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Revista Colombiana de Antropología

versión impresa ISSN 0486-6525versión On-line ISSN 2539-472X

Rev. colomb. antropol. vol.58 no.1 Bogotá ene./jun. 2022  Epub 31-Dic-2021

 

Cuestiones de método

El todo abierto*

Eduardo Kohn** 

** McGill University, Canadá


Por sensación entiendo una instancia de aquel tipo de elemento de consciência que es todo lo que es positivamente, en sí mismo, sin respecto a cualquier otra cosa...

[Una] sensación es absolutamente simple y sin partes, como lo es evidentemente, dado que es lo que es sin respecto a cualquier otra cosa, y por lo tanto sin respecto a cualquier parte, lo cual sería algo distinto de la totalidad.

Peirce (1931-1935, 1: 306-310)

Una noche, mientras los adultos estaban reunidos alrededor de la fogata tomando chicha de yuca, Maxi se acomodó en un rincón más tranquilo de la casa y empezó a contarnos, a su vecino Luis y a mí, algunas de sus recientes aventuras y contratiempos. Con no más de quince años y recién empezando a cazar por sí solo, nos contó del día en que estuvo parado en la selva por lo que pareció una eternidad, esperando a que pasara algo. De repente, se encontró cerca de una manada de saínos (lumu kuchi, pecaríes de collar) moviéndose a través de los matorrales. Asustado, se refugió en un árbol pequeño y desde allí disparó y acertó a uno de los puercos. El animal herido salió corriendo hacia un pequeño río y "tsupu".

Tsupu. Dejo la expresión de Maxi sin traducir deliberadamente. ¿Qué podrá significar? ¿A qué suena?

Tsupu, o tsupuuuh, como se pronuncia a veces, con la vocal final arrastrada y aspirada, se refiere a una entidad que está entrando en contacto con y luego penetrando un cuerpo de agua: imaginen una piedra grande arrojada a un lago o la masa compacta de un saíno herido zambulléndose en el remanso de un río. Tsupu probablemente no evocó tal imagen de inmediato (a menos que quienes lean esto hablen el kichwa amazónico). Pero ¿qué sintieron luego de saber lo que describe? Cuando le cuento a alguien lo que quiere decir tsupu, suele pasar que experimenta una sensación repentina de su significado: "¡Ah, claro, tsupu!.

En contraste con esto, me aventuraría a decir que incluso después de aprender que el saludo "kawsanguichu" (utilizado cuando uno se encuentra con alguien que no ha visto en mucho tiempo) quiere decir "¿Sigues vivo?", ustedes no experimentarían tal sensación. Kawsanguichu ciertamente se siente como lo que significa para los kichwa-hablantes y, a lo largo de los años, yo también he llegado a desarrollar una sensación de su significado. ¿Pero qué hay en tsupu que hace que su significado se sienta tan evidente aun para mucha gente que no habla kichwa? Tsupu de alguna manera se siente como un puerco zambulléndose en el agua.

¿Cómo es que tsupu significa? Sabemos que una palabra como kawsa-nguichu significa en virtud de las maneras en que, con otras palabras similares, está insertada de una manera inextricable, por medio de un denso nudo históricamente contingente de relaciones gramaticales y sintácticas, en ese sistema de comunicación excepcionalmente humano que llamamos lenguaje. Y sabemos que lo que significa también depende de las maneras en que el lenguaje mismo está atrapado en contextos sociales, culturales y políticos más amplios, los cuales comparten similares propiedades sistemáticas e históricamente contingentes. Para poder desarrollar una sensación con respecto a kawsanguichu tenemos que captar algo de la totalidad de la red de palabras interrelacionadas dentro de la que existe. También necesitamos comprender algo del contexto social más amplio en el que es y ha sido usada. Entender cómo vivimos dentro de estos tipos de contextos cambiantes que a la vez hacemos y nos hacen ha sido desde hace tiempo un objetivo importante de la antropología. Para esta disciplina, "el humano", como un ser y como un objeto de conocimiento, emerge únicamente al prestar atención a cómo estamos insertos en estos contextos excepcionalmente humanos: estos "todos complejos", como los nombra Edward Burnett Tylor (1871) en su clásica definición de la cultura.

Pero si kawsanguichu está anclado firmemente en el lenguaje, tsupu parece de alguna manera estar fuera de él. Tsupu es una suerte de parásito paralingüístico que, con cierta indiferencia, lo lleva consigo. Tsupu es, de algún modo, como podría decir Peirce, "todo lo que es positivamente, en sí mismo, sin respecto a ninguna otra cosa". Y este hecho sin duda trivial, el hecho de que esta cuasipalabra pequeña y extraña no esté del todo configurada por su contexto lingüístico, problematiza el proyecto antropológico de entender lo humano a través del contexto.

Tomemos la raíz de kawsanguichu (el lexema kawsa-), conjugada en la segunda persona del singular y declinada a través de un sufijo que señala que se trata de una pregunta:

kawsa-ngui-chu

vivir-2-INTER1

¿Sigues vivo?

Por medio de estas inflexiones gramaticales, kawsanguichu está relacionada de manera inextricable con las otras palabras que configuran el kichwa. Tsupu, por el contrario, no interactúa realmente con otras palabras y por lo tanto no puede ser modificada para reflejar ninguna de esas relaciones posibles. Al ser "todo lo que es positivamente, en sí mismo", no puede ni siquiera negarse gramaticalmente. ¿Qué tipo de cosa es, entonces, tsupu? ¿Es siquiera una palabra? ¿Qué revela sobre el lenguaje el lugar anómalo que ocupa en él? ¿Y qué puede decirnos sobre el proyecto antropológico de comprender las varias maneras en que los contextos tanto lingüísticos como socioculturales e históricos crean las condiciones de posibilidad para la vida humana y para nuestras maneras de estudiarla?

Aunque no es exactamente una palabra, tsupu es ciertamente un signo. Es decir, ciertamente es, como lo plantea el filósofo Charles Peirce, "algo que está en lugar de algo para alguien en algún aspecto o carácter" (1931-1935, 2: 228; 2003). Esto es bastante diferente al tratamiento más humanista de los signos que propone Saussure, con el que los antropólogos tendemos a estar más familiarizados. Según este autor, el lenguaje humano es el parangón y modelo de todos los sistemas de signos (1945, 94). La definición del signo de Peirce, en cambio, es mucho más agnóstica respecto a qué son los signos y a qué tipo de seres los usan; para él, no todos los signos tienen propiedades similares al lenguaje y, como lo planteo a continuación, no todos los seres que los usan son humanos. Esta definición más amplia del signo nos ayuda a entrar en sintonía con la vida que los signos tienen más allá de lo humano tal como lo conocemos.

Tsupu captura en alguna medida y de una manera particular algo de la situación de un puerco zambulléndose en el agua, y hace esto -extrañamente- no solo para los kichwa-hablantes, sino también, hasta cierto punto, para quienes quizás no tenemos ninguna familiaridad con el lenguaje que lo lleva consigo2. ¿Qué puede revelar prestarle atención a este tipo de signo que no es del todo como una palabra? Sentir tsupu, "en sí mismo, sin respecto a ninguna otra cosa", nos puede decir algo importante sobre la naturaleza del lenguaje y sus inesperadas aperturas al mundo "en sí mismo". Y puede hacer esto en la medida en que puede ayudarnos a entender cómo los signos no solo están limitados por contextos humanos, sino que también se extienden más allá de ellos. Es decir, en la medida en que puede ayudar a revelar cómo los signos además están en y son de y tratan sobre otros mundos sensoriales que nosotros también podemos sentir, la sensación de tsupu nos puede asimismo decir algo sobre cómo podemos ir más allá de la comprensión de lo humano en términos de los "todos complejos" que nos hacen lo que somos. En resumen, apreciar lo que podría significar "vivir" (en kichwa, kawsa-nga-pa) en mundos que están abiertos a lo que se extiende más allá de lo humano nos podría permitir volvernos un poco más "del mundo"3.

En y del mundo

Al pronunciar tsupu, Maxi nos trajo algo que había ocurrido en el bosque. En la medida en que Luis o nosotros sintamos tsupu, llegamos a captar algo de la experiencia de Maxi de estar cerca de un puerco lastimado que se zambulle en un remanso de agua. Y podemos llegar a sentir esto aun si no estuvimos en el bosque ese día. Todos los signos, y no solamente tsupu, son de una u otra manera sobre el mundo en este sentido. Ellos "re-presentan". Tratan sobre algo que no está inmediatamente presente.

Pero también todos están, de una manera u otra, dentro del mundo y todos son del mundo. Cuando pensamos en situaciones en las que usamos signos para representar un evento, tal como la que acabo de describir, esta cualidad puede ser difícil de apreciar. Estar recostado en un rincón oscuro de una casa de techo de palma escuchando a Maxi hablar acerca de la selva no es lo mismo que haber estado presente para ver a ese puerco zambulléndose en el agua. ¿No es esta "discontinuidad radical" con el mundo otra importante marca distintiva de los signos4? En la medida en que los signos no proveen ningún tipo de aprehensión inmediata, absoluta o certera de las entidades que representan, ciertamente lo es. Pero el hecho de que los signos sean siempre intermediarios no quiere decir que también existan necesariamente en un dominio separado dentro de las mentes (humanas) y desconectados de las entidades que representan. Como voy a mostrar, no solamente tratan sobre el mundo. Están en maneras importantes dentro de él.

Consideren lo siguiente. Hacia el final de un día que pasamos caminando por la selva, Hilario, su hijo Lucio y yo nos encontramos con una tropa de monos lanudos que se movían por entre las copas de los árboles. Lucio disparó y mató a uno, y el resto se dispersó. Una mona joven, sin embargo, quedó separada del grupo. Al encontrarse sola, se escondió entre las ramas de un enorme árbol de tronco rojo cuya copa traspasaba el dosel forestal5.

Con la esperanza de ahuyentar a la mona hacia algún lugar más visible para que su hijo pudiera dispararle, Hilario decidió tumbar una palmera cercana:

¡Cuidado!

ta ta

Voy a hacer que haga pu oh

¡atentos!6

Ta ta y pu oh, como tsupu, son imágenes que suenan como lo que significan. Ta ta es una imagen de talar: ta ta. Pu oh captura el proceso de la caída de un árbol. El chasquido que inicia su desplome, el latigazo de la copa en caída libre por entre el dosel forestal y el estruendo y sus ecos cuando golpea contra el piso, todos están envueltos en esa imagen sonora.

Hilario después hizo lo que dijo que iba a hacer. Se alejó un poco y comenzó a talar rítmicamente una palmera con su machete. El golpeteo del acero contra el tronco se puede escuchar claramente en la grabación que hice en el bosque esa tarde (ta ta ta ta...), como así también la palmera cayendo (pu oh).

El kichwa amazónico tiene cientos de "palabras" como ta ta, pu oh y tsupu que tienen significado debido a las maneras en que expresan sonoramente una imagen de cómo una acción se desenvuelve en el mundo. Son ubicuas en el habla, especialmente en el habla sobre el bosque. Su importancia en las maneras de estar en el mundo propias de los runa se evidencia en el hecho de que la antropóloga lingüística Janis Nuckolls (1996) escribió un libro entero sobre ellas -un libro titulado, apropiadamente, Sounds like life (Sonidos como la vida)-.

Una "palabra" como tsupu es como la entidad que representa gracias a las maneras en que las diferencias entre el "vehículo sígnico" (sign vehicle) (i. e., la entidad que es tomada como signo, en este caso, la cualidad sonora de tsupu)7 y el objeto (en este caso, el zambullido en el agua que esta "palabra" simula) son ignoradas8. Peirce denominó a este tipo de signos de similitud "íconos". Estos se ajustan a la primera de las tres amplias clases de signos que él propuso.

Como había previsto Hilario, el sonido de la palmera derrumbándose ahuyentó a la mona de su paraje. Este evento en sí mismo, y no solo su imitación de antemano, también puede ser tomado como un tipo de signo. Es un signo en el sentido de que también llegó a ser "algo que está en lugar de algo para alguien en algún aspecto o capacidad". En este caso, el "alguien" para quien este signo está no es humano. La palmera derrumbándose está en lugar de algo para la mona. La significación no es territorio exclusivo de los humanos porque nosotros no somos los únicos que interpretamos signos. Que otros tipos de seres usen signos es un ejemplo de las maneras en que la representación existe en el mundo más allá de las mentes humanas y de los sistemas humanos de significado.

La palmera derrumbándose se vuelve significante de una manera diferente a su imitación en pu oh9. Pu oh es icónica en el sentido en que, en sí misma, es en algún aspecto parecida a su objeto. Es decir, funciona como una imagen cuando no logramos notar cómo se diferencia del evento que representa. Significa debido a cierto tipo de ausencia de atención a la diferencia. Al ignorar las innumerables características que vuelven única a cualquier entidad, se amplifica un conjunto de características muy restringido; aquí, en virtud del hecho de que el sonido que simula la acción también comparte estas características.

La palmera derrumbándose llega a significar algo para la mona de otro modo. El derrumbe, como signo, no es una similitud del objeto que representa. En cambio, señala algo más. Peirce llama a este tipo de signo un "índice". Los índices constituyen su segunda clase amplia de signos.

Antes de seguir explorando los índices, quiero presentar brevemente el "símbolo", el tercer tipo de signo de Peirce. A diferencia de los modos de referencia icónicos e indexicales, que conforman las bases de toda la representación en el mundo viviente, la referencia simbólica es, al menos en este planeta, una forma de representación únicamente humana. De acuerdo con esto, como antropólogos de lo humano estamos más familiarizados con sus propiedades distintivas. Los símbolos no refieren simplemente a través de la similitud de los íconos ni únicamente a través del señalamiento de los índices. Más bien, como sucede con la palabra kawsanguichu, se refieren de modo indirecto a su objeto en virtud de las maneras en que se relacionan sistemáticamente con otros símbolos similares. Los símbolos implican convención. Esta es la razón por la que kawsanguichu solamente significa -y llega a sentirse significativa- gracias al establecido sistema de relaciones que tiene con otras palabras en el kichwa.

La palmera que Hilario derribó esa tarde asustó a la mona. Como un índice, la forzó a notar que algo había ocurrido, aunque no quedara claro qué acababa de ocurrir (ver Peirce 1998c, 8). Mientras que los íconos implican no percatarse de algo, los índices enfocan la atención. Si los íconos son lo que son "en sí mismos", independientemente de la existencia de la entidad que representan, los índices involucran los hechos "mismos". Sin importar si alguien estaba ahí para escucharla, sin importar si la mona -o cualquier otro- consideró esta ocurrencia como significativa, la palmera, en sí misma, igual se derrumbó.

A diferencia de los íconos, que representan en virtud de las semejanzas que comparten con los objetos, los índices representan "en virtud de conexiones reales con ellos" (Peirce 1998b, 461; ver también Peirce 1931-1935, 2: 248). Tirar de los bejucos o de las lianas que se extienden hacia las alturas del dosel forestal es otra estrategia para asustar a los monos y sacarlos de sus escondites. Si este tipo de acción puede sobresaltar a una mona, esto se debe a una cadena de "conexiones reales" entre cosas dispares: el tirón del cazador se transmite, a través de la liana, hasta las alturas del tapete enmarañado de epífitas, lianas, musgo y detrito que se acumula para formar el lugar sobre el que se sienta la mona escondida.

