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Revista Colombiana de Antropología

versão impressa ISSN 0486-6525versão On-line ISSN 2539-472X

Rev. colomb. antropol. vol.59 no.2 Bogotá maio/ago. 2023  Epub 01-Maio-2023

https://doi.org/10.22380/2539472x.2437 

Artículos

México en órbita: sueños satelitales desde el sur

Mexico in Orbit: Satellite Dreams from the South

* Universidad Iberoamericana, Ciudad de México, México https://orcid.org/0000-0001-8758-9169 anne.johnson@ibero.mx


Resumen

Los satélites, aquellos cuerpos que orbitan de manera natural o artificial alrededor de otros cuerpos, ocupan un lugar privilegiado en el imaginario y las prácticas de la llamada “comunidad espacial” en México. En este texto, a partir de un conjunto de fuentes etnográficas y documentales, reflexionaré sobre estos objetos desde dos perspectivas: en la primera, los satélites transforman el espacio y el lugar extendiendo el territorio hacia arriba y atravesando fronteras; en la segunda, devienen elementos fundamentales de ensamblajes infraestructurales o artísticos que conectan y coconstruyen sujetos y objetos, en algunos casos apelando a una especie de “sublime satelital” que busca reencantar la tecnología, el cosmos y la Tierra misma.

Palabras clave: satélites; infraestructura; México; tecnología; espacio exterior

Abstract

Satellites, those natural or artificial bodies that orbit other bodies, occupy a privileged place within the imaginary and the practices of the so-called “space community” in Mexico. In this text, based on ethnographic and documentary sources, I reflect on these objects from two perspectives: as participants in the transformation of space and place that extends territory upward and crosses borders and as fundamental elements in infrastructural and/or artistic assemblages that connect and co-construct subjects and objects, in some cases appealing to a kind of “satellite sublime” that tries to reenchant technology, the cosmos and the Earth itself.

Keywords: satellites; infrastructure; Mexico; technology; outer space

Introducción

El lienzo está pintado de negro, con muchas puntas blancas: la noche estrellada del espacio profundo. La artista ha puesto la Luna en la esquina izquierda superior, una esfera blanca con tenues manchas de colores pálidos. La Tierra, más grande, con océanos pintados en un azul celeste, y el conocido contorno continental de las Américas en verde, amarillo y anaranjado, ocupa la mitad inferior del cuadro. Pero los protagonistas de este escenario espacial son la niña, la nave y los satélites. La niña lleva un traje espacial con el parche de la bandera mexicana y está agarrada de una escalera ondulante que sube desde la Tierra hacia la nave: una versión futurista de una carabela como las de Cristóbal Colón, sus velas acompañadas por pequeños cohetes con llamas de fuego y marcadas por otra bandera mexicana y las siglas de la Agencia Espacial Mexicana. Los otros habitantes de este espacio interplanetario son tres satélites grandes. La artista de once años tituló su obra México… ¡Me subo a tu nave!

Conocí esta imagen, la obra ganadora del Primer Concurso de Arte Espacial en la categoría infantil, proyecto impulsado por la Agencia Espacial Mexicana (AEM)1, cuando llegué a la oficina del director de Divulgación de la Ciencia y Tecnología Espacial de la agencia, en octubre de 2018. Cuando le hablé de mi intención de iniciar un proyecto de investigación sobre los imaginarios mexicanos del espacio exterior, exclamó: “¡Aquí tengo la imagen idónea para la portada de tu libro!”. Y ciertamente, la imagen dice mucho sobre el imaginario de la industria aeroespacial en México, caracterizada por, entre otras cosas, creer que la tecnociencia espacial puede ser el motor del progreso y desarrollo social y económico del país, muestra de su fe en el potencial del espacio para el futuro de México. Este sector deposita su confianza en los satélites, que expanden las fronteras nacionales hacia las órbitas terrestres a la vez que “miran” a la Tierra con fines comunicativos, de monitoreo y observación terrestre.

En este artículo me enfocaré en estos satélites, como una forma concreta de acercarnos a los imaginarios mexicanos del espacio exterior, tema de un proyecto de investigación amplio sobre las prácticas, experiencias y discursos de actores sociales que participan en la llamada “comunidad del espacio” en México. Mis interlocutores fueron funcionarios de la AEM, estudiantes, académicos, empresarios y artistas con los cuales he colaborado durante los últimos cuatro años. El proyecto, inmerso en el relativamente nuevo campo de la antropología del espacio exterior (véase la introducción a este número), y en los estudios sociales de la ciencia y la tecnología (STS, por sus siglas en inglés), ha implicado desarrollar una metodología multisituada, híbrida y flexible que emula en muchos aspectos los movimientos de los actores mismos.

Los satélites, aquellos cuerpos que orbitan de manera natural o artificial alrededor de otros cuerpos, ocupan un lugar privilegiado en el proyecto, y dentro del imaginario y las prácticas de la llamada “comunidad espacial”. En este texto, a partir de la información que he recabado a lo largo de mi investigación, reflexionaré sobre estos objetos que participan en la transformación del espacio y el lugar extendiendo el territorio hacia arriba y atravesando fronteras, y como elementos fundamentales de ensamblajes infraestructurales o artísticos que conectan y coconstruyen sujetos y objetos, en algunos casos apelando a una especie de “sublime satelital”, que busca reencantar la tecnología, el cosmos y la Tierra misma.

La transformación del espacio y el lugar

Todo empieza con Sputnik

Sputnik significa algo así como “el caminante compañero”, y tiene la forma de algún bicho extraño. Uno cuelga del techo del museo: una bola con sus cuatro largos apéndices, inconfundible. El Instituto Politécnico Nacional, en el norte de la Ciudad de México, alberga este Sputnik dentro de las instalaciones del Planetario Luis Enrique Erro. Según el encargado del museo, fue donado a México por la Unión Soviética a fines de la década de los ochenta y es uno de “tres prototipos originales del satélite”. Claro, no llegó al espacio, “pero poco faltó”. Las antenas originales se perdieron en algún momento, así que este Sputnik tiene antenas de repuesto.

“Sputnik es esencial”, me dice el artista mexicano Juan José Díaz Infante, “para el cambio del imaginario” (entrevista, enero de 2022). Annick Bureaud caracteriza el primer satélite artificial como un “objeto completo (político, ideológico, demiúrgico, técnico, performativo, utópico y estético)” (2021, 79). Su lanzamiento por la Unión Soviética en 1957 marcó la primera vez que la humanidad escapó de la gravedad de la Tierra por medio de la tecnología causando revuelo en todo el mundo. Y entonces, un ser humano pudo ver al planeta desde el espacio, una perspectiva con implicaciones profundas. Como objeto, continúa Díaz Infante, Sputnik era relativamente sencillo:

Lo que pasa es que el Sputnik es una batería, un radio y una antena. Tú podrías tener un Sputnik en tu casa. La misión del Sputnik fue de 28 días. Solamente hizo beep. Y son 300 kilómetros. Es más cerca Acapulco. Cualquiera puede tener un Sputnik. (2021, 79)

Pero lo importante, continúa, fue su poder simbólico, ya que el “bicho espacial” transformó no solamente la manera como los seres humanos imaginaban el espacio exterior, sino también como imaginaban la Tierra.

