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Revista Colombiana de Antropología

versión impresa ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.54 no.1 Bogotá ene./jun. 2018

https://doi.org/10.22380/2539472x.385 

Articles

Co-laborar, co-descubrir el campo, co-des-cubrirse en él y dejarse interpelar. Aprender a aprender sobre las experiencias de “violación sexual” a las mujeres nasa del norte del Cauca

Co-collaborate, Co-discover the Field, Co-discover Oneself in it and be Interpellated. Learning to Learn about the Experiences of “Rape” of Nasa Women in Northern Cauca

Marcela Amador Ospina* 

* Universidad Nacional General San Martín / Idaes-IDES, Argentina. Magíster en Antropología Social de la Universidad Nacional General San Martín. Investigadora de la Universidad Nacional de Colombia. Su última publicación es “Un fantasma recorre el norte del Cauca: el fantasma del (los) feminismo(s). Encrucijadas del género y la investigación solidaria sobre las experiencias de violación sexual de las mujeres nasa del norte del Cauca, Colombia” (2017). amadorospina@gmail.com


RESUMEN

Basado en una etnografía colaborativa, este artículo presenta un itinerario de mis experiencias como antropóloga aprendiendo a aprender sobre las experiencias de “violación sexual” de las mujeres nasa del norte del Cauca. La reflexión epistemológica, metodológica, política, emocional y ética que abordo sugiere que el proceso de construcción de conocimiento para la transformación social tiene lugar durante el trabajo de campo etnográfico, cuya disposición está constituida por y es constitutiva de las acciones de co-descubrir el campo, co-des-cubrirse en él y dejarse interpelar.

Palabras clave: etnografía colaborativa; violación sexual; mujeres nasa; coconstrucción de conocimiento; experiencia

ABSTRACT

Based on a collaborative ethnography, this article presents an itinerary of my experiences as an anthropologist learning to learn about “rape” of the nasa women of northern Cauca. The epistemological, methodological, political, emotional and ethical reflection suggests that the process of knowledge construction for social transformation takes place during ethnographic fieldwork, whose disposition is constituted by and is constitutive of the actions of co-discovering the field, co-discover oneself in it, and be interpellated.

Keywords: Collaborative ethnography; rape; Nasa women; co-construction of knowledge; experience

Introducción1

En el norte del Cauca habita hoy un número importante de personas nasa, el segundo pueblo indígena más grande de Colombia2. Allí han compartido con las poblaciones negras y campesinas un legado histórico de varios siglos, signado por procesos de despojo, violencia y migración. La literatura académica sobre el pueblo nasa se ha enfocado predominantemente en su proceso político-organizativo, articulado a la experiencia de discriminación, exclusión y despojo. En los siglos XX y XXI, los análisis al respecto han privilegiado tres periodos claves: el primero, entre 1920 y 1940, cuando el líder Manuel Quintín Lame emprendió las luchas por la recuperación de los resguardos y el fin del terraje; el segundo, entre 1971 y 1985, periodo que se inició con el nacimiento del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) y el proceso de reivindicación étnica y fortalecimiento cultural bajo los principios de “unidad, tierra y cultura”; y el periodo que abarca desde la promulgación de la Constitución de 1991 hasta el presente.

Sin negar sus aportes, sugiero que la perspectiva androcéntrica de los estudios sobre el movimiento indígena caucano ha ignorado las historias y las voces de las mujeres nasa y, en particular, las experiencias de violencias intradomésticas e intracomunitarias. Estas historias silenciadas replantean el marco de sentido mismo de la historia oficial sobre el pueblo nasa. ¿Cómo enfrentar, entonces, estos silencios? Este artículo presenta un itinerario recortado e inconcluso de mis experiencias como antropóloga aprendiendo a aprender (Ingold [2012] 2016) sobre las experiencias de “violación sexual”3 de las mujeres nasa del norte del Cauca pertenecientes a dos generaciones. En particular, la reflexión epistemológica, metodológica, política, emocional y ética sobre esta experiencia de antropología solidaria y en colaboración sugiere que el proceso de construcción de conocimiento conjunto para la transformación social tiene lugar durante el trabajo de campo etnográfico, cuya disposición está constituida por y es constitutiva de las acciones de co-descubrir el campo, co-des-cubrirse en él y dejarse interpelar.

Para esto, retomo los aportes de una corriente teórica y metodológica que en las décadas de los sesenta y setenta hizo uno de los aportes más importantes de América Latina a las ciencias sociales: la investigación acción participativa (Bonilla et al. 1972; Fals Borda 1999). A través de lo que llamaron “La Rosca de investigación social”, cuyo representante más visible fue Orlando Fals Borda, este grupo buscaba superar las relaciones de desigualdad entre investigadores e investigados y restablecer el carácter de sujetos de conocimiento a los sectores populares mediante la acción de “devolver” los resultados de la investigación. Sus planteamientos fueron ampliados por un grupo de académicos y no académicos que respaldaron las luchas de los pueblos indígenas durante los años setenta y ochenta, quienes conformaron el Comité de Solidaridad con los Pueblos Indígenas y han sido identificados en la historia de la antropología en Colombia como “solidarios” (Caviedes 2000, 2002). De este grupo podemos destacar a Luis Guillermo Vasco, Víctor Daniel Bonilla, María Teresa Findji, Tulio Rojas, Dumer Mamián y Álvaro Velasco, entre otros. A partir de un importante cuestionamiento a la propuesta de “La Rosca de investigación social”, los “solidarios” insistieron en señalar que el proceso de producción de conocimiento ocurría en el trabajo conjunto de la vida cotidiana a través del diálogo como contradicción y de una solidaridad de doble vía (Vasco [1983] 2002, 650-651). Siguiendo este camino, la antropóloga estadounidense Joanne Rappaport (2005, 2007) también avanzó en su propuesta de la “etnografía en colaboración”.

En años anteriores a la amplia difusión de la llamada “antropología posmoderna”, el antropólogo colombiano Luis Guillermo Vasco ([1983] 2002) enunció con fuerza:

La etnografía se desenvuelve en un campo ideológico que impone a los etnógrafos la ilusión de que la relación que establecen con la sociedad estudiada es nueva por completo, creación suya y en virtud de sus capacidades, un producto de su acción subjetiva. Como si él, a diferencia de los demás miembros de su sociedad presentes entre los indígenas, no llevara sobre sus espaldas el peso de relaciones preestablecidas que lo determinan. (646)

En sus reflexiones sobre la etnografía y el campo ideológico en el que esta se desenvuelve, Vasco señala la importancia del diálogo como contradicción y la confrontación de saberes en la coconstrucción de un conocimiento de doble vía para la transformación de la sociedad hacia una más justa y equitativa. Etimológicamente el prefijo co significa unión o compañía, como lo expresan el Diccionario de la lengua española, de la Real Academia Española, y el Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, de Joan Corominas. Retomo este significado y las reflexiones de Vasco para afirmar que de ninguna manera el uso que hago del prefijo co (en las acciones de co-laborar, co-descubrir el campo y codescubrirse en él) supone ingenuamente una equivalencia entre las partes de la relación. Por el contrario, parto de reconocer las valencias de poder y las posiciones de desigualdad que son constitutivas y constituyentes de las relaciones que nos vinculan a los hombres y mujeres nasa y a mí como mujer, musxka (“blanca”), universitaria, los cuales nos preceden, devienen y constituyen objetivamente, pero siempre con el ideal ético y político de apuntar a transformarlas. Subrayo que este “hacer en unión o compañía” no es fruto de una decisión unívoca, lineal, unilateral o eterna porque la investigadora y las relaciones que coconstruye con sus interlocutoras e interlocutores siempre están a prueba. Así como una “entra al campo” también puede salir, bien porque toma la decisión de hacerlo cuando deja de haber compatibilidad de intereses, porque las condiciones políticas la obligan o porque es expulsada. Sostengo que el diálogo ocurre en doble vía, está espacial y temporalmente situado, y requiere conocer, explicitar y confrontar los intereses de cada parte de la relación sin pretender ningún tipo de “fusión de horizontes” (Cardoso 1998; Gadamer 1993, 372-377).

