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Revista Colombiana de Antropología

versión impresa ISSN 0486-6525versión On-line ISSN 2539-472X

Rev. colomb. antropol. vol.58 no.3 Bogotá sep./dic. 2022  Epub 01-Sep-2022

https://doi.org/10.22380/2539472x.2212 

Artículos

Recuperación territorial, weychafes y vigilancias. Reflexiones sobre una economía moral de resistencia mapuche1

Territorial recovery, weychafes and vigilance. Reflections on a moral economy of Mapuche resistance

Miguel Leone1 

1 Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe, Universidad de Buenos Aires, Argentina miguel.leone.j@gmail.com https://orcid.org/0000-0002-1618-6968


Resumen

Este artículo reflexiona sobre la economía moral existente en espacios mapuche que resisten al avance de las empresas forestales y la represión estatal chilena. Se basa en una investigación etnográfica realizada con una comunidad mapuche particularmente activa en procesos de recuperación territorial. Tres ejes estructuran el análisis: la lógica del sabotaje, la ética del weychafe (guerrero) y la racionalidad del cuidado y el control. El texto tiene tres objetivos: a) propone entender la práctica del sabotaje como una estrategia colectiva de recuperación territorial, b) identifica algunas de las principales características que la figura del weychafe adquiere en la actualidad, y c) sugiere que la constante vigilancia policial a la que están sometidos los activistas mapuche en el Ngulumapu genera un “estado de alerta” que atraviesa el espacio social estudiado.

Palabras clave: resistencia mapuche; sabotaje; weychafe; reflexividad etnográfica; economía moral

Abstract

This article reflects on the moral economy existing in Mapuche spaces in a situation of resistance to the advance of forestry companies and Chilean state repression. It is based on several ethnographic notes taken in a visit to a Mapuche community particularly active in territorial recovery processes. Three axes structure the analysis: the logic of sabotage, the ethics of the weychafe (warrior), and the rationality of care and control. The text proposes to understand the practice of sabotage as a collective strategy of territorial recovery; identifies some of the main characteristics that the figure of the weychafe acquires today; and suggests that the constant police surveillance to which Mapuche activists in the Ngulumapu are subjected generates a “state of alert” that crosses the social space under study.

Keywords: Mapuche resistance; sabotage; weychafe; ethnographic reflexivity; moral economy

Introducción

El pueblo mapuche es numeroso y se caracteriza por sus heterogéneas formas políticas. En la actualidad, sus principales horizontes de lucha (Gutiérrez Aguilar 2017, 27) remiten a la recuperación territorial y los derechos a la salud, la educación y las pensiones dignas, entre otros. Algunos sectores exigen, además, la autonomía del pueblo mapuche y, en esa línea, algunos rehúsan participar del proceso constituyente abierto en 2019 en Chile (Painemal Morales 2020).

El movimiento mapuche es solo una expresión específica de ese pueblo (Tricot 2009). Pero nace, se afirma y se nutre de la realidad histórica y cultural mapuche, con lo cual diversos proyectos políticos se articulan en torno a las figuras de machi (autoridad y guía espiritual), longko (líder político y tradicional), werken (vocero comunitario) o weychafe (guerrero), entre otras. A su vez, dentro de ese movimiento, hay múltiples expresiones, divergentes en sus estrategias y medios. La política mapuche admite una muy rica variedad de liderazgos.

Algunas organizaciones, principalmente las más cercanas a posiciones “autonómicas”, resisten el avance de la industria forestal a través del “control territorial”. Ello brinda mecanismos de sustentabilidad y permite reconstruir la relación cultural y espiritual con el territorio. Héctor Llaitul, vocero de la Coordinadora de Comunidades en Conflicto Arauco Malleco (CAM), señala:

Control territorial [...] quiere decir recuperación de tierras y transformación productiva de esas tierras. Recuperamos para inmediatamente desarrollar las siembras productivas y así recomponer el tejido social y político mapuche [...]. Las experiencias son variadas. En ciertos casos, se trata de tierras recuperadas hace varios años y que han pasado por sucesivos desalojos y nuevas recuperaciones, hasta llegar a una especie de estabilidad bajo control mapuche. En otras situaciones, las tierras están en permanente disputa y si bien la comunidad no ha logrado cultivar ni asentarse en ellas, tampoco la empresa [forestal] ha conseguido materializar sus proyectos de inversión. (Llaitul y Arrate 2012, 70-79)

En algunos casos -como el de la CAM-, esta recuperación territorial se acompaña del sabotaje a empresas forestales (básicamente: quema de camiones, robo de madera, destrucción de cultivos e incendio de galpones y maquinarias). Estos sabotajes son formas de violencia política, pero no son actos terroristas: no apuntan a generar terror en la población ni a matar2, sino a obturar el proceso productivo de las empresas. Tampoco aspiran a tomar el poder público ni a derrocar gobiernos.

Quienes realizan estas acciones suelen ser denominados weychafes. ¿En qué se diferencia un weychafe de otros líderes o comuneros mapuche? Eso depende de las situaciones específicas en que la noción es utilizada. Su sentido y sus significados son situacionales y varían según la perspectiva que el grupo en cuestión posea respecto de la lucha mapuche. Weychafe es un significante en disputa, con sentidos diversos y tensionados, aunque en todos los casos la noción se refiere a hermanos y hermanas especialmente comprometidos en la lucha colectiva, dispuestos a “poner el cuerpo” por la defensa de su pueblo. La historiografía chilena presentó a los weychafes del pasado como hombres potentes, aguerridos y valientes cuya lucha contra el español representaría cierta “raza fundadora” de la “chilenidad”.

Las reivindicaciones del weychafe en las luchas mapuche actuales inevitablemente reactualizan aristas de esas construcciones hegemónicas, pero también se resisten a esas apropiaciones y las resignifican para presentarlas como viva existencia y lucha del pueblo, en lugar de elementos relegados al pasado. En el presente, si bien no todo weychafe realiza sabotajes, es esa la forma que ha cobrado mayor visibilidad. Sobre todo en el Ngulumapu3, el weychafe que hace sabotajes se ha convertido en una figura relevante del universo político mapuche.

Este texto analiza los sentidos que aquella noción encarna en la específica situación de resistencia apoyada en la modalidad del sabotaje y según la perspectiva de los grupos abocados a ello. Dialoga, en ese sentido, con una extensa bibliografía existente sobre la política y los liderazgos indígenas, en general, y mapuche, en particular (Cayuqueo y Quiroga 2021; Espinoza Araya 2018; Radovich 2013).

Existen estudios sobre los weychafes en los siglos XVI y XIX (Alvarado 1996; Cordero 2017; Mendoza Pinto y Castro González 2021), pero escasea la bibliografía respecto de sus características en el presente. Una de las obras que mejor trasluce esta caracterización posiblemente sea el citado libro de Héctor Llaitul y Jorge Arrate (2012).

El weychafe que practica sabotajes es una figura marcadamente “juvenilizada” (Kropff 2007). En general, se trata de varones de entre quince y treinta años integrados a los procesos de movilización estudiantil en liceos y universidades, lugares en donde cobraron forma las posiciones autonomistas más radicales del activismo mapuche chileno (Abarca y Zapata 2007). Se trata de espacios de socialización juvenil en donde las reivindicaciones mapuche se combinan con elementos heterogéneos de crítica al sistema político y la hegemonía neoliberal, de circuitos “contraculturales”, entre otras cuestiones (Kropff 2011).