La puesta en órbita del Sputnik fue reportada en la televisión mexicana el mismo día de su lanzamiento, al inicio del Noticiero General Motors, y para la mayoría de los mexicanos marcó el inicio de la carrera espacial (González de Bustamante 2015, 112).

Unos días después del lanzamiento, el noticiero comenzó con un reportaje sobre los aspectos técnicos del satélite hecho por científicos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), acompañado por imágenes de un satélite estadounidense, ya que todavía no estaban disponibles imágenes del Sputnik, y una grabación de la transmisión emitida por el Sputnik hecha por ingenieros del Instituto de Geofísica de la misma UNAM. Los periodistas mexicanos no tardaron en especular sobre los posibles usos militares de la tecnología satelital en el contexto de la Guerra Fría, que describieron como “un balance de terror” (González de Bustamante 2015, 121).

Cuatro años después del lanzamiento, a pesar de estos temores, los mexicanos se maravillaron con los avances soviéticos en la tecnología espacial, cuando Yuri Gagarin se convirtió en la primera persona en orbitar la Tierra en abril de 1961.

Los satélites y la producción de lo planetario

Esto que está aquí es nuestro hogar; eso somos nosotros. En él están todos los que amamos, todo aquel que conocemos, todos de quienes hemos oído hablar y todo ser humano, quien quiera que haya vivido su vida.

(Sagan 2013, 19)

Tradicionalmente la geopolítica ha sido un discurso “plano” (Eval Weizman, citado en Graham 2018, 20). Producto de la expansión colonialista, este discurso dependía de un imaginario escenográfico y paisajístico, representado por medio de la cartografía y la perspectiva lineal (Graham 2018, 21). Sin embargo, el geógrafo Stephen Graham aboga por la necesidad de entender el poder geopolítico desde una perspectiva multidimensional, en una escala que incorpora la verticalidad además de la horizontalidad (2018).

De alguna manera, señala Graham, después de la expansión colonialista desde los centros imperiales, el mundo moderno empezó a caracterizarse por extenderse hacia arriba (en rascacielos urbanos cada vez más altos, por ejemplo) y hacia abajo (en el afán de enterrar los materiales “contaminantes” y por extraer la mayor cantidad de recursos naturales de la tierra). Los satélites forman parte de este movimiento vertical, ya que “la verticalidad llevada al extremo se vuelve orbitalidad” (Dario Solman, citado en Graham 2018, 45).

Una de las aseveraciones que más me impactó cuando llegué a la Agencia Espacial Mexicana en busca de imaginarios poéticos del espacio exterior fue la afirmación contundente de uno de sus altos mandos: “La gente en México no entiende lo importante que es el espacio en sus vidas cotidianas. Después de todo, ¡Uber es tecnología espacial!”. Y ciertamente, nuestros servicios de transporte, comunicación, entretenimiento, mapeo, planeación, finanzas y muchos más dependen de la orbitalización de la infraestructura. El área alrededor de la Tierra, argumentan Gärdebo, Marzecova y Knowles, ocupada en este momento por más de 4 550 satélites, se ha convertido en una segunda atmósfera, una malla o exocorteza que estos autores denominan la “tecnoesfera orbital” (2017). Los satélites2 producen nuevas miradas, nuevas relaciones, nuevas escalas, que conectan la superficie de la Tierra con el espacio, al pasar por las “esferas imperceptibles y múltiples (atmósfera, estratósfera, ionósfera) a través de las cuales las transacciones satélite-a-Tierra [se] mueven y las historias mundiales se despliegan” (Parks y Schwoch 2012, 1-2).

Ya las fotografías aéreas tomadas desde globos y aviones permitían una mirada vertical a la Tierra desde arriba, pero el lanzamiento del Sputnik en 1957 hizo posible una perspectiva radicalmente nueva. Dicho esto, fueron las famosas fotografías Earthrise (1968) y La canica azul (1972) tomadas por astronautas durante el programa Apolo en la década de los setenta, las que produjeron las primeras visualizaciones del planeta como objeto íntegro y constituyeron “una astronomía invertida” (Sloterdijk, citado en DeLoughrey 2014, 257).

Estas fotografías iniciaron una nueva conciencia de lo global que motivó una variedad de reacciones, desde una inspiración para el movimiento ambientalista (Henry y Taylor 2009) hasta una especie de horror existencial, mejor encapsulado por las palabras del filósofo alemán Martin Heidegger, quien temía las consecuencias siniestras del destierro de la experiencia humana mediante el desarrollo tecnológico: “Ya no es sobre la Tierra que vive el hombre hoy” (2011 [1976], 56). Por primera vez se pudo percibir a la Tierra como un planeta en común habitado por toda la humanidad, lo que implicó una conciencia de la fragilidad del hogar de la especie y sus interconexiones internas, con otras especies y con el planeta mismo. Pero la visión alejada produjo al “globo” como un objeto apropiable y colonializable (Ingold 2000, 214). Los inicios de la tecnología satelital en el sector militar evidencian esta búsqueda por la seguridad y dominación de la Tierra mediante la vigilancia panóptica (DeLoughrey 2014).

Desde el principio, la carrera espacial estuvo marcada por las tensiones entre lo universal y lo particular, una contradicción entre la primera exploración del espacio realizada por Estados nación —y luego por empresas privadas— y el sueño de un cosmos que pertenece a toda la humanidad por igual. Siglos atrás, las leyes de algunos países ya habían establecido la noción de espacio aéreo como parte de la geografía legal de la Tierra, con el reconocimiento de los derechos de propiedad extendidos hacia arriba, al espacio superadyacente a la superficie terrestre (Collis 2012, 64). Estos derechos adquirieron mayor relevancia luego del desarrollo de la tecnología aeronáutica, sobre todo después de los bombardeos aéreos de la Primera Guerra Mundial. Posterior a la Conferencia para la Paz, realizada en París en 1919, se otorgó jurídicamente a los Estados la soberanía de su espacio aéreo (Collis 2012, 65). Pero Sputnik, que sobrevoló varios Estados nación sin el registro de quejas de sus gobiernos, llegó a retar esta normatividad. Se empezó a cuestionar la extensión de los derechos nacionales sobre el espacio. ¿Se consideraría una ampliación del espacio aéreo? ¿O el espacio sería visto como un análogo del espacio ultramarino o las regiones polares? (Collis 2012, 66). Durante la década de los sesenta, el espacio se consideraba terra nullius (tierra de nadie), disponible para quien llegara primero. Sin embargo, esta visión fue confrontada a partir de los movimientos por los derechos de los Estados poscoloniales, cuando se propuso entender el espacio, “una variedad de rex communis” (Collis 2012, 68) o patrimonio común para la humanidad. Esta noción se codificó en el Tratado de las Naciones Unidas sobre el Espacio Ultraterrestre, propuesto en 1967, que limita los usos del espacio exterior a fines pacíficos y prohíbe a los Estados la apropiación de sus recursos3.

