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Revista Colombiana de Antropología

Print version ISSN 0486-6525On-line version ISSN 2539-472X

Rev. colomb. antropol. vol.57 no.2 Bogotá July/Dec. 2021  Epub July 01, 2021

https://doi.org/10.22380/2539472x.1877 

Artículo original

“Esa paz blanca, esa paz de muerte”: tiempos de paz, tiempos de guerra y el cronos negro imposible en el posconflicto colombiano

“Esa paz blanca, esa paz de muerte”: peacetime, wartime, and black impossible chronos in the Colombian postconflict*

Jaime Amparo Alves** 

**Department of Black Studies, UC Santa Barbara, Estados Unidos jaimealves@blackstudies.ucsb.edu / https://orcid.org/0000-0002-3231-1693


RESUMEN

El 24 de agosto de 2016, el presidente colombiano Juan Manuel Santos anunció el final formal de una guerra de cincuenta años con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Esta guerrilla acordó deponer las armas y participar en las elecciones generales de 2018. Desde entonces, casi seiscientos activistas han sido asesinados, la violencia homicida contra la juventud urbana no dejó de crecer y el prospecto de paz positiva en los territorios negros e indígenas es esquivo. En este contexto, el artículo examina dos preguntas: ¿cómo entender la transición a la paz cuando los tiempos de guerra y los tiempos de paz son experimentados como evento a-temporal según la alteridad racial de los sujetos? ¿Pueden los marcos normativos de conflicto/posconflicto explicar la transhistoricidad de la experiencia negra en sociedades de la diáspora africana?

Palabras clave: afropesimismo; violencia racial; construcción de paz; paz liberal; protesta negra

ABSTRACT

On August 24, 2016, Colombian President Juan Manuel Santos announced the formal end of the fifty-year-long war with the Colombian Revolucionary Army Force (FARC). Since then, almost six hundred human rights activists have been killed, homicidal violence against youth in major Colombian cities has remained high, and the prospect of positive peace in black territories is at best elusive. Within this context, the article examines two questions: how to understand the transitional moment to peace when peacetime and wartime are experienced as atemporal events according to the racial alterity of the subject? Can the normative framework of conflict/postconflict account for the trans-historicity of the black experience in societies of the African diaspora?

Keywords: afro-pessimism; racial violence; peacebuilding; liberal peace; black protest

“Se acabó la guerra en Colombia”

Era una tarde de agosto de 2016. Estaba pasando el rato con amigos en las afueras de Cali cuando el presidente Santos anunció en la televisión el final del conflicto armado de más de cincuenta años con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Después de años de conversaciones, respaldadas por los gobiernos noruego y cubano, los diálogos del acuerdo de paz estaban llegando a su fin. Yo había planeado visitar a una amiga al otro lado de la ciudad para acompañar la transmisión televisiva del anuncio presidencial y para “celebrar” el evento histórico con su familia. En un marcado contraste con mi ingenuo entusiasmo, doña Teresa, una caleña blanca-mestiza de unos cincuenta años, me dijo que no había nada que celebrar porque “nada cambiaría”. Ella temía que los guerrilleros, a quienes se les concedieron diez escaños en el Legislativo colombiano como parte del acuerdo, convirtieran a Colombia en un “régimen castrista”, como se suele calificar a los gobiernos de izquierda cubano y venezolano en los círculos conservadores y de derecha. Doña Teresa también se preocupaba por el aumento de la inseguridad urbana, mientras que la élite celebraba la “maldita” paz. Quizás demasiado optimista para su gusto, traté de argumentar que era un momento importante para pasar la página y que, de todos modos, las/os colombianas/os deberían darle una oportunidad. Me dejó solo frente al televisor, escuchando el anuncio del presidente. De camino a casa, inicié una conversación con un taxista pirata (conductor de transporte informal). Provoqué al señor mestizo: “Entonces, el acuerdo de paz ya está firmado. Qué raro, la gente no parece emocionada”. Él tenía otra explicación:

La guerra es rentable. ¿Realmente cree que ellos [la élite política y los grupos armados] dejarán morir este negocio? Ahora tendremos a todos estos hombres viniendo a las ciudades y disputando territorio con las bacrim1. Va a ser un desastre. Esto nunca terminará.

Quizás doña Teresa y el taxista simplemente estaban reproduciendo rumores difundidos por la campaña antipaz de la extrema derecha, dirigida por el expresidente Álvaro Uribe -una figura política clave en la “guerra” contra la insurgencia guerrillera y con presuntos vínculos con los paramilitares-. O, tal vez, simplemente estaban expresando una desconfianza generalizada en la capacidad estatal para cumplir los términos del acuerdo. El historial preocupante del Gobierno colombiano de incumplir los anteriores acuerdos de paz con grupos desmovilizados incluye la falta de financiamiento a los programas para la reincorporación de excombatientes a la vida civil, la interferencia en las disposiciones legales para la justicia de transición y la ausencia de protección a los guerrilleros desmovilizados que conformaron el partido Unión Patriótica (UP), cuando, en la década de los noventa, más de 5 000 de sus miembros fueron asesinados. Cualquiera que sea la razón, estaba claro que doña Teresa, el taxista y ciertamente muchos otros en las áreas marginales de Cali vieron el “fin de la guerra” con escepticismo e indiferencia2.

Aunque predecible a la luz de un complejo conflicto todavía en curso -que involucra a disidentes de las FARC, a otros grupos insurgentes, a paramilitares y al narcotráfico (ver Idler 2016)-, las reacciones de mis interlocutores resuenan con un fuerte registro antropológico que ha hecho etnográficamente visible de qué modo algunos grupos experimentan el “pos” de la guerra como un momento de incertidumbre y ansiedad. Categorías normativas como transición y posconflicto -se ha argumentado- pueden ocupar un lugar en el marco internacional de estabilidad y gobernanza, pero no tienen en cuenta las formas complejas en que las temporalidades de la paz y la guerra se superponen en el espacio de la vida cotidiana (Offit y Cook 2010; Rojas 2008; Shneiderman y Snellinger 2014).

Desde este enfoque, aunque el posconflicto pueda significar un cambio desde la perspectiva liberal de estabilización y construcción de paz, para las gentes empobrecidas, ultrajadas y humilladas que viven en inseguridad e incertidumbre permanentes, puede ser solo la guerra por otros medios. De hecho, en muchas sociedades transicionales del sur global, los asombrosos niveles de violencia física y estructural ponen en tela de juicio la supuesta excepcionalidad de la guerra. En tales contextos, personas como doña Teresa y el taxista en Cali experimentan el pos del conflicto como desencanto, engaño o algo peor que la guerra (ver Choi 2014; Gill 2017; Green 1994; Moodie 2011).