El Estado chileno responde a aquella resistencia mapuche con represión, criminalizando y judicializando la protesta social (Mella Seguel 2007). La prensa hegemónica, ciertos empresarios y partidos políticos, y sectores del poder judicial, levantan acusaciones de “terrorismo” contra este activismo mapuche. Aun basadas en pruebas no concluyentes, las causas judiciales derivan en encarcelamiento generalizado. Recurrentemente fue utilizada la Ley Antiterrorista como marco de las acusaciones y los juicios, además de otros mecanismos jurídicos y policiales ampliamente cuestionados por organismos de derechos humanos (Stavenhagen 2004). También son frecuentes el montaje de operativos de inteligencia y espionaje ilegal y el despliegue de violentos allanamientos en los que los comuneros resultan heridos de gravedad e incluso asesinados (Leone 2020; Richards 2010; Toledo Llancaqueo 2007). Todo esto contribuye a crear en amplios espacios del activismo mapuche lo que las teorías sobre movimientos sociales conceptualizan como marcos de injusticia (Gamson, Fireman y Rytina 1982). Registros muy austeros contabilizan cerca de veinte mapuche asesinados desde 2001. Luego del caso Camilo Catrillanca4 (noviembre de 2018) las recuperaciones territoriales en la región se intensificaron, y entre enero y abril de 2021 se registró un promedio cercano a una recuperación diaria (Zibechi 2021).

Este artículo indaga sobre cómo se vive la “resistencia”5 mapuche en ese complejo escenario. Apunta a reconocer algunas de las formas del actuar político existentes en ese espacio social. Se apoya en una lectura etnográfica (Cefaï 2011) y apela al concepto de economía moral (Thompson [1971] 1991): conjunto de obligaciones morales, emociones profundas, normas éticas y criterios de justicia que, en cuanto estructuras subyacentes a la acción, dan forma a prácticas cotidianas y políticas de las clases subalternas. Se trata de nociones compartidas sobre lo moralmente intolerable y sobre cuáles son las acciones legítimas para ejercer la resistencia a ello. La economía moral de un grupo subalterno costura prácticas cotidianas con reivindicaciones de derechos comunes.

La economía moral de resistencia mapuche se opone a la economía de libre mercado y opera en el marco de las vigilancias, presiones y persecuciones que el Estado chileno efectúa sobre ese pueblo. Aquí postulo que la práctica del sabotaje, la ética weychafe y cierta racionalidad basada en el cuidado y el control son importantes dimensiones de la economía moral de resistencia mapuche vigente en el espacio social que tuve oportunidad de conocer. Tanto el sabotaje como la existencia de los weychafes que lo realizan se entraman en solidaridades colectivas. Este tipo de weychafe se constituye, por su parte, sobre una ética particular que exige de tales sujetos formas específicas de habitar el cuerpo, administrar emociones y asumir sacrificios. Simultáneamente, la constante vigilancia policial a la que están sometidos estos activistas y sus comunidades genera un “estado de alerta” que forma parte de la estructuración del espacio social en su conjunto y que lleva a hacer del control interpersonal una práctica necesaria de cuidado. Lejos de representar la diversidad del movimiento mapuche, el análisis apenas provee algunas líneas para identificar dinámicas de socialización política y construcción de subjetividades existentes en un específico ámbito social y político mapuche.

El análisis atiende al contacto que durante los últimos años he mantenido con espacios políticos mapuche de diversa índole y se apoya en el registro etnográfico de un encuentro que a fines de 2018 mantuve con el importante weychefe Luis Nahuel Collinao6 y su entorno familiar/comunitario. Luis es miembro y fundador de una importante organización política que recurre al sabotaje como estrategia de resistencia y recuperación territorial en el Ngulumapu. Es un militante referencial de las causas mapuche y, como tal, está vinculado con muchas comunidades. Él, su entorno y la organización que integra son víctimas de las referidas judicializaciones, represiones y encarcelamientos. Aunque duró apenas tres días, el encuentro brindó importantes elementos para pensar aristas de la economía moral de la resistencia mapuche en estos escenarios tan particulares.

Di con Luis por medio de un amigo suyo, en quien él confía sólidamente: un “viejo compañero” de militancia en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y, luego, en el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (brazo armado del Partido Comunista de Chile, formado en 1983 para luchar contra la dictadura de Pinochet). Luis es una persona experimentada; afable, pero de trato seco y cauteloso. A su lado se está constantemente en movimiento; y así fue nuestro encuentro: primero nos vimos en Temuco (Chile), a donde él había ido a visitar a compañeros encarcelados; al día siguiente partimos para su comunidad, en Llanalhue, para lo cual viajamos hasta Victoria en la camioneta de un amigo suyo (apodado Coyote), tomamos un ómnibus hacia Cañete, otro hacia el sur, y obtuvimos el favor de dos compañeros de su comunidad que nos llevaron en sus automóviles hasta su casa, previo almuerzo en la ruca del peñi (hermano) Pedro y su familia (las referencias geográficas están representadas en la figura 1). En la casa conocí a su hijo (Lorenzo) y a su sobrino (Facundo). A unos metros de allí, en otra casa de la comunidad, vivía otro sobrino de Luis (Hernán) junto a su esposa (Ana). Dormí en la casa de Luis, compartiendo la habitación con Facundo y Lorenzo, y al día siguiente, bien temprano, volvimos a subirnos a otra camioneta en la que Ana llevó a Luis, su hijo y sus dos sobrinos al terreno en que debían trabajar por la “defensa del territorio”. Mi viaje se completó con un ómnibus a Valdivia, en donde la madre y la hermana de Luis me recibieron amablemente. Luis fue a Valdivia unos días después para visitar a otros presos políticos.

Fuente: Elaboración propia con base en Google Earth.

Figura 1 Puntos geográficos referenciales 

Si bien no fueron tomadas en el marco de una inmersión etnográfica de largo alcance, las notas para este trabajo emergieron de una experiencia encarnada -afectiva, sensitiva, práctica- (Cefaï 2013), orientada por el enfoque, el modo de producción del texto y la reflexividad aplicada en la labor etnográfica. Durante el encuentro no utilicé grabador. Me pareció que esa era la mejor manera de “hacer funcionar” el rapport. Procuré emplear el silencio como un recurso de indagación (Restrepo 2016) y evité todo registro frenético de anotaciones. Cuando estuve en soledad nutrí mi cuaderno de campo con observaciones y elementos que me resultaban significativos. Más tarde, a partir de ellos, produje el registro etnográfico literario.

En primer lugar, el texto enmarca la conflictividad entre el Estado y el pueblo mapuche en su dimensión histórica de largo y mediano plazo. Luego, ensaya una caracterización de la figura del weychafe y su ética, según consigue delinearse a partir del espacio observado. Finalmente, apoyándose en la reflexividad etnográfica, el texto analiza el mencionado “estado de alerta”.

