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Revista Colombiana de Antropología

versión impresa ISSN 0486-6525versión On-line ISSN 2539-472X

Rev. colomb. antropol. vol.58 no.3 Bogotá sep./dic. 2022  Epub 01-Sep-2022

https://doi.org/10.22380/2539472x.2359 

Artículos

Extorsiones, victimización popular y limpieza social en la ciudad de Guatemala a principios del siglo XXI

Extortion, popular victimization, and social cleansing in Guatemala City at turn of the 21 st century

Luis Bedoya1 

1Universidad de San Carlos de Guatemala, Guatemala lbedoyaparedes@gmail.com https://orcid.org/0000-0003-4073-4845


Resumen

Durante los primeros años del siglo XXI, Guatemala experimentó incrementos de la criminalidad violenta y los homicidios. En áreas urbanas, las pandillas juveniles o maras, las extorsiones y las prácticas de limpieza social adquirieron relevancia. Desde 2004, activistas de derechos humanos denunciaron que el Estado implementaba políticas de limpieza social en contra de supuestos criminales, particularmente contra mareros. Ciertamente así sucedía. No obstante, la limpieza social comenzó antes, cuando víctimas de la depredación extorsiva se transformaron en victimarios de supuestos extorsionistas. Este artículo analiza las prácticas de limpieza social de aquel momento como fenómeno relacionado con la formación de la cuestión criminal, la victimización extorsiva y las prácticas de vigilantismo popular y estatal.

Palabras clave: extorsiones; limpieza social; vigilantismo; mareros; Guatemala

Abstract

During the first years of the 21st Century, Guatemala experienced an increase in violent crime and homicides. In urban settings, youth gangs, or maras, extortion, and practices of social cleansing, became relevant. Since 2004, human rights activists denounced the state enforcer of social cleansing policies against alleged criminals, particularly gangs members. Even as this undoubtedly the case, however the social cleansing began earlier, when victims of extortive depredation became executioners of alleged extortionists. This article analyzed the practices of social cleansing during that period as a phenomenon related to the formation of the criminal question, the extortive victimization, as well as to the popular and state vigilantist practices.

Keywords: extortion; social cleansing; vigilantism; gangs; Guatemala

Introducción

La historia guatemalteca está atravesada por relaciones de desigualdad y violencias de larga data. Estas violencias, producidas en relaciones de fuerza que desbordan las fronteras entre lo público y lo privado, lo legal y lo ilegal, pueden inclusive ser situadas como aspectos nodales de los procesos de formación histórica de la dominación estatal (Pearce 2010). Solo en la segunda mitad del siglo XX, el país experimentó uno de los conflictos armados internos más cruentos azuzados por la guerra fría global, cuyo saldo superó los 250.000 muertos (Comisión para el Esclarecimiento Histórico 1999).

La finalización formal de la confrontación armada, en 1996, no menguó la violencia homicida; de hecho, las cifras aumentaron y nuevas expresiones tomaron forma (López, Bastos y Camus 2009, 2015). Además, la criminalidad adquirió dimensiones no experimentadas en el pasado. La violencia homicida y la criminalidad de la posguerra poseen una dimensión urbana con altas concentraciones. En los discursos públicos de la inseguridad, en buena medida moldeados por la circulación y el consumo de noticias de nota roja, el área metropolitana de la capital suele ser representada como un espacio caótico y amenazador. En estos dramas narrativos, las pandillas juveniles o maras aparecen como agentes criminales de gran peligrosidad social.

Las maras pasaron de ser formas de organización juvenil en barrios populares a ser figuras de criminalidad violenta. Son, además, fenómenos comunes a El Salvador y Honduras, y poseen fuertes vínculos con las historias de violencia previas, las migraciones hacia Estados Unidos y las deportaciones de aquel país hacia la región. En la ciudad de Guatemala comenzaron a ser objeto de atención pública desde finales de la década de los ochenta (Levenson 1998), pero solo cristalizaron en actores de criminalidad violenta en los primeros años del presente siglo (aunque es oportuno aclarar que están excluidas de las expresiones de la criminalidad organizada sofisticada y de alta rentabilidad). La faceta criminal se consolidó en simultaneidad con la estructuración de prácticas de extorsión sistemática a comercios y viviendas en los barrios periféricos de la ciudad. A partir de entonces, maras y extorsiones conforman categorías del mismo orden de discurso, a pesar de que cada vez con más frecuencia nuevos actores toman parte de los negocios extorsivos.

Las empresas extorsivas de los mareros son esencialmente violentas, porque para ser puestas en marcha requieren de la intimidación física, porque la respuesta policial antimaras ha descansado en la represión policial y porque, en circunstancias determinadas, las víctimas han implementado sus propios métodos de defensa violenta, entre los que se cuentan el vigilantismo privado anticrimen y las formas de limpieza social.

La violencia homicida que circunda la díada maras-extorsiones se entreteje en una multiplicidad de interacciones inestables y episódicas. Es decir, es discontinua, localizada y acotada a espacios determinados. En este artículo me propongo explorar la inteligibilidad pública de estas relaciones violentas, prestando atención especial a la articulación de modalidades de vigilantismo barrial antiextorsión y a la implementación de prácticas de limpieza social en la ciudad de Guatemala durante la primera década del siglo XXI.

Entre 2002 y 2007, en la ciudad de Guatemala, cientos de hombres fueron asesinados y sus cuerpos abandonados en las calles, muchas veces con signos de tortura y tratos vejatorios. La mayoría de las víctimas eran mareros. En el habla pública, estas muertes fueron definidas como actos de limpieza social. No era la primera vez que algo así sucedía; en Guatemala, tales actos vinculan las historias de violencia a las que he hecho mención (Comisión para el Esclarecimiento Histórico 1999; Schrimer 1999). No obstante, esta vez las víctimas fueron presentadas como criminales, las muertes se comprendían como desprovistas de motivos políticos y las iniciativas de dar la muerte provinieron tanto del Estado como de agentes civiles.

Las cifras de muertes violentas de supuestos mareros comenzaron a crecer desde finales de 2002, pero se elevaron en coincidencia con el periodo en que Carlos Vielman y Edwin Sperisen ocuparon los cargos de ministro de Gobernación y director de la policía (de julio de 2004 a abril de 2008). Carecemos de datos precisos respecto a cuántas personas fueron asesinadas en aquel lapso. Una cifra aproximada puede ser 2 600, según la estimación de No-Ficción (“El regreso de los escuadrones de la muerte” 2021), un periódico electrónico de investigación.

