Haz de cuenta cómo me decían:
“¿Cómo te llamas?”
“Lucía Muñoz”.
“¿Cómo te llamas?
“Lucía Muñoz”.
[...]
Ya me senté, y me volvió a parar. Me dice,
“¿Cuál es tu nombre?”
Y ya le dije otra vez.
En 2006, a los quince años de edad, Lucía Muñoz (un seudónimo) por segunda vez cruzó la frontera desde México hacia su país natal, Estados Unidos1. De la primera apenas se acordaba, por la edad. Cruzó de la manera que le correspondía como ciudadana: se presentó en la garita internacional de San Ysidro, que comunica Tijuana, México, con San Diego, California. No hablaba inglés ni podía ostentar ningún otro signo de pertenencia cultural, y el único documento que portaba era su acta de nacimiento. Para vincular esa hoja de papel con su persona, no llevaba ni siquiera una credencial.
Este ensayo trata del relato que Lucía me hizo un año después de ese cruce fronterizo que se enfocó en el interrogatorio al cual fue sometida2. En la narrativa del interrogatorio, una interacción ostensiblemente burocrática y procesal se transformó en un sitio de manifestación de la soberanía estatal como una forma de poder absoluta, arbitraria y esencialmente incomprensible (Aretxaga 2003; Hansen y Stepputat 2006). La soberanía cobró cuerpo gracias a la rigidez del interrogatorio como género discursivo y a su capacidad de dividir y hasta desaparecer a le sujete. En la narrativa de Lucía, esta desaparición adquiere resonancias que van más allá de la relación con el estado estadounidense: hace eco de la amenaza de su desaparición literal como víctima de un intento de secuestro en Tijuana. Las dos escenas, interrogatorio e intento de secuestro, están entretejidas por las interrupciones lingüísticas, las repeticiones y lagunas, los impases que materializan. La forma misma de narrarlas da cuenta de una complementariedad entre violencias diversas, un trauma que atraviesa y une la experiencia de Lucía en ambos países. Pone de manifiesto un sistema transnacional de gobernanza que opera no tanto a partir de los derechos diferenciados, como se ha solido pensar las ciudadanías parciales o reducidas (por ejemplo, Holston 2008), sino a partir de las vulnerabilidades diferenciadas: la exposición diferencial de le sujete a la violencia, ya sea estatal o criminal.
En Estados Unidos, Lucía tenía la ciudadanía formal, pero no pertenecía social ni culturalmente a ese país; en México pertenecía al país, pero carecía de estatus legal3. En ambos países era una (no-)ciudadana. Uso este término para subrayar la ambivalencia de la inclusión, ya sea en México o en Estados Unidos, para les que están expuestes de manera más crónica a la violencia. En México, la falta de estatus legal implicaba diversos obstáculos para Lucía, pero no la diferenciaba tangiblemente de les ciudadanes mexicanes que la rodeaban y con quienes compartía las mismas condiciones socioeconómicas. Que a ella le faltara literalmente la ciudadanía ilumina la (no-)ciudadanía de les marginades en general en México: la vulnerabilidad que constituye su lugar en la nación.
En Estados Unidos, la violencia que Lucía experimenta en la garita desmiente su ciudadanía. Como una persona racializada o (si se me permite el término) etnificada según cualquiera de las diversas categorías traslapadas (latina, hispana, mexicoamericana, brown), su inclusión formal es problemática (Rosa 2019)4. No se trata simplemente de una ciudadanía disminuida, en la que une no pueda ejercer plenamente los derechos que por ley le corresponden, sino de una inclusión ambigua, lastimera y misteriosa, que obra nuevos males para las personas. Este tipo de ciudadanía racializada opera como una modalidad más de sujeción al poder arbitrario del soberano, a pesar de y entre todos los beneficios que sin duda conlleva. Por esto Díaz-Barriga y Dorsey (2020) la llaman necrociudadanía. Este ensayo comparte su interés en el incremento del uso de la excepción, o la suspensión selectiva de la ley (Agamben 2010; Schmitt [1922] 2005), para gobernar, pero prefiero el término (no-)ciudadanía porque mi enfoque no es la amenaza de muerte, sino la ambivalencia y la forma en que se concreta en las interrupciones e impases de la narrativa. En el relato de Lucía, la ciudadanía se revela como un pharmakon (Derrida 2015): una droga que cura y mata, que promete remediar los males de la condición social de le individue, pero que termina transformándolos y, a veces, multiplicándolos. Esta ciudadanía está envenenada5.