En el caso de América Latina, el antropólogo Isaias Rojas Pérez (2008) argumenta que este “régimen permanente de emergencia” existe porque la violencia está arraigada en los mecanismos del Estado como “una modalidad de gobierno” (258). Aun así, si los pobres latinoamericanos generalmente experimentan el tiempo de paz como una repetición obstinada del pasado, como correctamente afirma Rojas, es en los cuerpos negros e indígenas donde la línea cronológica entre el tiempo de paz y el tiempo de guerra es borrada. Para estos grupos históricamente marginados, el pos del conflicto puede definirse mejor como un cronos imposible, para tomar prestada la formulación de Vargas (2012) sobre los regímenes atemporales de terror racial que estructuran las vidas negras en la diáspora africana. En este manuscrito, me baso en dicho marco para interrogar los tiempos de guerra y los tiempos de paz en relación con las categorías de personas consideradas socialmente muertas, según su posición en la jerarquía de la humanidad. Que tal escala esté profundamente racializada es lo que algunos estudiosos han argumentado a través de su reflexión sobre el antagonismo estructural entre el ser blanco y el no ser negro. Ya sea que uno analice la experiencia negra a través de la lente del trauma histórico y la muerte social, o mediante el proyecto afrooptimista de identificar los estados de fuga y las estrategias contemporáneas de cimarronaje (Moten 2008) -en donde las gentes negras reinventan el estar en el mundo-, la verdad es que los asesinatos policiales, el encarcelamiento masivo, los homicidios, la pobreza, la desnutrición y la muerte por enfermedades tratables indican la vida póstuma de la esclavitud (ver Hartman 2007; Wilderson 2010; Sharpe 2016). Es decir, el régimen de terror antinegro, fundamental en la constitución de la modernidad transatlántica y transpacífica, continúa organizando la vida en la (pos)colonia y definiendo quién pertenece a su régimen racializado de derechos.

Esta perspectiva teórica puede sonar como una exageración para algunos e incluso generar objeciones de una lectura multicultural en la que la negritud es celebrada como parte del patrimonio nacional. Si bien no busco imponer mi lectura ni importar conceptos extemporáneos a la formación racial colombiana, soy consciente de que la violencia original del colonialismo que azota otras sociedades afrodiaspóricas tiene una innegable vida póstuma también en esta nación racialmente “armoniosa”. Claudia Mosquera Rosero-Labbé (2007) ha argumentado que, mientras que la política del multiculturalismo ha otorgado a algunos grupos racializados acceso a algunos derechos, el estado socioeconómico actual de millones de descendientes de la población esclavizada continúa recordándonos las “huellas genealógicas” (220) de una nación dependiente del sufrimiento negro.

En este contexto y en diálogo con algunas intervenciones antropológicas críticas sobre el acuerdo de paz colombiano (ver, por ejemplo, Gómez-Correal 2015; Gruner 2017; Puerta y Dover 2017), este artículo pregunta: ¿cómo dar sentido a las intervenciones teóricas sobre posconflicto que suponen que la transición a la paz es el momento mágico de un nuevo orden social, cuando la guerra se experimenta como un evento atemporal? ¿Cómo perciben las gentes negras el acuerdo de paz y cómo enmarcan sus condiciones estructurales dentro del tan esperado posconflicto? ¿Puede el marco normativo del conflicto/posconflicto, paz/guerra, explicar la violencia racial persistente y fundacional en sociedades de transición de la diáspora africana?

En las siguientes páginas abordo estas preguntas a través de las voces de activistas negras que apoyaron el acuerdo de paz -presionando con éxito a los negociadores para que incluyeran un “capítulo étnico” en el documento final- y que lo criticaron por ser un “paño de agua tibia” -una medida parcial e insuficiente-. Al centrar el artículo en sus voces, no pretendo homogeneizar la gama de perspectivas de los/as activistas por la paz en el acuerdo, ni pasar por alto las formas contradictorias en que las gentes negras dan sentido a su experiencia dentro de este contexto “de transición”. En muchos casos, los “trabajadores” en la industria de la paz -principalmente investigadores blancos/mestizos y consultores para organizaciones no gubernamentales (ONG) internacionales- me advirtieron que “el acuerdo no prometía transformar la estructura de la sociedad colombiana” y que, por lo tanto, debería analizarse dentro de sus alcances políticos. Frustrado, un colega de una universidad local afirmó que su generación “luchó muy duro por tener el acuerdo” y que mi crítica se aproximaba muy peligrosamente a la campaña de los uribistas (la coalición política del expresidente Álvaro Uribe). Del mismo modo, conocí a personas negras que eran indiferentes o que estaban contra el mismo acuerdo de paz. Un joven negro, estigmatizado como miembro de una pandilla local y que tenía casa por cárcel en un barrio del distrito de Aguablanca de Cali, respondió así a mi pregunta sobre la posguerra: “En Colombia la paz se hace con plomo”. Jugando con la palabra paz, produjo el sonido onomatopéyico de un disparo de pistola: “¡pas!, ¡pas!, ¡pas!”. Quizás su respuesta se basaba en su propia experiencia como negro, hijo de una empleada doméstica afro, desplazada, de las zonas marginales de Cali. O quizás la guerra le sea muy familiar, ya que es objetivo militar de las estrategias de seguridad urbana que buscan “limpiar” la ciudad en el posacuerdo.

Por lo tanto, aunque cauteloso de no homogeneizar la diversidad de experiencias negras en un contexto de conflicto armado multifacético y extremadamente precario, este artículo demuestra, a partir del trabajo político de activistas negras, cómo los esfuerzos para asegurar algunos derechos sociales y territoriales en el acuerdo de paz chocan con la negación estructural y continua de la vida negra. Para hacerlo, me baso en el trabajo de campo etnográfico longitudinal que realicé entre enero de 2013 y diciembre de 2014, con algunas visitas intermitentes entre 2015 y 2019, en el barrio El Guayacán -nombre imaginario de una localidad predominantemente negra, situada en el distrito de Aguablanca en la periferia de la ciudad-. Durante ese periodo, además de presenciar manifestaciones públicas de activistas como Francia Márquez y Charo Mina-Rojas, sostuve interacciones informales con otros líderes y lideresas negras durante las protestas por la paz en las calles de Cali y acudí a foros comunitarios y encuentros casuales. Algunas de las citaciones textuales pueden no ser exactas por ser fruto de las notas etnográficas tomadas después de mis interacciones casuales con dichas lideresas. Asimismo, mi interpretación es efímera, debido a los escenarios cambiantes del conflicto armado colombiano en el que incluso la paz negativa (Galtung 1969) no ha sido asegurada. Simplemente, invito a un diálogo provocado por una pregunta oportuna planteada repetidamente por activistas negras colombianas y articulada por el antropólogo Alejandro Castillejo-Cuéllar (2013) en su lectura etnográfica de la (in)justicia de transición en Colombia: ¿cómo se puede lograr una “paz” sostenible en una sociedad fundada en el trauma (racial) y en las injurias históricas?