Como indiqué, desde mediados de la década de los noventa, las estadísticas de violencia homicida y criminalidad violenta mantuvieron su tendencia al alza. En los registros oficiales, las muertes de los supuestos mareros se integraron a las cifras ordinarias, lo cual quiere decir que el Estado renunció a otorgarles un tratamiento especial. Si devinieron particulares fue por la observancia de patrones de ejecución y recurrencias en los modos de operar de los perpetradores. Además, claro está, por la identidad social de las víctimas. Prestar atención a los factores contextuales nos permitirá individualizarlas con relación al conjunto de la violencia homicida del momento, y con relación a prácticas similares ocurridas en el pasado. De allí proviene la tesis según la cual se trató de un episodio de limpieza social, que, para propósitos de explicación, divido en dos momentos: lo sucedido antes de julio de 2004 y lo que vino después de esa fecha. La argumentación que ofrezco se apega a esta periodización.

Mi argumento principal es que, en conjunto, este episodio de limpieza social coincidió con la fase de expansión de las empresas de criminalidad extorsiva, originalmente impulsadas por mareros. Así, la posibilidad de matar devino en un vaso comunicante entre el Estado y los sectores populares urbanos victimizados por pandilleros. Existen indicios empíricos suficientes para proponer que, en el primer momento, las iniciativas de dar muerte corrieron principalmente a cargo de civiles y que, en el segundo, policías tomaron parte de las matanzas, alentaron que otros mataran y buscaron centralizar la capacidad de hacerlo. En todo ello, la aparición de Vielman y Sperisen fue decisiva. Este encuadre del problema me permite situar los actos de limpieza social como proyecto de producción de seguridad al que aportaron tanto las clases populares como el Estado.

Con el propósito de contribuir al conocimiento de estos procesos generales, en este artículo analizo el episodio de limpieza social de entre 2002 y 2007, situando como parte del mismo campo de acción la victimización a manos de mareros, las prácticas de vigilantismo popular anticrimen y la violencia estatal subsecuente. Por vigilantismo entiendo la articulación de acciones de control extralegal y aplicación de castigos violentos con propósitos de mantener el orden, disipar amenazas o hacer justicia (Morcada 2017; Sen y Pratten 2007; Rosembaum y Sederberg 1974; Asif y Weenink 2019).

En este sentido, resulta oportuno considerar el llamado hecho por Grassi (2018) cuando escribe que, si bien en la posguerra guatemalteca, en muchos barrios pobres urbanos, los residentes se han implicado activamente en la producción de mecanismos de seguridad violenta, los antropólogos hemos prestado poca atención al tema. Acertadamente, el autor advierte que tales prácticas, mediadas por intercambios asimétricos negociados por el miedo, las amenazas y los imperativos de la sobrevivencia, constituyen partes fundamentales de la rehechura de la violencia en el presente. Al ampliar la perspectiva hacia la abundante literatura dedicada a analizar las relaciones entre violencia y pandillas se observa que las preguntas de investigación se enfocan en escudriñar el funcionamiento de la violencia estatal y en dar cuenta de aquella que ejercen las pandillas. En estos estudios, los residentes de barrios pobres pocas veces protagonizan los dramas violentos que tienen lugar en sus entornos, a no ser que se los represente como víctimas.

Una parte nodal de mi argumento es que, durante el primer momento del episodio de limpieza social contra supuestos mareros extorsionistas experimentado en Guatemala a principios del nuevo siglo, las iniciativas de dar la muerte fueron impulsadas por individuos cuya condición de clase no distaba de la de sus víctimas. Se trató, propongo, de experiencias de violencias y victimización protagonizadas por pobres, muchas veces conectados por relaciones de vecindad. Esta cualidad resalta también si se las contrasta con otras experiencias de limpieza social documentadas en América Latina. La bibliografía especializada muestra que, usualmente, las iniciativas de dar muerte con propósitos de higienización social corresponden a actores poderosos, sean estos agentes del Estado, paramilitares u otros grupos armados irregulares estructurados (Civico 2015; Feltran 2020; Samet 2019; Scheper-Hugues 2006 y 2015).

La etnografía que sustenta la discusión se despliega en tres momentos narrativos. Parto de considerar las trayectorias de la depredación económica a manos de mareros, desde las formas rudimentarias hasta el establecimiento de los cobros extorsivos propiamente dichos. Así, identifico que las prácticas de matar mareros con propósitos de combatir la criminalidad surgieron entre 2002 y 2003, y que al principio fueron ejecutadas por pequeños comerciantes y empresarios en los barrios periféricos de la capital. Fue allí donde la depredación extorsiva de los mareros se arraigó primero, y donde estos produjeron las formas de victimización más cruentas. Para los actores civiles que apoyaban la limpieza social, la muerte representó un mecanismo de autodefensa anticrimen. Seguidamente, explico que, en efecto, cuando Vielman y su equipo de trabajo asumieron la conducción de los aparatos de seguridad pública estatales (julio de 2004), las prácticas de matar supuestos criminales adquirieron el estatus de una política de Estado, como sostienen los activistas de derechos humanos. Alcanzado este punto de la discusión, propongo caracterizar la política de seguridad en los barrios populares impulsada por Vielman como un régimen de vigilantismo que incorporaba el vigilantismo popular. En el tercer momento, me detengo para mostrar, a partir de experiencias concretas, situaciones en las que el ensanchamiento de los espacios de muerte redujo la separación entre violencias estatales y violencias privadas anticrimen, haciendo del crimen y la limpieza social realidades contaminadas y movedizas.

El artículo presenta resultados parciales de una investigación que analizó la evolución de la criminalidad extorsiva en los discursos públicos en Guatemala. El trabajo incorporó, entre otras fuentes de información, notas rojas, legislación penal, expedientes judiciales, memorias de labores de instituciones de seguridad y de justicia, e informes técnicos. Así mismo, entrevistas a agentes de policía activos y retirados, fiscales, jueces y activistas de derechos humanos. La discusión que ahora presento focaliza la atención en las relaciones entre la violencia anticrimen y el crecimiento de la depredación extorsiva durante la primera década del siglo XXI, y se basa principalmente en el análisis hemerográfico de, en concreto, la producción noticiosa del periódico Nuestro Diario (principal exponente de la nota roja contemporánea en Guatemala), en entrevistas a agentes de policía, activos y retirados, y en otros recursos documentales.

Entiendo la nota roja como una fuente de información sobre hechos de violencia, a partir de la cual es posible encontrar patrones de actuación en arcos de tiempo extensos. Debido a sus cualidades narrativas, Nuestro Diario es, además, un excelente vehículo de la movilización de discursos respecto a los tópicos de interés. Para realizar el análisis hemerográfico procedí del siguiente modo: construí un banco de aproximadamente 3 000 registros noticiosos, organizados cronológicamente. Posteriormente, reconstruí la recurrencia de casos de muertes violentas identificadas como actos de limpieza social, o cuya descripción incluyera elementos que apuntaran en dicha dirección interpretativa. En paralelo, hice lo mismo con los registros de casos de extorsiones. Cuando encontré episodios de violencia a los que el diario dio seguimiento noticioso, me detuve para comprenderlos al modo de situaciones. Dentro del análisis, las fuentes de información restantes aparecen en diálogo con la historia surgida del periódico.