El ensayo prosigue con algunas cuestiones preliminares, intercalando el caso etnográfico con la reflexión teórica y las consideraciones contextuales; después, se adentra en el interrogatorio y, finalmente, cierra con el intento de secuestro.
Un poco de historia familiar
Conocí a Lucía durante mi trabajo de campo doctoral en Tijuana; yo vivía con una vecina suya y con frecuencia oía comentarios sobre ella y su hermana. Las señoras de este pequeño asentamiento irregular se sorprendían por la contradicción que las dos jóvenes representaban: a pesar de ser ciudadanas estadounidenses, vivían en lo que las vecinas calificaban como “la peor miseria”. Picada por la curiosidad, le pedí a una de ellas que nos presentara.
Cari, la hermana mayor, no dudó en recibirme; Lucía estaba presente en esa primera visita, pero la dinámica fue la misma que reinaría durante años: Lucía le cedía la palabra a su hermana, quien a sus diecinueve años de edad era claramente la jefa del hogar. En ese tiempo, Cari estaba emprendiendo una tarea que me llegó a parecer hercúlea: la repatriación a Estados Unidos de la familia entera6. Empecé a acompañarlas en este proceso, y de hecho la conversación que examinaré tuvo lugar en un parquecito de San Diego, Lucía y yo sentadas sobre el pasto mientras esperábamos que Cari terminara su trámite en una agencia gubernamental.
Dada la dinámica entre las hermanas, conozco su historia más por Cari que por Lucía. De todos modos, Cari se acordaba mejor de la infancia que tuvieron en California. Se acordaba de los juegos y las travesuras que hacían de pequeñas. Se acordaba del inglés, que Lucía tuvo que aprender ya grande, y que Cari apenas volvía a ensayar en sus encuentros burocráticos recientes. Se acordaba de un cuarto donde no tenían que entrar, donde había personas extrañas, recién llegadas de México; sin chistar, me dijo que su padre había sido “pollero”7. Se acordaba sobre todo de él, un hombre generoso que les extendía la mano a todes, y del desastre que su muerte significó para la familia.
A su madre el gobierno estadounidense le quitó el permiso legal y tuvo que volver a Tijuana, de donde era. Cari fue a dar a la casa de unes tíes en Estados Unidos, pero al poco tiempo se escapó. Vivió en la calle en Tijuana antes de juntarse con su primera pareja. A Lucía su mamá se la llevó a México desde el principio, pero no creció solamente con ella: también pasó épocas importantes con otres parientes e internada en un orfanato.
Estatus y excepción
Al sorprenderse de Cari y Lucía, sus vecinas buscaban una correlación simple entre el estatus legal y el socioeconómico. Echaban mano de lo que Hilary Dick (2010) identifica como un cronotopo modernista ampliamente difundido en México: una forma de narrar el espacio y el tiempo en el que el desarrollo se asocia con el norte y el rezago, con el sur. Muchas historias de migración hacia Estados Unidos, Dick demuestra, recrean este imaginario espaciotemporal; las vecinas simplemente añaden el estatus legal como una figuración más del progreso. Dentro del cronotopo modernista, que la ciudadanía estadounidense no sea consubstancial con la prosperidad solo puede entenderse como una aberración.