Mi aproximación epistemológica y metodológica tiene un fin teórico claro: por una parte, cuestionar la perspectiva androcéntrica de los estudios sobre violencia en Colombia4 así como del movimiento indígena caucano, los cuales han construido una mirada hegemónica que privilegia la violencia sociopolítica de los últimos setenta años. Es decir, se han concentrado en el análisis de las violencias perpetradas por el estado5, por los grupos armados y, en general, por grupos enfrentados entre sí como bandos en conflicto, erigiendo la caracterización de la violencia como un hecho extraordinario y ejercido por actores externos a las comunidades. Por otra parte, me propongo disputar lo que llamo la visibilidad selectiva de la violencia sexual (y de la “violación sexual”) propiciada por los actores armados. Esta última está sintetizada en la expresión violencia sexual en el marco del conflicto armado, acuñada por las organizaciones de derechos humanos, principalmente, pero también por la academia y actualmente usada también por los nasa. Esta idea, surgida en un marco interpretativo que enfatiza la violación sexual ejercida por los actores armados en Colombia, está en consonancia con la mirada hegemónica académica y social que ha puesto énfasis en la violencia sociopolítica de los últimos setenta años. Sin desconocer el importante proceso de visibilizar6 la “violación sexual” que emprendieron diferentes organizaciones de derechos humanos a escalas nacional e internacional desde la década de los noventa, también sugiero que en una coproducción entre estas organizaciones, la academia y los hombres nasa, esta expresión ha hecho visibles las violencias ejercidas por los actores armados a costa del silenciamiento de las violencias intradomésticas e intracomunitarias que han vivido y que viven las mujeres nasa en su vida cotidiana. Además, ha producido un efecto de universalización y deshistorización de la violación sexual y ha producido la fragmentación de diferentes violencias que coexisten, se superponen y se retroalimentan mutuamente7. Por lo anterior, considero erróneo su uso y me abstengo de hacerlo. He argumentado en otra parte (Amador 2016, 2017) que, entre los nasa, la denominación de una persona como compañera o compañero expresa un principio de identificación que sintetiza un sentido de unidad, al conjugar un vínculo político construido alrededor de la lucha por el territorio y de la autonomía como pueblo -extendido a quienes comparten esta lucha (incluida yo)-, y un vínculo afectivo o de parentesco. Es posible que la superposición de estos vínculos sea clave para comprender el silencio sobre las violencias hacia las mujeres nasa, tanto en la literatura académica como en el discurso organizativo hegemónico.

Aunque dialogo con los pocos trabajos etnográficos que existen sobre violencias hacia las mujeres indígenas en Colombia (Grupo de Memoria Histórica 2010; Guamá, Pancho y Rey 2009; Jackson 1991; Motta 2011; Yepes y Hernández 2010) y dentro del pueblo nasa (Duarte 2009; Posso 2010; Urrea, Posso y Motta 2010), no sigo sus líneas matrices. En contraste, en este artículo me interesa mostrar una operación de conocimiento que apunta a revelar la categoría “violación sexual” como histórica y culturalmente situada. Mi pregunta por la “violación sexual” de las mujeres nasa -que tiene un carácter intradoméstico e intracomunitario, intraétnico e interétnico-, y que formulo desde una perspectiva étnica, de género y generacional, adquiere un lugar central si aceptamos que “violación, como mujer y blancura, no tiene una definición única y transhistórica, sino que se produce por medio de y es definida dentro de los contextos históricos específicos”8 (Weismantel 2000, 417; traducción propia)9.

Co-laborar: cuando conocer para transformar es un recorrido de largo aliento

El desafortunado presente continuo de violencia y conflicto armado de la historia colombiana ha guiado mis intereses de investigación hacia la relación entre memorias, violencia sociopolítica y desplazamiento forzado. En la indagación que realicé entre el 2005 y el 2008 para obtener el título de antropóloga en la Universidad Nacional de Colombia, examiné las memorias del desplazamiento que produjo la masacre perpetrada en el año 2001 por paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia en el Alto Naya (Cauca). Comparé los procesos de producción, circulación y legitimación de dichas memorias desde los contextos locales: el Alto Naya, lugar de retorno de la mayoría de personas luego de la masacre y el desplazamiento, y La Laguna, ubicada en Timbío, donde se reubicaron quienes decidieron no regresar al antiguo lugar de residencia. Allí, a veinte minutos de Popayán, conformaron el cabildo Kitek Kiwe y la Asociación de Campesinos e Indígenas Desplazados del Naya (Asocaidena) (Amador 2008a; 2008b).

Los trabajos de la memoria, como bien lo señala la socióloga argentina Elizabeth Jelin (2002), están llenos de recuerdos, olvidos, silencios y fracturas. Al parecer, como se encargaría de mostrármelo mi propia experiencia, los trabajos con las memorias también. Utilicé la perspectiva de género para aproximarme a las memorias del desplazamiento, enfocándome en las marcas de género, en las disparidades de poder y en los conflictos, choques y tensiones entre las maneras diversas en que hombres y mujeres rememoraban los eventos violentos. Analicé las fracturas generadas por los procesos de violencia, las disímiles respuestas de quienes los vivieron, las distintas trayectorias que recorrieron y las diversas posiciones geográficas, sociales, políticas, ideológicas y morales que ocuparon tras estos. Situé estas vivencias contra el telón de fondo de las acciones estatales y de las ONG que atienden a quienes han sido definidos como víctimas del conflicto armado. Con el tiempo me di cuenta de que en esos contextos también se ejercían otros tipos de violencias, incluida la sexual. En ese momento no pude profundizar en ella pero esta inquietud se convirtió en un nuevo camino de indagación.

Volví al departamento del Cauca a mediados de mayo del 2012, luego de dos años en los que me ausenté para cursar una maestría en antropología social en Argentina, adonde me había trasladado para conocer en profundidad los debates sobre memoria y violencia. Pude “abrir” nuevamente “el campo” gracias a amigas personales con quienes he trabajado desde el 2005 en el Colectivo Rexistiendo, apoyando procesos de educación e investigación indígena en la Licenciatura en Pedagogía Comunitaria de la Universidad Autónoma Indígena Intercultural (Uaiin) del CRIC y en la Escuela de Tejedoras y Tejedores del Plan de Vida de Cxhab Wala Kiwe o “territorio del gran pueblo” Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN10).

Llegué a Santander de Quilichao para explorar la posibilidad de desarrollar mi trabajo de campo allí. Una de las compañeras que también hacía parte del Colectivo Rexistiendo y otra con quien había compartido experiencias de campo anteriores en el Cauca trabajaban en una ONG llamada Corporación Ensayos para la Promoción de la Cultura Política, que apoyaba y coordinaba actividades conjuntas con la Casa de Pensamiento de Cxhab Wala Kiwe ACIN. La Casa es un espacio creado en el 2009 durante el Congreso de Tacueyó, en el que las autoridades indígenas hablaron sobre la necesidad de construir conocimientos pertinentes para cualificar la toma de decisiones políticas de la organización. Para ello, consideraron necesario fortalecer la investigación en las comunidades nasa del norte del Cauca. Decidieron, entonces, crear un equipo interétnico e intercultural en el que participan “compañeros” y “compañeras” indígenas y no indígenas que centran sus actividades en tres componentes principales: formación política, seguimiento de políticas públicas que afectan a los pueblos indígenas e investigación-acción participativa.

En el marco de la formación en investigación de los y las nasa, algunas personas me habían sugerido la posibilidad de acompañar el proceso de investigación de una mujer nasa que se desempeñaba como coordinadora de la Casa de Pensamiento y desarrollaba su trabajo sobre participación política de las mujeres nasa del norte del Cauca. Sin dudarlo, accedí. Sin embargo, esta posibilidad no resolvía completamente la pregunta de si podría hacer mi investigación sobre violencia sexual, si había interés o no en ese tema; y, en caso de que lo hubiese, faltaría acordar y discutir las condiciones, el lugar y las personas con quienes hacerla en función de los puntos de confluencia y divergencia entre sus intereses y los míos.

Durante el primer mes participé en diferentes reuniones, talleres y marchas. Poco a poco empecé a reencontrarme con cada uno de los tejidos y programas que existen tanto en la organización regional (CRIC) como en la ACIN. Sin darme cuenta, estaba construyendo un lugar mientras circulaba y me movía con las mujeres que transitan entre las escalas local, zonal, regional y nacional. Eran el lugar y la movilidad que ellas mismas habían construido, el lugar en el que fundan y despliegan sus interacciones con diferentes actores y por el que me invitaron a circular.

Después del primer mes pude acordar la realización de mi investigación como “colaboradora” en la Casa de Pensamiento de Cxhab Wala Kiwe-ACIN y seis meses después la Corporación Ensayos me vinculó a su equipo de trabajo. Esta vinculación me permitió apoyar la construcción del diagnóstico para el Plan de Salvaguarda Nasa11 y coordinar un proyecto para el fortalecimiento de la participación política de las mujeres nasa, financiado por una agencia de cooperación internacional española. De manera que mi propio proceso de investigación se construyó, cuestionó, desvió y reorientó desde mis múltiples intereses, pertenencias sociales e institucionales, y también en diferentes escenarios. Mi vinculación como “colaboradora” en la Casa de Pensamiento, primero, y como miembro del equipo de la ONG, después, me permitió entender cómo se fueron ampliando los escenarios a los que tenía acceso y cómo se transformaron mis roles, tanto los que me atribuí como los que me atribuyeron: como estudiante de una maestría en antropología social, como “compañera”, como miembro del equipo de coordinación de algunos espacios de formación política, como tallerista o “profe” en las escuelas de Tejedoras y Tejedores del Plan de Vida en los resguardos de Munchique y Canoas, y en la Escuela Mujeres, Derechos Humanos y Participación Política, como investigadora del seminario de investigación participativa e intercultural de la Casa de Pensamiento, y como amiga.

