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Revista Colombiana de Antropología

versión impresa ISSN 0486-6525versión On-line ISSN 2539-472X

Rev. colomb. antropol. vol.58 no.2 Bogotá jul./dic. 2022  Epub 01-Mayo-2022

https://doi.org/10.22380/2539472x.2211 

Cuestiones de método

Alianzas parciales entre prácticas menores: la naturaleza “enigmática” de la planicie amazónica colombiana1

Partial alliances among minor practices. The “elusive” nature of Colombia’s Amazonian plains

Kristina Lyons1 

1 University of Pennsylvania, Estados Unidos krlyons@sas.upenn.edu / http://orcid.org/0000-0003-2832-9425


Después de varias entrevistas, Abdón Cortés me invitó al Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC) para compartir algunos aspectos de mi investigación con las comunidades rurales del Putumayo. La invitación se debió precisamente a que los agrólogos, durante sus salidas de campo de levantamiento de suelos, no acostumbran a consultar a las comunidades locales con respecto a las visiones económicas que tienen sobre sus territorios ni sobre sus prácticas agrícolas cotidianas. Pero pronto me di cuenta de que los agrólogos del IGAC estaban más interesados en contar historias sobre sus primeros viajes de campo en la cuenca del Amazonas. Sus narraciones siempre empezaban con una sorpresa: lo que describían como el contraste engañoso entre la exuberante cobertura boscosa tropical vista desde el aire y la mucho menos robusta y fértil capa superior del suelo que luego descubrían debajo de aquella. El “enigma” de las planicies amazónicas colombianas, como los oí llamarlo algunas veces, tiene mucho en común con las tensiones de vieja data en los países vecinos de Brasil y Perú entre la planeación estatal para la agricultura industrializada y la realidad de un suelo visto como un serio obstáculo para el desarrollo de una frontera agrícola productiva en términos convencionales (Fearnside 1985; Schmink y Wood 1992). Este enigma nos remite en parte a lo que Raffles y WinklerPrins han conceptualizado como una genealogía de racialización, desde las teorías antropológicas del siglo XIX sobre el percibido atraso agrícola en la Amazonía -debido, supuestamente, al “efecto en la raza de una naturaleza demasiado fértil que lleva a la desidia”- hasta ciertas narrativas ecológico-culturales de finales del siglo XX, que describen los mismos efectos sociales en el marco de un entorno diferente pero igualmente determinista: un “contexto hostil de suelos pobres en nutrientes” (2003, 167-168)2.

Los científicos del suelo que contrató el Estado en la década de los setenta para llevar a cabo el primer inventario nacional moderno de la Amazonía colombiana, el Proyecto Radargramétrico del Amazonas (Proradam), habían sido formados para trabajar en las zonas templadas en el interior o en las costas del país, donde los suelos tienen alrededor de un metro de profundidad y adquieren el 90 % de sus nutrientes de minerales meteorizados en los horizontes más cercanos a la superficie. En un marcado contraste con esos suelos, la delgada capa cultivable de cinco a diez centímetros que conforma gran parte de la planicie amazónica, donde la provisión de nutrientes depende de la fase orgánica del suelo, a estos científicos les parecía más “hojarasca” que “suelo”. En la figura 1 es posible detectar visceralmente la íntima interacción de reciclaje entre suelos y selva, la cual, más que un ente estable, constituye una relación continua. Como lo describo a continuación, los suelos solo pueden existir si también existen la selva, las plantas y sus respectivas comunidades microbianas, pues el impulso y las temporalidades de los ciclos de nutrientes sostienen mutuamente la selva, el suelo y todo lo que yace debajo, encima y en el medio. Fue la creciente sintonía de las comunidades campesinas con las condiciones dinámicas de la “hojarasca” lo que inspiró el nombre de la finca-escuela amazónica de San Miguel, Putumayo: La Hojarasca.

Fuente: fotografía de Kristina Lyons.

Figura 1  Hojarasca 

Por el contrario, los agrólogos han producido una larga lista de factores naturales limitantes para caracterizar esa hojarasca que descubrieron en la Amazonía: mala genética, vejez, roca madre con deficiencias minerales, acidez y la tendencia a erosionarse rápidamente al quedar expuesta a las fuertes lluvias al talarse la cobertura boscosa (Cortés e Ibarra 1981; León 1999). Además, la abundante base arcillosa de muchos suelos amazónicos es una caolinita extremadamente meteorizada con altos niveles de óxidos de aluminio y hierro, lo cual los hace tóxicamente inhóspitos para muchos cultivos comerciales convencionales en ausencia de medidas “correctivas” sustanciales (como la aplicación de cal y fertilizantes). En una de las publicaciones del Año de los Suelos, Suelos para niños (IGAC 2008), se incluyen unas caricaturas que muestran los oxisoles y ultisoles “seniles” de la Amazonía. El nombre del ultisol proviene de la palabra último, porque los ultisoles son vistos como el último resultado de la meteorización continua de los minerales en un clima húmedo y tropical, sin la formación de nuevos suelos por medio de la glaciación o la sedimentación en escalas de tiempo geológico de larga duración. Como explico más adelante en este capítulo, estos son tan solo dos de los doce órdenes del suelo que componen la taxonomía de suelos del Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA, por sus siglas en inglés). El sistema del USDA fue importado e institucionalizado en Colombia en la década de los setenta por científicos del suelo que cursaron sus estudios de doctorado en Estados Unidos. Por supuesto, varias investigaciones arqueológicas sobre la reconocida terra preta de índio (tierra negra india) y las técnicas de rotación de roza y quema han problematizado la idea racista de que los suelos “empobrecidos” inhibieron el desarrollo cultural en la Amazonía precolombina3. Me interesan menos estos debates que las conclusiones y políticas particulares que resultaron de lo que Fernando Franco (2006) llama la colonización científica de la Amazonía colombiana durante el proyecto Proradam (1974-1979), particularmente la manera en que las narrativas científicas históricamente racializantes sobre los efectos sociales de los “suelos pobres” se entrelazaron con los discursos criminalizadores contemporáneos en los que se basan las estrategias militarizadas antinarcóticos colombo-estadounidenses.

“De entrada, decimos que un campesino siembra en suelo degradado. Este es un suelo diferente. Es casi como si la materia orgánica se negara a mezclarse con los elementos minerales. Es totalmente irregular”, me explica Abdón Cortés. Estamos sentados en la Subdirección de Agrología del IGAC, donde Cortés ahora trabaja como consultor semijubilado. A diferencia de la colonización agrícola convencional -en la cual a los campesinos no solo se los incentiva a tumbarel bosque, sino que se los obliga legalmente a hacerlo para “mejorar” la tierra y así obtener derechos de propiedad sobre ella-, Cortés explica que esta misma práctica en gran parte de la Amazonía solo produce dos o tres cosechas consecutivas antes de que los suelos se consideren “acabados”. Esto concuerda con las historias que me contaron en las comunidades campesinas que conocí en el Putumayo y sus alrededores sobre los ciclos de bosques arrasados, suelos agotados y parcelas agrícolas convertidas en potreros.

La noción de trabajo intencional que subyace a la titulación de propiedad, en la cual un sujeto humano -casi siempre masculino y sin discapacidades- se constituye por medio de su capacidad para “añadirle algo” a la tierra y “transformarla”, y encauza intencionalmente un proceso extractivo bajo un control subjetivo, por mucho tiempo ha servido de base a los paradigmas político-económicos coloniales y a los posteriores (Povinelli 1995). Tumbar bosques como un modo de establecer propiedad es una práctica promovida por el Estado en toda América Latina y otras partes del mundo, precisamente porque los Estados han concebido tanto formal como informalmente los paisajes boscosos y los baldíos4. Encima de Cortés cuelga un afiche con tierra oscura y robusta sostenida por dos manos que dice: “Cuida nuestros suelos. El futuro no solo está en tus manos sino también bajo tus pies”.

“¿Sabes cuál es nuestro problema en este momento?”, me pregunta en una voz gruesa que parece retumbar en los muros de la pequeña oficina en la que estamos sentados. Mi atención vuelve a una pila de documentos que estaba sobre el escritorio que teníamos al frente: el levantamiento de suelos del IGAC en el Putumayo, aún sin publicar. “Es el mismo problema que hemos tenido los últimos treinta años. ¿Para qué sirven estos suelos? ¿Qué le decimos al país? ¿Potreros? ¿Bosques para conservación?”. Se refería a un dilema que se había convertido en un problema tanto político como científico y técnico. “Si volvemos a decir lo que dijimos en 1979...”. La voz de Cortés se aploma y se queda en un silencio tenso. Uno de sus colegas interviene ahí mismo: “Pues sería simplemente vergonzoso”. Cuando volví al IGAC casi un año y medio después para preguntar por el estudio de suelos del Putumayo, me informaron que estaba en stand-by, a la espera de algunas consideraciones técnicas. Mientras escuchaba a estos científicos del suelo, trataba de imaginarme a Heraldo Vallejo agachado cosechando tubérculos bajo un enredo de bejucos y explicándoles que el suelo como un ente estable y cuasi independiente sería difícil de encontrar en su finca. Es más, no existe un ente tal que pueda abstraerse de un entrelazamiento de relaciones continuas, relaciones que no pueden ser de ninguna otra forma. Aunque Heraldo y estos científicos seguramente estarían de acuerdo en que lo que tenían al frente no era un “suelo mineral”, para Heraldo esto no es un problema que necesite una solución. Los procesos de agrovida que él y otras familias que conocí están tratando de cultivar dependen de afinar los sentidos con lo que está pasando en el cuerpo de uno y alrededor de este, en vez de mirar hacia abajo para diagnosticar y administrar mejor un suelo “irregular” o “pobre”.

En este capítulo pongo en conversación el análisis de los estudios de la ciencia con las prácticas campesinas para tratar las relaciones parcialmente coincidentes, divergentes e inconmensurables que emergen entre el cuidado del suelo para propósitos de interés científico y con imperativos económicos y el cuidado con un mundo lleno de seres que se alimentan entre sí. En medio de la guerra, políticas antinarcóticas represivas e intervenciones de desarrollo militarizadas, comienzo a plantear una discusión sobre los límites y las posibilidades -los imaginarios ético-ecológicos, el pluralismo económico y las transformaciones materiales- que surgen junto con estas distintas formas de relacionarse, tanto para las vidas de los suelos como para quienes pueden o no interactuar con los suelos como compañeros de vida. El creciente interés desde la ecología política y los estudios sociales de la ciencia por los múltiples saberes y prácticas no científicos ofrece una perspectiva crítica sobre las implicaciones políticas de aquellos procesos que pretenden “juntar” los saberes científicos y no científicos (o no solo científicos) (véanse Delgado y Rodríguez-Giralt 2014; Goldman, Nadasy y Turner 2011; Heller 2007; Mathews 2011; Nadasy 2003; Tsing 2010). Me interesan los momentos etnográficos en los que los científicos del suelo vinculados al Estado cuestionan sus sistemas de clasificación y la lógica productivista dominante en la que se basa la taxonomía institucionalizada, específicamente cuando intentan responder a las particularidades agroecológicas que encuentran en la Amazonía colombiana.

