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Revista Colombiana de Antropología

versión impresa ISSN 0486-6525versión On-line ISSN 2539-472X

Rev. colomb. antropol. vol.59 no.3 Bogotá sep./dic. 2023  Epub 01-Sep-2023

https://doi.org/10.22380/2539472x.2466 

Artículos

“Por eso uno sabe hoy, pero no sabe mañana”. Presencia fantasmal de la violencia y vida cotidiana en un pueblo colombiano

“This is Why you Know Today, but you don’t Know Tomorrow”. Ghostly Presence of Violence and Daily Life, in a Colombian Town

1Universidad de Medellín, Colombia. gruiz@udemedellin.edu.co


Resumen

El artículo indaga cómo la violencia afecta a quienes, sin ser víctimas directas, viven en contextos donde ella se impone. Se argumenta que la lógica espectral de la violencia, su presencia-ausente, atraviesa las formas cotidianas de relacionamiento social y rompe con la oposición entre lo cotidiano y lo extraordinario. A partir de un trabajo de etnografía conmutante, realizado en un municipio colombiano dominado por estructuras neoparamilitares, y de un ejercicio autoetnográfico del autor, el texto concluye que la confrontación del fantasma de la violencia exige a los pobladores de un territorio dominado por ella hacer una distinción práctica entre la vida cotidiana en acto y la vida violenta en potencia.

Palabras clave: control social; espectro; neoparamilitares; autoetnografía; caso de estudio

Abstract

The article examines how violence affects those who, not being direct victims, live in contexts where violence prevails. The text states that the spectral logic of violence, its presence-absence, permeates everyday forms of social relationships and breaks the opposition between the everyday and the extraordinary. The paper, which is based on a commuting ethnography fieldwork in a Colombian municipality dominated by neo-paramilitary structures, as well as on an auto-ethnographic exercise by the author, concludes that for confronting the ghost of violence, inhabitants of a territory dominated by it must make a practical distinction between actual daily life and potential violent life.

Keywords: social control; spectrum; neo paramilitaries; autoethnography; case study

“In order to understand how people live through violence, an examination of the ordinary is just as important as the apparently extraordinary or exceptional”.

(Kelly 2008, 353)

“La lógica del espectro es la que rompe precisamente con la tranquilizadora oposición entre la presencia y lo no presente”.

(Rocha 2010, 76)

Recuerdos de infancia: a manera de introducción

Mi madre y mi padre llegaron a vivir al Pueblo1 a principios de los años 70, siguiendo el rastro de mi abuelo materno. Él era pescador y había rodado desde el centro del país hasta ese pequeño municipio situado a orillas del segundo río más importante de Colombia. En aquellos años se trataba de un pueblo agropecuario, cuyas actividades socioeconómicas principales eran la ganadería y la pesca. Para el año en el que nací (1977), esa vocación estaba empezando a cambiar: la minería de oro ocupaba, con marcha acelerada, el lugar de privilegio en la economía del municipio y una enorme marca espacial en la geografía de la región.

Los mineros están muy presentes en mis recuerdos de niñez. Se trata de individuos que encarnan la frontera -a veces difusa- que existe en algunas zonas del país entre economías emergentes informales y lógicas violentas. Estos hombres (no recuerdo una sola mujer que fuera reconocida como minera en el Pueblo) habían conseguido riqueza de la noche a la mañana y no la escondían. Patrocinaban equipos de futbol en cuyas camisetas podían leerse sus nombres (yo mismo hice parte de uno de esos equipos y tuve la camiseta con el nombre del benefactor local), construían enormes casas en el pueblo (la primera casa de tres plantas de mi barrio era precisamente de uno de ellos), manejaban camionetas Toyota o Nissan, siempre llenas del barro de las vías rurales que conducían a sus minas. ¡Y sus fiestas! En el colegio circulaban historias de mineros que un fin de semana se habían ido para Aruba con algunas amigas a celebrar su buena racha, o de otros que habían hecho parrandas monumentales en sus fincas. Los chicos fantaseábamos con esos viajes y con esas fiestas. Antes de que llegaran los mafiosos a imponer un modelo moral y estético de existencia (hoy visible en prácticas culturales ya comunes en el país), los mineros eran esos hombres que desde nuestra mirada infantil y adolescente materializaban los sueños de ascenso social de la clase media de provincia.

Detrás de la minería llegó pronto la violencia armada. Los grupos guerrilleros fuertes de la región, el Ejército Popular de Liberación Nacional (EPL), el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), empezaron a ser una presencia constante en la zona. Se decía que le cobraban “vacuna” a los mineros (así se le denomina en Colombia a la forma de extorsión que consiste en cobrar una cuota periódica a la víctima). Incluso, se afirmaba que algunas minas eran propiedad de testaferros de esos grupos. En el Pueblo no se les veía, pero sí en las zonas rurales. No era infrecuente encontrarse con ellos allí. Uno de los recuerdos clásicos de mi familia, por ejemplo, es el de una vez que nos volcamos en el carro volviendo de un paseo de río. No fue un accidente grave: el carro se volteó casi en cámara lenta por un enorme hueco en la vía sin pavimentar por la que íbamos. Y quedó así, volteado, hasta que un camión cargado de guerrilleros que pasaba por allí lo enderezó.

Pronto empezó a hablarse de cultivos de coca y de laboratorios de procesamiento de cocaína en las áreas dominadas por los grupos guerrilleros, que eran además los mismos territorios donde prosperaba la minería. No es extraño entonces que varios informes de organizaciones no gubernamentales que monitorean el conflicto armado colombiano señalen que el oro y la coca han sido los combustibles del conflicto armado en esta región. Para finales de la década de los 80, esto empezaba a ser evidente para cualquiera que estuviera allí. Los ganaderos, por ejemplo, vivían días de zozobra por las extorsiones de la guerrilla. En ese mismo periodo, mientras se construía un nuevo batallón del Ejército a la entrada del pueblo, unos nuevos sujetos empezaron a ser los referentes locales de poder y ascenso social: los paramilitares, conocidos como los paracos o parascos, habían llegado a hacerse con la región y sus economías decadentes (Comaroff y Comaroff 2009), esas que se desarrollan al margen de la legalidad, pero dentro del espacio de lo socialmente legítimo a nivel local.

