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Revista Colombiana de Antropología

versión impresa ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.54 no.1 Bogotá ene./jun. 2018

https://doi.org/10.22380/2539472x.386 

Artículos

La observación participante en el estudio etnográfico de las prácticas sociales

Participant Observation in the Ethnographic Study of Social Practices

María Isabel Jociles Rubio* 

* Doctora en Sociología de la Universidad Complutense de Madrid. Profesora titular de Antropología Social en la misma universidad desde 1991. Sus dos últimas publicaciones son Revelaciones, filiaciones y biotecnologías. Una etnografía sobre la comunicación de los orígenes a los hijos e hijas concebidos mediante donación reproductiva (2016) y “Las comunidades virtuales como marcos de cuidados horizontales entre mujeres: el caso de las familias que acuden a la donación reproductiva en España” (Aibr 11, 2). jociles@cps.ucm.es.


RESUMEN

En este artículo se presenta la observación participante (OP) como la técnica que permite a los antropólogos conocer las prácticas de los agentes sociales y reconstruir los procesos socioculturales que constituyen el centro de las investigaciones etnográficas. Para ello, la OP se enmarca en lo que se ha llamado la mirada antropológica y se compara con otras técnicas como la entrevista, el grupo de discusión o las “autograbaciones”. Finalmente, se proponen algunas pautas dirigidas a que el material etnográfico producido mediante la OP sirva para restituir la complejidad de los procesos socioculturales que se estudian desde la antropología.

Palabras clave: observación participante; diario de campo; prácticas

ABSTRACT

In this article participant observation (PO) is presented as the technique that allows anthropologists to gain insight about the practices of social agents and thus reconstruct the sociocultural processes that are at the center of ethnographic research. To this purpose, PO is framed within what has been called “the anthropological gazeand is compared to other techniques, such as interviews, discussion groups or self-reports. Finally, I propose some guidelines for using the ethnographic material produced through PO to restore complexity to the sociocultural processes studied by anthropology.

Keywords: participant observation; field diary; practices

Introducción

Este trabajo tiene su origen en mi convencimiento de que “la cultura se revela mejor en lo que la gente hace” (Wolcott 1993, 13), idea que comparto con otros antropólogos sociales, como Díaz de Rada (2010, 2011), quien no solo hace pivotar el concepto de cultura sobre la idea de prácticas sociales, sino que piensa que estas son centrales en cualquier investigación emprendida desde la antropología social. Sin embargo, a diferencia de Wolcott, no creo que ello obligue a conceder mayor credibilidad a la observación participante (OP) frente a otras técnicas etnográficas, al menos si no se tiene en cuenta la dimensión de la realidad sobre la que se busca indagar con cada una de ellas. Considero que la OP es una técnica más válida que otras cuando se trata de conocer las prácticas sociales que conforman los múltiples procesos sociales por los que se interesa la antropología1, y que ubicar estas prácticas en la primera línea del interés de la disciplina es (y ha sido) fundamental en la construcción del conocimiento socioantropológico.

Entiendo por prácticas sociales un conjunto de acciones producidas por agentes sociales concretos en situaciones significativas para ellos. En este sentido, observarlas consiste en un registro de lo que esos agentes (entre los que se encuentra el propio observador) hacen, “incluyendo lo que dicen y los componentes pertinentes de todo el escenario de esa situación” (Díaz de Rada 2011, 17)2. Si bien la OP y, en general, la etnografía se desarrollan siempre en relación con un objeto de estudio concreto, cuando lo que se persigue es profundizar en los discursos o en la ideología de los sujetos (Alonso 1994)3, resulta más válido y más rentable acudir, según el caso, a la entrevista etnográfica o al grupo de discusión, y cuando se busca conocer la distribución de algunos aspectos del fenómeno estudiado no se puede prescindir del uso de herramientas cuantitativas.

Mi adhesión a la OP no es incondicional ni indiscriminada. Parto de la idea de que cada técnica tiene unas potencialidades, unas características y una manera de “recortar” los datos, es decir, de dividir el continuum de la realidad a partir de las categorías que empleamos para conocerlo/observarlo, por lo que hay que reflexionar sobre ellas antes de utilizarlas. Pienso también que las mejores etnografías son aquellas que otorgan un lugar central no solo a las prácticas de los agentes sociales, sino también a la OP y a sus resultados como “espacio de reflexión” desde el que se gestiona el proceso etnográfico, es decir, que les confiere centralidad no solo en la creación de teoría para dar cuenta de ellas (centralidad teórico-empírica), sino también en la toma de decisiones (centralidad logísticometodológica) acerca de cuestiones como: a qué sujetos, sobre qué temas y cómo entrevistar, qué documentos analizar o, para poner otro ejemplo, cuándo es factible o necesario recurrir a otras herramientas de trabajo (Jociles y Franzé 2008).

El trabajo presentado también responde a las dificultades que he tenido como profesora de antropología, cuando mis alumnos me han pedido asesoría bibliográfica sobre la observación participante y qué pautas seguir para usarla adecuadamente. Existe abundante bibliografía que, de manera miscelánea o monográfica, aborda la OP. No obstante, no en todas estas obras se la enfoca como una herramienta específica de producción de datos (y menos sobre las prácticas sociales), que es la perspectiva desde la que les pido que la utilicen, sino que se la confunde con la etnografía o con el trabajo de campo. En otras obras no se intenta distinguir la OP de otras técnicas con las que suele relacionarse en el marco de la investigación etnográfica, algo básico si se la quiere emplear en unas condiciones que maximicen su credibilidad (Guba 1989). Finalmente, en otras hay planteamientos interesantes sobre la naturaleza de la OP, pero no se ofrecen pautas para obtener con ella un material etnográfico que permita restituir la complejidad de los fenómenos socioculturales estudiados, es decir, conocerlos desde sus múltiples dimensiones y elementos interrelacionados. En otras palabras, hay bibliografía, pero aborda de un modo disperso y a veces contradictorio lo que un investigador novato debe saber y saber-hacer para embarcarse con recursos suficientes y con un mínimo de seguridad en la aventura de convertirse en un observador participante capaz de estudiar (y de reconocer la importancia de estudiar) prácticas sociales. Para hacer frente a esta situación, he intentado agrupar en este texto una parte de los aportes de esa bibliografía, así como del trabajo de reflexión que he desarrollado en torno a la OP en los últimos tiempos. Debo aclarar que si bien la subjetividad del investigador, el género, la nacionalidad, la clase y la etnicidad forman parte del proceso etnográfico, en este artículo me centro en la OP y no en el observador o en la reflexividad que debe desarrollar durante todo ese proceso (diseño, trabajo de campo, análisis, escritura).

En las páginas que siguen se define qué es la OP y cómo se relaciona con el estudio de las prácticas sociales, con algunas otras técnicas de producción de datos y con el proceso general de investigación etnográfica. En segundo lugar, se propone una serie de pautas orientadas a producir un material etnográfico mediante el uso de la OP. No son todas las pautas que cabría exponer, pues faltan, por ejemplo, las que sirven para acceder a los distintos escenarios donde se observa (o para hacerse un lugar en el campo), para relacionarse en ellos con los agentes sociales, para usar (o no) sobre el terreno diferentes instrumentos de registro de los datos (cuaderno de notas, grabadora digital, cámara de video...), para organizar estos en el diario de campo, para controlar el avance del estudio durante el transcurso de la OP, entre otros. Pero sí se ha buscado prestar atención a las pautas dirigidas a observar/registrar en el diario de campo las prácticas sociales o, en particular, sus aspectos verbales4.

Diferencias entre la OP, el trabajo de campo y la etnografía

Si se va a hablar de la observación participante, se debe empezar por dejar claro qué se entiende por ella. Por esto es preciso distinguirla de otras expresiones con las cuales a menudo se confunde: el trabajo de campo y la etnografía, ya que en unos casos se plantean como equivalentes, en otros no se hace el esfuerzo de diferenciarlas y en otros se proponen distinciones o asimilaciones discutibles, como sucede cuando se considera la etnografía como el resultado de la investigación y se asegura que el trabajo de campo y la OP, que se tratan como sinónimos, apuntan al proceso general de investigación que tiene como resultado dicha “etnografía” (Delgado y Gutiérrez 1994). Estos planteamientos ponen obstáculos (al menos, en la medida en que no incitan) a la reflexión teórico-metodológica sobre el tipo de datos que produce la OP o sobre cómo se relaciona con otras técnicas que se emplean durante el trabajo de campo etnográfico.