Mi propia investigación, al igual que la del resto de compañeras y compañeros de la Casa, debía responder a las necesidades de las comunidades nasa del norte del Cauca. Con el tiempo me percaté de que había algunos temas y problemas que hacían parte de la política organizativa: la lucha contra la minería, la defensa de los territorios ancestrales, la agudización del conflicto armado, la ruptura de los acuerdos pactados con el gobierno nacional sobre salud y educación, entre otros. Sin embargo, otros, como la “violación sexual” intradoméstica e intracomunitaria, estaban sistemáticamente silenciados por la mayoría de los líderes y solo eran discutidos desde los márgenes, siempre cubiertos bajo el manto de sospecha de atentar contra el valor más preciado del movimiento indígena: la unidad.

De manera que para llevar a cabo la investigación tuve que explorar varias posibilidades de entrada al tema, al unísono de las palabras que me han acompañado desde ese momento hasta hoy: “es muy bueno que quieras trabajar la violación sexual a las mujeres nasa, pero es muy difícil”. Me pregunté entonces, y aún lo hago: desde una perspectiva de género, ¿cómo trazar una mirada antropológica sobre un proceso que está gobernado por la advertida dificultad, el silencio y la prohibición? Ahora son más claros para mí los múltiples sentidos de tal dificultad y los diferentes niveles en los que se ha expresado, así como los dilemas epistemológicos, metodológicos, éticos, políticos y emocionales que me han atravesado y que intentaré esbozar en este artículo.

En este apartado he explicitado mi posición social en campo, porque mis indagaciones están guiadas por el debate que sugiere que los procesos de producción de conocimiento están constituidos por y son constituyentes de nuestra “persona” en sus diferentes dimensiones e intersecciones (de género, etnia, raza, sexualidad, clase, posición en el campo académico, pertenencias laborales). Estos procesos no pueden comprenderse sin explicitar los lugares de enunciación que ocupamos y desde los cuales hablamos y actuamos los sujetos involucrados; las relaciones sociales que organizan nuestras interacciones; las coordenadas espaciales, temporales, sociales y culturales que las constituyen, así como los marcos de visión e interpretación que nos permiten (o no) ver, decir y hacer (Berreman [1962] 2012; Guber 2004; Haraway 1995; Rosaldo 1991; Strathern 1987a).

Ahora bien, como estrategia para desarrollar mi argumento, en el siguiente apartado describiré una situación etnográfica que tuvo lugar poco tiempo después de haber regresado al Cauca.

Co-descubrir el campo

Habíamos quedado de encontrarnos en la terminal de buses de Santander de Quilichao a las siete y media de la mañana, un miércoles de junio del 2012, para ir juntas a La Selva. Me había dicho que allí podía presentar mi propuesta de investigación y empezar a conocer a algunas de las mujeres con las que podría trabajar. Como todos los miércoles y sábados -“días de mercado”-, desde temprano se oían los chirridos de los frenos de las chivas12 que bajaban al pueblo y la galería13 provenientes de los resguardos de Canoas, Munchique-Los Tigres y Jambaló, ubicados en la parte alta de las montañas. Escondidos tras las carpas que se movían al vaivén del viento, asomaban los rostros nasa. Con sus vistosos colores, llenas de gente, cargadas de frutas, verduras, animales y fique14, en tiempos de cosecha las chivas inician sus recorridos a las dos de la mañana y continúan haciéndolo hasta aproximadamente las nueve, para emprender el regreso hacia los resguardos después de la una de la tarde.

Tras salir de la casa, ubicada en una esquina frente al parque El Rosario, avancé y con dificultad me abrí paso por la calle de la galería, colmada de gente, ubiqué rápidamente el bus que nos servía y la vi venir a lo lejos, con su larga trenza, sus ojos rasgados todavía por el sueño, una jigra15 de lana de ovejo café y blanco y un saco rosado de lana, que con frecuencia la acompaña para mitigar el frío del recorrido que hace diariamente en moto junto con Gabriel16, su compañero, desde el resguardo de Canoas, donde viven.

Era la segunda vez que veía a Mónica, una mujer nasa de 38 años, “comunera” del resguardo de Munchique-Los Tigres, es decir, censada en dicho cabildo, y quien me había invitado a acompañarla a una reunión convocada por la Casa de Pensamiento y el Programa Mujer de Cxhab Wala Kiwe-ACIN, para discutir la propuesta de acompañamiento de una ONG feminista defensora de los derechos humanos de las mujeres en la documentación de casos de violencia sexual “en el marco del conflicto armado”, tal como ella lo refirió. Según me comentó Mónica, una abogada de la organización había llegado al Cauca el día anterior desde Bogotá -donde está la sedepara participar en la reunión.

Salimos del pueblo por la vía que conduce hacia Caloto. Después de varios kilómetros, al costado derecho de la carretera, se encuentra la vereda La Selva, que tiene en la entrada un gran cartel que la anuncia como el espacio de encuentro del Programa Mujer de Cxhab Wala Kiwe ACIN. En la antigua casona blanca de una hacienda recuperada en el actual resguardo de Huellas, Caloto, una vez al mes sesiona la Tulpa de la Mujer Nasa y el Territorio. La Tulpa es un espacio coordinado por la Casa de Pensamiento, el Programa Mujer, el Movimiento Juvenil Álvaro Ulcué Chocué, el Programa de Educación y el Programa de Familia de la Cxhab Wala Kiwe ACIN. Aproximadamente 25 compañeras, entre los 22 y 67 años, participaron ese día en la Tulpa17. Unas se saludaban, otras reían a carcajadas y unas pocas permanecían serias. Era temprano en la mañana y algunas todavía estaban recibiendo el desayuno acostumbrado en este tipo de reuniones. Dos niños y una niña revoloteaban de un lado para otro. Uno de ellos, con una pañoleta roja y verde, los colores insignia de “la organización”, como se refieren los nasa al CRIC y la ACIN, se acercaba con frecuencia al regazo de su abuela para probar un bocado de comida y exclamaba “¡Mamita, mamita!”, cada vez que quería pedirle algo. Ella permanecía atenta a espantar al perro que esperaba un descuido del niño para quitarle el pan que sostenía en su mano. Hacia las nueve y media, una de las coordinadoras dio inicio a la reunión con un corto saludo en nasa yuwe. Una a una nos presentamos, precisamos nuestro lugar de procedencia y a qué nos dedicábamos. Las compañeras nasa venían de los resguardos del norte del Cauca, la mayoría se conocía entre sí y cada una mencionó si tenía o no un “cargo” en la organización: algunas eran coordinadoras del Programa Mujer en sus resguardos, otras eran alguaciles y kiwe thegna18, algunas más eran docentes y promotoras de salud. También, había una gobernadora fácilmente reconocible porque portaba su bastón de “autoridad”.

Llegó mi turno. La coordinadora de la Casa de Pensamiento se refirió de nuevo al motivo de mi presencia allí, señalando que si ellas estaban de acuerdo con la propuesta que les iba a presentar, la idea era que acompañara al equipo que coordinaba el área de investigación y formación política. En ese momento planteé que me interesaba explorar los sentidos que las mujeres nasa del norte del Cauca les atribuían a las experiencias de violación sexual ejercida por los actores armados (estatales, contraestatales y paraestatales) que se disputaban el poder político, económico y militar entre 1991 y el 2012. Expliqué que para ello también consideraba necesario describir y analizar los sentidos que las mujeres nasa les otorgaban a las experiencias de violencia sexual ejercida por los hombres indígenas y no indígenas con quienes convivían en los contextos comunitarios, pues creía que era fundamental comprender la relación entre ambas formas de violencia sexual y los modos en los que se sostienen y refuerzan mutuamente (cf. Cockburn 2004; Scheper-Hughes y Bourgois 2004).

Luego, la abogada de la ONG expuso las razones de su presencia en el espacio de la Tulpa. Propuso acompañar durante un año algunos casos de violencia sexual cometidos por actores armados que eligieran conjuntamente. Algunas de las mujeres presentes se mostraron interesadas en aprender a documentar los casos de manera jurídica. Después de su intervención, otras mujeres tomaron la palabra. La mayoría coincidió en su preocupación por la forma como eran abordados los casos de violencia sexual en los cabildos: “acá también tenemos impunidades”, señaló con fuerza una de las presentes. Otras ratificaron su intención de seguir “trabajando por los derechos de las mujeres”, como sugirió una de ellas. Una compañera anunció el punto de partida que facilitaba y llamaba a este encuentro: “tenemos la situación de que nuestros temas no son una preocupación muy sentida por la organización”.