Anunciaron su ingreso mediante asesinatos selectivos de quienes consideraban colaboradores de la guerrilla o a quienes señalaban directamente como guerrilleros. Los paramilitares asesinaron, entre otros muchos, a un profesor del colegio público al que asistían mis hermanos. Y un día de principios de la década de los 90, podría ser 1991 o 1992, llegó a la casa el chofer de un taxi que tenía mi papá. Lo recuerdo como una persona de marcados rasgos indígenas y siempre sonriendo. Siempre, excepto aquel día que llegó mucho más temprano de la hora en que solía ir a liquidar el producido del taxi. Ese día había recogido a un hombre que había tomado el taxi en el centro del pueblo. Lo llevaba al lugar indicado por él cuando en un pare, otro hombre ingresó por la puerta de atrás y sin mediar palabra asesinó de un disparo al pasajero. Lo siguiente fue recibir la indicación de ir a las afueras del municipio, donde los esperaban otros hombres que bajaron el cadáver y le indicaron al conductor que se fuera para donde el dueño del taxi (mi papá) y le dijera que no pusiera ningún denuncio ni dijera nada, que en la noche irían a su casa a arreglar las cuentas por lo del taxi.

Yo no recuerdo a alguien yendo esa noche a casa. Debió pasar, claro, o quizá mi padre se encontró con esos hombres en otra parte. Lo que sí recuerdo es que mi papá contó que le habían dicho que no se preocupara, que el muerto era un jefe guerrillero, que ninguna autoridad civil, policial o militar iba a preguntar por lo sucedido; que tomara cierta cantidad de dinero para que organizara de nuevo el taxi y siguiera viviendo como si nada. Mi padre ya no vive y no puedo preguntarle qué pasó luego. No recuerdo si siguió con ese taxi, si lo vendió, no sé si alguna autoridad alguna vez preguntó algo. Sé, eso sí, que los paramilitares se hicieron cada vez más notorios en el pueblo. Como los mineros antes, estos no escondían y al contrario ostentaban no sólo su riqueza, sino su poder armado. Mis padres siguieron viviendo allí, en la misma casa, como si nada, tratando de llevar una vida normal, ordinaria, casi otros treinta años.

La pregunta por esa vida como si nada en mitad de la violencia es la que impulsa este artículo. Por supuesto que no se vive literalmente como si nada, sino que se trata de una manera paradójica de adaptación social a la violencia, ya que al mismo tiempo que no se la acepta, tampoco se la resiste directamente. Lo que busco analizar es cómo la presencia espectral o fantasmal de la violencia armada desarma las distinciones habituales entre vida cotidiana y acontecimiento extraordinario. Al hablar de la violencia como espectro o fantasma, la entiendo como una aparición (revenant), como “lo que puede volver sin aviso, lo que puede estar ya aquí sin ser visto, bajo una forma totalmente distinta a la de la presencia clásica, bajo la forma de la espectralidad” (Rocha 2010, 75). Es esa espectralidad de la violencia la que aquí analizo.

El artículo está basado en un método particular de trabajo de campo: han pasado casi treinta años desde que dejé de vivir en ese pueblo, pero he mantenido conexiones con él todo el tiempo. Durante muchos años, hasta la muerte de mi padre y la mudanza de mi madre, lo visité regularmente. Algunas personas de allí, que se han mudado a la ciudad en la que ahora vivo, han sido fuente constante de información. Desde que inicié mis estudios de doctorado en el 2010, destiné una libreta exclusivamente para registrar mis notas de campo con la información que iba recogiendo en mis visitas al pueblo, para tomar apuntes de conversaciones con sus habitantes y escribir observaciones suscitadas por las notas de prensa o los informes -gubernamentales o de ONG- sobre la violencia en ese lugar.

Se trata de una forma de etnografía conmutante en la que, por una parte, he registrado por algunos años la información que he considerado relevante para entender la lógica de la violencia allí, y por otro, he estado en permanente apertura a los flujos de información que emanan desde ese lugar y que de alguna manera pasan cerca o a través de mí. Se trata de flujos de información que tienen un registro complejo, ya que están atravesados por rumores y/o afirmaciones dichas solo en voz baja, como suele suceder en contextos de prevalencia de lógicas violentas (Castaño y Ruiz 2019), y que además son manifestaciones de formas sociales de negociación cotidiana de la sobrevivencia, caracterizadas por estar asechadas por el espectro de la violencia.

Lo anterior exige un tipo de trabajo de campo que respete esa negociación cotidiana de la sobrevivencia, una que tenga en cuenta que, aunque no sea visible en todo momento, el control violento sobre el espacio social está siempre presente. Es por esto que todos los testimonios -recogidos a través de conversaciones personales- nunca fueron grabados y lo que en este texto se presenta son transcripciones de las notas tomadas durante y después de cada una de esas conversaciones.

La propia biografía como fuente de información y análisis constituye otra base importante del trabajo, lo que da lugar a que el artículo sea también una materialización de un trabajo reflexivo autoetnográfico (Ellis 2004; Ellis y Bochner 2006). Puesto que el tiempo de la memoria no es el pasado, sino el presente de un pasado que toma cuerpo a través de la narración, el ejercicio autoetnográfico supone un encuentro entre los impactos afectivos de los recuerdos propios y el ejercicio académico de construcción de un sentido de esos recuerdos/afectos. Esto implica que, a la distancia representacional que le es propia al ejercicio narrativo antropológico de la memoria (Ruiz, Jurado y Castaño 2020), se suma aquí una tensión interna entre el pasado propio que se busca recobrar y el pasado propio que se puede narrar.

A lo anterior se añade un último elemento: los sujetos que brindan información aquí no son sujetos con los cuales se ha establecido una relación antropólogo-informante de tipo coyuntural, sino personas con las cuales ya existía un vínculo previo -en algunos casos, incluso un vínculo afectivo-, aunque esté fundado en el hecho de haber mantenido una vecindad de años en el pasado. Esto hace que los diálogos que constituyen la base de la información primaria del trabajo tengan menos la estructura de una entrevista y más la de una conversación cotidiana, ya que nunca fue realmente necesario explicar las razones de mi presencia en el territorio (y, por tanto, hacer explícita la labor de investigación), puesto que el ahí de la investigación coincidía -y coincide- con el aquí de una parte importante de mi propia vida.

