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Revista Colombiana de Antropología

versión impresa ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.53 no.2 Bogotá jul./dec. 2017

 

Cuestiones de método

¡Suficiente con la etnografía!1

Tim Ingold1 

1 Director del Departamento de Antropología Social en la Universidad de Aberdeen. Ha realizado trabajos de campo etnográfico entre los saami y pueblos finlandeses en Laponia. Entre otros temas, ha escrito acerca del medio ambiente, la tecnología y la organización social en el norte circumpolar, el papel de los animales en la sociedad humana, la ecología humana y la teoría evolutiva en antropología, biología e historia. Sus trabajos más recientes exploran los vínculos entre la percepción ambiental y las prácticas especializadas. Actualmente escribe y enseña sobre las intersecciones entre antropología, arqueología, arte y arquitectura. Su último libro, Making, fue publicado en 2013. tim.ingold@abdn.ac.uk. Aberdeen, Reino Unido.


Palabras clave: correspondencia; educación; etnografía; trabajo de campo; método; observación participante; teoría

Etnografía se ha convertido en un término tan sobreutilizado en antropología y en disciplinas contingentes, que ha perdido mucho de su significado. Arguyo que atribuir la “etnograficidad” a los encuentros con aquellos con quienes llevamos a cabo nuestra investigación, o en general al trabajo de campo, socava tanto el compromiso ontológico como el propósito educativo de la antropología como disciplina, así como su forma principal de trabajo, a saber, la observación participante. También se trata de reproducir una perniciosa distinción entre aquellos con quienes estudiamos y aprendemos, dentro y fuera de la academia, respectivamente. Más que nada, la obsesión de la antropología con la etnografía está restringiendo su voz pública. La manera de recuperarla es reafirmando el valor de la antropología como una disciplina que avanza y que está dedicada a subsanar la ruptura entre la imaginación y la vida real.

Explicar lo que queremos decir

El término etnográfico se ha convertido en el más sobreutilizado en la disciplina antropológica. Es difícil establecer en qué momento exacto este término se desprendió de su anclaje o cuáles fueron las razones de su posterior proliferación. Estas razones son, sin lugar a dudas complejas, podrían ser objeto de otro estudio histórico. Sin embargo, mi interés en este artículo es prospectivo y no retrospectivo, por cuanto considero que esta sobreutilización está haciéndole un gran daño a la antropología, está frenándola -mientras que otros campos de estudio avanzan-, y que actualmente impide que tenga el tipo de impacto universal que merece y que el mundo necesita tan desesperadamente. Como la causa es desesperada no voy a abstenerme de la polémica. El tono está muy ligado a mi punto de vista y lo es deliberadamente, porque estoy harto de las evasivas, del oscurantismo académico y del ensimismamiento que convierte el proyecto de la antropología en el estudio de sus propias formas de trabajo. Una disciplina confinada al teatro de sus propias operaciones no tiene adonde ir. En su descenso en espiral hacia la irrelevancia, no tiene nada ni a nadie más a quien culpar que a sí misma.

Mi objetivo no es eliminar la etnografía o suprimirla de nuestra conciencia antropológica, ni tampoco subestimar su significado y las complejas demandas que presenta a quienes la practican. Más bien, me interesa delimitar la etnografía de manera que a quienes nos preguntan, de buena fe, qué significa, podamos responderles con precisión y convicción. Sostengo que solo haciendo esto podemos protegerla de la inflación que de otra manera está amenazando con devaluar su popularidad en la medida en que toda la empresa quede sin valor, porque no es solamente dentro de la antropología que la etnografía se está dispersando. Estoy seguro de que hablo por la mayoría de los colegas antropólogos al desaprobar el abuso del término que se ha vuelto un lugar común en las ciencias sociales más allá de nuestras fronteras. ¿Cuántas propuestas de investigación hemos leído, provenientes de campos tales como la sociología, la política social, la psicología social y la educación, en las cuales el solicitante explica que va a llevar a cabo “entrevistas etnográficas” con una muestra de informantes seleccionados al azar y que los datos que surjan serán procesados mediante un paquete de software con el fin de producir “resultados”?

Tal procedimiento, en el que lo etnográfico parece ser un término en boga para referirse a lo cualitativo, ofende todo principio de investigación antropológica adecuada y rigurosa, incluyendo el compromiso a largo plazo y abierto, la atención generosa, la profundidad relacional y la sensibilidad al contexto; por lo tanto, estamos en lo correcto al protestar contra esto. Igualmente, tenemos derecho a protestar cuando aquellos que evalúan nuestras propias propuestas nos exigen a nosotros -en nombre de la etnografía- la misma adhesión servil a los protocolos de la metodología positivista, al requerirnos especificar, por ejemplo, con cuántas personas esperamos hablar, por cuánto tiempo y cómo serán seleccionadas. Frente a tales puntos de referencia, la investigación antropológica está destinada a ser devaluada.

