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Revista Colombiana de Antropología

versión impresa ISSN 0486-6525versión On-line ISSN 2539-472X

Rev. colomb. antropol. vol.58 no.2 Bogotá jul./dic. 2022  Epub 01-Mayo-2022

https://doi.org/10.22380/2539472x.2370 

Artículos

Infraestructuras: poder, espacio, etnografía

Infrastructures: power, space, ethnography

Alejandro Camargo1 

Simón Uribe2 

1 Universidad del Norte, Colombia fcamargoa@uninorte.edu.co https://orcid.org/0000-0002-5812-8416

2 Universidad del Rosario, Colombia simon.uribem@urosario.edu.co https://orcid.org/0000-0002-1865-3574


I

La vida cotidiana transcurre en medio de infraestructuras que se expanden, se contraen, se deterioran, se renuevan, aparecen y desaparecen. Pensemos en la interconexión vial Yatí-Bodega en las llanuras del Caribe colombiano. Este megaproyecto consiste en una infraestructura vial de 12 kilómetros que incluye 2 puentes: Santa Lucía, de 1 kilómetro de longitud, y Roncador, de 2,3 kilómetros. Este último es el puente más largo del país. El objetivo de esta obra fue permitir la comunicación terrestre en la Depresión Momposina, una zona inundable donde el movimiento abrupto y constante de las aguas de ríos y ciénagas pone serios desafíos al transporte terrestre. Por esta razón la obra fue pensada como una estrategia de adaptación al cambio climático. Igualmente, la infraestructura conecta las dos vías más importantes a nivel nacional, disminuye los tiempos de espera para atravesar el río Magdalena y acorta el tiempo en la comunicación con el interior del país. Al inaugurarse en marzo de 2020 en medio de la pandemia de COVID-19 (y de manera controversial después de casi un año de haberse finalizado su construcción), la obra también fue presentada como una forma de garantizar el transporte de alimentos, medicinas, enfermos, ambulancias, personal médico, y demás personas y cosas necesarias para sobrellevar el aislamiento de los habitantes de la región (Invías 2020). Estas nuevas formas de conectividad llevan consigo la promesa del desarrollo económico, la generación de empleo, el turismo, el transporte eficiente y el bienestar para al menos 500 000 habitantes (Fondo de Adaptación s. f.) en una zona históricamente caracterizada por la pobreza y la desigualdad.

A pesar de las expectativas, la promesa de un futuro mejor ha encontrado obstáculos. Algunos habitantes de la zona difundieron en redes sociales fotografías que mostraban fisuras en la infraestructura, lo cual alimentó una serie de cuestionamientos locales sobre su estabilidad e impacto (“¿Por qué no empieza a funcionar el puente Yatí-Bodega?” 2020). Antes de que existieran los puentes, pescadores, mototaxistas, operadores de ferry, vendedores informales, entre otros, prestaban servicios relacionados con el transporte fluvial. La nueva obra los desplazó y por lo tanto muchas de estas personas exigieron al estado1 una compensación por los daños causados (Álvarez 2020). Por otro lado, si bien esta infraestructura buscaba la conectividad y el flujo de personas y objetos, quienes la concibieron no consideraron su relación con la navegación por el río Magdalena. Todas las semanas cruzan 10 convoyes cargados de petróleo por esta parte del río, pero el puente dificulta la navegación porque la distancia entre las columnas que lo soportan es de 160 metros y los convoyes necesitan 190 metros para poder transitar (Correa 2020). Además, mientras en una orilla del río Magdalena, debajo del puente Roncador (figura 1), se ha formado progresivamente una barra de sedimentos, en la orilla opuesta la erosión poco a poco ha transformado el cauce. El río se está moviendo, como lo hacen los ríos generalmente. Pero al parecer este fenómeno tan común no fue tenido en cuenta dentro del conjunto de cosas y seres que se movilizarían en torno a la infraestructura vial. Aun así, un ingeniero que participó en la construcción de la obra manifestó sobre la sedimentación que “la culpa no es del puente”, sino del río (Correa 2020), aunque este fenómeno pueda afectar la estabilidad de la infraestructura en algún momento.

Fuente: cortesía de Jorge Escobar.