Aunque podría decirse que el tirón del cazador, propagado a través de la liana y del tapete enmarañado, literalmente sacude la sensación de seguridad de la mona, la manera en que esta mona llega a tomar el tirón como un signo no se puede reducir a una cadena determinística de causas y efectos. La mona no necesariamente tiene que percibir su escondite sacudiéndose como un signo de algo. Y en el caso de que lo haga, su reacción será distinta al efecto de la fuerza del tirón propagado hacia arriba a lo largo de la liana.

Los índices implican algo más que eficiencia mecánica. Ese algo más es, paradójicamente, algo menos. Es una ausencia. Es decir, en la medida en que los índices son notados, estos impelen a sus intérpretes a hacer conexiones entre un evento y otro evento potencial que aún no ha ocurrido. Una mona considera que su escondite en movimiento, entendido como un signo, está conectado con otra cosa, a la que representa. Está conectado con algo peligrosamente diferente a su sensación de seguridad presente. Tal vez la rama en la que está encaramada se romperá. Tal vez un jaguar está trepando el árbol... Algo está a punto de ocurrir y más le vale hacer algo al respecto. Los índices proveen información sobre tales futuros ausentes. Nos animan a establecer una conexión entre lo que está ocurriendo y lo que potencialmente podría ocurrir.

Signos vivientes

Preguntarnos si los signos involucran imágenes sonoras como tsupu, o si llegan a tener significado a través de eventos como una palmera derrumbándose, o si su sentido surge de alguna manera más sistémica y distribuida, como la red interrelacionada de palabras impresas en las páginas que forman este libro, nos puede motivar a pensar en los signos en términos de las diferencias entre sus cualidades tangibles. Pero los signos son más que cosas. No residen de lleno en sonidos, eventos o palabras. Ni tampoco están exactamente en cuerpos o incluso en mentes. No se pueden localizar con precisión de esta manera porque son continuos procesos relacionales. Sus cualidades sensoriales son solo una parte de la dinámica a través de la que llegan a ser, a crecer y a tener efectos en el mundo.

En otras palabras, los signos están vivos. Una palmera derrumbándose -tomada como un signo- está viva siempre que pueda crecer. Está viva en cuanto llegará a ser interpretada por un signo subsecuente en una cadena semiótica que se extiende hacia el futuro posible.

El salto de la mona asustada hacia un lugar más alto es parte de esta cadena semiótica viviente. Es lo que Peirce denomina un "interpretante", un nuevo signo que interpreta la manera en que un signo previo se relaciona con su objeto (1931-1935, 1: 339, 346). Los interpretantes se pueden volver más específicos a través de un proceso continuo de producción e interpretación de signos que captura cada vez más detalladamente algo sobre el mundo, y que paulatinamente va orientando a un ser interpretante hacia este "sobre-qué" (aboutness). "Semiosis" es el nombre de este proceso de signos viviente a través del que un pensamiento da lugar a otro que, a su vez, da lugar a otro más, y que así se continúa hacia un futuro potencial (1931-1935, 1: 339). Captura la manera en que los signos vivientes no existen solamente en el aquí y ahora, sino también en el reino de lo posible.

Aunque la semiosis es algo más que solo eficiencia mecánica, el acto de pensar no está confinado a algún terreno de ideas aislado10. Un signo tiene un efecto y esto, precisamente, es un interpretante. Es el "efecto significado propio que el signo produce" (1931-1935, 5: 475). El salto de la mona, desatado por su reacción a una palmera derrumbándose, se constituye como un interpretante de un signo de peligro previo. Vuelve visible un componente energético que es característico de todos los procesos de signos, incluso de aquellos que pueden parecer puramente "mentales" (1931-1935, 1: 213). Aunque la semiosis es algo más que energética y materialidad, todos los procesos de signos eventualmente "hacen cosas" en el mundo, y esto es una parte importante de lo que los hace estar vivos11.

Los signos no provienen de la mente. Es, más bien, al contrario. Lo que llamamos mente, o sí-mismo, es un producto de la semiosis. Ese "alguien", humano o no humano, que toma la palmera derrumbándose como significante es un "sí-mismo que está apenas surgiendo a la vida en el flujo del tiempo" (1931-1935, 5: 421), en virtud de las maneras en que llega a ser un locus -sin importar cuán efímero- para la "interpretancia" de este signo y de muchos otros como este. De hecho, Peirce acuñó el incómodo término interpretante (interpretant) para evitar la "falacia del homúnculo" (ver Deacon 2012, 48); la falacia de concebir a un sí-mismo como una especie de caja negra (una persona pequeña dentro de nosotros, un homúnculo) que sería el intérprete de esos signos, pero no él mismo el producto de esos signos. Los sí-mismos, humanos o no humanos, simples o complejos, son tanto resultados de la semiosis como puntos de partida para una nueva interpretación de signos cuyo resultado será un futuro sí-mismo. Son paradas en una ruta semiótica.

Estos sí-mismos, "apenas surgiendo a la vida", no están aislados del mundo; la semiosis que ocurre "dentro" de la mente no es intrínsecamente diferente a la que ocurre entre mentes. La palmera derrumbándose en el bosque ilustra esta semiosis viviente del mundo porque está inserta en una ecología de seres dispares y emergentes. La simulación icónica de Hilario de una palmera derrumbándose grafica un posible futuro que luego se realiza en una palmera que él realmente derriba. Su derrumbe, a la vez, es interpretado por otro ser cuya vida cambiará gracias a la manera en que toma esto como un signo de algo frente a lo que debe actuar. Lo que emerge es una cadena altamente mediada, pero a la vez continua, que da un salto desde el terreno del habla humana hacia el de los cuerpos humanos y sus acciones, y desde estos hacia los eventos-en-el-mundo (tales como un árbol derrumbándose) que estas intenciones incorporadas y realizadas actualizan, y desde aquí hacia la reacción igualmente física que la interpretación semiótica de este evento provoca en otro tipo de primate en lo alto de un árbol. La palmera desplomándose y el humano que la derribó llegaron a afectar a la mona, no obstante su separación física de ella. Los signos tienen efectos en el mundo a pesar de que no son reducibles a causas y efectos físicos.

Tales intentos tropicales de comunicación transespecie revelan la naturaleza mundana y viviente de la semiosis. Toda semiosis (y por extensión todo pensamiento) tiene lugar en mentes-en-el-mundo. Para resaltar esta característica de la semiosis, así es como Peirce describió las prácticas de pensamiento de Antoine Lavoisier, el aristócrata francés del siglo XVIII fundador del campo moderno de la química:

El método de Lavoisier [...] [era] soñar que un cierto proceso químico, largo y complicado, debería tener un cierto efecto, ponerlo en práctica con monótona paciencia, soñar tras su inevitable fracaso que con una cierta modificación daría lugar a otro resultado, y terminar publicando el último sueño como un hecho: lo peculiar suyo fue llevar su mente al laboratorio y hacer literalmente de sus alambiques y retortas instrumentos del pensamiento, dando una nueva concepción del razonar como algo que había que hacer con los ojos abiertos, manipulando cosas reales en lugar de palabras y quimeras. (Peirce 1931-1935, 5: 363; 1988a)

¿Dónde ubicaríamos los pensamientos y sueños de Lavoisier? ¿Dónde están surgiendo su mente y su futuro sí-mismo si no en este mundo emergente de retortas de vidrio soplado y de alambiques, y en las mezclas que estos contienen en sus espacios cuidadosamente delimitados de ausencia y posibilidad?

Ausencias

Los matraces de vidrio soplado de Lavoisier señalan otro elemento importante de la semiosis. Así como estos receptáculos de formas curiosas, los signos sin duda tienen una materialidad importante: poseen cualidades sensoriales; son manifestados (instantiated) con respecto a los cuerpos que los producen y que son producidos por ellos; y pueden hacer una diferencia en los mundos sobre los que tratan. Aun así, como el espacio delimitado por las paredes de los matraces, los signos son también inmateriales de maneras importantes. Un matraz de vidrio concierne tanto a lo que es como a lo que no es; concierne tanto a la vasija a la que el vidriero ha dado forma con su soplido -y a todas las cualidades materiales e historias tecnológicas, políticas y socioeconómicas que hicieron posible ese acto de creación- como también a la específica geometría de ausencia que viene a delimitar. Ciertos tipos de reacciones pueden tener lugar en ese matraz dadas todas las otras que están excluidas de él.

Este tipo de ausencia es central para la semiosis que sustenta y manifiesta a la vida y a la mente. Es evidente en lo que ocurrió en la selva esa tarde mientras cazábamos monos. Ahora que esa joven mona lanuda se había movido a un sitio más expuesto, Lucio trató de dispararle con su escopeta de avancarga de pólvora negra. Pero, cuando presionó el gatillo, el percutor simplemente hizo un chasquido en el fulminante. Lucio reemplazó rápidamente el fulminante defectuoso y recargó el arma, esta vez rellenando el cañón con una dosis adicional de perdigones. Cuando la mona trepó a una posición aún más expuesta, Hilario animó a su hijo a disparar de nuevo: "¡Apresúrate, ahora de verdad!". Sin embargo, receloso ante la naturaleza precaria de su arma, Lucio primero pronunció "teeeye".

Teeeye, como tsupu, ta ta y pu oh, es una imagen en forma de sonido. Es icónica de un arma que dispara con éxito y acierta su objetivo. La boca que la pronuncia es como un matraz que toma las varias formas de un arma de fuego. Primero la lengua golpea en el paladar para producir la consonante oclusiva a la manera en que un percutor golpea un fulminante. Luego, la boca se abre cada vez más mientras pronuncia la vocal alargada que se expande a la manera de los perdigones que, impulsados por la explosión de pólvora encendida por el fulminante, son expulsados por el cañón.

Momentos después, Lucio presionó el gatillo. Y esta vez, con un teeeye ensordecedor, el arma disparó.

Teeeye es, en muchos niveles, un producto de lo que no es. La forma de la boca efectivamente elimina todos los muchos otros sonidos que podrían haberse producido con el aliento hecho voz. Lo que queda es un sonido que "encaja" con el objeto que representa gracias a los muchos sonidos que están ausentes. El objeto que no está físicamente presente constituye una segunda ausencia. Finalmente, teeeye supone otra ausencia en el sentido de que es una representación de un futuro traído al presente con la esperanza de que este "aún-no" (not-yet) afecte al presente. Lucio espera que su arma en efecto emita un teeeye cuando él apriete el gatillo. Él importó esta simulación al presente desde el mundo posible que él espera que llegue a ser. Este futuro-posible que orienta a Lucio hacia la realización de todos los pasos necesarios para hacer este futuro posible es también una ausencia constitutiva. Lo que teeeye es -su efecto significativo, en síntesis, su significado- depende de todas estas cosas que no es.

Todos los signos, y no solo los que podríamos llamar mágicos, trafican en el futuro en la manera en que lo hace teeeye. Son llamados a actuar en el presente a través de un futuro ausente pero re-presentado que, en virtud de este llamado, puede entonces llegar a afectar el presente; "¡Apresúrate, ahora de verdad!", como le imploró Hilario a su hijo momentos antes de que disparara su arma, supone la predicción de que va a seguir habiendo un "eso" allá arriba al que disparar. Es un llamado proveniente del futuro re-presentado en el presente.

Inspirado por el filósofo de la China antigua Lao-Tzu y por su reflexión acerca de cómo el hueco en el buje es lo que hace una rueda útil, Terrence Deacon (2006) se refiere al tipo especial de nada (nothingness) que es delimitada por los rayos de una rueda, o por el vidrio de un matraz, o por la forma de la boca al pronunciar "teeeye", como una "ausencia constitutiva". La ausencia constitutiva, de acuerdo con Deacon, no se encuentra solamente en el mundo de los artefactos o de los humanos. Es un tipo de relación con aquello que no está presente espacial o temporalmente que es crucial para la biología y para cualquier tipo de sí-mismo (ver Deacon 2012, 3). Pone en evidencia la peculiar manera en que, "en el mundo de la mente, la nada -lo que no es- puede ser una causa" (Bateson 1998, 483).

Como discuto más adelante en este capítulo, y también en capítulos subsiguientes, la ausencia constitutiva es central para los procesos evolutivos. Por ejemplo, el hecho de que un linaje de organismos llegue a adaptarse cada vez más a un ambiente en particular es el resultado de la "ausencia" de todos los otros linajes que quedaron por fuera de la selección. Y todos los tipos de procesos sígnicos, no solo los que están asociados directamente con la vida biológica, llegan a significar en virtud de una ausencia: la iconicidad es el producto de lo que no es notado; la indexicalidad supone una predicción de lo que no está aún presente; y la referencia simbólica, a través de un complicado proceso que también implica iconicidad e indexicalidad, señala y capta la imagen de mundos ausentes gracias a las maneras en que está inserta en un sistema simbólico que constituye el contexto ausente para el significado de cualquier palabra pronunciada. En el "mundo de la mente", la ausencia constitutiva es una particular manera mediada en la que un futuro ausente llega a afectar al presente. Esta es la razón por la que es apropiado considerar el telos -ese futuro por el que existe algo en el presente- como una modalidad causal real donde sea que haya vida (ver Deacon 2012).

El juego constante entre la presencia y estos diferentes tipos de ausencias les da a los signos su vida. Los convierte en algo más que el efecto de aquello que vino antes que ellos. Los convierte en imágenes e insinuaciones de algo potencialmente posible.

Provincializar el lenguaje

Considerar palmeras derrumbándose, monos saltando y "palabras" como tsupu nos ayuda a ver que la representación es algo a la vez más general y más ampliamente distribuido que el lenguaje humano. También nos ayuda a ver que estos otros modos de representación tienen propiedades que son bastante diferentes a aquellas exhibidas por las modalidades simbólicas de las que depende el lenguaje. En síntesis, considerar esos tipos de signos que emergen y circulan más allá de lo simbólico nos permite ver que necesitamos "provincializar" el lenguaje.

Mi llamado a provincializar el lenguaje alude al libro de Dipesh Chakra-barty Provincializing Europe (Provincializar Europa) (2000), una mirada crítica a cómo los académicos provenientes del sur de Asia y los que están especializados en esa misma región se apoyan en la teoría social occidental para analizar las realidades sociales sudasiáticas. Provincializar Europa es reconocer que esa teoría (con sus suposiciones sobre el progreso, el tiempo, etc.) está situada en el particular contexto europeo de su producción. Los teóricos sociales del sur de Asia, plantea Chakrabarty, hacen la vista gorda a este contexto situado y aplican dicha teoría como si fuera universal. Chakrabarty nos pide que consideremos qué tipo de teoría podría surgir del sur de Asia, o de otras regiones si vamos al caso, una vez que hayamos circunscrito la teoría europea que antes considerábamos universal.