Sin embargo, nuestras protestas no servirán para nada a menos que podamos explicar lo que entendemos por etnografía en términos convincentes y defendibles intelectualmente. No es suficiente decir que la investigación antropológica es etnográfica, porque eso es lo que hacemos los antropólogos. Es improbable que llevar puesta la etnografía como insignia de honor impresione a alguien más allá de nuestro propio círculo gremial privilegiado. En un momento en que muchos de nosotros sentimos que nuestra disciplina está amenazada, empujada a las márgenes donde ya no goza de la voz pública que una vez tuvo, la creciente incapacidad para explicar lo que realmente entendemos por etnografía es una fuente creciente de vergüenza, más aún cuando, como una reacción defensiva, continuamos apoyándonos en la etnografía como la única cosa que define la antropología y justifica su existencia como una disciplina con algo distintivo para contribuir. ¡Apostar nuestra suerte a tales arenas movedizas es verdaderamente una estrategia arriesgada!

Lo que es la etnografía

Considere solo algunos términos a los que se les aplica rutinariamente el calificativo etnográfico: existe el encuentro etnográfico, el trabajo de campo etnográfico, el método etnográfico y el conocimiento etnográfico. También hay monografías etnográficas y películas etnográficas, ¡y ahora tenemos teoría etnográfica! Y el etnógrafo los atraviesa todos. Si consideramos esto como una dimensión identi- taria principal, parece que todo lo que el etnógrafo toca con su mano es, prima facie, etnográfico. Suponga que usted reflexiona y escribe solamente con base en su propia experiencia, entonces, si usted es un etnógrafo, eso es autoetnografía. Suponga que su trabajo es hacer la curaduría en un museo de artefactos recolectados en diferentes partes del mundo, entonces, eso es etnografía museológica.

Curiosamente, sin embargo, el término no se extiende a lo que sucede dentro de los confines de la academia. Como estudiantes, cuando nos entrenamos con académicos más experimentados, no se dice que estamos haciendo etnografía. Ni tampoco tengo conocimiento de que ninguno de mis colegas, cuando trabaja con estudiantes, sostenga que está practicando etnografía en el aula. En seminarios, talleres y conferencias, los antropólogos académicos hablan mucho sobre etnografía, pero rara vez -si es que alguna vez lo hacen- afirman estar haciéndola. Parece que la etnografía siempre se está haciendo en otra parte.

Regresaré a estas anomalías a su debido tiempo. Primero, permítanme exponer lo que significa etnografía. Muy literalmente significa escribir sobre las personas. Aunque los antropólogos probablemente no acudiríamos al diccionario para una definición autorizada, otros lo podrían hacer y encontrarían: “una descripción científica de razas y pueblos con sus costumbres, hábitos y diferencias mutuas”2. Por supuesto que para nosotros esto suena irremediablemente anacrónico. Procederíamos de una sola vez a remover toda referencia a raza. Insistiríamos en que hay mucho más en la descripción que solo catalogar hábitos y costumbres. Al hacer más densas nuestras descripciones, y permitirles una genuina agencia histórica a las personas que figuran en ellas, puede que queramos matizar el sentido en que estos recuentos podrían ser considerados como científicos. Es posible que digamos que la descripción etnográfica es más un arte que una ciencia, pero no por ello menos exacta o veraz. Tal como de los pintores holandeses del siglo XVII, se puede decir que los etnógrafos europeos y norteamericanos del siglo XX practicaron un arte de describir (Alpers 1983), pero en vez de usar línea y color, lo hicieron predominantemente con las palabras. Este es todavía un estándar contra el que medimos el trabajo contemporáneo.

Estos asuntos han sido debatidos hasta la saciedad, y mucho de este debate ha caído bajo la rúbrica de la llamada “crisis de representación”. Muy razonablemente se han hecho preguntas polémicas sobre quién tiene el derecho de describir, con base en qué una descripción puede considerarse como más veraz o autorizada que cualquier otra, en qué medida la presencia del autor puede o debe ser reconocida dentro del texto y cómo todo el proceso de escribirla puede hacerse de manera más colaborativa. No es mi intención prolongar estas controversias, ya que mi enfoque se centra más en lo que no es etnográfico.

Aunque puede ser justificable llamar etnográfica una monografía, en la medida en que su objetivo sea relatar la vida y circunstancias de un grupo de personas, y mientras que lo mismo se puede decir de una película que comparte los mismos objetivos, no creo que el término pueda ser aplicado a nuestros encuentros con personas, al trabajo de campo en el que tienen lugar estos encuentros, a los métodos mediante los cuales lo llevamos a cabo o al conocimiento que se genera de estos encuentros. De hecho, caracterizar los encuentros, el trabajo de campo, los métodos o el conocimiento como etnográficos es ciertamente engañoso. La autoetnografía, cuando no hay personas para describir sino solo a uno mismo, y la etnografía museológica, donde solo hay objetos curados, son simplemente oximorónicas. En cuanto a la teoría etnográfica, mi argumento sería que se busca precisamente colocar la antropología de nuevo al frente.