Figura 1 Puente Roncador. Abril de 2019 

En las últimas dos décadas el interés por las infraestructuras en las ciencias sociales en general, y en la antropología en particular, ha crecido de forma significativa y el caso de la interconexión vial Yatí-Bodega nos permite entender por qué. Esta obra no es solamente un trabajo de ingeniería basado en unos cálculos matemáticos y físicos, y en la disposición de materiales y objetos. Esta obra encarna un proyecto estatal insertado en unas lógicas y tiempos burocráticos locales, así como en discursos globales sobre la modernización, el progreso y el cambio climático. La interconexión vial implica una transformación del paisaje y de las relaciones sociales que ocurren allí, al punto de producir ganadores (quienes se benefician de la reducción de las distancias y el tiempo) y perdedores (los desplazados por la obra). De esta manera, la interconexión vial Yatí-Bodega nos recuerda una de las tesis centrales y clásicas de los estudios sociales sobre las infraestructuras: “las máquinas, las estructuras y los sistemas modernos de cultura material [...] encarnan formas específicas de poder y autoridad” (Winner 1980, 121)2.

Un segundo aspecto de la interconexión vial Yatí-Bodega que nos ayuda a entender la relevancia de las infraestructuras para las ciencias sociales contemporáneas tiene que ver con su temporalidad. En esta obra convergen los tiempos burocráticos que hay detrás de su aprobación y puesta en funcionamiento, los tiempos geológicos que subyacen a la acumulación constante de sedimentos fluviales y la erosión progresiva del cauce, y los tiempos futuros de las expectativas y promesas de “modernidad, desarrollo, progreso y libertad” que traen consigo esta y muchas otras infraestructuras (Appel, Anand y Gupta 2018, 3). La obra misma emerge en un momento histórico particular caracterizado por un “boom” de las infraestructuras. El rezago histórico de conectividad e integración interna y hacia los mercados internacionales ha sustentado en Colombia un auge de megaobras viales, proyectos de conexión multimodal, y planes de recuperación de líneas férreas y de navegación fluvial del río Magdalena.

Una temporalidad que atraviesa esas otras formas del tiempo social, ecológico y político de las infraestructuras tiene que ver con la velocidad. Paul Virilio (1986) plantea que en las sociedades contemporáneas la velocidad aparece como una lógica dominante en la organización de la economía, el espacio, la política e incluso lo militar. En ese sentido, la velocidad se ha convertido en una forma de control de la distribución de la riqueza y el dinero, y ha implicado la aceleración del tiempo y la reconfiguración del espacio. La interconexión vial Yatí-Bodega es precisamente una intervención infraestructural en el paisaje que busca acelerar el tiempo y reducir las distancias para dinamizar diferentes aspectos de la economía, y de la conexión entre gente, cosas y otros seres. Al hacerlo, la obra refleja también el lugar de las infraestructuras en los flujos no humanos (del agua y los sedimentos fluviales, por ejemplo) y, en consecuencia, en la manera como se conectan con la naturaleza.

Sin embargo, en este caso particular la aceleración de los flujos terrestres producto de la obra de interconexión paradójicamente ha implicado la desaceleración de la navegación fluvial de los convoyes petroleros (otro circuito económico de gran importancia económica para el país). Esta falla en la infraestructura, así como las grietas denunciadas por la comunidad, son parte de un proceso más amplio de deterioro y tensión dentro de la misma obra, lo cual podría llevar a momentos de eventual reparación y transformación física del puente. Esta contradicción refleja otra de las principales tesis de los estudios sociales sobre infraestructuras, que precisamente tiene que ver con su temporalidad: las infraestructuras son procesos inconclusos, y por lo tanto están inevitablemente sujetas a fases de decadencia, obsolescencia, mantenimiento y reparación (Carse y Kneas 2019; Ramakrishnan, O'Reilly y Budds 2021).

