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Revista Colombiana de Antropología

versión impresa ISSN 0486-6525

Rev. colomb. antropol. vol.55 no.2 Bogotá Jul/dic. 2019

 

Reseñas

Anthropology and/as Education

JUAN CAMILO PERDOMO MARÍN* 

* Universidad de Caldas, Colombia. Antropólogo de la Universidad de Caldas. juancaperdo@hotmail.com / https://orcid.org/0000-0003-2714-455X

Ingold, Tim. Nueva York: Routledge, 2018. 107p.


La elaboración de conocimiento antropológico no se agota en los procedimientos lógicos de contextualización, comparación y conceptualización. Actualmente, la pregunta por su inteligibilidad, es decir, por su posibilidad de comprensión por parte de estudiantes, profesionales y el público general, cobra la misma relevancia en las investigaciones científicas. Ello se debe a que el potencial reflexivo del conocimiento no es una cualidad intrínseca, sino que las estrategias mediante las cuales se comunica en sí mismas robustecen y limitan dicho potencial, es decir, lo coconstituyen. En consecuencia, la elaboración y la representación del saber científico no son dos momentos diferentes, sino procesos constitutivamente entrelazados por medio de relaciones pedagógicas. Con base en este reconocimiento, la antropología contemporánea está comenzando a renovar y robustecer su voz ante el mundo, al experimentar con formatos alternativos de difusión que dialogan con el arte y la tecnología.

En el contexto de los debates contemporáneos sobre el aprendizaje, encontramos la obra más reciente de Tim Ingold (2018): Antropología y/como educación. Desde una potente inspiración fenomenológica el autor indaga, a lo largo de cuatro capítulos, sobre la estrecha relación entre ciencia, arte y antropología, argumentando que la educación es su vínculo articulador. Para ello, Ingold problematiza las teorías de la comunicación, el énfasis investigativo en la etnografía y la delimitación de las fronteras disciplinares, con el fin de proponer una comprensión alternativa del conocimiento y la enseñanza. En esta tarea dialoga transversalmente con los planteamientos del pedagogo John Dewey, a partir de los cuales relee sus ideas previas sobre la percepción y la educación para ampliarlas creativamente. A continuación, se sintetizarán sus principales postulados.

Ingold comienza su escrito con una fuerte sentencia: "la transmisión es la muerte de la educación" (3)1, en razón de que el conocimiento no se replica entre generaciones, como si fuera un proceso pasivo, individual y lineal de reproducción de una tradición dada y estática. Por el contrario, el conocimiento es entendido como una cualidad generativa que surge y se transforma en la interacción activa con el mundo. Por lo tanto, las aulas y el campo investigativo no deben ser considerados lugares de transcripción de información, sino más bien espacios de cocreación de conocimiento por medio del acompañamiento práctico entre seres.

En esta medida, la tarea del docente no consiste en descargar información de una mente a otra, siguiendo un guion que no afecta su propia identidad. Más bien, radica en construir un ambiente para enfocar la atención de los estudiantes hacia prácticas específicas por medio del seguimiento, la inspiración, la crítica y el ejemplo. De este modo, la educación elabora horizontes comunes de diálogo y comprensión al nutrirse de la diferencia de sus participantes. Por consiguiente, el conocimiento se gesta en relación con las historias vitales de los estudiantes, puesto que en el proceso pedagógico: "debo hacer un esfuerzo imaginativo para proyectar mi experiencia en formas que puedan unirse con las suyas, para que podamos [...] transitar la misma ruta y, al hacerlo, dar sentido juntos" (4). Lo anterior implica que todos los integrantes son transformados en este proceso dialógico de traducción.

Para dimensionar la cualidad generativa del conocimiento, Ingold nos ofrece como ejemplo los libros de recetas. Sus instrucciones no codifican detalladamente un conocimiento preexistente como si fueran lineamientos rígidos para copiar, sino que son medios que "abren un camino al conocimiento" (12), puesto que mientras se recorre un paisaje de tareas (taskscape), las instrucciones operan como indicaciones generales a partir de las cuales el practicante -con base en su sensibilidad cultivada por experiencias previas- aprende a identificar el camino a seguir. En esta medida, "este no es un conocimiento que ha sido transmitido a mí; es conocimiento que ha crecido en mí mientras he seguido los mismos caminos que mis predecesores y bajo su dirección" (12). Ingold agrega que, al igual que con las historias, su significancia no está incrustada en la narrativa, sino que los oyentes deben "encontrarla por sí mismos, trayéndola en correspondencia con su propia experiencia e historia de vida" (12).