Pero todavía no se había resuelto satisfactoriamente el estatus legal de las órbitas terrestres, porque los Estados “desarrollados” estaban poniendo satélites en órbitas geoestacionarias sin tomar en cuenta el acceso potencial de los Estados que todavía no contaban con la tecnología satelital. En 1973 la órbita geosincrónica ecuatorial (GEO, por sus singlas en inglés) u órbita geoestacionaria fue separada jurídicamente del espacio ultraterrestre y declarada “un recurso natural limitado” (Collis 2012, 70)4. Esta órbita, ubicada a 35 786 kilómetros sobre la superficie de la Tierra, resulta ser particularmente importante para satélites meteorológicos, de comunicación y televisión, porque el periodo orbital de los satélites que la ocupan es igual a la rotación de la Tierra, por lo que estas mantienen su posición arriba de una región en particular, siempre en el plano ecuatorial. Esto significa que las antenas terrestres pueden apuntarse hacia una dirección fija y mantener comunicación permanente con el satélite. Se trata de un recurso “limitado” porque hay un número restringido de posiciones orbitales en el círculo ecuatoriano —1 800 en 2019—, así que un satélite que ha llegado al fin de su utilidad tiene que retirarse de esta órbita para que su posición sea utilizada de nuevo5.

En 1975, aprovechando su latitud privilegiada y la noción de la GEO como recurso natural limitado, Colombia declaró su soberanía sobre las órbitas que se encontraban “en su espacio aéreo”. Un año después, junto con algunos otros países ecuatoriales como Brasil, Congo, Ecuador, Indonesia, Kenia, Uganda y Zaire, Colombia creó y firmó la Declaración de Bogotá para asegurar la soberanía de cada uno de estos países sobre el espacio adyacente a sus territorios. Es decir, proclamaron que la GEO no formaba parte del espacio ultraterrestre, cuyas fronteras no se habían definido con anterioridad. Sin embargo, las otras naciones rechazaron estas propuestas porque atentaban contra sus intereses económicos. En 1988, después de años de conflictos y negociaciones fallidas, la Unión Internacional de Telecomunicaciones, el organismo que otorga las posiciones satelitales, determinó que cada Estado tendría derecho a por lo menos una posición satelital. En la actualidad la asignación de las posiciones satelitales (determinadas por las bandas de radiofrecuencias) obedece a una combinación de principios que toman en cuenta los derechos de todos los Estados a las órbitas GEO, pero también las posibilidades técnicas y logísticas de los operadores de satélites, estatales y privados desde la lógica de “quien llegue primero”.

Aunque las demandas de los países que firmaron la Declaración de Bogotá fueron desechadas, sus inquietudes se mantienen. En marzo de 2022 asistí a una reunión de la Conferencia Global sobre el Espacio para Países Emergentes (GLEC, por sus siglas en inglés) de la Federación Astronáutica Internacional (IAF, por sus siglas en inglés) que se realizó en Quito, Ecuador. El dicho “el espacio es para todos” se escuchaba en todos lados, y la mayoría de las y los asistentes eran abogados, representantes de agencias espaciales nacionales o empresarios. Las discusiones giraban alrededor de las formas de inserción de los “países emergentes” (lenguaje que, al parecer, ha reemplazado el concepto de “países en desarrollo”) en la economía espacial mediante el despliegue de tecnologías de infraestructura espacial. Se enfatizaba en la construcción de satélites pequeños que serían puestos en la Órbita Terrestre Baja (LEO, por sus silgas en inglés). No obstante, representantes de asociaciones y empresas del país anfitrión del evento no se limitaban a buscar asesoría para ocupar la LEO, sino que insistían en la memoria de la Declaración de Bogotá, documento también firmado por Ecuador, que debería tener derecho a más posiciones GEO, tal como afirmó un abogado ecuatoriano, según el cual, de nuevo, la órbita geoestacionaria forma parte de los recursos naturales de este país ubicado “en el centro del mundo”.

Si bien los satélites nos exigen una mirada vertical, no renuncian a dejar su marca, o su “huella”, sobre la superficie de la Tierra. Esta huella, la extensión territorial de la cobertura de sus señales, abarca no solamente el territorio nacional, sino, en algunos casos, todo el continente americano, desde Canadá hasta Argentina. Es decir, gracias a los satélites, los límites del territorio nacional se han extendido hacia arriba y se han difuminado más allá de las fronteras oficiales.

En su trabajo sugerente sobre los aspectos culturales de los satélites, Lisa Parks analiza estas huellas satelitales al abogar por un análisis crítico que “enfatiza los efectos materiales y territorializantes de las tecnologías satelitales” y devela la situacionalidad de los satélites dentro de un campo de relaciones de poder (2012, 124). Son “metainfraestructuras” (Parks 2012, 133), invisibles en su funcionamiento para las y los ciudadanos comunes, pero al trascender los límites de los Estados nación, visibilizan relaciones geopolíticas y geoeconómicas.

En este momento México cuenta con un conjunto de satélites y estaciones terrenas pertenecientes a varios sistemas satelitales, tanto estatales como privados y el derecho de usar cinco posiciones geoestacionarias. Las huellas de estos satélites se extienden sobre México y Centroamérica, parte de Estados Unidos, parte de Sudamérica y parte de Europa. Algunos incluyen grandes extensiones oceánicas. El área cubierta depende de un conjunto de requerimientos técnicos, como la potencia de la señal del transpondedor y el diámetro de la antena parabólica terrestre. Pero también, como argumenta Parks, depende de una serie de arreglos sociales, políticos y económicos que forman parte fundamental del satélite como ensamblaje infraestructural.

México en órbita

Los logros tecnológicos de la Unión Soviética y los Estados Unidos inspiraron a físicos e ingenieros en todo el mundo, incluyendo a los de México. En diciembre de 1957, dos meses después de la puesta en órbita del Sputnik, un equipo de científicos de la Universidad de San Luis Potosí lanzó el primer cohete mexicano a la atmósfera en una región desértica que se bautizó “Cabo Tuna”, en referencia irónica al Cabo Kennedy de Florida, Estados Unidos. Dos años después, la Secretaría de Comunicaciones y Transporte (SCT) empezó a construir y lanzar cohetes que usaban combustible líquido, siguiendo el ejemplo de los cohetes alemanes de la Segunda Guerra Mundial (Montaño 2015). Uno de ellos, Mitl-2, alcanzó una altitud por arriba de la línea de Kármán, que supuestamente marca la frontera entre la Tierra y el espacio exterior, cien kilómetros sobre el nivel del mar. La línea es arbitraria, ya que el planeta no es una esfera aislada con límites fácilmente trazables6.

En 1962, el presidente Adolfo López Mateos creó la Comisión Nacional para el Espacio Exterior (CONEE), la primera organización gubernamental para el espacio en México, con el fin de proporcionar apoyo para la investigación en cohetes, telecomunicaciones y estudios atmosféricos. Esta comisión incluyó representantes de la UNAM, el Instituto Politécnico Nacional (IPN), la Secretaría de Comunicaciones y Transportes (SCT) y la Secretaría de Relaciones Exteriores (SER)7. Pero en 1977, posiblemente como respuesta a la crisis económica de 1976, López Portillo disolvió la CONEE.