La historia que ofrezco posee elementos comunes con experiencias en El Salvador y Honduras. En los tres países el auge de las maras, la criminalidad extorsiva y las prácticas de limpieza social responden a factores similares. Sin embargo, mis resultados no constituyen generalizaciones explicativas. Esfuerzos con tales propósitos demandan recursos analíticos más allá de mis posibilidades1.

Debo aclarar, además, que el análisis que ofrezco establece contrapuntos con una serie de estudios que documentaron el fenómeno de la limpieza social posicionándose desde marcos discursivos de derechos humanos (Flores y Joaquín 2011; Samayoa 2007, 2009; Samayoa y Aguilar 2007). El interés principal de estos estudios fue documentar la participación de agentes del Estado en las matanzas. Al momento de ofrecer explicaciones, acudieron a una tesis formulada por el procurador de Derechos Humanos, quien, en un informe de 2006, había concluido que la “finalidad aparente” de las muertes era “generar terror colectivo entre el grupo al que [las víctimas] pertenecen y con ello, agudizar la sensación de ingobernabilidad e inseguridad” (Alson 2006, 31). Aunque estos estudios representan avances significativos para el esclarecimiento de los delitos de ejecución extrajudicial, y pese a que poseen el mérito de haber situado el problema de la violencia policial en los debates públicos del momento, prestaron poca o nula atención a aspectos más generales del problema, como las contenciones que daban forma a la cuestión criminal, la participación activa de civiles en las iniciativas de limpieza social, y las confluencias entre agentes privados y estatales. Mi posición, en cambio, es que la limpieza social no buscaba generar desestabilización e ingobernabilidad, sino producir estabilidad y manejar el crimen, así se tratase de residentes y pequeños comerciantes en los barrios que se armaban para, según ellos, defenderse de los mareros, de policías o de acciones concertadas entre estos y civiles.

El trabajo de la narración de la muerte violenta

Atendiendo la crítica de Coronil y Skurski (2006) respecto a la pertinencia de situar la violencia como parte de la producción de lo social, propongo que actos de barbarie como los que estamos revisando se comprenden mejor si los mantenemos en el plano de la acción social. La violencia, escriben los autores, se nombra, reconoce y experimenta en términos de conceptos y relaciones autorizantes de poder. Desde esta perspectiva, nombrar una muerte violenta como un acto de limpieza social comunica una forma de conducir las relaciones de poder que autorizan a nombrar. Por su parte, Taussig (1984) escribió que a menudo los investigadores conocemos el terror a través de las voces ajenas. Entender el terror conlleva comprender su elaboración lingüística a través de la narración.

Con el estudio de la limpieza social sucede lo mismo: a ella nos aproximamos por medio del estudio de su narración. Limpieza social es una categoría perteneciente a la semiótica de las prácticas de curación e higienización social mediadas. Dicho con palabras de Feldman (1991) y Puccio-Den (2021), es un evento cognitivo. Las personas ordinarias interpretarán un cuerpo como un acto de limpieza social cuando este ha sido indexado con signos de crimen, peligrosidad o desviación. Como se observa, se trata de un trabajo de significación, que forja identidades después de la muerte física y que emerge cerca de agentes poderosos que reclaman para sí el ejercicio privado de la violencia securitaria y la corrección moral. (Civico 2015; Scheper-Hughes 2006, 2015). Por esta razón las estadísticas policiales y judiciales resultan poco provechosas para estudiarlas. Como sabemos, los registros oficiales están manufacturados a partir de categorías del derecho penal. En ellos, actos de muerte que las personas ordinarias significan como limpieza social aparecerán bajo rúbricas de homicidio, asesinato o ejecución extrajudicial.

Tenemos, entonces, que la limpieza social posee una constitución substancialmente lingüística, que es una forma particular de significar la muerte violenta situada en contexto. Por esta razón, mi acercamiento a su realidad se da a través de la narración -la nota roja, el periodismo investigativo, los estudios académicos, las conversaciones informales y las entrevistas pactadas-. En este escrito, la entiendo como una categoría emic para la antropología (Feltran 2020), y le presto atención a su uso en lenguajes ordinarios, no como criterio de valuación de la condición social de las víctimas, tampoco como taxonomía de la normatividad penal. En síntesis, atender la realidad del lenguaje me resulta productivo porque el problema de estudio, parcialmente, brota de él.

La depredación extorsiva y la escalada de violencia civil antimaras

Dos son mis propósitos al volver sobre las trayectorias de la delincuencia extorsiva de los mareros. Primero, mostrar que las prácticas de matar mareros emergieron de la articulación de modalidades de vigilantismo popular, cuya existencia se planteaba de cara a lo que se percibe como la ineficiencia del Estado para contener el aumento de la criminalidad extorsiva. Segundo, que antes de acudir a la muerte violenta, otros recursos de persuasión anticrimen fueron contemplados. La narración se restringe a acontecimientos anteriores a julio de 2004.

En Guatemala, como en El Salvador y Honduras, extorsiones y pandillas constituyen categorías íntimas del mismo orden de discurso, de forma que para hablar de extorsiones es necesario fijar el lugar de los mareros en el paisaje figurativo local. Históricamente, sobre todo entre las clases medias y altas urbanas, la existencia de pandillas está estrechamente vinculada a nociones de periferia urbana, concepto que a su vez suele ser homologado con ideas de marginación social. En Guatemala, estas relaciones de significación son consustanciales a una serie de transformaciones que la ciudad experimentó durante la segunda mitad del siglo XX. Entre estas, destaca el crecimiento demográfico alimentado por migraciones de zonas rurales. Así se formaron los barrios periféricos, muchos de ellos mediante la ocupación ilegal de terrenos. A estos asentamientos irregulares se les llamó asentamientos. En las geografías imaginarias del peligro en la ciudad, las pandillas brotaron de estos sitios.

Las extorsiones contemporáneas evolucionaron a partir de formas arcaicas de coacción que, en principio, no incluían el uso de la violencia. Durante la segunda mitad de la década de los noventa, la nota roja reportó que mareros solicitaban contribuciones monetarias a comerciantes, conductores de autobuses y residentes en los barrios periféricos. Fue común, también, que les solicitaran víveres y alimentos a abarroteros. En más de una ocasión, las víctimas expresaron a los periodistas que los encuentros con los mareros les resultaban incómodos, pero ninguno de los casos registrados ofrece indicios para suponer que los mareros representaran una fuente de amenazas físicas. En los años siguientes, las solicitudes que los mareros realizaban, para llamarlas de una manera, se trasformaron en exigencias y comenzaron a implicar grados de agresividad mayores. Aun así, continuaron presentándose de manera esporádica y circunstancial. Después de 1998 se hizo común que mareros abordaran a conductores del transporte público exigiéndoles dinero a cambio de no robarles a ellos o a los pasajeros. En los lenguajes policiales, a estas exigencias informalizadas se les denominó “impuesto” o “impuestos de guerra”. El impuesto, instituido a finales de la década de los noventa, es el antecedente inmediato de las extorsiones contemporáneas.