Ahora bien, de forma crítica este antropólogo británico contrasta la potencialidad de la educación con las plataformas virtuales que, según él, limitan el aprendizaje a la transmisión mecánica de información con una finalidad totalmente preestablecida que reduce el conocimiento a un proceso de "entrenamiento". Dichos dispositivos delimitarían el conocimiento dentro de un mundo de certezas que convierte a los alumnos en estudiantes-clientes que asimilan información acríticamente. Por este motivo, señala que el estudio "es sobre la producción en vez de consumo, acerca de hacer cosas públicas en vez de su apropiación privada. Este reúne estudiantes y docentes juntos, alrededor de la mesa, en lugar de comprometerlos con el aislamiento seguro" (55). En suma, la educación trata de "generar intereses en común, no de gratificar deseos individuales" (55).

Agrupando las posibles interpretaciones sobre el aprendizaje, Ingold compara las implicaciones de pensar, por un lado, desde la voluntad, la agencia y la intencionalidad, y, por el otro, desde el hábito, el agenciamiento y la atencionalidad (attentionality). Los primeros conceptos parten del entendimiento de que existe un guion que preestablece las acciones a realizar, lo cual separa al ser de sus actividades. Los segundos, a partir de una reflexión basada en los desarrollos de Dewey, se centran en las acciones, no desde una finalidad dada sino como una actividad en crecimiento que se constituye a sí misma como un proceso de respuesta a un mundo en transformación, por lo que el ser surge dentro del hacer. Como ilustración, Ingold sostiene que: "Caminar deja de ser algo que puse a hacer a mi cuerpo, como una rutina autoimpuesta. Más bien, parece que me convierto en mi caminar, y que mi caminar me camina. Estoy allí, dentro de este, animado por su movimiento" (23).

Con base en las ideas anteriores, Ingold argumenta de forma polémica que la antropología es educacional en vez de etnográfica porque no estudia al otro, en un sentido objetivante, sino que estudia con el otro, en un sentido participativo de compromiso y atención mutua. Por su parte, la etnografía se limitaría a representar las características de la vida social para visibilizar dentro de un contexto los principios que se supone guían la visión del mundo de las personas. De este modo, en el campo "nuestros profesores son reformulados como objetos de estudio" (61), debido a que las experiencias compartidas con los otros, en vez de nutrir nuestro conocimiento existencial, son neutralizadas al ser convertidas desde la distancia intelectual en simples "datos".

En consecuencia, el énfasis etnográfico, al pretender representar las causas que estructurarían desde el pasado las acciones e interpretaciones de las personas, pasa por alto que el mundo se encuentra en formación permanente. En la vida cotidiana de las personas con las que investigamos, al igual que en la de estudiantes y profesores, hay una apertura existencial hacia el futuro; en otras palabras, un proceso de readaptación, improvisación y creación ante circunstancias cambiantes.

En contraste la observación participante, en vez de ser una recolección de información, parte de la inmersión sensible en la vida del otro. Por ello, como proceso de aprendizaje, es un acto de contemplación y cercanía y no de objetivación y distancia. En esta medida, la antropología conoce "desde adentro", puesto que implica "unirse en correspondencia con aquellos entre quienes estudiamos" (63). Es decir, conlleva una "exposición existencial" que consiste en seguir el mundo del otro al atender pacientemente y responder de manera creativa a sus experiencias vitales sin saber a dónde conducirá esto. Debido a esta exposición, los antropólogos

[...] toman en sí mismos algo de las formas de moverse, sentir y pensar de sus anfitriones, sus habilidades prácticas y modos de atención. La correspondencia es un trabajo de amor, de devolver lo que les debemos a los seres humanos y no humanos con quienes compartimos nuestro mundo, para nuestra propia existencia. Si la antropología, entonces, es una ciencia, es una ciencia de la correspondencia (70).

