaman el reconocimiento de figuras como las zonas de reserva campesinas (ZRC)20 o los territorios campesinos agroalimentarios (TCA)21 (CNA 2015), y abogan por la participación directa de las comunidades rurales en el ordenamiento de los territorios. Una iniciativa al respecto es la inclusión de la demanda de reconocimiento de formas de territorio y territorialidad campesina en el pliego del paro convocado por la Cumbre Agraria en mayo del 2016 (Cumbre Agraria, Campesina, Étnica y Popular 2016). Otra medida importante es el proyecto de ley que el senador Alberto Castilla, del Polo Democrático, radicó en abril del 2016 para obtener el reconocimiento constitucional del campesinado como sujeto de derechos específicos. Entre estos se incluye el derecho al territorio y a la territorialidad campesina (Castilla y PDA 2016).

La lucha por el reconocimiento oficial de derechos territoriales a campesinos pasa por una crítica a su definición economicista como trabajadores agrícolas o pequeños productores de alimentos, así como por su denominación como tal. Decir que el campesino tiene derecho al territorio -y no solo a la tierra-, como se señala en ese proyecto de reforma legislativa, es afirmar que construye vínculos con esta última que no se reducen a la producción de riqueza material a través de su trabajo. También supone apostarle a una visión del campesinado, más que como una sumatoria de pequeños productores, como un tejido de familias y comunidades económica, política, cultural y afectivamente ligadas entre sí. Al respecto, el 29 de abril del 2016 en La Unión (Nariño), en la audiencia pública del proyecto legislativo mencionado, el senador Castilla señaló:

La Constitución habla de trabajadores agrarios, en el artículo 64, y claro que uno entiende ahora por qué, en 1991, cuando [...] hicieron la Constitución, en vez de campesinos, colocaron trabajadores agrarios. Porque la apuesta de las clases que han tomado las decisiones en este país ha sido acabar con el campesinado, ha sido descampesinizar el campo, ha sido volver empresarios a los dueños de la tierra, apoyar a los grandes empresarios. Y en ese sentido, ¿al campesino cómo lo ven? Como el trabajador, como el jornalero, como el subordinado. Y campesino y campesina no solo son eso, campesino y campesina no son únicamente quienes trabajan en el campo. Campesino y campesina son una cultura, son una construcción. Nosotros tenemos una forma de trabajar, una forma de transmitir el conocimiento, de ordenar el territorio, de vincular la familia a la actividad de la economía campesina, de cuidar las semillas, de proteger el agua, de cuidar la tierra, de tener en cuenta la fase de la luna, de tener en cuenta la tradición cuando producimos alimentos. Eso es el campesinado, son un hombre y una mujer que se preocupan por su comunidad. Si hay algo importante en el campesinado es que pone a la comunidad al centro de su apuesta organizativa y su apuesta de vida. Entonces nosotros no somos únicamente trabajadores agrarios, somos campesinos y campesinas, por eso esta reforma de la Constitución lo primero que plantea es el reconocimiento del campesinado.

Tal reivindicación de los campesinos como sujetos con relaciones territoriales implica asignarles atributos usualmente reservados a los grupos étnicos: ser poseedores de una cultura particular en la que la comunidad está por encima del individuo y que los posiciona como guardianes del territorio, el medio ambiente y la tradición. Tal como ocurre con el derecho a la tierra, el derecho al territorio se legitima con base en criterios específicos. En el discurso multiculturalista, la cultura se presenta como un operador de relaciones comunitarias y territoriales. No es de extrañarse entonces que la reivindicación de la territorialidad campesina se ligue a la afirmación de la particularidad y unidad cultural de los campesinos22.

Ahora bien, la reconceptualización del campesinado como una cultura, presente en las intervenciones de Alberto Castilla y de otros dirigentes de organizaciones campesinas con influencia en Nariño, con frecuencia se acompaña de su representación como una víctima -efectiva o potencial- de procesos de despojo. Con ello se gesta entonces una nueva narrativa que se agrega y a veces desplaza a las ya existentes, como aquella que representa al campesino como un objeto de relaciones de sometimiento y explotación, según lo visto en las movilizaciones por reforma agraria en la década de 1960.

Al respecto, en el 2011, dirigentes del Comité de Integración del Macizo Colombiano (CIMA), una organización campesina con presencia en el norte de Nariño23, adelantaron una campaña contra el proyecto Mazamorras Gold de la multinacional Grand Colombia Gold, en una zona entre los municipios de Arboleda Berruecos y San Lorenzo. La “llegada de la gran minería” se representó como una amenaza de destrucción ambiental y despojo de las comunidades campesinas de la zona en favor de multinacionales extranjeras. Además de promover el rechazo contra la gran minería entre la población rural, tal representación ha nutrido y fomentado una identidad campesina territorializada. Según algunos dirigentes del CIMA, la lucha se acompañó de un proceso de reconocimiento territorial que contribuyó a su propio autorreconocimiento como habitantes del Macizo Colombiano24. Esta identificación se fomentó además con himnos, expresiones verbales y ceremonias que constituyen hoy parte del lenguaje del CIMA. Así, la propia organización viene participando en la construcción de una identidad regional que traspasa los límites departamentales25 y que sirve de base a procesos políticos que, de ser exitosos, pueden tener efectos importantes sobre el control y acceso de la población a los bienes que reclaman como propios.

La representación de los miembros del CIMA como “maciceños” sirve para apuntalar la propuesta de construcción del TCA del norte de Nariño y el sur del Cauca, amparada en la figura territorial promovida por el CNA (véase la nota al pie 22). En el marco de las acciones adelantadas para darle vida a esa propuesta, las comunidades campesinas de la zona se representan como las legítimas dueñas y guardianas del territorio en carteles, proclamas e intervenciones de dirigentes, en contraste con el Estado y las mineras que aparecen como agentes de despojo y destrucción de la vida. Así ocurrió en la Minga por la Soberanía y la Armonización del Territorio, realizada en diciembre del 2015 en la vereda de San Francisco, municipio de San Lorenzo, con la cual se inició formalmente el proceso de constitución del TCA. Como lo explicó uno de los dirigentes del CIMA, la realización de la minga en “el corazón de una zona concesionada a la gran minería” era una afirmación de las comunidades campesinas de su condición de dueñas legítimas y guardianas de la zona. Al día siguiente, en la lectura de la “proclama y llamamiento” con la que se dio cierre al evento, tres de las dirigentes más destacadas afirmaban:

Queremos seguir siendo campesinos, agricultores, productores de café y de comida en condiciones de dignidad.