Al demostrar que la producción de un conjunto particular de teorías sociales está situada en un contexto particular y que hay otros contextos para los que estas teorías no son relevantes, Chakrabarty elabora un argumento implícito sobre las propiedades simbólicas de las realidades que dichas teorías intentan comprender. El contexto es un efecto de lo simbólico. Es decir, sin lo simbólico no tendríamos contextos lingüísticos, sociales, culturales o históricos tal como los entendemos. Aun así, este tipo de contexto no crea ni circunscribe completamente nuestras realidades porque también vivimos en un mundo que excede lo simbólico, y esto es algo que nuestra teoría social debe aprender a abordar.

El argumento de Chakrabarty, entonces, está formulado básicamente dentro de supuestos humanistas acerca de la realidad social y de la teoría que uno podría desarrollar para estudiarla y, por lo tanto, si se toma literalmente, su utilidad para una antropología más allá de lo humano es limitada. Sin embargo, considero que la provincialización sirve metafóricamente como un recordatorio de que los dominios, propiedades y análisis simbólicos están siempre circunscritos por y anidados en un campo semiótico más amplio.

Necesitamos provincializar el lenguaje porque fusionamos la representación con el lenguaje y esta fusión encuentra la manera de introducirse en nuestra teoría. Universalizamos esta distintiva inclinación humana al asumir, primero, que toda representación es algo humano y, luego, al suponer que toda representación tiene propiedades similares al lenguaje. Aquello que debería ser delimitado como algo único se vuelve la base para nuestros supuestos sobre la representación.

Quienes nos dedicamos a la antropología tendemos a ver la representación como un asunto estrictamente humano. Y tendemos a enfocarnos solamente en la representación simbólica: esa modalidad semiótica exclusivamente hu-mana12. La representación simbólica, que se manifiesta más claramente en el lenguaje, es convencional, "arbitraria" y está inserta en un sistema de otros símbolos semejantes que, a su vez, es sostenido por contextos sociales, culturales y políticos con propiedades sistémicas y convencionales similares. Como mencioné antes, el sistema representacional asociado con Saussure, el cual subyace implícitamente en gran parte de la teoría social contemporánea, se ocupa solo de este tipo de signos convencionales y arbitrarios.

Hay otra razón por la que necesitamos provincializar el lenguaje: fusionamos el lenguaje con la representación incluso cuando no hacemos referencia explícita al lenguaje o a lo simbólico dentro de nuestras herramientas teóricas. Esta fusión es especialmente evidente en nuestros supuestos sobre el contexto etnográfico. Así como sabemos que las palabras solo adquieren significados en términos del más amplio contexto compuesto por otras palabras similares con las que se relacionan sistemáticamente, uno de los axiomas de la antropología es que los hechos sociales no pueden ser entendidos excepto en virtud de su lugar en un contexto constituido por otros hechos similares. Y lo mismo aplica a las tramas de significados culturales o a las redes de verdades discursivas y contingentes que una genealogía foucaultiana podría revelar.

El contexto entendido de esta manera, sin embargo, es una propiedad de la referencia simbólica convencional humana, la cual crea las realidades sociales y lingüístico-culturales que nos hacen distintivamente humanos. En este sentido, no es totalmente relevante en campos como los de las relaciones humano-animales que no están completamente circunscritos por lo simbólico, pero que sin embargo son semióticos. Los tipos de modalidades representacionales compartidas por todas las formas de vida -modalidades que son icónicas e indexicales- no son contexto-dependientes en la misma manera en que lo son las modalidades simbólicas. Es decir, tales modalidades representacionales no funcionan por medio de un sistema contingente de relaciones entre signos -un contexto- como lo hacen las modalidades simbólicas. Entonces, en ciertos dominios semióticos el contexto no es relevante y, aun en aquellos campos, como los humanos, donde sí lo es, tales contextos, como podemos observar al ocuparnos de aquello que reside más allá de lo humano, son, como demostraré, permeables. En resumen, los todos complejos son también todos abiertos; de allí el título de este capítulo. Y los todos abiertos se extienden más allá de lo humano; de allí esta antropología más allá de lo humano.

Esta fusión de representación y lenguaje -el supuesto de que todos los fenómenos representacionales tienen propiedades simbólicas- se encuentra incluso en los proyectos que son explícitamente críticos de los enfoques culturales, simbólicos o lingüísticos. Se manifiesta en críticas materialistas clásicas de lo simbólico y lo cultural. Se manifiesta también en enfoques fenomenológicos más contemporáneos que dirigen su atención a las experiencias corporales que compartimos con seres no humanos para evitar las discusiones antropocéntri-cas centradas en la mente (ver Csordas 1999; Ingold 2000; Stoller 1997). También se manifiesta, debo mencionar, en el multinaturalismo de Eduardo Viveiros de Castro (discutido en detalle en el capítulo 2). Cuando Viveiros de Castro escribe que "una perspectiva no es una representación porque las representaciones son una propiedad de la mente o espíritu, mientras que el punto de vista se localiza en el cuerpo" (1998, 478), está asumiendo que prestar atención a los cuerpos (y sus naturalezas) puede permitirnos esquivar los problemas espinosos que la representación plantea.

La alineación de humanos, cultura, mente y representación, por un lado, y de no-humanos, naturaleza, cuerpos y materia, por el otro, es constante aun en los enfoques pos-humanos que buscan disolver los límites que se han erigido para interpretar a los humanos como separados del resto del mundo. Esto es cierto en el caso de los enfoques deleuzianos, como por ejemplo lo muestra el trabajo de Jane Bennett (2010), que niegan enteramente la pertinencia analítica de la representación y del telos, ya que los ven, a lo sumo, como asuntos mentales exclusivamente humanos.

Este alineamiento también es evidente en los intentos que hacen los estudios sobre ciencia y tecnología, especialmente aquellos asociados con Bruno Latour, para corregir el desequilibrio entre la materia insensible y los humanos deseosos por medio de privar a los humanos de un poco de su intencionalidad y omnipotencia simbólica, y al mismo tiempo conferir un poco más de agentividad a las cosas. En su imagen de los "impedimentos del discurso", por ejemplo, Latour intenta encontrar un lenguaje que pueda subsanar la brecha analítica entre los científicos hablantes y sus objetos de estudio supuestamente silenciosos. "Es mejor tener piedras en la boca al hablar sobre científicos", escribe, "que deslizarse distraídamente desde las cosas mudas hacia las palabras indiscutibles del experto" (2004, 67). Ya que Latour fusiona la representación con el lenguaje humano, su única esperanza de reunir a los humanos y a los no-humanos en el mismo marco reside en mezclar lenguaje y cosas literalmente: balbucear como si se tuvieran piedras en la boca. Pero esa solución perpetúa el dualismo cartesiano porque los elementos atómicos siguen siendo o bien mente humana o bien materia insensible, a pesar de que estos estén mezclados más minuciosamente de lo que Descartes podría haber soñado y aun si uno afirmara que su mezcla precede su realización. Este marco analítico de la mezcla crea pequeños homúnculos en todos los niveles. El guion en la expresión "naturalezas-culturas" de Latour (2007, 155) es la nueva glándula pineal en las pequeñas cabezas cartesianas que esta analítica engendra inadvertidamente a toda escala. Una antropología más allá de lo humano intenta encontrar maneras para ir más allá de este marco analítico de la mezcla.

Borrar la división entre la mente humana y el resto del mundo o, alternativamente, esmerarse por conseguir alguna combinación simétrica de mente y materia, solo motiva a que esta brecha surja de nuevo en otra parte. Una idea importante que sostengo en este capítulo, y un fundamento primordial para los argumentos que serán desarrollados en este libro, es que la manera más productiva de superar este dualismo no consiste en deshacerse de la representación (y por extensión del telos, la intencionalidad, el "sobre-qué" y la mismidad) ni simplemente en proyectar formas humanas de representación en otra parte, sino en repensar radicalmente qué es lo que entendemos por representación. Para hacer esto, primero necesitamos provincializar el lenguaje. Necesitamos, en palabras de Viveiros de Castro, "descolonizar el pensamiento" para poder ver que el pensamiento no está necesariamente circunscrito por el lenguaje, lo simbólico o lo humano.

Esto implica reconsiderar quién representa en este mundo, así como qué es lo que cuenta como representación. También implica entender cómo funcionan diferentes tipos de representación y cómo estos diferentes tipos de representación interactúan diversamente entre sí. ¿Qué tipo de vida adquiere la semiosis más allá de las trazas de las mentes humanas internas, más allá de las propensiones específicamente humanas, como la habilidad de usar el lenguaje, y más allá de las preocupaciones específicamente humanas que aquellas propensiones engendran? Una antropología más allá de lo humano nos motiva a explorar qué apariencia toman los signos más allá de lo humano.

¿Es posible una exploración de este tipo? ¿O será que los contextos demasiado humanos en los que vivimos nos impiden hacer este tipo de esfuerzo? ¿Estamos atrapados para siempre dentro de nuestras maneras de pensar lingüística y culturalmente mediadas? Mi respuesta es no: un entendimiento más completo de la representación, uno que pueda explicar las maneras en que esa forma de semiosis excepcionalmente humana surge de y está en constante interacción con otros tipos de modalidades representacionales más ampliamente distribuidas, puede mostrarnos una ruta más productiva y analíticamente robusta para salir de este persistente dualismo.

Nosotros los humanos no somos los únicos que hacen cosas en aras de un futuro por medio de re-presentarlo en el presente. Todos los seres vivientes hacen esto de una manera u otra. La representación, la intención y el futuro están en el mundo, y no solo en esa parte del mundo que delimitamos como mente humana. Esta es la razón por la que es apropiado decir que hay agentividad en el mundo viviente que se extiende más allá de lo humano. Pero reducir la agentividad a causas y efectos -al "afecto"- esquiva el hecho de que son las maneras de "pensar" humanas y no humanas las que confieren agentividad. Reducir la agentividad a alguna suerte de propensión genérica compartida por humanos y no-humanos (lo que en ese tipo de enfoques incluye objetos), debido al hecho de que todas estas entidades pueden ser igualmente representadas (o pueden dificultar estas representaciones) y de que participan gracias a esto en alguna clase de narrativa que parece bastante humana, trivializa este "pensar". Lo trivializa al no lograr distinguir entre maneras de pensar y al aplicar, sin discriminación alguna, maneras de pensar distintivamente humanas (basadas en la representación simbólica) a cualquier entidad.

El desafío es desfamiliarizar el signo arbitrario cuyas propiedades peculiares son tan naturales para nosotros porque parecen permear todo lo que es de cualquier manera humano y cualquier otra cosa sobre la que los humanos puedan esperar tener conocimiento. Que uno pueda sentir tsupu sin saber kichwa hace que el lenguaje parezca extraño. Revela que no todos los signos con los que tratamos son símbolos y que aquellos signos no simbólicos pueden, de maneras importantes, escaparse de contextos simbólicos limitados como el lenguaje. Esto explica no solo por qué podemos llegar a sentir tsupu sin hablar kichwa, sino también por qué Hilario puede comunicarse con un ser no simbólico. De hecho, el salto de la mona asustada -y el ecosistema entero que la sostiene- constituye un tejido de semiosis en el que la semiosis distintiva de sus cazadores humanos es solo un hilo en particular.

En resumen: los signos no son asuntos exclusivamente humanos. Todos los seres vivientes se comunican con signos. Nosotros los humanos somos acogidos por toda la multitud de la vida semiótica. Nuestro estatus excepcional no es el complejo amurallado que alguna vez pensamos habitar. Una antropología que se enfoque en las relaciones que tenemos los humanos con los seres no humanos nos obliga a dar un paso más allá de lo humano. En el proceso, lo que hasta ahora hemos entendido como la condición humana -específicamente, el hecho paradójico y "provincializado" de que nuestra naturaleza consiste en vivir inmersos en los mundos "antinaturales" que construimos- se empieza a ver un poco extraño. Aprender a apreciar esto es un objetivo importante de una antropología más allá de lo humano.

El sentimiento de separación radical

Las muchas capas de vida de la Amazonía amplifican y ponen en evidencia estas redes de semiosis más que humanas. Permitir que sus bosques piensen a través de nosotros puede ayudarnos a apreciar cómo nosotros también estamos siempre, de una u otra manera, insertos en tales redes, y cómo podríamos hacer un trabajo conceptual con este hecho. Esto es lo que me atrae a este lugar. Pero también he aprendido algo a partir de prestar atención a aquellos momentos en los que me he sentido desconectado de estas redes semióticas más amplias que se extienden más allá de lo simbólico. Aquí reflexiono sobre una de estas experiencias, una que viví en uno de los muchos viajes en bus que hice desde Quito hacia la región amazónica. Recuento la sensación de lo que ocurrió en este viaje, no como una indulgencia personal, sino porque creo que revela una cualidad específica de los modos de pensamiento simbólico: su tendencia a despegarse de un salto del campo semiótico más amplio del que emerge, separándonos en el proceso del mundo que nos rodea. Como tal, esta experiencia también puede enseñarnos algo acerca de cómo entender la relación que el pensamiento simbólico tiene con los otros tipos de pensamiento del mundo con los que guarda una relación de continuidad y de los que emerge. En este sentido, esta reflexión sobre mi experiencia es también parte de una crítica más amplia, desarrollada en las dos secciones siguientes, de los supuestos dualísticos que son la base de tantos de nuestros marcos analíticos. Tomo entonces un desvío narrativo para explorar esta experiencia de volverme dual, de sentirme arrancado de un entorno semiótico más amplio, que viví en un viaje al Oriente, es decir, a la región amazónica ecuatoriana al este de los Andes. Además de funcionar como un pequeño respiro después del trabajo conceptual realizado en este capítulo, espero que dé una idea de la manera en que la misma Ávila está inserta en un paisaje con una historia. En efecto, este viaje traza las trayectorias de muchos otros viajes y todos ellos capturan este lugar en muchos tipos de redes.