“Los que mandan aquí”: tramas visibles de la violencia

Lo que llamamos cotidianidad requiere, para su constitución, una serie de estabilizaciones en el flujo de la vida (Zylinska 2014). Poder prever que en el día a día tendrán lugar ciertos acontecimientos regulares hace que ese flujo tenga un mínimo orden, imprescindible para imaginar y concebir un proyecto de vida. Es por esto que en contextos determinados por elementos fuertemente disruptivos -como lo es la violencia armada- emergen prácticas sociales que buscan estabilizar también esos elementos que interrumpen el flujo habitual de la vida. En los lugares donde se ha impuesto la violencia surgen interacciones sociales que buscan incorporarla al ámbito de lo esperable, encontrándole así un lugar dentro de la vida cotidiana a lo que, en teoría, es de naturaleza extraordinaria (Madariaga 2006).

En contextos donde domina la violencia armada, su incorporación a la vida cotidiana surge de la necesidad misma de aprender a manejar la gramática del espacio violento, para proteger así el flujo más o menos estabilizado de la propia vida diaria. Es decir, frente a la práctica social de la violencia (porque ella es también eso, una práctica social que confiere -y reproduce- un sentido particular a vidas concretas), y en la medida en que lo que se pretenda sea poder continuar con la propia vida, se requieren formas “no oposicionales de protección […] que hacen la vida diaria más vivible frente al poder devastador de las violencias” (GMH 2013, 359). Como advierte Ramiro Osorio (2013), la violencia genera una serie de ambivalencias en la vida cotidiana: rechazo/aceptación; miedo/seguridad; horror/bienestar. Para el caso colombiano, esas ambivalencias constituyen además parte del fundamento de la paradójica identidad nacional (Monroy 2013).

Esas prácticas de protección, llevadas a cabo a través de “actos sutiles, indirectos” (GMH 2013, 359) que tienen lugar en el día a día, constituyen una forma de acomodación pragmática a la violencia (Santos y García 2004), la cual consiste en buscar adaptarse de la manera menos traumática posible a las condiciones impuestas por un entorno social inestable. Adaptarse aquí significa buscar estabilizar el flujo de la vida regular, sin rebelarse ni conformarse con el poder violento impuesto, aunque necesariamente se esté atravesado por él. La acomodación pragmática implica aprehender y aprender pautas cotidianas que permitan a los pobladores locales vivir con la violencia. Esto es una condición sine qua non para habitar territorios donde el poder violento es dominante.

Más que un grupo armado, visible cotidianamente en el Pueblo con su camuflado y su brazalete, el poder violento allí lo ejerce una estructura de poder que recurre a la violencia cuando precisa de ella para garantizar su dominio. Lo que tiene lugar es un cruce de actores de distinta índole (políticos, sociales, criminales) que establecen alianzas o acuerdos coyunturales en la medida en que estos les sean beneficiosos mutuamente. Los habitantes hacen referencia constante a un clan político familiar, señalándolo como “el que manda aquí” (diario de campo, junio 19 de 2018). Se trata de un clan que tiene influencia política departamental y conexiones con congresistas que en época de elecciones de alcaldes visitan el Pueblo para mostrar públicamente su apoyo a determinado candidato. La forma en que ha operado esta estructura de poder puede incluso constatarse revisando archivos judiciales o investigaciones de instituciones y medios periodísticos que han estudiado a nivel regional el nexo entre corrupción y violencia en los territorios colombianos.

En los últimos diez años, dos exalcaldes del Municipio han sido procesados por peculado por apropiación, es decir, por robarse dineros públicos. Uno de ellos ya fue condenado y el otro actualmente está procesado. Otro exalcalde (que ha ocupado esa posición tres veces) ha sido mencionado por quien fuera el jefe paramilitar de la zona como una de sus fichas políticas. La Fundación Paz y Reconciliación (2015), en una investigación sobre los candidatos a las alcaldías del país en las elecciones del 2015 relacionados con “mafias de corrupción”, incluyó precisamente a uno de los candidatos a la alcaldía del Pueblo entre los cuestionados. El último alcalde elegido en el año 2020 nunca pudo posesionarse porque el Tribunal Administrativo del departamento anuló su elección al encontrar que estaba inhabilitado para presentarse al cargo. ¿La razón? Había sido contratista del hospital municipal bajo el auspicio del clan familiar político que “controla” y tiene “en sus manos” al municipio, según lo informado por el segundo periódico colombiano de mayor circulación.

Precisamente el hospital municipal es uno de los nodos locales donde puede observarse la forma como se materializa el poder violento en el Municipio. En el 2021 fue asesinado su gerente. La noticia me impresionó por partida doble. Por un lado, reconocí su cara al verla en las noticias. A pesar de ser la de un hombre de más de cuarenta años, pude ver en ella la de un adolescente con quien me cruzaba en juegos o fiestas a principios de los 90. Aunque nunca fue alguien cercano, un amigo, el rostro de la violencia en las noticias tampoco era el habitualmente distante que en Colombia apenas percibimos entre los afanes cotidianos. Y por el otro, porque la noticia estaba relacionada con el hecho de que mi hermano se había presentado a una convocatoria pública para ese mismo cargo algunos años atrás. Aunque la ganó, nunca asumió el cargo porque pronto le hicieron saber que los poderes políticos del municipio ya tenían su candidato. Lo invitaron, entonces, a rechazar el puesto, lo cual hizo. Ahora, leía que quien también había ganado el cargo en un concurso público había sido asesinado apenas once meses después de posesionarse como gerente del hospital. No podía dejar de causarme una impresión añadida la noticia.