Considero las acciones de estos agrólogos como intentos de “hacerse menores”, según la propuesta de Deleuze y Guattari (1988) en la que señalan las importantes diferencias y tensiones entre lo que llaman ciencia estatal o real y ciencia menor. Esta última, afirman, es más una práctica experimental que implica confrontar problemas en lugar de teoremas, buscar fluctuaciones en lo conocido al igual que en lo problematizado y resistir la reproducción siguiendo las características inmanentes de la materia. Dimitris Papadopoulos (2010) se refiere a esta descripción de la ciencia menor como una “rendición ante la materia” (77), en vez de la producción de una ciencia de la materia o una tecnología para encauzarla y controlarla. Además, como lo enfatiza Matthew Wolf-Meyer (2017) en su trabajo con psicoanalistas lacanianos, a las ciencias menores rara vez les interesa alcanzar una posición dominante; lo que buscan es su propia perpetuación y mantener la ciencia viva, aunque siga siendo marginal.

Los intentos de “hacerse menores” están estrechamente ligados con las luchas de los científicos contra la destrucción de aquello que les permite pensar, imaginar y trabajar en medio de sus vínculos institucionales con el Estado y el capital. Me llamó la atención indagar en qué medida los intentos de los agrólogos del IGAC por producir una “ciencia del suelo menor” potencian la construcción de alianzas con las visiones territoriales de las comunidades rurales de las fronteras agrícolas del país. Aunque estas últimas pueden percibirse como marginalizadas en un sentido político-económico y social, muchas de las comunidades campesinas a las que acompañé en el Putumayo no se conciben a sí mismas principalmente en posiciones de debilidad ni de falta de empoderamiento. De hecho, fueron los científicos situados en la ciudad capital de Bogotá quienes más frecuentemente expresaron distintos grados de marginalización según su proximidad y su dependencia de la financiación estatal o privada, así como sus alianzas con los gremios industriales.

Para hablar de cómo Heraldo Vallejo y Abdón Cortés ponen en escena entes distintos (aunque en constante interacción) al decir la palabra suelo, me baso en lo que Eduardo Viveiros de Castro llama un proceso de equivocación controlada (2004). La equivocación descontrolada se refiere a una disyunción comunicativa en la cual las partes interlocutoras no hablan de lo mismo, pero no son conscientes de ello. Sin embargo, estas aparentes incomprensiones no ocurren debido a la existencia de perspectivas diferentes sobre un mundo común, sino que suceden cuando los interlocutores no son conscientes de que cada uno está asumiendo y poniendo en escena mundos distintos:

una equivocación no es tan solo un “fallo de comprensión” [...], sino un fallo a la hora de comprender que las comprensiones necesariamente no son las mismas y que no están relacionadas con modos imaginarios de “ver el mundo”, sino con los mundos reales que son vistos. (11)

La equivocación controlada sería la conciencia o la explicitación de que puede ocurrir una disyunción comunicativa cuando se encuentran realidades o mundos diferentes. Partiendo de esto, los desacuerdos o las luchas sobre el significado del suelo ocurren porque las prácticas localmente situadas de los campesinos y los científicos, si bien interactúan, ponen en escena mundos distintos; mundos de los cuales, por extensión, ese objeto llamado suelo puede formar parte o no. De manera similar, la apariencia de que existe un acuerdo sobre el significado del “suelo” puede ocultar diferencias parciales o radicales entre científicos, burócratas y las diversas redes campesinas y los movimientos rurales que conocí y acompañé. La conciencia de que está ocurriendo una equivocación no es una revelación que solo esté al alcance de la antropóloga que pretende traducir y comunicar la diferencia cultural.

Como lo demostré en el capítulo anterior con relación a los agrólogos del IGAC, el valor cambiante de los suelos para la comunidad científica y las comunidades rurales, así como las respectivas formas en que estos valores informan la labor de quienes formulan políticas públicas, son cuestionados o marginalizados por estos mismos actores. Este fue un tema de conversación contencioso entre ambos grupos. Mientras que Heraldo y otros campesinos logran controlar la equivocación cuando hablan de “suelos”, los científicos del suelo vinculados al Estado rara vez lo consiguen. Esto sucede en parte porque confrontan un elemento que elude las categorías y las prácticas científicas que ellos mismos han producido para medirlo, describirlo y emplearlo.

Atrapados entre hojarasca y un mar de coca en expansión

Contratado por el IGAC, el Ministerio de Defensa y el Centro Interamericano de Fotointerpretación, y con apoyo financiero holandés, el Proradam combinó métodos de teledetección con estudios de campo para recolectar muestras de suelo, vegetación y otros elementos. El proyecto categorizó la Amazonía colombiana en tres grandes agrupaciones de suelos: el 80 % se compone de planicies denudadas y el 20 % está conformado por estructuras rocosas o sedimentos de ríos de origen andino o amazónico. Se concluyó que el 0,1 % de estos suelos es apto para cultivos permanentes intensivos, el 18,3 % es apto para la agricultura y la ganadería convencionales y el 81,6 % restante no es apto para la agricultura y tiene vocaciones seriamente restringidas (Proradam 1979). Además, el informe final aseguró que los pueblos indígenas de la región son los únicos “conservacionistas naturales”. En cuanto a las comunidades campesinas que habitan la frontera agrícola del país, las élites políticas y la comunidad académica que dictaron la formulación de políticas públicas a partir de 1980 las estigmatizaron como depredadoras ambientales (Del Cairo, Montenegro-Perini y Vélez 2014)5. La antigua racialización de los pueblos indígenas amazónicos como subdesarrollados y atrasados, y la celebración de las poblaciones colonas como valientes conquistadores de la frontera agrícola terminaron invirtiéndose, al mismo tiempo que se mantuvieron estáticos según los cambios en los contextos políticos y en las prioridades económicas y ambientales del Estado. En ningún lugar de las publicaciones del Proradam se tiene en cuenta la existencia de saberes o categorías indígenas o campesinos sobre el suelo.

Justo cuando concluía el Proradam, la intensificación de la presencia de los cultivos ilícitos de coca y de sus nexos violentos con grupos armados paralegales en la Amazonía no solo llamó la atención del Estado colombiano; también atrajo la mirada geopolítica de Estados Unidos. En contra de las expectativas de los agrólogos, lo que pronto se convertiría en una guerra sin cuartel contra las drogas se basó en la intervención militar para promover tanto el Estado de derecho como el desarrollo capitalista lícito. “¿Qué pasó? Pues pasó la coca. Justo cuando publicamos nuestros hallazgos, la Amazonía occidental se convirtió en un obstáculo para la seguridad del Estado. No pudimos influenciar el desarrollo económico de la región, ni siquiera su conservación”, se lamentó Cortés. Los discursos históricamente racializantes que pretendían diagnosticar los efectos sociales de los “suelos pobres” pronto se convirtieron en discursos criminalizadores. Al leer los informes del Congreso de Estados Unidos y los documentos de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid, por sus siglas en inglés) que intentan analizar el fracaso de los proyectos de sustitución de cultivos ilícitos, encontré que estos textos comenzaron a sugerir que la calidad “empobrecida” de los suelos locales de la Amazonía hacía que estos fueran propensos de manera inherente a las actividades económicas y formas de sustento ilícitas6. La estigmatización de los suelos de la región sirve de base para la criminalización no solo de ciertas plantas ilícitas, sino de las comunidades locales y, como explico, de ecosistemas enteros que aún siguen estando expuestos a las tácticas de guerra química en el marco de las políticas de fumigación aérea y erradicación forzosa.

Siguiendo a Craib (2004) y Scott (2009), los levantamientos de suelo pueden entenderse como una tecnología específica empleada para consolidar la nación, en la cual el conocimiento científico sobre los suelos generado a través de mapas, observaciones de campo y análisis de laboratorio produce tanto un dispositivo de clasificación como una infraestructura material sobre la cual se pretende construir y poner en marcha el desarrollo nacional. No resulta extraño que los estudios de suelos del Putumayo hayan evolucionado históricamente de manera dispareja y con baja resolución. Hasta el inicio de la guerra contra las drogas colombo-estadounidense nunca había habido intereses nacionales asociados a ellos de manera consistente. El suelo como ente clasificable con una vocación de trabajo potencial definida es el que interesa a los imperativos de desarrollo del Estado, los cuales comparan las unidades territoriales con base en sus capacidades productivas. En el marco del derecho público, el propósito de las recomendaciones técnicas para el uso del suelo es servir de base para planes de ordenamiento territorial, que a su vez informan las estrategias municipales, departamentales y nacionales de desarrollo (véanse, por ejemplo, la Ley 99 de 1993 y la Ley 388 de 1997)7. Por lo tanto, los mapas de suelos más costosos y detallados suelen ser contratados por asociaciones profesionales e industrias privadas, o por medio de acuerdos de cofinanciación entre actores privados y el Estado. Estos estudios están reservados para aquellas zonas a las que los científicos llaman informalmente las “más prometedoras” del país, por contar con los suelos más fértiles y ricos en minerales, de los cuales dependen el desarrollo agrícola capitalista y otras formas de crecimiento económico.

En la década de los cuarenta, los mapas de suelos se concentraron en los centros andinos del país y poco a poco fueron avanzando hacia el resto del territorio. Existen fragmentos de información sobre las zonas más densamente pobladas del piedemonte andino-amazónico y algunos puestos de colonización militar. En la biblioteca del IGAC también hay estudios detallados del Valle de Sibundoy, la planicie más fértil del Putumayo.

Nosotros sabemos qué hacer con estos suelos porque se parecen a los de los Andes. El problema es la planicie amazónica y más aún la planicie impactada por la coca, el ganado y la agricultura en general. Además de nuestra incertidumbre sobre su potencial productivo, hacer un buen ordenamiento se ve limitado por la falta de orden público.

Esto me dijo Marco, uno de los agrólogos que trabajaron en el levantamiento de suelos de 2011 en el Putumayo. Según me relató, su equipo técnico solo podía recoger muestras de suelo de potreros y otras zonas deforestadas por el riesgo de pisar minas antipersonal sembradas en el monte por los grupos armados. Estos científicos tuvieron que pedir permiso a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo (FARC-EP) para entrar en los territorios que estas controlaban y esto no garantizaba que los equipos del IGAC no fueran a ser confiscados a la salida. Después de más de una década de fumigaciones aéreas y de erradicación manual forzosa de cultivos ilícitos, las comunidades locales ven con sospecha a todo el personal del Estado, pues consideran que cualquier funcionario puede ser un informante sobre la ubicación de los cultivos de coca. La lista de dificultades era larga. En el escenario que describía Marco, los agrólogos como él se encontraban en una encrucijada, enfrentados por un lado a un suelo a duras penas reconocible y, por otro, a un bosque tropical asediado por un feroz arbusto llamado coca.

Los agrólogos del IGAC, cuyo objeto de estudio se consideraba escurridizo y difícil de acceder -delgado, senil, violento y peligroso-, terminaron trabajando para un Estado cuya visión de la Amazonía occidental había sido monopolizada por un mar itinerante de coca, monitoreado en términos de las hectáreas de tierra que ocupaba, sin prestar atención a las particularidades o las capacidades productivas alternativas de los suelos locales. Desde la perspectiva del Estado y del tipo de conocimiento con el que cuenta, ese ente clasificable que se pretende enlistar para las políticas nacionales de desarrollo es inexistente o se encuentra violenta e ilegalmente ocupado.

La presidenta de la Sociedad Colombiana de la Ciencia del Suelo, una física y química del suelo de la ciudad de Cali y la primera mujer que dirige este gremio históricamente dominado por hombres, me explicó que en los últimos cuarenta años el Estado ha visto los suelos del país a través de un lente restrictivo: como un medio para los cultivos ilícitos y como un componente territorial en disputa ocupado por grupos armados que fracturan y quebrantan la soberanía estatal. En ambos casos, como objeto de estudio o como un recurso en potencia, el suelo es incapaz de emerger y hacerse visible sin la ayuda de redes de investigación que dependen de condiciones políticas cambiantes que van mucho más allá del consentimiento del Estado.