Guerras antinegras ordinarias

Lideresas y líderes afrocolombianos prefieren el término posacuerdo a posconflicto. La distinción es crucial para comprender la posición paradigmática de las gentes negras en una violencia política que ha matado a más de 250 000 personas, desaparecido a casi 100 000 y desplazado internamente a otros 7 millones. Para la activista negra Charo Mina-Rojas, la marca temporal del medio siglo, utilizada para referirse al “conflicto”, esconde el terror racial duradero contra las poblaciones negras e indígenas: “No comenzó con la guerrilla y no terminó con la guerrilla. Todo comenzó cuando fuimos secuestrados y traídos a este país... Desde entonces estamos en una lucha constante para mantenernos vivos y también para mantenernos como pueblo [negro]”3. Los comentarios de Charo hacen eco de las voces de otras activistas negras con quienes tuve la oportunidad de discutir este asunto. Destacan las continuidades -en lugar de las rupturas- entre sus antepasados y sus condiciones raciales actuales. Argumentan que el legado de la esclavitud y la colonización informan el acaparamiento de tierras, el desplazamiento y el terror.

La experiencia de Lena ilustra este proyecto colonial inacabado. Es oriunda de una comunidad ribereña atrapada en el fuego cruzado entre guerrilla, fuerzas militares, narcotraficantes y corporaciones multinacionales que compiten por recursos naturales y por las rutas de drogas. Lena dejó la comunidad cuando su sobrino de treinta años fue secuestrado para nunca volver. Ella recibió amenazas de muerte por su activismo en defensa del territorio en donde descendientes de la población esclavizada se ganan la vida como mineros artesanales. Ahora, la comunidad ha visto el río contaminado por mercurio y sus bordes destruidos por dragas mecanizadas de compañías mineras ilegales y legales4. Las organizaciones negras denuncian que estas dinámicas han producido una crisis humanitaria que consiste en desastres ambientales, masacres y desplazamientos masivos. De hecho, Lena es uno de los miles -y esta cifra sigue creciendo- de desplazados de la costa del Pacífico: “No pude quedarme. Me sentía enferma, un ataque de ansiedad cada vez que veía una canoa con cuatro o cinco personas que venían al pueblo. Mi cuerpo temblaba. Los rumores decían que lo harían otra vez”.

Al llegar a Cali, Lena encontró lugar en un asentamiento informal de la densa población de El Guayacán para vivir con sus nueve hijos. Allí comenzó a vender chontaduro -una fruta tradicional de la costa pacífica- en las calles de Cali, al igual que muchas mujeres excluidas de la economía formal de la ciudad. El primer año, recuerda, fue el más difícil: “No sabía a dónde ir, dónde estaba. No tenía nada para comenzar de nuevo. Luego comencé a tocar puertas y comencé a moverme como un pez en el agua”. Al principio, Lena se resistió a la etiqueta de desplazada y se negó a registrarse en la base de datos del Gobierno para esa población. Más tarde, una amiga la convenció de que el registro le permitiría a su familia tener acceso a un plan básico de salud subsidiado y a un estipendio para complementar el ingreso familiar. Recibió una ayuda del Gobierno durante tres meses y luego se convirtió en vendedora ambulante.

Si bien el origen agrario del conflicto armado es innegable, desde el punto de vista de las víctimas negras, como Lena, la ciudad también es un frente de guerra que puede no ser producida por las mismas dinámicas militares y que, sin embargo, genera resultados racializados similares. Aquí, la condición racial de la población negra desterrada (Vergara-Figueroa 2017) y legalmente conocida como afrodesplazados pone en tela de juicio no solo narrativas reificadas de tiempo y espacio, sino también el proyecto ideológico de la nación colombiana como una comunidad nacional racialmente democrática. En su ensayo sobre afrodesplazados, Cárdenas (2018) argumenta que esta es una categoría legal que deshumaniza a las gentes negras, reduce la violencia a la temporalidad de la guerra y “establece una jerarquía perversa que hace visibles y legítimas algunas formas de sufrimiento negro” (76), mientras invisibiliza otras injusticias raciales contra esta población. Afrodesplazado/a es también una identidad política que revela las dolorosas estrategias de las personas negras para acceder a la protección humanitaria e institucional que de otro modo se les negaría (Cárdenas 2018). En ambos casos, la pregunta es: ¿qué significa ser legible para el Estado solo en la medida de la victimización? ¿Cómo esa posición extremadamente precaria torna visible la intersección entre el terror racial fundante de la nación y la victimización específica por el conflicto armado? La condición espacial y ontológica del desplazamiento -el sujeto negro es desterrado por la esclavitud, desplazado internamente por el conflicto, excluido socialmente de la ciudadanía plena y situado ontológicamente por fuera de la comunidad humana- revela las lógicas antinegras que animan la ciudad y la nación.

Es en geografías negras como El Guayacán -un barrio ubicado en las comunas del oriente, área en la que vive al menos el 70% de la población afro de Cali- donde uno puede ver cómo la dinámica particular del conflicto armado y las condiciones estructurales de precariedad racial borran las líneas entre lo urbano y lo rural, el tiempo de paz y el tiempo de guerra, el tiempo transcurrido y el tiempo congelado. Las mismas áreas que albergan afrodesplazados como Lena son también entornos urbanos plagados de pobreza extrema, altas tasas de desempleo, analfabetismo y violencia homicida (Urrea-Giraldo et al. 2015). En esta zona de abandono social, las geografías urbanas y rurales y las espacialidades de la preguerra y la posguerra se yuxtaponen en lo que Nancy Scheper-Hughes define como crímenes de tiempo de paz o prácticas sistemáticas de matar y dejar morir. Estos se convierten en “los más naturales, rutinarios, ordinarios y esperados eventos” contra aquellos vistos como “desechables” (Scheper-Hughes 1996, 891). Por ejemplo, muchos residentes están desempleados o se ganan la vida en lo que llaman el rebusque, una palabra para denominar trabajos extremadamente precarizados, como la venta ambulante en los semáforos o el empleo doméstico diario. Una amiga mía está luchando contra el cáncer mientras espera por el tratamiento en un hospital público. Una conocida murió de una enfermedad relacionada con el VIH mientras esperaba la medicación, y otro amigo muy cercano fue asesinado mientras intentaba intervenir en una disputa entre dos pandilleros.

El conflicto armado no explica todo, pero es probable que estas vulnerabilidades aumenten dentro de las comunidades racializadas del oriente de Cali, atrapadas en una contienda territorial entre disidentes de las FARC, grupos vinculados a los paramilitares, disputas entre pandillas locales y agentes públicos corruptos. De hecho, según las historias locales, esto es lo que está sucediendo. Mientras la alcaldía promueve políticas antipandillas agresivas para “pacificar” los espacios estigmatizados del oriente -como El Guayacán-, los residentes hablan de una “guerra invisible” lanzada por los duros y supuestamente apoyada por oficiales corruptos que “desarman a los jóvenes solo para que sea más fácil reclutarlos y controlar el barrio”. Un interlocutor se lamentó de que, en lugar de traer “paz real” al abandonado barrio El Guayacán, el Estado no frene la represión y la violencia, sino que las facilite. “Esta es una paz falsa... Piense cuántos jóvenes han sido asesinados aquí desde el final del conflicto. La guerra está bastante viva aquí”, concluyó. La dimensión urbana de la guerra puede ser invisible en la parte rica de la ciudad donde vive la población predominantemente blanca y mestiza, pero para los residentes de El Guayacán estas políticas de pacificación son simplemente la guerra por otros medios.