Tras años de iniciativas infructuosas, solo hasta 2010 se logró la creación de una agencia espacial nacional. La AEM forma parte de un aumento global en el número de actores que participan en la industria espacial, un campo que los Estados Unidos y la Unión Soviética habían dominado durante las décadas de la Guerra Fría. En 2018 la lista había aumentado para incluir a más de setenta agencias nacionales8. Como en el caso de México, la mayoría de estos países no tienen la capacidad de realizar lanzamientos desde su territorio nacional y dependen de la cooperación internacional para desarrollar, construir y lanzar instrumentos espaciales. En los países del sur global, cada vez más el campo de la tecnología espacial es visto como un camino hacia la “modernización y el desarrollo”.

El uso de satélites en México empezó en 1968, cuando el gobierno mexicano se afilió al organismo público internacional Intelsat y rentó el uso de un satélite de la NASA para transmitir las Olimpiadas, celebradas ese año en la Ciudad de México. También se construyó la primera estación terrena en el estado de Hidalgo. Durante muchos años, México compró imágenes satelitales producidas por el sistema Landsat de la NASA, el primer conjunto de satélites diseñado para monitorear los recursos naturales terrestres mediante la obtención de datos visuales. Paradójicamente, la producción de estos conocimientos y datos sobre el territorio y la población mexicana se debe precisamente al ojo satelital desterritorializado. Las imágenes permitían al gobierno y a los científicos acceder a información útil para la agricultura, la meteorología y la salud, pero había algunas preocupaciones sobre el acceso de los gobiernos extranjeros a los datos mexicanos. En septiembre de 1971 el gobierno de México insistió a las Naciones Unidas en que “no se recabaran datos sobre el territorio mexicano desde el aire o el espacio sin permiso previo” (Mack 1990, 187).

Preocupado por esta falta de control sobre los datos, además de la brecha de telecomunicaciones entre las poblaciones urbanas, en 1979 el gobierno mexicano gestionó la obtención de dos posiciones geoestacionarias para la colocación de satélites propios. La empresa Televisa también impulsó el proyecto satelital, ya que la colocación de satélites en las posiciones adquiridas permitiría la transmisión de sus contenidos a sus principales mercados: Centroamérica, el Caribe y parte de Sudamérica, aunque tanto el Gobierno como Televisa apelaron a la importancia de resistir la “americanización” de los valores mediante la producción de contenidos televisivos regionales y nacionales (Borrego y Mody 1989, 271). También se anunciaban los posibles usos sociales de los nuevos satélites, aunque las principales agencias sociales no participaron en el proceso de toma de decisiones (Borrego y Mody 1989, 271).

Tres años después, con un costo de 92 millones de dólares, la Secretaría de Comunicaciones y Transportes contrató a la empresa estadounidense Hughes Space and Communications (luego Boeing) para fabricar el primer sistema satelital, que consistiría en los satélites Morelos 1 y 29 y un centro de control terrestre en la delegación Iztapalapa. La empresa estatal Telecom se encargó de la supervisión y operación de los satélites, pero el diseño y entrega de la tecnología, además de la capacitación en la operación y el mantenimiento de los equipos, fue hecha por expertos internacionales, una estrategia que varios autores han criticado por mantener la dependencia tecnológica con respecto a los Estados Unidos, en lugar de promover la soberanía y autonomía nacionales, a diferencia de países como Brasil e India, que apostaron por una estrategia de largo plazo basada en la formación de recursos humanos y tecnológicos nacionales (Borrego y Mody 1989). En 1985, en virtud de un acuerdo con la NASA, el gobierno mexicano puso en órbita los dos satélites, además de mandar al primer ciudadano mexicano al espacio10. Morelos I fue desorbitado en 1994, mientras el Morelos II duró diez años más. Ambos ahora son considerados basura espacial inubicable e inoperable.

El sistema Morelos fue sustituido por el sistema Solidaridad, también construido por Hughes, esta vez por un precio de 300 millones de dólares. La industria de telecomunicaciones, incluyendo los sistemas satelitales, fueron privatizados en 1997 después de una reforma en la ley de telecomunicaciones, y quedaron bajo el control de la empresa Satmex, que envió otra generación de satélites al espacio. La empresa transnacional Eutelsat adquirió Satmex en 2014 por 831 millones de dólares (más 311 millones de dólares para sanear su deuda pendiente), y renombró su flota de satélites, ya que el mercado satelital se había abierto a la inversión extranjera en 2001. En 2005 la SCT concesionó una de sus posiciones geoestacionarias a la empresa nacional QuetzSat, que colocó allí el satélite Quetzal-1 en 2011. Y la misma SCT, con el fin de proteger la seguridad nacional, mantuvo su participación en el campo satelital y adquirió el sistema Mexsat, con tres satélites: Mexsat 1 (o Centenario, destruido en el lanzamiento), Mexsat 2 (o Morelos III) y Mexsat 3 (Bicentenario), puestos en órbita entre 2012 y 2015.

Fuera del ámbito estatal, especialistas de la UNAM diseñaron y construyeron los satélites científicos UNAMSAT-1 y UNAMSAT-B, ambos lanzados desde las instalaciones de la Federación Rusa en 1994. Conocidos como los primeros satélites fabricados en México, fueron diseñados para estudiar las trayectorias de los impactos de meteoritos en la Tierra. UNAMSAT-1 fue destruido en una falla de lanzamiento, pero UNAMSAT-B llegó a su posición en LEO exitosamente, aunque falló después de dos años de transmisiones. Varias décadas pasarían antes del siguiente lanzamiento exitoso de un satélite mexicano diseñado en el país. Pero la segunda década del siglo XXI vio el inicio de una nueva era espacial, marcada en México por dos acontecimientos: 1) la creación de la Agencia Espacial Mexicana en 2012, con la cual se establece una figura institucional con representatividad ante otros organismos y agencias espaciales del mundo y 2) la realización del Congreso de la Federación Astronáutica en Guadalajara en 2016, en el cual el célebre astrocapitalista Elon Musk develó sus planes para la conquista humana de Marte y que sirvió como inspiración para varias generaciones de jóvenes mexicanos apasionados por el espacio.

Sueños satelitales en miniatura

Quien domina la órbita próxima terrestre domina su espacio,

quien domina su espacio domina la Tierra y quien domine esta

domina el destino de la humanidad.

(Dolman 2006, 6)

La cantidad de recursos económicos y tecnológicos que requieren los grandes programas espaciales es un impedimento fundamental para la incorporación de los países del sur global a la exploración y comercialización del espacio. El presupuesto combinado para todas las agencias latinoamericanas representa alrededor del 2 % del presupuesto de la NASA o 6 % del presupuesto de la Agencia Espacial Europea (ESA)11, por lo que su inversión en proyectos tecnológicos carísimos es imposible. Pero la transformación de la industria espacial proyectada para países “emergentes” se deberá a la “democratización del espacio”, la reducción de los costos debido a la miniaturización de la tecnología y la creciente participación del sector privado en la industria.