Encontrar el mundo

Permítanme empezar con los encuentros etnográficos. En pocas palabras: al llevar a cabo nuestra investigación nos encontramos con personas, hablamos con ellas, les hacemos preguntas, escuchamos sus historias y observamos lo que hacen, y participamos en la medida en que seamos considerados competentes y capaces. No hay nada especial o inusual en esto: a fin de cuentas, esto es lo que hace la gente todo el tiempo cuando se encuentran unos con otros. Entonces, ¿qué es lo que distingue un encuentro etnográfico de uno que no lo es? Suponga que se encuentra en lo que usted imagina que es el campo (del que se trata a continuación). Usted le dice a la gente que ha venido a aprender de ellos. Usted espera que ellos tal vez le puedan enseñar algunas de sus habilidades prácticas o que le expliquen lo que piensan sobre las cosas. Usted trata con fuerza de recordar lo que ha observado o lo que la gente le ha dicho y, para que no se le olvide, tan pronto surja una oportunidad escribe todo en notas de campo. ¿Podrán ser las ganas de aprender, el arduo trabajo de la memoria o tal vez la posterior escritura de notas lo que les da una inflexión etnográfica a sus encuentros con otros?

La respuesta es no. Porque aquello que podemos denominar etnografici- dad no es intrínseco a los encuentros en sí mismos; es más bien un juicio que se hace sobre estos a través de una conversión retrospectiva del aprendizaje, el recuerdo y la toma de notas, que después se convierten en pretextos para otra cosa completamente distinta. Este propósito ulterior y oculto a las personas, que usted de manera encubierta registra como informantes, es documental. Es este propósito el que convierte su experiencia, su memoria y sus notas en material -algunas veces tildado cuasi científicamente de “datos”- que usted luego espera aprovechar con el fin de presentar un informe. Los riesgos del engaño que conlleva la etnografización de estos encuentros y los consecuentes dilemas éticos que pesan sobre ellos son bien conocidos y muy discutidos. Nadie puede acusar a los antropólogos de hacerse los de la vista gorda al respecto. Aquí no es donde yace la falla, sino más bien en una distorsión temporal que consigue representar el resultado de nuestros encuentros con las personas como si fuera su condición anterior. Johannes Fabian (1983), aludiendo a esta misma distorsión, habla de las “tendencias esquizocrónicas de la antropología emergente” (37). En efecto, caracterizar los encuentros como etnográficos es consignar lo incipiente -lo que está por suceder en relaciones que se están desarrollando- al pasado temporal de lo que ya terminó. Es como si, al encontrarse con otros cara a cara, nuestra espalda ya estuviera volteada hacia ellos. Es dejar atrás a quienes, en el momento del encuentro, están en frente. ¡En efecto, un juego de dos caras!

A lo largo de cierto periodo, los encuentros con personas se combinan e incorporan en lo que hemos llegado a conocer como trabajo de campo. De este modo, las objeciones que he presentado en cuanto a la etnografización de los primeros se aplican también a los segundos. La etnograficidad no es más intrínseca al trabajo de campo de lo que lo es a los encuentros de los cuales está constituido. La idea de que la etnografía y el trabajo de campo son una misma cosa es, de hecho, uno de los errores conceptuales más frecuentes en la disciplina, y es el más insidioso porque casi nunca se cuestiona. Es ampliamente reconocido que el campo nunca es experimentado como tal cuando uno está allí, inmerso en los asuntos de la vida cotidiana; esta condición solo sobresale cuando se ha dejado el campo atrás y se empieza a escribir sobre él. Lo que hemos estado menos dispuestos a aceptar es que lo mismo se puede decir de lo etnográfico. Si vamos a ser realmente consistentes, entonces, tal vez debiéramos suprimir tanto lo etnográfico como el trabajo de campo etnográfico y referirnos en su lugar a nuestra probada y reprobada manera de trabajar, que es la observación participante. Tal como han señalado Jenny Hockey y Martin Forsey (2012), la etnografía y el trabajo de campo de ninguna manera son lo mismo.

Observar desde adentro

Observar significa ver lo que está sucediendo alrededor y, por supuesto, también escuchar y sentir. Participar significa hacerlo dentro del flujo de actividades en las cuales uno lleva una vida, al lado de y junto con las personas y cosas que capturan la atención. Igual que con el encuentro, la observación participante antropológica difiere solo en grado de lo que todas las personas hacen todo el tiempo, aunque los niños lo hacen más que la mayoría, pero los niños tienen toda una vida para aprender. Para el antropólogo adulto, que arriba al lugar como un recién llegado y tiene un tiempo limitado a su disposición, los obstáculos son considerablemente mayores. Ahora bien, como una manera de trabajar, o mejor, tal vez, como una expresión condensada de la forma en que todos nosotros trabajamos, la observación participante es un procedimiento que yo respaldo con entusiasmo. Pero no estoy seguro de que tengamos la plena medida del porqué de su importancia y lo imprescindible que es para lo que hacemos. Al respecto, quiero tratar dos puntos: el primero es sobre el compromiso ontológico y el segundo, al cual me refiero en la próxima sección, es sobre la educación.