Desde mi primera llegada en 2013, he encontrado un sinnúmero de madres que han perdido a sus hijos en esta guerra urbana. Tal vez con la esperanza de que el antropólogo pudiera ayudarla a entender la violencia, la abuela de Lucero, una víctima de dieciséis años, me pidió que le explicara “por qué mataron a Lucerito”. Una tarde, cuando regresaba de la escuela, fue mortalmente alcanzada por una bala perdida. Desde entonces, su abuela intenta hacer frente al dolor, atrapada en la adicción al alcohol. Lis, una especie de tía de Lucero por su cercanía con la familia, me dio una respuesta: “Es porque nos tratan como basura. El Guayacán es el vertedero de Cali”. Luego se quejó de que, mientras los turistas y los residentes de las zonas más ricas de la ciudad celebraban la Feria de Cali, jóvenes como Lucero estaban siendo asesinadas en la periferia:

Imagínese si una niña de allí [las zonas ricas] fuera asesinada. Eso sería un gran escándalo: policías, gente marchando por las calles vestidos de blanco y con globos azules, protestando por el crimen. Pero la realidad es que Lucero era una niña negra del vertedero de Cali.

Enmarcando la opresión negra en términos de injusticia espacial y más allá del acuerdo de paz, Vice, una lideresa local, ve la marginación económica, la segregación residencial y la violencia patrocinada por el Estado como la expresión de una guerra ordinaria en contra de la población de El Guayacán. Particularmente sensible a las dinámicas espaciales de la violencia sufrida por las mujeres negras, Vice ve estas formas de control género-espacial-racial como políticas de muerte. Según ella, desde la perspectiva de las mujeres negras, no hay paz: “Nuestros cuerpos continúan con las marcas del desplazamiento; seguimos siendo explotadas en el empleo doméstico en las casas de la élite de Cali y muchas de nosotras morimos sin acceso a la atención médica”. Estas políticas de muerte, según activistas negras, siguen muy vivas en la Cali urbana del “pos”conflicto y temen que se intensifiquen aún más, ahora que las periferias de la ciudad están bajo las políticas de “renovación urbana” y “pacificación”, el nuevo lenguaje de la guerra. Por eso, dice Vice: “No es un posconflicto... es solo un posacuerdo”.

Paz que mata

Tal vez sea demasiado temprano para ser pesimista sobre un acuerdo recién firmado y bajo el ataque sistemático de la derecha uribista. De cualquier manera, la condición estructural negra descrita por mis interlocutores señala que la paz es, en el mejor de los casos, un proyecto utópico. Para ser justo, un futuro pacífico parece incierto, no solo para la gente negra. Al igual que el taxista mestizo y doña Teresa, quienes expresaron una extraña indiferencia y escepticismo ante la alocución presidencial del “fin de la guerra”, muchos colombianos no parecen muy entusiasmados con el acuerdo de paz o lo consideran demasiado indulgente con los “terroristas” de las FARC, que suelen ser los chivos expiatorios de los problemas sociales crónicos colombianos. Sin embargo, a diferencia de los pobres en general, mis interlocutores negros y negras no parecen paranoicos acerca de que la guerrilla tome el control del sistema político; tampoco temen que lo conviertan en un régimen comunista ni que los disidentes tomen el control de los barrios populares de Cali. Su pesimismo viene más bien de una relación estructuralmente diferente con el régimen racializado de derechos de Colombia. “La diferencia es que estamos luchando por el derecho a existir”, me dijo una joven activista negra con quien he discutido la promesa de paz.

Esta lucha por el derecho a existir, en oposición al derecho a vivir en paz, bien puede sonar como la afirmación de una cierta agencia negra que rechaza la victimización, al tiempo que subraya una denuncia incisiva y a la vez trágica de que las vidas negras son siempre vividas “en el tiempo presente de la muerte” (Sharpe 2016, 88). Sin duda, el alto costo de la paz para las gentes negras, expresado en gritos como “La paz está sellada con sangre negra” y “Que la paz no nos cueste la vida”, revela una condición-límite de existencia que conjura el fantasma de la esclavitud (Hartman 2007, 170). En tiempos de paz, las áreas rurales de Colombia continúan atrapadas en la disputa entre paramilitares-narcotrafican- tes y corporaciones mineras; áreas urbanas como El Guayacán siguen recibiendo afrodesplazados; y los líderes y lideresas sociales continúan contando a nuestros muertos. Asimismo, desde entonces, según la Defensoría del Pueblo, al menos 750 activistas sociales han sido asesinados, mientras otras 4 281 personas han sufrido otras formas de violencia (“Entre 2016 y 2020” 2021).

Al posicionar estos asesinatos en la larga noche del colonialismo, articulado en expresiones como “El pueblo negro siempre ha sido carne de cañón”, la activista Francia Márquez también advierte sobre las “nuevas” configuraciones antinegras en el momento del posacuerdo. Mientras marchábamos por la paz en las calles de Cali, ella expresó particular preocupación por los intentos de la extrema derecha -que derrotó al izquierdista Gustavo Petro en las elecciones de 2018- de revisar el acuerdo de paz y por el incumplimiento de las disposiciones básicas establecidas. Al igual que Francia, otros activistas del movimiento negro colombiano expresaban preocupación por la decisión del presidente Iván Duque de fortalecer los lazos militares con los Estados Unidos, poco después de su posesión. La relación estrecha del expresidente Álvaro Uribe con el ejército de los EE. UU. y la “invitación” de Trump al nuevo Gobierno a tomar medidas decisivas en los “desafíos de seguridad” darían fuertes razones para esperar una mayor militarización e intensificación de los programas de erradicación de cultivos, lo que ciertamente producirá más desplazamientos y muertes.

Según algunos estudiosos, la participación del Gobierno de EE. UU. en el conflicto armado colombiano ha producido enormes costos ambientales y humanos, particularmente en regiones habitadas por comunidades negras e indígenas, blanco de las fumigaciones aéreas y de otras estrategias contrainsurgentes, disfrazadas de antinarcóticas (Arboleda 2016; Dion y Russler 2008). Una discusión sobre los intereses de Estados Unidos en impulsar su guerra contra las drogas como estrategia comercial y de contrainsurgencia excede el alcance de este artículo (ver Murillo y Rey 2004; Tate 2015). De todos modos, la transferencia del dinero de los contribuyentes estadounidenses a la financiación del terror estatal es solo otra dimensión de una estrategia fallida en la que la evisceración racial, el despojo de tierras y la acumulación capitalista se entrecruzan en la geopolítica de la paz y la guerra en Colombia.