No aceptamos que estos hermosos paisajes productores de agua y de comida hayan sido concesionados por el Gobierno nacional a empresas mineras nacionales y multinacionales, sin habernos consultado, pisoteando las comunidades de esta región, que son las verdaderas dueñas de este territorio; estos no son hechos de paz para nosotros los campesinos. Por ello los participantes en este acto de soberanía y de amor eficaz por esta tierra nos constituimos en guardianes del agua, de la vida y el territorio, y declaramos no gratas a las empresas nacionales y multinacionales mineras, a los funcionarios, gobernantes, políticos y particulares que han agenciado y permitido esta agresión.

Lo interesante para nuestra reflexión sobre la noción de despojo es que esta puede desempeñar un papel más activo que el que suele reconocerse. Más que una simple herramienta de captura de procesos que ocurren “allá afuera”, puede ser un medio por el cual ciertos procesos identitarios y políticos cobran vida. En este caso en particular, la noción de despojo participa en la producción de una identidad campesina territorializada y de un territorio, por decirlo así, campesinizado.

II

Narrando (desde) el despojo

Para una parte de la población rural del norte de Nariño que se identifica como campesina -particularmente los integrantes del CIMA-, la noción de despojo es central en las luchas por el reconocimiento de su derecho al territorio y a gobernarlo. Esta nueva reivindicación marca una diferencia con las luchas protagonizadas por jornaleros, arrendatarios y amedieros de esta y otras zonas de los Andes nariñenses en la década de 1960, cuando nociones como explotación y sometimiento, así como las demandas por condiciones de trabajo justas y una reforma agraria, tuvieron un papel más importante. Pero también los aproxima a las luchas emprendidas por quienes abrazaron una identidad indígena pasto entre 1970 y 1980, y se representaron como objeto de despojo sistemático para fundamentar sus demandas de restitución de resguardos. Queda, sin embargo, por aclarar ¿qué implica que alguien se represente como víctima de procesos de despojo? ¿Qué cuenta, en concreto, sobre qué le ocurrió, cómo le ocurrió y con qué implicaciones? Formular e intentar resolver tales cuestiones implica apostarle a una lectura narrativa de la noción de despojo, que tiene sentido si aceptamos que participa directamente en el proceso de elaboración narrativa de los acontecimientos, por tanto, en su descripción, explicación y evaluación.

Afirmar que la noción de despojo funciona como una narrativa puede incomodar a quienes asocian este enfoque con una versión extrema del relativismo, que pone en entredicho la realidad de cualquier proceso social y la objetividad de las categorías que usamos para comprenderlos. Pero atender al carácter narrativo de la noción de despojo no implica necesariamente ni una cosa ni la otra. No implica asumir que cualquiera que se enuncie como víctima de despojo solo por ello puede ser considerado como tal, ni que quienes no lo hacen dejen de serlo por esa misma razón. Significa, más bien, proponer una concepción más compleja de lo real y lo objetivo, en donde lo real incluye los productos materiales y simbólicos de la acción humana sedimentada, y donde el carácter objetivo de un predicado o afirmación sobre algo depende de su adecuación a las reglas vigentes en el contexto social e histórico, sobre lo que puede y cómo puede decirse26. Es una tarea que supone una mirada contextual de dicha noción, consciente de la historia que hay detrás de ella y cuya validez gnoseológica no se define por fuera de las reglas de enunciación vigentes en el contexto en que opera. Mirada que, por lo mismo, permita entender cómo la noción de despojo interactúa dinámicamente con los procesos sociales que ayuda a interpretar, ya sea gestándose en ellos o influyendo en su desarrollo27.

Como vienen argumentando los estudiosos del género narrativo, las narraciones proveen descripciones, explicaciones y evaluaciones de acontecimientos. Primero, toda narración nos habla de una transformación (Genette 1998, 16), lo que también ocurre cuando afirmamos que alguien fue despojado. ¿En qué consiste esa transformación concretamente? Al observar algunos de los usos pasados y contemporáneos de la noción de despojo, encontramos que en su núcleo está la idea de que alguien poseía algo valioso que le pertenece, un bien en sentido amplio, y que ya no lo posee. Términos como despojo y otros semejantes, como usurpación, expoliación o saqueo, nombran un proceso que va de la posesión a la desposesión. Nos remiten a la pérdida de un estado original o anterior, en el que un bien estaba al alcance de aquel que tenía derechos legítimos sobre este. Segundo, las narraciones suponen explicaciones sobre las transformaciones que describen, ponen en juego teorías, expertas o mundanas, sobre el cambio y la acción humana (Bruner 1990). Esto ocurre también cuando afirmamos que un despojo tuvo lugar; no solo estamos describiendo un tipo de cambio, sino que estamos diciendo algo sobre su causa. En el núcleo de la noción de despojo que tuvo lugar ha prevalecido la idea de que el cambio de situación que va de la posesión a la desposesión fue impuesto, de una u otra manera, por un agente externo. Cuenta la interrupción sobre la relación de alguien y aquello que le pertenece por la acción arbitraria de otro. Es un relato donde hay una pérdida que es sufrida por el despojado como resultado de la acción de otro: el despojador, así, al hablar de despojo, solo le demos nombre y rostro conocido a la primera parte de esa ecuación. Tercero, toda narración conlleva una evaluación moral del cambio narrado y, por ende, de los agentes y acciones que lo produjeron (Bruner 1990). Esto ocurre también cuando interpretamos una situación como un proceso de despojo, ofrecemos una evaluación moralmente negativa del cambio que describimos y lo explicamos con ese mismo término: la interrupción del vínculo entre un bien y a quien le pertenece. Hay aquí una narrativa con una función execrativa que marca un límite entre lo aceptable e inaceptable, entre lo deseable e indeseable.