Viajé al Municipio al día siguiente del asesinato. Ese día, un consejo de seguridad departamental extraordinario sesionó allí, casi al mismo tiempo que una multitud de habitantes del pueblo acompañaba -con camisetas blancas, tapabocas y pancartas que exigían justicia- el cuerpo del gerente, que era llevado en procesión desde su casa hasta el cementerio local. Al consejo asistieron el gobernador del departamento, el alcalde del municipio, las autoridades policiales y militares de la zona y otros altos representantes de instituciones estatales locales. La imagen se vio en los medios nacionales de comunicación: varias mesas cubiertas de telas blancas y manteles azules, que formaban una gran mesa redonda en la sede de la alcaldía municipal. Sentados en ellas, las autoridades municipales y departamentales. Las noticias informaban que ese consejo de seguridad estudiaba mecanismos para esclarecer el asesinato. La percepción en el Pueblo era otra:

Aquí las autoridades no quieren hacer nada. Aquí hoy hay disque un consejo de seguridad y vino el gobernador y todo, y el alcalde ahí se da golpes de pecho, que qué pesar que hayan matado a ese muchacho [al gerente del hospital], pero aquí todos saben que él [el alcalde] es ficha de [el clan familiar que controla el pueblo] y que él es de la misma gente que hizo eso. (Notas de campo, 14 de abril de 2021)

Mis notas de campo de esos días reflejan comentarios similares. Siempre en voz baja, en el municipio muchos señalaron que la razón detrás del asesinato del gerente tenía que ver con las denuncias realizadas por él sobre las irregularidades en la contratación durante la administración previa (muy cercana al clan familiar mencionado). Esas voces repetidas, pero nunca dichas en voz alta, decían que algunos de los que estaban sentados en las mesas de telas blancas y manteles azules estaban relacionados con las denuncias presentadas por el gerente; las voces insistían en que algunos de ellos eran de los que mandan.

Apenas cuatro meses antes del asesinato del gerente del hospital municipal, otro hombre, quien trabajó como anestesiólogo allí mismo y también denunció hechos de corrupción en la institución, murió en Bogotá en circunstancias que aún siguen sin aclararse. Algunos trabajos de prensa independiente en Colombia han vinculado estas dos muertes y señalan hacia el mismo clan político como responsable o, al menos, beneficiado por dichas muertes. Esto mismo se dice en las calles del Municipio:

Lo mismo pasó con otro muchacho, otro médico, que denunció lo que pasaba en el hospital, que [el clan familiar] se estaban quedando con la plata del hospital, que esto y aquello. Y vea, ese muchacho se tuvo que ir y siguió denunciando y apareció muerto en su casa y aquí todos dicen que eso fue obra de [el clan familiar]. (Notas de campo, 16 de abril de 2021)

No hablamos de una violencia que se ajusta a la lógica histórica del conflicto armado colombiano. Tampoco es una violencia criminal, apolítica, determinada por dinámicas de delincuencia común. Se trata de formas de reciclaje de la violencia armada colombiana, en la que actores y lógicas nacionales de la vieja guerra se reorganizan alrededor de intereses y botines locales, produciendo así modos de ensamblaje violento de distintos actores que ejercen algún tipo de poder en el territorio (Ruiz, Jurado y Castaño 2022). En el Pueblo, este ensamblaje adquiere la forma de un régimen de “gobernanza colaborativa”, entendida como un ejercicio de control socio-político local, en el que colaboran, de una parte, “actores formalmente empoderados que pueden reclamar actuar en nombre de las instituciones públicas constituidas legalmente” (Arias 2017, 20), como un clan político que tiene fichas en la administración pública, por ejemplo, y de la otra, actores criminales, como las organizaciones neoparamilitares que dominan la región2. Lo característico de este tipo de régimen, en términos de violencia, es que no está presente con una alta frecuencia, pero cuando aparece lo hace con mucha intensidad. Es decir, en el territorio tienen lugar acciones violentas esporádicas, pero explosivas (como el asesinato del gerente del hospital). Es este ensamblaje el que los propios pobladores locales reconocen como fuente de otras maneras cotidianas de la violencia que los acosa.

La mujer con la que hablo tiene una tienda de abarrotes en el barrio de mi infancia. La tiene hace años (yo mismo iba a comprarle en los 80). Dice que cuando comenzó “la época dura de las vacunas”, hacia el año 2010, la llamaron a pedirle la suya:

Y me decían que yo me llamaba así, que mi cédula era este número, que tenía un negocio que se llamaba tal, que quedaba en esta dirección, que el teléfono del negocio era tal. Yo empecé a pagar ahí, después de eso. Pero luego un amigo me dijo que eso venía de la Oficina de Registros Públicos, que ellos allá les daban los datos3. […] Y vea Gabriel que eso sí es cierto, porque yo después me fui de este pueblo unos años, me desplacé, pero después volví y me vine otra vez para mi casa. Y al principio tuve la tienda otra vez y la tuve un buen tiempo y nada pasó. Yo la tuve así, sin registrar ni nada. Pero un día me visitaron [funcionarios de la alcaldía municipal] y me dijeron que si tenía los papeles y que si no, que eso era evasión [de impuestos] y no sé qué cosas y que iba a tener problemas con la DIAN [Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales]; y entonces yo me asusté y fui y registré. ¿Y cómo te parece que ahí mismo me volvieron a llamar para la vacuna? ¡Ahí mismo! Eso allá tienen uno que les sopla todo. (Notas de campo, 20 de diciembre de 2019)

Le cuento esto a un viejo conocido del Pueblo, a quien veo con frecuencia en la ciudad donde vivo. No se sorprende; por el contrario, me replica con otra historia parecida: un amigo de su papá había decidido abrir una compraventa de oro y la tuvo que ir a registrar. No había pasado más de una semana después del registro cuando ya lo estaban llamando a extorsionar. El viejo conocido concluyó su pequeño relato: “eso es desde allá, desde el palacio [la forma como en muchos municipios de Colombia se refieren a la sede de la alcaldía]” (notas de campo, 13 de febrero de 2020). Algunas tramas violentas de control social funcionan así, a través de la cooptación de lo que Farmer (2004) denomina los puntos locales de resonancia del Estado. Otras, por su parte, tienen lugar mediante el ejercicio de la violencia directa.