Aunque empecé este capítulo hablando de un ente preexistente llamado suelo, en lo que sigue muestro cómo este emerge -aunque a veces lo hace solo de manera parcial o simplemente no lo hace- mediante las relaciones afectivas, el trabajo encarnado y las prácticas cotidianas de las comunidades rurales y de científicos del suelo vinculados al Estado. Primero hago un interludio para reflexionar sobre los objetivos extractivistas de la guerra contra las drogas y los fundamentos socioecológicos de las construcciones territoriales de la paz, lo cual implica necesariamente repensar las relaciones regionales con los suelos y la selva.

Una guerra que se hace llamar de otra manera

A primera vista, parece posible situar la guerra química y el componente de erradicación de la política antidrogas colombo-estadounidense en el marco de otras historias y formaciones biopolíticas marcadas por el acto de matar, como la de la búsqueda activa de una paz futura por medio de actos de envenenamiento en el presente. Se trata de un modo liberal de hacer y justificar la naturaleza continua de una guerra que envuelve distintas formas de matar dentro de un imaginario de salvaguardar y de narrativas de generación de vida. El acto de matar se plantea en un tiempo “futuro perfecto” (Povinelli 2011, 167) como una forma redentora y necesaria de nacimiento que dará existencia a nuevos seres económicos y nuevos espacios de vida social. En el marco de la guerra contra las drogas, esto se ha expresado en la intervención geopolítica de moralidades liberales, como el Estado de derecho, la cultura de la legalidad, la salud pública y los medios de vida lícitos dentro de la economía capitalista.

La erradicación depende de una capacidad de hacer vivir que a su vez depende de la necesidad de hacer morir, la cual se evidencia en el significado doble de la palabra arrancar (como “arrancar la coca” o como las comunidades llaman a quienes participan en las labores de erradicación manual: los “arrancadores”). Arrancar significa dar inicio a algo -por ejemplo, al encender un motor- y al mismo tiempo desenterrar o desarraigar, una limpieza o un desyerbe violento que abre a la fuerza un espacio para que algo vuelva a crecer. En 2009, la campaña Volvamos a la Vida de la Usaid en el Putumayo propuso, según un funcionario, “preguntas reflexivas sobre las desventajas sociales de sembrar cultivos ilícitos”. Unas tarjetas postales que se repartieron como parte de la campaña mostraban un fuerte contraste entre imágenes en blanco y negro y otras a color: “¿Vivir o morir? ¿Sonreír o llorar? ¿Qué clase de vida estamos sembrando?”, decían, con lo cual planteaban una elección moral entre cosechas de pimienta o grilletes, un saxofón o una tumba, unos guayos o unos pies desnudos con la etiqueta de la morgue.

Ya me he referido a la manera en que las estigmatizantes campañas estatales en contra de “la mata que mata” producen la criminalización conjunta de “naturalezas” y “sujetos”: plantas, suelos y gentes. Una naturaleza criminalizada deja de ser objeto de conservación o protección y pasa a ser percibida como cómplice de un sujeto criminal que pierde todo derecho a recibir ayuda humanitaria, aun cuando lo que lleva a la gente a convertirse en población desplazada o refugiada no sea otra cosa que la política pública del Estado (Lyons 2016)8. Lo que resulta de esta estigmatización conjunta es lo que llamo una ecología criminalizada, la cual perpetúa y a la vez es perpetuada por las afirmaciones de la Usaid de que los suelos “pobres” son propensos a la ilegalidad.

Lo que está en juego en el fondo de la política antidrogas no es tan solo el acto de segar la vida biológica de una planta, el cercenamiento de las relaciones ilícitas entre seres humanos y plantas o la “corrección” de los suelos criminales o ácidos. Además, se trata de la asociación cada vez más evidente entre los esfuerzos de erradicación y la expansión de un modelo nacional de desarrollo conocido como la locomotora minero-energética (DNP 2010). En 2011, más de la mitad del Putumayo, al igual que varios departamentos vecinos, pasó de ser clasificada como territorio amazónico a distrito especial minero, lo que aceleró la producción de petróleo de 8 000 barriles diarios en 2000 a 48 000 en 2013 (Calle 2014). Entre 2004 y 2018, el Gobierno nacional firmó 67 contratos con 19 empresas para la exploración de las reservas de petróleo que la Agencia Nacional de Hidrocarburos calcula que existen en la cuenca Caguán-Putumayo (Solarte 2018); 37 de estos contratos se superponen con 81 resguardos indígenas, la mayoría en el Putumayo y el Caquetá (Asociación Ambiente y Sociedad 2019). En 2016, poco antes de la firma del acuerdo de paz entre el Gobierno nacional y las FARC-EP, el presidente de la petrolera estatal Ecopetrol afirmó:

La paz nos va a permitir sacar más petróleo de zonas vedadas por el conflicto [...] Con la paz esperaríamos tener la posibilidad de entrar a Caquetá mucho más fuerte, a Putumayo, a Catatumbo, sitios donde antes era difícil acceder. (“La paz nos va a permitir” 2016)

La Ley 160 de 1997 prohíbe la titulación de tierras dentro de un radio de 5 kilómetros de actividades petroleras o mineras. Para las comunidades rurales, esta ley exacerba la continua concentración de la propiedad de la tierra y la precariedad de los títulos de propiedad en un país que nunca ha tenido un periodo de incorporación completa de la clase trabajadora, una reforma agraria integral o una fase populista que separara, aunque fuera temporalmente, al Estado de las élites tradicionales, a pesar de la fama que tiene Colombia de ser una de las democracias más estables de América Latina (Carroll 2011)9.

El análisis predominante de las comunidades que viven en regiones productoras de coca es que la política antidrogas ha creado las condiciones para una forma intensificada de expansión capitalista transnacional en el cual se vinculan la inversión extranjera directa en medio de la guerra y la militarización del desarrollo. Un ejemplo concreto de esta militarización fue la creación de alrededor de dieciocho batallones especiales energéticos y viales, cuya única misión es proteger militarmente la infraestructura minera, energética y vial del país (oleoductos, taladros petroleros, centrales generadoras de energía y las carreteras atravesadas por carrotanques petroleros y tractomulas comerciales) (“18 batallones” 2012).

Además de librar una guerra contra los pueblos (Paley 2014), la política antinarcóticos se ha convertido en un pretexto para librar una guerra contra la vida, una guerra dirigida más explícitamente a la defensa del crecimiento capitalista a costa de todas las formas de vida. Así, una amplia variedad de valores sociales termina reducida a un solo valor de cambio y una diversidad de prácticas éticas acusadas de producir la muerte en vida (específicamente la siembra de cultivos de coca), o que no pueden asimilarse a los imperativos del crecimiento o se resisten a estos, son activamente sometidas a fuertes restricciones o a la eliminación. Las comunidades rurales del Putumayo perciben la fumigación aérea militarizada como un intento violento más de debilitar su fuerza de voluntad, como una forma de destruir la base material de su sustento para expulsarlas del territorio a fuerza de hambre y así facilitar las concesiones petroleras y mineras. La represión paramilitar, las políticas públicas criminalizantes y la militarización de la vida cotidiana son los componentes centrales de una guerra que se declaró contra el comunismo y el narcoterrorismo, que oculta de esta forma sus principales objetivos económicos10.

Mientras escribía el primer borrador de este libro, 6 300 integrantes de las FARC estaban dando lo que llamaron su “marcha final” a las zonas transicionales donde se desmovilizaron e iniciaron el proceso de legalización para reincorporarse a la vida civil (“Llegaron primeros cien guerrilleros” 2017). El antiguo comandante del bloque Oriental describió con agudeza este proceso: “día a día nos convertimos en lo que alguna vez fuimos: civiles, campesinos, obreros, pobres de la patria” (“Cartas desde la marcha final” 2017). De manera poco sorprendente, la transición civil y política de las FARC no ha sido una realidad fácil ni del todo celebrada. Con la elección presidencial de Iván Duque en 2018, hay cada vez más preocupación sobre la capacidad del Gobierno de cumplir con el acuerdo de paz. Como en el resto de América Latina, los asesinatos selectivos de cientos de líderes populares, especialmente sindicalistas, ambientalistas, defensores de derechos humanos y protectores de la tierra, el agua y el territorio, han seguido ocurriendo durante la transición del “posacuerdo”, junto con el asesinato de varios excombatientes desmovilizados de las FARC y sus familiares11.

Existen muchas dudas sobre la viabilidad del nuevo Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos y las comunidades cocaleras del país han denunciado que las estrategias estatales represivas siguen implementándose, incluyendo la aplicación manual de glifosato, al mismo tiempo que la administración de Iván Duque insiste en restablecer la constitucionalidad de las fumigaciones aéreas. En simultánea, el Gobierno firmó veintiocho preacuerdos regionales para la sustitución de cultivos de uso ilícito con movimientos sociales regionales en las principales regiones productoras de coca, entre ellas el Putumayo12. Las poblaciones que cultivan y dependen de la coca, la marihuana y la amapola crearon una organización de alcance nacional, la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana, para exigir que se las trate como protagonistas políticas e interlocutoras legítimas en un proceso de construcción de cambios estructurales frente a la política antidrogas.

Muchas comunidades rurales se han visto impactadas por los vacíos de poder que dejaron los frentes desmovilizados de las FARC, los cuales están siendo copados por actores nefarios y redes criminales, disidentes y grupos paramilitares reemergentes. Hasta el Gobierno mismo ha reconocido el importante papel que desempeñaban las FARC en la protección y regulación de los bosques primarios que aún quedan en el país y de los corredores de biodiversidad (véase, por ejemplo, Rubiano 2017). En 2015, un año antes de la firma del acuerdo de paz, se deforestaron 124 035 hectáreas, según el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales. Un año más tarde, esta estadística aumentó a 178 597 hectáreas -un incremento del 44 %- y en 2017 la cifra fue de 219 973 hectáreas de bosque destruidas (véase “La paradoja de la paz” 2018).

En Colombia hay un creciente debate público y un reconocimiento de que los bosques, los suelos, los ríos, los páramos, las ciénagas, los manglares, la selva, las semillas, la fauna y todo tipo de biodiversidad también pueden ser “víctimas” y escenarios de guerra que requieren un tratamiento reparativo en el proceso de transición tras el acuerdo de paz13. Más que tratar de reparar “unidades de paisaje” o “recursos naturales” deteriorados, la construcción de paz para y desde los territorios que han sido los epicentros de la guerra exige un enfoque relacional: requiere atención a las relaciones socioecológicas rotas en múltiples escalas y temporalidades, y a la pérdida de capacidades de las comunidades para permanecer en sus territorios y florecer en ellos, debido a la destrucción de las condiciones materiales para el trabajo, la producción de alimentos, la autonomía colectiva y la reproducción cultural. Es más, este punto puede ser crucial para determinar si se perpetúa una guerra que se hace llamar de otra manera -que no se reconoce a sí misma como tal- o si se crean las condiciones de posibilidad para lo que varios sectores de la sociedad civil colombiana han llamado “paz con justicia social desde y para los territorios”.