Un tercer aspecto de la obra vial en la Depresión Momposina que nos permite comprender el lugar que ocupan las infraestructuras en las ciencias sociales se refiere a la experiencia cotidiana. Las fotos de las grietas que circulaban en redes sociales con el presagio de un posible colapso, así como las protestas de quienes se vieron damnificados y desplazados por la obra, son tan solo unas de las múltiples maneras como los habitantes de la zona experimentan la presencia de la infraestructura en sus vidas. La observación de este tipo de experiencias ha inspirado otra de las ideas básicas pero fundamentales en los estudios sociales sobre infraestructuras: que estas tienen significados disímiles para diferentes grupos sociales (Star 1999). La etnografía ha sido crucial para explorar la manera como la gente construye esos significados y sentidos sobre las infraestructuras desde sus experiencias cotidianas. Carreteras y ferrocarriles (Dalakoglou y Harvey 2016; Fisch 2018), infraestructuras urbanas del agua (Björkman 2015), redes eléctricas (Abram, Winthereik y Yarrow 2019; Acevedo-Guerrero 2019) y canales (Carse 2014) son algunos de los lugares y ensamblajes donde la vida cotidiana se entrelaza con las promesas y expectativas del progreso y el desarrollo, así como con las múltiples temporalidades infraestructurales.

Esta literatura creciente es un referente para indagar sobre mundos como el de la interconexión vial Yatí-Bodega: ¿qué implicaciones tiene esta infraestructura en las relaciones locales de propiedad? ¿Cómo se han adoptado, reconfigurado o desafiado las nociones de progreso y desarrollo en la vida de quienes habitan y usan la infraestructura? ¿De qué manera se inserta la vida cotidiana en las nuevas temporalidades creadas por la infraestructura? La etnografía tiene el potencial de indagar sobre la vida social de las infraestructuras y desde allí reflexionar sobre fenómenos más amplios, como el estado, la globalización, las relaciones sociedad-naturaleza y el desarrollo del capitalismo. Es precisamente en ese potencial en el que se inspira el presente dosier.

II

Los textos que reúne este número son producto del taller “Diseñando el mundo: etnografías sobre infraestructuras, espacio y poder”, concebido como un espacio de encuentro y diálogo entre investigadores de las ciencias sociales interesados en el estudio de las infraestructuras. En particular, buscábamos problematizar las formas en que distintos actores, en diferentes contextos, producen, imaginan, confrontan o desestabilizan infraestructuras y, a la vez, cómo las infraestructuras moldean o transforman la vida, el espacio, la memoria y el poder. Asimismo, el taller intentaba contribuir a los estudios sociales sobre infraestructuras en y desde Colombia y América Latina de forma más amplia. Si bien la literatura sobre este tema ha crecido rápidamente, una parte significativa de esta producción se ha realizado en la academia del llamado norte global y ha sido publicada principalmente en inglés (Sinh, Gruschetsky y Piglia 2021). En ese sentido, tanto el taller como este dosier son una muestra del interés creciente en este campo a nivel regional y local3.

Pese a que la intención inicial era llevar a cabo el taller de forma presencial, la pandemia de COVID-19 nos obligó, como sucedió con otras muchas actividades humanas, a optar por un formato virtual. Sin desestimar las desventajas y costos asociados a este nuevo “modo” de existencia, este formato nos permitió prolongar el taller a lo largo de cinco meses, con encuentros mensuales que hicieron posible discutir en extenso y a profundidad los trabajos de las y los participantes.

De los diez trabajos presentados y discutidos en el taller, todos alrededor de historias o casos vinculados a Colombia, cuatro se publican aquí. Coincidencialmente, aunque no resulta extraño dada su preponderancia en la literatura reciente sobre infraestructuras, todos abordan temas relativos al agua o a espacios en donde esta desempeña un papel fundamental. Dos se centran en los procesos y prácticas a través de los cuales el río Magdalena ha sido configurado como un espacio infraestructurado; el tercero, en la provisión de agua en barrios populares de Buenaventura; y el cuarto, en la relación entre conflicto armado y construcción de paz en el Oriente antioqueño. Asimismo, tocan directa o indirectamente tres grandes temas o “capas” presentes en las infraestructuras, que desde diversos ángulos y lugares dan cuenta de su poder para entender, hacer visibles y cuestionar las formas de existencia de actores humanos y no humanos, sus relaciones, conflictos y sentidos. El dosier se complementa con dos textos adicionales que contribuyen a elaborar este último punto sobre las relaciones entre infraestructuras, lo humano y lo no humano. El primero es una reseña de Catalina Rivera sobre el libro Mekong dreaming: life and death along a changing river, de Andrew Johnson. Rivera destaca cómo la aproximación del autor al río Mekong, a las represas que lo transforman, y a los animales, humanos y espíritus que lo habitan, contribuye a reflexiones contemporáneas sobre la coexistencia entre humanos y agencias no humanas en el contexto del Antropoceno. El segundo texto es un ensayo fotográfico titulado “Peces ciegos”, de Andrea Murillo, en el que la autora utiliza la figura del pez ciego como entrada a una reflexión más amplia sobre la modernidad, las ruinas industriales y las infraestructuras neoliberales en México.