La etnografía, el trabajo de campo y la observación participante son, desde mi punto de vista, operaciones metodológicas con diferente amplitud y que por ello tienen una jerarquía distinta5. La etnografía es una estrategia general de investigación utilizada en diferentes disciplinas sociales y, particularmente, en antropología social. El trabajo de campo es una etapa específica de ella o, expresado de otra manera, un conjunto de operaciones que tienen lugar durante su desarrollo y que estriba básicamente en producir datos sobre el terreno -una producción que, en antropología, tiene lugar en un contraste continuo con las interpretaciones/teorías con las que se les va dando sentido, mediante el uso de lógicas de investigación como la que Agar (2006) denomina IRA (iterativa, recursiva, abductiva)5 6-. A su vez, la observación participante es una de las herramientas usadas para producirlos. Se puede definir la OP como una técnica de producción de datos consistente en que el etnógrafo observe las prácticas o “el hacer” que los agentes sociales despliegan en los “escenarios naturales” en que acontecen, en las situaciones ordinarias en que no son objeto de atención o de reflexión por parte de estos mismos agentes (Labov 1976, 146; Marshall y Rossman 1989, 79), a la vez que participa en el desarrollo de esas prácticas de diferentes maneras y en distintos grados (Gold 1958; Junker 1960; Spradley 1980), que van desde intervenir activamente en su ejecución hasta simplemente estar presentes en esos escenarios (Guber 2001).

Así, por observar se entiende la producción (y el registro sistemático en el diario de campo) de datos sobre las prácticas sociales mientras acontecen, “utilizando para ello los propios sentidos del etnógrafo”, esto es, sin mediación de terceros ni de instrumentos mediadores que no sean su propio cuerpo y las categorías cognitivas desde las cuales se relaciona con el mundo, en este caso, para “recortarlo” a modo de datos sobre él. Malinowski (1973), Labov (1976), Lahire (2008) o Díaz de Rada (2011) piensan en la observación (que, en antropología, siempre es participante) como la técnica más adecuada para conocer “el hacer” de los sujetos sobre los cuales se investiga; objetivo en el que alcanza su máximo rendimiento metodológico (Alonso 1994, 226-227), si bien solo se puede aplicar si ese “hacer” se desarrolla en el presente y en escenarios accesibles a un observador. En cambio, la entrevista alcanza ese rendimiento óptimo cuando se orienta a conocer el “decir sobre el hacer” (Alonso 1994), y el grupo de discusión, para poner otro caso, cuando se quiere acceder al “decir”, al discurso sobre una cierta temática hegemónica en un medio social determinado, en especial, cuando interesa conocer cómo se genera interactivamente en una situación social preparada y controlada (Ibáñez 1979).

Por ello, Lahire (2008) subraya que entrevista y observación (externa o participante) no son herramientas intercambiables, puesto que esta segunda es válida para el estudio de los procesos de construcción social de la realidad en su misma constitución como tales, a partir de las prácticas concretas y situadas de los agentes sociales. En aras de este propósito científico, la primera no puede cumplir “las mismas funciones” ni prestar “los mismos servicios” (53). Malinowski (1973) expresó lo mismo hace más de un siglo, cuando hizo hincapié en que el intercambio de preguntas y respuestas entre el etnógrafo y los sujetos estudiados no puede suplir la observación de lo que denomina “imponderables de la vida real”.

El lugar de la OP en el trabajo de campo antropológico o sobre cómo se puede combinar con otras herramientas de producción de datos

A menudo la OP no se plantea como una herramienta para producir datos (o un tipo específico de datos) y, de este modo, para tratar de dar respuesta a determinadas preguntas de investigación, sino para “ayudar” al investigador a acceder a ellos y emplear otras herramientas para producirlos, sea contribuyendo a “identificar y guiar las relaciones con los participantes”, “a sentir [...] cuáles son los parámetros culturales” de estos, “a ser conocido por los miembros de la cultura, y así facilitar el proceso de investigación” “a mostrar al investigador lo que [esos miembros] estiman que es importante”, y a proveerle de “una fuente de preguntas para ser trabajada con los participantes” (Schensul, Schensul y LeCompte 1999, en Kawulich 2006, 91). Esta concepción de la OP como técnica auxiliar o subsidiaria de otras, que son consideradas las realmente productivas, se encuentra también en Bernard (1994), quien la define como un proceso dirigido a establecer una relación con una comunidad y a aprender a desenvolverse en ella de tal modo que sus miembros actúen de “forma natural” estando presente el investigador. Otras veces se concibe, ya no como auxiliar o subsidiaria, sino como sustituta. Cuando, por diferentes motivos, otras herramientas no se pueden usar (Amezcua 2000, 31-32).

La observación participante, sobre todo en cuanto tiene de participación más que de observación, en efecto contribuye a que el investigador se haga un lugar en el campo en el que investiga, a adquirir claves culturales que le sean útiles en el desarrollo de otras técnicas (tanto como de la propia observación), a facilitarle aproximarse a sujetos y a información que, de otro modo, serían más inaccesibles. Dado que es una herramienta especialmente válida para producir datos sobre “el hacer” de los sujetos que se estudian, resulta oportuno conocer y reflexionar acerca de sus características distintivas.

Sin duda, puede usarse cuando otras técnicas de investigación son impracticables, cuando no se conocen las dimensiones de un fenómeno sociocultural o cuando se busca identificar problemas de investigación. No obstante, esas mismas razones pueden justificar el recurso a la entrevista etnográfica o al grupo de discusión. Así, por ejemplo, en una investigación sobre madres solteras por elección7 en la que he participado, por ser impracticable la OP para conocer las prácticas de socialización que estas mujeres desarrollaban con sus hijos en el espacio familiar (al ser privado no estaba abierto a la presencia de un investigador), tuvo que ser sustituida no solo por la observación en otros espacios (como reuniones de grupos de amigas con sus hijos, encuentros de las asociaciones o foros virtuales), sino también por entrevistas etnográficas en las que se les preguntaba acerca de esas prácticas de socialización. Los investigadores también empleamos instrumentos de producción de datos diseñados expresamente para acceder a ellas, tales como “tareas visuales” (consistentes en pedir a los hijos que hicieran junto a sus madres, si así lo deseaban, un póster de su familia a partir de fotografías del álbum familiar) que fueron filmadas y después analizadas, y “autograbaciones”, para lo que se solicitó a las madres que grabaran en audio o en video al menos dos eventos de sus rutinas familiares, como las comidas, el traslado de los niños de la casa al colegio, el baño de estos, etc., momentos en los que ellas estimaran que “hacían familia”8. Con estas herramientas de investigación se sustituyó la OP, a pesar de considerarla la más adecuada para conocer las prácticas sociales.

Diferencias entre la OP y la observación ordinaria

Una pregunta que surge sobre la observación participante es qué tipo de mirada supone, si implica una forma de conocer (producir datos) específica, con características distintivas en relación con otras formas de observar. Por supuesto, es difícil establecer límites nítidos entre la observación participante y lo que cabría denominar observación ordinaria, es decir, entre la que realiza un antropólogo que inserta su observación en un proyecto de investigación etnográfica y la que lleva a cabo un sujeto que participa como actor social en la realidad sobre la que se investiga, puesto que no existen fronteras infranqueables entre el conocimiento científico y el conocimiento de sentido común. De manera que las herramientas metodológicas (sean cuales sean) que se emplean para alcanzar el primero “no son otra cosa que refinamientos o desarrollos de los métodos que se usan en la vida cotidiana” (Hammersley y Atkinson 1994, 29). No obstante, distintos autores han recalcado el hecho de que la mirada de un observador participante (Spradley 1980) o, en general, de un etnógrafo (Laplantine 1996) es distintiva en la medida en que entraña un plus de trabajo en el proceso de creación de conocimiento sobre el fenómeno sociocultural que estudia.