Los últimos días habían sido inusualmente lluviosos en las laderas orientales de los Andes y la carretera principal que llevaba a la región amazónica se venía inundando intermitentemente. Junto con mi prima Vanessa, que estaba en Ecuador visitando a la familia, me subí a un bus que se dirigía al Oriente. Excepto por un grupo de turistas españolas que ocupaban las filas del fondo, el bus estaba lleno de personas que vivían a lo largo de la ruta o en Tena, la capital de la provincia de Napo y la parada final del bus. Este era un viaje que yo ya había hecho muchas otras veces para ese entonces, y nuestro plan era tomar el bus a lo largo de su ruta sobre la cordillera que queda al este de Quito y que divide la cuenca amazónica del valle interandino. Luego seguiríamos bajando a través del pueblo de Papallacta, un asentamiento prehispánico en un bosque nublado situado a lo largo de una de las más importantes rutas de intercambio por la que circulaban productos de la Sierra y el Oriente. Hoy, Papallacta es una importante estación de bombeo de recursos amazónicos tales como el crudo, que desde los años setenta transformó la economía del país y abrió el Oriente al desarrollo, o como el agua potable para Quito que, más recientemente, se extrae de la vasta cuenca al este de los Andes. En este pueblo, enclavado en una cadena montañosa que todavía tiene una actividad geológica frecuente, también se encuentran unas fuentes termales muy populares. Papallacta, como muchos de los otros pueblos en bosques nublados que íbamos a pasar en nuestro camino, ahora está principalmente habitado por colonos de la Sierra. La ruta está esculpida en los empinados desfiladeros del valle del río Quijos y sigue el camino de este río a través de lo que fue el baluarte de la alianza prehispánica y temprano-colonial entre los cacicazgos del Quijos. Los ancestros de los Ávila runa formaron parte de esta alianza. Los campesinos a menudo descubren milenarias terrazas residenciales al despejar las empinadas cuestas arboladas para crear pastizales. El camino continúa a lo largo de los senderos de a pie que hasta los años sesenta conectaban a Ávila y otros pueblos runa amazónicos con Quito, por medio de un arduo viaje de ocho días. Tomaríamos este camino hasta el pueblo de Baeza, el cual, junto con Ávila y Archidona, fue el primer asentamiento español de la Alta Amazonía. Baeza casi fue arrasado en el mismo levantamiento indígena que se coordinó regionalmente en 1578 y que, desencadenado por la visión chamánica de una vaca-diosa, destruyó Ávila por completo y acabó prácticamente con todos sus habitantes españoles. Hoy en día, Baeza se parece muy poco a ese pueblo histórico, ya que fue reubicado a unos kilómetros de distancia luego de un gran terremoto en 1987. Justo antes de Baeza hay una bifurcación. Uno de los tramos se dirige al noreste hacia el pueblo de Lago Agrio. Este fue el primer gran centro de extracción de petróleo en Ecuador y su nombre es una traducción literal de Sour Lake, el lugar de Texas donde el petróleo fue descubierto por primera vez (y el lugar de nacimiento de Texaco). El otro tramo, el que tomaríamos nosotros, sigue una ruta más antigua hacia el pueblo de Tena. En los años cincuenta, Tena representaba el límite entre la civilización y los "salvajes" bárbaros (los waorani) al este. Ahora es un pueblo pintoresco. Luego de serpentear a través de un terreno inclinado e inestable cruzaríamos el río Cosanga donde 150 años atrás el explorador italiano Gaetano Osculati fue abandonado por sus cargadores runa y obligado a pasar varias noches miserables por sí solo ahuyentando jaguares (Osculati 1990). Luego de este cruce vendría una subida final a través de la cordillera de los Guacamayos, la última cadena de montañas que se debe atravesar antes de bajar a los cálidos valles que llevan a Archidona y Tena. En un día despejado, mirando hacia abajo, se pueden ver desde aquí los reflejos brillantes de los techos metálicos de Archidona, así como el camino que va desde Tena hasta Puerto Napo, donde deja una huella de tierra roja en la empinada ladera de una colina. Puerto Napo es el "puerto", abandonado hace mucho tiempo, del río Napo que fluye hacia el Amazonas. Tuvo la mala fortuna de ser ubicado justo corriente arriba de un remolino peligroso. Si no hay nubes, también se puede ver la figura perfectamente cónica del volcán Sumaco en cuyas estribaciones se asienta Ávila. Un área de casi 200 000 hectáreas, conformada por el pico y muchas de sus pendientes, está protegida como una reserva de la biósfera. Esta reserva, a su vez, está rodeada por un área mucho más grande, la cual ha sido designada como parque nacional. El territorio de Ávila bordea con la frontera occidental de esta vasta expansión.

Una vez fuera de las montañas, el aire se vuelve más pesado y cálido a medida que pasamos las pequeñas aldeas fundadas por los runa amazónicos. Finalmente, en otra intersección, una hora antes de llegar a Tena, nos apearíamos para esperar un segundo bus que se encamina por una ruta mucho más local y personal. En este camino terciario un chofer de bus podría frenar para comprar unas cajas de naranjillas, las frutas ácidas con las que se prepara jugo para el desayuno a lo largo del Ecuador13. O se le podría convencer de esperar unos minutos a algún pasajero frecuente. Esta es una ruta relativamente nueva, que fue completada durante las secuelas del terremoto de 1987 con la ayuda, no del todo desinteresada, del Cuerpo de Ingenieros del Ejército de los Estados Unidos. La ruta serpentea por las estribaciones que rodean el volcán Sumaco antes de cruzar la planicie amazónica en Loreto. Termina en el pueblo de Coca en la confluencia de los ríos Coca y Napo. Coca, al igual que Tena, pero muchas décadas después, también funcionó como un puesto de frontera del Estado ecuatoriano cuyo control se adentraba cada vez más en las profundidades de esta región. Esta ruta es un atajo a través de lo que solían ser los territorios de caza de los pueblos runa de Cotapino, Loreto, Ávila y San José. Estos pueblos, junto con un puñado de fincas de "blancos", o haciendas, y una misión católica en Loreto, eran los únicos asentamientos en el área antes de los años ochenta. Hoy en día, amplias porciones de estos territorios de caza están ocupadas por forasteros, ya sean personas runa provenientes de la más densamente poblada región de Archidona (a quienes la gente de Ávila se refiere como boulu, de pueblo, aludiendo al hecho de que son más citadinos) o campesinos y comerciantes provenientes de la Costa o de la Sierra que suelen ser denominados colonos (o hawa llakta en kichwa; literalmente "montañés"). Justo después de cruzar el inmenso puente de paneles de acero que atraviesa el río Suno -una de las muchas estructuras donadas por el ejército de los Estados Unidos que se encuentran a lo largo de la ruta-, nos bajaríamos en Loreto, la sede de la parroquia y el pueblo más grande en el camino. Pasaríamos la noche aquí, en la misión Josefina operada por sacerdotes italianos. Al día siguiente desandaríamos nuestros pasos, ya fuera a pie o en una camioneta, hasta el puente, y luego a lo largo de un camino de tierra que sigue el río Suno a través de las fincas y pasturas de los colonos hasta llegar al camino que se dirige a Ávila. Las rutas en el este del Ecuador se extienden irregularmente a lo largo de muchos años. Sus momentos de mayor crecimiento suelen coincidir con las campañas electorales locales. Cuando empecé a visitar Ávila en 1992, solo había senderos de a pie desde Loreto y me llevaba casi todo el día llegar a la casa de Hilario. En mi más reciente visita uno podía, en un día seco, llegar a la zona más al este de Ávila en camioneta.

Esta era la ruta que esperábamos atravesar. El hecho, sin embargo, es que ese día no llegamos hasta Loreto. Un poco después de Papallacta nos encontramos con el primero de una serie de derrumbes desatados por las fuertes lluvias. Y mientras nuestro bus -junto con una hilera creciente de camiones, tanqueros, buses y autos- esperaba a que se despejaran, quedamos atrapados por otro derrumbe detrás de nosotros.

Este es un terreno empinado, inestable y peligroso. Los derrumbes despertaron en mí un revoltijo de imágenes perturbadoras fruto de una década de recorrer esta ruta: una serpiente dibujando ochos frenéticamente en un inmenso flujo de lodo que había cubierto la ruta momentos antes de que llegáramos; un puente de acero aplastado como una lata de refresco por una lechada de rocas que cayó cuando la montaña que tenía encima se derrumbó; un precipicio salpicado de pintura amarilla, el único indicio que dejó un camión de reparto que se había deslizado por el barranco la noche anterior. Pero, más que nada, los derrumbes producen retrasos. Los que no pueden ser despejados rápidamente se convierten en sedes para los "trasbordos", un arreglo mediante el cual los buses que llegan y que ya no pueden alcanzar sus destinos intercambian pasajeros antes de devolverse.

En este día no había posibilidad de hacer un trasbordo. El tráfico estaba colapsado en ambas direcciones y estábamos atrapados por una serie de derrumbes que se habían desparramado a lo largo de varios kilómetros. La montaña estaba empezando a caer sobre nosotros. En un momento una roca cayó sobre nuestro techo. Yo estaba asustado.

Sin embargo, nadie más parecía creer que estábamos en peligro. Tal vez por puro coraje, fatalismo o necesidad de completar el viaje antes que nada, ni el conductor ni su asistente perdieron la calma en ningún momento. Hasta cierto punto yo podía entender esto. Eran las turistas quienes me desconcertaban. Estas españolas de mediana edad habían contratado una de las excursiones que visitan las selvas y los pueblos indígenas a lo largo del río Napo. Mientras yo me preocupaba, estas mujeres hacían chistes y reían. En un momento, una incluso se bajó del bus y caminó hasta un camión de víveres, unos carros más adelante, compró jamón y pan, y se puso a preparar sánduches para su grupo.

La incongruencia entre la tranquilidad de las turistas y mi sensación de peligro me provocó un sentimiento extraño. En la medida en que mis constantes "¿qué pasaría si...?" se distanciaban cada vez más de las despreocupadas y charlatanas turistas, lo que primero empezó como una difusa intranquilidad pronto se convirtió en un sentimiento de profunda alienación.

Esta discrepancia entre mi percepción del mundo y la de quienes me rodeaban me desgarró del mundo y de aquellos viviendo en él. Solo me quedaban mis propios pensamientos desenfrenados sobre peligros futuros. Y luego ocurrió algo aún más perturbador. Dado que sentí que mis pensamientos estaban descolocados con respecto a los de quienes me rodeaban, pronto empecé a dudar de su conexión con lo que siempre había confiado que iba a estar ahí: mi propio cuerpo viviente, el cuerpo que de otra manera daría hogar a mis pensamientos y que ubicaría este hogar en un mundo cuya realidad palpable yo compartía con otros. Llegué a sentir, en otras palabras, una tenue sensación de existencia sin ubicación, un sentimiento de desarraigo que puso en duda mi propio ser. Si los riesgos de los que estaba tan seguro no existían -después de todo, nadie más en ese bus parecía temer que la montaña cayera sobre nosotros-, entonces, ¿por qué habría de confiar en mi conexión corporal con ese mundo? ¿Por qué habría de confiar en "mi" conexión con "mi" cuerpo? Y si no tenía cuerpo, entonces, ¿qué era "yo"? ¿Estaba siquiera vivo? Al pensar así, mis pensamientos se desenfrenaron.

Este sentimiento de duda radical, la sensación de estar separado de mi cuerpo y de un mundo en cuya existencia ya no confiaba, no se me pasó cuando varias horas más tarde los derrumbes fueron despejados y pudimos atravesarlos. Tampoco disminuyó cuando llegamos finalmente a Tena (ya era muy tarde para llegar a Loreto esa noche). Ni siquiera en la relativa comodidad de mi vieja guarida, el hotel El Dorado, logré sentirme mejor. Esta simple pero acogedora posada familiar solía ser mi parada cuando estaba trabajando en la investigación de las comunidades runa del río Napo (ver Kohn 1992). Su dueño era don Salazar, un veterano -tenía una cicatriz que lo demostraba- de la corta guerra de Ecuador con Perú en la que Ecuador perdió un tercio de su territorio y el acceso al río Amazonas. El nombre del hotel, El Dorado, marca acertadamente esta pérdida en su homenaje a esa nunca del todo alcanzable Ciudad de Oro que yace en algún lugar en medio de la Amazonía (ver Slater 2002; ver también capítulos 5 y 6).

A la mañana siguiente, luego de una noche intermitente, yo seguía de alguna manera fuera de mí. No podía parar de imaginar situaciones peligrosas, y todavía me sentía desconectado de mi cuerpo y de las personas a mi alrededor. Por supuesto que fingí no estar sintiendo nada de esto. Tratando de por lo menos actuar normal, y en el proceso agravando mi íntima ansiedad al no poder darle existencia social, llevé a mi prima a una corta caminata a lo largo de la ribera del río Misahuallí, un río que atraviesa el pueblo de Tena por la mitad. A los pocos minutos vi una tangara alimentándose entre los matorrales de los fragosos bordes del pueblo, justo donde los mohosos bloques de cemento se chocan con los pulidos cantos del río. Había traído conmigo mis binoculares y logré, después de una breve búsqueda, localizar el ave. Giré la rueda de enfoque y en el momento en que el grueso pico negro del ave se hizo nítido experimenté un cambio repentino. Mi sensación de separación simplemente se disolvió. Y, como una tangara que está siendo enfocada, regresé de golpe al mundo de la vida.

Lo que sentí en ese viaje al Oriente tiene un nombre: ansiedad. Luego de leer Constructing panic (1995), un recuento extraordinario, escrito por la difunta psicóloga Lisa Capps y la antropóloga lingüista Elinor Ochs, sobre una mujer que ha luchado toda su vida contra la ansiedad, he llegado a entender que esta condición revela algo importante sobre las cualidades específicas del pensamiento simbólico. Así es como Meg, la mujer sobre la que ellas escriben, experimenta el sofocante peso de todos los futuros posibles que la imaginación simbólica abre.

A veces llego al final del día y me siento exhausta por todos los "qué pasaría si tal cosa hubiera sucedido" y los "qué pasaría si esto ocurre". Y luego me doy cuenta de que he estado sentada en el sofá, de que solo soy yo y mis propios pensamientos lo que me está volviendo loca. (Capps y Ochs 1995, 25)

Capps y Ochs describen a Meg como "desesperada" por poder "experimentar la realidad que ella atribuye a la gente normal" (25). Meg se siente "separada de una consciencia de sí misma y de su entorno como algo familiar y cognoscible" (31). Ella siente que su experiencia no coincide con lo que, de acuerdo con otros, "pasó" (24), y entonces no tiene a nadie con quien compartir una imagen en común del mundo o un conjunto de suposiciones sobre cómo funciona. Es más, no parece poder establecerse en ningún lugar específico. Meg suele usar la construcción "aquí estoy" para expresar su dilema existencial, pero hace falta un elemento crucial: "ella les está diciendo a sus interlocutores que existe, pero no específicamente en dónde está ubicada" (64).

El título Construir el pánico es sugerido por las autoras en su intención de referirse a cómo Meg construye discursivamente su experiencia del pánico, bajo la suposición de que "las historias que cuenta la gente construyen quiénes son y cómo ven el mundo" (8). Pero yo pienso que el título revela algo más profundo acerca del pánico. Es precisamente la cualidad constructiva del pensamiento simbólico, el hecho de que el pensamiento simbólico puede crear tantos mundos virtuales, lo que hace posible la ansiedad. Lo que pasa no es solamente que Meg construya su experiencia del pánico lingüística, social y culturalmente -en otras palabras, simbólicamente-, sino que el pánico mismo es un síntoma de la construcción simbólica desenfrenada.

Al leer los planteamientos de Capps y Ochs sobre la experiencia del pánico de Meg, y al pensar sobre esto semióticamente, creo que he llegado a entender qué pasó en ese viaje al Oriente, los factores que produjeron pánico en mí y aquellos que finalmente lo disiparon. Como le pasa a Meg, quien ubica sus primeras experiencias de ansiedad en situaciones en las que sus miedos legítimos no fueron reconocidos socialmente (31), mi ansiedad emergió al verme confrontado con la desconexión entre mis miedos bien fundados y las actitudes despreocupadas de las turistas en el bus.