En varias de las intervenciones se mencionó la preocupación por el reciente asesinato de una compañera nasa del resguardo de Canoas que había sido apuñalada por su compañero-pareja, también nasa. Otras se refirieron a la violación de tres niñas nasa por parte de su padre en un resguardo de Caldono en el 2011, un caso que fue ventilado públicamente de manera racista y descontextualizada por el programa de televisión Séptimo día. En ese momento, me sorprendió que ninguna hiciera referencia al caso de Rosa Elvira Cely, cuya violación, tortura y asesinato en el parque Nacional de Bogotá conmovía al país durante esos días y ocupó las noticias de prensa a causa de la sevicia y la ineficacia de la policía en acudir a su llamado. La lucha de Rosa Elvira por su vida y la de su hermana Adriana Cely tras su muerte instalaron una discusión importante en el país que devino en la promulgación de la Ley 1761 del 2015, conocida como la Ley Rosa Elvira Cely, que reconoció el feminicidio como un delito autónomo. Tres años después de la reunión a la que me refiero, las mujeres nasa empezaron a hablar de “feminicidio”. ¿Qué había ocurrido? La temperatura emotiva del encuentro transitó de manera abrupta entre las risas y el llanto. Entendí, entonces, que la Tulpa era un espacio que habían creado para compartir sus experiencias como mujeres, para hablar de las situaciones que viven, principalmente las violencias de las que son objeto, y que han caracterizado como un “problema” que requiere solución.

Por diferentes motivos en los que no profundizaré, el acuerdo con la ONG que representaba la abogada nunca se concretó, aunque la relación continuó de otras formas. En cambio, mi propuesta fue avalada y a la semana siguiente inicié el trabajo de campo. Sin embargo, me tomó cinco meses comprender lo que había ocurrido en esa reunión. Mi indignación ante un caso de violencia sexual en Bogotá no había tenido la misma resonancia y emotividad que esperaba entre las mujeres indígenas. El registro de esa “sorpresa” me permitió entender que había anticipado una cierta “empatía” con las mujeres participantes de la reunión frente a los casos de violencia sexual, suponiendo una misma posición acerca de la categoría mujer, del significado del cuerpo, de los derechos humanos y de actos considerados violentos. Además, frente a dos interlocutoras mushka o wakas (“blancas”) provenientes de Bogotá, con estudios universitarios en derecho y antropología, interesadas en conocer (por motivos diferentes) las experiencias de violencia sexual de las mujeres nasa ejercidas por los actores armados, las compañeras nasa disputaron la perspectiva hegemónica sobre la violencia en Colombia, que ha privilegiado la violencia sociopolítica. En contraste, las compañeras nasa propusieron enfocar la atención de sus experiencias de violencias en el plano político-personal, cuando expresaron con contundencia: “decimos para afuera que nos están matando el ejército, la guerrilla, los paramilitares, pero también nos están golpeando, violando y hasta matando los compañeros con los que vivimos, los vecinos, los papás”.

Al resituar la atención sobre sus experiencias de violencias en el plano político-personal e interpelar la perspectiva hegemónica, las compañeras nasa forzaron una abertura (Ingold [2012] 2016). Este artículo presenta hasta dónde nos llevó esa abertura que seguimos en el proceso de conocer las cosas, porque, como sugiere Ingold ([2012] 2016), “para conocer las cosas uno tiene que crecer dentro de ellas y dejarlas madurar en uno, de modo que se vuelvan parte de quien uno es” (220). De manera que esta percepción y comprensión fue un proceso de co-descubrir el campo guiada por la actitud de “aprender a aprender”. Al respecto, señala Ingold ([2012] 2016):

[...] este tipo de aprendizaje significa sacudirse, en vez de aplicar, las preconcepciones que de otro modo podrían dar una forma prematura a nuestras observaciones. Este aprendizaje convierte cada certidumbre en una pregunta cuya respuesta se puede encontrar atendiendo a lo que está ante nosotros en el mundo, en lugar de buscarla tras un libro. (220-221)

Mi trabajo de campo se prolongó por dos años y siete meses, durante los cuales viví de manera permanente en el Cauca; tomó rumbos a veces planeados y otras, inesperados. El campo se volvió “la vida” o, mejor, “la vida en el campo”, con las alegrías, frustraciones, torpezas, encuentros y desencuentros que ella trae, así como con las amistades, complicidades y afectos “que se siembran y cosechan”, como me dijo una buena amiga nasa. Privilegié la etnografía, la revisión del archivo del cabildo de Canoas y también usé la memoria como aproximación metodológica para explorar las maneras en que las mujeres nasa del norte del Cauca, de dos generaciones, dotan de sentido las experiencias de “violación sexual” intradoméstica e intracomunitaria (tanto interétnica como intraétnica) que tienen lugar en un contexto signado por la violencia sociopolítica. Aunque al inicio no tenía previsto hacer un análisis comparativo de las experiencias de violencias entre dos generaciones, fueron las mujeres nasa quienes guiaron esta decisión en correspondencia con su propia perspectiva histórica. El análisis comparativo me permitió comprender el tránsito de la naturalización a la politización de la “violación sexual” en un periodo que abarca desde la década de los sesenta del siglo XX hasta la actualidad.

Al seguir el camino que las compañeras me propusieron recorrer, presentaré brevemente las experiencias de “violación sexual” de las mujeres nasa, que muchas veces no fueron nombradas ni reconocidas como tal. En particular, mencionaré las modalidades que aparecieron en sus narraciones: “la vaca muerta”, “el hijo de la tulpa” y “el mojano” (junto con el “hijo del mojano”), aunque me concentraré solo en algunas de ellas. Más adelante, anunciaré el viraje que ocurrió durante y después de la década de los noventa, cuando dichas prácticas empezaron a ser nombradas como “violación sexual” (para profundizar, véase Amador 2016).

De tulpas, mojanos, vacas y “violación sexual”

Las compañeras nasa que protagonizan un recorte situado e interesado de la historia que aquí presento hacen parte de Cxhab Wala Kiwe (ACIN), pertenecen a dos generaciones y varias de ellas son comuneras del cabildo de Canoas, aunque también hablé y discutí sobre estos temas con un gran número de mujeres provenientes de otros resguardos que suelen participar en las dinámicas de la organización a escala zonal.

Algunas de las que en la actualidad tienen entre 60 y 80 años nacieron entre 1936 y 1956, vivieron sus primeros años de infancia y juventud durante La Violencia de mediados del siglo, fueron terrajeras y promovieron las recuperaciones de tierras durante las décadas de los setenta y ochenta, aunque quienes son reconocidos como “recuperadores” son sus compañeros-parejas. De ellas, unas pocas cursaron uno o dos grados de primaria y comúnmente son identificadas como “mayoras”. En contraste, quienes en la actualidad tienen entre 35 y 55 años de edad nacieron entre 1961 y 1981, y en su mayoría hicieron hasta segundo o quinto grado de primaria. Todas, en cierto momento de sus vidas, han participado en espacios de educación, “capacitación” y formación política comunitaria. En su edad adulta, algunas lograron alcanzar su grado de bachiller a través de una iniciativa del Tejido de Educación de la ACIN, que ocasionalmente desarrolla el bachillerato para adultos, y unas pocas tienen estudios universitarios.

La “violación sexual” intradoméstica e intracomunitaria hacia las mujeres nasa del norte del Cauca -intraétnica e interétnicaes una práctica histórica cuya emergencia, desarrollo y sentidos deben ser comprendidos a la luz de su despliegue en dos dimensiones: espacial y temporal. Espacialmente, las diferentes modalidades de “violación sexual” intradoméstica e intracomunitaria están articuladas e íntimamente conectadas en tres lugares: la casa (adentro), los caminos y cafetales (afuera) y el cabildo (enlaza el adentro y el afuera a través del mecanismo de transferencia de la autoridad patriarcal de la familia al cabildo); y temporalmente están situadas, producidas y atravesadas por dos periodos históricos claves que vinculan el pasado con el presente.

El primero de ellos, que se extiende desde la década de los sesenta hasta principios de la década de los noventa del siglo XX, alude a los impactos de la violencia bipartidista que agudizó la expulsión de los nasa de sus territorios, no solo por los enfrentamientos políticos sino también por la escasez de tierras propiciada por la expansión de las haciendas cafeteras y las plantaciones de caña de azúcar. Esto generó lo que los hombres y mujeres nasa llamaron la “invasión territorial” de los wakas (“blancos”), un fenómeno que hace parte constitutiva de la conciencia histórica nasa (Rappaport [1999] 2000), cuyas memorias se remontan a la época colonial y se conectan con la lucha por la recuperación de los territorios que emprendieron en los años setenta y que continúa hasta hoy.