Según Spradley (1980), hay una serie de características que diferencian al observador participante del participante ordinario. En primer lugar, el observador participante tiene un “propósito doble”, frente al “propósito único” del participante ordinario, puesto que no solo se implica en las actividades que conciernen a una determinada situación social, sino que lo hace para investigarlas a fondo. Por ello Coffey y Atkinson (2003) dicen que para observar se precisa de un “sexto sentido”, que consiste precisamente en ser siempre consciente de qué se está investigando. En segundo lugar, el observador participante muestra una “atención aumentada” frente a la “desatención selectiva” del participante ordinario, dado que está alerta intentando no dar cosas por supuestas, sin enfocarlas como algo “dado”. En tercer lugar, practica una “observación de ángulo abierto”, que está dirigida a realizar con éxito las actividades “corrientes” en las que participa, al igual que sucede con la “observación de ángulo cerrado” del participante ordinario, pero que se amplía con la finalidad añadida de conocer los aspectos culturales tácitos de la situación estudiada. En cuarto lugar, combina “una experiencia desde dentro” (preexistente si es participante ordinario o, si no, buscada mediante la inmersión en la cultura de los actores sociales sobre/con los que investiga) y “una experiencia desde fuera” (facilitada por la circunstancia de no compartir esa cultura o creada a través de una estrategia de extrañamiento antropológico o de quiebra voluntaria, como la llama Agar [1991] ), que otorga al observador participante la oportunidad de sorprenderse, de tener experiencias que den lugar a conocimientos no enteramente prefigurados en sus categorías iniciales. Por último, el observador participante registra de forma sistemática lo observado (y sus propias conductas/pensamientos durante el proceso de observación) y este registro le permite la constitución de “un material de adecuación referencial” (Guba 1989, 159) que facilita tres instancias: el análisis posterior de las prácticas socioculturales observadas; contrastar empíricamente los descubrimientos y las interpretaciones teóricas y apoyar las conclusiones de la investigación acerca de esas prácticas con descripciones minuciosas. El participante ordinario, por el contrario (y salvo excepciones, como la de quien escribe un diario personal), no suele registrar lo que observa, porque no lo necesita para actuar de manera competente en las actividades en que interviene.

No hay que pasar por alto el hecho de que Spradley (1980) ubica las diferencias reseñadas en el sujeto que observa (el observador participante versus el participante ordinario) y no en la herramienta de investigación (observación versus entrevista etnográfica versus grupo de discusión, etc.). Es así porque las características que le atribuye al observador participante se pueden trasladar, en general, al etnógrafo, dado que forman parte de su “mirada”, más allá de la técnica de producción de datos que esté aplicando en cada caso, siendo por consiguiente una “mirada” anterior a la organización técnica operada por cualquier herramienta de investigación. En cuanto a Laplantine (1996), centra su reflexión sobre estas cuestiones en torno a la distinción entre ver y mirar. Para este autor, ver es un acto perceptivo que se hace desde los modelos culturales que al etnógrafo le proporciona la sociedad a la que pertenece, estrechamente ligado al acto de prever y rever, de manera que “el conocimiento es a menudo, en estas condiciones, solo un reconocimiento de lo que ya se sabía”, dado que suele consistir en “encontrar lo que esperamos y no lo que ignoramos o tememos, hasta el punto que nos puede ocurrir que no creamos lo que hemos visto (es decir, no ver) cuando no responde a lo que esperamos” (7). En cambio, mirar entraña “una revolución epistemológica” que se genera gracias a la experiencia de la alteridad, de convenciones culturales que no son las propias, “que nos incita a ver lo que incluso no habríamos podido imaginar [...] y a darse cuenta de que el menor de nuestros comportamientos (gestos, mímica, posturas, reacciones afectivas) no tiene verdaderamente nada de natural” (7). Así entendida, la mirada antropológica presupone, también para este autor, el “extrañamiento”, pero él complejiza su definición con la idea de que la mirada “no es del orden de la inmediatez de la vista”, y ello en un doble sentido: primero, porque no es inmediata, sino que tiene que ver con una “visión [...] mediatizada, distanciada, diferida, reevaluada, basada en instrumentos (bolígrafo, magnetófono, máquina fotográfica, cámara...) y, en todos los casos, retrabajada en la escritura” (9). Ahora bien, aunque mediada por los objetivos y, de esta forma, por la teoría que guía la investigación etnográfica, ello no significa que esté (o deba estar) enteramente controlada, puesto que no estriba solo “en estar atento, sino también y sobre todo en estar desatento, a dejarse abordar por lo inesperado y lo imprevisto” (Affergan 1987, 143, en Laplantine 1996), de suerte que el etnógrafo tiene que adoptar “una actitud de deriva (evidentemente provisional), de disponibilidad y de atención flotante” (Laplantine 1996). Segundo, porque no moviliza solo el sentido de la vista, sino la totalidad de los sentidos, de manera que cuando se practica de manera cabal, la observación participante lleva a detenerse en las distintas sensaciones encontradas a través de la vista, del olfato, del tacto y del gusto, con el objeto de otorgarles sentido9.

Es más, a pesar de que a veces se haya confundido con (e incluso haya sido criticada como) una actividad predominantemente visual, que -en congruencia con el pensamiento occidental (Tyler 1984)- privilegia el sentido de la vista, lo que ocurre en realidad es que el observador participante tiende a fijarse en el habla de los sujetos, de modo que si no hay un plus de vigilancia a este respecto, lo que se suele privilegiar es el discurso, lo que la gente dice y, por tanto, lo que es captado principalmente mediante el oído. Este logocentrismo de la práctica de la observación, es decir, el predominio de la palabra y no tanto de la imagen visual, se puede apreciar cuando se lee el diario de campo de etnógrafos novatos que están aprendiendo a observar y que, en consecuencia, no están aún suficientemente prevenidos contra ello (véase extracto 5).

Por último, partiendo de la distinción expuesta entre observador participante y participante ordinario, a continuación propongo las pautas que están dirigidas, ante todo, a que la OP se use para producir datos sobre prácticas sociales, pero también a que estos datos tengan la suficiente calidad como para permitir reconstruir, a partir de ellos, los procesos socioculturales que interesan a la antropología social; es decir, esos procesos de construcción (reificación/desreificación, naturalización/desnaturalización, etc.) de la realidad que constituyen sus objetos de estudio más genuinos y que, como se viene insistiendo, están conformados por “el hacer” concreto (incluido el “hacer diciendo”) de agentes sociales que actúan en circunstancias sociales, temporales y espaciales también concretas.

Pautas para observar/registrar las prácticas sociales en el diario de campo10

1) La observación participante, tal como subraya Lahire (2008, 49-50), es una técnica de investigación que permite estudiar los procesos concretos de producción de un fenómeno sociocultural determinado. Él piensa particularmente en el fracaso escolar, pero la idea es trasladable a otros objetos de estudio, por ejemplo, a cómo se produce la medicalización de las mujeres embarazadas cuando entran en contacto con el sistema biomédico o -para seguir con el ejemplo antes expuesto- a la socialización infantil en el seno de familias monoparentales por elección. Ahora bien, debe tratarse de una observación prolongada en el tiempo, no solo unas pocas observaciones puntuales sino disponer de “una serie” de ellas, de manera que, al relacionar unas con otras, se pueda captar el sentido al que apuntan las prácticas observadas para identificar y reconstruir el proceso sociocultural en que están inscritas (fracaso escolar, medicalización, socialización, etc.).

Hay que recordar, con el historiador Erwin Panosfky (1967), que

[...] la observación particular solo presenta el carácter de un hecho cuando puede ser relacionada con otras observaciones análogas, de tal modo que el conjunto de la serie adquiere sentido: este sentido puede ser, pues, legítimamente utilizado [después] a título de control para interpretar una nueva observación particular en el seno de la misma clase de fenómenos. (143)

Estas palabras de Panofsky, que Lahire (2008) trae a colación cuando expone el procedimiento mediante el cual se puede “conseguir lo general observando lo particular” (59), encuentran una réplica en los planteamientos de la etnometodología y, especialmente, en la definición de Garfinkel sobre el método documental. Estriba en describir las prácticas de los agentes sociales como si fueran un indicador o un “documento” de una lógica subyacente, es decir, que forman parte de un proceso con sentido y direccionalidad.

El método consiste en tratar a la apariencia concreta como “el documento de”, “aquello que apunta a”, “lo que está en lugar de” un patrón base presupuesto. No solo se deriva del patrón base de una evidencia documental individual, sino que la evidencia documental, a su vez, es interpretada sobre la base de “aquello que es conocido” sobre ese patrón base. Cada uno se usa para la elaboración del otro. (Garfinkel 2006, 93)

El método documental es, para los etnometodólogos, un recurso que tanto los agentes sociales como los investigadores usan para comprender el mundo. Este método, o la puesta en relación de “una serie de observaciones”, como plantea Panosfky, es lo que les permite también a los segundos “dar sentido a acciones que de otro modo son incoherentes” (Firth 2010, 608). Esto lo pudimos comprobar cuando nos embarcamos en la tarea de encontrarle sentido al conjunto de observaciones que habíamos realizado en diferentes escenarios cuyas protagonistas eran madres solteras por elección11, y que fueron seleccionadas porque tenían que ver con procesos de socialización familiar. Así, observamos reuniones que, convocadas a través de foros en línea, agrupaban a mujeres adoptantes y sus hijos en torno a una comida que se organizaba periódicamente en restaurantes, durante las que comprobamos que las madres hablaban abiertamente delante de los niños acerca de muchos aspectos ligados a su opción familiar. Asimismo, observamos reuniones organizadas en diferentes lugares por una asociación de MSPE, para pasar un día de asueto en familia, celebrar las asambleas anuales de la asociación, festejar la Navidad o el Día del Libro, participar en conferencias o talleres preparados por ellas, etc. Y, en efecto, la posibilidad de comparar entre sí toda esta “serie de observaciones” nos permitió comprender algo que con el análisis de solo una de ellas no resultaba fácil captar: que en los procesos de socialización infantil desarrollados por las MSPE cobran una especial relevancia las tareas de desarrollo orientadas a que sus hijos “normalicen” un modelo familiar no convencional (Poveda, Jociles y Rivas 2014).