Este análisis nos permite concluir que el núcleo mismo de la noción de despojo está constituido por una narrativa28 donde un sujeto es privado injustamente de su derecho a gozar de un bien que le pertenece por la acción arbitraria de otro. Dicha narrativa no solo describe un acontecimiento, sino que también lo explica y lo evalúa. En consecuencia, su uso, ya sea por parte de analistas sociales o de personas ajenas al trabajo académico, implica teorizaciones y valoraciones morales más o menos explícitas sobre procesos de desposesión. La noción de despojo es, de manera simultánea, un instrumento analítico y de enjuiciamiento moral, independientemente de quien la utilice, lo que la convierte en una herramienta de gran potencial transformador en sociedades marcadas por la desigualdad como la nuestra. Ello no implica que no pueda ser usada también desde posiciones conservadoras.

Mediaciones conceptuales y morales de la noción de despojo

La narrativa puesta en juego en la noción de despojo tiene sentido en una cierta formación ideológica en la que existen sujetos y bienes, indisociablemente vinculados entre sí mediante una relación de pertenencia. En esa formación, un bien29 está asociado a un sujeto (la humanidad entera, un grupo, un individuo o, incluso, otro tipo de entidad) gracias al derecho del segundo a gozar del primero. Cabe aclarar que el vínculo de pertenencia es lo que constituye a los sujetos como sujetos y a los bienes como bienes. Esto quiere decir que los primeros y los segundos existen como tales solo en el marco de la relación que los vincula. El sujeto nombra uno de los lados de la relación, uno que depende de la existencia del otro. El bien, por su parte, se constituye como tal -como objeto portador de especial valor- gracias a su importancia para la realización del sujeto. Esta reflexión un tanto abstracta puede ser útil para comprender, como se ilustra en el siguiente ejemplo, por qué las concepciones que existen de un sujeto dado influyen en nuestra idea de aquellas cosas que pueden ser incluidas entre los bienes a los cuales tiene derecho, incluso de modo que su privación pueda ser percibida como una forma de despojo.

Al respecto, el 9 de abril del 2016 asistí a un taller convocado por Vía Campesina en Bogotá, dirigido a líderes y lideresas de diferentes organizaciones del país, para discutir el proyecto de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Campesinos y Otras Personas que Trabajan en las Áreas Rurales30. Durante el taller, Diego Montón, representante de la Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones Campesinas (CLOC), expuso los derechos de los campesinos incluidos en el proyecto de declaratoria. Entre estos mencionó el derecho a la identidad campesina, que había sido objetado por la Unión Europea, cuyos representantes pretendían “desnaturalizar la noción de campesino”.

Negociamos [habría dicho la UE], pero no serían los derechos de los campesinos sino la declaración de aquellos que viven en el campo. Y ellos decían “porque, además, campesino en Inglaterra es despectivo, se dice campesino como una forma de tratar de maltratar a alguien”. Entonces ahí se entró en la discusión. Nosotros dijimos: “Bueno, pues allí precisamente tienen ustedes el problema, el problema es que ustedes están estigmatizando a quienes producen alimentos”. Entonces planteamos fuertemente el derecho a la identidad. Y ahí volvimos a lo mismo: ¡campesino!, tratando de englobar en eso múltiples identidades, pero, a su vez, asociando que esa identidad se ve vulnerada cuando no hay acceso a la tierra y al territorio. Entonces nosotros decimos, y aquí con mucho cuidado también, porque, ¿qué nos pasaba?, que si nosotros redactábamos muy firme eso de que el campesino es quien tiene relación con la tierra, quedaban fuera los sin tierra, los despojados, los que ya no están en la tierra. Pero algunos sectores dicen: “Bueno, eso lo utilizamos, el que ya no está en la tierra no es campesino”. Entonces, la reacción y lo que estamos tratando de trabajar ahí es que se diga que se viola el derecho a la identidad cuando se despoja o no se permite acceder a la tierra y el territorio, y englobar una definición de los sujetos de esta declaración que nos permita tener una proyección de la vuelta al campo, que para nosotros [los latinoamericanos] es fundamental y para los europeos también.

La intervención de Montón ilustra cómo las luchas en torno a las formas de nombrar y concebir a ciertos sujetos están ligadas a las luchas por el reconocimiento de derechos. La lucha de la CLOC para que los “sin tierra” sean concebidos como campesinos despojados hace parte de un esfuerzo para que se les reconozca el derecho a la tierra y al territorio. Algo semejante se deduce del esfuerzo de algunas organizaciones campesinas colombianas para que se incluya el término campesino en vez de trabajador agrícola en la Constitución. Como se aprecia en la intervención del senador Alberto Castilla (véase página 89), más que un simple cambio de términos, lo que buscan quienes enarbolan el proyecto de reforma legislativa es transformar la manera en que una parte importante de la población rural colombiana es visibilizada por el Estado. Con su aprobación se busca que quienes queden incluidos dentro de esa categoría sean reconocidos como sujetos de derechos sociales, políticos y culturales, y no únicamente como trabajadores y productores de alimentos (CNA, Cinep 2014, 13). Algo semejante ocurre en el caso de las organizaciones que promueven una identidad campesina territorializada como el CIMA. Según vimos, como parte de la conformación del TCA del norte de Nariño y el sur del Cauca, los dirigentes del CIMA vienen promoviendo una nueva versión de la identidad campesina que incluye atributos generalmente asociados con los grupos étnicos, en el marco de una lucha por el reconocimiento constitucional de derechos.