Despojos y violencias históricas

El territorio mapuche ocupa la región cordillerana patagónica, desde las costas del Pacífico hasta la llanura pampeana, y hacia el sur llega hasta -al menos- la actual provincia argentina de Chubut (figura 2). A finales del siglo XIX, los Estados chileno y argentino iniciaron una política genocida contra el pueblo mapuche que continúa hasta hoy (Lenton et al. 2011). Vía campañas militares, robaron territorio, asesinaron, apresaron en campos de concentración y sometieron a trabajo servil a gran parte de la población (Delrio 2005; Nagy y Papazian 2011). La campaña chilena fue denominada “Pacificación de la Araucanía” (1861-1883). La argentina adoptó el -también eufemístico- nombre de “Campaña del desierto” (1878-1885). Como resultado de estas violencias y de las políticas de radicación posterior, el pueblo mapuche quedó confinado en reducciones territoriales de escasas hectáreas (insuficientes para la adecuada reproducción material y tradicional de la vida) en las que habitan comunidades estructuradas en torno de autoridades tradicionales (Bengoa 1999; Foerster y Montecino 1988).

Fuente: Elaboración propia con base en Google Earth.

Figura 2 Superficie referencial del Wallmapu (territorio mapuche): Puelmapu y Ngulumapu 

Un siglo después, la dictadura chilena (1973-1989) impulsó el avance del agro- negocio forestal en territorio mapuche. Esta explotación utiliza grandes cantidades de agua, desertifica y genera drásticas alteraciones en la flora y la fauna a través de pesticidas, agrotóxicos y acidificación de los suelos.

En la cosmovisión mapuche, un territorio implica un complejo ecosistema espiritual. Al decir de la weychafe Moira Millán (2021), las y los mapuche son cuerpo territorio, porque el territorio habita los cuerpos de las personas, decide sobre sus destinos y los hace ser quienes son. Por tanto, el capital forestal modifica profundamente el espacio mapuche, la construcción de sentido espiritual, su orden cosmogónico y su identidad. Dentro de este pueblo, es generalizada la idea de que el proceso representa una “tercera invasión”, luego de las producidas por la Corona española y por las campañas militares de finales del siglo XIX. Algunos sectores también conceptualizan este proceso como “terricidio”, en cuanto síntesis de genocidios, ecocidios y epistemicidios (Millán 2021).

Apoyándose en la memoria de las tomas de tierras del tiempo de la reforma agraria, al despuntar la década de los noventa el Consejo de Todas las Tierras emprendió recuperaciones “simbólicas”: ocupaciones momentáneas de terrenos como forma de denunciar históricas violencias y despojos. Luego, la lectura del escenario político dentro del activismo mapuche estuvo caracterizada por la desilusión ante la política estatal chilena. La gestión de la concertación mostraba que el Acuerdo de Nueva Imperial, la Ley Indígena de 1993 o la Conadi (Corporación Nacional de Desarrollo Indígena) no responderían a las demandas mapuche (Vergara, Foerster y Gundermann 2004). Por su parte, el avance de la industria forestal se intensificó, acompañado también de proyectos hidroeléctricos que implicaron la relocalización forzada de comunidades.

Hacia 1996-1997 resultó emblemática la lucha que el pueblo mapuche emprendió en contra de la construcción de la represa hidroeléctrica de Ralco, lucha que, como recuerda Painemal Morales (2020), estuvo liderada por dos mujeres ejemplares: las hermanas Nicolasa y Berta Quintreman. La experiencia mostró capacidad de articulación política, destreza para visibilizar las luchas y versatilidad para emprender acciones de impacto político (manifestaciones, declaraciones públicas, acciones judiciales, etc.).

Estaba entonces cobrando forma un nuevo ciclo de movilización mapuche (Marimán 1994; Tricot 2009) y las recuperaciones territoriales se convirtieron en “control territorial”, acompañado a veces con sabotajes. Un punto crucial en este nuevo ciclo de movilización se produjo en 1997, cuando la CAM se atribuyó la quema de camiones forestales en el norte de Temuco.

La economía moral de las clases subalternas se vincula estrechamente con las prácticas de las clases dominantes y los mecanismos de expropiación. En el caso mapuche, esa expropiación reporta a las forestales ganancias anuales equivalentes al 2,2 % del PBI chileno (aproximadamente 5 500 millones de dólares). Además, sus cultivos ocupan una superficie cercana a los tres millones de hectáreas7, siendo que todas las comunidades mapuche poseen, en su conjunto, menos de medio millón. Ante ese escenario, y en el contexto de la referida represión estatal, la violencia política es pensada por algunos grupos mapuche como un mecanismo legítimo de defensa. El sabotaje es una compleja pauta de comportamiento colectivo, una forma de acción popular directa, disciplinada, con claros objetivos políticos y basada en el conocimiento colectivo y el análisis de las posibilidades de lucha. Durante el encuentro, Luis resumió de forma clara las principales razones políticas del asunto:

Buscamos recuperar territorio. Y se recupera. Se expulsa al enemigo. Hay una estrategia que parte de analizar el escenario en sus condiciones objetivas y subjetivas. Nosotros no armamos una guerrilla. Como hoy le decía a un peñi, lo nuestro es ir por el costado. No vamos de frente al choque. Somos una organización que se cuida mucho; que cuida a sus weychafes. Lo nuestro es atacar y desaparecer. Y, al fin y al cabo, les afectamos la rentabilidad. Las empresas dejan de usar los caminos, porque les quemamos los camiones o les destruimos los cultivos, y tienen que darse una vuelta grande para llevar la madera, entonces hay fundos que ya los abandonan. Dejan de producir, porque ya no les es tan rentable. Tienen seguros que les cubren esas pérdidas, pero entonces las primas de los seguros también les aumentan.

Quizás por ello la empresa Volterra, que posee trece mil hectáreas en Tirúa, Cañete y Contulmo, está evaluando la posibilidad de vender esos terrenos y evitar el “riesgo reputacional” que el conflicto implica para sus negocios (Fossa y Riffo 2021).

Tal como Luis me relató, la suya no es la organización más numerosa de la región y existen “otras que [también] ocupan terrenos y queman camiones”. Es que, si bien la práctica del sabotaje es criticada desde ciertos sectores del pueblo y el movimiento mapuche, en otros espacios goza de un consenso relativamente amplio y una importante legitimidad, lo cual explica su sostenimiento a lo largo del tiempo. El encuentro con Luis y los suyos permite ver algo de esto: el ofrecimiento de una comida en el marco de una improvisada visita o el favor de llevarlo durante un tramo del camino son ayudas que Luis y quienes están junto a él reciben, pero no se trata simplemente de actos de solidaridad. Esas ayudas reactualizan cotidianamente la organización política y la resistencia de un pueblo que se basa en redes de confianza y obligaciones recíprocas (Thompson 1991; Tilly 2010). La práctica del sabotaje se trama en un marco social y comunitario en donde cobra sentido y fuerza. Es un acto realizado por pocos, pero se apoya necesariamente en esa solidaridad colectiva orientada moral y espiritualmente por machis y sostenida en el acompañamiento de otros comuneros, peñis y lamngen (hermanas). El sabotaje se inscribe en una economía moral y una ética de la subsistencia (Scott 1976) que, precisamente por ello, merece ser entendida, más bien, como una ética de resistencia que cotidianamente produce territorialidad mapuche. Existe, entonces, un espacio social y político mapuche en el que las relaciones afectivas traman formas compartidas de entender y actuar en el mundo, facilitando así la construcción de lo que se asume como un proyecto político “autonómico”. Solidaridad, proyecto político y territorialidad son tres dimensiones entrelazadas en este espacio social de “resistencia”.