En general, aun en el contexto de la supuesta “democratización del espacio”, los países latinoamericanos siguen teniendo poca incidencia en los macroproyectos planeados para la exploración del sistema solar. Sin embargo, la vecindad más próxima del LEO representa una mayor posibilidad de expansión, sobre todo debido al desarrollo de la tecnología de microsatélites, con requerimientos muy distintos a las masivas infraestructuras satelitales que habían sido las únicas opciones. Así que la AEM ha apostado por la construcción de CubeSats, pequeños satélites estandarizados que pesan un kilogramo, tienen el volumen de un litro y miden diez centímetros por lado. Se trata literalmente de cajas negras. El desarrollo, lanzamiento y operación de un CubeSat tiende a costar menos de cien mil dólares, una fracción del costo de un satélite grande, que, de hecho, puede bajar cuando varios satélites comparten la carga de un cohete. La estandarización del diseño también permite que los componentes se compren ya armados para adaptarlos a los requerimientos de cada proyecto, por lo que suelen servir como herramientas de enseñanza práctica para estudiantes y ciudadanos, más allá de su posible utilidad científica en el espacio (Pang y Twiggs 2011, 50). Los Cube­Sats básicos hacen lo mismo que el Sputnik hace seis décadas: emiten un bip transmitido por radio para confirmar que siguen funcionando en las condiciones orbitales.

Pero las misiones también llegan a ser más complejas y cumplen con objetivos que pueden incluir la detección de cambios en el campo magnético de la Tierra, pruebas de tecnología avanzada, medición del clima, observación de las capas atmosféricas y captura de imágenes terrestres, entre otros (Pang y Twiggs 2011, 53). Y si la calidad de los sistemas de comunicación de los CubeSats no llega a la de los satélites grandes, su potencial aumenta cuando su diseño forma parte de un enjambre o constelación de satélites que interactúan entre sí. Por su tamaño, se pueden diseñar para que su órbita decaiga al final de su vida útil y se incendien en la atmósfera en vez de convertirse en más basura espacial. En los últimos años, los CubeSats han llegado a constituir un aspecto fundamental de la nueva economía espacial, ya que tanto la inversión financiera que suponen como el riesgo que implica una falla, son relativamente menores (Pang y Twiggs 2011).

Para mis interlocutores en México, la importancia de los CubeSats va más allá de su utilidad pedagógica y científica o sus ventajas económicas y ecológicas, ya que parecen prometer un futuro de independencia de los países hegemónicos, una especie de “soberanía epistémica” que asegura el control nacional no solamente sobre los límites territoriales y los recursos naturales, sino sobre el conocimiento y la información producido en y sobre la nación (Litfin 1999), preocupación latente desde que México comprara las imágenes del sistema Landsat. La “formación de talentos” —frase que escuché muchas veces—, que también se entiende como consecuencia del desarrollo de CubeSats, es otro factor que eventualmente conllevaría a la adquisición de esta autonomía.

“Los satélites son nobles”, me comentó Genaro, un joven ingeniero, en 2018; “son agnósticos” 12. La bondad de “nuestros amigos invisibles que están arriba de nosotros” es conectar a la gente y visibilizar los procesos que ocurren en la Tierra, además de contribuir a realizar el sueño de una mayor presencia mexicana en el espacio. Varios proyectos compitieron para ser los primeros satélites mexicanos después de Unamsat; tres tuvieron éxito entre 2019 y 2021. El que llegó primero fue el Painani-1, desarrollado en el Centro de Investigación Científica y de Educación Superior de Ensenada, Baja California (Cicese) a petición de la Universidad del Ejército y de la Fuerza Aérea Mexicana.

El Painani-1 se lanzó desde Nueva Zelanda en un cohete de la empresa Rock­etLab en junio de 2019; pero por su asociación con las fuerzas armadas, el lanzamiento no recibió cobertura detallada en los medios. El uso de la tecnología satelital con fines militares forma parte indisociable de su historia, y México no queda fuera de este contexto. En un artículo para la revista de las fuerzas navales, Rivera Parga argumenta que los satélites serán importantes para “incrementar el poder nacional del Estado mexicano” (2017, 33). Después de enumerar las bondades de los satélites en los campos sociales, económicos y políticos, destaca su utilidad en el campo militar y apela a los derechos de cada Estado para “defender su soberanía, no solo dentro de la atmósfera terrestre, sino fuera de ella”, ya que “si nosotros como Estado soberano, no ejercemos la soberanía en nuestro espacio aéreo y el espacio exterior ¿quién tiene control de él?” (2017, 57). Evidentemente, para el Estado, la posibilidad de vigilar sus fronteras nacionales y también las actividades de sus pobladores, resultan atractivas, aunque amenazantes para muchos de estos pobladores.

Sin embargo, según la Secretaría de Defensa Nacional (Sedena), el Painani-1 no tiene fines militares, al contrario, fue desarrollado como un proyecto de enseñanza para estudiantes de la Cicese y con el objetivo de ensayar las posibilidades de la observación terrestre de cambios climáticos a partir de la percepción remota, ya que la calidad de las imágenes producidas por sus sensores solamente sería suficiente para tareas básicas. Aun así, el gobierno mexicano solicitó a RocketLab no difundir información sobre esta misión13.

El lanzamiento del segundo satélite mexicano en el siglo XXI se hizo con mucho más bombo y platillo, por lo menos en México. AztechSat-1 se elaboró en la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (UPAEP) y fue asesorado por expertos de la NASA. Se trata de un CubeSat de una unidad, cuyo nombre es un juego de palabras que combina el reconocimiento a las culturas prehispánicas con la modernidad tecnológica, diseñado para probar la comunicación entre satélites pequeños y constelaciones de satélites comerciales de la empresa Globalstar. El proyecto fue lanzado desde el Cabo Cañaveral en una cápsula Dragon de SpaceX a la Estación Espacial Internacional (ISS) en diciembre de 2019. El satélite mexicano contribuyó con un kilogramo a la carga útil total de 2 585 kilogramos, que incluyó experimentos de genética realizados por la NASA, sobre la germinación de semillas en el espacio de la compañía Anheuser-Busch y de espectrómetros para detectar fugas de gas en el espacio por la ISS. Después de su vida corta en órbita, AztechSat-1 se desintegró al entrar en contacto con la atmósfera terrestre.

El lanzamiento se difundió en el canal de la AEM con la retransmisión en vivo de la fuente del canal de la NASA. Uno de los funcionarios que habló en el evento caracterizó a AztechSat-1 como “el primer nanosatélite hecho en México y probablemente, dependiendo de las definiciones, el primer satélite también hecho en México”14. Sin embargo, todavía se debate la nacionalidad del satélite, ya que varios de mis interlocutores señalaron que AztechSat-1 fue comprado como “un kit” de los Estados Unidos, aunque sí fue ensamblado en México, donde también se construyó su payload. Como sea, me dijo José Francisco Valdés, coordinador del Programa de Estudios Espaciales de la UNAM, la experiencia sí “sirvió para entrenar”15. Fue un paso importante para el “desarrollo de talentos” y el logro de “la independencia tecnológica” que eventualmente permitirá que “veamos lo que queramos”. Casualmente, continuó, podremos observar nuestro territorio, nuestros bosques, nuestro crecimiento urbano; podremos rastrear sismos, enfermedades y erupciones volcánicas, y tendremos mayor comunicación. Estas “tecnologías transformadoras” generarán bienestar y desarrollo.