Durante mi trabajo de campo, la vitalidad de las narraciones de los hombres y las mujeres nasa apareció con frecuencia asociada a una práctica que ocurría en los caminos y cafetales y que se atribuye a los wakas: la “vaca muerta”, paulatinamente internalizada y practicada por los varones nasa. La “vaca muerta” fue definida como una práctica colectiva que incluía la penetración vaginal llevada a cabo por un grupo de hombres separados y unidos entre sí en razón de su etnia, su clase y su edad, y cuyo despliegue entreteje de maneras disímiles los lugares, los tiempos, las situaciones y los motivos que le atribuyen. El sujeto de la acción, es decir, quien practicaba la “vaca muerta”, apareció en plural y en masculino. Según las diferentes versiones, participaban entre cinco y doce hombres. En consenso, todos los hombres y mujeres nasa con quienes trabajé definieron a los terratenientes, en general, y a sus mayordomos o capataces, en particular, como los sujetos que iniciaron e introdujeron esta práctica en el territorio nasa del norte del Cauca en la década de los sesenta. En cambio, las referencias a los modos en los que esta práctica fue internalizada por los varones nasa fueron mucho más difusas, aunque sus memorias dan cuenta de su continuidad. La mayoría de narrativas sobre la “vaca muerta” también privilegió los lugares y el tiempo en que ocurría. Los disímiles sentidos que adquirieron lugares como los caminos en la vida cotidiana nasa, en general, y en particular en la vida de las mujeres, fueron cruciales. Las compañeras organizaron sus recuerdos de la “vaca muerta” a lo largo y ancho de estos porque allí se concretaba la amenaza. En las narraciones se hizo énfasis en las actividades o situaciones en que se encontraban las personas (siempre mujeres) que eran objeto de la práctica: las labores agrícolas, dirigiéndose a la escuela o en la fiesta. Frecuentemente, las celebraciones o fiestas aparecieron asociadas a los relatos sobre la “vaca muerta”. Los motivos que afloraron de boca de las compañeras y de los compañeros nasa para explicar su ocurrencia coinciden en la reafirmación de la casa como el lugar de las mujeres. También están signados por la díada fidelidad/infidelidad que ordena el esquema de percepción, valoración y acción de las mujeres nasa. El mandato central: “las mujeres no son de la calle sino de la casa”, instituido y socializado por las figuras femeninas de la madre y la abuela, estructura y cristaliza una de las fisuras del tejido social nasa, pues justifica la puesta en marcha de la “vaca muerta”, a la vez que reafirma, reactualiza y legitima su ocurrencia en el territorio nasa. Así lo demostró el recurrente y problemático uso de las expresiones “por ser vagamunda”, “por andar vagueando es que les pasa lo que les pasa”, “a las mujeres era que ya les gustaba eso”, entre otros modismos que resaltan las asimetrías sexuales. Las historias sobre la “vaca muerta” ligadas a la fiesta producen, reproducen y legitiman con mayor contundencia imágenes y representaciones sobre las mujeres nasa y su sexualidad, sustentadas en marcadas y desiguales jerarquías de género.

Durante el turbulento periodo entre los sesenta y principios de los noventa, las compañeras también fueron objeto de otras formas de violencias que ocurrían en el ámbito del parentesco. Dos nudos articulan y ordenan estas experiencias de violencias de las mujeres nasa. Por una parte, el proceso de “conformar la familia” o “formar el hogar” señala los cambios y continuidades en las maneras de significar tanto las condiciones particulares de conformación de “la familia nasa”, así como la capacidad de acción y decisión que tuvieron o no las mujeres en la elección de la pareja y sus repercusiones en la manera como han transcurrido sus vidas en relación con las violencias que han vivido. Otro de los nudos que entretejen las referencias de las compañeras nasa y sus experiencias de violencias se asocia con el periodo anterior a la conformación de su propia familia. Las compañeras se refirieron a la existencia de una práctica a la que sin vacilaciones denominaron “el hijo de la tulpa”19. Las explicaciones sobre las condiciones de posibilidad de este hecho se pueden clasificar en dos posiciones. Están quienes les atribuyen a los varones que llegaban de visita (principalmente “compadres” y amigos de otras veredas) la autoría de y la participación en el embarazo de alguna de las muchachas de la familia. Con frecuencia, quienes propusieron esta explicación la vincularon con uno de los principales tabúes que regulan el sistema de parentesco nasa y los intercambios matrimoniales. Una mayora nasa lo expresó de manera contundente: “entre familia no pueden juntarse ni tener hijos”.

Por otra parte, hubo compañeras que señalaron que desde sus primeros años de vida fueron alertadas por madres y abuelas de evitar la “confianza” con los hombres de la familia, una confianza condensada en el contacto corporal que debía ser evadido a toda costa. Ambas posturas coinciden en que el hecho, caracterizado como “coger” y nunca nombrado como “violación sexual”, ocurría en la casa y, específicamente, dentro de la familia. Dejan entrever, además, que quienes quedaban embarazadas y tenían al “hijo de la tulpa” eran las hijas que todavía vivían con sus padres y familiares en la casa, es decir, muchachas solteras entre los 10 y los 16 años.

Cabe resaltar que la mayoría de las compañeras esgrimieron este hecho como uno de los motivos que apresuraron su “separación” de la familia consanguínea, lo cual fracturó aún más los inestables vínculos parentales y aceleró el proceso de “conformación de la familia”, la migración o su vinculación a las guerrillas20. Pero pocas mujeres se refirieron a esta experiencia en primera persona. “El hijo de la tulpa”, como fue nombrada esta modalidad, recoge cuatro elementos fundamentales: resalta la existencia de lazos de filiación, instituye la presencia de un nuevo sujeto (el hijo de la tulpa), construye su identidad apelando al uso del género masculino y atribuye la paternidad a la “tulpa”. Cuando las compañeras sintetizaron y nombraron esta modalidad como “el hijo de la tulpa” siguieron una forma de caracterización ampliamente compartida. En sus narraciones revelaron el proceso de naturalización de la que ha sido objeto, la forma en la que silencia el acto de “violación” y se concentra en la descendencia. Además, sugirieron las maneras como operan las estrategias de flexibilización del parentesco para darle un lugar a la descendencia, las cuales fueron cuestionadas por varias compañeras de la “segunda generación”21. Durante un taller que coordiné, una compañera de 53 años, proveniente del resguardo de Canoas y kiwe thegna (cuidadora del territorio o guardia indígena), se refirió así al viraje social que ocurrió en el último tiempo en el tema de la sexualidad y las violencias: “Ya conociendo el tema de violación sexual y comprendiendo ahora qué implica todo eso, vi que muchas veces eso ocurría y que muchas mujeres lo hemos vivido”. Las expresiones “en ese entonces yo no entendía qué era violación”, “comprendiendo ahora qué implica todo eso” y “entender que yo también había vivido eso” resumen la forma como las mujeres nasa, principalmente aquellas de la “segunda generación”, toman plena conciencia sobre la manera en que perciben, definen y cobijan prácticas como “la vaca muerta”, “el hijo de la tulpa” y el “mojano” (y su descendencia) como “violación sexual” en el presente.

La forma de re-conocimiento de algunas de las experiencias de violencias de las compañeras, instaurada mediante la nueva manera de nominación y significación como “violación sexual”, parece encajar en una serie de arreglos locales que, a su vez, están iluminados por y entretejidos con una serie de reconfiguraciones que tuvieron lugar a escala internacional y nacional. Entre ellos, vale la pena señalar la creciente visibilidad internacional conferida a la violencia sexual en contextos de conflicto armado que trajo aparejada su definición como un asunto de derechos humanos. En el plano nacional, debo mencionar la agudización del conflicto armado colombiano, la construcción de la población nasa del norte del Cauca como objeto de intervención humanitaria y la promulgación de la Constitución de 1991. Con este telón de fondo, las compañeras vinculan y sitúan sus experiencias de violencias y de “violación sexual” en el campo de la “justicia propia” o comunitaria y esbozan la tensión permanente en la que se mueven, entre la defensa de los derechos colectivos como miembros del pueblo nasa y sus derechos individuales como mujeres. Sus narraciones indican que es en el campo de la justicia propia en el que ellas dialogan, enfrentan y luchan con tres de los interlocutores que aparecen en el horizonte de sus relatos. En primer lugar, los hombres nasa. En segundo lugar, algunas de sus congéneres, en especial, quienes las preceden generacionalmente: sus madres, abuelas o suegras. Y, por último, las “organizaciones de derechos de las mujeres” y ONG con quienes dialogan, negocian y confrontan sus experiencias de “violación sexual” e interpelan, reafirman y redefinen sus límites, así como los del “imperialismo moral” de la práctica “occidental” de los derechos humanos (Hernández Truyol, citada en Segato 2004), en los espacios de capacitación y formación política donde participan. Frente a estos interlocutores, las mujeres nasa construyen y significan sus experiencias de “violación sexual”, definen el marco desde el cual instauran su lucha contra las violencias, promueven el fortalecimiento de la justicia comunitaria, transforman el sentido de unidad y debaten con otros actores que, como ellas, buscan imponer su verdad (cf.Jelin 2002), su definición de la “violación sexual”, de la justicia y de la unidad.

Ahora bien, hasta aquí he sugerido que este proceso de conocimiento situado ha estado guiado por la emergencia de los nuevos paradigmas en ciencias sociales que enfatizan el papel de la investigadora como un sujeto social (Bourdieu y Wacquant 1995; Haraway 1995). A continuación quiero llevar la discusión a otra dimensión de la reflexividad, porque considero que su exposición podría contribuir con una mirada analítica crítica de la manera como hacemos trabajo de campo sobre la “violación sexual”.

Co-des-cubrirse en el campo y dejarse interpelar

Avanzado mi trabajo de campo, me vi en la necesidad de interrumpir por un tiempo la indagación, tomar una distancia que necesitaba y “distraer” mi cabeza en temas no mucho más gratos, como la violencia sociopolítica hacia el pueblo nasa, concentrándome únicamente en el trabajo que venía realizando con otros compañeros y compañeras para construir el diagnóstico para el Plan de Salvaguarda. En seguida describiré lo que sucedió y la forma en la que su registro posibilitó una operación de conocimiento a la que he llamado dejarse interpelar, que me ayudó a entender otra dimensión de la experiencia que pasa por el cuerpo, que es en definitiva el lugar de la experiencia (Willis y Trondman 2000).