Modos del ser weychafe

También la figura que encarna esta práctica de lucha, el weychafe, adquiere razón y posibilidad en aquella particular forma de organización social y colectiva. Un weychafe es tal porque así lo reconoce su gente. Emerge de una extensa organización política y está sostenido por redes sociales amplias que le otorgan su confianza, su respaldo y su solidaridad.

Luis es un caso palpable de ello. Gracias a los múltiples mecanismos cotidianos de reactualización de la organización política de “resistencia”, un weychafe puede estar por la mañana visitando presos en la cárcel de Temuco, por la tarde conversar con peñis y lamngen a trescientos kilómetros de allí, a la mañana siguiente viajar en el vehículo de algún conocido y un día después encontrarse cuatrocientos kilómetros hacia el sur, visitando otros presos en Valdivia. La organización política da a estos weychafes capacidad para moverse por el territorio bajo formas no mercantilizadas. Se trata, sin embargo, de pequeñas solidaridades asumidas tan profundamente por parte de la comunidad que resultan casi anónimas y pasan fácilmente desapercibidas.

En la cultura mapuche, el término weychafe expresa tanto el carácter de confrontación y disputa como su inscripción colectiva. Deriva de weichan, que significa “discordia” o “confrontación” (Alvarado 1996, 37); pero la palabra también da nombre a un ritual que representa la oposición entre vientos, con lo cual expresa una idea de conjunto, combinación y congregación de fuerzas dispuestas para la lucha. La noción entronca en la larga historia del pueblo mapuche: los weychafes resistieron el avance español (siglos XVI a XVIII) y de los Estados argentino y chileno, después. De ahí que este modo de referirse a los activistas mapuche que “ponen el cuerpo” en las acciones de sabotaje converja perfectamente con la interpretación del presente como una “tercera invasión”.

En la economía moral de la resistencia mapuche que aquí presento, los históricos despojos y violencias son reactualizados cotidianamente por los weychafes e inscritos como memoria. Al igual que Luis, su hijo (Lorenzo) y su sobrino (Facundo) también son “grandes weychafes”. En su mirada y sentir, el enfrentamiento del pueblo mapuche con el Estado es un conflicto histórico con total vigencia. Mi visita se produjo en el marco del 137.° aniversario del Futa Malón de 1881, la última gran batalla en que el pueblo mapuche enfrentó masivamente al ejército chileno. Cuando Facundo vio en Facebook una publicación conmemorativa de este evento, se quedó absorto leyendo el post. Dejó el teléfono, se arrojó impetuosamente en la cama y tomó un libro de historia del pueblo mapuche para buscar detalles sobre el tema. Luego, cerró el libro refunfuñando en voz baja: “Milicos hijos de puta”.

El concepto de economía moral indaga sobre las nociones de justicia, las emociones y los valores compartidos, y habilita un campo de preguntas sobre los procesos de subjetivación. Las teorías del frame analysis pueden proveer elementos complementarios para la comprensión de esos procesos (Rivas 1998). Aunque conviene entonces tomar distancia de las miradas instrumentalistas que ellas suelen presentar (Helmise Acevedo 2013), y atender a los contextos de experiencia, antes que pensar en los esquemas de significación (frame) como estructuras o recursos (Cefaï 2007). En relación con esos contextos de experiencia, vale notar que, hasta hace pocos años, la figura del weychafe estuvo fuertemente masculinizada y las mujeres (zomo weychafe) han sido relativamente invisibilizadas; “[la] mujer y [la] sexualidad han sido eclipsadas por la construcción identitaria del mapuche weychafe [varón]” (Millaleo 2014, 2). Incluso hoy, la noción suele condensar ciertos cultos a la masculinidad (Kropff 2011), y, en el caso de quienes practican sabotajes, ello se apoya, en parte, en la cercanía que mantiene el weychafe con las típicas figuras del miliciano o el guerrillero.

Es cierto que este tipo de weychafe no porta uniforme ni armas de fuego, necesariamente. Tampoco se asume como “vanguardia” y su objetivo político no es la revolución sino la “autonomía” y la recuperación del territorio en cuanto proceso, meta, forma de vida y práctica de transformación social permanente (Tobón Quintero y Ferro 2012). Como me dijo Luis, el objetivo no es “armar una guerrilla”. Aun así, la figura del weychafe recupera algunas de las performances masculinizadas que la figura del guerrillero latinoamericano supo mantener durante décadas. Es por ello que, tal como la bibliografía muestra en el caso de las mujeres guerrilleras (Ibarra Melo 2008; Londoño 2005), con su sola presencia las mujeres weychafe cuestionan la hegemonía de los modos masculinizados de habitar esta forma de compromiso político mapuche (Calfio Montalva 2017).

Formación weychafe: cuerpo y alma

Un elemento importante en la construcción del weychafe es la educación. Facundo y Lorenzo estudiaron en la misma universidad en que Luis dio sus primeros pasos en la militancia política. Lorenzo estudió sociología; Facundo, antropología. Los dos habían dejado las carreras universitarias, incluso estando en etapas avanzadas de las mismas. Pero no puede decirse que el estudio no estuviera presente en la construcción y la subjetividad cotidiana de estos weychafes.

Al caer la tarde, aproveché para preparar un mate. Facundo y Lorenzo se acostaron en sus camas y se pusieron a leer. “¿Querrán un mate?”, le pregunté a Luis. “Si quieren, te van a decir. Ahorita están en su hora de formación”, me respondió. Cada uno tenía una hilera de diez o quince libros al costado de la cama. Y en la pared Facundo tenía pegado un extenso cuadro con formas gramaticales del idioma mapudungun. Lorenzo estaba leyendo Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis. Su autor, Yukio Mishima, es un famoso escritor japonés que en 1970 recurrió al haraquiri para morir como “un auténtico guerrero”. Es difícil establecer hasta qué punto la cultura samurái es tomada por este tipo de weychafes como referencia e inspiración, pero parece claro que existen algunas convergencias entre ambos universos culturales. Dicho libro, por poner un caso, subraya la necesidad de “construir una ética viril donde tengan preponderancia el valor de la lealtad, el coraje, la educación y el respeto a los demás, el cuidado del cuerpo, el buen uso del placer o el pudor” (Mishima 2001, contratapa). Esos son, junto a la frugalidad y el estoicismo, asuntos cruciales de la ética del weychafe que aspira a realizar sabotajes exitosos. Es necesario ser un sujeto experimentado para planificar y llevar a cabo acciones de ese tipo. Está en juego una identidad ligada a la virtud, la dignidad, la beligerancia, el orgullo y la firmeza. Se apoya, finalmente, en un específico “estilo de vida”, basado en la rutina y la disciplina.