Para lograr estas transformaciones se busca la construcción de un “ecosistema espacial” basado en una inversión de “la triple hélice”: la academia, el Gobierno y el sector privado. Los promotores de la industria espacial señalan la conectividad global y velocidades de Internet más rápidas, el seguimiento de desastres, la observación de patrones de sequía y producción agrícola, el rastreo de la biodiversidad, de las enfermedades y los desastres naturales, entre otras bondades de la tecnología satelital. No solamente la transmisión y comunicación que permiten los satélites, sino que la información que producen será la salvación de la humanidad.

Pero estos promotores depositan, tal vez, demasiada fe en la tecnología satelital. Como señala la arqueóloga australiana Alice Gorman, los países con bajos PIB “están en esa posición por las inequidades sistémicas e históricas que son consecuencias del colonialismo y capitalismo”. Por tanto, “los países ricos con programas espaciales tripulados no deben congratularse tan rápidamente por ser benefactores. Mayores datos de observación terrestre no cambiarán las inequidades globales sin cambios políticos radicales”16.

Por otro lado, la conectividad y la observación global tienen un precio alto, ya que contribuyen a la basura espacial y a la contaminación lumínica que conlleva a la desaparición de los cielos oscuros y la posibilidad de observación celeste.

Enredos satelitales

Me acerqué más al tercer proyecto, llamado NanoConnect-2 (el NanoConnect-1 solamente fue probado en un lanzamiento suborbital), desarrollado en el Laboratorio de Instrumentación Espacial (LINX) del Instituto de Ciencias Nucleares de la UNAM con una carga cuya función era la comprobación de una serie de aparatos tecnológicos en órbitas bajas y sus conexiones con los sistemas terrestres.

En febrero de 2021, el NanoConnect-2 fue colocado a 504 kilómetros de altura por la Agencia India de Investigación Espacial (ISRO, por sus siglas en inglés). Como en el caso de AztechSat-1, este compartió su vuelo con otros satélites pequeños internacionales, en esta ocasión como parte de un paquete con un satélite brasileño como carga principal. Pero a diferencia del anterior, NanoConnect-2, en palabras de Gustavo Medina Tanco, jefe del LINX, es “100 % mexicano en su tecnología, diseño y concepción; ha sido hecho por iniciativa nuestra, con nuestros estudiantes”17. Ningún proyecto mexicano de tecnología espacial puede ser 100 % nacional, ya que requiere de la elaboración de intricados acuerdos de colaboración internacional18.

Visité el laboratorio en agosto de 2019, justo cuando varios de los miembros del equipo estaban realizando actividades de revisión del satélite para que pudiese ser sometido a la batería de pruebas que requeriría antes de ser lanzado al espacio, aunque aparentemente había tres o cuatro proyectos distintos ocurriendo simultáneamente.

Durante el tiempo que estuve observando, surgieron una serie de problemas con el satélite: primero no encendía, así que se conectó directamente a la fuente. Luego se tenía que probar la parte de comunicaciones ¿sería capaz de transmitir y recibir información? Después de varios intentos, usando dos computadores, uno con un software especial, se logró la comunicación. Se notaba la intensa presión sobre los tiempos. Toda la conversación giraba alrededor de la resolución de problemas y cosas muy prácticas; no debatían la filosofía o la ética del espacio ni los usos sociales de la tecnología. Pero la emoción no faltaba, como constaté unos días después de mi visita al laboratorio cuando recibí un video corto por WhatsApp. En él, varias personas de bata blanca rodean el NanoConnect-2, sin su caparazón, con sus entrañas expuestas. Una luz verde parpadea. Se escucha “5-4-3-2-1…” y unos gritos de júbilo cuando las antenas se despliegan con un latigazo.

Después del lanzamiento exitoso, el NanoConnect-2 logró comunicarse correctamente con la estación terrestre ubicada en el LINX. Meses después, sigue funcionando, como me mostró orgullosamente Eduardo, uno de los estudiantes que trabaja en el laboratorio. Él ha sido aficionado a los satélites durante mucho tiempo; de hecho, montó un par de antenas caseras en el techo de la casa donde vive con sus papás para “cazar” satélites. Así “puedes estar en el espacio, aunque sea mediante los satélites”19. Eduardo construyó sus antenas con “cosas que puedes comprar en la tlapalería de tu barrio”, y, siguiendo algunos tutoriales en YouTube, los montó y combinó con un radio y una computadora para crear su propia estación terrestre, parte imprescindible del ensamblaje infraestructural del satélite. Una tarde, conversando en uno de los patios de la Ciudad Universitaria, me mostró cómo seguir sus rastreos satelitales mediante una plataforma en línea que permite a cualquier persona acceder a las observaciones realizadas por la red de estaciones terrestres que pertenecen al proyecto SatNOGS20, como el de Eduardo y también la estación oficial del LINX.

El NanoConnect-2 aparece en la plataforma por medio de una imagen que visibiliza la transmisión de su señal: un rectángulo largo, pintado de azules y verdes de distintos tonos: “La cascada”. Si entendí bien, la ondulante línea de verde fosforescente representa el rastreo del satélite durante el periodo de la observación. Algunas líneas más tenues atraviesan la imagen de arriba para abajo, y son “ruido” en la transmisión. Los datos también se pueden ver numéricamente o en audio: un chillido agudo con leves cambios en intensidad que me hace pensar en murciélagos. Las ondas sonoras aparecen en la pantalla en color morado como si marcaran el frenético ritmo cardiaco del satélite, prueba de que “sigue vivo”, dijo Eduardo.

Lo sublime satelital

I saw two shooting stars last night

I wished on them, but they were only satellites

It’s wrong to wish on space hardware

I wish, I wish, I wish you cared…

Vi dos estrellas fugaces anoche;

pedí un deseo, pero solamente eran satélites.

No se puede pedir deseos a la tecnología espacial;

desearía, desearía, desearía que te importara

Billy Bragg, fragmento de la canción A New England

El hecho de que la relación del ser tecnocientífico con la tecnología no se pueda reducir completamente a lo práctico quedó confirmado cuando Medina Tanco me envió una imagen sumamente poética: una parábola de colores que no logré identificar hasta que me explicó que era una representación del cálculo de las órbitas potenciales del satélite:

Yo veo girar mi satélite en el espacio… estoy calculando órbitas para ver la insolación que recibirá en los paneles solares en función del tiempo —y me lo imagino allí arriba, donde siempre me hubiese gustado ir… girando en medio de la oscuridad del espacio, mirando las estrellas y los continentes, en una danza sin fin, en medio al silencio más absoluto… chiquitito en medio de la inmensidad del universo—21.

Repetidamente, las personas involucradas en la industria espacial en México señalan las bondades de los satélites: participan en la creación de talentos, comprueban tecnología espacial, impulsan el desarrollo económico y social, permiten conectar a las personas y observar los procesos de la Tierra. Pero, por lo menos para sus creadores, los satélites parecen exceder sus funciones prácticas al convertirse en prótesis humana en el espacio. No son (solamente) fetiches tecnofílicos; cumplen, además, con un sueño cósmico. Son índices de la posibilidad de escapar de la gravedad (aunque luego son atrapados por ella). Para Medina Tanco son la consecuencia de “mis ansias de navegar por el infinito… de fusionarme con la oscuridad del cosmos… de mi mezcla loca de angustia y fascinación por el vacío que define nuestra existencia efímera y absurda”22.