En realidad, la economía política del estatus legal en la frontera es mucho más compleja. En ambos lados las familias de estatus legal mixto son comunes (Chávez 2016), y la ciudadanía estadounidense puede resultar tanto de un privilegio preexistente (les padres pagaron los gastos de hospital en Estados Unidos) como de una historia familiar de migración no autorizada. Así, tener la ciudadanía estadounidense sin mayor experiencia en aquel país no es insólito, y el de Lucía se inserta entre una multitud de casos que confunden las intuiciones del cronotopo modernista.
Si el estatus legal y el socioeconómico están vinculados en Estados Unidos, esto se ha dado a través de procesos de racialización, criminalización y excepción a la ley. En el caso de les latines, la frontera México-Estados Unidos juega un papel clave. La criminalización del cruce no autorizado y la extensión del control fronterizo dentro de Estados Unidos (Dick 2011; Menjívar 2014) producen una población de obreres vulnerables, les indocumentades. Pero esta violencia legal (Menjívar y Abrego 2012) no afecta nada más a les que padecen la falta de estatus legal. A principios del siglo XX se consolidó el estereotipo de le mexicane como le “inmigrante ilegal” paradigmátique (Ngai 2004), de modo que el estigma de esa categoría tiende a extenderse hacia cualquier persona que resulte identificable étnico-racialmente como mexicane (Hernández 2010). Con la diversificación de la migración latinoamericana a Estados Unidos, este estigma se generaliza aún más allá. Mediante los estereotipos etnorraciales, la no-ciudadanía literal de le indocumentade infecta el estatus legal de les que sí tienen la ciudadanía o la residencia legal. Sus papeles no borran del todo la vulnerabilidad.
Un mecanismo central que extiende la vulnerabilidad son las excepciones a la ley, puntos donde se manifiesta la arbitrariedad y muchas veces la violencia soberana. Hernández (2010) rastrea las excepciones a la Constitución de las que históricamente ha gozado la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos; Dorsey y Díaz-Barriga (2015) detallan etnográficamente su funcionamiento en el presente, y su argumento sobre la necrociudadanía (Díaz-Barriga y Dorsey 2020) se centra en la proliferación de excepciones en torno a la construcción del muro fronterizo (que suspenden, por ejemplo, leyes ambientales o de la propiedad privada). También en México el combate militarizado al narcotráfico y la misma violencia del crimen organizado han implicado una plétora de excepciones de jure y de facto8. Estamos frente a una red compleja de excepciones, muy diferentes entre sí, que se articulan de manera inesperada a través de las fronteras territoriales (cf. Comaroff y Comaroff 2009; Ong 2006)9. La narrativa de Lucía expone estas articulaciones. Nos muestra cómo el (no-) que viene adjunto o metido en la ciudadanía, amenazando con voltearla al revés, toma forma concreta en las interrupciones e impases de la narrativa. A través de esta, el texto que sigue intenta avistar los contornos de un sistema transnacional de vulneración. La ciudadanía no se puede pensar ya en relación con estados independientes.
Las circunstancias del cruce
Desde niña, Lucía se sabía ciudadana estadounidense y ardía de curiosidad por conocer el país de donde era. La oportunidad surgió cuando fue a vivir con unes tíes que asistían a una iglesia en San Diego. Lucía quería acompañarles, pero había un problema: tiempo atrás, había perdido su acta de nacimiento y tuvo que acudir a otra tía para que se la consiguiera. Lucía narra este proceso del vencimiento de los obstáculos con todo el entusiasmo desbordado de la adolescencia. Cuando su tía le entregó el acta, estaba emocionadísima. Era sábado y al día siguiente habría una salida familiar a San Diego. “¡Tío!”. Lucía se describe a sí misma irrumpiendo en la casa: “Ya tengo mi acta, ¡sí puedo ir!”.