La transición de los cobros esporádicos hacia la extorsión sistemática ocurrió entre 2001 y 2003. Se constata prestando atención a la fraseología empleada por la nota roja, que embebía el léxico criminal policial. Hasta 2001, el término más utilizado era impuesto. En algún momento de 2002, extorsión ganó predominancia. Las noticias informaban, además, que los cobros se tornaban sistemáticos y que eran acompañados de amenazas de violencia física. Las discusiones en la prensa escrita de aquel momento evidencian que, para estos sectores de clase, la violencia de las maras era una cuestión de pobres y lo eran también, en consecuencia, las extorsiones. Esta apreciación comenzó a cambiar a partir del momento en que vendedores y repartidores pertenecientes a grandes empresas, que se adentraban en los barrios, comenzaron a ser extorsionados -cerveza, agua purificada, harinas, etc.-. Entonces, la depredación extorsiva comenzó a atraer la atención en los discursos públicos sobre la seguridad y las amenazas a la economía.

Para 2003, los mareros habían perfeccionado su modelo de negocios extorsivos: delimitaron perfiles de víctimas, impusieron cuotas periódicas fijas, instituyeron métodos de cobranza violenta, diseñaron protocolos para la recepción del dinero, expandieron sus operaciones hacia ciudades del interior, etc. A partir de este punto, las líneas de clase que habían mantenido a los mareros en la categoría de criminalidad de pobres se tornaron obsoletas.

Con la consolidación de los negocios extorsivos se recrudeció la violencia homicida que rodeaba a las maras. Las víctimas que se negaban a pagar, que mostraban resistencia o rompían los silencios impuestos, a menudo fueron asesinadas o debieron desplazarse. La expresión más dramática de esta nueva realidad del crimen se observa en la elevación vertiginosa de las cifras de conductores de autobuses asesinados (Camus 2015). En concordancia, los sentidos ciudadanos de agravio aumentaron. Las víctimas elaboraban exigencias públicas para que se contuviera el ascenso criminal de los mareros. Para responder a las demandas de seguridad, el Gobierno intensificó las políticas antimaras basadas en la represión policial y el encarcelamiento preventivo.

Estas medidas de control comenzaron a tomar forma desde el año 2001, mediante el despliegue policial en los barrios y zonas con presencia de maras. Para llegar a los mareros la policía implementó tres métodos tradicionales: los estereotipados operativos de control de la movilidad en la calle, redadas en barrios problemáticos y patrullajes rutinarios. Los dos primeros requerían niveles mínimos de planificación y contingentes numerosos de agentes sobre el terreno de la acción. Los patrullajes ordinarios correspondían a tareas de vigilancia policial tradicional. Los operativos y redadas, a los que se les asignaban nombres propios, consistían básicamente en establecer puntos de revisión en las avenidas aledañas a zonas conflictivas, detener autobuses y requisar a los pasajeros. Con las redadas en barrios conocidos por la presencia de pandilleros sucedía lo mismo.

Los operativos y redadas recibieron amplia cobertura de los periódicos y la publicidad gubernamental. Debido a la parafernalia que los rodeaba y a la alteración de la movilidad alrededor de los sitios donde se implementaban, eran poco efectivos para capturar a criminales peligrosos. Estos, sencillamente, anticipaban los movimientos policiales y abandonaban el área sin ser detectados. Al final de la jornada la cifra de detenidos estaba integrada por individuos con poca o nula relación con las maras. Capturaban a personas por carecer de documentos de identidad, por portar armas sin licencia o, simplemente, por irrespetar a los policías. La improvisación parece haber sido el método del trabajo policial predominante. Las decisiones de a quién capturar se tomaban en el instante a partir de una combinación de hallazgos azarosos y de la aplicación de la racionalidad práctica antimaras. Individuos a los que se les encontraban tatuajes o que vestían ropa holgada corrían el riesgo de ser detenidos y presentados como mareros (Rodríguez y Pérez 2005; Savenije 2009).

A pesar del incremento de la violencia policial, el Estado se mostraba ineficiente para solventar la cuestión criminal en la arena penal. Debemos agregar que, en aquel momento, el derecho penal guatemalteco carecía de tipos penales acordes con algunas de las infracciones que cometían los pandilleros, entre estas, el cobro del impuesto. El impuesto establecido por mareros era, en efecto, un crimen, pero no existía un tipo penal que lo abarcara adecuadamente. El delito de extorsión contenido en el Código Penal era obsoleto, entre otras razones porque ignoraba la posibilidad de la concertación para delinquir. No fue sino en 2006 que el Congreso de la República creó dos tipos penales acordes con el delito. Antes de esa fecha, el Ministerio Público fracasaba en sus intentos de imputación y los jueces valoraban que los tipos penales imputados no coincidían con las infracciones señaladas. De modo que una enorme proporción de mareros llevados a juzgados quedaban en libertad.

Sin investigación criminal, sin tipos penales adecuados, cuando las capturas derivadas de investigación criminal eran ínfimas y las flagrancias correspondían a delitos leves, la lucha contra las maras pasó a depender de otros recursos: de mayores niveles de violencia policial, del acondicionamiento de evidencia incriminatoria y de abrir la posibilidad de darles muerte a sus miembros. Si bien mi análisis establece que la intervención sistemática de la policía en la limpieza social de extorsionistas ocurrió a partir de julio de 2004, existen evidencias de la consumación de ejecuciones extrajudiciales en el periodo anterior. Al respecto, Rodríguez y Pérez (2005) documentaron casos ocurridos en el contexto del Plan Escoba, un conjunto de operativos antimaras realizados en 2003. Según la evidencia disponible, es factible suponer que se trataba de actos consumados en el contexto de los operativos, y no de prácticas sistemáticas y organizadas, como ocurriría a partir de julio de 2004.

Tenemos así que, en un escenario en que los ciudadanos ordinarios juzgaban que el Estado estaba incapacitado para contener la criminalidad por medios legales y en que la sensación de desprotección frente a la victimización extorsiva aumentaba, la opción de matar a los criminales comenzó a ser contemplada como vía alterna para garantizar la seguridad. Pero antes de matar, otras alternativas fueron consideradas. Veamos.