Camino muy temprano con otra señora ya mayor que hace su caminata diaria matutina, antes de que suba el calor. Me cuenta historias de cuando yo era niño, porque me conoce desde entonces. Me habla de esos días en este pueblo, de la época en la que “los parascos” empezaron a dejarse ver con su poder en el pueblo. Recuerda las primeras camionetas de alta gama que se vieron en el Municipio. Yo también las recuerdo muy bien. Aún soy capaz de visualizar la primera camioneta “anfibia” que vi, una Mitsubishi blanca, con el exosto largo, saliendo del motor hasta más arriba del techo. Esa camioneta era manejada por quien a principios de los 90 se decía que era el jefe de los paramilitares allí, un hombre que sería asesinado por esa misma época, un domingo que también recuerdo. Mientras hablamos de esto, la señora se detiene en una esquina y habla de memorias más recientes:

Aquí fue donde mataron a mi amigo, pobrecito, por no pagar la vacuna. Lo mataron por 300 [mil pesos] que era lo que le cobraron. Ya le cobraban eso y le dijeron que le iban a cobrar otros 300 y él dijo que no y lo mataron. Cuando eso [años 2016-2017] fue el tiempo duro de las vacunas acá. (Notas de campo, 23 de diciembre de 2019)

La vacuna es el mecanismo silencioso de control social violento más común en el Municipio. Se trata, así mismo, de una práctica criminal muy generalizada en el país (Cumplido 2016). Está tan naturalizado que incluso instituciones dedicadas al análisis de la violencia colombiana han creado manuales para que las empresas enfrenten este delito (Fundación Ideas para la Paz s. f.), y tan normalizado que es frecuente que se incluya (bajo algún eufemismo, como el de pago por seguridad o vigilancia) en los gastos fijos de muchos establecimientos comerciales o empresas del país. Es silencioso hasta que se transforma en el detonante de otro crimen: el desplazamiento forzado o el asesinato. Así como el amigo de la señora con la que caminé aquella mañana, casi por los mismos días, otro vecino del Municipio me contaba una historia de vacunas y balas:

Y yo tengo un amigo que trabaja en un almacén en el centro y allá están yendo a cobrar la vacuna y el dueño del almacén lleva rato escondiéndose para no pagar, y entonces yo le digo a mi amigo: “es que si el dueño no da la cara, esos tipos lo matan a usted”. (Notas de campo, 9 de enero de 2020)

Distintos estudios etnográficos sobre la forma en la que la violencia determina la vida cotidiana de las poblaciones sometidas a ella (Espinosa 2010; Madariaga 2006; Osorio 2013) han mostrado que en tales contextos la violencia es particularmente formativa, es decir, moldea la forma en que las personas se mueven y actúan en su entorno social. La efectividad de este empleo instructivo de la violencia depende de que aquellos a quienes está dirigido incorporen la violencia al ámbito de lo esperable (Madariaga 2006, 3). Matar al que ya está pagando pero se niega a pagar más, o cobrarse con la vida de alguien relacionado con quien se niega a pagar, son acciones que contribuyen a instalar lo extraordinario (el asesinato) dentro de lo ordinario (la vida cotidiana). En tanto la violencia emerge como potencia en la vida diaria, se va colando dentro de las prácticas sociales más o menos habituales.

La incorporación de la violencia a la vida cotidiana pasa, entonces, por aprender a leer el espacio social en tanto espacio violento: aprender a distinguir a los actores armados, entender las advertencias, acostumbrarse a ciertas prácticas e incluso anticipar ciertos duelos (es que si el dueño no da la cara, esos tipos lo matan a usted). Esto es precisamente lo que Nicolás Espinosa (2010, 84) denomina “la gramática social de la violencia”, es decir, la incorporación de pautas cotidianas para convivir con ella. Este antropólogo, al diferenciar la naturalización de la violencia -su incorporación en la vida diaria- de su normalización -la observación de normas para sobrellevarla-, muestra que la racionalización subjetiva que cada quien tiene de la violencia (cómo es justificada) está precedida por el proceso de representación social de esa violencia, esto es, por la asignación del lugar que se le da en la vida social y cultural (Espinosa 2010, 84). En esa representación social juega un rol fundamental el carácter fantasmal de la violencia.

La lógica espectral: el fantasma de la violencia

Estoy revisando las notas que tomé de las entrevistas realizadas en el Pueblo. Busco algo más que me dijeron sobre las vacunas, porque creo recordar que en su momento hubo una frase que tenía un plus que me llevó a considerar en silencio la forma en que la violencia atraviesa las relaciones sociales. Encuentro lo que buscaba: “Y ayer mataron a un muchacho de un almacén que porque no pagaron la vacuna. Pero no era el dueño, era un muchacho que trabaja ahí. Si hubieran matado a la dueña, pues bueno, está bien” (notas de campo, 20 de diciembre de 2019, énfasis añadido). Lo que allí me llamó la atención, es que esa última frase (si hubieran matado a la dueña… está bien) representa la normalización de la violencia a la vez que le quita su carácter de injusticia. El enunciado expresa que la violencia ha logrado no sólo imponerse de facto, sino incluso declararse y ser-tomada-por justa. Se trata de una presunción iuris tantum de la violencia, establecida a priori como justa: “como dicen aquí, [frente a] todas las muertes de acá: ‘quién sabe en qué estaba metido y por eso lo mataron’” (notas de campo, 12 de abril de 2022).

Vamos por un momento al Urabá y a la sierra de la Macarena, los lugares donde Patricia Madariaga y Nicolás Espinosa realizaron respectivamente sus etnografías sobre violencia y vida cotidiana. La primera analiza el control paramilitar y la segunda la violencia guerrillera. Las dos coinciden, incluso desde sus títulos (Matan y matan y uno sigue ahí, en el caso del trabajo de Madariaga, y Política de vida y muerte, para el trabajo de Espinosa) en un punto que se conecta con lo que ahora hablamos aquí: la asimilación de la gramática social de la violencia pasa por dejar morir para poder vivir. Es por ello que la representación social de la violencia exige, en determinadas circunstancias, instalarse con respecto a ella en un lugar distante desde el cual “la responsabilidad social se diluye” (Espinosa 2010, 89): Si el otro ha sido víctima es porque él -no yo- habrá hecho algo. Ha sido su responsa­bilidad (su culpa) individual la que lo ha llevado a ello. Yo, por mi parte, me puedo salvar en la medida en la que no deba nada. Esta lógica es una ficha clave para armar el rompecabezas local de la violencia, lo cual constituye, según Michael Taussig (2003), una necesidad imperiosa para quienes viven en contextos locales de dominación violenta. Esto hace parte de la “forzada negociación cotidiana de la sobrevivencia” (GMH 2011, 19) que se requiere para tratar de vivir como si nada.