Algunas veces se supone que participación y observación están en contradicción. ¿Cómo puede uno mirar lo que está pasando y simultáneamente unirse a ello? ¿No es esto equivalente a pedirnos que nademos en el río y nos paremos en la orilla en el mismo momento? “Uno puede observar y participar sucesivamente pero no simultáneamente”, escribe Michael Jackson (1989, 51), y continúa diciendo que la observación y la participación producen diferentes tipos de datos, objetivos y subjetivos, respectivamente. De manera que ¿cómo es posible que la vinculación que conlleva la participación se combine con el desapego de la observación? Estas preguntas, sin embargo, se fundamentan en un cierto entendimiento de la inmanencia y la trascendencia, profundamente enraizado en los protocolos de la ciencia estándar, de acuerdo con la cual la existencia humana está constitutivamente dividida entre ser en el mundo y conocer sobre este. La presunta contradicción entre participación y observación no es más que un corolario de esta división. Parece que, como seres humanos, podemos aspirar a la verdad sobre el mundo solo por medio de una emancipación que nos aleja de ella y nos hace extraños a nosotros mismos (Ingold 2013, 5).

Seguramente, la antropología no puede aceptar de manera pasiva esta escisión entre conocer y ser, pues, más que cualquier otra disciplina de las ciencias humanas, tiene los medios y la determinación de mostrar cómo surge el conocimiento del crisol de las vidas compartidas con otros. Tal como todos somos conscientes, este conocimiento no consiste en proposiciones sobre el mundo sino en las habilidades de percepción y en las capacidades de juicio que se desarrollan en el curso del involucramiento directo, práctico y sensual con los entornos que nos rodean. Esto es para refutar, de una vez por todas, la falacia común de que la observación es una práctica dedicada exclusivamente a la objetivación de los seres y las cosas que acaparan nuestra atención y su remoción de la esfera de nuestro involucramiento sensible con los consocios. Recordemos que Jackson (1989) sostiene que la observación produce “datos objetivos” (51). Nada más alejado de la verdad, porque observar no es objetivizar; es prestar atención a las personas y a las cosas, aprender de ellas y seguirlas tanto por principio como en la práctica. De hecho, no puede haber observación sin participación, esto es, sin un acoplamiento íntimo -de percepción y acción- del observador y el observado (Ingold 2000, 108). Por consiguiente, la observación participante no es en absoluto una técnica encubierta de recolección de información sobre las personas con el pretexto de aprender de ellas. Es más bien una realización, de obra y de palabra, de lo que le debemos al mundo por nuestro desarrollo y formación. Esto es lo que quiero decir cuando hablo de compromiso ontológico.

Educación al prestar atención

Pero practicar la observación participante es también recibir una educación. De hecho, yo creo que hay motivos válidos para sustituir la palabra educación por etnografía, como el propósito más fundamental de la antropología. Esto no significa que yo quiera darle un impulso a este subcampo menor e injustificadamente desatendido conocido como antropología de la educación. Más bien, quiero insistir en la antropología como una práctica de educación, es decir, una práctica dedicada a lo que Kenelm Burridge (1975) considera un ejemplo de la metanoia (gerávoia): “una serie continua de transformaciones, cada una de las cuales altera los predicados de ser” (10). Aunque Burridge arguye que metanoia es el objetivo de la etnografía, para mí describe más apropiadamente el objetivo de la educación. Jackson (2013), quien coincide totalmente con Burridge en la manera en que piensa sobre su propia investigación, gran parte de ella llevada a cabo entre el pueblo kuranko en Sierra Leona, reconoce que “Sierra Leona me transformó a mí, moldeando la persona que soy ahora y la antropología que hago” (28). Exactamente, pero por eso es que la antropología que él hace es una práctica de educación y no de etnografía. “Nunca he pensado sobre mi investigación entre los kuranko como un proceso de elucidar un mundo de vida único o una visión del mundo foránea”, admite. “Más bien, este fue el laboratorio en el que resulté explorando la condición humana” (28).