La guerra por otros medios no solo se caracteriza por la reconfiguración de los actores armados, por los grupos disidentes y las redes criminales, y por la perpetuación del asesinato de líderes sociales y defensores y guardianes de los territorios. Esta es una guerra que libran las cortes cuando invalidan los derechos constitucionales de los municipios para prohibir las actividades extractivas en sus territorios y permiten las demandas contra alcaldesas y alcaldes por apoyar esas consultas populares y acuerdos municipales. Es una guerra librada mediante la sustracción de áreas de reservas forestales o la modificación del uso y la vocación de los suelos para permitir las concesiones petroleras y mineras de gran escala, o cuando la Unidad de Restitución de Tierras y otras entidades estatales adjudican zonas de bosque a las víctimas, cambiando de esta forma los determinantes ambientales del lugar para hacer posible la llegada posterior de industrias extractivas y otras actividades industriales. Resulta difícil hablar de paz con justicia social si las concepciones de lo social se basan en una ideología modernista que separa a la vida en categorías ontológicamente distintas: naturaleza y cultura, sujetos y objetos, bío y geo, vivo y muerto. ¿Cómo podrían transformarse los procesos de buscar y hacer justicia si la violencia y el despojo se tratan como experiencias compartidas, aunque disparejas, entre una multitud de seres y elementos que componen un lugar o un territorio determinado?

En las luchas rurales contra el extractivismo, las semillas genéticamente modificadas, los biocombustibles y otras formas de agricultura industrializada, los megaproyectos de infraestructura, los tratados de libre comercio y todas las reformas neoliberales de privatización de bienes y servicios públicos y promoción del crecimiento capitalista transnacional en todo el hemisferio, lo que se ha puesto de presente, además de los derechos humanos o los derechos territoriales, son las concepciones específicas de la vida14. Por supuesto, el desarrollo nunca ha sido solo una cuestión de indicadores de progreso material y crecimiento económico: ha sido también la demarcación de un modelo históricamente específico de enjuiciamiento y control sobre la vida misma. Si bien los principios capitalistas modernos como el crecimiento, el progreso, el vivir mejor y su correlato -más desarrollo- han sido repudiados de manera exhaustiva en debates teóricos originados en el sur global desde mediados del siglo XX, estos principios siguen siendo política y económicamente dominantes (Escobar 1994, 2014).

Las luchas alrededor de cómo definir y cómo relacionarse con la “naturaleza” y los “recursos” se han convertido en uno de los aspectos más álgidos de las dinámicas políticas contemporáneas en América Latina (véanse Blaser 2009; De la Cadena 2010; Escobar 2008; Li 2015; Ulloa 2016). En los últimos cincuenta años, la región ha presenciado una creciente tensión y un vaivén entre un fuerte resurgimiento de la “izquierda” y una ola de gobiernos conservadores reforzados. Pero tanto las administraciones que se autodeclaran progresistas como las más conservadoras siguen dependiendo del llamado paradigma de desarrollo neoextractivista para alimentar sus modelos económicos convergentes y sus proyectos ideológicos divergentes (Gudynas 2014; Veltmeyer y Petras 2014). Esto plantea varias preguntas: ¿cómo pueden surgir procesos de vida alternativos y transformaciones estructurales y sostener su existencia si la justicia socioecológica y la inclusión sociopolítica siguen siendo impulsadas por el extractivismo? ¿Qué relaciones con la vida, la muerte y la defensa de los territorios se potenciarán y cuáles seguirán siendo criminalizadas, sacrificadas o hechas obsoletas en nombre del crecimiento económico y del bien social(ista)?

Cultivar ojos para ella

El viaje de madrugada hacia el corregimiento de Santa Marta revela vistas panorámicas de la cordillera Real de los Andes, interrumpidas por tanques militares y soldados que patrullan la orilla de la carretera. Al tomar una curva con vistas al inmenso río Cauca, nos encontramos con los mismos cuatro tanques que llevan meses estacionados ahí. Es el mes de agosto de 2010 y estoy acompañando a Heraldo Vallejo a visitar una finca. Heraldo pregunta por qué los soldados siguen parqueando en la misma curva y exponiéndose a ataques de mortero de la guerrilla. Al mirar por la ventana de la camioneta, en la ladera de la montaña vemos unas manchas de suelo de un rojo oxidado que parecen como si alguien las hubiera marcado con el dedo pulgar entre las nubes bajas y las densas copas de los árboles de la selva. Heraldo me explica que son cicatrices que han dejado las lluvias al arrancar las raíces de los árboles y lanzar pedazos de tierra por el barranco. Los suelos desnudos quedan expuestos a la quemadura del intenso sol ecuatorial.

Toda esta área está designada como una “zona geológica inestable”, como advierte una señal en la carretera. Irónicamente, un pendón de plástico a su lado dice: “Viaje con confianza, su Ejército está en la carretera”. Uno de los otros pasajeros de la camioneta dice algo sobre la “inseguridad de la seguridad” y, al cruzar la frontera del departamento del Putumayo y entrar en la subregión vecina conocida como la Media Bota caucana, nos encontramos en todo el medio del piedemonte andinoamazónico. La transición se siente como un paso por cientos de microecologías con cambios diminutos de temperatura en una diversidad de plantas y árboles que descansan sobre suelos más húmedos y pesados.

Hoy visitamos a un campesino llamado Edelmo para hablar de una propuesta que diseñaron él y su familia para una finca que adquirieron hace poco. Al no poder pagar el préstamo de una finca que tenían en el departamento vecino de Nariño, en 1999 migraron a Santa Marta, Cauca, en 1999, detrás de las bonanzas de coca y de tala ilegal. Después de extraer maderas de cedro, guamo y sangretoro -un trabajo agotador que deja casi muertos tanto al leñador como a la mula, según dice la gente local-, Edelmo ahorró suficiente dinero para sembrar un cultivo de coca de doce hectáreas que luego vendió por cinco millones de pesos, suficiente para invertir en una finca con tres de sus hermanos. Sin embargo, la intensificación de la fumigación aérea y las detenciones constantes de cualquiera que transportara gasolina, cemento o víveres en grandes cantidades -lo cual se asumía que era para la guerrilla- llevaron a Edelmo y a algunos de sus vecinos a erradicar voluntariamente sus cultivos de coca. Ahora estaba otra vez sembrando café, plátano y otros cultivos de pancoger, como lo hacía antes con su familia en Nariño.

“Buscábamos y buscábamos el suelo, esos suelos de calidad que estábamos acostumbrados a ver en Nariño. Después de ocho años de experimentar en la finca, todavía estamos aprendiendo a practicar la agricultura permanente”, nos dice mientras caminamos por entre arbustos de café intercalados con árboles frutales, algunas hortalizas, una fila de gallineros y corrales de cuyes. Edelmo es el líder de un grupo de treinta familias rurales interesadas en sembrar lo que llaman café amazónico ecológico. Luego de que el secretario de Agricultura municipal se negó a apoyar la iniciativa cuando supo que no incluía un componente de ganadería, Edelmo pasó un mes subiendo y bajando una montaña cercana con su celular tratando de encontrar señal para llamar a la Federación Nacional de Cafeteros en Bogotá. Pero en la Federación le decían que no estaba ubicado en una zona cafetera. “Dicen que es el piso térmico equivocado con el tipo de suelos equivocado y se niegan a venir a ver todo lo que hemos avanzado o al menos probar la calidad del café”, nos contó, visiblemente frustrado. Además, la oficina regional de lo que en ese entonces era el Incoder se negaba a titularle la tierra para la nueva finca que su familia está planeando al otro lado de la carretera.

Edelmo pidió un título de 28 hectáreas en una zona cubierta en gran parte por bosque primario. La intención era conservar alrededor de 17 hectáreas de bosque y aprovechar el resto para cultivos agrícolas. Cuando le preguntaron por qué no planeaba hacer “mejoras” (léase deforestar) en dos tercios del terreno, les explicó a los funcionarios del Incoder que su objetivo era incorporar la protección del bosque natural en su sistema agrícola. La agencia le negó su solicitud y le otorgó un título para lo que consideraban que sería una “finca de trabajo” económicamente viable. Edelmo cuestionaba las aparentes contradicciones entre las políticas estatales ambientales y de desarrollo. Por una parte, el Gobierno decía defender la conservación de los bosques y pretendía poner en cintura la expansión “desorganizada” y casi totalmente espontánea de la frontera agrícola. Por otra parte, los planes nacionales de desarrollo repartieron el territorio en concesiones para la explotación petrolera y la minería de gran escala, los aviones aspersores sobrevolaban la selva ahogándola en glifosato y las fuerzas militares bombardeaban presuntos campamentos guerrilleros, acabando con todo lo que los rodeaba15. Mientras bajamos por una ladera resbaladiza, Edelmo reconoce con cierta vergüenza la existencia de unos brotes de coca que vuelven a aparecer cuando no los está vigilando.

A pesar de los problemas con el Incoder, la familia dice que su plan es seguir adelante con su proyecto de vida. En la cocina, Edelmo despliega un mapa de la nueva finca, dibujado a mano, que se llamará Melina como su hija menor, y le dice a Heraldo que lo invitó el día de hoy debido a su fama de ser el hombre amazónico. Antes de que Edelmo siga compartiendo los detalles del proyecto agroforestal, Heraldo sugiere hacer un inventario de la finca actual. ¿Qué compra la familia?, les pregunta. ¿Qué producen? ¿Cuál es su relación con la selva? Al hacer la lista, la balanza se inclina claramente hacia un lado. Compran tanto como producen y solo se alimentan de cinco “plantas silvestres”: cilantro cimarrón, maracuyá, guanábana, la palma de milpesos y un fruto que se parece a la cereza pero que no saben cómo se llama. Aceptan abiertamente su desconocimiento de gran parte de la vida vegetal que crece a su alrededor y nos cuentan que nunca pescan en el río ni mantienen una huerta (ni convencional ni de otra clase). Heraldo responde:

Tenemos esa idea de que tenemos que comer lo que sembramos y si no tenemos un lugar para cultivar, entonces compramos comida o aguantamos hambre. Los agrónomos nos dicen que para cultivar la tierra debemos “corregir” el suelo y sembrar variedades de alto rendimiento para el mercado. Dicen que las otras maneras son atrasadas y ahora nosotros somos los que terminamos siendo consumidores pobres y dependientes. ¿Qué tal si cultivar aquí significa cultivar ojos para ella, para la selva?

Con el paso de los meses, fui aprendiendo que “cultivar ojos para ella” tiene que ver con recuperar e innovar toda una serie de prácticas que se extienden mucho más allá de la producción y el consumo dirigidos hacia los seres humanos. Además, “no tener un lugar para cultivar” no solo se refería a una carencia material o física, sino a relaciones rotas, que también están aún por cultivarse y transformarse. Edelmo y su familia expresaban una alienación incómoda de las múltiples y dinámicas asociaciones que componen y descomponen el lugar que estábamos pisando físicamente y, por consiguiente, del mundo del cual forman parte sus vidas. En el camino de vuelta al Putumayo, Heraldo me dijo que ni Edelmo ni el Incoder estaban enredados con la selva. Edelmo tiene dudas porque cuando ve más allá de los límites de sus cultivos ve un mundo extraño de rastrojo, mientras que el Incoder es incapaz de ver cualquier cosa diferente a un espacio físico que debe ser “protegido”, “vigilado” o “trabajado” (nada más que hectáreas de tierra).