En este punto, el tío introdujo otro obstáculo, que tal vez no pareció tan grande en el momento, pero que dejó a Lucía desprovista del apoyo de su familia al momento de enfrentarse con les oficiales estadounidenses. Sus tíes solo tenían la visa de turista y temían perderla si cruzaban junto con una ciudadana. La idea de que parientes de diferentes estatus legales no deben cruzar la frontera juntes es común; la presencia de une ciudadane estadounidense, se cree, indicaría lazos con aquel país que les oficiales migratories podrían considerar conducentes a la inmigración no autorizada. Entonces, a Lucía la acompañó un amigo de la familia que residía legalmente en Estados Unidos. Él estuvo presente durante el interrogatorio, esposado a espaldas de ella10.
Preguntas y respuestas
En su ensayo “Replies and Responses”, Erving Goffman (1976) emprende una crítica magistral al uso de la secuencia pregunta-respuesta como modelo para entender la interacción. Esta aproximación campeaba en los estudios de la comunicación de la época; trataba pregunta y respuesta como una unidad básica que definía los roles esenciales de hablante y oyente. Para entender cualquier interacción, se pensaba, nada más había que descubrir cómo se encadenaban estos pequeños pares adyacentes.
Goffman argumenta que esta aproximación reduce la comunicación a un sistema en el sentido cibernético, que se puede explicar cabalmente a partir de una simple lista de requerimientos y constreñimientos (1976, 14). Tal lista pretendería encontrar un conjunto de condiciones estructurales universales para la comunicación. Por ejemplo, ¿cómo saber si, efectivamente, une se está comunicando? La solución cibernética sería revisar si lo que dice B cuenta como respuesta ante lo que acaba de decir A; según el resultado, A tendrá diversas opciones para abrir el siguiente par adyacente.
Solo alguien optimista sobre la posibilidad de excluir cualquier factor cultural, escribe Goffman, podría subscribir a tal ideología cibernética de la comunicación. Para él, los factores culturales son los que convierten la comunicación en un juego abierto. No respondemos solo a lo que nos acaban de decir, sino a la situación como un todo (42); es en la respuesta, muchas veces, que construimos el significado de lo ya enunciado (45); la interacción ni siquiera necesita de las palabras, sino que puede llevarse a cabo a través de los gestos y la expresión corporal (38). “La plática cotidiana”, escribe, “no suele tener tanto ping-pong” (35). De hecho, su ensayo es un tipo de homenaje a la indeterminación y libertad que hay en la comunicación, lo que Goffman llama “el baile en la plática” (73). Cuando el baile está en su grado máximo de libertad, escribe -con estas palabras cierra el ensayo- “no hay caja” (“there is no box”) (74).
Permeando la aproximación que “maneja el habla como lo haría une ingeniere11 de comunicaciones” (14) está una ideología lingüística mucho más ampliamente difundida: la fe en un modelo sencillo y universal de la comunicación donde les individues comunican verdades objetivas de manera transparente12. Esta ideología subyace también en el interrogatorio, pero este evidencia sus puntos ciegos, su dependencia de condiciones particulares para asegurar la operabilidad del modelo. Como género, el interrogatorio busca encajonar la comunicación en la mayor medida posible, y lo hace justamente al redoblar los requerimientos y constreñimientos sistémicos de la secuencia pregunta-respuesta. Goffman prácticamente predice el resultado: la formalización de la interacción y la reducción drástica del papel que las personas pueden jugar en ella (15). Un género regido por tal ideología -la reducción del intercambio a una serie de preguntas y respuestas- busca convertir la interacción en la ejecución de un programa de computación.
El interrogatorio: primera ronda
05REM Pregunta-Respuesta
10INPUT “¿De dónde eres?”; A
20INPUT “¿Cuál es tu nombre?”; B
30 INPUT “¿Quiénes son tus papás?”; C
[…]13
***
Y ya pasamos, ¿no? Y en eso que me dice, dice,14
“¿De dónde eres?”.
Le digo,
“San Diego”.