Los anteriores ejemplos muestran que, en su articulación con ciertas concepciones de sujeto y bienes, la noción de despojo tiene una profunda dimensión normativa y valorativa. Por una parte, existe una estrecha relación entre nuestras concepciones sobre la realidad y cómo actuar en ella. Para el caso analizado, entre ciertas concepciones de lo que es ser campesino, lo que merecen (acceder a la tierra o conservar su territorio, por ejemplo) es el modo en que deben actuar (manteniendo su vínculo con la tierra o convirtiéndose en guardianes del territorio, el medio ambiente y la cultura campesina)31. Las disputas por la definición de los grupos humanos revelan así su dimensión normativa, por lo que están necesariamente inscritas en el horizonte de la política. Por otra parte, los ejemplos ponen en evidencia que las concepciones de realidad que atraviesan la noción de despojo tienen una dimensión valorativa. Como se señaló, entiendo por bien un elemento al que se le asigna valor en tanto aparece como la condición de realización de un sujeto. Decir que los campesinos pueden ser despojados de la tierra y el territorio equivale a decir que ambos son objetos de los cuales los campesinos dependen para realizarse como tal y que, por tanto, son valiosos. Lo mismo aplica para las semillas, el agua, los bosques, entre otros elementos que varios dirigentes del CIMA y otras organizaciones de la región incluyen en el listado de bienes que se están despojando a las comunidades campesinas. En el caso del CIMA, más que recursos, esos elementos se están codificando como bienes comunes32 de los que dependen las comunidades campesinas para su reproducción social, e incluso como bienes sagrados de los que depende su propia existencia espiritual (Yie 2016). De este modo, la noción misma de despojo se ve ensanchada y no se limita a la desposesión de la tierra, sino que también se extiende a otros bienes inmateriales a los que se les asigna un valor (como los conocimientos, la cultura e incluso la identidad).

Finalmente, una implicación de la consustancialidad entre sujetos y bienes es que el despojo se puede interpretar como algo más que la simple pérdida del bien en cuestión. En la medida en que los bienes se asumen como condición para la realización del sujeto, no son, en sentido estricto, una exterioridad. La relación del sujeto con el mundo externo no es lo único que se bloquea con el despojo; lo que se afecta es su propia existencia pues ha perdido aquello de lo que depende para realizarse33. Así lo expresó el representante de la CLOC al afirmar que la identidad campesina se ve vulnerada cuando no hay derecho a la tierra y al territorio, y así también lo hizo uno de los dirigentes que intervino en la II Minga por la Soberanía y la Armonización del Territorio (San José de Albán, 18 y 19 de agosto del 2016):

¿Cuál es la palabra clave para saber cuál es la esencia, por qué hay un conflicto social en nuestro país? Y hay una sola palabra que nos resume todo: el despojo. Desde el 12 de octubre de 1492 hasta la fecha, a los campesinos, a la gente del común, a nuestras comunidades las han despojado. ¿Qué es despojar?: quitarles [...]. Esa es la esencia del conflicto social, porque con el despojo le quitan hasta la dignidad del ser humano. Hagan de cuenta que a una persona le quitan la ropa; indignidad, esa es la esencia del conflicto social.

Como ilustra esta cita, el despojo puede ser interpretado (narrado y experimentado) como una forma de agravio moral34, en la medida en que se puede asumir como una negación de la idea que tienen los propios sujetos de lo que merecen o a lo que tienen derecho, y que, como hemos dicho, se relaciona con la idea que tienen de lo que son. En esta línea, Luís R. Cardoso de Oliveira (2009), basándose en Mauss (2009) y Honnet (1997), plantea que la interrupción de derechos por la acción de otro, incluidos los Estados, puede ser vivida como una negación de la dignidad de los participantes, de su propio valor social. Podríamos decir entonces que, bajo ciertas concepciones de sujeto que beben de narraciones vigentes sobre lo que son, la experiencia del despojo puede ser doble35: el sujeto no solo experimenta la pérdida del bien en cuestión sino que, al negársele su derecho a vincularse de forma efectiva con él, podría experimentar también el despojo de su propia identidad.

Hacia una concepción histórica y productiva de la noción de despojo

Hasta aquí he expuesto dos planteamientos sobre el despojo. Primero, dicha noción implica la puesta en juego de una narrativa: un sujeto es desposeído injustamente de su derecho a gozar de un bien específico como resultado de la acción arbitraria de otro. Segundo, es una noción mediada conceptual y moralmente y articulada a concepciones cambiantes sobre los sujetos, los bienes y la fuente de legitimidad de un vínculo de pertenencia entre ambos. A partir de allí expondré un tercer y último planteamiento: la noción de despojo tiene un carácter histórico y productivo. Es, por tanto, un fruto de los procesos a los que alude y un instrumento para incidir en ellos.

En su trabajo sobre la racionalidad económica de los campesinos de Vietnam y Birmania, James Scott avanzó hacia una comprensión moral de la noción de explotación. Planteó que en el centro de esa noción está la idea de que algunos individuos, grupos o clases se benefician injustamente de la labor de otros. Asimismo, señaló que la explotación implica ciertas normas de justicia con las cuales se juzga el modo en que se distribuyen los esfuerzos y recompensas ligados al trabajo en una situación dada. En la versión marxista, ese criterio se relaciona con la teoría del valor/trabajo y en la versión liberal, reposa en la teoría del libre mercado (Scott 1976, 158). Mientras en el primer caso un jornalero debería recibir de acuerdo con el valor que su trabajo le incorpora al suelo, en la teoría liberal esto ocurre según las leyes de la oferta y la demanda. Sin embargo, subraya Scott, al atender a los criterios utilizados por los campesinos es posible encontrar que ninguno de los dos anteriores se aplica. Esto lo lleva a preguntarse por las nociones de explotación y los intercambios económicos moralmente aceptables que median en los sentimientos y comportamientos de los campesinos.

Creo haber mostrado que una reflexión semejante puede hacerse en relación con la noción de despojo. Sin embargo, queda por especificar cuál es el objeto de enjuiciamiento moral cuando interpretamos una situación dada a la luz de la noción de despojo. Según se dijo, el despojo describe un cambio de situación: alguien es privado de un bien como resultado de la acción de otro. En consecuencia, lo que se pone en escena es el carácter injusto de ese acto de privación, lo que es inseparable de la cuestión sobre el carácter justo de una determinada relación de posesión. En el caso de la noción de despojo, lo que está en juego es el criterio que da el fundamento moral al derecho del que sería portador un sujeto para gozar de un determinado bien.