Ingold ilustra esta crítica a la etnografía mediante una analogía con la formación académica. Para él, esta última no busca limitarse a describir detalladamente el sistema filosófico de los teóricos, sino que, por el contrario, consiste en un acompañamiento dirigido a ampliar el conocimiento mismo, puesto que: "recibir el don de la enseñanza es entrar imaginativamente en el mundo que nuestros maestros abren para nosotros, y unirse a ellos en su exploración; no es cerrar ese mundo" (63). Entonces, la dimensión educativa de la antropología existe como un compromiso de cuidado que se cultiva con los docentes, compañeros, personas y seres no humanos con los que compartimos, "conocimiento es conocimiento, donde sea que se cultive" (63).

Ingold también advierte que seguir mecánicamente un método tiende a convertir a los instrumentos en barreras que contrarrestan la fuerza reflexiva de las preguntas investigativas, ya que las transformarían apresuradamente en respuestas, impidiendo así una apertura hacia lo inesperado, en la que los interrogantes conducen a nuevas preguntas. En este punto se cruzan directamente la antropología y el arte. Este antropólogo afirma que: "El arte que es antropológico permite a las cosas ser ellas mismas" (68), debido a que conduce a desarrollar sensibilidad, curiosidad y asombro para no predisponer lo que va a encontrar en los procesos investigativos, al eliminar los juicios de valor y expectativas para así poder hacer el mundo presente. Por esto la verdad no es algo preexistente que hay que encontrar, sino un horizonte que surge y se reinventa por medio de preguntas y prácticas. En consecuencia, su búsqueda necesita "suspender todo prejuicio o presuposición, transformar toda certeza en cuestionamiento" (72).

Como cierre reflexivo sobre la educación, Ingold propone pensar no en la interdisciplinariedad sino en la antidisciplinariedad. La primera lógica apuesta por una integración holista, partiendo de la idea de que existen límites disciplinares demarcados que se pueden yuxtaponer para ensamblar conocimientos predefinidos. En cambio, para la segunda, las disciplinas no son fronteras de estudio objetivas, sino una "malla enredada de caminos en marcha o líneas de interés" (74). Por este motivo, las preguntas y las habilidades que articulan y transforman a los integrantes de los debates académicos los conducen a explorar caminos abiertos e impredecibles a partir de los cuales construyen conocimiento. En síntesis, las reflexiones de Antropología y/como educación pretenden interrogar si se busca en los estudiantes una educación que ofrezca seguridades existenciales que blinden al sujeto de su exposición y problematización de la realidad o una educación que los confronte y transforme.

La pertinencia de este trabajo es innegable para la antropología, puesto que propone una renovación inductiva del conocimiento que, en resonancia con los debates ontológicos contemporáneos de autores tan disímiles como Bruno La-tour, Anna Tsing y Martin Holbraad, busca escapar de la comprobación teórica para que las experiencias investigativas tengan una "voz propia". Así, pretende incentivar en el antropólogo un espíritu sensible y experimental que, por medio de la curiosidad y la humildad, pueda explorar y conceptualizar el mundo en el que se reconoce inmerso.

En este libro no se encuentra una lista de metodologías educativas para reproducir. Antes que presentar fórmulas y ejercicios puntuales, Ingold ofrece indicios prácticos, algo así como una brújula que apunta a valorar la relevancia y complejidad de la experiencia del conocimiento. Lo anterior se debe a que la educación no es una ruta predelimitada a seguir, ya que incluso las ideas de Ingold tienen sentido y se pueden ensanchar a la luz de los referentes experienciales del lector, que le permiten establecer un puente de diálogo con sus postulados.

El texto es de especial relevancia para la antropología colombiana, porque invita a reflexionar acerca de la inteligibilidad de su conocimiento. Esta es una tarea ineludible, en tanto que en los últimos años la división subdisciplinar de la antropología ha conducido a la edificación paulatina de trincheras epistemológicas, más que a gestar espacios de articulación. Antes que otorgar una mirada integral de la realidad, el pretendido holismo fragmenta el conocimiento y blinda sus muros, de allí la marcada desunión de los profesionales y su tenue voz en los debates políticos del país. Por consiguiente, problematizar cómo se enseña y, por lo tanto, cómo se piensa la antropología colombiana es el primer paso para comenzar a elaborar lenguajes comunes que permitan reunir las apuestas existenciales de sus practicantes, y poder así implosionar sus fronteras epistemológicas. Solo desde escenarios dialógicos, por dentro y por fuera del aula, la antropología podrá ser -según la invitación de Ingold-, generosa, abierta, comparativa y crítica.

1 Todas las traducciones son propias.

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