Y luego, pues, no me creían, no me creían que era mía, decían que de quién era y que no sé qué. Y yo le digo, es, la o-,
“¿Cuál es tu nombre?”.
Le hago, le hago,
“Lu-, Lucía. Lucía Muñoz. Lu-”.
“¿Quiénes son tus papás?”.
“Ignacio Muñoz Herrera y Victoria Guzmán Salas”.
Este,
“¿Cuándo nacistes?”.
“El 12 de abril de 1990”.
Este, ¿y qué más me preguntó? Cuántos hermanos tienes, y ya dije cuántos hermanos tenía, y, y así pues. Me dice,
“¿Por qué no vives acá?”.
Y le, y ya le dije,
“No, pues, cuando mi papá murió, nosotros nos fuimos pa Tijuana y a mi mamá le quitaron sus papeles, y pues, vivim-, nos fuimos a vivir allá y la única que sabe inglés es mi hermana, pero, no está ahorita”.
Dice,
“¿Y qué es este señor tuyo?”.
“Mi padrino”.
“¿Cómo se llama?”.
“Poncho”.
[…]
Y luego dice,
“Okey”.
Y ya pues, no me creían, no me creían, y me mandaron a revisión.
El interrogatorio constó de tres rondas; la primera parece haber tenido lugar en el punto de revisión básica donde les oficiales reciben a la fila peatonal. No es insólito que un interrogatorio extendido se dé en este lugar, aunque en general sirve como un filtro, y, para cuestionamientos más profundos, las personas son pasadas al área de Revisión Secundaria.
En la primera ronda, cada respuesta desencadena una nueva pregunta que busca producir un nuevo dato: nombre, fecha de nacimiento, lugar de nacimiento, etcétera. El objetivo es la extracción de la información, y hacia esa meta las preguntas taladran con insistencia. La mayoría obtiene respuestas mínimas, idóneas para llenar las casillas de una base de datos. Al encajonar así las respuestas de Lucía, el interrogatorio la produce como lo que Gilles Deleuze llama une dividue (1992, 5). A pesar de que el interrogatorio es una tecnología antigua, su capacidad de reducir a le individue a una serie de datos le queda perfectamente a la frontera biométrica contemporánea, ya que la biometría consiste, como explica Louise Amoore, en “una serie de prácticas que dividen a le sujete en factores de riesgo calculables” (2006, 339; véase Amoore y Hall 2009). Es común que a la frontera se la conceptualice como una cernidora, que separa a quienes son aceptables para entrar a un país de quienes no lo son, pero con la biometría lo que se cierne no son precisamente personas enteras, sino personas “dividualizadas”. La narrativa de Lucía desarma ese proceso ante nuestra mirada, mientras les oficiales intentan desarmarla a ella para transformarla en una serie de factores de riesgo que puedan escudriñar.
Lucía reproduce esta parte del interrogatorio en discurso directo, hablando por turnos en la voz de les oficiales y en la suya de aquel momento (Volóshinov [1929] 2009); su voz narrativa juega un papel mínimo. Los verbos en tiempo presente (le digo, le hago, me dice) crean un efecto de inmediatez (Lee 1997), y enfocan la atención en el toma y daca de pregunta y respuesta. Lucía se vale de un tiempo verbal pasado solo para introducir una respuesta que rompe con el esquema informático -cuando da un resumen de su historia de vida- y al resumir el episodio. “No me creían” revela una dinámica subyacente a la función ostensible de recabar información. Con su ritmo implacable, las preguntas empujan al titubeo, a la falla que podría delatar una brecha entre Lucía y su documento: que podría delatarla como criminal, que fingía ser alguien que no era. Con el progreso del interrogatorio, esta dinámica subyacente -el ejercicio de la fuerza- se fue intensificando.
El interrogatorio: segunda ronda
La segunda ronda Lucía la narró brevemente, con su propia perspectiva a flor de piel.
Agarraron, y me dice,
“A ver, ¿ven?”.