Al tiempo que saben que su condición racial va más allá del gobierno de turno, activistas como Francia Márquez expresan preocupación por el “regreso” del uribismo al poder. Asimismo, aunque destacan las diferencias entre la agenda militarista de guerra -promovida por la coalición uribista- y la agenda de paz liberal favorable al mercado -impulsada por el expresidente Juan Manuel Santos-, también ven una convergencia mortal en estos proyectos de nación aparentemente dispares, que aseguran los intereses económicos y políticos de la élite blanca/mestiza nacional e internacional. En sus palabras, “en paz o en guerra, la élite se beneficia de todos modos. Hacer las paces y hacer la guerra son estrategias para mantener el control de la economía”. Según Charo, en este proyecto de nación, la “pacificación” de Colombia también significa entregar territorios ancestrales a las corporaciones agroindustriales y mineras: “Santos quería asegurarles a los inversores internacionales que valía la pena invertir... Vale la pena poner todo este dinero en actividades extractivistas en el puerto, en concesiones mineras”. Ella pregunta: “¿Cuál es nuestro interés? ¡Mantenernos vivos! ¡Estar en nuestro territorio! ¡El territorio es nuestra vida y la vida no se vende! Defender el derecho de estar en estos sitios, porque eso es lo que hace que seamos quienes somos”.

Las vidas negras no están a la venta, pero la lógica racial del desarrollo y de la acumulación capitalista requiere la explotación, el desplazamiento y la evisceración de cuerpos y territorios negros (Escobar 2003; Lerma 2016; Vergara-Figueroa 2017). En Colombia aún más, si consideramos las intervenciones de construcción de paz que prometen expandir la frontera agrícola del país y reforzar la seguridad en sus ciudades para la inversión extranjera y el turismo “étnico” internacional. Aquí se puede ver cómo el proyecto racial del multiculturalismo converge con el proyecto racial de la paz liberal para mantener un orden racial peculiar. Sin duda, el régimen de gobernanza respaldado por el Estado multicultural difiere de los regímenes anteriores de dominación racial, escondidos tras el mito de la democracia racial. El Estado multicultural ha reconocido algunos derechos culturales e incluso ha permitido el acceso a algunas oportunidades materiales, como forma de sanar desigualdades raciales estructurales. Sin embargo, el asalto sistemático contra los medios de vida de las poblaciones negras e indígenas revela la persistencia de la condición colonial en América Latina (véase Hale 2002). Lo que puede ser diferente ahora -sugiere Peter Wade (2016)- es que, bajo la reconfiguración del mestizaje como multiculturalismo, la lógica de la exclusión se haya desplazado a formas extremas de violencia al “imponer la asimilación” y, por lo tanto, al enmascarar la violencia racial a través del mito de la armonía racial. A pesar del reconocimiento formal de los derechos, ahora los medios de exclusión “se ven afectados de manera más evidente por el asesinato, la terrorización y el desplazamiento” (Wade 2016, 337).

Teniendo en cuenta que, en esta periodización del giro multicultural, este es un momento de extrema violencia racializada en Colombia, la inclusión formal de un “capítulo étnico” en el acuerdo, el creciente asesinato de líderes y lideresas negros y la expansión de las fronteras agrícolas hacia territorios ancestrales -bajo la agenda de desarrollo rural en el posconflicto- sugieren un proyecto de paz multicultural siniestro pero coherente, que puede ser sintetizado en la máxima “otorgar derechos y negar la vida” (Alves y Vargas 2017). Activistas negros llamaron mi atención sobre esta paz multicultural mortal cuando en 2015 asistí a una reunión con participantes de Guatemala, Brasil y Colombia. Entre ellos estaba Genaro García, líder de una comunidad negra tradicional de la región colombiana del Pacífico. Mientras discutíamos sobre la transición a la paz, recuerdo que Genaro expresó gran preocupación por la presencia de grupos armados, compañías mineras ilegales, agronegocios de aceite de palma y un proyecto de carretera internacional financiado por el Estado en territorios negros. Estos proyectos de megadesarrollo y la presencia de grupos armados representaban una amenaza real para los derechos territoriales otorgados por la Constitución multicultural de 1991 y la Ley 70 de 1993. Genaro tenía una “certeza macabra” de que lo matarían, ya que era una voz opositora a estas iniciativas de “desarrollo” y a la presencia de grupos armados en su comunidad. El 3 de agosto de 2015 fue asesinado por las FARC en la ciudad de Tumaco5.

Esta política evisceradora de construcción de paz multicultural también está anunciada en Cali: la negritud se celebra y se consume en el “turismo étnico”, mientras que las vidas negras se devalúan y criminalizan. Durante una entrevista en 2017 en una estación de televisión local, cuando comentaba sobre la violencia en un partido de fútbol, el alcalde Maurice Armitage expresó su preocupación por el hecho de que “Cali es una ciudad muy explosiva. Tiene un millón de negros [...] nos gustan, pero tenemos que ser cuidadosos...”. Esta criminalización parece ser la lógica subyacente de las políticas de seguridad urbana en curso. Al mismo tiempo que la alcaldía anunció la recién creada Secretaría de Paz -un esfuerzo institucional por promover “una cultura de paz”, “seguridad ciudadana” y “justicia comunitaria” en el marco del posconflicto-, informó la contratación de quinientos nuevos oficiales de policía bajo el Plan Fortaleza, para ocupar las “áreas problemáticas” de Cali. Del mismo modo, el Gobierno central recientemente ha desplegado el Ejército Nacional para controlar las “zonas críticas” de la ciudad (“Así patrullarán en Cali” 2018). Aunque el acuerdo de paz no propuso una estrategia urbana para el periodo de transición, la militarización de la vida urbana en el posconflicto colombiano sugiere un guion familiar probado en otros contextos de transición, en donde los jóvenes de los sectores marginados fueron tenidos como la “nueva” amenaza para la paz y, por tanto, como los principales objetivos militares del vigilantismo y la política de seguridad del Estado (De la Torre y Martín 2011; Moodie 2011).

De hecho, los residentes de El Guayacán establecen conexiones entre estas iniciativas de seguridad y las estrategias actuales para “limpiar” la ciudad de las pandillas juveniles que estropean la imagen internacional de Cali: “Ahora que la guerra ha terminado oficialmente, el Gobierno vende la ciudad como una mercancía: ‘Ven a invertir en Cali', ‘No más guerra, no más pandillas, no más crimen'”, me dice un joven activista local. Quizás la implementación simultánea de las políticas de seguridad para la construcción de la paz (urbana) y un agresivo programa de renovación -que incluye la represión del comercio informal, el arresto de vendedores ambulantes y la remodelación del centro de Cali- no sea una coincidencia. El plan en marcha, irónicamente llamado Ciudad Paraíso, transferirá a los drogadictos “desechables” y a los inquilinatos del centro de la ciudad a lugares como El Guayacán y sus alrededores. Para ellos, la paz urbana tiene un gran costo racial.