“El espacio es un lienzo en blanco”, me comentó un joven ingeniero en 2018, entusiasmado por lo que él consideraba las infinitas posibilidades de la exploración espacial. Para las y los artistas que han trabajado con satélites, poner un objeto en órbita no obedece a una función práctica de producir datos o establecer vínculos comunicativos, sino a “crear algo en la escala del cosmos al colocar un cuerpo celeste nuevo dentro de él” (Bureaud 2021, 80). Por otra parte, subrayan su propio proceso de creación fuera de los canales institucionales al ser obras de ciudadanos aficionados. Desafían la restricción del acceso al espacio a actores comerciales y gubernamentales; por tanto, la construcción del satélite artístico es un acto político y poético a la vez.

Según el artista mexicano Juan José Díaz Infante, se trata de “cambiar la conversación. Lo que yo hago es generar marcos de pensamiento alrededor del espacio, y cómo ver el mundo desde arriba…23”. El satélite Ulises I inició su vida en la imaginación de Díaz Infante en 2010; poco después, leyó un artículo en Scien­tific American acerca de cómo hacer un satélite ciudadano (Pang y Twiggs, 2011), y luego creó una agencia espacial ciudadana que llamó el Colectivo Espacial Mexicano (CEM), que construyó el Ulises I, un acto poético, combinación de arte y ciencia, referencia al viaje y a la transformación del ser.

La intención de Ulises I es tomar la energía poética de Sputnik. El bip como poema, un píxel, como obra maestra. Este pequeño objeto del tamaño de una pelota de básquetbol, este pequeño sonido, se convirtió en gatillo de la imaginación. (Garciandia 2017, 31)

El proyecto se pensó en un principio como un homenaje al futbol (el lenguaje universal), que evocara el espíritu triunfador y el trabajo en equipo, pero se fue dejando un poco al lado. El conjunto de piezas artísticas que finalmente quedó como parte del proyecto incluyó varias obras musicales y artísticas, y en la emisión de su señal se leería “yo amo el camino” en código Morse. El proyecto se exhibió en varios festivales artísticos alrededor del mundo, pero fue más complicada la ingeniería práctica del satélite, y más aún el financiamiento para su lanzamiento. Luego de una serie de complicadas interacciones con instituciones mexicanas y extranjeras (y las complicaciones iban de ambos lados, a decir de todos los involucrados), se logró lanzar el Ulises I a la estratósfera durante la Feria del Libro de Guadalajara en 2015, aunque la señal se perdió poco después. Otros Ulises están en proceso.

Según Díaz Infante, la importancia del satélite poético es su capacidad para lograr el overview effect, o “visión de conjunto”, término acuñado por Frank White en 1987 para describir la transformación radical de perspectiva que muchos astronautas reportan después de ver la Tierra desde el espacio. Según White, a partir de una serie de entrevistas que realizó con astronautas que participaron en distintas misiones espaciales, la base de esta visión de conjunto radica en dejar atrás una perspectiva egocéntrica y antropocéntrica. Quienes han llegado a una altura orbital en una nave o estación espacial suelen adquirir una perspectiva planetaria. White argumenta que este efecto es el resultado natural y universal de ver la Tierra en su conjunto, una transformación en el cerebro humano provocada por la experiencia de estar en el espacio.

White sostiene que para quienes no hemos tenido la posibilidad de experimentar la visión del conjunto o la visión cósmica “en carne propia”, hay formas de tener experiencias análogas, mediante la comunicación con astronautas que describan sus vivencias, con la simulación de la experiencia o con la tecnología. Escribe que:

Cuando los astronautas ven la Tierra desde el espacio, comprenden que tiene una unidad natural. Los satélites incorporan el mensaje de que el planeta también se está convirtiendo en una unidad social, si no política. (1987, 56)

Según el autor, la meta es que la humanidad se convierta en una especie de “terronautas”, seres que “han logrado el estatus de astronauta sin orbitar la Tierra o ir a la Luna. Se han dado cuenta de que la Tierra es una nave espacial natural… y de que todos somos, verdaderamente, los astronautas que componen su tripulación” (1997, 169). El sueño de White es seductor, sobre todo en un contexto de escenarios que parecen apocalípticos, no solamente en el plano ecológico, sino también social, político y económico. La llamada a la conexión, la comunicación y una ética de cuidado de la Tierra y sus criaturas como parte de “una visión de conjunto” suena esperanzadora.

Esto dicho, la universalidad del overview effect debe matizarse un poco. Jordan Bimm demuestra, por ejemplo, que la visión del conjunto experimentado por algunos astronautas (y no por todos) es el producto de una visión cibernética del planeta como un sistema cerrado que emergió después de la Guerra Fría, ligado a nociones como el Gaia de James Lovelock o la Nave Tierra del arquitecto Buck­minster Fuller (Bimm 2014, 42). Es preocupante también la noción presente en el libro de White, según la cual el overview effect se convierte en una especie de señal del universo que justifica la necesidad evolutiva humana de salir de la Tierra y colonizar el universo. Esta visión teleológica puede leerse como un eco universalizado de la doctrina estadounidense de “destino manifiesto” que justificaba la expansión colonialista de Estados Unidos hacia el resto del continente americano y el mundo (Bimm 2014, 40). A fin de cuentas, el overview effect, por más que plantee la naturaleza artificial de fronteras nacionales y evoque la posibilidad de un mundo sin guerras y desigualdades (porque son invisibles desde el espacio), termina invisibilizando también texturas y diferencias culturales (Bimm 2014, 43).

Por otro lado, no debemos olvidar la perspectiva cósmica más añeja: la visión del conjunto al revés que quizás podría denominarse la visión de la inmensidad, esa sensación sublime que resulta de ver el cielo oscuro salpicado por brillantes puntos de luz. Y aquí es donde los aportes de la arqueoastronomía y la astronomía cultural se entroncan con la antropología del espacio exterior. Irónicamente, estas visiones cósmicas, encapsuladas en la noción del “derecho al cielo oscuro”, están amenazadas, entre otras cosas, por la presencia material humana en las órbitas terrestres (Unesco 2016). Y algunos artistas espaciales justamente han cuestionado la acción de lanzar más cosas al espacio, aun en nombre de la poesía. Como pregunta Bureaud: “¿Tenemos el derecho de colocar objetos en los cielos de otras personas, aun para propósitos pacíficos y culturales, sin haberles pedido permiso? ¿A quién le pertenece el cielo?” (2021, 80).