Y agarró mi mochila, y me, me iban así como, con la mano en la [espalda]. ¡Como si fuera una delincuente, o sea! Así, ¿no? Y ya::, ya pues, caminé. Y ya, ya me hicieron varias preguntas a las, las mismas preguntas y que dijiera la verdad, y que dijiera la verdad, le digo,
“Pues son mis papeles, mis papeles”.
Y agarraron y esculcaron toda mi mochila, hasta mi cartera agarraron abrieron hasta el último papel sacaron y revisaron todo.
En ese entonces, Revisión Secundaria se ubicaba justo detrás de los puestos de revisión básica y constaba de un mostrador con una colección de sillas enfrente. Los interrogatorios se conducían ahí a modo de espectáculo, a plena vista de les que se iban acercando, documentos en mano, a los puestos de revisión básica. Lucía calculó que la tuvieron ahí “como una hora, dos horas máximo”. “En verdad, ahí me tuvieron”, dijo, subrayando el carácter obligatorio de su detención.
Si en el episodio anterior la voz narrativa fue escueta, aquí está en el centro. Labov usa el término evaluación para abundar en “los medios que usa la persona que narra para indicar el objetivo de la narrativa, su razón de ser, por qué se contó y a qué va” (1972, 366). Es la mano sobre la espalda de Lucía lo que provoca su expresión evaluativa más fuerte hasta este punto: exclama y apela directamente a que yo, su interlocutora, reconozca lo chocante del gesto. Se trata de lo que Labov llama evaluación externa, donde se para el curso de la narrativa para ahondar en el significado de lo sucedido (371-372). Por más ligero que haya sido, el contacto de la mano con su espalda es represivo, criminalizante en sí. Junto con la revisión minuciosa de sus pertenencias, la invasión física de su mochila y su cartera, este gesto marca un giro hacia lo corporal. A la vez, el papel de las preguntas se transforma. Lucía ya no necesita reproducirlas, pues su función ostensible, superficial, de recabar información ha quedado en entredicho.
El interrogatorio: tercera ronda
cout << “¿Cuál es tu nombre?”;
cin >> x;
do {
cout << “¿Cuál es tu nombre?”;
cin >> y;
}
while ( y = x );15
***
Me llevaron a un cuartito […] a mí y al señor, y al señor lo pusieron atrás de mí […] y al señor lo tenían así como esposado. Al señor. Me dice, me dice la muchacha dice, dice,
“¿Cuál es tu nombre?”.
Y yo le digo,
“Lucía Muñoz”.
“Nah-ah. No es tu nombre”.
“Sí es mi nombre”.
“No, que no es tu nombre”,
me decía. Le hace,
“Dime quién eres”.
Y yo le digo,
“Lucía Muñoz”.
Dice,
“No, no eres tú”.
Dice,
“Dime la verdad porque te puedo llevar a juicio”,
me decían. Y yo… y luego le hago pues. Le hago,
“¿Qué quieres que te diga?”,
le hago; dice, dice,
“Dime quién eres. ¿De quién son estos papeles?”.
Le digo,
“Son míos”.
Luego dice, dice,
“Dime porque si no te voy a llevar a juicio, que va, va, te voy a llevar, van a tener que venir tus papás, tus, amigos, tus, tus padrinos, tus tíos, tu no sé qué y no sé qué tanto”.
Le digo, le hago,
“Es mi nombre, es mi nombre”.
Y luego dice. Dice,
“No, no es tu nombre”.
Y le hago, le hago, le hago,
“Sabes qué, haz lo que quieras”,
le digo,
“aquí me voy a sentar, y y si tú me quieres creer, bueno, y si no, pues también”.
Y me senté y me paró otra vez. Y me dice,
“Dime cuál es tu nombre”.
Y ya, como que se enojó. Y pues yo ya también me sen-, me sentí mal porque pues o sea me estaban haciendo preguntas que ni al caso y que ya las había contestado, y ya contado, y me repetían […]. Haz de cuenta cómo me decían:
“¿Cómo te llamas?”.