Cultivar ojos para ella, la selva, no es lo mismo que tener ojos para ella. No es una mirada posesiva de captura, aunque la sintonía de los sentidos con diferentes texturas, sabores y usos que forman parte de aprender a ver y a habitar el mundo de forma distinta puede tener un elemento de seducción. De hecho, quizás la selva no sea ni siquiera una mujer. Pienso en ella más bien como el espíritu de aquello que está por venir, de aquello que fue, del pensamiento y la memoria de la selva, una memoria que no está atrapada en dualismos modernos, como masculino y femenino, bíos y geos, o sintiente e inerte.

En nuestra siguiente visita a Edelmo, cruzamos la carretera hacia el otro lado de la finca actual de la familia. Al subir por un sendero resbaladizo, las copas ya conocidas de las palmas y las ceibas se destacan entre las variedades menos imponentes. Los matorrales están llenos de semillas, frutas caídas, cáscaras podridas, capas y capas de ramas y enredaderas que se retuercen de arriba abajo y en todo nuestro alrededor. “¿Qué ven?”, nos pregunta Heraldo. Y, antes de que podamos contestar, dice: “Yo veo una ensalada”. Se relame los labios y me lo imagino comiéndose toda la variedad de platos que empiezan a surgir ante nuestros ojos.

Edelmo y yo nos damos cuenta de que habitamos un lugar que es a la vez el mismo pero muy diferente. La maleza se vuelve ensalada, la corteza de los árboles nos brinda especias intensas, y una docena de tubérculos, nueces, frutas y verduras emergen de todos los rincones del bosque. Una fila de hormigas podadoras arrastra su comida bajo la tierra. Al pasar por unas diminutas cascadas evitamos las arañas venenosas del tamaño de un puño, pero al pasar al otro lado unas hormigas rojas nos mordisquean el cuello. Heraldo se detiene a recoger buchón, una planta acuática que absorbe metales pesados, y le sugiere a Edelmo sembrar varias hileras cerca de la fuente del agua que toma la familia. Luego empieza a señalar un patrón de árboles leguminosos como el guamo, que fija el nitrógeno, o palmas y helechos que concentran fósforo, y árboles de hojas cerosas como el plátano que le riegan potasio a un mundo invisible subterráneo. “Toca fertilizar químicamente con un 10-30-10 sintético para crear un N-P-K accesible”, dice Heraldo, caricaturizando a los agrónomos que acompañaron las distintas fases de los proyectos de sustitución de cultivos y de desarrollo alternativo financiados por el Plan Colombia16. “Nosotros decimos que no. El N-P-K está a todo nuestro alrededor, creado por las comunidades de plantas y microrganismos. Se alimentan entre sí mientras que nutren la hojarasca. Si no confían en mí, al menos lleguen a un acuerdo con la selva. Ella no permite imposiciones”, nos dice.

En esas visitas a fincas y en los talleres agrícolas alternativos de educación popular a los que invitaban a Heraldo para que asistiera y liderara, y en todo el tiempo que pasé con él en su propia finca, observé procesos de desaprender y reaprender, o lo que empecé a concebir como trayectorias diversas de hacerse aprendiz de selva. Entiendo este aprendizaje no como un sometimiento ambientalmente determinista a la selva, sino como un proceso experimental de aprender a seguir a la selva, a cultivarla y ser cultivada por ella17. Stengers y Pignarre (2011) hablan de las trayectorias de aprendizaje para referirse a los procesos heterogéneos y divergentes que siempre están situados por el lugar en el cual han logrado arraigarse. Según estos autores, estas trayectorias no crean una imagen de un movimiento masificador, sino

nuevas formas de aprender una situación, las cuales abren paso a la producción de nuevas formas de actuar, de conectarse, de tener un margen de maniobra allí donde los protagonistas clásicos habían aceptado el problema como una formulación planteada desde una experticia supuestamente científica y por ende “neutral” [y generalizable]. (55)

El tipo de unidad que emerge entre distintas trayectorias de aprendizaje no produce un sentimiento de tener algo “en común”, sino una capacidad, en sus palabras, de “vibrar en conjunto” (54), y de tomar nuevas capacidades de esta energía vibracional para imaginarse y situarse en un medio determinado.

Heraldo y yo bromeábamos sobre lo que yo llamaba sus gafas de selva. Pero, más que un lente que las familias rurales se ponen para afinar su mirada hacia la ecología del bosque tropical, el proceso de cultivar ojos para la selva es un aprendizaje, desaprendizaje y reaprendizaje que tiene lugar en todos los sentidos: desde los dedos hasta los pies, del corazón a los intestinos, de los ojos a la lengua. Esto lo conceptualizo no tanto como una subjetividad ambiental emergente, sino más como una relacionalidad continua y en transición. Cultivar ojos para ella le permite al ser humano amazónico caminar distinto, experimentar nuevos sabores, identificar semillas olvidadas, cultivar “maleza”, reciclar “basura”, oír a las plantas, sentir las vibraciones y participar en intercambios diferentes.

El ser humano amazónico es un humano en el que lo humano -lo que significa ser humano- está necesariamente compuesto por la selva y se descompone en ella al seguirla sin mediar ninguna garantía preestablecida de dominio humano o de un campo sensorial solamente humano. Dicho de otra forma, “cultivar ojos para ella” produce un tipo diferente de ser humano, un humano que se hace uno solo con las condiciones agroecológicas y territoriales de la selva, en vez de establecer su humanidad y, por ende, su singularidad ontológica, por medio del dominio o la colonización.

Conocí a varias familias y redes rurales campesinas que habían empezado a recuperar semillas no comerciales y a experimentar con nuevas recetas, remplazando las papas andinas con tubérculos amazónicos autóctonos y cultivando comunidades de arbustos y árboles que generan su propio N-P-K. Algunas de estas familias recolectan orina y heces humanas y animales para nutrir a los microorganismos y las plantas que, a su vez, ayudan a preparar alimentos para los humanos y otros animales. Otras disponen sus cultivos según la orientación y la intensidad del sol, con lo cual generan múltiples capas de follaje que al mismo tiempo producen suelos que constantemente se desaparecen al convertirse en nutrientes para otros organismos. Recomiendan remplazar las huertas cercadas y sembradas a ras del suelo de las verduras andinas de clima templado (como la lechuga, el tomate y la cebolla convencionales), que requieren constante atención, insumos químicos, semillas comerciales y nuevas siembras después de cada cosecha. Prefieren cultivar huertas amazónicas donde las enredaderas y los tubérculos pueden, según dicen, “crecer libremente” y producir alimentos para los seres humanos y otras criaturas cada quince días.

Como lo dice Heraldo con sencillez -aunque no sea para nada sencillo en la práctica-, quien quiera evitar la dependencia de dinámicas de mercado y modelos agronómicos convencionales dictados por entes externos también debe evitar atrapar a las plantas, las semillas, los suelos y los árboles. Sin embargo, no existe un modelo agrícola nuevo que pretenda estandarizarlo todo: solo plántulas, experimentos y lecciones para compartir y reinventar (o no) de una finca a la otra. Lo que une a estas familias y redes campesinas es su deseo de crear paisajes ético-materiales alternativos con sus respectivas posibilidades económicas, políticas y ecológicas. Cuestionar qué significa definir un suelo como “bueno” o “productivo” genera preguntas sobre los valores y las prácticas en las que se basa esa idea de la productividad centrada en el mercado y, en últimas, en el ser humano.

Propongo entablar un diálogo entre la propuesta de Heraldo de cultivar ojos para ella con lo que Stengers (2005) llama una ecología de prácticas. En el contexto de la Amazonía, lo que está en juego son prácticas de trabajar, cultivar, comer, cagar y descomponerse, que están parcialmente conectadas porque ninguna de ellas ofrece una respuesta completa sobre cómo seguir y responder a la selva. Cada vez que una práctica se transmite de una persona a otra, cada vez que pasa un flujo de microorganismos-aire-agua-semillas-luz solar-gallinas-raíces a otro, esta práctica se reconstituye y rejustifica. Stengers nos recuerda que las prácticas no pueden separarse de sus entornos y, al aproximarse a ellas prestando atención a cómo divergen como respuesta a cada situación y a las preguntas y preocupaciones relevantes en estas situaciones, puede abrirse la posibilidad para crear lo que ella llama un “paisaje práctico diferente” (2005, 187). Cultivar ojos para ella implica aprender cómo entrar a participar en procesos que Heraldo conceptualiza como lecturaleza: lectura-naturaleza. Otros amigos campesinos, Nelso y Elva, lo llaman un proceso de ojimetría, que depende de cultivar con destreza el campo visual y el arte del tacto.

No concibo la lecturaleza como algo parecido a las reproducciones biomiméticas de la “naturaleza”. El campo de la biomímica está profundamente ligado al militarismo estadounidense y a los desarrollos tecnológicos del complejo militar-industrial. Es más, la lecturaleza no depende de un ideal de un objeto “allá afuera en la naturaleza” que se abduce a las intenciones creativas de una mente humana que se concibe como externa a lo que se está reproduciendo. La lecturaleza tampoco depende necesariamente de variables que pueden fijarse y mantenerse constantes en condiciones distintas. Por ejemplo, Heraldo me aconsejaba que la mejor manera para evitar consumir plantas venenosas es seguir a las vacas cuando están pastando o que, si me llegaba a perder en la selva, debería seguir los movimientos de los micos de árbol a árbol.

Heraldo me enseñó que la lecturaleza implica un seguimiento como de aprendiz, un proceso de unirse y responder al flujo de las fuerzas, los seres y los elementos que componen y descomponen un lugar particular. “Seguir”, como señalan Deleuze y Guattari, “no es lo mismo que reproducir” (1988, 377). Mientras que la reproducción implica un procedimiento de reiteración, seguir implica una itinerancia o ambulación: no se trata de describir el relevo de relaciones entre una cosa y otra, sino el acto de seguir las líneas de crecimiento y movimiento por las que surgen y se desenvuelven las cosas. Deleuze y Guattari insisten en que, cada vez que nos encontramos con la materia, siempre es materia en movimiento, en variación, en transición, por lo cual la “materia-flujo” (410) solo puede ser seguida. Así mismo, la lecturaleza no es cuestión de que la gente copie lo que hacen las vacas o los micos, sino del trabajo itinerante y de improvisación de seguir a las vacas, a los micos, a los insectos, a las raíces, y a los ciclos solares y lunares en condiciones materiales cambiantes y situaciones emergentes: ciclos de nutrientes, reproducción bacteriana, hojas caídas en descomposición, patrones de lluvia, y factores climáticos y de humedad en constante movimiento.

El aprendizaje itinerante de las relaciones en transición -como el crecimiento de una planta desde la semilla; un animal que come y luego caga abono que se descompone en los ciclos metabólicos de los microorganismos que alimentan a las raíces de las plantas, las cuales también fijan el nitrógeno del aire; las distintas duraciones de la luz solar directa en un lugar determinado; las fases lunares en rotación- produce lo que Heraldo llama conocimiento vivo. Este emerge de las trayectorias de aprendizaje que constituyen la vida y el trabajo de una persona y las muchas vidas con las que esa persona trabaja, de las que come y en las que luego defeca. Heraldo contrasta este proceso atento y experimental de seguir y responder a la lecturaleza con el objetivo científico de cosechar conocimiento. La lecturaleza no es simplemente un proceso de ensayo y error, sino un proceso que emerge de la necesidad de resolver problemas concretos y hacer preguntas relevantes para la vida cotidiana en la finca y en el territorio.