Es cierto -como dice Wolcott (1993)- que “permanecer mucho tiempo haciendo un trabajo de campo no produce, en y por sí mismo, una mejor etnografía y no asegura de ninguna manera que el producto final será etnográfico” (128-129). Sin embargo, también resulta complicado determinar cuál es el periodo que es necesario “estar allí”, pero -como subrayan Ogbu (1993, 148-149) o San Román (1996, 171)- no se puede ocultar tampoco la desconfianza que en la antropología social causan las investigaciones que duran unos pocos meses o un par de semanas, sobre todo si no se está familiarizado con el grupo o con el tema investigado. El tiempo es uno de “los diversos requisitos indispensables pero no suficientes” (Wolcott 1993, 129): solo con él no se hace etnografía, pero sin él no puede hacerse, precisamente porque delimita sus condiciones de posibilidad, junto con la presencia del investigador sobre el terreno y la negativa a separar las figuras de analista y de trabajador de campo. A esto habría que añadir el lugar central que ocupan las prácticas de los agentes sociales (con respecto a las preguntas) y, con ellas, la observación participante (con respecto a la búsqueda de respuestas) durante el proceso de investigación.

Así, no es sencillo establecer la duración del trabajo de campo y, menos aún, de la observación participante. No obstante, a cualquier etnógrafo siempre le embarga la duda acerca de cuánto tiempo debe dedicar a la observación y, por tanto, cuándo puede cesar de observar sin riesgo de dejar fuera aspectos importantes que le permitan identificar y dar cuenta de los procesos socioculturales que estudia. Es una duda que no solo se refiere al periodo en el que ubicar las sesiones de observación, sino también al número que tiene que realizar y la cantidad de horas que debe permanecer observando en cada una de ellas. Por ello, hay autores que, aunque con reservas, se atreven a hacer algunas recomendaciones a este respecto. Bernard (1994) afirma que, si bien se encuentran casos en que la OP ha durado apenas unas semanas, la investigación antropológica más básica exige al menos un año. Y hay otros que establecen el tiempo mínimo para la observación participante en un ciclo del fenómeno estudiado: un ciclo anual de fiestas, si se estudia el calendario festivo de un lugar o grupo, un curso académico, si se estudia en temas escolares, etc. El caso es que si se observa en el marco de esos ciclos, hay más probabilidades de estar presente y producir datos sobre el conjunto de prácticas relevantes que tienen que ver con el fenómeno estudiado: por ejemplo, si se trata de la escuela, sobre la recepción de alumnos a principios de curso, las tareas cotidianas de enseñanza-aprendizaje, las situaciones de exámenes-evaluaciones, las actividades extraescolares, entre otros.

No siempre son identificables ciclos en relación con todos los fenómenos acerca de los cuales un etnógrafo investiga y, en otras ocasiones, son tan largos que no es factible organizar la observación participante en torno a ellos si no es de una manera transversal, pues desbordan el tiempo que humanamente un etnógrafo puede dedicarles. Es el caso, por ejemplo, de las prácticas de socialización infantil de las madres solteras por elección. Por ello, adaptamos el periodo de OP a la duración de cada proyecto de investigación (véase nota 10), y la realizamos durante un lapso relativamente amplio, de tres años, debido a que, dada la temática estudiada y el colectivo al que afectaba, las sesiones de observación no podían ser numerosas ni tampoco lo eran las situaciones para las que era previsible que se nos permitiera observar. En todo caso, durante la OP, procuramos hacer frente al problema metodológico del “ciclo largo” que comprende el proceso de socialización infantil, incluso cuando se determina que este se acaba cuando los hijos alcanzan oficialmente la mayoría de edad, teniendo en cuenta que nos interesaba conocer cómo ese proceso cambiaba a lo largo del tiempo y en función de qué factores lo hacía. Así, al muestrear los escenarios de observación y para evitar, en la medida de lo posible, un sesgo de la muestra, procuramos que fueran variados en cuanto a su carácter público/privado o colectivo/individual, a la vía de acceso a la maternidad por la que habían optado las madres que participaban en ellos (adopción / reproducción asistida con donante anónimo / reproducción sexual con donante conocido), a las actividades que tenían lugar allí (fiestas, comidas, lecturas de cuentos, asambleas, talleres, charlas informativas, etc.) y con respecto a las edades de los hijos que estaban presentes en esos escenarios, que oscilaron entre los cero y los quince años. Hay que decir, incidentalmente, que esta estrategia metodológica que consiste en diversificar los escenarios de la OP hace que cualquier etnografía que recurra a ella sea, en cierta medida, una etnografía multisituada, siempre y cuando -a decir de Marcus (1995, 97) y Hannerz (2003, 205)- se dé importancia no solo a las relaciones sociales dentro de cada uno de los escenarios sino también a las que se establecen entre ellos. A nosotros nos permitió conocer cómo se producía la circulación de la información y de los recursos educativos que utilizaban las MSPE desde unos espacios (familiares, asociativos, profesionales, virtuales, etc.) hacia otros y qué papel desempeñaba cada uno de ellos en la coproducción de esa información y de esos recursos (Poveda, Jociles y Rivas 2011). También pudimos constatar qué transformaciones se dan en las estrategias de socialización empleadas por las madres en función no solo de la edad de los hijos (y de los cambios de intereses, preguntas y formas de interactuar que se dan en estos), sino también de la manera en que se construyen socioculturalmente las edades en el marco de esos circuitos en los que ellas participan12.

Debido quizá a que no siempre se pueden identificar ciclos que sirvan para estipular el tiempo necesario que se debe permanecer en campo, algunos autores no dan el paso para establecer una duración mínima de esa permanencia o, incluso, consideran que no es preciso o no es posible fijarla a priori sin tener en cuenta las características de los escenarios que se quieren observar o los temas estudiados (Goetz y LeCompte 1988; Hammersley y Atkinson 1994; Hymes 1993; Ogbu 1993)13. Otros hablan de lo que debe durar cada sesión de observación (Taylor y Bogdan 1992, 77-78) y suelen recomendar que el tiempo que el investigador permanezca observando no sea muy extenso, sino el justo para que no surja la fatiga y se pueda mantener una mirada atenta y recordar los detalles de lo observado. Una sesión de observación estándar puede durar entre dos y tres horas, durante las cuales el observador participante hace recesos periódicos para tomar notas en el cuaderno de campo, lo que no quita que ciertos investigadores aconsejen no observar por más de una hora, “a menos que suceda algo importante” (Taylor y Bogdan 1992, 77), cuando se entra en contacto por primera vez con un escenario. Menos tratado es el tema de cuántas sesiones de observación se han de hacer o en cuántos escenarios, si bien en este caso (como ocurre también con otras técnicas de investigación cualitativas) el punto de saturación puede constituir un criterio para determinar ese número. Cuando el etnógrafo ha diversificado los escenarios de observación de una manera fundamentada teóricamente (haciendo uso de lo que ya se conoce sobre los factores socioestructurales que inciden en la variabilidad del fenómeno que se está investigando o, en todo caso, de fenómenos comparables) y ha ido analizando los datos (mediante procedimientos como el método documental de los etnometodólogos o el método de comparación constante de Glaser y Strauss [1967, 101-115]) a la par que los ha ido produciendo, está en condiciones de establecer el punto de saturación. Es decir, aquel a partir del cual la producción de datos adicionales no aporta conocimientos nuevos sobre los procesos socioculturales que se investigan y no contribuye a desarrollar la teoría que se está generando sobre estos, a restituir las lógicas que los articulan o subyacen a ellos. En este punto se puede dejar de observar y, por consiguiente, fijar el número de sesiones de observación que se han de hacer (Bertaux 1993; Glasser y Strauss 1967).