El pensamiento simbólico desenfrenado puede crear mentes radicalmente separadas del anclaje indexical que, de otro modo, sus cuerpos podrían proveer. Nuestros cuerpos, como la totalidad de la vida, son los productos de la semiosis. Nuestras experiencias sensoriales, incluso nuestros más básicos procesos celulares y metabólicos, están mediados por relaciones representacionales, aunque no necesariamente simbólicas (ver capítulo 2). Pero el pensamiento simbólico desenfrenado puede hacer que "nosotros mismos" nos sintamos como si estuviéramos separados de todo: de nuestros contextos sociales, de los ámbitos en los que vivimos, y finalmente hasta de nuestros deseos y sueños. Nos encontramos desplazados a tal punto que empezamos a cuestionar las ataduras indexi-cales que de otra manera anclarían este tipo especial de pensamiento simbólico en "nuestros" cuerpos, cuerpos que están ellos mismos indexicalmente anclados en los mundos más allá de ellos: Pienso, luego dudo que existo.

¿Cómo es esto posible? ¿Y por qué no vivimos todos en un estado constante de pánico escéptico? El hecho de que mi sentimiento de alienación ansiosa se disipara en el momento en que el ave quedó nítidamente enfocada brinda algunas ideas sobre las condiciones bajo las que el pensamiento simbólico puede separarse tan radicalmente del mundo, así como también sobre las condiciones bajo las que puede volver a ponerse en su lugar. No deseo, de ninguna manera, romantizar la naturaleza tropical o privilegiar la conexión de nadie con ella. Este tipo de re-anclaje puede pasar en cualquier lugar. Sin embargo, haber avistado esa tangara entre los matorrales, en el fragoso límite del pueblo, me enseñó algo sobre cómo la inmersión en esta ecología particularmente densa amplifica y hace visible un campo semiótico más amplio más allá de lo que es excepcionalmente humano, uno en el que -usualmente- todos estamos emplazados. Ver esa tangara me devolvió la cordura al permitirme situar el sentimiento de separación radical dentro de algo más amplio. Me reubicó en un mundo más grande "más allá" de lo humano. Mi mente pudo volver a formar parte de una mente más amplia. Mis pensamientos sobre el mundo podían volver a formar parte de los pensamientos del mundo. Una antropología más allá de lo humano se esfuerza por captar la importancia de este tipo de conexiones a la vez que aprecia por qué nosotros los humanos somos tan propensos a perderlas de vista.

La novedad a partir de la continuidad

Pensar en el pánico de esta manera me ha llevado a preguntarme más ampliamente cuál es la mejor manera de teorizar la separación que el pensamiento simbólico crea. Tendemos a asumir que porque algo como lo simbólico es excepcionalmente humano y por lo tanto novedoso (por lo menos hasta donde la vida en la Tierra concierne), entonces también debe estar radicalmente separado de aquello de lo que proviene. Este es el legado durkheimiano que heredamos: los hechos sociales tienen su propio tipo de realidad innovadora, la cual solo puede ser comprendida en los términos de otros hechos sociales similares y no en términos de ninguna cosa -ya sea psicológica, biológica o física- que los preceda (ver Durkheim 1972, 69-73). Pero el sentimiento de separación radical que experimenté es físicamente insostenible; en cierto sentido es incluso contrario a la vida. Y esto me lleva a sospechar que cualquier enfoque analítico que tome ese tipo de separación como su punto de partida implica un problema.

Si, como planteo, nuestros pensamientos distintivamente humanos existen en continuidad con los pensamientos del bosque en cuanto que ambos son de una u otra manera los productos de la semiosis que es intrínseca a la vida (ver capítulo 2), entonces una antropología más allá de lo humano debe encontrar la manera de explicar las cualidades distintivas del pensamiento humano sin perder de vista su relación con estas lógicas semióticas más extensivas. Explicar conceptualmente la relación que esta dinámica innovadora tiene con aquello de lo que proviene puede ayudarnos a entender mejor la relación entre lo que consideramos distintivamente humano y aquello que yace más allá de nosotros. A este respecto, aquí quiero pensar sobre lo que me ha enseñado el pánico y en especial su resolución. Para hacer esto recurro a una serie de ejemplos amazónicos que nos permiten rastrear las maneras en que los procesos icónicos, indexicales y simbólicos están anidados entre sí. Los símbolos dependen de los índices para existir y los índices dependen de los íconos. Esto nos permite apreciar qué es lo que hace a cada uno de estos único, sin perder de vista cómo todos también existen en una relación de continuidad entre sí.

Siguiendo a Deacon (1997), comienzo con un ejemplo contraintuitivo bien al margen de la semiosis. Consideren el insecto amazónico de camuflaje críptico que se conoce como "insecto palo" debido a que su largo torso se parece tanto a una ramita. Su nombre kichwa es shanga. Quienes se dedican a la entomología lo llaman, apropiadamente, un "fásmido" -aludiendo a un fantasma- y así lo sitúan en el orden Phasmida y la familia Phasmidae. Este nombre le va muy bien. Lo que hace a estos seres tan distintivos es su falta de distinción: desaparecen en el trasfondo como fantasmas. ¿Cómo llegaron a ser tan fantasmáticos? La evolución de este tipo de seres revela cosas importantes sobre algunas de las propiedades lógicas de la semiosis que son "afines a lo fantasmal" y que pueden, a su vez, ayudarnos a entender algunas de las propiedades contraintuitivas de la vida "en sí misma"; propiedades que se ven amplificadas en la Amazonía y en las maneras en que los Ávila runa viven allí. Por esta razón voy a regresar a este ejemplo a lo largo del libro. En este momento quiero concentrarme en él con miras a entender cómo las diferentes modalidades semióticas -la icónica, la indexical, la simbólica- tienen sus propias propiedades únicas al mismo tiempo que se encuentran en una relación de continuidad anidada entre sí.

¿Cómo es que los insectos palo llegaron a ser tan invisibles, tan fantasmagóricos? Que este fásmido parezca una ramita no depende de que alguien note esta similitud -nuestra usual comprensión de cómo funciona la semejanza (likeness)-. Más bien, su semejanza es el producto del hecho de que los ancestros de sus potenciales depredadores no detectaron a sus propios ancestros. Estos potenciales depredadores no pudieron notar las diferencias entre estos ancestros y las ramitas reales. A lo largo del tiempo evolutivo, aquellos linajes de insectos palo que fueron menos detectados sobrevivieron. Gracias a todos los protoinsectos palo que fueron detectados -y comidos- porque se diferenciaban de su entorno, los insectos palo llegaron a parecerse más al mundo de ramitas a su alrededor14.

Cómo los insectos palo llegaron a ser tan invisibles revela propiedades importantes de la iconicidad. La iconicidad, el tipo de proceso sígnico más básico, es altamente contraintuitiva porque implica un proceso mediante el cual dos cosas no son diferenciadas. Tendemos a pensar en los íconos como signos que señalan las similitudes entre cosas que sabemos que son distintas. Sabemos, por ejemplo, que la figura icónica del hombre dibujado esquemáticamente en la puerta del baño se parece, pero no es lo mismo que la persona que atravesará esa puerta. Pero hay algo más profundo sobre la iconicidad que se pierde de vista cuando nos enfocamos en esta clase de ejemplo. La semiosis no empieza con el reconocimiento de cualquier similitud o diferencia intrínsecas. Más bien, empieza con no notar la diferencia. Empieza con la indistinción. Por esta razón la iconicidad ocupa un espacio bien al margen de la semiosis (pues no hay nada semiótico en jamás notar ninguna cosa). Marca el comienzo y el final del pensamiento. Con los íconos ya no se producen nuevos interpretantes (signos subsiguientes que especificarán aún más algo sobre sus objetos) (Deacon 1997, 76-77); con los íconos el pensamiento descansa. Entender algo, por más provisoria que sea esa comprensión, implica un ícono. Implica un pensamiento que es como su objeto. Implica una imagen que es una semejanza de ese objeto. Por esta razón toda semiosis se apoya finalmente en la transformación de signos más complejos en íconos (Peirce 1931-1935, 2: 278).

Los signos, por supuesto, proveen información. Nos dicen algo nuevo. Nos hablan sobre una diferencia. Esa es su razón de ser. La semiosis debe entonces involucrar algo más que semejanza. Debe involucrar también una lógica semiótica que señale algo más: una lógica que es indexical. ¿Cómo se relacionan las lógicas semióticas de semejanza y de diferencia entre sí? Una vez más, siguiendo a Deacon (1997), consideren la siguiente explicación esquemática de cómo esa mona lanuda que Hilario y Lucio estaban tratando de espantar de su escondite entre el dosel forestal podría aprender a interpretar una palmera derrumbándose como un signo de peligro15. El derrumbe atronador que ella escuchó le haría pensar icónicamente en experiencias pasadas de derrumbes similares. Estas experiencias anteriores de sonidos de derrumbes comparten entre sí similitudes adicionales, tales como su co-ocurrencia con algo peligroso, por ejemplo, una rama quebrándose o un depredador acercándose. La mona además conectaría icónicamente estos peligros pasados entre sí. Que el sonido producido por un árbol desplomándose pueda indicar peligro es, entonces, el producto de, por un lado, asociaciones icónicas de sonidos fuertes con otros sonidos fuertes y, por el otro, de asociaciones icónicas de eventos peligrosos con otros eventos peligrosos. Que estos dos conjuntos de asociaciones icónicas estén conectados repetidamente entre sí incita a que la experiencia actual de un repentino sonido fuerte sea percibida en conexión con ellos. Pero ahora esta asociación es también algo más que una semejanza. Incita a la mona a "adivinar" que el derrumbe debe estar conectado con algo más que sí mismo, algo diferente. Así como una veleta, en cuanto índice, se interpreta como señalando algo distinto a sí misma -específicamente, la dirección en la que el viento sopla-, este sonido fuerte es interpretado como señalando algo más que solo un ruido; señala algo peligroso.

La indexicalidad, entonces, implica algo más que la iconicidad. Aun así, emerge como resultado de un complejo conjunto jerárquico de asociaciones entre íconos. La relación lógica entre íconos e índices es unidireccional. Los índices son los productos de una relación entre íconos estratificada y especial, pero no sucede lo mismo al revés. La referencia indexical, tal como la que está implicada en cómo la mona interpretó el árbol derrumbándose, es un producto de orden superior de una relación especial entre tres íconos: los derrumbes hacen pensar en otros derrumbes; los peligros asociados con esos derrumbes hacen pensar en otras asociaciones parecidas; y estas, a su vez, son asociadas con el derrumbe actual. Debido a esta configuración especial de íconos, el derrumbe actual ahora señala algo que no está inmediatamente presente: un peligro. De esta manera emerge un índice a partir de asociaciones icónicas. Esta relación especial entre íconos resulta en una forma de referencia con propiedades únicas que se derivan de, pero que no son compartidas por las lógicas asociativas icónicas con las que guardan una relación de continuidad. Los índices proveen información; nos dicen algo nuevo sobre algo que no está inmediatamente presente.

Los símbolos, por supuesto, también proveen información. Cómo hacen esto a la vez está en relación de continuidad con y es diferente de los índices. Así como los índices son el producto de relaciones entre íconos y exhiben propiedades únicas con respecto a estos signos más fundamentales, los símbolos son el producto de relaciones entre índices y tienen sus propiedades únicas. Esta relación también es unidireccional. Los símbolos están construidos a partir de interacciones complejas y estratificadas entre índices, pero los índices no requieren símbolos.

Una palabra como chorongo, uno de los nombres en Ávila para los monos lanudos, es un símbolo por excelencia. Aunque puede cumplir una función indexical -señalar algo (o, más apropiadamente, a alguien)-, hace esto indirectamente en virtud de su relación con otras palabras. Es decir, la relación que este tipo de palabra tiene con un objeto es primeramente el resultado de la relación convencional que ha adquirido con otras palabras, y no solo una función de la correlación entre signo y objeto (como sucede con un índice). Así como podemos pensar en la referencia indexical como el producto de una configuración especial de relaciones icónicas, podemos pensar en la referencia simbólica como el producto de una configuración especial de relaciones indexicales. ¿Cuál es la relación de los índices con los símbolos? Imaginen aprender kichwa. Una palabra como chorongo es relativamente fácil de aprender. Uno puede aprender rápidamente que se refiere a lo que en español se llama mono lanudo. Como tal, en realidad no está funcionando simbólicamente. La relación de señalamiento entre esta "palabra" y el mono es principalmente indexical. Las órdenes que aprenden los perros son bastante similares. Un perro puede llegar a asociar una palabra (por ejemplo, "sentado") con una conducta. Como tal, "sentado" funciona indexicalmente. El perro puede entender "sentado" sin entenderlo simbólicamente. Pero hay un límite respecto a cuán lejos podemos llegar en el aprendizaje del lenguaje humano a partir de memorizar palabras y lo que señalan; simplemente hay demasiadas relaciones individuales signo-objeto para llevar la cuenta. Además, al aprender de memoria las correlaciones signo-objeto, se pierde de vista la lógica del lenguaje. Tomemos una palabra un poco más compleja como kawsan-guichu, de la que hablé anteriormente. Quienes no hablan kichwa pueden aprender rápidamente que es un saludo (pronunciado solamente en ciertos contextos sociales), pero hacerse una idea de qué y cómo significa requiere que entendamos cómo se relaciona con otras palabras e incluso con unidades de lenguaje más pequeñas.

Palabras como chorongo, sentado o kawsanguichu se refieren por supuesto a cosas en el mundo, pero en la referencia simbólica la relación indexical entre palabra y objeto queda subordinada a la relación indexical entre palabra y palabra en un sistema de tales palabras. Cuando aprendemos una lengua extranjera o cuando en la infancia adquirimos el lenguaje por primera vez, ocurre un cambio; dejamos de usar signos lingüísticos como índices y pasamos a apreciarlos en sus contextos simbólicos más amplios. Deacon (1997) describe un escenario experimental donde este cambio es particularmente visible. Él discute un experimento de laboratorio de larga duración en el que chimpancés, ya capaces de interpretar signos indexicalmente en su día a día, fueron entrenados para reemplazar esta estrategia interpretativa por una simbólica16.

Primero, los chimpancés del experimento tenían que interpretar ciertos vehículos sígnicos (en este caso las teclas de un teclado sobre las que había ciertas figuras dibujadas) como índices de ciertos objetos o actos (tales como alimentos o acciones particulares). Luego, esos vehículos sígnicos tenían que ser vistos como estando indexicalmente conectados entre sí de una manera sistemática. El paso final, y el más difícil e importante, implicaba un cambio interpretativo en el que los objetos ya no se seleccionaban directamente por medio de los signos indexicales individuales sino indirectamente, en virtud de las maneras en que los signos que los representaban se relacionaban entre sí y de las maneras en que estas relaciones entre signos luego mostraban cómo se podía pensar en los objetos mismos como relacionados entre sí. El mapeo entre estos dos niveles de asociaciones indexicales (las que conectan objetos con objetos y las que conectan signos con signos) es icónico (Deacon 1997, 79-92). Implica no detectar las asociaciones indexicales individuales por medio de las que los signos pueden seleccionar objetos, para percibir una semejanza más abarcadora entre las relaciones que conectan un sistema de signos y aquellas que conectan un conjunto de objetos.