Viñeta

Estaba escribiendo el párrafo anterior en mi oficina de la universidad. Una estudiante vino a preguntarme algo de un curso. Me encontró concentrado en la escritura y apenas prestándole atención a ella. Me preguntó sobre qué escribía y se lo expliqué en términos muy generales. Se interesó inmediatamente y se sentó a escucharme el resumen de lo que hasta ahora llevaba escrito. Me dijo que ella conocía el Municipio, que su padre había tenido que ir a vivir allá un periodo por trabajo, que ella fue a visitarlo y le asombró lo ruidoso del Pueblo: fiestas en cada esquina, vallenatos y salsa romántica retumbando a cada hora. Me dijo que su padre le hablaba sobre la violencia de ese lugar y ella no dejaba de pensar en el contraste entre lo festivo de las calles y la muerte que por ellas mismas circulaba. “Es como si se matara en un contexto de carnaval”, dijo ella. Y sí, no deja de ser inquietante esto. Asociamos la muerte con el silencio, la idea del terror circulando en un lugar y el silencio como prueba y efecto de ese terror. En algún texto sobre Guatemala, Finn Stepputat dice que en un lugar donde hubo un gran acto violento, después sólo queda el silencio. En el Pueblo no es así. En efecto, se trata de un lugar lleno de ruido, de fiesta, de parranda, y da la impresión de que a medida que se ha vuelto más violento, se ha vuelto también más festivo, más carnavalesco, como diría mí estudiante.

En el carnaval, uno puede disfrazarse de la muerte. Aquí, es la muerte la que se disfraza de fiesta. En el año 2019 hubo un atentado con granada en una discoteca en la esquina de mi casa de la infancia. Apenas dos semanas después, el lugar estaba de nuevo abierto y prendido el baile. Dice Verbal Kint, el personaje protagónico de la película The Usual Suspects (1995), que el mejor truco que el diablo inventó es convencer al mundo de que no existe. Pareciera que en el Municipio -como en otros lugares de Colombia- es justamente ese el truco que ha inventado la violencia armada: convencer a todos de que ella en realidad no está ahí, que la vida puede seguir como si nada, que su presencia no es real. A pesar de su crudeza material (masacres, amenazas, asesinatos selectivos, desplazamientos forzados), es como si tuviera un carácter fantasmal que le permite moverse entre la vida cotidiana sin apenas alterarla.

En lugares como el Pueblo la violencia asecha en todo momento, incluso cuando no se le ve. Pero ¿qué es exactamente lo que asecha cuando la violencia directa no está? Su fantasma, su espectro. Dice Santiago Arcila (2020), en su análisis sobre los asesinatos de líderes sociales en Colombia, que la máquina homicida de la violencia instala una atmósfera que no precisa de su presencia; su poder es un poder fantasmal. En lugar de esa presencia, lo que tiene lugar en la vida cotidiana, es decir, literalmente día tras día, es el asedio (haunt) de la violencia. Es por ello que el neologismo que Derrida (2012) emplea en su estudio sobre los espectros de Marx a finales del siglo XX es útil aquí: la hauntología (hauntologie) de la violencia constituye, así, el estudio de la forma en la que esta, “por debajo de su aparente invisibilidad […] [continúa] persistiendo de otro modo” (Gómez 2020, 161).

Aplicar aquí la perspectiva hauntológica implica entender que cuando alguien señala esos lugares donde se ha dado el impacto de la violencia (aquí fue donde mataron a mi amigo), está haciendo algo más que emplear una deixis para indicar un sitio donde ocurrió un acontecimiento pasado. Lo que hace es indicar la presencia-ausente de la violencia, que es precisamente la forma como, desde la geografía humana (Holloway y Kneale 2008), se habla de los fantasmas que habitan los espacios sociales. El fantasma es el presente de esa violencia pasada: la esquina donde tuvo lugar una muerte violenta, la vivienda abandonada después de un desplazamiento forzado, el camino que todos buscan evitar porque alguna vez estuvo plagado de minas antipersonal, son esos los lugares donde los espectros acechan silenciosamente. La violencia hoy no está allí literalmente presente, su materialización ya ha pasado, pero persiste en tanto fantasma que aún produce aprensión. Hablamos, de esta forma, de la transformación espectral del espacio donde siguen teniendo lugar relaciones sociales que están ahora atravesadas por ese espectro.

Por esto, al referirnos a una hauntología o a una ontología fantasmal de la violencia, damos cuenta de la forma en que la violencia habita el territorio, más allá del espacio-tiempo concreto de su materialización. La violencia permanece de manera espectral, relacionándose con quienes habitan ese territorio en cuanto perturba la propia relación que los individuos sociales establecen con el espacio que habitan y, también, en la medida en la que afecta las relaciones sociales que en ese espacio tienen lugar. Siguiendo a Daniel Ruiz-Serna (2020), podemos decir que lo que la violencia espectral produce son afecciones sociales, en el sentido spinozista del término que él emplea, es decir, fuerzas o intensidades que redefinen las relaciones intersubjetivas que las personas tejen entre sí. Es en esta dirección que decimos que el espacio social donde la lógica violenta se ha instalado es un espacio encantado (haunted), porque en él quedan impregnados los efectos intangibles de la guerra (Ruiz-Serna 2020, 30).