2. En todo caso, debe hacerse una observación/descripción minuciosa de las prácticas sociales y del contexto en que tienen lugar, ya se trate de conversaciones, de movimientos, de gestos o de cualquier otro aspecto. Lahire sostiene (2008, 59) que la atención al detalle no solo no se contrapone al conocimiento de “lo general”, del “todo”, sino que puede y debe contribuir a ese conocimiento, para lo cual nos recuerda que, hace más de un siglo, Durkheim ([1887] 1975) ya lo expresaba así: “solo hay una manera de conseguir lo general: observar lo particular, no superficialmente y grosso modo sino minuciosamente y en detalle” (333). De hecho, los detalles son los elementos constitutivos de las prácticas sociales. En consecuencia, en la construcción del conocimiento socioantropológico observar y describir minuciosamente estas prácticas desempeñan un papel fundamental, prestando atención a sus detalles no como algo accesorio o como adornos intrascendentes, sino como aquello que conforma los objetos, las personas y las acciones en su concreción espacio-temporal, por muy “menores” que aparenten ser esos detalles (Piette 1996).

Resistir la tentación de resumir, de valorar inmediatamente la realidad, captándola y reteniéndola exclusivamente a través de esa valoración, y de fijarse solo en (registrar en el diario de campo) generalidades es una de las lecciones más importantes que aprende un observador participante, pues -como se ha dicho- los detalles no constituyen algo superfluo en la investigación etnográfica. Por el contrario, son elementos básicos para un análisis que busque restituir la complejidad (y, por supuesto, la especificidad) de los procesos socioculturales que se estudian. Ello se puede comprobar, por ejemplo, si se comparan los dos siguientes extractos de diario de campo, correspondientes a una misma sesión de observación participante en el aula de una universidad donde se imparte una clase de Magisterio de primaria.

[Extracto 1 de diario de campo: OP en un aula del grado de Magisterio de una universidad madrileña (España) realizada en el marco de una investigación etnográfica sobre la construcción de la ciudadanía en la formación docente inicial (Cárcamo 2012)]

El segundo extracto, más detallado, permite apreciar no solo que la profesora de la que se habla “presenta una imagen” de los padres de los alumnos (como no comprometidos con la educación de sus hijos), sino cuáles son los contenidos concretos de esa imagen (que dejan ver, entre otras cosas, que esta va más allá de considerarlos no comprometidos) y cuáles son las estrategias, discursivas y no discursivas, que la profesora utiliza para comunicarla a sus estudiantes14.

3. Hacer una observación/descripción minuciosa de las prácticas sociales concretas significa, antes que nada, no sustituir esa observación/descripción por las inferencias (valoraciones o generalizaciones) que el observador hace a partir ellas. Bernard (1994) lo expresa diciendo que se debe registrar “lo que se ve, no lo que se infiere” puesto que, de no ser así, los datos “no son confiables” y, por tanto, “las conclusiones no serán válidas”. De hecho, observar o recoger en el diario de campo lo que se infiere (el “presenta una imagen” del extracto anterior), en vez de lo que constituye la base empírica de la inferencia (las cosas concretas que dice la profesora, el momento en que las dice, cómo las expresa, lo que enfatiza y la forma en que marca el énfasis, etc.), es un ejercicio de síntesis prematura antes que de descripción, propicia la realización de unos registros muy generalistas en el diario de campo y conlleva la no consignación de unos datos que más tarde, cuando se tenga un mayor conocimiento del fenómeno investigado, pudieran ser categorizados, interpretados y valorados de un modo diferente (que la referida “imagen” sobre los padres de los alumnos no apunta a su falta de compromiso con la educación de los hijos sino a su hostilidad hacia los profesores, o que lo que se está construyendo en la escena descrita no es tanto una “imagen” de los padres de alumnos como del profesorado, o incluso que lo que está teniendo lugar en ella no es ni siquiera la construcción de una “imagen”)15. Por otro lado, las inferencias (generalizaciones, valoraciones) hechas sobre el terreno pueden ser explicitadas en un apartado del diario expresamente previsto para ello, como aconsejan Taylor y Bogdan (1992, 85), o distinguirse de alguna manera (escribiéndolas con otro tipo de letra o poniéndolas entre paréntesis) de las descripciones de las prácticas sociales a las que hacen referencia, pero que no deben suplirlas por los motivos expuestos. Sin embargo, esto es lo que ocurre en el siguiente extracto de diario de campo, en el que se toma el atajo de las continuas valoraciones para ahorrarse una descripción, en ese caso, de las prácticas a partir de las cuales se ha podido inferir que las personas aludidas (jóvenes inmigrantes en un parque público) son solteras, coquetean, buscan seducir mientras juegan o miran jugar voleibol e incluso persiguen un “matrimonio endógamo”.

[Extracto 2 de diario de campo: OP en un parque público de Madrid (España), en el marco de una investigación etnográfica sobre las relaciones sociales que se establecen en ese espacio entre inmigrantes ecuatorianos (Jociles et al. 2002)] Durante la tarde, llegan muchos jóvenes al parque cuyo objetivo no es el deporte sino la seducción, el coqueteo. Las jóvenes solteras pasean en grupos pequeños. Los chicos solteros también utilizan este espacio como lugar de conquistas y búsqueda de un posible matrimonio endógamo.

4. Planteándolo en otros términos, se puede decir que observar/describir los detalles de las prácticas sociales estudiadas supone hacerlo de modo tal que esas descripciones permitan responder, a la hora del análisis y de un trabajo interpretativo posterior, a preguntas acerca de qué tipo de prácticas son o cómo, dónde, cuándo y por qué (en qué condiciones) se producen. Por otro lado, se debe atender al hecho de que no hay prácticas sin agentes sociales que las lleven a cabo (Díaz de Rada 2011, 20), pero para poder tenerlo en cuenta al analizar/interpretar los datos es preciso no describir esas prácticas como si fueran impersonales o colectivizándolas, esto es, atribuyendo la agencia a un colectivo, grupo o categoría de personas. En el siguiente extracto, se puede apreciar cómo se colectiviza o se despersonaliza lo que hacen o dicen los taxistas observados en un bar, de modo que la descripción (por lo demás superficial y solo elaborada con inferencias) difícilmente sirve para estudiar lo que se pretende: de qué forma unos construyen su quehacer profesional como “oficio” en tanto que otros lo hacen como “trabajo”.

[Extracto 3 de diario de campo: OP en un bar de Madrid (España) en el marco de una investigación etnográfica sobre el oficio de taxista (Jociles et al. 2002)] Hay taxistas jubilados y en activo. Hasta donde he podido ver, los más mayores dan consejos a los más jóvenes y estos no siempre los reciben bien.

[...] Observo un rato más las conversaciones: política, tráfico y terrorismo. En su mayoría, son bastante conservadores en sus actitudes y parecen conocerse bien. Escuchan la radio o ven la tele mientras juegan a las cartas. Los taxistas ocupan toda la parte derecha y el fondo del bar. Allí, hay unas cuantas mesas en las que hombres más mayores, me han dicho que algunos son taxistas, juegan a las cartas, conversan y beben vino.

En cuanto a la dimensión temporal de las prácticas sociales observadas, se puede reflejar en el diario de campo señalando la fecha que corresponde a cada sesión de observación, así como narrando los acontecimientos tal como van sucediendo. Por ello, el estilo de “narración cronológica” que suele adoptar el diario de campo, al contrario de ser un obstáculo para el análisis de los datos, constituye una condición de posibilidad para poder ubicar temporalmente las prácticas a las que hacen referencia, entre otras cosas. Esto sería imposible si los datos se registraran en función de las temáticas con las que están relacionados o en forma de cuadro sinóptico o de esquema, toda vez que estas otras formas de registro anulan el tiempo, sincronizan y, así, destemporalizan los fenómenos socioculturales investigados (Bourdieu 1991, 139). Ahora bien, hay que señalar también que estos modos de organizar los datos, que tienen consecuencias negativas irreversibles cuando se usan para trasladar las observaciones al diario de campo, son instrumentos de gran utilidad para analizar ese mismo material, pues permiten “ver en el mismo instante hechos que solo existen en la sucesión, y hacer aparecer así unas relaciones de otro modo imperceptibles” (Bourdieu 1991, 140).

Por último, otro detalle al que se le puede prestar atención es la cantidad de incidentes, objetos, personas... que conforman las escenas donde se desarrollan las prácticas sociales observadas/descritas. DeWalt y DeWalt (2002) sugieren que “contar” puede ser útil al etnógrafo para reconstruir el contexto de los acontecimientos observados, sobre todo cuando en ellos intervienen muchos participantes. Schensul et al. (1999) aseguran que ello le ayuda a obtener una mejor comprensión de dichos acontecimientos, si bien no aclaran por qué esto es así. No siempre es posible cuantificar (y menos de una manera precisa) pero, cuando se hace, es preferible hacer una estimación, por muy incierta que sea, del número de esos objetos o personas que sustituir ese ejercicio de aproximación cuantitativa por expresiones pseudocuantificadoras (tales como “algunos”, “muchos”, “bastantes”, “demasiados”, “la mayoría”, “pocos”, etc.) que nada informan sobre lo que hay o sobre lo que ocurre en los escenarios observados, solo sobre las impresiones (de escasez, suficiencia... o sobreabundancia) del propio observador (véase extracto 5).