El miedo poco a poco se va apoderando de la mujer que al inicio era extraña, ajena; de “la mona”, como suelen llamarme los hombres y mujeres nasa que apenas me conocen, apelando a una expresión que usan con frecuencia para referirse a una mujer musxka o wakas en nasa yuwe o “blanca” en castellano. Empecé a sentirlo cuando la noche se aparecía incierta ante mí, tenebrosa e indeseable. La voluntad de prolongar el día para que el temor de la noche no me desvelara se convirtió en una constante. Durante las estadías en mi casa en el pueblo, que compartía con varias compañeras y compañeros nasa y también con un compañero no indígena, nunca más volví a dormir con la ventana abierta a pesar de las altas temperaturas, estudié milimétricamente la disposición de mi ventana hacia el exterior y la probabilidad o no de que alguien pudiera entrar por ahí, cerré con llave la puerta de mi cuarto y dejé de tomar domicilio (mototaxi) después de las seis de la tarde. Un perro que ladraba, un fuerte viento soplando, un animal pastando se convirtieron en indicadores de una potencial amenaza. Una de esas noches, soñé que estaba recostada sobre una cama y que me arropaban varios cachorritos peludos que me miraban atentos mientras dormía. La respiración se hacía más lenta y la sensación de tranquilidad inundaba el espacio en el que me encontraba. Al día siguiente, como acostumbran a hacer la mayoría de hombres y mujeres nasa, compartí mi sueño con una compañera que es “famosa” por sus interpretaciones. Escuchó con atención cada uno de los detalles que mencioné, hizo algunas preguntas y con una voz tranquila me dijo: “Hay mucha gente que está pendiente de usted. Los cachorritos abrigándola son esa gente que la protege, que la cuida, porque usted es de afuera y es más visible”. Entre los nasa, el sueño o ksxaw en nasa yuwe es el guía, el espíritu, el compañero o dueño que pronostica y predice los acontecimientos buenos y malos. Cuando sueñan, los nasa se dirigen a la casa de los espíritus o Ksxaw Yat. Cada persona tiene su ksxaw, por eso es común oír entre los nasa que cada persona tiene su “compañero”, en caso de ser mujer, y su “compañera”, en caso de ser hombre. Los ksxaw guían la vida nasa, definen la moralidad de su mundo y son una de las principales formas de protección.

Cuando los lugares y espacios en los que ocurre la “violación sexual” son de la cotidianidad: la casa, los caminos y las fiestas, y cuando quienes la ejercen no solo son los otros, los extraños, los ajenos, los “blancos”, los armados, sino también los compañeros-pareja, los papás, los hermanos, los tíos, los vecinos y los “compañeros de lucha” o “compañeros-comuneros”, yo también me sentí expuesta a ella.

La impotencia que produce la recurrencia de las violencias múltiples en una sola vida y en un solo cuerpo, y a la vez en todas las trayectorias de vida de las mujeres nasa, no logra ubicar a la mujer investigadora en un escenario de ininteligibilidad. Mucho menos cuando “descubres el campo y te descubres en él” (Guber, Milstein y Schiavoni 2014). Colándose entre sus delicadas fisuras, la recurrente presencia del miedo, el temor y las prácticas de precaución incorporadas indican cómo se filtra la violencia en la vida cotidiana y las formas en las que nos interpela a las mujeres como sujetos desde las diferentes posiciones sociales que ocupamos. Por esto, mi sueño, que habla del miedo de la antropóloga a la “violación sexual”, también me interpela y me obliga a preguntarme: ¿es el mismo miedo el que sentimos y compartimos solo por el hecho de ser mujeres? ¿La “fuente” de protección de la que soy objeto porque soy de “afuera” (que ya es de por sí una explicación), y a la que aludió la compañera que interpretó mi sueño, también la tienen las mujeres nasa? Pensar dónde está la diferencia entre sus miedos y mis miedos a la “violación sexual” y entre sus maneras y mis maneras de enfrentarlos también es mi trabajo como etnógrafa.

Si a raíz de la situación que describí hubiera asumido que las mujeres nasa se sentían igual que yo y que experimentaban sus miedos de la misma forma en la que yo experimentaba los míos, estaría leyendo mis propios miedos y no los suyos, con el agravante de que podría proyectarlos, construir la ilusión de empatía y terminar por imponerlos. En su análisis sobre la violencia en Argentina, el antropólogo holandés Antonius Robben se pregunta: “¿Qué ajustes metodológicos deberían hacer los investigadores para enfrentar estos encuentros cargados de emociones? ¿Cómo quedan afectados los mismos antropólogos al escuchar los relatos de sucesos traumáticos?” (2011, 1). En su sugerente respuesta, Robben señala que la expresión emocional de la violencia conforma un tipo de relación social en la cual el investigador es seducido y encantado por el otro. Con un importante llamado de atención metodológico, señala que “la seducción no es algo que se pueda evitar o controlar, sino que constituye un proceso inevitable que demanda su comprensión adecuada” (2011). Ya hace un tiempo, también Renato Rosaldo (1991) reflexionó sobre la fuerza cultural de las emociones a partir de contrastar su experiencia personal con la muerte de su esposa, Michelle Rosaldo, y la cacería de cabezas entre los ilongot de Filipinas. Su planteamiento apunta a la importancia de considerar la posición del sujeto dentro del área de relaciones sociales para comprender la experiencia emocional. En su crítica a la teoría occidental de las emociones, Catherine Lutz (1988), siguiendo el estudio pionero de Michelle Rosaldo (1984), plantea que estas tienden a ser vistas como “cosas” que crean la noción de igualdad entre los seres humanos, en otras palabras, de humanidad. En contraposición, argumenta que las emociones no son “cosas” ni estados internos supuestamente universales; los significados emocionales están estructurados de manera social y cultural y deben ser entendidos como dirigidos a propósitos comunicativos y morales. De modo que las emociones, culturalmente informadas, son juicios morales sobre situaciones particulares y la experiencia emocional del miedo es una experiencia culturalmente elaborada.

Siguiendo esta vía de análisis, me interesa enfatizar algunos asuntos. Por un lado, transcurrió un tiempo entre mi experiencia onírica, el relato que construí sobre ella para mi interlocutora nasa, la decisión de tomar una distancia que consideré necesaria para preservarme y el modo en el que esa distancia me permitió percibir y comprender la situación. Esto me obliga también a insistir en que este proceso no ha sido tan lineal, estructurado y desprovisto de la intensidad emocional que me supuso (y aún supone), como lo he presentado aquí a través de lo que me posibilita o a lo que me obliga una narrativa pretendidamente ordenada. Por otro lado, atender a este acto comunicativo inconsciente, narrarlo conscientemente a mi interlocutora nasa poniéndolo en su marco interpretativo, escuchar su interpretación en diálogo/confrontación con la mía y buscar modos para comprenderlo son las acciones que constituyen el proceso de dejarme interpelar. Son constitutivos de él todos los llamados de atención que me hicieron las compañeras nasa y que he descrito en apartados anteriores.

Como ha señalado la antropóloga Fran Markowitz (2003), la intimidad, ese ingrediente que tanto esperamos, es también al que más le tememos. Y le tememos por la responsabilidad que implica emprender este viaje en el que, como señaló William Ospina (2013) recordando a Derek Wolcott22, uno entra en contacto con el mundo que visita, se atreve a vivir ese mundo y hasta corre el riesgo de pertenecerle. Aunque uno nunca se convierta en una de las personas que viven en ese mundo, ese es el sentido transformador del viaje, como lo es también el del trabajo de campo, y no solo en lo que al rito de paso necesario para ingresar a la “logia” antropológica se refiere: uno entra siendo una persona y sale siendo otra que es una misma pero diferente. Un viaje que trasciende la movilidad geográfica para instalarse e interpelar la construcción de sujeto a través de las experiencias de “violación sexual” o del miedo a ella que se convierten en marcas de la memoria trazadas e inscritas en el cuerpo. Por eso, considero que co-laborar, co-descubrir el campo, co-des-cubrirse en él y dejarse interpelar es un proceso gradual de re-conocimiento de la otra y de uno mismo, una lucha conjunta, un diálogo de doble vía que se teje en la vida cotidiana a través del encuentro, la interacción y la protección (o desprotección) mutua de los cuerpos que potencia la etnografía.