Debido a lo anterior, los individuos sociales no escapan a la violencia solo con lograr esquivar sus manifestaciones directas. Aunque eviten ser asesinados, desplazados, extorsionados, incluso amenazados, a los sujetos los alcanza la violencia en tanto habiten un territorio encantado por su fantasma o su espectro4. En un texto sobre la construcción narrativa de la realidad, Ana Carrasco (2017) explica que un fantasma es aquello que, en el acto mismo de aparecer, revela algo, da a conocer una realidad que no se había vislumbrado antes. El fantasma, cuando aparece, ilumina. Como no lo vemos directamente, debemos reconocerlo al observar lo que su aparición altera. En el caso que aquí analizo, son las representaciones sociales las que el fantasma de la violencia altera. La violencia recubre, gracias a su espectralidad, la propia capacidad de interpretación de la realidad social de los individuos sometidos a ella.

En enero de 2022 estuve brevemente en el Municipio, apenas unas horas. No fui por trabajo, sino de paso. Me detuve allí para saludar a amigos y me encontré con el rumor de que un periodista local y una defensora de animales habían salido huyendo del pueblo. ¿La razón? Los habían amenazado “a través de las redes”, es decir, mediante mensajes que circulan por cadenas de WhatsApp, después de que públicamente sugirieran que debían prohibirse las corralejas del pueblo5. No me asombró la amenaza, pero sí la reacción unánime de los que me lo contaban: ninguno mostraba solidaridad con los amenazados y básicamente todos coincidían en que eso les había pasado “por pendejos”, “por idiotas”, “por alzaditos” (una forma local de llamar a alguien que públicamente manifiesta ciertas maneras aparentes de arrojo). Es otra manifestación de ese “pues bueno, está bien” que señalé antes.

Tenemos ahora elementos para decir que en esa negociación cotidiana de la sobrevivencia de la que habla el GMH (2011), lo que sucede es que el espectro de la violencia se instala en tanto determinante de la propia negociación. Dice Veena Das que en ciertos momentos y contextos “la misma comunidad permite, autoriza o genera dinámicas de destrucción y sufrimiento social” (Das 2008, 24). El poder espectral de la violencia, entonces, está determinado por su capacidad para filtrarse en “las representaciones sociales de los pobladores, en sus prácticas cotidianas, en sus costumbres, en sus formas de comprender el mundo, en sus espacios y sus tiempos, en lo que consideran bueno y malo, correcto e incorrecto” (Caraballo 2010, 37).

En su trabajo sobre la masacre paramilitar en el corregimiento palafito de Nueva Venecia (Magdalena), Juan Carlos Orrantia (2010) habla de las formas de memoria que surgen en la banalidad de la vida, de cómo los vestigios de la violencia no desaparecen en los elementos cotidianos (en el agua, para el caso de Nueva Venecia), sino que se disuelven y permanecen transformados dentro de esa sustancia. Es en esa banalidad de la vida, en la sustancia misma de la que está hecha la cotidianidad social (el encuentro con los otros) donde se mueve la violencia fantasmal. Se trata de un exceso de la violencia que queda habitando el espacio social. Lo fantasmal, es así, el residuo de la violencia y es ese residuo el que alcanza (el que se le aparece) a aquellos que no siendo víctimas directas de la violencia sí habitan un espacio acechado por su fantasma.

Cierro este apartado con otro apunte del trabajo de campo. Sentado en una tienda, la dueña me explica por qué puso la reja que tiene la tienda: “por seguridad niño”. “Ah, claro, para que no te roben”, digo yo. Y ella: “bueno, sí, también, pero sirve además para que si vienen a tirar algo yo alcance a darme cuenta y me boto al piso”. No termino de entender y ella me aclara: “es que me explicaron que cuando uno no ha pagado la vacuna, una de las cosas que hacen es que le tiran una cosa, un explosivo, a uno al negocio. Entonces me dijeron que si veía que me tiraban algo, que me echara al piso. Con la reja no me lo pueden tirar desde tan cerquita y yo alcanzo a verlos”. No cuestiono su lógica; en lugar de esto, le pregunto si la reja la ha afectado en algo. Piensa un rato y me responde: “sí, claro que sí, yo estoy aquí ya más encerrada”. Considero ahora que es precisamente el fantasma de la violencia el que determina y vigila ese encierro.

Lo potencial y lo actual: a manera de conclusión

En un texto sobre la relación entre cultura y violencia en Colombia, Ana María Ochoa sostiene que en los lugares del país donde el estado de excepción es la cotidianidad, empleando la expresión de Benjamin (2009), el momento de la batalla armada entre grupos enfrentados deja de ser el espacio donde se dirime el conflicto y este se materializa cotidianamente a través del miedo, que se convierte en “una mediación constante del sentido mismo de la ciudadanía” (Ochoa 2003, 54). Ese elemento mediador ha sido identificado aquí como el aspecto fantasmal de la violencia. Es este fantasma el que ilumina las formas de ciudadanía realmente existentes en los lugares donde se impone la violencia colombiana: “ciudadanías del miedo, prácticas de la inseguridad, éticas del desencanto, términos todos con los que tratamos de nombrar el desorden que nos habita” (Ochoa 2003, 55).

Daniel Pécaut (1999), por su parte, afirma que la banalidad y la excepcionalidad de la violencia se mezclan rápidamente en una trama imprecisa. El término banalidad lo emplea para describir cómo la violencia se ha vuelto una forma de vida en el país (antes o después asumimos que es parte de nuestra vida social y que debemos integrarla a ella). Pero esto no significa que, al tiempo, la excepcionalidad de un acto violento concreto desaparezca. Lo que se cuestiona es la consideración misma de lo que es habitual y lo que es extraordinario o excepcional. En los lugares donde aquello que puede esperarse cada día incluye lo inesperado, es entonces la propia separación categórica entre lo ordinario y lo excepcional la que estalla.