5. Asimismo, la observación prolongada y detallada permite delinear los diferentes significados que los agentes sociales otorgan a los acontecimientos en que intervienen durante su propio desarrollo. Esta es una posibilidad que a veces se le niega a la OP, dado que se accede a esos significados especialmente a través del lenguaje, y porque -como se ha indicado- la OP se tiende a concebir como una actividad predominantemente visual a pesar de que, al menos en la forma en que la practican los etnógrafos noveles, se suela recaer en realidad en lo que se ha calificado atrás de logocentrismo. Ahora bien, el hecho de que este sea un obstáculo para una reconstrucción adecuada de las prácticas por cuanto lleva a obviar sus dimensiones no verbales, no obsta para reconocer que el observador participante no es sordo a lo que los agentes sociales dicen en el transcurso de los acontecimientos (ni mudo para conversar con ellos). Y no solo no lo es, sino que no puede serlo en la medida en que lo que los agentes sociales dicen, la manera en que lo dicen y los significados que expresan forman parte de esos acontecimientos. Son elementos constitutivos de las prácticas que los conforman, como también lo son el momento y el lugar en que ocurren, quiénes son y qué posiciones sociales ocupan los diferentes sujetos que intervienen, qué es lo que cada uno de ellos hace, ha hecho en el pasado e, incluso, se espera que haga en el futuro, o los principios de actuación, percepción y sentimiento que han interiorizado y desde los cuales interpretan lo que va sucediendo.

Es poco frecuente que, en un contexto de interacción social cualquiera, se actúe sin hablar y que, cuando se habla, no se haga de un modo concreto (con un tono, volumen, gestos o movimientos determinados); es más, el hecho de que eso ocurriera (como es el caso del cruising16, por ejemplo), es decir, que se actuara sin hablar, debería ser enfocado como algo significativo, sobre lo cual habría que indagar. Es cierto que, como se ha subrayado, el observador participante debe controlar la tendencia a prestar una atención casi exclusiva a lo que los sujetos dicen, es decir, el logocentrismo que incide -la mayor parte de las veces de manera implícita- en su mirada, en lo que se fija y no se fija. Sin embargo, si quiere conocer lo que acontece en los escenarios que observa, tiene que acceder a los significados que los agentes sociales dan a los acontecimientos, así como tener en cuenta que lo que dicen forma parte indisociable de sus prácticas sociales, por lo que no puede dejar de observar y registrar los aspectos verbales de la acción social, y qué uso hacen de las palabras.

La primera pauta a seguir a este respecto es aprender, cuando se desconoce previamente, el lenguaje de los agentes sociales. Usar este lenguaje sin duda facilita el establecimiento de relaciones con ellos, pero el entenderlo constituye, además, una cuestión básica no solo para “comprender los matices o sutilezas de la conversación” (Bernard 1994, 145), sino para saber en qué consiste propiamente lo que hacen, las prácticas sociales que el investigador observa. Veámoslo en el siguiente extracto de diario de campo, en el que un observador participante que desconoce el árabe, a pesar de que está observando en una mezquita frecuentada por musulmanes que hablan entre ellos en este idioma, señala mediante signos gráficos de interrogación su incomprensión y sus dudas sobre lo que está ocurriendo.

[Extracto 4 de diario de campo: OP en una mezquita de Madrid (España) en el marco de una investigación etnográfica sobre las prácticas religiosas de inmigrantes musulmanes (Jociles et al. 2002)]

Cuando entro me coloco a la derecha con la espalda en la pared. La gente está diseminada: dos personas apoyadas en la pared y sentadas en el suelo, el resto orando, sentado, de rodillas, de pie. [...] A las 17:52 alguien llama a la oración (¿?) con un micrófono. Es muy alto, con bigote y viste de calle con tonos oscuros. El canto dura 1 minuto. Luego van todos a donde están los dos imanes (¿?) con el pañuelo rojo en la cabeza y se forma un corrillo. Comen dátiles y beben zumo. Uno de ellos (de cara arrugada, con bigote, bajo, con chaqueta) se fija en mí y me ofrece dos dátiles. Me dice algo (¿?) y yo le contesto con “gracias” juntando las manos, y él vuelve al grupo. [...] Comienza la oración con el imán orando en voz alta. Todos de pie, y el resto contesta siseando. Dicen “amín” (¿?) y, con un sonido (¿“alok”?), flexionan el tronco. A otra orden vuelven a la posición.

Hay que partir de la idea de que los agentes sociales, incluso cuando hablan el mismo idioma que el investigador, pueden usarlo de un modo distinto y darle un significado también distinto a las palabras y a las expresiones supuestamente compartidas (Taylor y Bogdan 1984, 72). Esto es de suma importancia porque ser consciente de esos diferentes usos y significados es una condición necesaria para preguntarse sobre ellos. Pero también porque dan indicios de las “culturas” de los agentes sociales, entendidas aquí como los modos en que conciben y clasifican el mundo y, dentro de él, las situaciones en que están implicados; lo que se relaciona de diversas maneras con lo que hacen o dejan de hacer, con lo que piensan o dejan de pensar, con lo que sienten o dejan de sentir. Por ello habría que preguntarse por estas relaciones, que tampoco son transparentes ni pueden establecerse de una vez por todas (Polsky 1969, 123-124).

6. No cabe duda de que el significado de las expresiones verbales no depende solo de lo que se dice (de su contenido), sino también de quién, en qué contexto y cómo se dice (gestos, volumen, entonación, prosodia...), así como de las reacciones de los otros ante lo dicho. Por ello, es preciso prestar atención a estos aspectos del habla y registrarlos detalladamente en el diario de campo con el objeto de tenerlos en cuenta, a la hora del análisis, para reconstruir el sentido de las prácticas. En esto hacen hincapié autores como Merriam (1998) en sus recomendaciones acerca de cómo “observar la conversación”, o DeWalt y DeWalt (2002) cuando aconsejan hacerlo atentamente intentando recordar los contenidos, pero asimismo tantas “expresiones no verbales y gestos como sea posible” (55). En el siguiente fragmento de diario de campo, se puede ver (por ejemplo, a través del predominio de verbos como hablar, escuchar, dirigirse a mí, comentar o decir) que se privilegia la observación/descripción de los contenidos de lo que se dice y se descuida cualquier otro aspecto de la acción, de manera que no se puede saber si la pregunta que la persona que protagoniza la escena lanza a la investigadora (si, “cuando acabe” la investigación, le dejará leer los resultados) se hace en tono de reproche, de complicidad o de cualquier otra forma que pudiera dar pistas acerca de lo que sucede en esa escena, acerca de qué acto de habla se trata (Searle 1990).

[Extracto 5 de diario de campo: OP en una iglesia cristiana evangélica de Madrid (España) en el marco de una investigación etnográfica acerca de cómo “los fieles” se constituyen en comunidad (Jociles et al. 2002)] Hoy he asistido al primer estudio bíblico y allí mayoritariamente mujeres y todas mayores de 30 años. Se trata el tema de la eutanasia y hay diferentes opiniones pero cuando habla Juani todas parecen escucharla con atención. A las 18:00 h acaba y Juani se dirige a mí y se presenta: “me llamo Juani Benito, tú Miriam, ¿verdad?”. Asiento con la cabeza y me pregunta qué quiero investigar. Se lo comento y me dice que está bien y que sería interesante. Me dice que si cuando acabe se lo dejaré leer, y le digo que sí (¡Qué iba a hacer!).

En este fragmento se presenta una descripción superficial de las prácticas sociales observadas, de modo que llama la atención que, en un registro de observación donde se obvia todo lo que vaya más allá de lo que se dice, ni siquiera se describa qué “opiniones” (en este caso, sobre la eutanasia) expresa cada una de las mujeres que participan en el “estudio bíblico” y menos aún cómo las expresan, en qué momento, cómo se dirigen unas a otras, cuáles son las reacciones de las demás participantes, en dónde se ubica cada una de ellas, cuántas son las que están reunidas, en qué medida superan los 30 años o en qué proporción son mayoría, cómo son y quiénes son, etc. En suma, faltan datos imprescindibles para saber qué estaba ocurriendo en el “estudio bíblico” y, de esta manera, analizar de qué modo las prácticas sociales de los participantes contribuían a constituirse en comunidad, esto es, al objeto de estudio de la etnografía que se está desarrollando.