Pérez (2017) señala que los procesos de construcción corporal y subjetiva de los militantes del Ejército de Liberación Nacional (“elenos”), en Colombia, implican una noción de cuerpo puro, cuerpo duro y cuerpo para el sacrificio. Aunque con importantes variaciones, es posible observar estos mismos elementos en la construcción cotidiana de este tipo de weychafes.

La idea de cuerpo puro remite a una valoración simbólica de la capacidad de dominar el sueño, el cansancio, el hambre, el frío, el dolor o el deseo sexual, entre otras necesidades fisiológicas. Apunta a la construcción de cuerpos resistentes y dispuestos para la lucha. Entrenados, disciplinados, capaces. Pude observar algo de esto en los casos de Luis, Facundo y Lorenzo. A pesar de su edad (que supera los cincuenta años), Luis mantiene un excelente estado físico y se ejercita diariamente. También se preocupa por que los jóvenes (uno tiene veinticinco años, el otro, veintidós) cultiven su salud y el cuidado del cuerpo. En ese sentido fue que, al llegar a la casa, le preguntó a Facundo si había ido a correr durante el día y se contentó cuando aquel le respondió que, en su lugar, había aprovechado para nadar. La inquietud de Luis cargaba consigo parte de los procesos de socialización de la experiencia corporal (Le Breton 2007) en la que estos weychafes están sumergidos cotidianamente.

Ahora bien, ese cuidado del cuerpo se enlaza también con la tradición histórica y cultural del pueblo mapuche. Según cuenta el referido vocero de la CAM,

el mapuche desarrolló antiguamente el Kollellawaiñ, que pudiera traducirse como el arte de mantener la cintura como una hormiga. Es una disciplina, un tipo de arte marcial, como las de origen oriental, que recoge posturas y movimientos defensivos y ofensivos, propios de ciertos animales. En el pasado, el Kollellawaiñ se practicó mucho por los cona y los weychafe. Era parte obligada de la disciplina militar. Hoy, algunos lo siguen practicando de manera reservada, con el fin de ritualizar al antiguo guerrero y nosotros lo reivindicamos como parte de la autodisciplina del weychafe. (Llaitul y Arrate 2012, 116)

El cuerpo es para estos weychafes su principal herramienta de lucha y, por eso, un weychafe no fuma, no bebe alcohol ni toma drogas. La idea del cuerpo puro y la disciplina guerrera hace parte necesaria de la fortaleza que tales weychafes requieren para afrontar las difíciles huelgas de hambre en las cárceles, en muchos casos, por periodos realmente prolongados y con serios riesgos para la salud (Alonso Reynoso y Alonso 2021).

La noción de cuerpo duro, por su parte, hace referencia al mandato de dominar la afectividad. Existe un valor ético otorgado a la capacidad de soportar el dolor físico, pero sobre todas las cosas, el emocional. El buen guerrillero aprende a soportar el dolor de las ausencias y las pérdidas de seres queridos. Del mismo modo aprende a hablar firme, pausado, confiado. Controlando cualquier acción que pudiera ser calificada de desborde emocional.

La figura del weychafe que aquí problematizo se inscribe en una ética semejante, lo cual se manifiesta en la hexis corporal de Luis. Su mirada es penetrante y atenta; su tono de voz, calmo, sereno; su postura, contemplativa. Luis elige de forma soberana los momentos en los que hablarme o callar. Son actitudes que transmiten templanza, así como solemnidad y respeto.

En los weychafes, esta hexis corporal parece reflejar y justificarse, también, en la sabiduría ancestral de ese pueblo. Después de todo, un weychafe es parte de una tradición; de allí que la seguridad que muestra al hablar y la firmeza de la mirada se parezcan mucho a la forma de hablar, sabia y pausada, de los ancianos. A diferencia de los weychafes que resistieron las invasiones españolas y la “Pacificación de la Araucanía”, el actual weychafe no exhibe insignias jerárquicas, no porta macanas (hachas de piedra) ni picas de alerce endurecidas al fuego (Alvarado 1996). No obstante, aquellos usos del cuerpo ayudan a identificarlo como tal.

El tercero de los elementos que Pérez (2017) reconoce en el guerrillero “eleno” es la noción de cuerpo para el sacrificio. Con ello la autora se refiere a la capacidad de renuncia que se espera del sujeto frente a las comodidades y a toda ambición de posesión material. Se otorga, en contrapartida, el valor social del reconocimiento, la inclusión en algo mayor, como es el horizonte de lucha del colectivo en cuestión. En el caso del guerrillero, la revolución; en el caso de estos weychafes, la recuperación territorial. Ser weychafe implica estar dispuesto a desprenderse de ciertas cosas valiosas, y en la acción de sabotaje puede manifestarse la máxima forma de sacrificio: la propia vida. Fue el caso de Pablo Marchant Gutiérrez, asesinado por carabineros en julio de 2021, en Carhué, mientras participaba de una acción contra la empresa forestal Mininco.

Aunque bajo una forma mucho más sutil, tanto el sentido sacrificial como el esfuerzo por construir un cuerpo duro también emergieron en mi intercambio con Facundo y Lorenzo. Ellos no reñían con la idea de cumplir con el “buen uso del placer y el pudor” del guerrero o el samurái; aunque tales renunciamientos no les resultaban gratuitos. Antes de irnos a dormir, ambos se dieron un tiempo para visitar las redes sociales. No tenían servicio de internet. Les compartí el mío. A Facundo, además, le presté mi teléfono. Semanas atrás, los policías le habían robado el suyo. “Cuánto hacía que no chateaba”, dijo. A lo que Lorenzo acotó jocosamente, buscando complicidad de mi parte: “Pasa que este [Facundo] sufre de mal de amor”. Facundo se quejó, aunque no desmintió la acusación. Verbalizando tensiones entre feminidad, sexualidad y “compromiso” político, argumentó: “Es que las mujeres me andan extrañando. Me quieren ver. Pero acá uno tiene otras obligaciones. No se puede”. Es el mismo sentido en que Llanquileo reflexiona: “¿Se puede abordar la cuestión de formar familia y de participar de lleno en la lucha a la vez? Hay hermanos que lo intentan, que se han casado y siguen luchando, pero es difícil compatibilizar ambas cosas” (citado en Llaitul y Arrate 2012, 33). Sin embargo, tales renuncias no suelen ser vividas como simples pérdidas, sino como una realización personal y colectiva al mismo tiempo. El cuerpo es para todo weychafe lugar e instrumento donde la lucha política del pueblo es vivida, significada y narrada (Londoño 2005). En estos weychafes, el sacrificio parece presentarse como una ofrenda al pueblo y su lucha histórica. De algún modo, es la tierra (mapu) quien llama a ser weychafe; honrar ese llamado es responder a la necesidad del pueblo y hacerse parte de él. Se trata de un acto de reciprocidad, con la tierra y con el pueblo, simultáneamente. En ello coincide, por cierto, la citada weychafe Moira Millán:

los longkos [líderes espirituales y políticos] no son elegidos por voto, no van a estudiar a la facultad para ser longkos. Nacen con espíritu de longkos. Y finalmente asumen el rol que les corresponde. Weichafe tampoco se entrena, se estudia o se “llega” por voto. Nacés siendo weichafe. Yo nací siendo weichafe. El espíritu se me reveló a través de una ceremonia de machi cuando era joven y me explicaron que todos los peuma, todos los sueños que me llegaban cuando descansaba y me traían información y me indicaban a dónde tenía que ir y qué es lo que iba a pasar, era porque yo era weichafe y un espíritu muy antiguo vive en mí y me lleva por estos caminos de la lucha. (Millán 2021; énfasis en el original)

Llanquileo también subraya que “si a uno le tocó, hay que asumir ese deber y jugarse el pellejo. Y a uno le tocó porque entran en juego fuerzas espirituales, como nos enseñaron los antiguos” (citado en Llaitul y Arrate 2012, 33).