Conclusiones

En este artículo he argumentado que la antropología solidaria y en colaboración es un proceso de construcción de conocimiento conjunto que tiene lugar durante el trabajo de campo, cuya disposición, guiada por la actitud de aprender a aprender (Ingold [2012] 2016), deviene en un proceso de co-descubrir el campo, codescubrirse en él y dejarse interpelar. Como he sugerido, empecé esta experiencia de campo guiada por la inercia trazada por la amplia historia de los campos académicos sobre violencia en Colombia y sobre el movimiento indígena caucano, los cuales, desde una perspectiva androcéntrica, han construido una mirada hegemónica que privilegia la violencia sociopolítica de los últimos setenta años, caracterizando la violencia como un hecho extraordinario y ejercida por actores externos. También, durante un buen tiempo me mantuve en el canon pautado por las organizaciones de derechos humanos que emprendieron un importante proceso de visibilidad de la violencia sexual hacia las mujeres ejercida por los actores armados. Tardé un buen tiempo en entender que mi interés por comprender las violencias que ejercían los actores armados hacia las mujeres nasa no correspondía con el suyo, pues no era de esas violencias que ellas querían hablar. No obstante, como he mostrado, mi perspectiva teórica así como mi posición social, ambas puntos de partida en campo, me permitieron acceder a cierto tipo de situaciones y producir cierto tipo de conocimiento a partir de mi disposición para “aprender a aprender” y dejarme interpelar por lo que mis interlocutoras estaban diciendo. El registro de esa interpelación, el trabajo de campo intensivo y la estancia prolongada en el campo, así como las múltiples situaciones de interacción que construimos me posibilitaron conocer estos planos tan íntimos, sin imponer mis propios marcos interpretativos ni mis juicios morales. Dos años y siete meses fue el tiempo del proceso de comprensión, co-descubrimiento del campo y co-construcción de conocimiento; un proceso en el que las condiciones de la relación se fueron transformando a través de las experiencias diferencialmente compartidas y que también transcurrió en el devenir histórico marcado por condiciones que conmueven y reconstituyen el proceso mismo de comprensión. En mi caso, por ejemplo, los cuatro años que duró la mesa de negociación entre las guerrillas de las FARC y el gobierno colombiano coincidieron con el desarrollo de mi trabajo de campo y con la escritura de la tesis.

Pero esta no sería la única lección de este proceso de construcción de conocimiento, que revela el paulatino aprendizaje de la cultura y la historia nasa desde adentro, aprendiendo con y aprendiendo de la mirada de las mujeres y su poder transformador de la unidad a través de la experiencia íntima de estar ahí, “y permite que el conocimiento crezca desde el interior del ser en el desplegarse de la vida” (Ingold [2012] 2016, 229).

Mi definición inicial de una periodización que tenía como punto de partida el año 1991, dada la convergencia entre la definición de la “violación sexual” como un asunto de derechos humanos y la promulgación de la Constitución de 1991, que asumí inicialmente como nodos para comprender las experiencias de “violación sexual”, fue interpelada rápidamente por las compañeras. Con paciencia e insistencia, ellas me mostraron el que se convertiría en uno de los nudos que articula la investigación: la importancia de comprender la “violación sexual” en sus propios términos y desde su propia perspectiva histórica, enseñándome que esa expresión no existe en nasa yuwe, que no la han nombrado ni reconocido así por cuanto la forma como la entendemos hoy en el marco del discurso de los derechos humanos no coincide plenamente con los sentidos que los hombres y mujeres nasa le han atribuido a lo largo del tiempo. Me guiaron, en definitiva, por los caminos de la comprensión histórica de las experiencias de “violación sexual”, hasta entender que estas se despliegan ante diferentes interlocutores, en lugares específicos y en tiempos particulares. Así, me animaron a seguir la profundidad temporal de los hilos de sus historias y me impulsaron a hacer del trabajo una etnografía con perspectiva histórica (Rosaldo 1980).

Al mostrar el viraje que ocurrió durante la década de los noventa hasta hoy, he propuesto que algunas mujeres nasa comenzaron a denominar como “violación sexual” prácticas y relaciones que eran categorizadas y significadas de formas diferentes en otros momentos históricos. Precisamente, es mediante el contacto con representantes de la sociedad nacional, incluida yo, una mujer universitaria, musxka (blanca) y miembro de una ONG feminista, a quienes las mujeres y hombres nasa significaron como “compañera”, que las mujeres nasa empezaron a transformar el silencio en palabras dentro del repertorio discursivo de la sociedad nacional apropiando el significante “violación sexual”23 instituido como universal por la palabra (mágica) del derecho (cf.Bourdieu 1993; Malinowski 1984), pero interpelando, negociando y reformulando sus fronteras con todos los interlocutores que se encuentran en el horizonte de sus relatos.

Durante todo el proceso de construcción de conocimiento, tanto las compañeras nasa como yo hemos tenido que afrontar los conflictos y tensiones que han generado (y continúan generando) las prácticas de impugnación de este silencio. A pesar de las dificultades y conflictos que hemos tenido que enfrentar, las experiencias de las compañeras nasa y su “lucha” contra las violencias que viven revelan que no están amenazando la unidad, sino transformándola. En pugna con ideas primordiales y ahistóricas de la etnicidad, y en consonancia con lo que han apuntado mujeres indígenas en otras escalas, las compañeras nasa de dos generaciones con las que trabajé

[...] han optado por reivindicar el carácter histórico y cambiante de sus culturas alertando sobre el peligro que implica que el movimiento indígena no enfrente los problemas reales de antidemocracia y violencias que marcan su vida cotidiana [...] [Para ellas] si se niega la existencia de problemas internos, no hay necesidad de enfrentarlos y buscar soluciones políticas a los mismos. (Hernández 2001, 217)

Como he mostrado, el recorrido para hacer un trabajo solidario y en colaboración no es cualquier camino sino una trocha: hay que abrirla colectivamente, con esfuerzo, sabiendo hacia dónde vamos aunque el camino sea todavía incierto y desconocido; implica un encuentro y un desencuentro entre diferentes saberes, intereses y modos de saber y significar; se necesitan varios instrumentos y maniobras; nos enfrenta ante obstáculos, subidas, bajadas, precipicios y abismos; está ambientada por paisajes que nos sobrecogen hasta quitarnos el aliento, nos distraen y nos desvían; avanza con diferentes ritmos que oscilan entre la evaluación de los avances y los retrocesos, el diálogo y la disputa, la suspensión de las labores de manera temporal o definitiva y, en el peor de los casos, las amenazas de expulsión o su materialización, cuando las visiones e intereses dejan de ser comunes y es mejor optar por rumbos diferentes. De esta manera, la trocha, así como se abre, también se puede cerrar. Y así es la antropología solidaria y en colaboración, aunque las idealizaciones que hemos construido sobre ella nos hayan impedido examinar sus límites o zonas más grises.

Es posible que estos silencios, como todos los silencios, hablen, y lo hagan sobre la disposición y preferencia generalizada de “mantener el campo abierto” y las relaciones allí construidas, condiciones sine qua non para garantizar y reafirmar, por una parte, los medios de subsistencia que nos provee acreditar por medio de nuestro diploma que somos antropólogas o antropólogos y, por otra, la posición de quien investiga en el campo académico.

Adicional a esto, durante todo el trabajo de campo me moví alrededor de las tensiones constitutivas del carácter dual del feminismo como proyecto analítico y político (Mahmood 2008; Mohanty 1991; Moore 1991; Strathern 1987b) y debatí con la pretensión universalista de los derechos humanos, con su “imperialismo moral” (Hernández Truyol, citada en Segato 2004) y con el lenguaje moralmente potente del universalismo humanitario frente a la “violación sexual”. “Aprender a aprender” y “dejarse interpelar” significan también extremar la vigilancia epistemológica, de tal manera que nuestro análisis no se convierta en una reproducción “encantada” (Robben 1995, 2011) del punto de vista de las personas con quienes nos identificamos políticamente y, en contraste, comprometerse con dar cuenta de las experiencias de violencias de las mujeres nasa en sus propios términos, atendiendo a los sentidos que les atribuyen en diferentes momentos históricos y reconociendo que la producción y reconstrucción de su punto de vista ocurre en la interacción entre las mujeres nasa y la antropóloga.

Espero que este artículo contribuya con la construcción de un campo de conocimiento que urge trazar en Colombia a partir de una perspectiva que nos habla sobre cómo realizar una práctica académica políticamente responsable que, en palabras de la antropóloga feminista Saba Mahmood (2008), es “una práctica que parte no de una posición de certeza sino de riesgo, de compromiso crítico y de voluntad para reevaluar los puntos de vista propios a la luz de los del otro(a)” (211).

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1 Este artículo se basa en la investigación de mi tesis de Maestría en Antropología Social, “De tulpas, mojanos, vacas y justicia. Una etnografía histórica de las experiencias de violación sexual de las mujeres nasa del norte del Cauca” (2016), en la Universidad Nacional General San Martín-Idaes / IDES de Argentina. Agradezco a las compañeras y compañeros nasa que alimentaron con sus experiencias y sugerencias el desarrollo de este trabajo. A Jorge Andrés Perugache, Laura Calle, Diana Granados, Marta Zambrano, Joanne Rappaport y Rosana Guber, mi directora de tesis, por su lectura atenta y los valiosos comentarios que hicieron a varios borradores de esta, algunos de cuyos borradores recupero y reelaboro. También extiendo mis agradecimientos a los dos evaluadores anónimos y al comité editorial de la revista por los sugerentes comentarios y provocadoras críticas que hicieron al artículo, pues, sin duda, me ayudaron a profundizar el análisis.