Como se mostró, en lo que respecta al derecho a la tierra, no hay un criterio único que legitime, en todo momento y a la vista de todos, el derecho sobre ella: podría ser el linaje, como creían las familias tradicionales de Pasto hasta hace no mucho tiempo; estar en capacidad de explotar todo su potencial productivo, como lo afirmaban los dirigentes liberales que defendían la reforma agraria en este departamento; o tener una relación directa con la tierra por medio del trabajo, desde una versión más próxima al marxismo. El derecho sobre un territorio también puede basarse en diferentes criterios: la antigüedad de la ocupación, la singularidad cultural, el ser agentes de desarrollo económico, e incluso ser “garantes de la reproducción de la vida”, como lo reivindican organizaciones como el CIMA respecto a las comunidades campesinas del norte de Nariño. Pero si asumimos que no hay un criterio universal desde el cual definir la legitimidad del derecho a gozar de determinado bien, ¿no estaríamos también obligados a aceptar que la noción de despojo no es tan diáfana y estable como aparenta serlo? En la medida en que tales criterios se modifican, debemos aceptar que su contenido y alcance también lo hacen.

¿Cuál es entonces el origen de esos criterios y sus transformaciones? En su estudio sobre la racionalidad económica de los campesinos de Vietnam y Birmania, Scott plantea que ellos experimentan la explotación allí donde las medidas económicas de las élites ponen en riesgo su supervivencia, de acuerdo con una racionalidad moral basada en una “ética de la subsistencia” que prioriza el aseguramiento por encima de la acumulación de ganancias. La ética de la subsistencia, sugiere Scott, se origina en las precarias condiciones de vida resultantes de la posición de los campesinos en la estructura social. Y señala que, pese a la variedad de culturas, condiciones económicas y experiencias históricas que dan forma a las actitudes de los campesinos, los problemas análogos de subsistencia, renta e impuestos para cultivadores que ocupan una posición similar en la estructura social hacen probable la formación de un cuerpo parecido de sentimientos sobre justicia y explotación (Scott 1976, 157).

¿Es suficiente esa explicación? ¿Podríamos concluir que todos aquellos que “viven con el agua al cuello” emplean los mismos criterios para definir si están siendo explotados o no, y que solo ellos los aplican? Mi posición al respecto es que tales criterios tienen detrás de sí una historia lo suficientemente compleja para ser reducida a una fórmula. Sobre este punto, los trabajos de E. P. Thompson, de quien Scott tomó la expresión economía moral, pueden ser de utilidad. Para Thompson los principios de legitimación que le dan forma a la economía moral no tienen un carácter innato y universal. Tampoco se deducen directamente de las condiciones materiales de vida de las personas ni son el efecto de un proceso de alienación ideológica. Son más bien la expresión de una conciencia singular de clase que se forma en un horizonte de experiencias compartidas ligadas a procesos históricos de largo aliento. Tanto en La formación de la clase obrera inglesa (2012) como en Costumbres en común (2000), Thompson muestra que los principios mediante los cuales los sectores populares definen la legitimidad de las condiciones de sus intercambios de objetos y trabajo, y de acceso a diferentes bienes, no son estáticos. También muestra que tales principios no tenían un origen de clase necesario, al incluir antiguas regulaciones avaladas por las élites que en otras circunstancias serían asumidas como injustas. Lo interesante de su aproximación es que muestra que la economía moral no está inscrita en algo semejante al subconsciente universal de las clases subalternas, sino que se gesta dentro de los procesos de lucha por la dirección política, económica e ideológica de la sociedad.

La discusión gramsciana en torno a las ideologías y su función en los procesos hegemónicos es clave para entender la propuesta de Thompson. Gramsci consideró que las ideologías implicaban una concepción de mundo aparejada a una norma de conducta, lo que suponía no solo aceptar el carácter indisociable entre filosofía y moral (o entre visiones de mundo y normas de conducta), sino también entre teoría y práctica (Bianchi 2008, 162). La ideología pierde así su carácter etéreo y asume en Gramsci una existencia material (Bianchi 2008, 134). Esto implica que las luchas ideológicas no se resuelven en las alturas incorpóreas del pensamiento para organizar luego las prácticas, sino que estas últimas son los terrenos en donde se desenvuelven tales luchas. Por ello mismo, las prácticas son también el terreno de gestación, reproducción y transformación de las concepciones de mundo o, como diría Gramsci, “la historicidad de la filosofía no significa otra cosa que su practicidad” (2008, 162).

Con respecto a las concepciones de realidad y justicia que median la noción de despojo, asumir la perspectiva gramsciana sobre la ideología supone aceptar que tienen una historia cuyo curso no está predefinido, sino que se resuelve en medio de la contradicción y la contienda. En tanto la noción de despojo obtiene su significado y alcance definitivo en su articulación con dichas concepciones, tiene una suerte similar. Según lo vimos, las disputas en torno a qué es ser campesino y quiénes están cubiertos por esa categoría, qué tipo de cosas son valiosas (la tierra, el agua, las semillas, el territorio) y en qué reposa su valor (ser fuente de riqueza material, fuente de vida o de continuidad cultural), así como los criterios que definen su derecho a poseerlas, constituyen una parte de la historia de la noción de despojo.

La noción de despojo no solo cuenta una historia de contradicciones y conflictos, sino que es moldeada por ellos; no es únicamente un instrumento de análisis histórico, sino que también es un producto de la historia. Esto implica que debemos apostarle a una mirada contextual de dicha noción, especialmente sensible a las prácticas sociales en las que se desarrollan y resuelven las contradicciones y los conflictos ideológicos. Dado el lugar privilegiado que la aproximación etnográfica les ha dado a las prácticas, esta puede ser muy provechosa pero no debe quedarse en el análisis del presente. Es necesaria la indagación histórica con un enfoque etnográfico centrado en las prácticas.