Ahora estoy en una posición desde la que puedo explicar la sensación de separación que lo simbólico crea -y que yo viví como un pánico en el viaje en bus que describí antes-. Ahora puedo hacerlo con respecto a las formas más básicas de referencia con las que se vincula y con las que guarda una relación de continuidad.

Lo simbólico es un óptimo ejemplo de un tipo de dinámica que Deacon llama "emergente". Para Deacon, una dinámica emergente es una en la que particulares configuraciones de limitaciones sobre la posibilidad resultan en propiedades sin precedentes en un nivel superior. Crucialmente, sin embargo, algo que es emergente nunca está separado de aquello de lo que proviene y dentro de lo que está anidado porque todavía depende de estos niveles más básicos para obtener sus propiedades (Deacon 2006). Antes de considerar la referencia simbólica como emergente con respecto a otras modalidades semióticas es útil pensar sobre cómo la emergencia funciona en el mundo no humano.

Deacon reconoce una serie de umbrales emergentes anidados. Uno importante es la autoorganización. La autoorganización implica la generación, el mantenimiento y la propagación espontáneas de una forma bajo las circunstancias adecuadas. A pesar de que es relativamente efímera y rara, la autoorganización sin embargo existe en el mundo no viviente. Ejemplos de dinámicas emergentes de autoorganización incluyen los remolinos circulares que a veces se forman en los ríos amazónicos, o los entramados geométricos de los cristales o de los copos de nieve. Las dinámicas de autoorganización son más regulares y más restringidas que las dinámicas entrópicas físicas -como, por ejemplo, las que están implicadas en el flujo espontáneo del calor desde un lugar más cálido hacia otro más frío en una habitación- de las que emergen y de las que dependen. Las entidades que presentan autoorganización, tales como los cristales, copos de nieve o remolinos, no están vivas. Por lo tanto, tampoco implican un sí-mismo.

La vida, en contraste con esto, es un umbral emergente subsecuente, anidado dentro de la autoorganización. Las dinámicas vivientes, tal como son representadas hasta por los organismos más básicos, "recuerdan" selectivamente sus propias configuraciones específicas de autoorganización, y estas son retenidas diferencialmente en el mantenimiento de lo que ahora puede ser entendido como un sí-mismo; una forma que es reconstituida y propagada a lo largo de las generaciones de maneras que cada vez encajan mejor en el mundo a su alrededor. Las dinámicas vivientes, como lo exploro en más detalle en el siguiente capítulo, son constitutivamente semióticas. La semiosis de la vida es icónica e indexical. La referencia simbólica, aquella que hace únicos a los humanos, es una dinámica emergente que está anidada dentro de esta más amplia semiosis de la vida de la que brota y de la que depende.

Las dinámicas autoorganizacionales son diferentes de los procesos físicos de los que emergen, con los que guardan una relación de continuidad y dentro de los que están anidadas. Las dinámicas vivientes tienen una relación similar con las dinámicas autoorganizacionales de las que, a su vez, emergen, y lo mismo puede decirse de la relación que la semiosis simbólica tiene con los más amplios procesos icónicos e indexicales de la vida de los que emerge (Deacon 1997, 73; ver también Peirce 1931-1935, 2: 302; 1998c, 10). Las dinámicas emergentes, entonces, son direccionales en un sentido tanto lógico como ontológico. Es decir, un mundo caracterizado por la autoorganización no necesita incluir a la vida y un mundo viviente no necesita incluir a la semiosis simbólica. Pero un mundo viviente debe ser también un mundo autoorganizacional y un mundo simbólico debe estar anidado dentro de la semiosis de la vida.

Ahora puedo regresar a las propiedades emergentes de la representación simbólica. Esta forma de representación es emergente con respecto a la referencia icónica e indexical en el sentido de que, como sucede con otras dinámicas emergentes, la estructura sistémica de las relaciones entre símbolos no está prefigurada en los modos de referencia antecedentes (Deacon 1997, 99). Como otras dinámicas emergentes, los símbolos tienen propiedades únicas. El hecho de que los símbolos obtengan su poder referencial en virtud de las relaciones sistémicas que tienen entre sí quiere decir que, en oposición a los índices, pueden retener una estabilidad referencial, incluso frente a la ausencia de sus objetos de referencia. Esto es lo que confiere a los símbolos sus características únicas. Es lo que permite que la referencia simbólica no solo trate del aquí y ahora, sino también del "¿qué pasaría si...?". En el reino de lo simbólico, la separación respecto de la materialidad y de la energía puede ser tan grande y las conexiones causales tan complicadas que la referencia adquiere una verdadera libertad. Y esto es lo que ha llevado a tratarla como si fuera algo radicalmente separado del mundo (ver también Peirce 1931-1935, 6: 101).

Aun así, como otras dinámicas emergentes, tales como el vórtice de un remolino formado en la corriente de un río, la referencia simbólica está también fuertemente atada a las dinámicas más básicas de las que surge. Esto es cierto en la manera en que los símbolos se construyen y también en la manera en que son interpretados. Los símbolos son el resultado de una relación especial entre índices, los cuales a su vez son resultados de una relación especial que conecta íconos de una manera particular. Y la interpretación simbólica trabaja a través de emparejar conjuntos de relaciones indexicales que finalmente son interpretados por medio de reconocer la iconicidad entre ellos: todo pensamiento termina con un ícono. La referencia simbólica, entonces, es finalmente el producto de una serie de relaciones sistémicas y altamente complejas entre íconos. Aun así, tiene propiedades que son únicas en comparación con las modalidades icónicas e indexicales. La referencia simbólica no excluye estos otros tipos de relaciones entre signos. Los sistemas simbólicos como el lenguaje pueden, y usualmente lo hacen, incorporar signos relativamente icónicos, como en el caso de "palabras" como tsupu, y también son completamente dependientes de la iconicidad en una variedad de niveles, así como también de todo tipo de relaciones de señalamiento entre signos, y entre sistemas de signos y las cosas que estos representan. La referencia simbólica, finalmente, como toda semiosis, es también en últimas dependiente de los procesos materiales, energéticos y autoorganizacionales más fundamentales de los que emerge.

Pensar en la referencia simbólica como emergente puede ayudarnos a comprender cómo, a través de los símbolos, la referencia puede separarse cada vez más del mundo, pero sin jamás perder completamente el potencial de ser susceptible a sus patrones, hábitos, formas y eventos.

Entender la referencia simbólica, y por extensión el lenguaje humano y la cultura como emergentes, sigue el espíritu de la crítica de Peirce sobre los intentos dualísticos de separar la mente (humana) de la materia (no humana); un tipo de enfoque que él caracterizó con severidad como "la filosofía que realiza sus análisis con un hacha, dejando como elementos últimos pedazos de ser inconexos" (1958, 7: 570). Un enfoque emergentista puede aportar una explicación teórica y empírica sobre cómo lo simbólico existe en continuidad con la materia, al mismo tiempo que puede llegar a ser un novedoso locus causal de posibilidad. Esta continuidad nos permite reconocer cómo algo tan único y tan separado nunca está del todo aislado del resto del mundo. Esto resalta algo importante sobre cómo una antropología más allá de lo humano busca ubicar aquello que es distintivo de los humanos en el mundo más amplio del que emerge.

El pánico y su disipación revelan estas propiedades de la semiosis simbólica. Muestran tanto los peligros reales del pensamiento simbólico sin restricciones como también la manera en que este tipo de pensamiento se puede volver a anclar. Mirar pájaros volvió a anclar mis pensamientos, y por extensión mi ser emergente, al recrear el entorno semiótico en que la referencia simbólica misma está anidada. A través del artificio de mis binoculares, me alineé indexicalmente con un pájaro, gracias al hecho de que pude apreciar su imagen siendo enfocada nítidamente en el presente y justo allí frente a mí. Este evento me volvió a sumergir en algo que Meg, en su sofá, sola con sus pensamientos, no podía encontrar tan fácilmente: un entorno cognoscible (y compartible) y la certeza, por el momento, de algún tipo de existencia tangiblemente ubicada en un aquí y ahora que se extendía más allá de mí, pero del que yo también pude volverme parte.

El pánico nos brinda insinuaciones sobre cómo podría sentirse el dualismo radical y sobre por qué a los humanos el dualismo nos parece tan convincente. Al rastrear sus insostenibles efectos, el pánico también nos provee su propia crítica visceral del dualismo y del escepticismo que tan a menudo lo acompaña. La disolución del pánico también puede darnos una idea de la manera como una propensión particularmente humana por el dualismo se disuelve en algo más. Podría decirse que el dualismo, donde sea que se encuentre, es una manera de ver la novedad emergente como si estuviera separada de aquello de lo que emergió.

Reales emergentes

Al ponerme a observar pájaros a la orilla del río esa mañana en Tena, ciertamente salí de mi cabeza en el sentido coloquial, pero ¿en qué estaba entrando? Aunque los modos semióticos de relacionamiento más básicos que esa actividad implica me devolvieron muy literalmente a mis sentidos, y en el proceso me volvieron a anclar en un mundo más allá de mí mismo -más allá de mi mente, más allá de las convenciones, más allá de lo humano-, esta experiencia me ha llevado a preguntar: ¿qué tipo de mundo es este que yace afuera, más allá de lo simbólico? En otras palabras, esta experiencia, entendida en el contexto de la antropología más allá de lo humano que busco desarrollar aquí, me obliga a repensar lo que queremos decir con lo "real".

Generalmente entendemos lo real como aquello que existe. La palmera que se derrumbó en el bosque es real; las ramas arrancadas y las plantas aplastadas que quedaron en las secuelas de su caída son prueba de su impresionante facticidad. Pero una caracterización restringida de lo real como algo que pasó -allá afuera y altamente reglamentado- no puede explicar la espontaneidad o la tendencia al crecimiento de la vida. Ni tampoco puede explicar la semiosis que todo lo viviente comparte, una semiosis que emerge de y finalmente nos ancla a los humanos en el mundo de la vida. Aún más, una caracterización de este tipo reinscribiría dualísticamente toda posibilidad en ese pedazo separado de ser que delimitamos como la mente humana, sin ningún indicio de cómo esa mente -su semiosis y su creatividad- podría haber emergido de o estar relacionada de otra manera con cualquier otra cosa.

Peirce estaba bastante interesado en este problema de cómo imaginar un real más espacioso que sea más cercano a un entendimiento naturalista y no dualista del universo y, a lo largo de su carrera, se esforzó por ubicar su proyecto filosófico entero -incluida su semiótica- dentro de un tipo especial de realismo que pudiera abarcar la existencia actual dentro de un marco teórico más amplio que explicara su relación con la espontaneidad, el crecimiento y la vida de los signos en mundos humanos y no humanos. Aquí presento una breve exposición de su marco teórico, ya que provee una visión de lo real que puede abarcar las mentes vivientes y la materia no viviente, así como los muchos procesos a través de los que las primeras emergieron de la segunda.

De acuerdo con Peirce hay tres aspectos de lo real de los que podemos tomar consciencia (1931-1935, 1: 23-26). El elemento de lo real que es más fácil de comprender para nosotros es lo que Peirce denomina "segundidad" (secondness). La palmera derrumbándose es un segundo por excelencia. La segundidad se refiere a la otredad, al cambio, a eventos, resistencias y hechos. Los segundos son "brutales" (1931-1935, 1: 419). Nos "sacuden" (1931-1935, 1: 336) hasta sacarnos de nuestras maneras habituales de imaginar cómo son las cosas. Nos fuerzan a "pensar de una manera diferente de cómo veníamos pensando" (1931-1935, 1: 336).

El realismo de Peirce también abarca algo que él llamaba "primeridad". Los primeros son "meros puede-ser (may-bes), no necesariamente realizados". Estos implican el tipo especial de realidad de una espontaneidad, una cualidad o una posibilidad (1931-1935, 1: 304) en su "propiatalidad" (suchness) (1931-1935, 1: 424), independientemente de su relación con cualquier otra cosa. Un día en la selva, Hilario y yo nos encontramos con un puñado de maracuyás salvajes que un grupo de monos que se alimentaban en las alturas habían tumbado. Nos tomamos un descanso de nuestra caminata para picar las sobras de los monos. Mientras abría la fruta, capté, por un breve instante, un olorcito picante a canela. Cuando me llevé la fruta a la boca, este ya se había disipado. La experiencia del aroma fugaz, de por sí, sin preguntar de dónde viene, a qué se parece o con qué se conecta, se acerca a la primeridad.

La terceridad, finalmente, es el aspecto del realismo peirceano de mayor importancia para el argumento de este libro. Inspirado en los escolásticos medievales, Peirce insistía en que los "generales son reales". Es decir, los hábitos, las regularidades, los patrones, la relacionalidad, las posibilidades futuras y los propósitos -lo que él denominaba terceros- tienen una eficacia eventual, y pueden originarse y manifestarse en mundos por fuera de las mentes humanas (1931-1935, 1: 409). El mundo se caracteriza por "la tendencia de todas las cosas a adoptar hábitos" (1931-1935, 6: 101): la tendencia general en el universo hacia el aumento de la entropía es un hábito; la tendencia menos común hacia el aumento de la regularidad, presente en procesos autoorganizacionales como la formación de remolinos circulares en un río o las estructuras reticulares de los cristales, también es un hábito; y la vida, con su habilidad para predecir y aprovechar tales regularidades y, en el proceso, para crear una creciente variedad de nuevos tipos de regularidades, amplifica esta tendencia a adoptar hábitos. Esta tendencia es lo que hace al mundo potencialmente predecible y lo que hace a la vida, como proceso semiótico, un proceso que en últimas es inferencial17, posible. Pues es solo porque el mundo tiene un cierto semblante de regularidad que puede ser representado. Los signos son hábitos a propósito de hábitos. Los bosques tropicales, con sus muchas capas de formas de vida que han evolucionado en conjunto, amplifican al extremo esta tendencia hacia la adopción de hábitos. Todos los procesos que implican mediación exhiben la terceridad.

De acuerdo con eso, todos los procesos sígnicos presentan terceridad porque sirven como un tercer término que media entre "algo" y algún tipo de "alguien" de alguna manera. Sin embargo, es importante remarcar que, para Peirce, aunque todos los signos son terceros, no todos los terceros son signos18. La generalidad, la tendencia hacia los hábitos, no es una característica impuesta en el mundo por una mente semiótica. Está allí afuera. La terceridad en el mundo es la condición para la semiosis, no es algo que la semiosis "traiga" al mundo.

Para Peirce todo presenta, en cierto grado, primeridad, segundidad y terceridad (1931-1935, 1: 286, 6: 323). Diferentes tipos de procesos sígnicos amplifican ciertos aspectos de cada una de estas, en detrimento de las otras. Aunque todos los signos son intrínsecamente triádicos, en el sentido de que todos representan algo para un alguien, diferentes tipos de signos están más orientados hacia la primeridad, la segundidad o la terceridad.