Frente a las fuerzas del orden

El contexto represivo y la persecución política sobre los activistas mapuche también intervienen en la construcción de la figura de este tipo de weychafe. En los casos que nos ocupan, el contacto con las fuerzas del orden es frecuente y cotidiano e indefectiblemente hace parte de sus contextos de experiencia. En la mañana de mi visita, por ejemplo, Lorenzo tenía que ir a Tirúa porque, por orden judicial, debía presentarse mensualmente ante Carabineros para probar su permanencia en el país. También es frecuente el enfrentamiento a los carros blindados y policías fuertemente armados y con chalecos antibalas. Si, como se sabe, las identidades son relacionales y -en casos como este- se construyen sobre la fricción, es esperable que tales contactos con las fuerzas del orden hagan parte de los procesos de construcción identitaria de este tipo de weychafes en la actualidad. En principio, identifico dos símbolos de esa fricción: las piedras y la cárcel.

“La mayoría de los weychafe proviene de comunidades, se forma en la resistencia a pedradas” (Llaitul y Arrate 2012, 15). Aunque la asimetría de fuerzas es evidente, generar alguna forma de resistencia por parte de los weychafes funciona como un modo de construir orgullo personal y, sobre todo, colectivo. Piedras, capuchas, palos y gomeras se convierten, entonces, en un símbolo de “entrega” y férreas convicciones capaces de contrarrestar dicha asimetría. No son apenas instrumentos de lucha. Son formas en que se materializa una transfiguración del estigma de “terrorista” en valores, normas y prácticas alternativas y contrahegemónicas. Así planteado, el conflicto con las fuerzas de seguridad hace parte de la cotidianidad de un weychafe y pareció salir a la luz en un fugaz instante, en la casa de Luis: Lorenzo tomó mi cargado bolso para ver si su billetera, perdida en alguna parte de la habitación, estaba debajo. Al moverla, se sorprendió por el peso: “¡¿Qué traes acá?!”, exclamó. “¿Piedras?”, y así invocó esa herramienta de recuperación territorial tan precaria como relevante en sus prácticas de “resistencia”.

La sistematicidad con la que el Estado chileno ha judicializado y puesto en prisión a activistas mapuche es incuestionable. En la comunidad de Luis, más de la mitad de los líderes atravesaron por esa experiencia. Esto da lugar a específicas formas de socialización en las que la cárcel se convierte en un espacio de lucha política, escenario de encuentro y fortalecimiento de los vínculos entre los weychafes, peñis y machis encarcelados. A su vez, las visitas a los compañeros presos son un modo de mantener activos los vínculos, la reflexión colectiva, los flujos y las informaciones entre las comunidades y las celdas. Así, una y otra vez la cárcel de Angol se carga de vida con la celebración ancestral del nuevo año -a la que asisten visitas de los presos mapuche- y militantes de distintas regiones se conocen personalmente al compartir celdas o espacios comunes (Llaitul y Arrate 2012).

Siendo que la cárcel, en cuanto escenario, interviene en las formas de socialización de los weychafes, es de esperar que esa intervención también se traduzca, eventualmente, en los modos de usar el cuerpo. En Lorenzo, por ejemplo, creo notar cierta hexis corporal y cierta discursividad “tumbera” (Oleastro 2017)8. Según Luis, fue en la cárcel, precisamente, que Lorenzo “agarró muchas de esas mañas”. En efecto, compartiendo el tiempo con ellos podía percibir un recurrente juego con la agresión y el culto a lo varonil, ya sea a través del bullying, la burla (que es mutua, cruzada y diversa), ya sea a través de su manejo del cuerpo: lanzado, decidido, imperativo y avasallante. Y en ese marco, yo mismo fui objeto de una forma de bullying feminizante, un poco molesto -tal vez- aunque inofensivo. Un modo de interpelación que al mismo tiempo que me incluía, “haciéndome parte” de su espacio y sus lógicas, también conseguía leer como un ejercicio de reafirmación de sus propias masculinidades.

En definitiva, aunque no es fácil establecer relaciones de causalidad entre los fenómenos, es necesario reflexionar sobre los efectos que la violencia y el hostigamiento policial pueden generar en la subjetividad y las formas de sociabilidad de los weychafes sometidos a esa represión estatal. Una mirada atenta a la reflexividad en mi experiencia etnográfica me conduce a ver, además, otros elementos de este espacio social que resultan interesantes para pensar sobre aquellos efectos.

Extranjería, temores, extrañamientos

Frecuentemente el extranjero (principalmente aquel que está de paso, como yo) es “objeto de inopinada apertura, receptor de confidencias, confesiones y otras revelaciones que se tienen cuidadosamente ocultas a las personas más próximas” (Simmel 2012, 23). Creo no equivocarme al reconocer que esto tuvo lugar en más de una ocasión durante el encuentro relatado. En efecto, mi papel allí se correspondió con la figura de “el extraño” (Simmel 2012). Mi relación con Luis, su hijo, sus sobrinos y los demás comuneros implicó una forma especial de interacción, caracterizada por un movimiento pendular entre lo cercano y lo lejano. La cercanía, en este caso, se apoyó en mi solidaridad con las causas del pueblo mapuche. También en el hecho de haber llegado a Luis a través de un amigo suyo. La lejanía, por su parte, quedó indefectiblemente anclada en mi condición de wingka (blanco) y argentino. De hecho, así me presentó Luis ante el Coyote: “un amigo argentino”.

Esa fue solo una de las formas de exclusión y distanciamiento a las que me encontré sujeto. Una escena interesante se produjo cuando estábamos sentados a la mesa, al momento de almorzar, junto a Pedro y su familia. Mi carácter de extranjero ancló también en mi condición de académico/investigador. Ello se volvió palpable cuando Pedro subrayó -muy lúcidamente- que el extractivismo sobre el territorio no solo está en la acción de las forestales, sino también en la de los investigadores, que se acercan a la gente únicamente para obtener información: “El otro día también vino un sociólogo”, señaló. “Pero a juntar datos nomás, con sus estadísticas”. Por si aún no me había llegado el mensaje, aclaró: “A mí no me parece bien ese tipo de cosas”. Me hice cargo de la insinuada acusación y me esforcé en explicitar lo que sentí que estaba implícito. Dije que aquello era muy cierto, que coincidía plenamente y que no estaba allí para “extraer” información, sino para compartir el tiempo con ellos y acompañar sus luchas. Pero mi condición de “sociólogo extractivista” o de “investigador comprometido” difícilmente era algo que pudiera resolverse en esa mesa, tampoco por la palabra y la argumentación.