En un muy interesante trabajo sobre la manera en la que la violencia endémica obliga a reconsiderar la cuestión de la vida cotidiana y lo extraordinario, Rebecca Walker (2010) muestra que las vidas que emergen en tales contextos no pueden ser comprendidas adecuadamente a través de la yuxtaposición de esas categorías. No es entonces que la violencia simplemente se normalice dentro de un grupo social particular, sino que se instala (fantasmalmente, he dicho aquí) dentro de las expectativas posibles de lo cotidiano para ese grupo. En otros términos, la violencia se hace ordinaria en la medida en que su posibilidad se hace real (Sandywell 2004, 162). Aristóteles (2014) reconoce dos formas del ser: el ser-en-acto y el ser-en-potencia. Cuando decimos aquí que la violencia es posibilidad real nos referimos a esa segunda forma del ser. En lugares como el que hemos estado estudiando, aunque no todo el tiempo lo sea en acto, la violencia cotidianamente es/está fantasmalmente en potencia, revelando así los tipos de sociabilidad realmente existentes. Si uno de los efectos de la violencia es la inclinación a vivir la vida en un presente permanente (Monroy 2013), es porque se asume que, aunque la violencia no esté ahora, puede aparecer en cualquier momento. Por ello, a lo que se acostumbra el grupo social no es exactamente a la presencia, sino a la expectativa real de la violencia. La violencia está así, al mismo tiempo, dentro y fuera de la vida cotidiana:

Entonces, donde la cotidianidad ha llegado a caracterizar las experiencias que parecían estar firmemente arraigadas en los rituales conocidos de la vida práctica, nos quedamos con eventos que no son vistos como extraordinarios en su contexto, pero que se mantienen firmemente fuera de las rutinas cotidianas aceptadas. (Walker 2010, 13)

Tenemos ahora más elementos para entender aquel vivir como si nada como forma de estar en un lugar como el Pueblo. Como quedó dicho, es preciso organizar el desorden violento para poder vivir en él. Mantener a la violencia al tiempo incorporada y excluida de la vida cotidiana es una manera de hacerlo. Se vive-en-­acto la vida cotidiana buscando hacer de esta una vida que se pueda asumir como normal, e incluso, por momentos, como una vida agradable, al tiempo que se vive-en-potencia esa misma vida como una vida atravesada por la posibilidad real de la violencia. En todo caso, la violencia siempre está ahí, unas veces manifestándose a través de acciones directas concretas, y otras permaneciendo como espectro que revela formas complejas de sociabilidad. Esto explica, por ejemplo, que un mismo hombre, un señor de 75 años que ha vivido desde 1970 en el Municipio, me diga cosas como esta:

Uno aquí sabe que hoy está, pero nosotros aquí no sabemos qué va a pasar con nosotros mañana […] Uno ya ve que mataron a alguien bajando del colegio, uno ve el charco de sangre o uno escucha la balacera, y ya sabe lo que pasó […] porque uno es que como si ya estuviera avisado y por eso uno sabe hoy, pero no sabe mañana […] Si uno a la final tiene que recoger, uno recoge y se va [del pueblo]. (Notas de campo, 10 de enero de 2020)

Y pocos meses después, la misma persona me dice:

Yo, por ahora, no tengo ganas de irme. Aquí vivo con la gente que quiero y que me quiere, con los que prácticamente he vivido toda mi vida […]. Yo en otro lado siento que me ahogo […] Yo aquí vivo feliz. (Notas de campo, 27 de junio de 2020, énfasis añadido)

No hay, en realidad, una contradicción. La clave está en los condicionales temporales que usa: hoy, por ahora. Es como si este hombre dijera: mientras que la violencia no es en acto en mi vida, mientras sea solo un fantasma, yo me siento bien y vivo bien y por tanto aquí me quedo. Pero si mañana la violencia ya no es solo en potencia, sino que se transforma en acto, recojo mis cosas y me voy.

Si el fantasma es lo que “llega, o amenaza con llegar, constantemente y sin previo aviso, pero, al mismo tiempo, con una suerte de preanuncio que dice que puede volver en cualquier momento” (Rocha 2010, 76), quienes coexisten con esta presencia-ausente deben, por ello, crear estilos de vida que puedan confrontar esa lógica aparentemente contradictoria. Cuando Veena Das (2008) examina el descenso a la vida cotidiana como forma de confrontación de la violencia, está hablando de la violencia pasada o de la memoria de la violencia. El trabajo del tiempo es central, puesto que “el pasado es constantemente interpuesto y mediado por la forma en la que el mundo es habitado en el presente” (Walker 2010, 14). En tal caso, los sujetos del dolor logran confrontar más o menos efectivamente el daño ocasionado por la violencia en la medida en que sus procesos actuales de subjetivación están menos determinados por las sombras del pasado y más por las actividades y re­laciones sociales de su vida cotidiana presente. Pero en casos como el expuesto, la huida hacia la vida cotidiana requiere necesariamente la división de esta entre lo actual (que sería la vida cotidiana propiamente dicha) y lo potencial (la vida violenta). Es de esta manera que los habitantes de territorios acechados por la violencia logran confrontar no solo sus materializaciones directas, sino su persistencia fantasmal.

Referencias

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1En el texto hablaré siempre del Pueblo o el Municipio, con mayúscula, para refirme al lugar donde se realizó el trabajo de campo, no porque quiera dar a entender que se trata de un espacio genérico, sino con el fin de conservar el anonimato del sitio y de las personas referidas en el artículo.

2Hasta el año 2019, dos grupos neoparamilitares, el Clan del Golfo y los Caparros, se disputan violentamente la región donde está ubicado el Municipio. Desde ese año, el Clan del Golfo parece haber logrado cierto dominio y los Caparros haber perdido fuerza. De hecho, el Ejército colombiano anunció en el 2021 que esta organización había sido desarticulada. Voces locales y algunos medios, sin embargo, expresan que los Caparros han sido debilitados, pero que están en proceso de reorganización. En cualquier caso, los habitantes del municipio sí manifiestan que desde el 2019 ha disminuido la violencia armada que perciben allí.

3La Oficina de Registro de Instrumentos Públicos es la institución donde los ciudadanos registran tanto las propiedades raíces como los locales comerciales que poseen.

4Un espacio encantado es un lugar poseído o incluso dominado por una fuerza invisible que lo determina. Esa condición de fuerza invisible dominante es la que quiero resaltar al hablar del espectro de la violencia.

5Las corralejas son unas fiestas de toros, muy populares en la costa Caribe de Colombia, en las cuales cualquier persona puede entrar al corral a lidiar al toro.

Recibido: 04 de Agosto de 2022; Aprobado: 10 de Febrero de 2023; Publicado: 01 de Septiembre de 2023

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