La literatura crítica sobre estudios de paz ha nombrado esta forma de transición sancionada por el mercado como paz liberal. Conceptualmente, este es un modo hegemónico arraigado en el colonialismo, centrado en el militarismo estatal, en el patriarcado y en una noción supuestamente neutra -desde la perspectiva racial- de seguridad humana. La paz liberal busca hacer cumplir los intereses geopolíticos y económicos de los Estados occidentales y del capitalismo corporativo (Azarmandi 2018; Daley 2014; David 1999). Esta es también la noción predominante para Colombia, donde los donantes internacionales, el sistema de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y la élite proponen una “paz sos- tenible y duradera”, que reafirma y soporta el orden económico y político del país. El Gobierno colombiano y las agencias internacionales de construcción de paz sugieren que la transición llevará al país a una nueva etapa de progreso y de justicia social. En palabras del entonces presidente Santos, “ahora la guerra es contra el subdesarrollo. Emplearemos nuestra energía para promover el desarrollo... la seguridad es la base del desarrollo”6. Lo que falta en la cantilena reiterada sobre el desarrollo es el lugar ocupado por los negros y las negras en este nuevo capítulo de la historia colombiana prometido por los proyectos de paz liberal y respaldados por el mercado. ¿Qué sucede si, para algunos, las transiciones se experimentan “no como fracturas sino como continuidades relativas de hegemonías políticas y económicas históricamente arraigadas” (Castillejo-Cuéllar 2013, 17)? ¿O qué pasa si esta maquinaria de muerte -como lo denuncia Francia Márquez y lo confirman la agresividad de las políticas de seguridad urbana y el asesinato de Genaro García- es en realidad parte del proceso mismo de promoción de la paz?

Esperanza sin ilusión

La noche del 31 de enero de 2018 nos reunimos otra vez en el centro de Cali para protestar contra “esa paz blanca, esa paz de muerte”, como lo expresó una señora negra durante la manifestación. Esta vez, estábamos de luto por la muerte de Temístocles Machado, uno de los principales líderes del paro cívico, una huelga general en la ciudad portuaria de Buenaventura. En 2017 la población salió a las calles para exigir el acceso a servicios básicos como agua potable, salud pública y educación. Don Temis también fue un activista contra la expansión de las actividades portuarias a expensas del desplazamiento negro de sus territorios en zonas altamente disputadas por el narcotráfico y las economías legales del puerto. En el centro de Cali recitamos poemas y canciones, y los amigos de don Temis compartieron recuerdos de su trabajo activista. En la velatón, también exigimos que el Estado protegiera las vidas negras, mientras reafirmamos nuestro compromiso de “luchar por una paz real”, en oposición a la paz de muerte. Con una camiseta que decía: “Yo también soy Temis”, una joven negra gritó: “¿Cuántas muertes más ocurrirán antes de que el Estado asuma la responsabilidad de proteger a nuestra gente?”. Otros participantes denunciaron el asesinato sistemático de activistas negros y negras sucedidos desde el acuerdo de paz, y nos recordaron nuestro deber de honrar a los muertos con nuestra lucha por la vida. “Por nuestros muertos, ni un momento en silencio, ¡toda una vida en resistencia!”.

Gritando lemas con los puños en el aire, los activistas prometimos permanecer unidos para que “esta paz no mate nuestra esperanza”. ¿Cuáles son los significados de la esperanza en el contexto distópico de la guerra? ¿Qué lentes podrían usar los/as antropólogos/as para comprender una perspectiva negra aparentemente contradictoria por apoyar el acuerdo y, al mismo tiempo, denunciar enérgicamente la paz liberal como un proyecto visceralmente antinegro? Lena, mi amiga afrodesplazada de El Guayacán, me explicó por qué apoyaba apasionadamente el acuerdo de paz, a la vez que lo criticaba como parte de una “paz ajena a nosotros”. “No apoyar el acuerdo es demasiado egoísmo. [...] Para aquellos de nosotros que vivimos la guerra, ni siquiera es una discusión. Tuve un pariente asesinado. Tuve que abandonar mi territorio... No quiero ver desaparecer a más personas”. El razonamiento de Lena puede explicar por qué en el plebiscite derrotado en 2016 -en el que el 50,2 % de los votantes rechazó el acuerdo en comparación con el 49,8 % que votó por él- los territorios negros de la costa del Pacífico apoyaron enormemente el trato. Por ejemplo, en Bojayá, una comunidad que aún llora el asesinato de 79 personas en una masacre en 2002, el 96 % de los residentes votó por la paz (ver Vergara-Figueroa 2017). De hecho, mucho antes del plebiscito, activistas negros e indígenas fueron “los protagonistas civiles más fuertes de la paz”: propusieron alternativas al conflicto armado más allá de la paz liberal, orientada hacia el mercado, al exigir justicia de género, étnica y ambiental (Gruner 2017, 178). A través de la Comisión Étnica para la Paz y la Defensa de los Derechos Territoriales, exigieron la inclusión de las demandas negras en la agenda de las conversaciones y, debido a su presión, como se mencionó anteriormente, el Gobierno y las FARC abrieron un capítulo especial sobre “comunidades étnicas” que prometía autonomía negra sobre sus territorios ancestrales.

Aunque extremadamente preocupada por el futuro y dolida por los niveles crecientes de violencia contra activistas negros y negras, incluida ella misma, Francia Márquez -que se unió a las conversaciones de paz en La Habana- me dijo que apoyaba el acuerdo de paz y que lo veía como un medio y no un fin en sí mismo. Explicó que superar los obstáculos institucionales para tener un asiento en la mesa en La Habana ya era una victoria. “No traerá un cambio real, pero ya fue una victoria contra las fuerzas que intentan silenciar a las víctimas”, me dijo en una ocasión. Incluso ahora que el acuerdo está amenazado por el uribismo, Francia sostiene que “debemos apoyar el acuerdo porque esto es lo que tenemos en nuestras manos. Tenemos que usarlo como una estrategia para hacer nuestras demandas internacionales y responsabilizar al Estado por los asesinatos de nuestra gente”. De hecho, en sus intervenciones públicas, Francia ha pedido desesperadamente solidaridad internacional para defender el acuerdo de paz y, bajo su mandato, presionar al Gobierno para crear una “estrategia humanitaria” y así proteger los territorios negros.

Yo propongo una lectura de la inversión política de mis interlocutoras sobre la paz como una esperanza sin ilusión. Quizás la declaración “Que la paz no nos quite lo poco que nos dejó la guerra”, evocada durante las manifestaciones contra el asesinato de activistas sociales, sea la mejor indicación de una esperanza que trágicamente reafirma una condición permanente de existencia superflua, es decir, de desechabilidad física y anulación ontológica. En palabras de Lena, “no solo resistimos; luchamos por re-existir”. Por lo tanto, la esperanza (optimismo negro) por re-existir y el (afro)pesimismo de saberse en una condición ontológica casi-imposible no son mutuamente excluyentes aquí. Mis interlocutores imaginan y luchan por un afrofuturo y al hacerlo reafirman su vida política mientras denuncian su condición de muerte social -y por eso la lucha por re-existir-. La inversión en la paz no es ingenua. Más bien, hay un claro cálculo político que uno identifica en los planteamientos públicos de activistas como Francia, Lena, Vice y Charo, entre otras: ante la crueldad de la guerra, la esperanza puede ser el último recurso que tienen las víctimas como un intento desesperado por “detener la maquinaria de muerte”, a pesar de la crítica de los límites de la paz liberal. Las/os activistas negras/os apoyaron y racializaron las conversaciones de paz con la esperanza de que esto abriría una oportunidad para movilizar los recursos institucionales de la industria de la paz -por ejemplo, las ONG locales y los donantes internacionales-, así como los marcos legales internacionales de construcción de paz en contextos de transición -elaborados por el sistema de la ONU y respaldados por gobiernos observadores- para proteger las vidas negras.