Como observó Chowdhury (2019) estudiando la resistencia popular a las empresas mineras en Bangladesh, en ciertos escenarios la sospecha se vuelve una lengua franca. El modo en que Pedro colocó el asunto pareció hablar ese lenguaje. Vista a la distancia, mi necesidad de responderle delante de todos (Luis, su hijo, la familia de Pedro) anclaba, en verdad, en una sensación (corporal y emocional) que yo internalicé durante todo el encuentro. Es cierto que el manejo que hice de mis silencios intentó seguir el precepto etnográfico de “saber escuchar” y “aprender a observar”. Pero mis silencios muchas veces estuvieron anclados -también- en otros motivos que solo alcancé a comprender luego de generar los extrañamientos necesarios sobre aquella sensación.

Mi visita se produjo en un momento especialmente complicado, marcado por acuerdos represivos contra el pueblo mapuche entre los Estados argentino y chileno9. En ese contexto se produjo la desaparición seguida de muerte de un activista solidario con la causa mapuche en Argentina10, dos muertes de activistas mapuche11 y la extradición a Chile de Facundo Jones Huala, oriundo del Puelmapu y miembro de la Resistencia Ancestral Mapuche. Este escenario inscribía en mí un temor a ser percibido, por parte de mis interlocutores, como una “amenaza” o un “peligro”. La condición de extranjero podía dejarme a las puertas de la de “enemigo”. Mis silencios arraigaron en ese temor. Ello también explica mis reiterados intentos por justificar mis actos y mi presencia o hacer “aclaraciones” probablemente innecesarias sobre el asunto.

La primera vez que me encontré personalmente con Luis lo invité a tomar mi teléfono móvil y leer por sí mismo mis “notas para la entrevista”. Intentaba fortalecer el trato de confianza. Por lo mismo, me ofrecí a compartir con él dos textos que recientemente yo había escrito sobre la represión estatal al pueblo mapuche. También por ello intenté manejar el tono y los momentos para preguntar sobre las detenciones, buscando transmitir mi preocupación y solidaridad. Así conversamos sobre la situación de Facundo Jones Huala y de Lorenzo, que había sido detenido en un control de tránsito, acusado de portar elementos para provocar incendios (razón por la cual debía presentarse mensualmente ante Carabineros).

Mi temor también se manifestó mientras esperábamos el autobús hacia Cañete. Esa vez, el intercambio fue más intenso aún, y más iluminador también. Traté de expresarme con sinceridad. Le dije a Luis: “Nada de lo que publique lo haré sin compartírtelo primero y contar con tu autorización. Si mi trabajo puede contribuir a las luchas, me dispongo con total franqueza a ello”. Fue entonces cuando Luis me dijo:

Nosotros no necesitamos nada de ti. Estamos organizados y tenemos todo pensado. Tú haz lo que quieras. Eso no importa. Yo soy un tipo cuidado. Sé darme cuenta cuando me están siguiendo. Nunca voy a darte información que pueda ser usada por el enemigo. Jamás han conseguido meterme preso con pruebas. Siempre tuvieron que inventar las causas.

De algún modo, el rapport tembló. Sin decirlo, me estaba dando a entender que quien tenía el control de la situación era él, y solo él. No estábamos en una relación entre pares. Eso no era un intercambio equivalente. Eso era una dádiva, un préstamo, una facilidad que él me daba porque le parecía bien hacerlo y sobre la cual, cuando quisiera, podía cambiar de parecer. En mi intento de dejar claro un “sincero trato de entrevista”, yo había explicitado la omnipresente posibilidad de convertirme en enemigo.

Puesto que toda técnica etnográfica es contexto-dependiente, el modo en que ciertos weychafes (Luis, su hijo, su sobrino, su entorno cercano) decidieron presentarse ante mí es un elemento importante del análisis de lo observado y vivido. En el temblor del rapport y en la forma en que Luis respondió a mi ofrecimiento había elementos interesantes para pensar sobre lo que estaba aconteciendo. Existía en el ambiente una especie de constante sensación de persecución, de vigilancia, que teñía el conjunto del espacio en el que nos encontrábamos y que, por tanto, a mí también me afectaba. Luis me lo había transmitido, sin buscarlo, por medio de sus movimientos rápidos, su sequedad y su cautela. Era, en última instancia, en esa omnipresente sensación donde se fundamentaba mi renuncia al uso del grabador y mi dificultad para preguntar.

Cuando viajamos con Luis en la camioneta de su amigo, Coyote, nuestro punto de encuentro fue -curiosamente- frente al edificio de la Policía de Investigaciones (PDI). Preferí esperarlos detrás de un puesto de venta de diarios, intentando ocultarme -eventualmente- de las cámaras que -supuse- habría en la vía pública. Por cierto, si en el territorio mapuche los weychafes están constantemente vigilados por la policía (Luis cuenta que “los drones de la PDI constantemente sobrevuelan” la comunidad), junto a ellos yo también pasaba a ser objeto de vigilancia. Sabía que tomaba riesgos al estar en aquella camioneta. Un simple control de tránsito fácilmente podría derivar en una situación semejante a la que le había tocado vivir a Lorenzo recientemente. Era de imaginar, a su vez, que, con pasaporte extranjero y en una camioneta junto a quien es visto por empresarios y políticos de derecha como “uno de los principales estrategas de la violencia rural en la IX región”, yo no sería tratado benévolamente por la policía local.

Pero yo no solo era objeto de vigilancia de la policía y las fuerzas de seguridad. También los weychafes vigilaban mis actos, mis palabras y mis silencios. Con otros objetivos y atendiendo a una vital necesidad de ser precavidos. Pero lo hacían. Posiblemente era ese el sentido más profundo de la afirmación de Luis respecto de que su organización “cuida a sus weiychafes”. Mis anfitriones eran mis vigilantes. El hecho de dormir con un weychafe a cada lado fue tal vez la expresión más gráfica de esta condición; y la acusación subrepticia en el almuerzo fue un modo contundente de volver palpable esa vigilancia. La sospecha, como mecanismo político inscripto en determinada economía moral, fortalece la soberanía colectiva y funciona a través del miedo a la alteridad en el interior (Chowdhury 2019). Es por eso que todo aquello que pudiera generar sospechas merecía ser cuidadosamente administrado, contorneado, supervisado. Lógicamente, yo era, en algún sentido, objeto de sospechas.

La frontera entre el amigo y el enemigo es delgada y porosa. Era esa frontera la que se estaba delineando, también, en el instante en que me convertí en víctima del bullying feminizante. Aquellas burlas no fueron solo una manera de reforzar su masculinidad. Pueden interpretarse también como una forma sutil de dibujar en el aire de esa habitación las fronteras que distinguen entre peñis y posibles colaboradores con el enemigo.

En definitiva, había allí una racionalidad extendida que organizaba el espacio social en el que me encontraba y que, presumiblemente, forma parte de la cotidianidad de estos weychafes. Después de todo, resulta bastante comprensible que la vigilancia policial se internalice en los cuerpos como se internalizó en el mío durante esos días; y es comprensible que ello se activara aún más fuertemente ante la presencia de un extranjero.