Por otro lado, cuando el observador participante se enfrenta a los discursos de los agentes sociales, incluso cuando cuida que haya un cierto equilibrio entre los aspectos verbales y no verbales de la acción que observa/describe, corre ciertos riesgos que se derivan de no distinguir suficientemente entre estos discursos, que exponen una perspectiva que en antropología social suele calificarse como emic, y su propio discurso, es decir, de la perspectiva etic desde la cual objetiva o quiere objetivar las prácticas sociales (incluyendo sus aspectos verbales) que estudia.

7. Uno de esos riesgos consiste en que proyecte su propia perspectiva (sus palabras, categorías cognitivas, interpretaciones/explicaciones, énfasis, intereses...) en las perspectivas que atribuye a los agentes sociales y, por consiguiente, que cuando crea que está analizando o dando sentido a estas, en realidad, analice y dé sentido a su modo particular de clasificar la realidad, de otorgar relevancia a algunas cosas..., en definitiva, de pensar el mundo. Una de las maneras en que se cuela este riesgo consiste en “inventarse diálogos”, reconstruir en estilo directo amplios discursos de los agentes sociales, registrar como si fueran palabras literales las que realmente no lo son ni pueden serlo, porque no han sido grabadas y la memoria humana tiene una capacidad limitada para recordarlas. El problema aparece cuando esas palabras se toman como las dichas por los agentes sociales y se analizan como tales para conocer los puntos de vista de “los nativos”.

Puede pensarse que la solución está en grabar lo que la gente dice, pero entonces surge el problema de que no se consignen los aspectos no verbales y, por tanto, no grabados (importantes, como se ha indicado, para ubicar el discurso en un contexto concreto de prácticas sociales), a no ser que paralelamente también se tomen notas de campo sobre ellos. Ahora bien, una dificultad estriba en que los agentes sociales no siempre conceden su permiso para ser grabados, que además no es éticamente aceptable hacerlo sin su consentimiento y, por último, que muchas veces ni siquiera es conveniente ni deseable porque la grabadora (máxime si es de una cámara de video) les recuerda de manera ostensible que están siendo observados, lo que genera “el efecto inspector” (Labov 1976, citado en Lahire 2008, 55). De hecho, se debería acudir al uso de una grabadora o cámara audiovisual solo en aquellas situaciones, como conferencias o reuniones de trabajo, por ejemplo, en donde es común o, al menos, previsible ese uso. En todo caso, cabe concluir que no hay que “inventarse diálogos”, sino que es preferible usar un estilo indirecto aludiendo al sentido de lo que los sujetos hablan y consignando entre comillas en el diario campo únicamente aquellas palabras, expresiones o frases que el observador participante está seguro de recordar literalmente o que ha consignado así en sus notas de campo.

8. Otro riesgo que se deriva de no distinguir suficientemente la perspectiva emic de la etic opera de un modo inverso al anterior. Consiste en proyectar el lenguaje, las categorías, las interpretaciones o las explicaciones de los agentes sociales en el discurso del etnógrafo, de manera que este pasa a calificar la realidad con aquel lenguaje y a recortarla y entenderla -sin mayor problematización- a partir de aquellas categorías, interpretaciones o explicaciones. Es más, por ello no da el paso de preguntarse cómo se han originado, quiénes las utilizan, en qué contextos discursivos lo hacen, quiénes introducen variaciones en su uso y en función de qué, qué efectos performativos tienen, etc., y las asume como dadas o acude a ellas acríticamente (es decir, sin medir las consecuencias epistemológicas o sociales que se pueden derivar de ello) para entender a través de su prisma lo que acontece en campo. Es lo que sucede a menudo con la utilización de conceptos como integración cuando se investiga en el ámbito de la intervención social, el de interculturalidad en los espacios educativos, prácticas sostenibles en el caso del medio ambiente o participación local en los programas de cooperación al desarrollo.

Esta necesidad metodológica de distinguir (entrecomillándolas, por ejemplo) las categorías emic, o las expresiones literales de los agentes sociales, de las categorías etic es equivalente a la necesidad de identificar cuál es la fuente de las inferencias que el investigador consigna en el diario de campo, puesto que el no hacerlo conlleva que no se pueda establecer después de dónde se han extraído: si de una serie de observaciones llevadas a cabo por él o, por el contrario, de las definiciones que los propios agentes sociales hacen de la realidad en que están implicados. Este es el caso del siguiente extracto de diario, en el que la etnógrafa, por una parte, presenta sus inferencias como si fueran datos apegados al terreno y, por otra, lo hace de una manera que no permite saber en qué se basan.

[Extracto 6 de diario de campo: OP en una empresa madrileña de nuevas tecnologías realizada en el marco de una investigación sobre la creación de relaciones laborales en este tipo de empresas (Jociles et al. 2002)] Tengo que señalar que a Carlos, a Joaquín y a Gabriel nadie les dio un paseo para que conocieran la empresa y a los trabajadores. Simplemente, en las reuniones que suelen tener los lunes cada trabajador con su jefe inmediato, se les informó de su llegada.

El “dato” consignado en el anterior extracto proviene, en realidad, de una conversación entablada entre los sujetos mencionados estando presente la investigadora, pero esta, en vez de problematizar dicha conversación, en el sentido de preguntarse sobre lo que se relata en ella y por qué se relata, toma lo relatado como “el dato” o, en otras palabras, trata como “lo ocurrido” lo referido en esa conversación y no la conversación misma. Lo que supone, en definitiva, tomar a los sujetos como “informantes” que con las palabras refieren cosas antes que como agentes sociales que “hacen cosas” con las palabras (Austin 1982; Jociles 2016a). Esto sin olvidar que lo que se presenta como “dato” (de ahí el entrecomillado) no es sino una generalización de las prácticas discursivas concretas que los sujetos aludidos (Carlos, Joaquín y Gabriel) desarrollaron en situaciones, en tiempos y de maneras también concretas, todo lo cual es omitido en el diario de campo debido a la tendencia a sustituir las descripciones minuciosas de las prácticas y de los contextos en que se producen por las inferencias y las valoraciones prematuras que el etnógrafo realiza durante el trabajo de campo. Una tendencia que se muestra, de este modo, como uno de los principales vicios que se deben evitar cuando se lleva a cabo OP.

A modo de conclusión

Las pautas que acabo de reseñar no son más que las que he ido probando en diferentes investigaciones y, en la medida en que han funcionado, he ido trabajando también con mis estudiantes. Se trata de pautas útiles cuando se dirigen a conocer las prácticas que los agentes sociales desarrollan en la construcción cotidiana de su realidad, que en principio permiten acceder a los procesos en que están involucrados y que, precisamente a través de ellas, contribuyen a construir. Cuando los propósitos de la investigación son otros, es más que probable que estas pautas no sean útiles o que simplemente no se puedan implementar.

Es preciso reconocer, por otro lado, que hay objetivos en la investigación etnográfica que no están dirigidos a conocer esos procesos o, cuando lo están, exploran aspectos de estos (como el marco ideológico en que se insertan, las consecuencias sobre las subjetividades de los agentes sociales, la forma en que interpretan las interacciones, etc.) que exigen recurrir a otras técnicas de investigación (entrevista, grupos de discusión, método de los trayectos comentados, etnografía virtual, etc.) y, tratándose de observación, es posible que a otras pautas. Ahora bien, volviendo al comienzo de este artículo, esas otras técnicas de investigación no suplen la observación participante cuando se trata de conocer las prácticas de los agentes sociales; unas prácticas en cuya reflexión -y me limito a recordarlo- se ha ido construyendo la antropología como una disciplina que aporta una perspectiva distinta a la comprensión de los fenómenos socioculturales.

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1Con respecto a la entrevista la OP tiene más validez porque: 1) como dice Lahire (2008), los sujetos que pudieran ser entrevistados/interrogados, si bien son “los mejor situados para efectuar sus actividades (poseen generalmente el saber y el saber-hacer adecuados para realizarlas), no siempre son los mejor situados para decir lo que hacen, lo que son sus prácticas, los saberes que ponen en juego” (58); 2) presentan los datos ya procesados por las categorías a través de las cuales los seleccionan, sintetizan, comparan, interpretan, etc., lo que es una manera de añadir nuevos filtros a los ya usados por el investigador/a; y 3) porque conocer las prácticas a través de la entrevista supone un cambio de perspectiva sobre los sujetos que las protagonizan, pues pasan a ser tratados como “informantes” —personas que le informan, que hacen las veces de fuentes de información— en vez de ser tratados como “agentes sociales” —personas cuyas prácticas contribuyen a construir y deconstruir los procesos socioculturales en que intervienen— (Jociles 2016a).