En septiembre de 2002, Nuestro Diario informó que, en la Colonia Tierra Nueva II, Chinautla, un municipio de la conurbación, conductores de autobuses y vecinos realizaron una cacería de mareros. Según la noticia, en aquel lugar estaban “cansados de tanto asalto y de pagar el impuesto de 50 quetzales por cada vuelta” de los autobuses (6 dólares americanos aproximadamente). La cacería, acto cercano a lo que Asif y Weenink (2019) denominan rituales de vigilantismo, consistió en requisar las viviendas de los supuestos mareros, capturarlos, golpearlos y posteriormente entregarlos a la policía. Uno de los conductores dijo a los periodistas: “Nos tapamos la cara porque vivimos aquí, y si nos reconocen corremos riesgo de que [los mareros] nos maten”. Una mujer, que también participó de la cacería, expresó: “Hasta que no se linche a varios de ellos [mareros] no van a entender que ya no los queremos. Nos vamos a organizar para sacarlos de nuestra colonia, ya sea vivos o muertos” (Cortez 2002, 3). El temor expresado por el conductor provenía del reconocimiento de la relación de vecindad, vínculo que la mujer pedía revisar formulando una amenaza de ruptura.

El episodio en Tierra Nueva II resulta emblemático de las reacciones civiles antimaras de aquel momento. En otras colonias y barrios periféricos, conductores, pequeños comerciantes y vecinos, cada vez con más frecuencia, hicieron demostraciones públicas de rechazo a los cobros y asaltos realizados por mareros. De este modo, muchas personas encontraron que la lucha antiextorsiones correspondía a su campo de acción, y como esta era esencialmente violenta, el método para contestarla no fue otro que la violencia.

Unos meses después de la cacería en Tierra Nueva, el cuerpo desmembrado de un marero apareció en la colonia El Paraíso II, otra barriada popular en el norte de la capital. La historia se desarrolló de esta suerte: los propietarios de una carnicería estaban siendo extorsionados por un marero, que les cobraba “Q300 mensuales a cambio de no hacerles daño o asaltar su negocio” (Pinto 2004, 6). Un día, los carniceros invitaron al extorsionista a tomar licor en el establecimiento. Estando este borracho, lo asesinaron, lo descuartizaron y dispersaron los restos por el barrio. La nota roja convirtió el caso en un paradigma de violencia civil antiextorsiva. Valiéndose de él, los periódicos alentaron el debate público en torno al derecho de autodefensa de las víctimas de los mareros. En la discusión quedó claro que la opinión pública mayoritariamente era anuente con las prácticas de matar criminales, sobre todo cuando la muerte se contrastaba con la ineficiencia del Estado para proveer seguridad y justicia. En consecuencia, la muerte de los criminales fue erigida como una vía alterna a los sistemas de investigación criminal y al derecho penal.

En la siguiente sección doy continuidad a esta idea con el propósito de mostrar que, cuando Vielman y Sperisen tomaron posesión de los cargos de ministro de Gobernación y director de la policía, en julio de 2004, encontraron que las iniciativas de muerte en los barrios eran armónicas con sus visiones anticrimen y se sumaron a ellas. Así, la limpieza social devino en un proyecto de producción social de seguridad incorporado a la política estatal anticrimen y ampliamente compartido.

Institucionalización de la limpieza social

En enero de 2004, Óscar Berger asumió la presidencia de la república con el mandato de gobernar hasta enero de 2008. Había sido postulado por una coalición de partidos políticos cuyos liderazgos más destacados pertenecían a la élite empresarial. El suyo fue el primer Gobierno que enfrentó la inseguridad como la principal preocupación ciudadana. Fue también el que con mayor empeño procuró poner en práctica el modelo de gobernanza neoliberal. En este sentido, redujo el gasto social, fomentó la intervención de agentes privados en funciones que en el pasado correspondieron al Estado y promovió la disminución de los aparatos burocráticos, entre otras medidas.

Durante la campaña electoral, Berger utilizó el slogan “los buenos somos más”, según una retórica moralista que dividía el mundo entre buenos y malos. Los tropos del bien y del mal provenían de la moral conservadora, propia de las clases dominantes, pero habilitaban puntos de comunión con las clases populares agobiadas por la criminalidad y la precarización social. Pronto se hizo evidente que, en su imaginación, la sociedad se asemejaba a un cuerpo infectado que requería ser saneado mediante la extirpación de los agentes patógenos. Berger calibró el mal para ajustarlo a la realidad de los criminales. Era a ellos a quienes se refería cuando hablaba de buenos y malos. Y como había sido usual desde finales de la década de los noventa, él y sus funcionarios de seguridad hicieron de los mareros el objeto central de la retórica gubernamental anticrimen. De esta forma, el Gobierno encausaba una convención discursiva con propósitos de condensación semántica del crimen y de producción de enemigos sociales fácilmente identificables.

Berger fue el primer presidente guatemalteco que se implicó personalmente en operativos antimaras. A solo una semana de haber asumido el cargo visitó El Paraíso -la colonia donde el matrimonio de carniceros había descuartizado al marero que los extorsionaba-, mientras policías y soldados efectuaban un operativo. Allí declaró que terminaría “con la delincuencia” (Mazariegos 2004, 2). Azorado por el crecimiento de las estadísticas de criminalidad y violencia homicida, en julio de 2004, Berger renovó los mandos altos de la seguridad pública. Como ministro de Gobernación nombró a Carlos Vielman, y en la jefatura de la policía, a Edwin Sperisen.

Al respecto, Alejandro Rodríguez, abogado y activista de derechos humamos, en diversas ocasiones ha expresado que Vielman fue designado en el Gobierno para implementar la “agenda del sector empresarial de deshacerse de todo lo que es los pandilleros y hacer ejecuciones extrajudiciales” (“El regreso de los escuadrones de la muerte” 2021). El recelo expresado por Rodríguez se alimentaba del conocimiento público respecto a los roles que ambos personajes habían desempeñado durante la guerra de contrainsurgencia. A Vielman se le ha señalado de haber formado parte de Mano Blanca, una agrupación anticomunista que también operaba como escuadrón de la muerte. A Sperisen, más joven que Vielman (de 33 años cuando asumió el cargo), se lo vinculó con los antibrakes -jóvenes de clase media y alta que, a principios de la década de los noventa, se dedicaban a golpear a jóvenes de clase baja identificados con el brakedance (Escobar 2005)-. El brakedance fue uno de los aglutinantes de las maras. Diversos activistas de derechos humanos con quienes conversé coincidieron en advertir que, haber sido antibrakes, le permitió a Sperisen desarrollar una sensibilidad antimaras peculiar, que moldeó su desempeño en la jefatura de la policía. Para los detractores de Vielman y Sperisen, escudriñar el pasado se tornó relevante porque así fundamentaron las críticas que sobre ellos vertían. Al inteligir la situación con los códigos de la guerra fría, interpretaron que su desempeño contemporáneo daba continuidad a violencias propias de la contrainsurgencia. Dilucidar la veracidad del pasado contrainsurgente de Vielman y Sperisen queda fuera de las posibilidades de este escrito. La atención puesta en ellos se limita a su desempeño en las tramas del episodio de limpieza social que estamos visitando.