Finalmente, al plantear que las concepciones y los valores de un grupo no son una exterioridad de las relaciones económicas en las que están inmersos sus miembros, Thompson reconoció que tanto las concepciones como los valores ayudan a darles forma a dichas relaciones. De esto resulta que los criterios que definen la legitimidad de la posesión son una fuerza tan real como la propia gravedad. Tales criterios, por tanto, son parte de las condiciones que definen el acceso de individuos inscritos en diferentes categorías sociales a distintos tipos de bienes, así como de las condiciones de su distribución y circulación entre ellos. Esta afirmación también vale en el caso de las concepciones sobre los sujetos y los bienes existentes. El corolario es que la propia noción de despojo tiene una dimensión productiva, como lo plantea Raíz-AL (2015, 39). Al poner en juego ciertas concepciones de sujetos y bienes, así como de los principios sobre los que descansa la legitimidad de los primeros de gozar de los segundos, la noción tiene un enorme potencial político. Al igual que ha ocurrido con las nociones de explotación y sometimiento, la de despojo puede propiciar nuevas formas de identificación política bajo designaciones no tan nuevas, así como incidir en las formas de lucha de los actores sociales y en la manera en que las comprenden. Como decía Gramsci (2008) apelando a Marx, “los seres humanos toman conciencia de su posición social y, por tanto, de sus tareas en el terreno de la ideología” (343). La noción de despojo, como forma ideológica, no es solo un instrumento de contención sino también de lucha.

En su interacción con los regímenes vigentes de acceso a diferentes tipos de bienes, la noción de despojo puede tener efectos transformadores. Así podría concluirse de su uso por organizaciones empeñadas en el reconocimiento de derechos territoriales a campesinos, como el CIMA. En este caso, la noción de despojo cuestiona las condiciones de inequidad entre las comunidades rurales, con y sin marcas étnicas, dentro del régimen jurídico colombiano, pero sobre todo las desigualdades existentes entre buena parte de la población rural del departamento y el país, y el gran capital nacional y extranjero. De tener éxito, podrían verse transformaciones en las relaciones de fuerza entre los diferentes sectores en disputa por el control de la zona y sus recursos, con efectos reales sobre las vidas de aquellos que allí habitan y trabajan. Sin embargo, la preponderancia ganada por la noción de despojo entre las organizaciones campesinas conlleva el riesgo de subsumir, sin pretenderlo, viejas demandas del sector rural (reforma agraria, condiciones de trabajo justo, por ejemplo) que tienen un vínculo histórico más estrecho con la, menos en boga, noción de explotación. Al menos esto será así en los casos en que el reconocimiento de derechos territoriales a comunidades campesinas se contemple principalmente como una vía de prevención contra potenciales procesos de despojo y no como una forma de reversar los efectos del pasado. Pienso, por ejemplo, en la situación de muchos campesinos sin tierra que trabajan como jornaleros en algunas de las zonas donde las organizaciones campesinas tienen proyectado conformar territorios campesinos bajo alguna figura que goce de reconocimiento del Estado. Los anhelos de esos campesinos desposeídos de acceder a la tierra o de tener condiciones de trabajo justas podrían diluirse en un ruido de fondo en el que se destacan las demandas que ellos y los campesinos con tierra de su misma zona dirigen al Estado para que reconozca su derecho al territorio y a gobernarlo. Claro está, como bien mostró Marx al hablar de acumulación originaria, las nociones de despojo y explotación no son necesariamente excluyentes. De hecho, pueden ubicarse al principio y al final de una misma narrativa, de modo que la situación de muchos jornaleros puede ser interpretada como una forma de explotación que resulta de procesos de despojo previos. Como ocurrió en la década de 1960, la lucha de algunos campesinos por no ser explotados pasaba por la lucha por acceder a la tierra. Algo semejante podría decirse con respecto al vínculo entre las luchas por el derecho a la tierra y las luchas por el derecho al territorio. Estas tampoco tienen que ser excluyentes. Por el contrario, la lucha por acceder a la tierra podría asumirse como parte de las luchas por el derecho a permanecer en el territorio y a gobernarlo, lo que vale también en el caso contrario.

Pero los riesgos de la noción de despojo no solo tienen que ver con los usos que de ella pueden hacer las organizaciones campesinas. Como han mostrado recientemente algunos representantes de la clase terrateniente y empresarial del país, dicha noción se puede usar también con fines conservadores, de modo que contribuya a reproducir los despojos sobre los que descansan los privilegios de un sector minoritario. Piénsese, concretamente, en la versión promovida por algunos de esos representantes en el marco de las discusiones sobre la implementación de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, según la cual los llamados segundos ocupantes no son despojadores sino despojados. Sin embargo, reconocer estos riesgos no debe llevarnos a abandonar sin más la noción de despojo. La expansión de su uso entre diversos y contrapuestos actores sociales la convierte en un terreno especialmente fértil para la expresión de algunas de las contradicciones sociales más profundas y de aquellas visiones que las atraviesan. Y no es necesario asumir punto por punto los postulados de la teoría marxista sobre la historia para reconocer que la expresión abierta de las contradicciones es una oportunidad para que se den algunas transformaciones en nuestra sociedad.

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1 Véanse al respecto los documentos producidos por la CNRR (2009) y por el CMH (2010), en los cuales se propone una definición de despojo no restringida a los procesos de desposesión de la tierra y que incluye la afectación de derechos sociales, económicos y culturales. Asimismo, véase la sentencia de la Corte Constitucional S C-715 del 2012 sobre los límites entre abandono de tierras y despojo.

2 En lógica y en semántica, extensión se refiere al conjunto de situaciones o entidades que pueden ser abarcadas por un término o concepto dado (Audi 1999, 439).

3 Así ocurrió en el taller “Retos de pensar el despojo en América Latina”, convocado por Julio Arias, Diana Ojeda y Alejandro Camargo del Instituto Pensar y el Centro de Estudios en Ecología Política de la Pontificia Universidad Javeriana (CEEP), que se realizó en días previos a la Conferencia Internacional Tierras y Territorios en las Américas: Acaparamientos, Resistencias y Alternativa, celebrada entre el 23 y el 26 de septiembre del 2016 en Bogotá.

4 Al menos así lo mostró el análisis que realicé de las narrativas de los integrantes de una de esas familias sobre su vínculo con una hacienda de la región y sus trabajadores (Yie 2002).