Conclusiones. Cómo hacer cosas con satélites

Los satélites constituyen un reto para la categorización. Se ubican fuera de las fronteras de las capas inferiores de la atmósfera, pero están atrapados en las órbitas terrestres por la fuerza de gravedad. Están enredados en lo planetario, aun cuando señalan la posibilidad de pensar más allá de las fronteras. Forman parte de una “tecnoesfera orbital” (Gärdebo 2017) que confunde las categorías de lo celestial y lo terrenal. También representan desafíos ontológicos. Son ensamblajes objetuales que dependen de una compleja interdependencia entre tecnología terrestre y los componentes propiamente satelitales; pero en cada etapa de su diseño, construcción, lanzamiento, funcionamiento y retiro, también dependen de habilidades y conocimientos, inversiones económicas y acuerdos políticos. Llegan a ser prótesis oculares o imaginativas. Son invisibles para la mayoría de nosotros, a menos que caigan del cielo, aunque también podemos sentir los efectos de su mal funcionamiento cuando “se cae el sistema”. Indexicalizan, para muchos, un futuro de desarrollo y bienestar.

Como tecnologías visuales, las imágenes producidas por los satélites no son fieles reproducciones de la Tierra, sino que la producen por medio de la construcción de una serie de datos e interpretaciones desde “la mirada satelital” cuya distancia crea perspectiva e invisibiliza los procesos sociales en múltiples escalas que tuvieron como resultado ciertos paisajes, mientras que estetiza sus efectos (Rothe 2017, 345). Enfocar nuestras miradas en los satélites como estos ensamblajes tecnológicos, en lugar de solamente ver a través de ellos, visibiliza procesos históricos, fuerzas políticas y económicas e imaginarios temporales y geográficos. Implica partir de una “astrogeopolítica” (Graham 2018) que dé cuenta de las inequidades globales y el reto que presentan para la noción trillada de “el espacio es para todos”. Pero también permite imaginar usos alternativos de la tecnología satelital por actores sociales distintos, como los casos de un conjunto de prácticas cartográficas anticapitalistas y anticolonialistas que pueden denominarse mapeo comunitario, etnocartografía, cartografía indígena o cartografía participativa. En estos, se suelen reinscribir imágenes satelitales con trazos que provienen de la experiencia vivida de habitar un territorio particular: narrativas, la ubicación de recursos naturales, el rastreo de megaproyectos extractivistas y sus efectos, zonas de militarización o instancias de violencia, etc. A diferencia de la “mirada satelital” que pretende ser una perspectiva objetiva, desvinculada de los procesos terrenales, el mapeo comunitario y sus prácticas afines incorporan explícitamente la subjetividad y el posicionamiento político en la producción de representaciones del territorio.

Estos proyectos alternativos nos recuerdan que cada mirada satelital es una mirada desde un lugar en particular. Pensar los satélites desde México o pensar México a través de los satélites ofrece una correctiva esencial al estudio de las tecnologías, las infraestructuras y la modernidad desde “los lugares de siempre”.

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1Ganadores del Primer Concurso de Arte Espacial 2014: https://www.gob.mx/aem/acciones-y-programas/1er-concurso-de-arte-espacial-2014

2Para el primero de septiembre de 2021. https://www.space.com/how-many-satellites-are-orbiting-earth, consultado el 12 de junio de 2022.

3El texto completo del tratado se encuentra en https://www.unoosa.org/pdf/publications/STSPACE11S.pdf, consultado el 15 de junio de 2022. El documento fue firmado y ratificado por 105 países, incluyendo México.

4Además, está la órbita media (MEO, de 2 000 kilómetros hasta 35 786 kilómetros de altitud), usada por satélites de comunicaciones, navegación y astronomía. El sistema GPS y el telescopio Hubble se encuentran en la MEO. Y la órbita baja (LEO), entre 3 y 2 000 kilómetros de altura, es el espacio para algunas de las funciones ya mencionadas, pero también para satélites de observación terrestre y monitoreo del clima. La Estación Espacial Internacional también habita esta zona.

5Muchas veces esto significa que el satélite sea reubicado en una órbita cementerio; tal fue el caso de los satélites mexicanos del sistema Morelos.

6Por la acción de los campos magnéticos, las corrientes eléctricas, la radiación espacial, el clima solar y los rayos cósmicos que entran desde fuera del sistema solar, la Tierra afecta y es afectada por fuerzas en distintas escalas, que en algunos casos se extienden mucho más allá de la atmósfera y el espacio sublunar. Sin embargo, en este artículo usaremos el término espacio exterior como una especie de abreviatura, en el entendido de que, dependiendo de su definición, los satélites podrían o no estar ubicados en el espacio.

7Según Borrego y Mody, la CONEE estuvo plagada por tensiones internas, entre “técnicos” del IPN e “intelectuales” de la UNAM, y entre las agencias gubernamentales que velaban por sus intereses por encima de los objetivos de la comisión (1989, 267).

8Además de los “seis grandes” (Estados Unidos, Rusia, Europa, China, India y Japón), existen ocho agencias en Latinoamérica, ocho en Asia, cinco en el medio Oriente y seis en África.

9Originalmente, se pensaba bautizar este primer satélite “Ilhuicamina” o “Señor de los cielos” o “Flechador del cielo”, el segundo nombre del emperador azteca Moctezuma. Sin embargo, al ingeniero Salvador Landeros, director del proyecto (y actual director de la Agencia Espacial Mexicana), le pareció más apropiado honrar a José María Pavón y Morelos, héroe de la Guerra de Independencia y figura histórica predilecta del presidente Miguel de la Madrid (Borrego y Mody 1989, 269).

10Se trata del ingeniero Rodolfo Neri Vela, quien voló a bordo del transbordador Atlantis como especialista de carga.

11Conferencia Global sobre el Espacio para Países Emergentes (GLEC), Quito, Ecuador, 2022. Según representantes de la NASA, el presupuesto de esta administración espacial fue de 21,5 mil millones de dólares en 2019.

12Entrevista con el ingeniero Genaro Grajeda, noviembre de 2018.

13“Rocket Lab’s secret payload owned by Mexican defence agency”. https://www.stuff.co.nz/business/114387492/rocket-labs-secret-payload-owned-by-mexican-defence-agency, consultado el 19 de junio de 2022.

14“Lanzamiento del Aztechsat-1 (transmisión en vivo). https://www.youtube.com/watch?v=YbMcHO_xuoQ&t=1271s, consultado el 19 de junio de 2022.

15Entrevista con el Dr. José Francisco Valdés, febrero de 2020.

16“63 years after Sputnik, satellites are now woven into the fabric of daily life”. https://www.space.com/satellite-technology-daily-life-world-space-week-2020, consultado el 5 de mayo de 2022.

17“Refrenda la UNAM su potencial científico con lanzamiento de nanosatélite al espacio”. https://www.dgcs.unam.mx/boletin/bdboletin/2021_176.html

18Si bien el NanoConnect-2 fue diseñado y construido en las instalaciones del LINX, también contó con el apoyo de empresas nacionales e internacionales en varias fases del proyecto.

19Entrevista con Eduardo Salazar, junio de 2022.

20Más información en https://network.satnogs.org, consultado el 22 de junio de 2022.

21Gustavo Medina Tanco, comunicación personal, septiembre de 2019.

22Comunicación personal, junio de 2022.

23Entrevista con Juan José Díaz Infante, enero de 2022.

Recibido: 01 de Julio de 2022; Aprobado: 28 de Octubre de 2022; Publicado: 01 de Mayo de 2023

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