Conforme avanzó el segundo semestre de 2004, la aparición de cuerpos de supuestos mareros exponiendo signos de tortura, encontrados en sitios desolados, se incrementó. Los patrones de actuación de los perpetradores parecían estandarizarse: ahorcamientos con cables eléctricos, tiro de gracia, ataduras de pies y manos, cuerpos dentro de bolsas de nylon, etc. Simultáneamente, los mensajes manuscritos adosados a los cadáveres, explicando las razones de la muerte, o anticipando más muertes, se tornaron habituales. Para representar el ensamble de cuerpo y texto escrito, la nota roja acuñó el término “cadáver con mensaje”. Los mensajes fueron preparados para ser movilizados a través de los canales de la comunicación masiva, y operaron de un modo similar a los narcomensajes de los carteles mexicanos estudiados por Eiss (2014), en el entendido de que formaban parte del léxico público de la violencia. La siguiente descripción es representativa de un universo mayor de noticias de muertes violentas de supuestos mareros:

Los cadáveres de dos personas, cuya identidad no pudo ser establecida al no portar documentos, fueron localizados anoche sobre el bulevar El Pedregal, zona 4 de Mixco [municipio conurbano] [...]. Las víctimas estaban envueltas en plásticos negros y amarrados con cinta adhesiva en el área de la cabeza y los pies [...] Ambos cuerpos presentan tatuajes [...] Ambos fueron muertos a cuchilladas y sus cuerpos estaban enrollados con alambre de amarre en el área del cuello y los pies. (Ramírez 2004, 2)

Los actos de limpieza social presentados por la nota roja de 2005 fueron más numerosos que los de 2004, y los de 2006 superaron a los del año anterior. En julio de 2005, Nuestro Diario entrevistó al ministro Vielman. Las maras fueron el tema central. Con mucha propiedad, Vielman estableció que “el más afectado [por los mareros] es el más pobre, los de la zona 14 [vecindarios de clase alta] no tenemos problemas con las maras”. A la pregunta de cuál debía ser el tratamiento adecuado al problema, respondió:

No soy benefactor, porque creo que [a los mareros] hay que darles duro, pero tenemos que entender la problemática para que eso no siga sucediendo, porque estos muchachos después se volvieron unos monstruos [...] Hay 8 000 mareros que no se pueden regenerar, son verdaderos criminales; solo les queda pasar el resto de su vida en la cárcel. Luego habrá unos 30 000 que conforman las pandillas, pero no son tan malos, son ladrones, y estarán unos 20 000 potenciales. (Maldonado 2005, 4)

Así se hacía la contabilidad del mal. ¿Qué hacer con los “irregenerables”? Vielman habló de encarcelaros, pero antes dijo que era partidario de “darles duro”. ¿A qué se refería? El uso eufemístico de nociones como esta resulta problemático, cuando no inquietante. En retrospectiva, podemos afirmar que se trataba de declaraciones eminentemente performativas. Diciendo lo que dijo, el ministro hizo más que cuantificar mareros y especular qué hacer con ellos; estaba explicando la nueva estrategia anticrimen: identificar, clasificar y “dar duro” (¿matar?). Esta no fue la única vez que Vielman usó metáforas de limpieza social para referirse a los mareros. Tampoco fue el único funcionario de alto nivel en hacerlo. En junio de 2007, en el contexto del enjuiciamiento de un conductor de autobús que mató al marero que, según dijo, pretendía extorsionarlo, el presidente Berger declaró lo siguiente: “Me atrevo a felicitarlo, pues defendió su vida y repelió el ataque de un delincuente que tenía un récord considerable de crímenes” (Pinto 2007, 4). En este nivel, los pronunciamientos de los funcionarios de gobierno, compuestos con formas oblicuas, metáforas y expresiones figurativas, existían en relaciones de analogías estructurales con los mensajes manuscritos adheridos a cadáveres dejados en sitios desolados. Ambos otorgaban materialidad comunicativa a la limpieza social.

Estamos frente a un escenario en el que el campo contencioso en torno a la criminalidad económica mutó para hacerse altamente violento, y en el que después de julio de 2004 las fuerzas estatales intervinieron buscando organizar la capacidad de dar muerte, conduciéndola desde el Estado hacia la sociedad civil, de donde provenía. En este sentido, ellos estatizaron la limpieza social, puesto que mostraban anuencia frente al hecho de que civiles continuaran matando a supuestos criminales y fomentaban que policías y otros agentes del Estado lo hicieran.

De este modo, durante el gobierno de Berger, la estrategia de seguridad pública en los barrios populares y la política antimaras, en general, condensaron aspiraciones de transformar al Estado en un régimen de vigilantismo, para decirlo con palabras de Rosenbaum y Sederber (1974); es decir, en una modalidad de gobernanza de la seguridad, cuya capacidad de ejercicio de la violencia es destinada a hacer más eficiente la labor de los vigilantes privados. Notorias resultaron, por ejemplo, las adecuaciones en el Viceministerio de Vinculación Comunitaria. Desde allí se estimuló la conformación de comités vecinales de seguridad en barrios y mercados cantonales, a los que se autorizó para patrullar y requisar sospechosos. Pronto, muchos de estos comités se transformaron en grupos armados ilegales y se implicaron en las matanzas de supuestos mareros. Algunos ganaron una reputación peculiar de justicieros eficientes; otros grupos continuaron activos en los años subsiguientes (Grassi 2018). De estos, el mejor conocido es el llamado Ángeles Justicieros, que aún opera en La Terminal, principal centro de abastos de la capital.

Varios de mis entrevistados, incluyendo expolicías, sostuvieron que la autorización verbal para armarse y matar provino del Viceministerio y que, en muchos casos, este los dotó de gorros pasamontañas y equipamiento para la vigilancia. Un rol similar desempeñó el Ministerio Público. El fiscal general, designado por Berger, y sus subalternos cooperaron alterando escenas de crímenes, falseando evidencia y estropeando investigaciones (Fernández 2013). En las declaraciones que hacían a la prensa, solían replicar la hipótesis policial según la cual las muertes violentas de supuestos mareros se debían a disputas entre maras.