Los íconos, como terceros, son primeros relativos en cuanto median por el hecho de que poseen las mismas cualidades que sus objetos sin importar su relación con cualquier otra cosa. Es por esto que las "palabras" imagísticas del kichwa como tsupu no pueden ser negadas o declinadas. De cierta manera, son solamente cualidades en su "propiatalidad". Los índices, como terceros, son segundos relativos porque median al ser afectados por sus objetos. La palmera derrumbándose sobresaltó a la mona. Los símbolos, como terceros, en cambio, son doblemente triádicos porque median al referenciar algo general; un hábito emergente. Significan en virtud de la relación que tienen con el sistema convencional y abstracto de símbolos -un sistema de hábitos- que llegará a interpretarlos. Esta es la razón por la que comprender kawsanguichu requiere una familiaridad con el kichwa como un todo. Lo simbólico es un hábito acerca de un hábito que, en un nivel sin precedentes en algún otro lugar de este planeta, engendra otros hábitos.

Nuestros pensamientos son como el mundo porque nosotros somos del mundo19. El pensamiento (de cualquier tipo) es un hábito altamente complicado que emergió de, y tiene una relación de continuidad con, la tendencia en el mundo hacia la incorporación de hábitos. De este modo, el especial tipo de realismo de Peirce puede permitirnos empezar a concebir una antropología que pueda ser sobre el mundo en maneras que reconozcan, pero que también vayan más allá de los límites de los modos de conocer específicos de los humanos. Repensar la semiosis es el lugar desde el que podemos empezar esta labor.

Es a través de esta visión expandida de lo real que podemos considerar de qué era que yo estaba saliendo cuando ese pájaro quedó enfocado a través del cristal de mis binoculares y a qué fue que ingresé en ese proceso. Como lo resaltan astutamente Capps y Ochs, lo que resulta tan perturbador del pánico es la sensación de estar fuera de sincronía con los demás. Nos quedamos solos con pensamientos que se separan cada vez más del más amplio campo de hábitos que les dieron origen. En otras palabras, siempre está latente el peligro de que la inigualable habilidad del pensamiento simbólico de crear hábitos nos arranque de los hábitos en los que estamos insertos.

Pero la mente viviente no está desarraigada de esta manera. Los pensamientos que crecen y están vivos tratan siempre sobre algo en el mundo, aun si ese algo es un potencial efecto futuro. Parte de la generalidad del pensamiento -su terceridad- consiste en que este no está ubicado solamente en un solo sí-mismo estable. Más bien, es constitutivo de un sí-mismo emergente distribuido en múltiples cuerpos:

el hombre no está completo en la medida en que es un individuo [...] esencialmente él es un miembro posible de la sociedad. Especialmente, la experiencia de un hombre no es nada si se da aisladamente. Si ve lo que otros no pueden ver, lo llamamos alucinación. Aquello en lo que hay que pensar no es en "mi" experiencia, sino en "nuestra" experiencia; y este "nosotros" tiene posibilidades indefinidas. (Peirce 1931-1935, 5: 402; 1988b)

Este "nosotros" es un general.

Y el pánico perturba este general. Con el pánico hay un colapso de la relación triádica que conecta mi mente creadora de hábitos con otras mentes creadoras de hábitos en relación con nuestra habilidad de compartir la experiencia de los hábitos del mundo que descubrimos. El repliegue solipsista de una mente cada vez más introvertida en sí misma resulta en algo aterrador: la implosión del sí-mismo. En el pánico el sí-mismo se convierte en un "primero" monádico cercenado del resto del mundo: un "miembro posible de la sociedad" cuya única capacidad es dudar de la existencia de lo que Haraway (2017) llama sus más "carnales" conexiones con el mundo. El resultado, en suma, es un cogito cartesiano escéptico: un inalterable "yo (solo) pienso (simbólicamente) luego (dudo que) existo", en vez de un creciente, esperanzado y emergente "nosotros" con todas sus "posibilidades indefinidas"20.

Este alineamiento triádico que resulta en un "nosotros" emergente se logra indexical e icónicamente. Consideren el continuo comentario que hizo Lucio, luego de dispararle a la mona lanuda que había sido espantada de su escondite en lo alto del árbol por la palmera que Hilario derribó:

  • justo ahí ahí

  • ¿Qué va a pasar?

  • ahí, está enroscada en una bola

  • toda lastimada21

Hilario, cuya vista no es tan buena como la de Lucio, no pudo ver inmediatamente a la mona arriba en el árbol. Susurrando le preguntó a su hijo: "¿dónde?". Y cuando la mona de repente empezó a moverse, Lucio respondió rápidamente: "¡Mira! ¡Mira! ¡Mira! ¡Mira!".

El imperativo "¡mira!" ("¡rikwi!" en kichwa) funciona aquí como un índice para orientar la mirada de Hilario a lo largo del recorrido de los movimientos de la mona por toda la longitud de la rama. Como tal, alinea a Hilario y a Lucio con respecto a la mona en el árbol. Además, la repetición rítmica que Lucio hace del imperativo captura icónicamente el ritmo del movimiento de la mona a lo largo de la rama. A través de esta imagen que Hilario también puede llegar a compartir, Lucio puede "comunicar directamente" su experiencia de avistar a la mona herida moviéndose a través del dosel forestal, independientemente de si su padre realmente lograba verla.

Es precisamente este tipo de alineamiento icónico e indexical el que me trajo de vuelta al mundo en el momento en que esa tangara se hizo nítida en mis binoculares. Esa definida imagen del pájaro sentado justo ahí en esos arbustos me ancló de nuevo en un real compartible. Esto es así a pesar de que los íconos y los índices no nos proveen una aprehensión inmediata del mundo. Todos los signos implican mediación y todas nuestras experiencias son mediadas semióti-camente. No hay ninguna experiencia corporal, interior o de otro tipo, ni algún pensamiento que no sea mediado (ver Peirce 1958, 8: 332). Además, no hay nada intrínsecamente objetivo con respecto a esta tangara real que se alimenta de una planta ribereña real. Pues este animal y su paraje cubierto de arbustos -como yo- son seres semióticos de principio a fin. Son los resultados de la representación. Son resultados de un proceso evolutivo de creciente alineamiento con aquellas redes proliferantes de hábitos que constituyen la vida tropical. Esos hábitos son reales, sin importar si yo puedo apreciarlos o no. Al adquirir la sensación de algunos de estos hábitos, como yo lo hice con esa tangara en la orilla del río esa mañana, puedo potencialmente alinearme con un "nosotros" más amplio, gracias a la manera en que otros pueden compartir esta experiencia conmigo.

Como nuestros pensamientos y mentes, los pájaros y las plantas son reales emergentes. Las formas de vida, al representar y amplificar los hábitos del mundo, crean nuevos hábitos, y sus interacciones con otros organismos crean todavía más hábitos. La vida, entonces, hace proliferar los hábitos. Los bosques tropicales, con su alta biomasa, su incomparable diversidad de especies y sus intrincadas interacciones coevolutivas, presentan esta tendencia hacia la incorporación de hábitos hasta un grado inusual. Para la gente como los Ávila runa, que se relacionan íntimamente con el bosque a través de la caza y de otras actividades de subsistencia, ser capaces de predecir estos hábitos es de la mayor importancia.

Mucho de lo que me atrae a la Amazonía es la manera en que un tipo de tercero (los hábitos del mundo) es representado por otro tipo de tercero (los sí-mismos semióticos humanos y no humanos que viven en y constituyen este mundo), de tal modo que más tipos de terceros pueden "florecer" (ver Haraway 2008). La vida hace proliferar los hábitos. La vida tropical amplifica esto al extremo, y los Ávila runa y todos los otros que están inmersos en este mundo biológico pueden amplificarlo aún más.

Crecimiento

Estar vivos -estar en el flujo de la vida- implica alinearnos con una siempre creciente variedad de hábitos emergentes. Pero estar vivo es más que tener hábitos. El vivaz florecimiento de esa dinámica semiótica, cuya fuente y resultado es lo que yo llamo sí-mismo, es también un producto de la disrupción y de la conmoción. En oposición a la materia inanimada, que Peirce caracterizó como una "mente cuyos hábitos se consolidaron a tal punto de perder el poder de formarlos y de perderlos", la mente (o el sí-mismo) "ha adquirido a un grado considerable un hábito de adoptar y abandonar hábitos" (1931-1935, 6: 101).

Este hábito de descartar selectivamente ciertos otros hábitos resulta en la emergencia de hábitos de orden superior. En otras palabras, el crecimiento requiere aprender algo acerca de los hábitos a nuestro alrededor, pero esto a menudo implica una disrupción de nuestras habituadas expectativas sobre cómo es el mundo. Cuando el puerco al que Maxi disparó se zambulló -tsupu- en el río, como se sabe que hacen los puercos heridos, Maxi asumió que había asegurado su presa. Se equivocaba:

tontamente, "se va a morir", estoy pensando

cuando

de repente salió corriendo22

El sentimiento de asombro de Maxi, ocasionado por un saíno supuestamente muerto que de repente salta y sale corriendo, revela algo acerca de lo que Haraway (1999, 184) llama "una comprensión del independiente sentido del humor del mundo". Y es en este tipo de momentos de "asombro" donde los hábitos del mundo se manifiestan. Es decir, nosotros no notamos usualmente los hábitos que habitamos23. Es solo cuando los hábitos del mundo chocan con nuestras expectativas que el mundo en su otredad, y su realidad existente como algo diferente de lo que somos actualmente, es revelado. El desafío que sigue a esta disrupción es el crecimiento. El desafío es crear un nuevo hábito que abarque este hábito extranjero y, en el proceso, rehacernos a nosotros mismos, aunque sea momentáneamente, de nuevo y en unidad con el mundo que nos rodea.

Vivir en y desde el bosque tropical requiere tener una habilidad para comprender los diferentes niveles de sus hábitos. Esto se logra a veces al reconocer aquellos elementos que parecen alterarlos. En otra caminata en la selva con Hilario y su hijo Lucio nos encontramos con una pequeña ave de rapiña, conocida en español como caracolero selvático24, apostada en las ramas de un árbol pequeño. Lucio le disparó, pero erró. Asustado, el pájaro salió volando de una manera extraña. En vez de volar rápidamente a través del sotobosque, como se espera que haga un ave rapaz, se alejó pesadamente y muy despacio. Mientras señalaba la dirección en la que iba, Lucio comentó:

  • solo se fue despacio

  • tka tka tka tka

  • ahí25

Tka tka tka tka. A lo largo del día Lucio repitió esta imagen sónica de alas batiendo despacio, con inseguridad y un poco torpemente26. El vuelo engorroso del caracolero selvático captó la atención de Lucio. Alteró la expectativa de que las aves rapaces deben exhibir un vuelo rápido y poderoso. De manera similar, los ornitólogos Hilty y Brown (2001, 109) describen al caracolero selvático como un pájaro de "alas anchas" y desgarbadas que es "más bien sedentario y perezoso". Comparado con otras aves rapaces que presentan un vuelo más veloz, este pájaro es anómalo. Altera nuestros supuestos sobre las aves rapaces y es por esto que sus hábitos son interesantes.

Otro ejemplo: una mañana después de cazar, recién volvimos a casa, Hilario sacó de su bolsa de red un cactus epífito (Discocactus amazonicus) punteado con flores violetas. Lo llamó viñarina panga o viñari panga porque, como explicó, "pangamanda viñarin": "crece desde sus hojas". No tiene ningún uso en particular, aunque, al igual que otras suculentas epífitas como las orquídeas, él pensó que el tallo macerado podría ser un buen emplasto para aplicar sobre cortaduras. Pero, debido a que las hojas de esta planta parecen crecer desde otras hojas, a Hilario esta planta le pareció extraña. El nombre "viñari panga" advierte un hábito botánico que se extiende hacia las profundidades del pasado evolutivo. Las hojas no crecen a partir de otras hojas. Solo pueden crecer a partir del tejido meristemático localizado en brotes de ramas, ramitas y tallos. El grupo ancestral dentro de los cactus del que deriva D. amazonicus originalmente perdió sus hojas laminares fotosintéticas y desarrolló redondeados tallos suculentos fotosin-téticos. Esas aplanadas estructuras verdes que crecen las unas de las otras en el D. amazonicus por lo tanto no son hojas verdaderas. Son en realidad tallos que funcionan como hojas y por esta razón pueden crecer las unas de las otras. Estos tallos similares a las hojas parecen poner en duda el hábito según el cual las hojas brotan de los tallos. Esto es lo que los hace interesantes.

Los todos preceden a las partes

En la semiosis, como en la biología, los todos preceden a las partes; la similitud precede a la diferencia (ver Bateson 2002, 184). Tanto los pensamientos como las vidas comienzan como un todo, aunque se trate de un todo que puede ser extremadamente vago y subespecificado. Un embrión unicelular, por más simple e indiferenciado que sea, es un todo, tanto como el organismo multicelular en el que va a desarrollarse. Un ícono, por rudimentaria que sea su semejanza, mientras sea tomada como una semejanza, captura imperfectamente el objeto de su similitud como un todo. Es solamente en el reino de la máquina donde la parte diferenciada viene primero y el todo ensamblado viene en segundo lugar27. La semiosis y la vida, en cambio, empiezan como un todo.

Una imagen, entonces, es un todo semiótico, pero como tal puede ser una aproximación muy grosera a los hábitos que representa. Una tarde mientras tomábamos chicha en la casa de Ascencio escuchamos a Sandra, su hija, gritar desde su jardín: "¡Una serpiente! ¡Vengan a matarla!"28. El hijo de Ascencio, Oswaldo, salió corriendo, y yo lo seguí de cerca. Aunque el animal en cuestión resultó ser una serpiente látigo inofensiva29, Oswaldo la mató de todas formas con un golpe del lado ancho de su machete, y luego cortó y enterró su cabeza30. Mientras volvíamos a la casa, Oswaldo señaló un pequeño tocón con el que yo me venía de tropezar y observó que me había visto tropezar con ese mismo tocón el día anterior en nuestro regreso por ese mismo camino, luego de un largo día de cazar con su padre y su cuñado en las empinadas y boscosas laderas al oeste de Ávila.

En esas caminatas de regreso a casa con Oswaldo mis hábitos ambulatorios solo habían coincidido imperfectamente con los hábitos del mundo. Debido a la fatiga o a una leve ebriedad (la primera vez que me tropecé con ese tocón veníamos de caminar más de diez horas sobre un terreno muy empinado y estaba exhausto; la segunda vez recién me había terminado varios cuencos de chicha), simplemente no logré interpretar algunas de las características del relieve del camino. Actué como si no hubiera obstáculos. Pude salirme con la mía porque mi marcha regular era un hábito interpretativo -una imagen del camino- que era suficientemente buena para el desafío que tenía frente a mí. Dadas las condiciones que enfrentábamos, no importaba realmente si mi manera de caminar no encajaba perfectamente con las características del camino. Si, en cambio, hubiéramos estado corriendo, o si hubiera estado cargando algo pesado, o si hubiera estado lloviendo mucho, o si hubiera estado un poco más borracho, ese desfase bien podría haberse amplificado y, en vez de un ligero traspié, podría haber tropezado y caído.