Fuente: fotografía de Alejandro Camargo.

Figura 2 Canal de drenaje, Manatí, Atlántico. Mayo de 2013 

Un primer tema tiene que ver con el vínculo vigente entre las infraestructuras y ciertas visiones y discursos de modernidad, progreso y desarrollo. Este es el caso de proyectos como hidroeléctricas, carreteras, puertos y otras infraestructuras de gran escala que involucran a actores nacionales o transnacionales, y que se conciben ya sea como símbolos de dichas visiones y discursos o como vehículos para su materialización. Un ejemplo claro se encuentra en el artículo de Alejandro García. A través de una etnografía de un documental sobre la construcción de la represa Betania en la cuenca alta del río Magdalena, García muestra que este documental opera como un dispositivo de producción del tiempo que legitima y normaliza los impactos socioambientales de un megaproyecto hidroeléctrico.

La temporalidad de la infraestructura revela en el trabajo de García una de sus facetas más extendidas: al situar el proyecto de la represa en un tiempo y un espacio ahistóricos o, en otras palabras, al despojar un paisaje de sus significados afectivos, sociales y culturales (Tuan 2001), el documental proyecta la infraestructura como un hito que separa el pasado arcaico de una región y sus gentes de la promesa de un futuro moderno. En este sentido, como bien lo describe el autor, el proyecto desborda su finalidad concreta no solo al vincularlo a un relato universal de progreso y modernidad, sino, de forma crucial, al concebir a Betania como el inicio de un proceso ambicioso de infraestructuración del Magdalena a través de futuros proyectos hidroeléctricos en otros puntos del río.

Los textos de Diana Bocarejo y Luis Antonio Ramírez ahondan en las tensiones que habitan las promesas de la infraestructura. En la misma línea de García, Bocarejo describe el río Magdalena como un “río infraestructurado”, aunque la autora sitúa su historia en el centro del proyecto de nación colombiana. En un sentido, el río figura -literalmente- en el centro de este proyecto. El Magdalena ha sido históricamente, y continúa siendo, un espacio donde convergen flujos, intercambios y otras infraestructuras que han llevado a intervenirlo y explotarlo de múltiples formas; intervenciones que, en su conjunto, como menciona la autora, han hecho del río un “vehículo para erigir las promesas del estado”. En otro sentido, la historia del río es una metáfora de este proyecto: una larga e interminable lucha por domesticarlo y moldearlo a partir de las imágenes que se han construido sobre este a lo largo del tiempo.

Un punto clave del texto de Bocarejo es la descripción de cómo la promesa de nación que encarna el río no se ha limitado a su transformación en aras de alcanzar ideales de progreso o integración. Más recientemente, con el auge de discursos y prácticas de conservación, esta promesa apunta también a restituir su condición de “infraestructura natural”; es decir, al lado de la concepción de la naturaleza -en este caso el río- como infraestructura (Carse 2012), coexiste su infraestructuración como espacio natural. En ambos casos, sin embargo, el efecto es similar. Entre su existencia binaria como espacio de conectividad “natural” y económica, los mundos que han construido las comunidades ribereñas en torno a y con el río son relegados a los márgenes de su presente y futuros posibles.

El artículo de Luis Antonio Ramírez indaga sobre la relación entre conflicto armado, infraestructura y construcción de paz en el Oriente antioqueño. A partir de una investigación documental y participativa con comunidades campesinas de esta región, su trabajo da cuenta de las contradicciones que atraviesan muchos de los proyectos de infraestructura en geografías marcadas por conflictos violentos. En ese contexto, y derivada en parte de la importancia creciente de la infraestructura en los discursos y agendas globales de construcción de paz, la noción de reparación a las víctimas del conflicto armado se ha vuelto inseparable, cuando no un sinónimo, de la construcción de obras de infraestructura. Puentes, carreteras, acueductos, escuelas y otras obras públicas son hoy elementos intrínsecos del lenguaje cotidiano de los discursos y políticas del posconflicto. Un buen ejemplo son los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET)4 en municipios priorizados para el posconflicto, cuyos ejercicios de diagnóstico participativo suelen dar preeminencia a la construcción de dichas infraestructuras.