Al mismo tiempo, la inclusión de algunas demandas en el capítulo étnico del acuerdo no autoriza una visión optimista de lo que viene a continuación en un contexto de guerra antinegra permanente:

La paz que queremos no vendrá del presidente del premio Nobel. Su paz no es nuestra paz. Tenemos que seguir luchando como siempre lo hemos hecho, con nuestras propias manos. Queremos que las cosas cambien, pero sabemos que el cambio no vendrá de esta manera institucional... este es un proceso largo.

Esto me dijo Lena subrayando que la paz que imagina está más allá de lo acordado en La Habana. Si bien pesimistas sobre los resultados, líderes y lideresas negras también aprovecharon la oportunidad para proponer otra paz, una que otorgaría una autonomía real sobre sus territorios ancestrales y que, con suerte, desestabilizaría el orden colonial colombiano.

Esta perspectiva alternativa está en consonancia con lo que Christopher Courtheyn (2017, 11) ha denominado paz radical transrelacional, que considera la paz como un proyecto interseccional (racial, de género, ecológico) de creación de territorios de vida. Lo que está en juego en el llamado de Courtheyn es cómo las víctimas cuestionan la temporalidad y la espacialidad de la guerra en nombre de imaginarios de paz inclusivos, fuera de la prescripción del Estado y de la llamada comunidad internacional. Para Lena -y para otras activistas negras a las que entrevisté-, la paz centrada en el Estado y favorable al mercado no es una opción porque es una paz asesina:

No podemos esperar a que el Estado y la élite construyan la paz. No podemos depender de ellos porque la paz no les interesa, la guerra genera dinero. Hay dos tipos de paz: la paz de la élite que dice “paz” por un lado de la boca y por el otro está ordenando asesinatos de personas; la otra es nuestra paz, construida a partir de nuestros propios esfuerzos, es la paz desde abajo. No lograremos esta paz de la noche a la mañana, pero no hay otra salida... este proceso debe provenir de nuestra propia comunidad.

Si bien se debe tener cuidado de no idealizar a las comunidades negras como un paraíso “pacífico” -libre de otras formas de opresión intracomunitarias como la violencia patriarcal-, debemos estar atentos a estos imaginarios alternativos. Estos revelan la necesidad de descolonizar la paz (Azarmandi 2018), en un país devastado por la guerra y en donde las gentes negras han sido las presas tradicionales de una violencia sistémica. Un paso adelante en el proceso de descolonización es considerar el tiempo de paz como una temporalidad racializada que han disfrutado aquellos cuyo color de piel los posiciona en coordenadas de espacio-tiempo diferentes de quienes, por su alteridad racial, habitan un estado permanente de guerra. Parafraseando a Vargas (2012), uno podría decir que “el tiempo transcurrido, el tiempo imaginado, el tiempo experimentado” de la transición es un cronos imposible. Dentro de este tiempo imposible, “el sujeto negro es un sujeto imposible, cuyo género imposible, negritud imposible, ser imposible, habita las coordenadas imposibles que hacen posible la nación” (2012, 5)7. Eso no es ignorar los grados de crueldad y el alcance indescriptible de la victimización civil más allá de líneas raciales y étnicas en uno de los conflictos armados más largos del hemisferio occidental. Es difícil negar, por ejemplo, que una gran parte de la población mestiza pobre y racialmente ambigua también es víctima del conflicto armado. La inquietud entonces es: ¿cómo explicamos la dimensión racial del proyecto de paz liberal frente a las asombrosas escalas de victimización generalizada de pobres, mestizos y campesinos en Colombia?

En su análisis de la relación indígena/campesina, Diana Bocarejo (2009) argumenta que las instituciones estatales e internacionales invierten en un “fetichismo ambiental” que exacerba las tensiones entre estos dos grupos sociales, con el propósito de establecer estrategias de gobernanza multicultural de las diferencias. En Colombia, el multiculturalismo neoliberal vincula a los grupos indígenas con la tierra, a la vez que facilita la violencia contra los campesinos pobres y mantiene intacta la estructura agraria injusta que beneficia a las élites blanco/mestizas. Esta autora nos invita a considerar las formas en que la raza, el espacio y la clase se reifican y articulan en la producción de lo que ella denomina utopías distópicas o “utopías engañosas” que “retratan a los pueblos indígenas y campesinos como comunidades inconmensurables” (32). Esta es una invitación importante que mi análisis afrocéntrico no desea pasar por alto. En cambio, quiero argumentar que, al menos en sociedades afrodiaspóricas como la colombiana, una mejor comprensión antropológica de la victimización en general debe considerar la trayectoria colonial del terror antinegro -o “la huella genealógica de la esclavitud” (Mosquera 2007)- que continúa informando categorías contingentes y ontológicas de poblaciones ¿asesinables?

Si bien debemos estar atentos a las formas en que el Estado racial subvierte y regula diferencias en nombre de la gobernanza multicultural, así como a las formas en que los campesinos son racializados y desindigenizados en las narrativas dominantes (ver Courtheyn 2018), también es imprescindible recordar la violencia original que continúa autorizando e informando el destierro territorial y ontológico, bajo el multiculturalismo avalado por el Estado colombiano. ¿Puede la “experiencia campesina” equipararse al antagonismo estructural que caracteriza la subyugación negra -y, en diferente grado, la violencia contra los pueblos indígenas- en Colombia? Si ser ennegrecido o indigenizado es estar destinado a vivir una vida deshonrada, ¿qué dice eso sobre la violencia normalizada contra las poblaciones negras? ¿Hay espacio para una solidaridad política más allá de la pertenencia racial? Si la dimensión interseccional de la victimización en escenarios de guerra nos recuerda que la antropología aún nos debe una explicación razonable sobre la relación problemática entre conflictos armados y políticas de identidad en Colombia (ver Vera 2015; Pulido 2010), el lugar paradigmático de las gentes negras bajo tiempos de paz y tiempos de guerra, en relación con los pobres, los indígenas y otros sujetos racializados (Arboleda 2016; Arocha 1998; Pulido 2010), complica aún más las narrativas de las políticas de solidaridad en la posguerra8. No se pueden negar otras historias particulares de una guerra odiosa que ha matado a miles y desposeído a millones. ¡Esta no es mi intención! El recuento de cuerpos incluye sindicalistas, estudiantes, ambientalistas y especialmente campesinos asesinados para abrir el camino al acaparamiento de tierras y a la expansión de la agroindustria. Aquí quiero enfatizar, entre tanto, la combinación explosiva de condiciones históricas y contemporáneas de precariedad racial que parece atar a la gente negra a un “pasado irremediable” (Hartman 2007, 233)9. De especial preocupación es la situación de las mujeres negras cuya “triple discriminación basada en su sexo, pobreza extrema y raza” (CIDH 2011, 25) produce múltiples capas de victimización antes, durante y después del conflicto armado.