Muchas familias rurales que migraron o fueron desplazadas al piedemonte amazónico, como la familia de Edelmo, expresan problemas parecidos a los que enfrentan los agrólogos del IGAC. Intentan ubicar y trabajar en un suelo “productivo” y “de calidad”, y cuando no encuentran este suelo recurren a un repertorio específico de soluciones como el fuego, los fertilizantes sintéticos, el ganado y el abandono. Precisamente, se le acusa a la constitución efímera y frágil de estos suelos locales de frustrar los proyectos humanos.

Para Heraldo y las otras familias que participan en las diversas redes agrícolas alternativas que conocí, en cambio, el problema que debe resolverse no es el mismo, por lo cual las clasificaciones taxonómicas de los suelos que pretenden establecer sus “capacidades productivas” no ofrecen soluciones al “enigma” de la planicie amazónica. Estas familias no se enfrentan a suelos “pobres”, ni siquiera a suelos “diferentes”. Los suelos son una relación dentro de la cual ellos mismos se desaparecen y se convierten en algo más que ellos mismos componen18. Incluso cuando estas comunidades campesinas interactúan con funcionarios del Estado no articulan al “suelo” como un objeto estable, sino como un manojo de relaciones que no dejan nada atrás: ni las plagas, ni la orina, ni la maleza, ni siquiera sus propias heces.

Lecturaleza

En una ocasión, acompañé a Heraldo a una reunión con una asociación de cafeteros en proceso de formación en la vereda Verdeyaco en la Media Bota caucana. Uno de los campesinos se puso de pie para hablar en nombre del grupo y nos dijo que el entorno era muy distinto al de los lugares que muchos de ellos veían como su hogar y que fueron forzados a abandonar en la región andina. Él y sus vecinos, nos dijo, “temían chocar con el territorio”. Querían evitar convertirlo en un desierto de monocultivos de café. “No queremos ser tan solo económicamente sostenibles, sino también ecológicamente”, explicó. Debido a la falta de asistencia técnica adecuada para el entorno andino-amazónico por parte del Estado, nadie en la comunidad tenía claro cómo proceder para diseñar sus fincas de policultivos.

“¿A quién le preguntamos?”, Heraldo increpó al grupo. Alguien sugirió que lo mejor sería consultar a la población más antigua de la región, que seguramente ya debía haber descifrado cómo adaptarse a “esas condiciones tan tenaces de la selva”. Aunque esto no se consideró una mala idea, Heraldo tenía otra cosa en mente. “¿Y qué tal si le preguntamos a la planta misma? ¿Por qué tenemos la costumbre de pensar que solo los expertos foráneos nos pueden dar asistencia técnica?”, preguntó. “¿Por qué pensamos que las únicas que saben son las mentes humanas?”. Luego continuó: “Las fincas hablan, las plantas saben y la familia humana responde”. En el capítulo 5 regreso a la idea de las “fincas que hablan”. Para ilustrar este punto, Heraldo compartió una anécdota con el grupo: un día, un campesino estaba trabajando cuando llegaron unos agrónomos del Estado hablando maravillas de una semilla de heno nueva y mejorada que estaban repartiendo por toda la región. Le dijeron que esta semilla tenía tecnología de punta y que, sin duda, iba a duplicar las cosechas y, por supuesto, las ganancias. Debería empezar a sembrarla ya mismo. Antes de salir para la siguiente finca, generosamente le dieron una bolsa de semillas de cortesía. El campesino se rascó la cabeza y se tomó un momento para pensar la situación. Se dijo a sí mismo:

¿A quién le pregunto por esta semilla? Si voy y hablo con otro agrónomo, me va a decir que esta nueva variedad es una invención infalible. Si voy y pregunto en la Secretaría de Agricultura municipal, me van a tratar de convencer de que siembre quién sabe cuántas hectáreas. Si le pregunto al vecino, seguro me dice que tampoco sabe. ¿A quién le pregunto?

El hombre siguió confundido otro rato, con la mirada paseándose por su finca, pero enseguida pareció tranquilizarse. “Ya sé. Le voy a preguntar a la mula”. Entonces sembró dos semillas, una de la nueva variedad y otra de la tradicional, y cuando llegó la hora de cosechar el heno puso las dos variedades en el piso frente a la mula. “Escoja usted”, le dijo. La mula se acercó al heno producido por la nueva semilla, bajó la cabeza, la olfateó y se volteó para otro lado. Luego se fue hacia la variedad tradicional del campesino y se sentó a comer. “Bueno, ahí tengo mi respuesta”, dijo el campesino, y podía jurar que la mula se volteó hacia él con una mirada astuta.

La ciencia del suelo del Estado: clasificada en medio de la clasificación

Mientras caminamos por un campo embarrado en el municipio de Fusagasugá, Cundinamarca, a dos horas de Bogotá, una mujer de edad se estira por encima de la reja de su patio para ofrecernos una taza de café, mientras Oscar, el agrólogo al que estoy acompañando, le explica que su predio es parte de un área piloto que el IGAC considera representativa del relieve y el clima dominantes del municipio. Le pregunta si le molestaría si entramos a levantar unas muestras de suelo de su finca. De inmediato, la mujer se muestra nerviosa y asume que nuestra visita tiene que ver con un avalúo catastral. Apenas Oscar le asegura que las muestras solo se van a usar para establecer la vocación del suelo para el plan de desarrollo municipal y no van a afectar los impuestos prediales de la familia, nos da permiso para seguir. Oscar y dos hombres de Fusagasugá contratados solo por ese día empiezan a cavar un hueco de sesenta centímetros de profundidad. La excavación revela lo que los científicos llaman un perfil de suelo, el cual produce tanto un objeto de estudio como una sensación placentera al admirar los diversos colores y texturas del mundo que antes se ocultaba bajo nuestros pies. Este corte vertical expone lo que la ciencia del suelo convencional llama los horizontes O, A, B y C con sus respectivas profundidades, tonalidades y esculturas. En esos detalles es que se dice que el suelo expresa su “personalidad” y a través de los que los científicos del suelo comienzan a interpretar la “voz del suelo”.

Desde potreros de ganado, laderas empedradas y pisos musgosos de bosque, veo cómo los suelos se convierten en muestras -lo que para mí tiene la apariencia de barro- y dejan atrás una densa existencia (de localidad, historicidad, relacionalidad ecológica) para quedar selladas en bolsas plásticas y emprender el viaje de dos horas hasta el Laboratorio Nacional de Suelos en Bogotá. Mientras está todavía en el campo, Oscar empieza a hacer un proceso de clasificación usando una cartilla Munsell de colores que traduce los niveles de humedad. Por ejemplo, me explica que las tonalidades grisáceas indican que el agua tal vez no está fluyendo libremente a través de los horizontes del suelo. Con un lente sencillo analiza el tamaño de los poros y cuenta las raíces, y utiliza un pequeño kit para examinar si hay unas cenizas volcánicas esponjosas que pueden indicar la presencia de reservas de agua subterránea. La textura se categoriza en términos del porcentaje de arena, limo y arcilla. Luego les aplica unas gotas de agua a algunos pedazos y las amasa en bolitas en la palma de la mano. En su tabla de anotaciones categoriza su consistencia como pegajosa, grasosa o grumosa. Antes de seguir a la siguiente excavación, Oscar toma nota de la vegetación, los patrones de uso del suelo, el relieve y otras características visibles del terreno cercano.

En el reconocido recuento de Latour (1999) del trabajo de los científicos del suelo en la Amazonía brasileña, el autor concibe la cartilla Munsell como un intermediario que forma parte de una cadena sucesiva de transformaciones e inscripciones que permiten abstraer un ente delimitado. Ninguno de estos intermediarios se parece a nada: hacen mucho más que mostrar parecidos. Según Latour, toman el lugar de la situación original sin llegar del todo a sustituir lo que han recolectado19. Aquello que los científicos se esfuerzan por producir es un retrato del suelo como un individuo único con un funcionamiento interno que refleja su “naturaleza” y su “personalidad”: siempre es un tipo de suelo; no existe una categoría genérica para este ente. El suelo como un nexo vital reducido a partes cada vez más simples, que luego pueden expresarse en el lenguaje de ecuaciones estadísticas, también desafía esta suma de partes y se resiste a ser desmembrado por completo en un conjunto de esencias aisladas. Al destaparse la tierra que yace bajo nuestros pies en el acto de hacer un perfil de suelos, presencio el primer movimiento de observación, sustitución y “prácticas de delimitación” (Latour 1999, 140). Los grumos de tierra empiezan a enmarañarse en palabras, números, símbolos y gráficos que hacen posible el paso de tierra y cúmulos de barro a texto. Del mismo modo va tomando forma la carrera del científico del suelo y el suelo cambia de estado para poder cambiar de ubicación.

Cuando regresamos al IGAC, las bolsas de tierra se envían al laboratorio y se reparten entre las distintas disciplinas científicas. Veo a los microbiólogos separar las raíces muertas de los organismos vivos antes de poner las bolsas en un refrigerador para retener su humedad. Se esfuerzan por lograr que esas muestras que antes habían estado repletas de vida aún conserven alguna cantidad medible de ella. Los físicos de suelos pesaban las muestras y las dejaban secando en el techo para luego cernirlas y pesarlas de nuevo cuando se evaporara toda el agua. Esto podía tardar semanas según el impredecible clima bogotano, y sus horarios laborales dependían de la humedad relativa, las horas de luz solar y los niveles de lluvia de un día cualquiera. Los químicos luego recibirían una sustancia polvorosa para diluirla aún más, hasta convertirla en una solución de tubo de ensayo que serviría para llevar a cabo experimentos para establecer su nivel de fertilidad.

Oscar me explica que, cada vez que un coloide de humus se disgrega en sus componentes químicos más básicos, los científicos llegan a un ácido con una concentración levemente distinta. El humus requiere que se ejecute el mismo experimento seis veces para coordinar los diferentes resultados. Lo que luego Oscar interpreta como humedad, nivel de pH, fertilidad y contenido orgánico y de arcilla es una representación parcial de relaciones que se vieron necesariamente interrumpidas en el viaje del campo a la cartilla de colores, al laboratorio, al refrigerador y a la solución de tubo de ensayo. Esto es lo que le permite definir la muestra que levantamos en Fusagasugá con precisión como un inceptisol: joven, ácido, de baja fertilidad, con una probabilidad del 50% de susceptibilidad a la erosión y de uso agrícola limitado.

Además, esta clasificación de suelos implica un tipo específico de comparación en la cual la definición de lo que es “adecuado/inadecuado”, “estable/inestable”, “funcional/disfuncional” organiza jerárquicamente aquello que se compara. Desde una perspectiva científica, los suelos se definen en el marco de un sistema taxonómico con base en sus propiedades “naturales”. Sin embargo, como ya lo he señalado, los órdenes taxonómicos en sí mismos no le interesan al Estado. Lo que sí le interesa es la clasificación adicional de estos grupos en categorías técnicas para el uso potencial del suelo. Los dos sistemas de clasificación que se usan en Colombia se adoptaron oficialmente en la década del setenta, provenientes del USDA: taxonomía del suelo (doce órdenes) y clasificación de tierras por capacidad de uso (ocho clases)20. La segunda organiza los suelos jerárquicamente según las limitaciones que afectan su uso para la producción de cultivos convencionales y de plantas para la ganadería sin deteriorarse con el tiempo. Las limitaciones de los suelos de clases I, II y III se categorizan como leves para la agricultura; mientras que las clases VI, VII y VIII se consideran altamente limitadas, insostenibles para el cultivo y aptas únicamente para el pastoreo, los bosques, la vida silvestre o para fines estéticos.