La demanda de construcción de nuevas infraestructuras y la reparación de las existentes son parte de la vida diaria de territorios con poca o nula inversión social del estado. En aquellos donde esa presencia y la de otros actores se ha limitado a la lucha violenta por el control político y de recursos, es apenas comprensible que esas demandas sean concebidas como un elemento esencial para restablecer o reconstruir el tejido social de comunidades enteras golpeadas por la guerra. El problema está en que, con mucha frecuencia, los ideales de paz y desarrollo local se entremezclan con discursos de desarrollo económico, de modo que las infraestructuras a través de las cuales se promete “reparar” se vuelven instrumentales a estos discursos. Este punto, central en el argumento de Ramírez, pone de relieve una de las tantas paradojas de la paz en Colombia, a la vez que sitúa nuevamente el agua en el núcleo de la historia. La paradoja se ve claramente expresada en el dato, ofrecido por el autor, según el cual en el Oriente antioqueño se construyeron décadas atrás cinco hidroeléctricas que producen actualmente cerca del 30 % de la energía del país y que generaron fuertes impactos socioambientales en un contexto de coerción militar y paramilitar. Así, el hecho de que algunas de las infraestructuras del posconflicto, como las carreteras veredales, sean simultáneamente proyectadas como vías de acceso a la extracción y control de recursos, incluyendo el agua, hace que la promesa de la paz encarnada en ellas se convierta en una amenaza latente de retorno al pasado violento de la región.

¿Qué pasa cuando las promesas de la infraestructura no se materializan, o al menos no en la forma en que fueron concebidas? Esta pregunta, que encierra cierta obviedad, no solo por la naturaleza inconclusa y casi siempre ilusoria de estas promesas, sino por las visiones antagónicas que configuran las infraestructuras, define un segundo tema presente en los trabajos publicados en este dosier. Sin que sea un asunto explícito en todos los textos, las historias que relatan dejan entrever modos en que las infraestructuras engendran, acarrean o perpetúan distintas formas de violencia. A grandes rasgos, estas se podrían dividir en dos. Un primer tipo abarca las violencias que podrían considerarse inherentes a los grandes proyectos de infraestructura, y que son legitimadas o normalizadas por los discursos en los que estos se inscriben. Se trata de violencias que evocan en muchos sentidos la lectura de Walter Benjamin sobre el Angelus novus de Paul Klee, en cuya imagen el filósofo percibe la mirada impasible de la historia que registra el cúmulo de ruinas y desastres perpetrados en nombre del progreso (Benjamin 1969, 257). En las historias narradas por Bocarejo y García, esta forma de violencia se materializa en reasentamientos involuntarios, destrucción de ecosistemas, desarraigo, pérdida de medios de vida, empobrecimiento, y otras tantas problemáticas que revelan los estratos de poder y desigualdad sobre los que se erigen las infraestructuras. Cuando las infraestructuras se implantan en medio de o través de la violencia de la guerra, como lo explica Ramírez en su trabajo, esta aflora en eventos devastadores como desapariciones, masacres, desplazamientos forzados y otras “tipologías” bien conocidas en la historia del conflicto armado colombiano.

La otra forma de violencia es más sutil o pasiva que la primera, aunque no menos nociva en sus efectos. Surge de prácticas sistemáticas de exclusión o desconexión de las infraestructuras (Rodgers y O'Neill 2012) o, incluso, de formas violentas de inclusión a estas (Uribe 2020). En términos de Paul Farmer, se trata de una violencia estructural que permite la existencia de estructuras “‘inmorales' y que presumiblemente ‘no son culpa de nadie'” (2004, 307). La espera por el inicio o la conclusión de un proyecto, por su reanudación tras periodos indefinidos de suspensión, por el mantenimiento o remplazo de una infraestructura, o por las promesas de nuevos proyectos que buscan compensar o mitigar los impactos de otras infraestructuras -ejemplo este invocado por Bocarejo en el caso de pescadores del Magdalena afectados por la construcción de hidroeléctricas-, es un ejemplo que ilustra muy bien esta violencia. Sin embargo, es en el texto de Felipe Fernández donde se describen a profundidad su naturaleza y efectos.