Debido a que los cuerpos negros (e indígenas) han sido históricamente la materia prima (carne de cañón) para proyectos de construcción nacional en América Latina, solamente la aceptación radical de la condición negra transhistórica, como una condición inigualable y no relacional, podría crear las bases para una solidaridad multirracial real, que cuestione la idea misma de la transición. De hecho, es inevitable preguntar: ¿transición hacia qué? La respuesta a tal pregunta puede ser bastante inquietante: nada cambiará porque esta es una “paz” que, antes que desafiar, reafirma el orden racial colombiano, instituido con el colonialismo y con el Atlántico negro. Al menos en el contexto de mi trabajo etnográfico, para la población negra que vive bajo las “políticas de muerte”, como lo denuncian Francia y Vice, no solo se debe interrogar el prefijo pos, sino también la palabra conflicto. Este es un punto crucial porque, como se ha expresado, mientras que algunos grupos son asesinados por su estatus de clase y orientación política, a la gente negra se la mata por su marca ontológica de no-ser. Como sostiene Frank Wilderson (2010), en la estructura racial de la humanidad y en su gramática ontológica del sufrimiento -por la cual algunos cuerpos son marcados como fuera-de-lugar-, “la negritud se refiere a un individuo que, por definición, carece de relación” (18).

Aun así, ¿cómo explicamos esa condición ontológico-estructural sin tri- vializar las distinciones críticas entre paz y guerra? ¿Cómo la antropología puede interrogar esas temporalidades sin caer en una trampa nihilista que niega las aspiraciones legítimas y los esfuerzos incansables de la Colombia negra para reorganizar la vida cotidiana después del conflicto? Traté de iniciar la discusión con mi comadre en El Guayacán. La provoqué: “Entonces, comadre, ¿qué hay de la paz? ¿Cambios en el horizonte?”. Ella respondió rápidamente: “¿Me estás tomando de recocha, mijito? ¿Qué paz?”.

Post scriptum

El 4 de mayo de 2019, Francia Márquez -y otros activistas negros como Carlos Rosero y Víctor Hugo Moreno- sobrevivió a otro intento de asesinato mientras participaba en un esfuerzo de movilización para proteger los territorios negros contra el acaparamiento de tierras en el suroeste de Colombia. Una vez más, todos estábamos en el centro de Cali protestando contra el asalto sistemático a cuerpos y territorios negros en la Colombia del posacuerdo. Esta vez, Francia hizo un llamamiento dramático que también debería ser tomado en serio por los lectores y las lectoras de este artículo: “Cuando nos dejan solos, todos ustedes también son responsables de nuestra muerte. No vengás a decirme que admirás mi lucha, que soy una mujer fuerte. Y vos, ¿cuándo finalmente vas a actuar?”.

Agradecimientos

Una versión preliminar de este artículo fue presentada en el coloquio del Departamento de Sociología de la Universidad del Valle. Agradezco al profesor Jan Gril por la invitación. Agradezco a los editores de JLACA por autorizar la publicación en español; a los revisores anónimos por sus valiosos comentarios; a Tathagatan Ravindran, Vicenta Moreno, Andrea Moreno, Alejandra Alzate, Debaye Mornan, Aurora Vergara, Inge Valencia, Enrique Caporali, a los estudiantes del curso Antropología del (Pos)conflicto de la Universidad Icesi (2018), y a mis colegas de los grupos de investigación Interseccionalidades y Mi Cuerpo, Mi Barrio, Mi Ciudad -este último apoyado por el Centro Internacional de Investigación para el Desarrollo (IDRC) y por la Universidad Icesi- por los diálogos sobre el acuerdo de paz de Colombia. Finalmente, agradezco a Francia Márquez, Carlos Rosero, Sofía Garzón y a innumerables activistas (anónimas) por educarme en sus charlas públicas y en conversaciones cercanas sobre los desafíos para una paz racializada. Este artículo está dedicado a Lucerito y Genaro, dos víctimas de la “paz blanca”

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1 También conocidas como bandas criminales, es un término que el Estado atribuye a los grupos criminales neoparamilitares y narcotraficantes que dominan la economía de la guerra en el país.

2Para una discusión crítica sobre el factor emocional que tal vez pueda explicar las reacciones dispares ante el acuerdo de paz en Colombia, ver Jimeno (2017, 162). Al igual que Jimeno, Gómez-Correal (2015, 112) examina el papel de la emoción como un recurso político movilizado por la élite (un “habitus emocional hegemónico”), para asegurar el apoyo popular a su agenda, y por las víctimas directas, para crear una comunidad afectiva alternativa.

3Las citas de Charo Mina-Rojas provienen de una conferencia pronunciada en el Centro de Estudios de Posgraduados de City University of New York (CUNY), en noviembre de 2016. Las citas de Lena provienen de entrevistas formales. En cuanto a Francia Márquez, Vice y las otras personas que aparecen aquí, las citas pueden no ser exactas, ya que son el resultado de interacciones informales, charlas universitarias y manifestaciones públicas. Se revelan los nombres de las figuras públicas (Francia y Charo), pero opté por cambiar los nombres de las personas de El Guayacán. En esta versión también decidí usar el nombre Vice, a diferencia de María en la versión en inglés. Mantuve el nombre de Lena con una pequeña modificación, ya que ella misma ha hablado públicamente de su experiencia como afrodesplazada.

4Como se ha señalado, este fenómeno generalizado ha producido resultados humanos y ambientales devastadores en territorios predominantemente indígenas y negros de países como Colombia, Perú y Brasil (ver Rossi 2016).

5Las FARC admitieron que una de sus unidades cometió este asesinato.

6Para una de las charlas del presidente Santos sobre el desarrollo en el posconflicto, ver su discurso en la ONU en el 69.o Periodo de Sesiones, Nueva York, 25 de septiembre de 2014, https://nuevayork-onu.mision.gov.co/discurso-del-presidente-juan-manuel-santos-ante-la-asamblea-general-las-naciones-unidas-69deg

7En defensa del afropesimismo, Sexton (2011) pregunta: “¿Será que (la teorización de) la muerte social niega (la teorización de) la vida social, y es la vida social la negación (en teoría) de esa negación (en teoría)?” (35). Él responde: “La negación más radical del mundo antinegro es la afirmación más radical de un mundo ennegrecido” (37).

8A este respecto, algunos académicos colombianos han utilizado el concepto de asimetrías étnicas para referirse a las diferentes formas en que el Estado colombiano —y la sociedad civil— incorporaron la indigeneidad y la negritud en las narrativas de la formación nacional (ver Arocha, 1998; para una discusión, Pulido 2010).

9Véase también la contundente discusión de Sharpe (2016) sobre the wake como una repetición del trauma negro y la (im)posibilidad de interrumpir estos “eventos interminables” (19).

*Este artículo fue publicado originalmente en The Journal of Latin American and Caribbean Anthropology 24, n.o 3 (2019): 653-671, https://doi.org/10.1111/jlca.12424

Recibido: 07 de Diciembre de 2020; Aprobado: 09 de Marzo de 2021

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