2 En las fuentes históricas coloniales, así como en la literatura antropológica e histórica producida antes de los años ochenta del siglo XX, este pueblo indígena es conocido como páez o paeces, denominación que alude al grupo que habitaba de forma mayoritaria la “provincia de Páez”, en Tierradentro. La palabra páez correspondía a uno de los caciques encontrados en el territorio y fue usada para definir al grupo y a su territorio (Paredes 2014). A partir de 1980, en el marco del proceso de reivindicación étnica y cultural impulsado por el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), varios lingüistas indígenas sugirieron que el grupo empezara a autodenominarse como nasa, que en nasa yuwe significa “gente” (Rappaport 2005).

3 A lo largo de este artículo me interesa mostrar los conceptos usados por los nasa, atendiendo a la forma como los construyen y significan. Sin embargo, dada la alta frecuencia de enunciación de varios de estos términos (incluidos compañero y compañera), la primera vez que aparezcan mencionados en el documento serán usados con comillas para especificar que es una categoría nativa. La única excepción será “violación sexual”, que mantendrá las comillas a lo largo de todo el documento para mostrar su historicidad y las maneras disímiles en las que es significado según los contextos.

4 En la antropología, el trabajo pionero sobre el desplazamiento forzado desde una perspectiva de género de la antropóloga Donny Meertens (1995) sin duda confrontó la perspectiva androcéntrica de los estudios sobre violencia sociopolítica en Colombia. Para otra aproximación, véanse los trabajos de Álvarez (2004), Blair (2010) y Riaño (2006), así como los informes del Grupo de Memoria Histórica y del Centro de Memoria Histórica (2010, 2011, 2012).

5 Aclaro que siempre uso las palabras estado y gobierno en minúscula porque es una forma de cuestionar su jerarquía y la manera en la que hemos naturalizado su existencia.

6 Me interesa destacar la acción de mostrar y volver algo visible, y no usar el concepto como si fuera una cualidad inherente y natural.

7 Para un análisis más detallado sobre la conformación del campo de conocimiento sobre “violencia sexual” en Colombia, véanse Amador (2016, 2017b).

8 El texto original dice: “Rape, like woman, or whiteness, does not have a single, transhistorical definition, but rather is produced through and defined within specific historical contexts”.

9 Aquí sigo los debates en torno a las mujeres otras, que cuestionaron significativamente al sujeto mujer, propio del universalismo feminista hegemónico blanco, y denunciaron su complicidad con otras ideologías racistas, clasistas, sexistas y heteronormativas. Por esta vía, los llamados feminismos de color (bell hooks, Patricia Hill Collins, Angela Davis, entre otras representantes del Black Feminism), los feminismos del Tercer Mundo (Chandra Mohanty, Gloria Anzaldúa, entre otras) y los feminismos descoloniales (María Lugones, Breny Mendoza, Yuderkys Espinosa, Julieta Paredes, Silvia Rivera-Cusicanqui, Rita Segato, Rosalva Aída Hernández, Ochy Curiel, entre otras) promovieron la importancia de contextualizar e historizar sus experiencias de subordinación signadas por la clase, la raza, el género y la sexualidad.

10 La ACIN está adscrita al Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC). Surgió a mediados de los noventa y aun cuando ha cambiado a lo largo de los años, para los propósitos de este trabajo es importante señalar que en la actualidad agrupa veinte cabildos y siete “planes de vida” o “proyectos comunitarios” distribuidos en diferentes municipios del norte del Cauca. Cada cabildo elige su autoridad que es conocida como gobernador(a), así como al resto de autoridades que conforman la directiva del cabildo. El conjunto de las veinte autoridades, en representación de sus “comunidades”, es el principal órgano de decisión y orientación política de la asociación. La ACIN está conformada por diferentes instancias o secciones: el Tejido de Educación, el Tejido de Salud, el Tejido de Justicia y Armonía, el Tejido de Defensa de la Vida y los Derechos Humanos, el Tejido Económico-Ambiental, el Tejido de Comunicaciones, el Programa Mujer, el Programa Familia, la Casa de Pensamiento y Planeación. La Casa de Pensamiento, así como los otros tejidos y programas, hacen parte de la estructura organizativa de la ACIN.

11 La construcción de los planes de salvaguarda hace parte de la orden proferida por la Corte Constitucional al gobierno colombiano, a través del Auto 004 del 2009, para proteger de la extinción física y cultural a 34 pueblos indígenas del país amenazados por el conflicto armado y el desplazamiento forzado, incluido el pueblo nasa.

12 Medio de transporte característico de las zonas rurales en Colombia, conocido también en algunos lugares como “bus-escalera”. Su potencia permite transitar los escarpados y montañosos caminos característicos de la geografía colombiana.

13 Plaza de mercado.

14 Es una fibra vegetal cuyo nombre científico es Furcraea bedinghausii. Pertenece a una extensa familia botánica: Agavaceae. En países como México, Colombia y Venezuela se le conoce con el nombre común de agave, pita, maguey, cabuya o fique.

15 Es un bolso, mochila o ya'ja (en nasa yuwe, cuya traducción es matriz, útero) tejido por las mujeres y niñas nasa con lana de ovejo o con fibra de cabuya/fique.

16 Todas las personas mencionadas aparecen bajo un seudónimo. Aunque la información que brindan los apellidos en la reconstrucción de las genealogías es fundamental, decidí omitirlos porque muchos de ellos están en nasa yuwe, lo que hacía fácilmente identificable a la persona o a alguien de su parentela.

17 Algunas de las mayoras explicaron el significado de la tulpa: “la tulpa es el fogón, formado de tres piedras que representan la familia y la unidad entre la madre, el padre y los hijos”. Varias de ellas le atribuyeron tres funciones principales: “la siembra del ombligo” en la tierra para mantenerse vinculado a ella, la recreación de la cultura mediante la educación y el diálogo, y la “armonización” a través del “consejo”. En este contexto, usar la tulpa y nombrar el espacio generado por las mujeres, para las mujeres y para estar entre mujeres como Tulpa de Pensamiento de las Mujeres Nasa y el Territorio habla de los procesos de revalorización de las prácticas cotidianas que van desapareciendo y que son reapropiadas y convertidas en instrumentos o dispositivos políticos para fortalecer el movimiento indígena caucano. Esta es una práctica muy común entre los nasa.

18 Son los “cuidadores del territorio” o guardia indígena, como comúnmente se les conoce. Las versiones sobre su origen son variadas: hay quienes enfatizan el carácter “milenario” de la guardia indígena, atribuyéndole su origen a una estrategia de resistencia de la cacica La Gaitana frente a la invasión ibérica, mientras que otras personas señalan que nació durante las recuperaciones de tierras en los años sesenta y setenta (véase Caviedes 2007). Aun cuando no hay acuerdo al respecto, es posible señalar que una de sus funciones principales es la defensa de la vida, el territorio y la autonomía a través del control territorial. En el marco de la creciente agudización del conflicto armado en el norte del Cauca, la guardia indígena ha adquirido mayor visibilidad por sus acciones no armadas de defensa y control territorial frente a los actores armados presentes en el territorio nasa.

19 En nasa yuwe, los nasa nombran a la “candela” o “fuego” como ipx, a las tres piedras que forman el fogón como ipx kwet (kwet es piedra) o “tulpa”, una palabra de origen quechua (tullpa) que significa fogón; también se refieren al “trueno” o “poseedor del fuego” como Kpi'sx, Eekathe o Ipx we’sx.

20 Para seguir comprendiendo empíricamente el continuum de violencias, sería necesario analizar la trayectoria de las compañeras que tomaron la decisión de enrolarse en las filas de la guerrilla como una forma de huir de las violencias en sus familias consanguíneas o quienes decidieron hacerlo cuando les hicieron “vaca muerta”, por ejemplo. Mi trabajo de campo sugiere la importancia de profundizar en esta decisión, que aparece como horizonte de posibilidad en las vidas de las mujeres nasa de la “segunda generación”.

21 Otra de las modalidades de “violación sexual” se relaciona con la presencia recurrente de una figura del control social nasa conocida localmente como el “mojano”. En años recientes esta figura condensa la amenaza de la “violación sexual” hacia las mujeres nasa, actúa como bisagra entre el adentro (casa) y el afuera (caminos, cafetales), entre el pasado y el presente, y sintetiza un conjunto de reglas sociales fundadas en órdenes jerárquicos de género cuya transgresión moral y social es castigada diferencialmente según el género. “El hijo del mojano”, como es nombrada su descendencia, sintetiza la materialización de la amenaza de “violación sexual”.

22 En su magistral discurso de cierre durante el VI Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE) que sesionó en Panamá en el 2013.

23 Para profundizar el análisis, también sería necesario indagar por la transformación que hubo después del 2015, cuando las mujeres nasa empezaron a utilizar el concepto de feminicidio.

Recibido: 16 de Febrero de 2017; Aprobado: 25 de Octubre de 2017

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