Tales escenarios fueron posibles por la intervención de personajes específicos, con capacidades para tomar decisiones y movilizar recursos estratégicos. ¿Por qué en aquel momento el Estado, encarnado en Vielman y sus equipos de trabajo, optó por ampliar el espacio de muerte alentando el vigilantismo anticrimen en lugar de fortalecer la persecución penal? El vigilantismo popular anticrimen resultó ser peculiarmente afín al modelo de seguridad pública impulsado por Vielman por ser una forma económica de confrontar la criminalidad y porque compaginaba con el ideal de corresponsabilidad pública-privada (Sen y Pratten 2007, 3); ambos, principios rectores del régimen de gobierno encabezado por Berger. Dicho con otras palabras, propiciando que civiles se hicieran cargo de su propia seguridad, el régimen llevaba al terreno de la seguridad pública las racionalidades de privatización y gestión individual de los riesgos. Considerando el problema en el plano teórico, tenemos que, al permitir que civiles se encargaran de producir su propia seguridad, el Estado desregulaba el reclamo del monopolio del uso de la violencia, descentraba el control, cedía parte de su soberanía y privatizaba funciones básicas de gobierno. Sin embargo, no se trata de ninguna irregularidad conceptual, falla o fracaso del Estado, como suele pensarse desde los enfoques normativos. Sen y Pratten (2007) nos enseñan que la privatización de la violencia legal es en sí una forma de gobernabilidad del crimen; y esta fue la forma con la que el régimen de Berger se comprometió, y a la que otros aportaron activamente.

Ensanchamientos del espacio de la muerte violenta

En su informe de 2006, ya referido, Philip Alson, el procurador de los Derechos Humanos, apuntó que la limpieza social estaba siendo realizada por policías. La contestación gubernamental fue que los mareros estaban siendo matados por otros mareros. Las noticias, sobre todo las de Nuestro Diario, mostraban en cambio a justicieros anónimos que mataban a mareros, a sicarios que disparaban certeramente desde vehículos en marcha, a comerciantes y empresarios expresando su anuencia con la limpieza social, y también a padres y madres de jóvenes desaparecidos que afirmaban que a sus hijos los había secuestrado la policía. Así, las separaciones entre violencias estatales y violencias privadas anticrimen se tornaron obtusas y los espacios de la muerte violenta se ensancharon. Para mostrar estas tesituras, en este apartado ejemplifico la coexistencia de prácticas violentas en torno a la cuestión criminal.

En una crónica periodística de la depredación extorsiva en El Mezquital, una zona popular del sur de la ciudad caracterizada por ser asiento de maras, el autor cede la palabra a un residente que, refiriéndose al Gobierno de Berger, dice lo siguiente: “En esos años se empezó a matar más. Ellos [los mareros] mataron; la policía mató [...] También lo hicimos nosotros [civiles]. Todo el mundo empezó a matarse más” (Baires 2013). Según Baires, antes de matar, los residentes de El Mezquital implementaron tácticas persuasivas antiextorsión similares a las vistas en Tierra Nueva II. Ellos también organizaron “cacerías” de mareros. El narrador de Baires explica que, en una ocasión, los vecinos se encapucharon, llamaron a los periódicos y a la televisión, y fueron por las calles señalando frente a las cámaras las viviendas de los extorsionistas. La acción no proponía detener a los incriminados, sino desvelar sus identidades y transformar a los espectadores en vigilantes.

En su etnografía de las maras situada en este barrio, Martínez (2014)) sostiene que, en 2004, cuando la policía se presentó ofreciendo apoyo para organizar grupos de limpieza social, muchos vecinos convinieron en colaborar. Entre quienes se sumaron había exmilitares y oficiales de policía que operaban clandestinamente. En el relato de Martínez, la muerte violenta es una fuerza multidireccional que fluye en una realidad movediza. Varias personas le dijeron, según escribe al autor, que los responsables de la limpieza social fueron “los de particular”, oficiales de policía encubiertos y los “sicarios”. En el contexto del habla, “de particular” se refiere a oficiales de las unidades de investigación criminal de la policía (Martínez 2014, 91-92). A pesar de que en la narración la potencia letal se representa como movediza, la inteligibilidad popular desarrolló códigos para organizarla. En ella, los agentes de la muerte violenta surgen vinculados a historias locales. En esta clasificación existen más que alusiones a la vestimenta de los policías. Las historias locales detonan categorías lingüísticas utilizadas para otorgarle sentidos a la violencia como realidad vivida.

En la etnografía de Martínez, los agentes de policía y sus capacidades mimé- ticas devienen centrales para comprender las tramas locales de la limpieza. Pero lo hacen después de que los propios vecinos tomaran la iniciativa. Como observamos, según los hablantes, el ofrecimiento de contribuir a formar grupos de limpieza social, hecho por la policía, ocurrió cuando los vecinos habían asumido sus propias iniciativas de limpieza. Si les prestamos la atención debida, estos relatos nos ayudan a adentrarnos en las racionalidades subyacentes a la acción policial extrajudicial y, en particular, en los porqués del mimetismo consignado en la vestimenta.

Sabemos que algunos policías actuaron motivados por retribuciones económicas ofrecidas por civiles; a ellos se los nombra como sicarios. ¿Qué decir de los demás? ¿Cabe la posibilidad de que otros se aprestaran para matar en seguimiento a la misión securitaria incorporada en las insignias policiales? Mi interpretación es que sí, que, en circunstancias específicas, agentes de policía inscribieron el trabajo de la muerte violenta como acción legítima. Se trató de una suerte de compromiso, perverso si se quiere, posible por los procesos de identificación con la institución. En los diálogos que sostuve con policías activos y retirados, la violencia antimara emergió de manera insoslayable. Para hilar el razonamiento, acudo a la voz de un expolicía activo entre 2006 y 2013, a quien llamaré Pablo. La anécdota me resulta útil, primero, para mostrar cómo agentes de bajo rango asumieron compromisos con la limpieza social y, segundo, para señalar que una comprensión adecuada de la violencia policial extrajudicial demanda ir más allá de las visiones estereotipadas de los policías como individuos que siguen órdenes.

Al egresar de la academia policial, Pablo fue destinado a la subestación de un barrio popular en la zona 6 de la capital. Permaneció allí durante dos años. En una de nuestras conversaciones, en las que tratábamos su trayectoria laboral, Pablo reconoció haber matado mareros durante el episodio de limpieza social que estamos revisando. Para él, las matanzas derivaron de las contenciones en torno a la seguridad pública, en un contexto que definió como “desorden”. Según me explicó, en su subestación fue una medida ideada por los propios policías para solventar problemas locales. La acción narrada tomó lugar en un barrio periférico, en 2006:

Allí, en la colonia C, ya se habían ido unas cuatro, cinco familias. Habían desocupado sus casas [...], porque los mareros los estaban extorsionando y quedándose con las casas. El jefe nos dijo: muchá [ustedes], ya no hallo qué putas hacer [...]. ¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos? Ay dios [...], pongámonos de particular, le dijo un pisado [agente] y los vamos a socar [matar] [...] Nos pusimos de particular y nos fuimos. A marero que encontrábamos, a agarrarlo a pura verga [golpearlo] [...] A plomaciarlos [dispararles], a darles [...] ¡Así: a darles! [...] Si ya no podíamos controlar la colonia.