Con sus mentores kuranko, Jackson estudia las condiciones y posibilidades de ser humano. Eso es precisamente hacer antropología, pero en esta misma línea, dado que él no se está preparando para elucidar el mundo de vida kuranko, no es etnografía. Sin embargo, ¡Jackson continúa representándose a sí mismo como un etnógrafo! Por otro lado, se acerca a definir su proyecto antropológico en términos educativos: dice que se trata de “abrir nuevas posibilidades para pensar sobre la experiencia humana” (Jackson 2013, 88), un proceso que, siguiendo al filósofo Richard Rorty, llama edificación. Para Rorty, edificar es mantener la conversación en marcha y, del mismo modo, resistir todas las afirmaciones de una verdad final y objetiva. Escribe que sirve para abrir un espacio,

[...] para el sentido de admiración que algunas veces causan los poetas, admiración de que hay algo nuevo bajo el sol, algo que no es una representación acertada de lo que ya estaba allí, algo que (al menos por el momento) no se puede explicar y apenas puede describirse. (1980, 370)

Este sentido de admiración que Rorty le atribuye al poeta ¿no yace también en la raíz de la sensibilidad antropológica? Tal como la poesía, la antropología es una búsqueda de la educación, en el sentido original del término, bastante lejos del sentido que ha adquirido después, a través de su asimilación a la institución de la escuela. Derivado del latín educere (de ex: afuera y ducere: guiar), la educación era un asunto de guiar a los novatos al mundo de afuera, antes que, como comúnmente se entiende hoy, de infundir conocimiento dentro de sus mentes. En vez de ubicarnos en una posición o de ofrecernos una perspectiva, la educación en este sentido trata de alejarnos de cualquier punto de vista y de cualquier posición o perspectiva que podamos adoptar. En síntesis, como ha observado el filósofo de la educación Jan Masschelein (2010a, 278), es una práctica de exposición.

Como mínimo, la observación participante consiste precisamente en tal práctica y hace un llamado al antropólogo novato para que preste atención: prestar atención a lo que otros hacen o dicen y a lo que está sucediendo a su alrededor; seguir a los otros adonde vayan y cumplir sus órdenes, sin importar lo que esto implique y adónde lo pueda llevar. Esto puede ser desconcertante e implica un riesgo existencial considerable. Es como zarpar hacia un mundo todavía no formado, un mundo en el que las cosas no están realmente hechas, sino que son siempre incipientes, en la cúspide de una revelación continua. Dominado, no por lo dado sino por lo que está en camino de ser determinado, uno debe estar preparado para esperar (Masschelein 2010b, 46). De hecho, esperar a que sucedan las cosas es precisamente lo que significa prestarles atención.

Sobre intersubjetividad y correspondencia

Como lo saben todos los antropólogos, la observación participante conlleva mucha espera. Puesta en marcha en el flujo del tiempo real, la observación participante acopla el movimiento hacia adelante de nuestra propia percepción y acción con los movimientos de otros, tal como las líneas melódicas se acoplan en el contrapunto musical. He adoptado el término de correspondencia para el acople de movimientos que, en la medida en que prosiguen, se responden el uno al otro continuamente (Ingold 2013, 105-108). Con esto no me refiero al esfuerzo de encontrar alguna combinación exacta o un simulacro para lo que hallamos en los sucesos que tienen lugar a nuestro alrededor. No tiene nada que ver con representación o descripción. Más bien, se trata de responder a estos eventos con intervenciones, preguntas y respuestas propias o, en otras palabras, de vivir con otros y vivir con otros prestando atención. En este sentido, la observación participante es una práctica de correspondencia. No obstante, al incorporar la correspondencia dentro del marco esquizocrónico de la etnografía, reaparece con una apariencia muy distinta que es la “intersubjetividad” y, siguiendo a Edmund Husserl, la intersubjetividad consiste en vivir con otros no con atención sino intencionalmente (Duranti 2010; Jackson 2013, 5).

Sobre la intersubjetividad etnográfica estamos obligados a preguntar: ¿está dada como una condición existencial o se logra como un resultado comunicativo? La pregunta es incontestable, puesto que está envuelta en el mismo movimiento por medio del cual la etnografización de los encuentros convierte los resultados finales en condiciones iniciales. Sin embargo, con la correspondencia la pregunta no surge, ya que la correspondencia no es ni dada ni lograda, sino que siempre se encuentra en proceso. Por una parte, esta no es una relación entre un sujeto (como el antropólogo en persona) y los otros, como lo indica el prefijo inter-, sino una relación que continúa o se despliega en caminos concurrentes. Por otra parte, al continuar, las personas y las cosas no se han lanzado aún, tal como implica el sufijo -jeto, sino que se encuentran en proceso de lanzamiento. No son, de ninguna manera, sujetos ni objetos, ni tampoco sujetos-objetos híbridos, sino que son verbos. Esto es tan cierto en los humanos como en cualquier otra clase de seres. De hecho, los humanos realmente no son seres sino “en proceso de llegar a ser” (Ingold y Palsson 2013). Donde quiera que usted los encuentre, los humanos se están humanando. Es decir, se están correspondiendo -como quienes escriben cartas, trazando sus pensamientos y sentimientos y en espera de respuestas-, están viviendo vidas que se tejen las unas alrededor de las otras a lo largo de sendas que se extienden cada vez más. Los “cabos sueltos” que Johannes Fabian (2014) 3 encuentra en la intersubjetividad son precisamente los hilos que están entrelazados en la correspondencia y que permiten que la vida continúe. Ninguna vida sería posible en un mundo interconectado donde todas las personas y todas las cosas estuviesen ya unidas y todas las líneas condujeran de A hasta B.