Si bien las perspectivas científicas dominantes sobre la calidad y la salud del suelo han empezado a ver los suelos por medio de una conceptualización más centrada en los ecosistemas (véase, por ejemplo, USDA-NRCS 2010), la expectativa sigue siendo que los agrólogos no se queden en retratos de un suelo particular, sino que amplíen su perspectiva al nivel de unidades de tierra utilizando un sistema de clasificación basado en imperativos capitalistas, el cual otorga más valor a los suelos con mayor productividad agrícola que a todos los demás. De esta forma, los suelos primero se convierten en un objeto mediante su separación de la tierra y del ecosistema terrestre. Pero, a la vez, su definición determina la administración de los usos del suelo concebido como propiedad y como tierra cultivable con capacidad potencialmente productiva. De acuerdo con la comprensión relacional de la infraestructura de Bowker y Star (2000), los suelos son también aquello que emerge en el medio: en medio de lo que los científicos definen como las “propiedades naturales” y las “relaciones sociales” mediadas por la tecnología y que emergen con valores diferenciados de los códigos tributarios, las condiciones para la aprobación de un préstamo, los planes de desarrollo y, como nos lo muestra Edelmo, la (im)posibilidad de embarcarse en proyectos de vida agrícolas específicos con la aprobación del Estado, así como en ciertos sueños posibles de transformaciones territoriales y economías rurales alternativas. Este doble proceso de producción de suelos, cuyo valor depende de su capacidad de asumir el rol de unidades de tierra propicias para la productividad agrícola, es el que deja perplejos a los agrólogos del IGAC que trabajan en la Amazonía, quienes deben lidiar con los nuevos problemas que resultan de las soluciones que les ofrecen sus propios sistemas de clasificación.

Como aprendí de Heraldo y de otras personas, la impermanencia de los suelos amazónicos -su existencia en constante metamorfosis- los hace incapaces de ser disociados de una red entrelazada en la cual cada elemento se halla implicado en la existencia del otro. Su existencia se asemeja a lo que Karen Barad ha llamado la intraacción o la “constitución mutua de agencias entrelazadas” (2007, 33)21. ¿Cómo se clasifica taxonómicamente una intraacción? Los científicos del suelo afiliados al Estado se enfrentan al dilema de cómo hacer productiva la tierra siendo que ninguna tierra puede existir sin un suelo que está unido íntimamente con la selva, sin un suelo que se alimenta de y alimenta a la selva. Engendrar al “suelo” como un ente estable, en contraste con vivir con “los suelos” en una relación perpetua, es una contradicción inherente a la noción clasificatoria de aquello que es o no es tierra productiva. Pude presenciar cómo esta compleja relacionalidad sigue siendo un escenario de luchas para los agrólogos cada vez que salta a la vista la fuerza material y ética de la clasificación científica.

En la década de los ochenta, Cortés y un pequeño grupo de agrólogos colombianos intentaron mediar esta tensión describiendo los suelos amazónicos como “diferentes” en lugar de “pobres” o “deficientes”. Sin embargo, esta “diferencia” está insertada en un marco ontológico de comparación en el cual las definiciones de los suelos tienen como punto de referencia las condiciones naturales de zonas templadas, como la profundidad, la fertilidad química, los niveles neutros de pH, la longevidad y la juventud, así como una serie de códigos morales que delimitan su uso legal y apropiado. La terminología científica occidental del pH neutro está cargada de juicios de valor éticos y semióticos, puesto que las condiciones que se consideran óptimas son las ligeramente alcalinas. La “diferencia” implica de manera inherente una desviación de un estándar productivo, el cual atrapa a los científicos en una jerarquía en la que los “suelos diferentes” casi inevitablemente se convierten en suelos problemáticos. Los agrólogos se enfrentan a un terreno “enigmático” que problematiza el alcance limitado de sus dispositivos de inscripción, así como la lógica económica productivista, y los supuestos climáticos y agroecológicos en los cuales se basan esos dispositivos. Conversando con una agrónoma y entomóloga que trabaja para la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés) y el IGAC, quien representó a Colombia en los encuentros de la Alianza Suramericana por el Suelo, hablamos de las otras opciones que los científicos del suelo colombianos habrían podido seguir en vez de adoptar las clases de suelos del USDA. En Brasil, según me explicó, se creó un sistema taxonómico propio, ya que gran parte del país (en particular la Amazonía) se consideraba improductiva de acuerdo con el sistema del USDA. En su opinión, hubiera sido preferible que el IGAC implementara el enfoque de zonificación agroecológica integral de la FAO, perspectiva que coincide con la de Pedro Botero en los años setenta, cuando se institucionalizó la taxonomía del USDA. Pero ella misma reconoció que ya sería muy difícil cambiar de sistema de clasificación, porque todo el país había sido estudiado recientemente a escala 1:1 000 000 usando el sistema del USDA.

Bowker y Star (2000) nos invitan a concebir la clasificación como una práctica de trabajo dentro de la cual se toman decisiones que llevan a las personas a usar categorías en las que no necesariamente creen y hasta pueden parecerles éticamente problemáticas. Resulta interesante que el mismo Cortés, reconocido por institucionalizar los sistemas de clasificación de suelos del USDA en Colombia desde el IGAC, luego sería uno de los primeros en publicar artículos en los que cuestiona su aplicabilidad universal, especialmente sus imperativos centrados a toda costa en el desarrollo para los bosques tropicales del país (Cortés e Ibarra 1981)22. En sus artículos, Cortés conminó a sus colegas a adoptar una postura “conciliadora” hacia la Amazonía -en contraste con la “mentalidad andina” dominante-, imaginando sistemas agrícolas que permitieran cuidar a los suelos y al mismo tiempo garantizar su “uso racional y productivo”. Más que una mentalidad, este es un léxico de construcción de nación fundamentado históricamente en una separación de la naturaleza, una naturaleza que es vista a la vez como objeto y como paciente, y que solo adquiere valor cuando sus “limitaciones inherentes” se corrigen mediante el uso de insumos químicos y otras enmiendas comerciales e invenciones humanas. Refiriéndose al levantamiento de suelos del Putumayo, Cortés me dijo: “Deberíamos hacer recomendaciones que cambien totalmente el uso y el manejo del suelo en lugar de forzar a la región a encajar en las taxonomías del USDA. Sería excelente si pudiéramos recomendar agroecología o agroforestales”. Sin embargo, los intentos de los agrólogos del IGAC por producir lo que llamo una “ciencia menor” se han visto limitados por sus sistemas de clasificación, sus posiciones institucionales, sus fuentes de financiación y su estatus como consultores técnicos, en vez de hacedores de políticas.

Encontré una situación similar en el Laboratorio de Microbiología Agrícola Aplicada del Instituto de Biotecnología de la Universidad Nacional de Colombia (IBUN). Cuando estaba empezando mi trabajo de campo, me invitaron a hacer una presentación sobre mi investigación etnográfica en una de las reuniones semanales del laboratorio. En esa reunión, el director del laboratorio, Daniel Uribe, corrigió mi caracterización del laboratorio:

Su presentación me deja la impresión de que usted nos ve como la realidad opuesta a las asociaciones industriales. Desafortunadamente nosotros no ofrecemos una tecnología alternativa a las técnicas de manejo agrícola de los gremios industriales. Nuestro trabajo con la Federación Nacional de Arroceros [Fedearroz], por ejemplo, es temporal y coyuntural. En unos dos años probablemente ya no estaremos trabajando con arroz.

Uribe no estaba de acuerdo con el nivel de poder e influencia que yo le había atribuido al personal de microbiología de suelos del IBUN, porsu colaboración con los gremios agrícolas industriales y la financiación que recibían del Ministerio de Agricultura y el Departamento Administrativo de Ciencia, Tecnología e Innovación (Colciencias)23. Uribe y el resto del equipo de microbiología del laboratorio insistían en que su colaboración con Fedearroz solo se dio después de que la industria arrocera sufrió grandes pérdidas económicas y entendió que tendría que competir directamente con las importaciones de arroz de Estados Unidos, al vencerse las medidas de protección temporales que hacían parte del acuerdo de libre comercio firmado con ese país. “Apenas se dieron cuenta de que les iba a afectar la billetera, vinieron a buscarnos”, me explicó Javier. “Dijeron: ‘¿No nos habían hablado de unos microorganismos?’”. La atención del gremio industrial a la microbiología de suelos aplicada estaba atada a los tratados internacionales de libre comercio y a los flujos capitalistas y no, como argumentaban los científicos del IBUN, a una transformación repentina del sector arrocero y de su enfoque miope en las semillas mejoradas y la manipulación genética hacia una consideración del rol potencialmente benéfico de la biota del suelo.

Como lo mencioné al comienzo de este capítulo, los agrólogos del IGAC reconocen que, si bien los levantamientos de suelos del Estado implican un trabajo de campo, en esos viajes no se llevan a cabo consultas con las comunidades rurales que tienen sus propias prácticas materiales situadas e informadas conceptualmente en (y con) los ecosistemas amazónicos. Por ejemplo, en vez de clasificar los suelos en dos categorías taxonómicas generalizadas de improductividad agrícola, en 2002 Heraldo y otros dos colegas hicieron un esquema con nueve tipos de sistemas de tierras con sus respectivos potenciales y limitaciones agrícolas: escarpes, terrazas altas, colinas, mesones, lomeríos, vegas, zonas de várzea, cochas y humedales (Vallejo, Campaña y Muchavisoy 2002). Las vocaciones agrícolas no se conceptualizan como si fueran un atributo distinto de los humedales, las cuencas y los bosques. Tampoco hay suelos “malos” o “pobres”. En un artículo publicado en una revista local del Putumayo que ya no existe, Heraldo escribió:

en realidad las tierras no pueden verse siempre como suelos con capa arable, tampoco como sustratos para la corrección química de la acidez, ni como un depósito de nutrientes para su balanceamiento en el establecimiento de cultivos [...] El estudio de la dinámica de los suelos amazónicos a partir de los componentes orgánicos vivos o en proceso de descomposición, encierra una historia particular. (Vallejo 1993, 18)

Por esta razón, el servicio de Servientrega para suelos que implementó el Gobierno, el cual invita a los campesinos a enviar muestras de suelo a un laboratorio urbano por una empresa de mensajería para recibir diez días después un estudio de suelos y recomendaciones técnicas para la fertilización química de un cultivo comercial determinado, no ha sido de mucho interés o utilidad para la mayoría de las comunidades rurales del Putumayo24. Los análisis de laboratorio de este tipo solo dicen que los suelos locales son demasiado ácidos y de mala calidad, porque no entienden que los suelos de la región son organismos vivos, procesos de descomposición, hojarasca y luz solar, más que una entidad estable.

Para evitar apresurarse y contribuir a una historia ineficiente del uso de la tierra y al empeoramiento de la pobreza rural, los agrólogos del IGAC prefirieron posponer la publicación del levantamiento de suelos del Putumayo. Interpreto esta “parálisis” como una vacilación activa, como una manera en que los científicos del suelo manifiestan un dilema moral o un sentido de inconformismo con el trato que se les da a los suelos amazónicos en los paradigmas agrícolas dominantes, a pesar de ser ellos mismos los autores de los estudios que informan esas políticas públicas. Los agrólogos del IGAC tienen muy clara la provisionalidad y las limitaciones de su trabajo de clasificación de los usos de la tierra y de formulación de recomendaciones al respecto, como también sucede con los experimentos de muestreo de suelos que llevan a cabo los ingenieros estudiados por Harvey y Knox (2015) en su etnografía de la construcción de carreteras en Suramérica.