5Despojo fue uno de los términos usados para comunicar una visión de la reforma agraria como un proceso que implicaba privar injustamente a los hacendados de sus tierras, violando sus derechos. Véase, por ejemplo, “La ocupación de tierras” (1959, 1). Es importante aclarar, sin embargo, que la ausencia del término despojo no necesariamente conlleva la ausencia de la noción que suele acompañarla. Expresiones como quitar, desposeer, expoliar, saquear, entre otras, podían ser usadas para poner en juego una noción semejante.

6 Según se deriva de las discusiones sobre el tema en el periódico regional de orientación liberal La Radio entre 1958 y 1962.

7 Para la perspectiva liberal me basé en los artículos del periódico La Radio. Para la perspectiva de los dirigentes de izquierda, en algunas entrevistas personales realizadas durante el trabajo de campo para mi tesis de maestría.

8Chusmeros es el término con el que se nombraba a los grupos de autodefensa campesina de orientación liberal que, al lado de los conservadores, protagonizaron la llamada época de la Violencia a mediados del siglo XX en Colombia (González Roda 1968).

9 Varios panfletos y oficios hechos en nombre del Sindicato de Agricultores Siete de Abril, que reunía a peones arrendatarios que reclamaban la parcelación de la hacienda de Bomboná, tenían como telón de fondo esa narrativa. Es usual encontrar que las nociones de explotación y sometimiento dan forma a narraciones más recientes de miembros de comunidades que aportaban la mano de obra a esa y otras haciendas de la región, para calificar el “tiempo de antes”. Para un análisis del tema que considera dos haciendas de la región, véase Yie (2015, cap. 2). Mis intercambios más recientes con campesinos de algunas haciendas parceladas en la década de 1960 en el norte de Nariño (municipios de San Lorenzo y Buesaco) y del centro (municipios de Consacá y Yacuanquer) permiten afirmar que se trata de un fenómeno bastante extendido.

10 En otro trabajo expongo el sentido que expresiones como esclavitud y libertad tienen en las narrativas de los peones arrendatarios de la hacienda de Bomboná. La esclavitud nombraba una relación de sometimiento a la voluntad patronal más allá del ámbito laboral como una forma de explotación. La propiedad de la tierra fue codificada como una vía para liberarse en esas dos direcciones (Yie 2002, 252).

11 Me refiero con esta expresión a la fijación de una determinada forma de acción colectiva para dirigir y expresar cierto tipo de reclamos al Estado. Me baso aquí en los trabajos que retoman la línea de investigación iniciada por Lygia Sigaud en Brasil, quien abordó las maneras en que ciertas modalidades de acción colectiva se establecen como formas legítimas (mas no necesariamente legales) de relación entre los agentes del Estado y grupos organizados que demandan su atención. Al respecto, véanse los trabajos de Marcelo Ernández (2010) y el de Marcelo Carvalho (2010) sobre la constitución de las formas de ocupación, acampamentos y movimientos del Movimiento de los Trabajadores Rurales sin Tierra (MST) y otros movimientos rurales de Brasil.

12 Agradezco especialmente a Joanne Rappaport por su generosidad al facilitarme las entrevistas de varios dirigentes pastos sobre el proceso de recuperación de resguardos en las décadas de 1970 y 1980.

13 La Asociación de Autoridades Indígenas del Suroccidente (AISO), en la cual se agruparon las autoridades del pueblo pasto y de otros pueblos del suroccidente colombiano hacia 1980, usa como consigna de una de sus primeras movilizaciones: “Recuperar nuestros territorios, recuperar nuestras autoridades, defender nuestra autonomía y reconstruir económica, social y culturalmente nuestros pueblos” (Yamá Taimal 2012, 76).

14 El uso de la expresión despojo, en general, y despojo de tierras o despojo de resguardos, en particular, aparece en las demandas interpuestas por comunidades indígenas a causa de la apropiación indebida de tierras de resguardo con mucha anterioridad al periodo que trato aquí. Una búsqueda rápida en el Archivo General de la Nación muestra varios ejemplos desde finales del siglo XVI hasta la década de 1970. El lugar que la noción de despojo tuvo en el lenguaje jurídico de los periodos colonial y republicano es un factor por considerar, si se quiere una mayor comprensión de las raíces históricas de su uso por indígenas pastos en las décadas de 1970 y 1980. Futuras investigaciones seguramente contribuirán a ese propósito.

15 Un acercamiento al modo en que circulan las tierras en manos de la población indígena en Nariño muestra que el resguardo no ha implicado, en sentido estricto, su retiro del mercado. Como muestra Hoyos (2016) para el caso del pueblo awá, algunos de ellos albergan familias no indígenas, mientras que ciertas familias indígenas también tienen propiedades fuera de sus linderos. Si bien la figura del resguardo no ha impedido del todo que las tierras sean objeto de transacción -de forma ilegal, subterránea y restringida-, sí ha frenado el acaparamiento de tierra por los grandes capitales económicos y ha sido un mecanismo de lucha contra estos. Al respecto véase Perugache (2012).

16 Afirmación basada en entrevistas a dirigentes de organizaciones campesinas y funcionarios del extinto Incoder vinculados a la Comisión de Tierras de la Mesa Agraria, Étnica y Popular, quienes han tenido a su cargo la discusión sobre los mecanismos de implementación de la reforma agraria en el departamento, así como la conformación de un fondo de tierras pactado entre la mesa y el Gobierno nacional en el 2014.

7 Al respecto véase el análisis del Centro Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR 2009, 77 y ss.).

18 Para Appadurai (1991), la situación mercantil de una cosa es “en la cual su intercambiabilidad (pasada, presente o futura) por alguna otra cosa se convierta en su característica social relevante” (29). Así, es el intercambio, y no tanto la producción, lo que la define como mercancía.

19 Véanse, por ejemplo, las sentencias T-849 y T-379 del 2014.

20 Las ZRC son una figura territorial incluida en la Ley 160 de 1994, que delimita áreas específicas destinadas al fomento de la economía campesina en zonas de amortiguación, reservas forestales y zonas de colonización. Surge de los procesos de exigibilidad del derecho a la tierra por parte de colonos y pequeños propietarios entre los años ochenta y noventa. Desde el 2011, las ZRC son promovidas por la Asociación Nacional de Reservas Campesinas (Anzorc), pero otras organizaciones sociales también apelan a esa figura. Para mayor información sobre las ZRC, véanse Anzorc (2011), Fajardo (2000) e ILSA (2012).