Fuente: fotografía de Simón Uribe.

Figura 3 Turistas mocoanos visitan la obra abandonada de la carretera variante San Francisco-Mocoa en el departamento de Putumayo. Febrero de 2017 

El problema en que se enfoca Fernández es el abastecimiento de agua en Buenaventura. Al igual que en los casos analizados en los otros trabajos, aunque en este el contraste sea mayor, Buenaventura es un espacio donde coexisten dos ensamblajes de infraestructura que dibujan un paisaje arquetípico de desarrollo geográfico desigual (Harvey 2006). Así, alrededor de las infraestructuras modernas del puerto diseñadas para facilitar los flujos de capital hacia y desde el interior del país, proliferan barrios pobres en distintos grados de edificación y precariedad. En su mayoría, estos barrios han nacido o crecido de la mano del desplazamiento masivo que ha dejado el conflicto armado en zonas rurales del Pacífico. Aunque los relatos sobre la historia reciente de esta ciudad suelen girar en torno a la mutación urbana del conflicto armado, Fernández se ocupa de las prácticas cotidianas de sus habitantes para sobrevivir en un contexto marcado por el desabastecimiento de agua. Con este fin, relata una parte de su investigación etnográfica en Ciudad Blanca, uno de los muchos barrios pobres de la ciudad que enfrentan este problema.

Desde una de las ferreterías del barrio y en conversaciones con algunos de sus habitantes, el autor describe la infinidad de arreglos, adecuaciones, tecnologías, pequeñas obras y estrategias para que el agua que fluye por el “tubo madre” (la red principal del acueducto) llegue a sus casas. La sensación al leer su relato es que los habitantes de Ciudad Blanca viven, en buena medida, en función de esta labor. ¿Cuál es el desgaste energético, económico, psicológico, ¡vital!, que esta conlleva? ¿Cuántas horas les consume o incrementa a sus jornadas laborales? ¿Qué otros “trabajos” similares ejecutan día tras día? Aunque el texto no las aborda directamente, estas son algunas de las preguntas que surgen de las descripciones que hace el autor de los trajines de quienes luchan diariamente por el acceso al agua.

La violencia (infra)estructural que atraviesa el relato de Fernández vuelve a la relación entre infraestructura y producción del tiempo. En este caso, no obstante, no se trata de la violencia directa (aunque esta tampoco está del todo ausente) consumada en nombre del progreso o el desarrollo, sino de aquella que resulta del despojo sistemático del tiempo de la gente a manos de fuerzas inasibles o etéreas como el gobierno, la nación o el estado. Y si bien esta violencia hace patentes exclusiones sociales, de clase y género, en la etnografía de Fernández puede leerse también como resultado de una relación sistemática de inclusión a la nación y al estado. Porque el punto que queda claro en su texto es que los habitantes de Ciudad Blanca no están desconectados del tubo madre del acueducto; al contrario, están vinculados a este a través de un sinfín de conexiones físicas, burocráticas y simbólicas en las que aflora su condición marginal dentro del orden estatal.

La fotografía que aparece en el texto de Fernández del tubo madre “ordeñado” por tubos y mangueras de menos calibre condensa en una imagen los vínculos complejos, desiguales e inestables que configuran dicha relación de inclusión. La otra imagen que proyecta la fotografía sugiere el tercer tema que figura en los aportes a este número. Si vemos el tubo madre como una materialización concreta de esa noción abstracta que es el estado y sus relaciones con ese otro ente denominado sociedad, ¿cuáles son los límites entre uno y otra?, ¿qué los aglutina o separa?, ¿qué define las fronteras entre lo que se considera “legal”, “legítimo”, “ilegal”, “informal”, “público” o “privado”?, ¿dónde comienza y termina el estado? Las infraestructuras constituyen vehículos poderosos para explorar estas preguntas. Por eso es importante entenderlas como sistemas o ensamblajes plurales donde convergen diferentes visiones, tecnologías, conocimientos e intereses. De este modo, podemos ver, por una parte, la manera en que el estado y otras formas de poder y organización social son coproducidos entre diversos actores y, por otra, los conflictos, agencias y lenguajes que configuran las relaciones entre estos.