Mi representación mareada o fatigada del camino del bosque era tan rudimentaria que no logré notar las diferencias. Hasta que Oswaldo me lo indicó, nunca había notado el tocón ni que había tropezado con él ¡dos veces! Tropezar-me se había convertido en mi propio hábito consolidado. En virtud de la regularidad que mi imperfecto hábito para caminar había asumido -tan regular que podía patear repetidamente el mismo tocón en días sucesivos- este se hizo evidente para Oswaldo como un hábito anómalo. Aun así, sin importar cuán imperfecta fuese su coincidencia con el camino, mi manera de caminar era suficientemente buena. Me permitía llegar a casa.

Pero algo se estaba perdiendo en esa automatización habituada "suficientemente buena". Tal vez ese día, caminando de regreso a la casa de Ascencio, me había convertido, por un momento, en algo más parecido a la materia -una "mente cuyos hábitos se consolidaron"-, y menos a un ser aprendiz y anhelante, viviente y creciente.

Eventos inesperados, como la repentina aparición de un tocón en nuestro camino, cuando logramos detectarlo, o el súbito resucitar del saíno de Maxi, pueden alterar nuestros presupuestos sobre cómo es el mundo. Y es esta misma alteración, la ruptura de viejos hábitos y la reconstrucción de otros nuevos, lo que constituye nuestro sentimiento de estar vivos y en el mundo. El mundo se nos revela no por el hecho de que llegamos a tener hábitos, sino en los momentos en que, obligados a abandonar nuestros viejos hábitos, llegamos a adquirir hábitos nuevos. Es aquí donde podemos vislumbrar -sin importar cuán mediadamente- el emergente real al que también contribuimos.

El todo abierto

Reconocer cómo la semiosis es algo más amplio que lo simbólico puede permitirnos ver las maneras en que llegamos a habitar un mundo siempre-emergente más allá de lo humano. Una antropología más allá de lo humano busca llegar más allá de los confines de ese hábito particular -el simbólico- que nos hace los seres excepcionales que creemos que somos. El objetivo no es minimizar los efectos únicos que este hábito tiene, sino mostrar algunas de las diferentes maneras en que el todo que es lo simbólico está abierto a aquellos muchos otros hábitos que pueden y realmente proliferan en el mundo que se extiende más allá de nosotros. El objetivo, en síntesis, es que recuperemos la sensación de ser un todo que está abierto.

Este mundo más allá de lo humano, al que estamos abiertos, es más que algo "allá afuera" porque lo real es más que aquello que existe. De acuerdo con esto, una antropología más allá de lo humano busca dislocar levemente nuestro enfoque temporal para ver más allá del aquí y ahora de la actualidad. Debe, por supuesto, devolverse para observar constricciones, contingencias, contextos y condiciones de posibilidad. Pero las vidas de los signos y de los seres que llegan a interpretarlos no están ubicadas solo en el presente o en el pasado. Forman parte de un modo de ser que se extiende también hacia el futuro posible. En concordancia con esto, esta antropología más allá de lo humano busca prestarle atención a la realidad prospectiva de estos tipos de generales, como así también a sus eventuales efectos en un presente futuro.

Si nuestro sujeto de estudio, lo humano, es un todo abierto, nuestro método también debería serlo. Las particulares propiedades semióticas que hacen que los humanos estén abiertos al mundo más allá de lo humano son las mismas que pueden permitir a la antropología explorar esto con precisión etnográfica y analítica. El reino de lo simbólico es un todo abierto porque se sustenta, y finalmente se despliega, en un tipo más amplio y diferente de todo. Ese todo más amplio es una imagen. Como me dijo una vez Marilyn Strathern, parafraseando a Roy Wagner, "no es posible tener solo la mitad de una imagen". Lo simbólico es una manera particular específicamente humana de llegar a sentir una imagen.

Todo pensamiento comienza y termina con una imagen. Todos los pensamientos son un todo, sin importar cuán largos sean los caminos que los traigan31.

Esta antropología, como la semiosis y la vida, no se origina a partir de la diferencia, la otredad o la inconmensurabilidad. Tampoco comienza con una semejanza intrínseca. Empieza con la semejanza del pensamiento-en-reposo - la semejanza de no notar aún esas diferencias eventuales que podrían llegar a alterarla-. Semejanzas tales como tsupu son tipos especiales de todos abiertos. Un ícono es, por un lado, monádico, cerrado en sí mismo, independientemente de todo lo demás. Es como su objeto así ese objeto exista o no. Yo siento tsupu sin importar que lo sientan ustedes. Aun así, mientras que esté representando algo más, es también una apertura. Un ícono tiene la "capacidad de revelar una verdad inesperada": "mediante la observación directa de este, otras verdades concernientes a su objeto pueden ser descubiertas" (Peirce 1931-1935, 2: 279). El ejemplo de Peirce es una fórmula algebraica: debido a que los términos a la izquierda del signo de igual son icónicos de aquellos a la derecha, podemos aprender algo más acerca de los últimos al considerar a los primeros. Aquello que está a la izquierda es un todo. Captura lo que está a su derecha en su totalidad. Aun así, en el proceso también es capaz de sugerir, "de una manera muy precisa, nuevos aspectos de supuestos estados de las cosas" (1931-1935, 2: 281). Esto es posible gracias a la manera general en que representa esta totalidad. Los signos "están por" objetos "no en todos los aspectos sino en referencia a una especie de idea" (1931-1935, 2: 228). Esta idea, sin importar cuán vaga, es un todo.

Prestar atención al poder revelador de las imágenes sugiere una manera de practicar la antropología que puede relacionar particularidades etnográficas con algo más amplio. El énfasis excesivo en la iconicidad en el kichwa amazónico amplifica y visibiliza ciertas propiedades generales del lenguaje y de la relación que tiene el lenguaje con aquello que yace más allá de él, así como el pánico exagera y por lo tanto vuelve visibles otras propiedades. Estas amplificaciones o exageraciones pueden funcionar como imágenes que pueden revelar algo general acerca de sus objetos. Tales generales son reales pese al hecho de que no tienen la concreción de lo específico o la firme normatividad de esos universales putativos que la antropología con razón rechaza. Es hacia tales generales reales que una antropología más allá de lo humano puede moverse. Hace esto, sin embargo, de una manera particularmente mundana. Se asienta en las luchas y los tropiezos mundanos que emergen en el momento etnográfico, en atención a cómo esas cotidianidades contingentes muestran algo sobre problemas generales.

Mi esperanza es que esta antropología pueda abrirse a algunos de los nuevos e inesperados hábitos que están apenas empezando a surgir y que podrían alcanzarla. Al abrirse a la novedad, a las imágenes y a las sensaciones, busca la frescura de la primeridad en su sujeto de estudio y en su método. Les pido que sientan tsupu por ustedes mismos y esto es algo que no puedo imponerles. Pero esta es también una antropología de la segundidad, ya que espera registrar cómo es sorprendida por los efectos de tales espontaneidades cuando llegan a hacer una diferencia en un mundo enrevesado, uno que es el producto emergente de todas las maneras en que sus diversos habitantes se relacionan y tratan de entenderse entre sí. Finalmente, esta es una antropología de lo general, pues busca reconocer aquellas oportunidades en las que un nosotros que excede los límites de los cuerpos individuales, de las especies, y hasta de la existencia concreta, puede llegar a extenderse más allá del presente. Este nosotros -y los mundos esperanzados que nos convoca a imaginar y a hacer realidad- es un todo abierto.

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*Este manuscrito presenta el capítulo 1 del libro Cómo piensan los bosques de Eduardo Kohn, publicado por Abya Yala en 2021 (Quito, 347 págs.), y traducido por Mónica Cuéllar Gempeler. La Revista Colombiana de Antropología agradece al autor y a la casa editorial su generosidad al permitir la reimpresión de este capítulo. [N. del E.]

1 Aquí sigo principalmente las convenciones lingüísticas propuestas por la lingüista antropológica Janis Nuckolls (1996) para analizar el kichwa. "Vivir" es una glosa en español para el lexema kawsa-; "2" indica que está conjugada en la segunda persona del singular; "INTER" indica que -chu es un interrogativo o un sufijo que funciona como signo de interrogación (ver Cole 1985, 14-16).

2Al estructurar mi argumento a partir de pedirles a ustedes, los lectores de este libro, que sientan tsupu, les pido que pongan entre paréntesis, por un momento, su escepticismo. Pero el argumento funciona aun si ustedes no "sienten tsupu". Como voy a discutir más adelante, tsupu presenta propiedades formales que comparte con imágenes sonoras similares en todos los lenguajes y que sostienen el planteamiento que nos ocupa aquí (ver también Kilian-Hatz 2001; Nuckolls 1999; Sapir 1951).

3Adopto la expresión "volverse del mundo" (becoming worldly) de Donna Haraway (ver Haraway 2008, 3, 35, 41) para evocar la posibilidad de habitar mundos emergentes sin precedentes y más esperanzados a través de la práctica de prestar atención a aquellos seres —humanos y no humanos— que, de tantas maneras distintas, están más allá de nosotros. El lenguaje humano es tanto un impedimento como un vehículo para la realización de este proyecto. Este capítulo intenta explorar cómo se da esto.

4Esta expresión viene del clásico planteamiento antropológico de Marshall Sahlins (1990, 24) sobre la relación que la cultura y el significado simbólico mantienen con la biología: "En el hecho simbólico se introduce una discontinuidad radical entre cultura y naturaleza". Esto hace eco a la insistencia de Saussure (1945, 137) sobre el vínculo "radicalmente arbitrario" que hay entre "sonido" (cf. naturaleza) e "idea" (cf. cultura).

5Este árbol que emerge del dosel forestal cargado de grandes frutas que se parecen a las vainas es conocido en Ávila como puka pakay (en latín, Inga alba, Fabaceae-Mimosoideae).

6Ver en Kohn (2002, 148-149) el texto en kichwa.

7Para los propósitos de este libro estoy colapsando una división más compleja del proceso semiótico que, de acuerdo a la semiótica peirceana, tiene tres aspectos: 1) un signo puede ser comprendido en términos de las características que posee de por sí (ya sea una cualidad, un existente actual o una ley); 2) puede ser comprendido en términos del tipo de relación que tiene con el objeto que representa; y 3) puede ser comprendido en términos de cómo su "interpretante" (un signo subsiguiente) lo representa y representa su relación con su objeto. Al usar el término "vehículo sígnico", me estoy enfocando en la primera de estas tres divisiones. En general, sin embargo, como explicaré en el texto, solo trato los signos como íconos, índices o símbolos. En el proceso estoy colapsando conscientemente la división triádica aquí descrita. Que un signo sea un ícono, índice o símbolo técnicamente solo hace referencia a la segunda de las tres divisiones del proceso sígnico (ver Peirce 1931-1935, 2: 243-252).

8Ver la discusión de Peirce sobre cómo la supresión de ciertas características atrae la atención hacia otras en lo que él denomina "íconos diagramáticos" (1998a, 13).

9Por supuesto que el ícono pu oh también puede funcionar como un índice (a ser definido más adelante en el texto) en otro nivel de interpretación. Así como el evento al que se parece también puede asustar a alguien que lo escuche.

10Sobre esto, nótese cómo en el pragmatismo de Peirce la "intención" (means) y el "significado" (meaning) están relacionados (1931-1935, 1: 343).

11Obsérvese que al reconocer cómo todos los signos, lingüísticos y de otro tipo, siempre "hacen cosas", ya no tenemos que apelar a una teoría performativa para compensar las deficiencias de una concepción del lenguaje como referencia carente de acción (ver Austin 1982).

12Ver mi discusión en la introducción sobre cómo incluso los enfoques antropológicos que reconocen signos distintos de los símbolos todavía ven a estos otros signos como exclusivamente humanos e interpretativamente enmarcados por contextos simbólicos.

13 En latín, Solanum quitoense.

14 Este ejemplo es una adaptación de la discusión de Deacon (1997, 75-76) sobre el iconismo y la evolución de la coloración críptica de las polillas.

15 El argumento que desarrollo aquí sobre la relación lógica de la indexicalidad con la iconicidad sigue y es una adaptación del planteamiento de Deacon (1997, 77-78).

16 Deacon está describiendo y reinterpretando semióticamente la investigación de Sue Savage-Rumbaugh (ver Savage-Rumbaugh 1986).

17Por "inferencial" me refiero a que los linajes de organismos constituyen intentos de "adivinar" el entorno. A través de una dinámica evolutiva selectiva, los organismos llegan a "encajar" cada vez más en su entorno (ver capítulo 2 del libro).

18Esto tiende a colapsarse en aproximaciones antropológicas al trabajo de Peirce. Es decir, la terceridad tiende a ser concebida solo como un atributo simbólico humano (ver, por ejemplo, Keane 2003, 414-415, 420) y no como una propiedad que es inherente a toda semiosis y, de hecho, a toda regularidad en el mundo.

19"[Las categorías de primeridad, segundidad y terceridad] sugieren una manera de pensar; y la posibilidad de la ciencia depende del hecho de que el pensamiento humano necesariamente participa de cualquier carácter que esté diseminado por todo el universo, y de que sus modos naturales tienen cierta tendencia a ser los modos de acción del universo" (Peirce 1931-1935, 1: 351).

20Aun así, también debemos reconocer las ideas de Descartes acerca de la "primeridad" del sentimiento y del sí-mismo. "Pienso, luego existo" pierde su sentido (y sentimiento) cuando se aplica al plural o a la segunda o tercera persona, así como solo cada uno de nosotros —como un yo— puede sentir tsupu.

21Ver en Kohn (2002, 150-151) el texto en kichwa.

22Ver en Kohn (2002, 45-46) el texto en kichwa.

23Aquí, en el original, la palabra en inglés para "habitar" (inhabit) se escribe con un guion que señala la presencia de la palabra en inglés para "hábito" en ella (habit), así: in-habit. Lo que se sugiere con esto es que "habitar" el mundo es "entrar en sus hábitos". [N. de la T.]

24En kichwa, pishku anga. También conocido en español con el nombre de elanio piquiganchudo.

25Ver en Kohn (2002, 76) el texto en kichwa.

26Como tal, está relacionada con la palabra tiku, usada en Ávila para describir una deambulación torpe (ver Kohn 2002, 76).

27Ver Bergson (1911, 97). Una lógica mecanística como esta solamente es posible porque ya hay un sí-mismo (entero) por fuera de la máquina que la diseña o construye.

28"Wañuchi shami machákwi".

29En kichwa, wayra machakwi; en latín, Chironius sp.

30Ver la discusión de Whitten (1985) sobre esta práctica de separar la cabeza del cuerpo de la serpiente y sobre su potencial simbolismo.

31El libro Sound and sentiment (1990) de Steven Feld es una manifestación de esto; el libro entero es una meditación sobre las estructuras simbólicas a través de las que los kaluli (y, eventualmente, el antropólogo que escribe sobre ellos) llegan a sentir una imagen.

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