Entonces, practicar la observación participante consiste en unirse en correspondencia con aquellos con quienes aprendemos o entre quienes estudiamos, en un movimiento que va hacia adelante en el tiempo en vez de hacia atrás. Aquí yacen el propósito, la dinámica y el potencial educativo de la antropología que, como tal, es todo lo contrario a la etnografía, cuyos objetivos descriptivos o documentales imponen sus propias finalidades en estas trayectorias de aprendizaje, y las convierten en ejercicios de recolección de datos destinados a producir “resultados”, generalmente, en la forma de artículos o monografías de investigación. Y esto nos lleva a la pregunta por los métodos. Por supuesto que es común que la palabra etnográfico se coloque tanto después de “método” como de “trabajo de campo”. Lo que generalmente implica es alguna forma de observación participante. Ya he mostrado que la etnografización a posteriori de la observación participante socava tanto el compromiso ontológico que esta consagra como su propósito educativo. Sin embargo, permanecen las preguntas alrededor de la noción de método. Al admitir que la observación participante y la etnografía son totalmente diferentes, que una es una práctica de correspondencia y la otra una práctica de descripción, ¿puede alguna de ellas ser considerada, en alguna medida, un método?

Una forma de trabajo

Claro que esto depende de lo que entendemos por método. Tal vez podríamos caracterizar la observación participante como una forma de trabajo. Probablemente, esto fue lo que C. Wright Mills (1959, 216) tenía en mente, en un famoso ensayo sobre la artesanía intelectual, cuando insistió en que no podía existir ninguna distinción entre la teoría de una disciplina y su método, que ambos eran aspectos indisolubles de la práctica de un oficio. En este sentido, si el método de la antropología es el del profesional que trabaja con personas y materiales, entonces su disciplina yace en el compromiso con la observación y la afinación perceptiva que le permiten al profesional seguir lo que está sucediendo, y a su vez responder a los acontecimientos. Pero esto está lejos de lo que se entiende convencionalmente por método en los protocolos de la ciencia tradicional, en la que implementar un método significa seguir una secuencia de pasos preestablecidos y regulados para llegar a la realización de determinado objetivo. Los pasos de la observación participante, como aquellos de la vida en sí, son contingentes a las circunstancias y no avanzan hacia ningún fin. Más bien, marcan modos de seguir adelante y de dejarse llevar, de vivir con otros humanos y no humanos una vida que es consciente del pasado, afinada a las condiciones del presente y abierta especulativamente a las posibilidades del futuro.

¿Qué pasa entonces con la etnografía en sentido estricto? ¿Es un método? Como un oficio de escribir sobre las personas, es indudable que la etnografía tiene sus métodos, tal como sugirió Mills, pero es cuestionable que la etnografía sea un método aplicado al servicio de algún fin mayor, y yo argumentaría enfáticamente que no lo es. Por supuesto que la etnografía tiene un valor en sí misma, no como un medio para conseguir otra cosa. No tenemos que mirar más allá de esta para su justificación. ¿Cuál es el bien mayor al que la etnografía supuestamente debe su existencia? Los tradicionalistas pueden responder que es la antropología comparativa. En una época nos dijeron que abordáramos los estudios etnográficos como compendios de datos empíricos sobre las diversas sociedades y culturas del mundo, los cuales se podían usar para probar nuestras generalizaciones (Sperber 1985, 10-11). Aún hoy en día persistimos en reunir estudios seleccionados de aquí y allá, entre las cubiertas de volúmenes editados, con la esperanza de que una colección de textos diferenciados pueda producir alguna comprensión de corte general. Sin embargo, la escritura etnográfica no solo está sumamente devaluada por reducirse a los “datos”, sino que también ya hace mucho tiempo que se ha demostrado que la idea de que los universales son algo más que abstracciones propias es errónea. Es cierto que la antropología y la etnografía son distintas, como lo he señalado, pero esta distinción no puede ser alineada con una distinción entre lo general y lo particular o entre el trabajo teórico comparativo en el estudio y la recolección de datos empíricos en campo. La etnografía no es un preludio de la antropología, como lo es el trabajo de campo a la escritura, más bien es lo contrario. El etnógrafo escribe y el antropólogo -un observador corresponsal, en general- elabora su forma de pensar en el mundo (Ingold 2011, 241-243).