Heraldo me presentó los artículos de Cortés porque lo ve como una especie de aliado científico para las comunidades rurales de la Amazonía que se resisten a participar en los sistemas agrícolas extractivistas. La propuesta de Cortés de adoptar una “perspectiva conciliadora” frente a la región crea la posibilidad de plantear un diálogo que cuestione la transformación de la selva en fincas insostenibles, tal vez no entre las comunidades campesinas y el aparato estatal, pero por lo menos entre el campesinado y redes agrícolas alternativas. Al mismo tiempo, la propuesta de Cortés también se queda corta porque no deja de hacer hincapié en actores humanos que administran la tierra, con lo cual la agricultura alternativa sigue siendo apenas un sustituto técnico, en vez de una postura ético-política o una propuesta de vida.

Un enfoque sostenible para el manejo del suelo no es una propuesta lo suficientemente radical para las familias rurales que no buscan aislar, corregir o utilizar el suelo como un ente cuyo único propósito es la producción de alimentos y ganancias humanas. Al representar a los suelos amazónicos en el marco del orden taxonómico del USDA (como oxisoles y ultisoles meteorizados), los agrólogos del IGAC han seguido produciendo un suelo decepcionante que se ubica en el fondo de una jerarquía que prácticamente niega su existencia, porque para existir con dignidad los suelos deben producir “resultados” económicos y no entrelazamientos intraactivos.

Las relacionalidades en constante reciclaje del suelo de la selva amazónica revelan los límites de los imperativos desarrollistas en los cuales la producción está fundamentada en una separación sumamente arraigada entre “naturaleza” y “cultura”, cuyo propósito contemporáneo es que la primera produzca para alimentar la vida de la segunda o, más exactamente, para ser devorada y consumida por la segunda. Heraldo y otras familias campesinas comprometidas con lo que yo llamo procesos de agrovida de selva trabajan por la sostenibilidad, pero lo hacen bajo un entendimiento de que sembrar alimentos para los seres humanos necesariamente implica cuidar y alimentar a una serie de organismos, seres y elementos que muchas veces, por su mismo carácter recalcitrante, obligan a las familias rurales a recuperar cierta autonomía relativa de las empresas químicas, los paquetes de ayuda y otros imperativos del capitalismo de mercado.

Advertencia: experimentos altamente tóxicos

Nuevos informes desde el Putumayo

De aquí a cien años, podrás preguntarte

cómo hicieron que las mariposas se pusieran en contra nuestra,

cómo el ágil vuelo de esas criaturas

terminó dando vueltas sobre nosotros

como una bandada de pájaros furiosos.

Alas en fricción,

aparatos metálicos rechinando,

esos aparatos metálicos que se mueven

y consumen toda la vida a su alrededor.

Las hojas del platanal,

las plumas de las gallinas,

flecos de pelo humano,

hasta los hongos trepados en los techos

(este tal segundo experimento).

No te sé decir

cómo nos escabullimos,

cómo nos ocultamos de los mapas satelitales

absortas por los enjambres de nubes oscuras

y los rastros de las hojas medio mordidas.

Nos arrastramos bajo el sonido no muy lejano de las hélices,

bajo los motores de las avionetas rastreras.

Ahí fue que nos quedó claro:

La única solución es armarse,

irse, morirse o mirar qué se hace.

Gritaba el general en el mercado,

repetían los expertos con un megáfono,

les susurraba la bióloga a sus mariposas

justo antes de que se echaran a volar.

Escribí este poema cuando oí a las comunidades rurales del Putumayo comentar que la política antinarcóticos colombo-estadounidense introdujo no solo la aspersión con herbicidas, sino además la aplicación de armas biológicas en experimentos encubiertos contra los cultivos ilícitos. Hablaban de nubes de mariposas negras que descendían sobre los campos y de un hongo patógeno, el Fusarium oxysporum, que llegaba a infectar los suelos del bosque. Las larvas de esas mariposas parecían comerse cualquier cosa menos las hojas de coca: algo sospechosamente parecido a la manera en que las fumigaciones aéreas casi siempre matan los cultivos de pancoger, los pastos para el ganado, las copas de los árboles de la selva y hasta los proyectos de sustitución de cultivos ilícitos que financia la Usaid, en vez de las matas de coca, amapola o marihuana. No existen registros oficiales de la implementación de las armas biológicas. Solo las aterradoras historias de la gente sobre el batir de alas de las mariposas negras.

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1 Capítulo del libro Descomposición vital: suelos, selva y propuestas de vida, publicado por la Editorial de la Universidad del Rosario en 2020. La RCA agradece a la casa editorial y a la autora por haber permitido la inclusión de este manuscrito en la presente edición especial.

2Raffles y WinklerPrins se refieren al trabajo del antropólogo estadounidense Julian Steward y la arqueóloga Betty Meggers, del Instituto Smithsonian, en las décadas de los cuarenta y sesenta, quienes consolidaron la Amazonía como el campo etnográfico principal para comprobar teorías de determinación ecológica. Véase Kawa (2016) para una discusión más amplia de este debate racializado.

4En el contexto de colonialismo de asentamiento en Estados Unidos, Traci Brynne Voyles (2015) analiza el vaciamiento discursivo de las tierras del pueblo navajo, y el violento proceso de construcción de cuerpos marcados por categorías de raza y género y de degradación de paisajes que dicho vaciamiento desató.

5Para más detalles sobre Proradam y las experiencias contemporáneas de indigeneidad en la Amazonía occidental colombiana con relación al multiculturalismo y el ambientalismo del Estado colombiano, véase Del Cairo (2012).

7Cualquier persona involucrada con la agricultura, la ganadería, la silvicultura o cualquier proyecto de infraestructura o actividad que pueda afectar a los suelos tiene la obligación legal de llevar a cabo prácticas de conservación, recuperación y compensación determinadas de acuerdo con las características regionales. Estos criterios fueron corroborados por la Ley 99 de 1993, la cual emplazó al actual Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible para expedir un “estatuto de zonificación de uso adecuado del territorio para su apropiado ordenamiento y las regulaciones nacionales sobre uso del suelo en lo concerniente a sus aspectos ambientales”. La Ley 388 de 1997 establece que todo el ordenamiento territorial debe basarse en los siguientes principios: la función social y ecológica de la propiedad, la prevalencia del interés público sobre el privado y la distribución equitativa de costos y beneficios (Mesa Cuadros, Sánchez Supelano y Silva Porras 2015, 106).

8La Ley 30 de 1986 criminalizó los cultivos de marihuana, coca y amapola de más de veinte plantas. Esta política puso a los pequeños cultivadores —quienes representan cerca del 70 % de los cultivos de coca— en la misma categoría legal que los grandes narcotraficantes, ignorando las fuerzas estructurales que llevan a la gente a instalarse en zonas de frontera agrícola y derivar su sustento de actividades ilícitas. Además, el Gobierno colombiano permitió la fumigación aérea de sus parques nacionales y de grandes áreas de sus bosques tropicales más biodiversos.

9El ya extinto Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder) identificó cuatro tipos de conflictos territoriales que obstaculizan la capacidad institucional del Estado para la titulación de tierras en el Putumayo: 1) conflictos en los que varios actores se disputan el control de un mismo territorio; 2) dificultades para acceder a los procedimientos formales para legalizar la tenencia de la tierra; 3) límites y linderos confusos entre territorios existentes, y 4) proyectos extractivos o de infraestructura que impiden a las comunidades locales obtener títulos de propiedad (CNMH 2015, 49).

10Refiriéndose a la pérdida progresiva de control sobre sus vidas y territorios por parte de las comunidades afrodescendientes, el activista y antropólogo Carlos Rosero explica: “Si la guerra es la continuación de la economía por otros medios”, resulta claro que “en Colombia las armas, independientemente de las manos en que estén, sirven para impulsar lógicas de sociedad y de desarrollo que distan mucho de las aspiraciones de los grupos étnicos” (2002, 550).

11Según un informe de Global Witness, de los 87 defensores de derechos humanos asesinados en América Latina en 2016, 60 eran defensores de derechos relacionados con el ambiente. Estas estadísticas probablemente subestiman la magnitud del problema, ya que muchos asesinatos de activistas y defensores nunca son contabilizados.

14Véase, por ejemplo, la respuesta etnográfica a la afirmación de que la “soja mata”, un lema utilizado con frecuencia por activistas de las comunidades campesinas que viven en la frontera sojera de Paraguay. Véase también la edición especial de la revista Journal of Political Ecology sobre producción/ destrucción en América Latina (“Production/Destruction in Latin America”), editada por Javiera Barandiarán y Casey Walsh (2017).

15Como varias zonas rurales de Colombia, la Media Bota caucana también está marcada por controversias complejas e irresueltas de titulación de tierras que involucran al Sistema de Parques Nacionales, la Agencia Nacional de Tierras, la Agencia de Desarrollo Rural (lo que antes era el Incoder), empresas y concesiones mineras y petroleras, comunidades indígenas y campesinas. Véase el abordaje etnográfico de Jeremy Campbell (2015) sobre cómo los movimientos de colonización se han visto atraídos hacia el Amazonas brasileño y cómo la población lleva a cabo distintas prácticas especulativas para “conjurar” la propiedad y adelantar reivindicaciones sobre tierras.

16El nitrógeno, el fósforo y el potasio se consideran los macronutrientes más importantes para el crecimiento de las plantas, y la concentración de 10-30-10 de N-P-K es una de las más vendidas comercialmente.

17Concuerdo con mi colega de estudios feministas de la ciencia Tania Pérez-Bustos (2017, 78), quien describe el calado —el bordado artesanal de Cartago— como “un estado activo y concentrado en el cual las relacionalidades entre actores humanos y no humanos se encuentran entretejidas”, no como una sumisión de quien teje a las telas y los hilos.

18Heraldo Vallejo obtuvo un título de Maestría en Planificación Territorial y Gestión Ambiental en noviembre de 2016. Su tesis se enfocó específicamente en la “influencia de la aplicación de materia orgánica en la recuperación de suelos degradados en la región amazónica”. Véase Vallejo (2016).

19A Latour le interesa saber cómo las ciencias pueden ser al mismo tiempo realistas y constructivistas, inmediatas e intermediarias. En ese capítulo específico de La esperanza de Pandora, pregunta a qué se refiere el lenguaje hablado cuando los científicos hablan del suelo y muestra cómo lo que él llama una referencia circulante se produce por medio de sustituciones constantes del mundo que los científicos crean y con el cual se encuentran.

20Para un estudio de caso histórico sobre las tensiones que marcaron la implementación de la taxonomía de suelos estadounidense en el sector cafetero colombiano, véase Tally (2006).

21Barad explica que “estar entrelazado no es simplemente estar enlazado, como una unión de entes separados y preexistentes, sino el hecho de no tener una existencia independiente y autocontenida fuera de la relación misma” (2007, IX).

22Véase también el ejemplo de Forsyth (2011) sobre la aplicación contenciosa de la ecuación universal de pérdida de suelo (USLE, por sus siglas en inglés) en las montañas del norte de Tailandia.

23Ahora Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación (Minciencias).

24Véase el artículo “Análisis de suelo, la mano derecha de los agricultores colombianos” (2017). Agradezco a mi colega Julio Arias Vanegas por llamar mi atención sobre este.

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