21 Los TCA son zonas destinadas a albergar formas de vida y economía campesinas basadas en la producción y consumo familiar de alimentos. Son una iniciativa del Coordinador Nacional Agrario (CNA), organización nacional con fuerte presencia en Nariño. A diferencia de las ZRC, los TCA no tienen reconocimiento legal, pero algunas administraciones municipales y departamentales han establecido acuerdos con las organizaciones campesinas que las promueven para apoyar su conformación, como sucede con la Gobernación de Nariño y ciertas alcaldías del norte del departamento. Actualmente hay varios TCA en conformación en Nariño, el Cauca y Arauca. Para mayor información, véase el libro sobre el tema del CNA (2015) y la propuesta de decreto presidencial para su constitución.

22 Dicha particularidad fue objeto de discusión de la comisión política de la Mesa Agraria de Nariño en una reunión del 2015, para definir los principios político-filosóficos del Movimiento Agrario (MA). El MA es una naciente estructura organizativa, donde se articulan diferentes procesos organizativos y asociativos del sector rural en los ámbitos local, subregional y departamental. En su intento por caracterizar a los campesinos y diferenciarlos de los pueblos indígenas y las comunidades negras nariñenses, los dirigentes apelaban a nociones centrales para la producción de diferencia étnica, como cultura y cosmovisión, con lo que la asemejaban al concepto de modo de vida campesino de origen marxista. Como ha ocurrido en otros escenarios de debate, la cultura campesina fue caracterizada por su acento en lo comunitario, por apoyarse en formas de conocimiento ancestral, y por una actitud de respeto y amor a la tierra, el agua y demás elementos de la naturaleza.

23 El CIMA nació a finales de la década de 1980 en el norte del Cauca y se extiende hacia el norte de Nariño. Está conformado por redes municipales de “escuelas agroecológicas”, agrupaciones de vecinos y parientes de una misma vereda, con una fuerte presencia de mujeres. Sus miembros participan en procesos de formación mediante la metodología “de campesino a campesino”. El CIMA está vinculado con otras organizaciones como el CNA y el Congreso de los Pueblos, y participa en la Mesa Agraria, Étnica y Popular de Nariño y en la Cumbre Agraria, Campesina, Étnica y Popular, espacios de diálogo con los gobiernos departamental y nacional.

24 Intervención de Duby Ordóñez, Asamblea Departamental del CIMA, Rosa Florida, Arboleda Berruecos, 6 y 7 de febrero del 2015.

25 La identificación de los militantes del CIMA como habitantes del Macizo no se extiende a toda la población que se identifica como habitante del norte de Nariño y, de manera más amplia, de la zona andina del departamento. Para los externos a la organización, el término maciceños parece relacionarse más con la pertenencia a la organización CIMA que con su adscripción regional.

26 Para una perspectiva semejante, véanse la discusión de Grimson (2011) y la sugerente reflexión de Gramsci: “La llamada realidad del mundo externo” (2008, 273-277).

27 Para una perspectiva semejante de la relación dinámica entre narraciones y procesos sociales, véanse el trabajo de Trouillot (1995), el de Jimeno, Varela y Castillo (2015) y mi propio trabajo sobre el tema (Yie 2015, 35).

28 Entiendo por narrativa los términos en los cuales una transformación es entendida, de modo tal que un proceso se define como la transición de la esclavitud a la libertad, de la pobreza a la riqueza, de la inconsciencia a la consciencia, de la posesión a la desposesión, por poner algunos ejemplos. Una narrativa, funciona como una especie de rejilla a través de la cual un cierto proceso, integrado por uno o varios hechos, es producido como acontecimiento, como parte del proceso de elaboración discursiva de este. Una narración es el producto concreto de este proceso y puede implicar la puesta en juego de una o más narrativas. Una misma narrativa puede tomar forma en diferentes narraciones y, a su vez, varias narrativas pueden actualizarse en una misma narración.

29 Al hablar de bien empleo una noción amplia de este como todo aquello considerado valioso y digno de conservación, y que a la vez es objeto de una relación de pertenencia. Esto implica que lo que define un bien no son las propiedades del objeto en cuestión, sino el ser un objeto valorado, sea este material o inmaterial (una relación, una forma de conocimiento, una habilidad, una capacidad, una posibilidad, etc.).

31 En la Primera Minga por la Soberanía y la Armonización del Territorio mencionada, se estableció la guardia campesina de TCA del norte de Nariño y el sur del Cauca, entre cuyas funciones estaría la protección del territorio, del agua, del medio ambiente y de la cultura campesina.

32 Esta categoría fue promovida por algunos académicos del Cinep que colaboran con el proceso de conformación de TCA en la zona de influencia del CIMA, en el marco del proyecto Construyendo Paz con Equidad desde Nariño (Cinep, Fundación Humanismo y Democracia H+D y Fundesuma).

33 Algunos desarrollos recientes del concepto de despojo en Colombia van en esa dirección. “En contraste con las visiones más homogeneizadas del despojo, entendemos que el despojo no se limita a la expropiación de bienes, sino que también involucra la interrupción de relaciones sociales significativas para la reproducción de la vida” (Raíz-AL 2015, 37).

34 Un planteamiento semejante propone la CNRR, que asocia el despojo no solo con la pérdida de un bien material específico, sino con afectaciones morales y existenciales usualmente no reconocidas en las visiones legalistas (CNRR 2009, 26-30).

35 Mi análisis se basa en una perspectiva de la experiencia como el producto de un ejercicio de elaboración narrativa a partir de los trabajos de Joan Scott (2015) y de Ernst van Alphen (1999). Ambos autores plantean que experiencias y narraciones no pueden aislarse. Las narraciones permiten pensar, expresar y conceptualizar el evento. Más que un medio de expresión o representación de la experiencia, son aquello que lo configura.

Recibido: 28 de Abril de 2016; Aprobado: 06 de Octubre de 2016

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