“Lucía Muñoz”.
“¿Cómo te llamas?”.
“Lucía Muñoz”.
O sea, varias veces la pre-, la misma pregunta y yo decía, “Ahhh”. Hasta que le dije,
“Sabes qué, haz lo que quieras”,
le digo,
“si quieres llévame a juicio, aquí me voy a quedar”.
Ya me senté, y me volvió a parar. Me dice,
“¿Cuál es tu nombre?”.
Y ya le dije otra vez.
Hacerle repetidas veces la misma pregunta a une prisionere -que es lo que Lucía en efecto era- es una técnica de interrogación aprobada por Donald Rumsfeld, secretario de Defensa de Estados Unidos desde 2001 hasta 2006, en uno de los memorandos que provocaron un escándalo sobre el uso de la tortura en Guantánamo (Rumsfeld 2003). Que la pregunta no era pregunta en el sentido usual lo subraya su dimensión corporal: Lucía tenía que estar parada. Esta fue otra de las técnicas aprobadas por Rumsfeld (Human Rights Watch s. f.). Sin duda, son técnicas suaves en comparación con otras que estuvieron en la lista, y presumiblemente no fueron las que causaron el escándalo. Sin embargo, comparten la misma lógica. Forman parte de un repertorio de técnicas que tratan la interacción como oportunidad para crear presión.
Como tortura, la pregunta repetida sigue una lógica cibernética. Es un bucle, “una secuencia de instrucciones de código que se ejecuta repetidas veces, hasta que la condición asignada a dicho bucle deja de cumplirse” (Wikipedia 2023a). En el punto nuclear de este fragmento, Lucía usa el discurso libre directo, en el que una cita sucede a otra sin ninguna intervención de la voz narrativa, para tipificar la interacción y poner en evidencia su carácter de bucle: “‘¿Cómo te llamas?’. ‘Lucía Muñoz’. ‘¿Cómo te llamas?’. ‘Lucía Muñoz’”. Solo en un ambiente controlado la interacción ritualizada como tortura puede imponer de esta manera sus particulares “requerimientos del sistema”, para recordar a Goffman. La lista de técnicas de la Secretaría de Defensa es precisamente eso: una lista de constreñimientos en un sistema cerrado, paralela a la listita que Goffman ofrece a modo de parodia. Solo que aquí la visión ingenieril se impone por fuerza; el cuarto de interrogación está diseñado no solo para ignorar, sino para eliminar todo lo que no quepa en su modelo de comunicación. Es el despliegue de constreñimientos, muchos de ellos literales, físicos, que garantizan la operabilidad del par adyacente pregunta-respuesta como fórmula básica de la interacción.
En el caso de Lucía, su inquisidora solo se aparta de las preguntas para negar lo que dice o para amenazarla: “Te puedo llevar a juicio”. Con la negación, cancela la respuesta de Lucía y señala que se repetirá el bucle. Con la amenaza, hace uso de la palabra para imponer un constreñimiento más. Así, la pregunta se revela, en realidad, como una directiva: “Dime quién eres”. Cada repetición de la pregunta enmarca la respuesta anterior no solo como falsa, sino como acto de desobediencia.
Cada pregunta requiere una respuesta, pero donde no se le cree a le prisionere, la respuesta nunca basta16. Si la aproximación cibernética a la comunicación fomenta su formalización, como señaló Goffman, el interrogatorio guiado por las técnicas de Rumsfeld lleva esa formalización a un extremo. La interacción se convierte en un bucle que se repite al infinito. Si la nueva entrada de datos (la respuesta de Lucía) es igual a la anterior, el sistema automáticamente genera la misma pregunta. Una vez que la máquina está en movimiento, no hay ningún control interno que rompa el ciclo. Es decir, el sistema no tiene cómo manejar la posibilidad de que la respuesta original sea verdadera.