Una conversación de la vida humana

Los frutos de este proceso de pensamiento constituyen lo que tendemos a llamar “conocimiento”. Algunas veces hablamos de conocimiento antropológico y otras veces, de conocimiento etnográfico. Una gran cantidad de tinta ha sido derramada sobre la pregunta de a cuánto equivale este conocimiento. Hoy en día hay un acuerdo generalizado de que el conocimiento no se construye sobre hechos que están simplemente allí, esperando a ser descubiertos para ser organizados en términos de conceptos y categorías, sino que más bien surge y su crecimiento sucede en la medida en que forjamos nuestras relaciones con otros. No voy a repetir los argumentos que sustentan esta visión, sino que haré de cuenta que ya han sido leídos. El conocimiento, como explican Bob White y Kiven Strohm (2014) 4, es coproducido. Sin embargo, este es el momento para regresar a mi observación previa, en cuanto a que, ante los ojos de la mayoría de los colegas que se llaman a sí mismos de manera intercambiable antropólogos y etnógrafos, la práctica de generación de conocimiento o la coproducción que ellos llaman “etnográfica” parece detenerse en los muros de la academia y no penetrar en su interior. Dentro de los muros ellos hablan sin parar, unos con otros y con sus estudiantes sobre etnografía y, por supuesto, escriben, pero no llevan a cabo etnografía. De manera que el conocimiento coproducido con informantes es etnográfico, mientras que el conocimiento coproducido con los estudiantes no lo es.

No estoy sugiriendo ahora que debemos volvernos etnógrafos de nuestros estudiantes o de nuestros colegas académicos. Nosotros estamos allá para trabajar con ellos, no para hacer estudios de ellos. Sin embargo, yo retaría a aquellos que insisten en usar la palabra etnográfico a describir el conocimiento que surge a partir de sus involucramientos colaborativos (o de correspondencia) con las personas con quienes trabajan, a que expliquen por qué no consideran igual de adecuado describir de la misma manera el conocimiento que surge de su correspondencia con colegas y estudiantes. ¿No será porque, a pesar de todas las protestas en contra, siguen siendo cómplices de reproducir una distinción perniciosa entre aquellos con quienes y de quienes aprendemos, dentro y fuera de la academia respectivamente? Quizá cuando buscamos una educación de los grandes académicos no es para gastar el resto de la vida describiendo o representando sus ideas, visiones del mundo o filosofías, sino para perfeccionar nuestras facultades perceptuales, morales e intelectuales en las tareas críticas que nos esperan por delante. Pero, si eso es así, y si -como lo he argumentado- practicar antropología significa recibir una educación, tanto dentro como más allá de la academia, entonces lo mismo debe ser verdad acerca de las correspondencias con nuestros interlocutores “no académicos”. El conocimiento es conocimiento, donde quiera que se cultive, y como nuestro propósito de adquirirlo dentro de la academia es (o debe ser) educativo en vez de etnográfico, también debería serlo más allá de la academia.

Un ejemplo del tipo de distorsión a la cual yo aludo viene de una editorial reciente en la revista Anthropology Today, escrita por Catherine Besteman y Angelique Haugerud (2013), en la que hacen un llamado a favor de una antropología pública. Por supuesto, como lo reconocen, en ningún momento la antropología no ha sido pública, “en el sentido de que nuestro fuerte disciplinario es la etnografía y nosotros sondeamos cuidadosamente las visiones de nuestros interlocutores de investigación” (2). Yo sería el primero en estar de acuerdo con el sondeo cuidadoso -incluso forense- de ideas, como un desiderátum importante para una buena práctica académica. Sin embargo, hacerlo en nombre de la etnografía es precisamente neutralizar el reto que el involucramiento crítico con otras formas de hacer y conocer puede presentar al conocimiento público. ¿Por qué? Porque, en la etnografización de estas formas, la prioridad cambia del involucramiento al reportaje, de la correspondencia a la descripción, de la coimaginación de futuros posibles a la caracterización de lo que ya es pasado. Es, por así decirlo, mirar a través del extremo equivocado del telescopio. En vez de hacer un llamado a la visión que nos ofrece nuestra educación para iluminar y ampliar el mundo, el etnógrafo usa sus observaciones del mundo para someter a escrutinio las formas de vivir de los otros. ¿Quién se atrevería a hacer tal cosa a nuestros mentores y colegas dentro de la academia? Sin embargo, más allá de sus muros, tal actividad traicionera no es solamente una rutina, pues incluso ¡la izamos como nuestra característica disciplinaria más fuerte!

Reposicionar la antropología al frente

Sin lugar a dudas es un motivo de preocupación que la antropología haya perdido su voz pública o que sea apenas audible. Los que promocionan otras agendas, mal concebidas, sean populistas o fundamentalistas, están más que felices de llenar el vacío. Algunos incluso están dispuestos a falsificar sus credenciales antropológicas en su afán de alimentar prejuicios populares. Un síntoma de la retirada de la antropología es que ha fallado notablemente en mantener a estos sinvergüenzas a raya. En su manifiesto por la renovación de la teoría etnográfica, Giovanni da Col y David Graeber (2011) llegan a lamentar que la antropología en su predicamento actual esté “cometiendo un tipo de suicidio intelectual” (IX). Pero ¿se debe esto -como ellos afirman- a una falta de ideas originales? ¿Es el giro hacia la filosofía -específicamente la de procedencia continental europea- que se aparta de la etnografía lo que ha puesto a la disciplina en el camino de la autodestrucción?