En este fragmento de habla, el sujeto gramatical enunciado por Pablo es habitado por el plural de la primera persona -nosotros-; quien mató actuó respondiendo a una convención. Si se “ponían de particular” era para aliviar la tensión que las insignias atraían. Situado en el tiempo y espacio de la acción, él parece haber estado convencido de que matar era una forma adecuada de garantizar la seguridad del vecindario, cuya realización impulsó la ruptura de los marcos normativos de la violencia policial. La explicación se complementará si se presta atención a los procesos de identificación de los agentes de policía con la institución, es decir, volteando la mirada hacia los mecanismos de incorporación de la institución a través de la rutinización de horizontes éticos que favorecen las actuaciones en apariencia compartidas. Es allí donde el nosotros enunciado por el hablante cobra fuerza y dota de sentido a la idea de grupo. Según la perspectiva del hablante, la decisión de matar provino del principio de identificación con la institución, como respuesta local a problemas locales. En el fragmento de habla, el diálogo que el jefe de la comisaría sostiene con sus subalternos encausa la muerte por iniciativa de uno de los agentes, quien dice: hagámoslo.

El grupo y el compromiso existen en una unidad. Pero, también, con la ruptura del compromiso, el nosotros narrativo pierde validez. En un giro reflexivo, Pablo dijo lo siguiente: “A veces, vos estás trabajando y tu trabajo lo tomás muy a pecho. Ya te vale verga los clavos y toda esa mierda [no te importa adquirir problemas]” (énfasis añadido). En esta instancia, el sujeto gramatical cambió a la primera persona del singular; el nosotros entusiasta que convino en matar no existe más, dio paso al yo que evalúa y sanciona. Con el cambio de registro del habla, la responsabilidad se reduce al plano de la conciencia individual; la idea de grupo como motor de la acción cedió el protagonismo a la reflexividad del sujeto.

En el cierre del relato, las condiciones de posibilidad que hicieron del trabajo de la muerte violenta la vía para el tratamiento de la criminalidad extorsiva perdieron vigencia. A su manera, la temporalidad interior del relato de Pablo condensa el carácter episódico de la limpieza social. Como observamos, el relato inició delineando la situación del crimen extorsivo en el barrio; luego introdujo a los agentes de policía preocupados por proveer seguridad -así fuera por medio de métodos extrajudiciales-; seguidamente, el dramatismo violento alcanza su cenit, para cerrar con la vuelta reflexiva que evalúa lo sucedido desde el plano del yo.

¿Aplica esta versión de los hechos a los “particulares” de los que le hablaron a Martínez (2014) en El Mezquital? Me inclino a pensar que sí, que estamos frente a una ruta analítica prometedora, cuyo curso puede conducirnos hacia la comprensión de los procesos de formación social de la figura del policía y del lugar que la violencia ocupa en ellos.

Cierre

Lo expuesto es útil para pensar la limpieza en cuestión como emanación social, en el sentido de un proyecto de producción de sociedad que fluye desde distintos flancos del espacio colectivo, que se manufactura con violencia, pero también con intercambios comunicativos intensos.

En este artículo analicé el fenómeno de limpieza social contra supuestos mareros extorsionistas sucedido en Guatemala entre 2002 y 2008. Al prestar atención a la evolución narrativa de la nota roja urbana mostré que la violencia antimaras constituyó un problema relacionado con la consolidación de los negocios extorsivos de los mareros. Al advertir la existencia de vínculos entre limpieza social y formas específicas de criminalidad extorsiva, me fue posible destacar las identificaciones sociales de víctimas y perpetradores, yendo más allá de las con- ceptualizaciones que restringen la violencia anticrimen a un problema de extrajudicialidad. De tales constataciones surgió la tesis según la cual se trató de un fenómeno de limpieza social distinto a otros ocurridos en el pasado reciente, al que es factible darle una configuración sociológica y una temporalidad propias, aun cuando se reconoce que su desenvolvimiento tomó lugar con relación a otras violencias de gran profundidad histórica.

La evidencia empírica expuesta ofrece pautas para argumentar que la limpieza social transcurrió en dos momentos. Uno en el que las iniciativas de muerte provinieron mayoritariamente de agentes privados; se trató de víctimas que ofrecieron resistencia e intentaron defenderse utilizando medios violentos. En el otro, los actos de muerte fueron consumados tanto por civiles como por policías. Esta aseveración se fundamenta en cuatro criterios objetivos: el aumento cuantitativo de los casos, las descripciones de las escenas de las ejecuciones, la recurrencia de patrones de uso de tortura y otros tratos vejatorios, y las voces de testigos, victimarios y otros actores directos. De este modo, segurización violenta privada y violencia extrajudicial se encontraron hasta casi hacerse indistinguibles.

Los encuentros entre agentes privados y estatales que contribuyeron a hacer de la limpieza social una instancia de producción de seguridad pública actualizaron añejos proyectos de producción de estatalidad a través de la paraestatalidad, en el sentido en que ayudaron a modelar la idea de Estado y pusieron en juego los reclamos tradicionales de monopolio de la violencia legítima. Al permitir que agentes privados ejercieran sus propias violencias con propósitos securitarios, el Estado no únicamente cedió parte de su soberanía, sino que también renegoció pactos básicos relativos a la seguridad, el orden y la justicia. Es de destacar que, esta vez, los interlocutores fueron sujetos pertenecientes a las clases populares, a quienes usualmente percibimos como actores carentes del poder político requerido para negociar con el Estado.

En suma, el fenómeno de limpieza social da continuidad a historias previas, a las que nutre y de las que se nutre; aun así, no se diluye en ellas. Comprender la manufacturación de estos acuerdos y nuevas tesituras de lo Estatal a través de la acción violenta privada es una tarea aún por completar. Tan necesaria como continuar explorando otros aspectos empíricos de la violencia, el crimen y el vigilantismo, desde las ópticas de todas las fuentes, voces y perspectivas a las que nos resulte materialmente posible acceder.

Agradecimientos

La investigación fue financiada por la DIGI-USAC (Proyecto B-1 2021), bajo la coordinación de Alejandra Letona. En una fase previa de la investigación, Fátima Díaz y Fernando Orozco participaron en la recopilación hemerográfica.

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Recibido: 27 de Enero de 2022; Aprobado: 14 de Marzo de 2022

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