Un cierre (o líneas de análisis abiertas)

Existe abundante bibliografía sobre la criminalización de la protesta mapuche y la militarización del territorio en Chile. Sin embargo, son pocos los estudios sobre los modos de vivir cotidiana y colectivamente la resistencia mapuche ante tal represión y el avance del capital forestal. He intentado traer respuestas a esa cuestión. El encuentro que mantuve con Luis Nahuel Collinao abrió muchas líneas interesantes para ello.

En cuanto costura las prácticas cotidianas con las reivindicaciones compartidas, el concepto de economía moral es de gran utilidad para entender los contextos de experiencia de los grupos subalternos. Y en cuanto recupera las normas éticas, los criterios de justicia, las obligaciones morales y las emociones, permite entender las formas de identificación disponibles en esos contextos.

Así entendida, esta economía moral de resistencia mapuche posee distintos elementos, entre los cuales el artículo analiza tres: la práctica del sabotaje, la ética weychafe, y la racionalidad de control y la sospecha que por momentos impregnan las relaciones interpersonales.

En primer lugar, el texto muestra que la práctica del sabotaje -como también el “control territorial”- es una forma de acción popular directa, disciplinada, con claros objetivos políticos y que se inscribe en una serie de nociones compartidas sobre el territorio, las posibilidades de lucha y las necesidades de resistencia. Se apoya en criterios de justicia (y “marcos de injusticia”) gestados al calor del avance del capital y la violencia policial.

Igualmente, y en relación con ello, la figura del weychafe que lleva a cabo sabotajes también emerge de aquellas tramas simbólicas, de esa economía moral. Ella se sostiene en una construcción colectiva y cotidiana de solidaridades y apoyos. Luego se construye en torno de una ética particular que exige de estos sujetos específicas formas de habitar el cuerpo, administrar emociones y asumir sacrificios. La identidad del weychafe que realiza sabotajes es mapuche. Se siente parte de un pueblo, se inscribe en sus tradiciones culturales y vive con orgullo tal pertenencia. También es eminentemente viril, se vincula a cualidades específicas como la beligerancia y la virtud, y se apoya en una fuerte idea de disciplina. Cuerpo puro, cuerpo duro y sacrificio son nociones que sintetizan sólidamente ese espacio de identificación, el cual se construye, a su vez, en medio de una cotidiana presencia de la violencia policial.

El fuerte contexto represivo presumiblemente moldea algunas formas de socialización entre estos weychafes. La reflexividad sobre mi lugar en el campo me permitió iluminar algo de ello. Haber sentido en mi propio cuerpo el temor de ser observado, seguido, vigilado o incluso retenido por la policía habla de cierto estado de alerta que hace parte de la estructuración del espacio social en su conjunto. El temor y la sospecha son elementos que, bajo distintas formas, estaban extendidos de manera difusa -pero persistente- en el espacio social en cuestión, fortaleciendo la soberanía del colectivo (Chowdhury 2019). Lo comprendí al reconocer las formas subrepticias de vigilancia y control que peñis y weychafes ejercían sobre mí. En la experiencia de ser afectado -y dejarme afectar- (Favret-Saada 1990) entendí que se trataba de cierta racionalidad que organizaba el espacio social, que se incorpora en los sujetos, y de la cual yo mismo fui parte, víctima y co-productor. Así, la represión estatal se encarna en cuerpos y dinámicas interpersonales, promoviendo específicas formas de relacionamiento social.

Podemos decir, entonces (por cierto), que el lugar del miedo en cuanto instrumento político acaba por transfigurarse, invertirse y difuminarse. Se define como acción “terrorista” aquella orientada a generar terror en la población; pero, curiosamente, las acciones estatales de vigilancia, represión y persecución realizadas en nombre de “acabar” con “el terrorismo” son ellas mismas productoras de recurrentes y dispersas sensaciones de temor entre los grupos a los que se orientan y más allá de ellos.

El camino transitado en este artículo apenas esboza una amplia tarea de investigación que está aún por hacerse. No obstante, creo que las reflexiones aquí plasmadas son un puntapié valioso para interpretar, y así también acompañar, los modos de vivir la resistencia y la lucha mapuche en la actualidad.

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1 La investigación que dio forma a este artículo fue financiada por medio de una beca posdoctoral (2017-2019) del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina (Conicet), una beca posdoctoral de la Universidad de Buenos Aires (2019-2021) y el proyecto PICT 1209-2017, del cual soy investigador responsable ante la Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, el Desarrollo Tecnológico y la Innovación (Argentina). El proceso final de redacción fue realizado en el marco de una estancia posdoctoral que realicé en el Centro de Estudos Sociais (CES) de la Universidad de Coimbra (Portugal) entre septiembre de 2020 y marzo de 2021.

2En 2013, Bernard Luchsinger y Vivianne Mackay murieron en un incendio producido por encapuchados. Con la excepción del machi Celestino Córdova, condenado sin pruebas sólidas a dieciocho años de prisión, todos los otros activistas mapuche procesados fueron absueltos.

3El territorio mapuche (Wallmapu) se conforma del Puelmapu (al este de la cordillera de los Andes) y el Ngulumapu (al oeste). Véase figura 2.

4Muerto a manos del Grupo Especial de Operaciones de Carabineros de Chile (GOPE), durante un violento allanamiento efectuado por esta fuerza en la comunidad de Temucuicui.

5Los weychafes que aquí estudio se refieren a sus acciones de defensa y oposición con el término “resistencia”, imprimiendo al mismo un sentido político y, eventualmente, mítico. Cuando en este texto utilizo dicha palabra sin comillas es porque remito, en un sentido analítico y descriptivo, al antagonismo (Modonesi 2006) frente al avance de la industria forestal y la represión estatal. Esclarecimientos conceptuales relevantes sobre la noción de resistencia pueden consultarse en Modonesi (2006) y Restrepo (2008).

6Todos los nombres personales fueron modificados; también algunos datos cronológicos y geográficos.

7Las principales empresas forestales son CMPC Forestal (familia Matte), Bosques Arauco S. A. (grupo Angellini), Masisa Forestal, Bosques Cautín, Forestal Anchile, Forestal Celco, Forestal Comaco, Forestal Los Lagos, Forestal Tierra Chilena y Volterra. Ellas concentran sus actividades en las regiones de Maule, Bio Bio, Araucanía, Los Lagos y Los Ríos.

8Adjetivo que remite al ámbito carcelario.

9En septiembre de 2017 el subsecretario del Interior chileno viajó a Buenos Aires para reunirse con la ministra de Seguridad de Argentina. Fue firmado un acuerdo bilateral para controlar “terrorismos y narcotráficos” supuestamente ejecutados por gente mapuche y promover la cooperación en materia judicial y policial.

10El 30 de agosto de 2017 Santiago Maldonado desapareció en el marco de un operativo de la Gendarmería Nacional Argentina en el Pu Lof Cushamen, provincia de Chubut. Apareció muerto, casi tres meses después.

11Rafael Nahuel fue asesinado por el Grupo Albatros de la Prefectura Naval Argentina, en la provincia de Río Negro, el 25 de noviembre de 2017. El 14 de octubre de 2018 la Gendarmería chilena mató a Camilo Catrillanca.

Recibido: 03 de Septiembre de 2021; Aprobado: 10 de Noviembre de 2021

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