Yo creo que no. Por una parte, no comparto la valoración pesimista que hacen Da Col y Graeber de la antropología reciente, ya que no ha habido escasez de ideas originales. Comparada con la mayoría de las otras disciplinas, la antropología asombra constantemente por su originalidad. Pero si hay una cosa que impide que las percepciones antropológicas tengan los efectos más amplios y transformativos que podríamos desear es el recurrir constantemente a la etnografía. Como ha anotado Stuart McLean (2013),

[...] el particularismo orientado etnográficamente se ha vuelto no solo la configuración predeterminada para mucha de la investigación y escritura antropológica actual [...] sino también la base de muchos argumentos relativos a la relevancia continua de la disciplina para la comprensión de los procesos sociales contemporáneos. (66-67)

McLean es escéptico de esta “casi ubicua visión compartida de la antropología”, y yo también lo soy, porque lejos de incrementar su relevancia social, me parece que el recurrir a la etnografía mantiene a la antropología, no sin fundamento, como rehén del estereotipo popular del etnógrafo, como alguien atado a la práctica de hacer crónicas retrospectivas de vidas que siempre están a punto de desaparecer.

Entonces ¿qué es este híbrido extraño de pragmatismo y de filosofar que lleva el nombre de teoría etnográfica? De alguna forma vuelve adonde yo empecé mi antropología, como “filosofía con las personas dentro”: una iniciativa energizada por la tensión entre la investigación especulativa sobre cómo podrían ser la vida y el conocimiento arraigado en la experiencia práctica de cómo es la vida para las personas en lugares y momentos particulares (Ingold 1992, 696). Sin embargo, ya he mostrado que, en su etnografización, esta experiencia está esquizocrónicamente detrás de nosotros, incluso en la medida en que se la vive. Y en cuanto a la teoría, se convierte en un dominio en el que los etnógrafos, habiéndose alejado de sus respectivos sitios de campo, cambian las “perspectivas” que han traído de allí. Como los expertos en arte exótico, ellos aspiran a exponer sus tesoros y a extraer valor de su comparación o yuxtaposición. En el museo de la teoría etnográfica, conceptos-objetos como totem, mana y saman, provenientes de tres continentes del mundo, se codean en el estante, esperando las atenciones del académico virtuoso que los convertirá mágicamente en algún tipo de “homo- nimidad disyuntiva” (Da Col y Graeber 2011, VIII).

Ciertamente, la etnografía y la teoría se parecen más que nada a dos arcos de la hipérbola, que lanzan sus rayos en direcciones opuestas, iluminando las superficies de la mente y el mundo respectivamente. Están espalda contra espalda y la oscuridad reina entre ellas. Pero ¿qué pasaría si cada arco reversara su orientación para abrazar al otro en una elipse abarcadora, iluminada intensamente? Entonces no tendríamos ni etnografía ni teoría, ni siquiera una mezcla de ambas. Lo que tendríamos sería un campo indiviso e intersticial de antropología. Si la teoría etnográfica es la hipérbola, la antropología es la elipse. Porque la etnografía, cuando da un viraje, ya no es etnografía sino las correspondencias educativas de la vida real. Y la teoría, cuando da un viraje, ya no es teoría sino una imaginación alimentada por su involucramiento observacional con el mundo. La ruptura entre realidad e imaginación -una anexada a los hechos, otra, a la teoría- ha sido la fuente de mucha disrupción en la historia de la consciencia y necesita ser reparada. La tarea de la antropología es repararla. Antes que nada. Al hacer un llamado a un alto en la proliferación de la etnografía, yo no estoy pidiendo más teoría. Mi súplica es volver a la antropología.

Referencias

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1Traducción del artículo de Tim Ingold, “That's enough about Ethnography”, publicado originalmente por la revista Hau: Journal of Ethnographic Theory 4 (1): 383-395 en el año 2014. El Instituto Colombiano de Antropología e Historia agradece al autor y a la revista HAU: Journal of Ethnographic Theory por otorgar los permisos de reimpresión y traducción del artículo a la Revista Colombiana de Antropología. Traducción de Andy Klatt (traductor certificado en Estados Unidos y traductor oficial en Colombia, andy.klatt@gmail.com) y María Clemencia Ramírez (antropóloga e investigadora honoraria del ICANH, clema15@yahoo.com).

2Shorter Oxford English Dictionary, 6.a ed., s. u. ethnography.

3En la sección temática del volumen 4, n.o 1 de la revista HAU: Journal of Ethnographic Theory.

4En el prefacio del volumen 4, n.o 1 de la revista HAU: Journal of Ethnographic Theory.

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