2Lo cual resulta imprescindible si se aspira a restituir a las prácticas sociales una de sus características básicas: su situacionalidad, los cambios que experimentan en función de las diferentes situaciones en que se desarrollan. Ello es difícilmente captable cuando la OP es sustituida por entrevistas (que, al igual que las conversaciones en campo, permiten captar —en particular, cuando se realizan varias con las mismas personas en momentos diferentes— la situacionalidad del “decir sobre el hacer”, pero no del “hacer” mismo) pues, como dice García (1991), “el nativo cuando habla de su propia cultura hace exactamente lo mismo (que el etnógrafo): generaliza, argumenta, selecciona, combina, crea, en definitiva, una cierta realidad por medio de su discurso. Cuando los antropólogos tomamos como discurso referencial válido la información del nativo, y no la analizamos como conducta, estamos siendo cómplices de esa deformación de la realidad” (114-115).

3La bibliografía revisada ha sido más amplia que la citada en el artículo y, por tanto, que la consignada en el apartado correspondiente. Con todo, no se ha realizado una revisión exhaustiva de los trabajos publicados sobre OP o sobre investigación etnográfica, sino solo de aquellos que tienen que ver directamente con los aspectos concretos aquí abordados.

4Para ilustrar estas pautas utilizo tanto material etnográfico procedente de mis propias investigaciones (referenciadas más adelante) como extractos de diarios de campo elaborados por mis estudiantes de doctorado (extracto 1) y de quinto año de licenciatura (extractos 2, 3, 4, y 6), quienes me dieron permiso para emplearlos como ejemplos de contraste, es decir, de casos en los que no se ha seguido alguna de dichas pautas. Estos extractos están recogidos en un texto inédito que aparece citado como Jociles et al. (2012).

5Hago uso de los conceptos de etnografía y observación participante de un modo distinto al de Ingold (2013), con quien no comparto su desdén hacia los “datos”. Los “datos” no son para mí otra cosa que un recorte conceptual del flujo de sucesos que acontecen durante el trabajo de campo (un recorte que, en nuestros diarios de campo, adopta habitualmente la forma de una narración de los aspectos que son relevantes según las preguntas teóricas con las que interrogamos dicho flujo). Desde este punto de vista, los datos “se producen” (o, si se quiere, “se coproducen” con intervención de los sujetos investigados), no “se acumulan” (“recogen” u “obtienen”) a modo de objetos que estuvieran ya dados. Por otra parte, Ingold (2013) parte de la presunción de que “things can be ‘theorised' in isolation from what is going on in the world around us, and that the results of this theorising furnish hypotheses to be applied in the attempt to make sense of it” (4). No cabe duda —como he expresado en Jociles (2016a)— que las cosas pueden ser teorizadas del modo señalado por Ingold, pero es posible pensar que las teorías que se generan aisladas o al margen de lo que está pasando en el mundo que nos rodea, más que proporcionarle sentido, lo que hacen es imponérselo o, visto desde otra perspectiva, se ensañan con él. Esta idea es la que ha llevado a autores como Glasser y Strauss (1967) o Agar (2006) a proponer la teoría fundamentada (Grounded Theory) o la lógica de investigación IRA (iterative, recursive, abductive logic), con el convencimiento de que solo las teorías que se gestan en íntima y dialéctica relación con lo que está pasando en el mundo que nos rodea son las que pueden restituirle su sentido. Ocurre que, para unos y para otros, “conocer desde el interior” significa cosas distintas y, en consecuencia, entraña formas de investigar también distintas.

6Por ello las etapas de etnografía no son nunca lineales, de modo que el diseño de la investigación (que siempre es abierto), el trabajo de campo sobre el terreno, el análisis/interpretación de los datos e incluso la misma escritura de los resultados —para mencionar solo grandes momentos— se van imbricando continuamente durante el proceso de investigación.

7“Madres solteras por elección” o MSPE es el nombre que se dan a sí mismas aquellas mujeres que emprenden la maternidad en solitario (sin pareja masculina o femenina), mediante procedimientos como la reproducción asistida con donante anónimo, la adopción o el “donante conocido”. La investigación sobre las MSPE, de la que fui investigadora principal (IP), se desarrolló en España durante el periodo 2010-2015.

8Las “autograbaciones” pueden considerarse una modalidad de lo que Plowman (1996, 2016) denomina ethography by proxi, y fueron diseñadas por nuestro equipo de investigación para acceder a las prácticas socializadoras que tenían lugar en la vida cotidiana de las MSPE. Con esta metodología, dábamos un gran protagonismo a las mujeres, ya no solo porque grababan las interacciones en que estaban implicadas con sus hijos, sino porque ellas mismas definían los eventos en que valoraban que “hacían familia”. Esto nos permitió ver, por ejemplo, que ninguna enfocaba su actividad laboral o profesional (se desarrollara dentro o fuera del espacio doméstico) como una manera de “hacer familia” (familia versus trabajo), a pesar de que todas eran jefas de hogar y el sostenimiento económico dependía completamente de su trabajo.

9Por otro lado, hay que tener en cuenta que los sujetos investigados también observan al etnógrafo y que a partir de estas observaciones y de la definición que hacen de él le otorgan un lugar en el campo (Díaz de Rada y Cruces 1991).

10Una pauta, que no voy a tratar aquí (porque ha sido objeto de un tratamiento monográfico en Jociles 2016a), consiste en no confundir OP con “interrogar a informantes”, con lo que Malinowski denominó “antropología de oídas” o “método de oídas” (1985, 67 y 69). De otra parte, entiendo por diario de campo el espacio al que se trasladan por escrito, por un lado, las observaciones y, por otro, las reflexiones hechas sobre lo observado, el lugar del observador en el campo, las relaciones establecidas con los sujetos estudiados, los sentimientos que ha experimentado durante la OP, etc., distinguiendo en todo momento unas de otras mediante su ubicación en apartados diferentes, entre otras posibilidades.

11Los datos a los que se hace referencia en lo que sigue (y, en parte, también en páginas precedentes) provienen de una investigación sobre los procesos de socialización familiar realizada con 115 MSPE españolas; 91 contactadas durante el desarrollo de un primer proyecto (Ref. FEM2009-07717), que se implementó del 2010 al 2012 y en el que se las estudió de manera monográfica, y otras 24 durante un segundo proyecto (Ref. CSO2012-36413), que duró del 2013 al 2015 y en el que fueron comparadas con mujeres que formaban parte de familias heteroparentales y homoparentales (para más información, véanse Jociles y Medina [2013] y Jociles [2016b]).

12Por ejemplo, con respecto a las MSPE que habían recurrido a la reproducción asistida con donante anónimo para tener descendencia, tuvimos la oportunidad de comprobar que los relatos para explicarles a los niños cómo fueron concebidos (y, a la vez, cómo se conformó la familia no convencional de la que forman parte) no son una creación individual o una mera réplica de narrativas preexistentes, sino elaborados colaborativamente en las interacciones que mantienen tanto en espacios online (foros, grupos de Whatsapp, Facebook), como offline (encuentros entre amigas, reuniones y talleres organizados por la Asociación Madres Solteras por Elección, etc.). En estos espacios se dirime cuál es la edad de los niños en la que es apropiado comenzar a “contárselo”, lo que a veces les ha ocasionado choques con los expertos en este campo (como psicólogos), puesto que estos suelen recomendar que no se haga hasta que los niños tengan capacidad para entender lo que se les narra (a partir de los tres o cuatro años), en tanto que las MSPE —principalmente las que forman parte de la referida asociación— han coconstruido un discurso según el cual es conveniente iniciar las narraciones a una edad más temprana (aun cuando los niños tengan menos de un año) puesto que, para ellas, la principal función de los relatos es “normalizar” no solo su modelo familiar, sino también que en sus familias se hable del tema, por lo que piensan que, cuanto antes se haga, con mayor “naturalidad” lo vivirán sus hijos.

13Una reflexión más amplia acerca del tiempo en la investigación etnográfica, que es trasladable a la OP, se puede encontrar en Jeffrey y Troman (2004).

14En este caso, además, los estudiantes son tratados como una masa compacta, ausente, que parece no tener ningún papel en lo que la profesora dice/hace y cómo lo dice/hace. Este es otro problema frecuente en la manera en que se observa (a lo que llamo “crear un protagonista”, obviando lo que hacen otros actores), con consecuencias para conocer cómo se produce un determinado fenómeno sociocultural e incluso para su análisis.

15La observación/descripción minuciosa facilita la “ruptura” con las categorías con las que aprehendemos el mundo y nos relacionamos con él en nuestra vida cotidiana y, en consecuencia, la oportunidad de problematizarlas.

16Encuentros sexuales en lugares públicos (como parques, playas, urinarios o descampados) llevados a cabo sobre todo por hombres gays.

Recibido: 16 de Noviembre de 2016; Aprobado: 17 de Julio de 2017

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