Un ejemplo en el que resuena la imagen del tubo madre y que ayuda a comprender estas relaciones de coproducción son las “placa-huellas” que describe Ramírez en su texto. Se trata de infraestructuras viales de pequeña escala cuya función es mejorar la movilidad en las vías denominadas terciarias, o aquellas que conectan zonas rurales con centros urbanos o carreteras principales. Las placa-huellas no revisten la connotación de ilegalidad o informalidad de las conexiones “piratas” que abastecen de agua a los incontables asentamientos que, como en el caso Ciudad Blanca en Buenaventura, tienen acceso muy precario a servicios públicos. Por el contrario, estas infraestructuras están por lo general incluidas en los planes viales de los municipios y otros instrumentos de planificación que priorizan o focalizan las inversiones de gobiernos nacionales o locales. No obstante, en esencia se trata de infraestructuras similares en cuanto a sus lógicas y finalidad. Por una parte, ambas surgen de demandas o buscan suplir necesidades básicas de poblaciones históricamente marginadas o consideradas como “excluidas” del estado. Por otra parte, involucran aportes monetarios o en especie de los “beneficiarios”. En el caso de las placa-huellas, es común ver a los habitantes de una vereda organizados en mingas durante la construcción de estos fragmentos de carretera en concreto, o incluso reuniendo dinero para el pago de maestros de obra y materiales. Finalmente, ambas se “acoplan” a infraestructuras de mayor dimensión o a infraestructuras “madre”, con los beneficios, riesgos y contradicciones que ello conlleva.

En casos como el de las formas de gestión comunitaria del río Magdalena a las que alude Bocarejo, las infraestructuras de pequeña escala se traducen, por ejemplo, en sistemas de mitigación de daños causados por intervenciones mayores del río que alteran sus flujos o contaminan sus aguas. Aun así, no es posible pensar estas infraestructuras como desconectadas o en resistencia frente al estado, como lo sugiere la descripción que hace la autora de las gestiones comunitarias ante políticos y gobiernos locales, esenciales para su materialización. En conclusión, al igual que las placa-huellas y los sistemas de autoabastecimiento de agua, son infraestructuras cuyas prácticas, arreglos y disputas hablan de cómo la (re)producción del estado no se circunscribe exclusivamente al ámbito gubernamental o público. La frase “todos somos el estado” que cita Ramírez a propósito del tipo de lemas que circulan alrededor de iniciativas o proyectos estales con apoyo o gestión comunitaria -o de proyectos comunitarios con apoyo estatal- reafirma el papel de las infraestructuras como instancias de coproducción del estado.

En sus dinámicas y procesos de concepción, (co)producción y constante mutación, las infraestructuras hacen tangibles y profundizan desigualdades sociales, políticas y económicas, a la vez que expresan formas en que estas desigualdades son confrontadas a diario. Sin desconocer las distintas trayectorias que marcan esos procesos y la heterogeneidad de paisajes y temporalidades en que se arraigan, las infraestructuras descritas en los textos reseñados aquí llaman la atención sobre las tensiones, aspiraciones y profundas asimetrías de poder que las atraviesan. En este sentido, las lecturas que hacen sus autores sobre estas no solo constituyen un aporte valioso a la comprensión de lo “social” o “natural” desde sus expresiones materiales, sino que dejan abiertas preguntas y caminos por explorar en un campo de estudio reciente y con mucho potencial.

Referencias

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1En este artículo empleamos deliberadamente los términos estado y gobierno en minúsculas, con el fin de enfatizar la naturaleza heterogénea de las prácticas y los actores que los configuran, y que confrontan la visión dominante de estos como entes monolíticos desligados de las dinámicas sociales e históricas en que se inscriben.

2Todas las traducciones son propias.

3Entre los trabajos recientes en ciencias sociales que se han interesado por el estudio de las infraestructuras en Colombia están los de Guzmán (2020), Serje y Ardila (2017), Uribe, Otero-Bahamón y Peñaranda (2021), y Quiroga Manrique y Vallejo Bernal (2019).

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