Un problema general de la tortura es que está diseñada para producir la verdad solo con base en una suposición de falsedad. Como resultado, lo único que produce de manera consistente es a le sujete de la tortura como mentirose, ya sea porque no se le cree mientras diga la verdad o porque termina contando una mentira para parar el proceso. La estructura cibernética de la tortura ayuda a entender que su objetivo no es tanto llegar a la verdad como crear la verdad deseada. Este desdén por la verdad lleva la huella del soberano, de su arbitrariedad y misterio, de su desapego absoluto respecto a las cosas de este mundo: su autonomía hasta de los hechos. Produce sus verdades en un cuarto cerrado, aparte de la ley, para introducirlas en el aparato judicial solo después. Ese cuarto cerrado es un espacio de excepción literal, la caja a la que se refería Goffman.
La pregunta en este contexto no es simplemente una orden de contestar, sino una orden de producir la verdad ficcional del Estado17. Es lo que el interrogatorio como programa de computación está diseñado para producir. Y si le sujete no entiende eso y persiste en contestar la pregunta, la máquina se queda trabada. No hay salida al bucle18.
Manejar la excepción
deus ex machina <span id=“deus ex machina” style=“cursor:pointer”><a>cicatriz</a></span>
$(“#deus ex machina”).click(function() {
$(“#oficial mexicano-americano”).toggle();
if ($(“#oficial mexicano-americano”).is(‘:visible’)) {
$(“#muestra cicatriz”).html(“<a><b>cicatriz</b></a>”);
}else
{
$(“#muestra cicatriz”).html(“<a>0</a>”);
}
});19
***
Hasta que llegó un un un muchacho y me dice. Dice, dice, y luego que dice.
“¿Cómo te llamas?”.
“Lucía Muñoz”.
Es, es,
“¿Cómo se llaman tus padres?”.
Y ya le dije el nombre de mis papás. Y,
“¿Cuántos hermanos tienes?”.
Y ya. Y dice,
“Okey”,
dice.
“¿Sabes qué?”,
dice. Dice,
“Enséñame tu brazo”.
Y le hace,
“Yo voy a saber si es verdad lo que estás diciendo, por tu vacuna”.
Y yo,
“Okey”.
Y, y ya, le enseñé mi vacuna y luego, ya dice,
“Okey”,
dice.
“Puedes pasar”.
En la programación, una excepción es una anomalía que puede interrumpir la ejecución del programa; une buene programadore debe anticiparse a las excepciones e incorporar formas de manejarlas. Puede hacerlo, por ejemplo, incrustando un miniprograma dentro del programa principal, que bajo condiciones particulares pueda anular (override) el código principal: más o menos como este oficial está incrustado dentro de Aduanas y Protección Fronteriza. Pero si le programadore tiene que especificar las condiciones para que se active la anulación, el oficial parece llegar por accidente. Era mexicanoamericano, dijo Lucía, le primere oficial cuyo español se entendía bien. Lo que buscaba era la cicatriz de la vacuna contra la tuberculosis, una vacuna obligatoria en México, pero poco común en Estados Unidos. El oficial dijo que la cicatriz comprobaba que Lucía estaba diciendo la verdad, porque él era de Tijuana y tenía la misma cicatriz. Lucía fue puesta en libertad. Cruzó la frontera20.
Como un deus ex machina, el oficial usa la cicatriz para anular el bucle en el que Lucía estaba atrapada. Para que funcione como “prueba”, sin embargo, la incorpora en un silogismo altamente equívoco. Podría resumirse así: tú y yo nos parecemos no por nuestra identidad etnorracial, sino por la cicatriz que ambes llevamos y que sí nos conecta con México. Sin embargo, yo soy ciudadano y, por lo tanto, tú también. Lucía nació en Estados Unidos y el oficial en México, pero el oficial ignora esa diferencia, que en términos legales es clave para reclamar la ciudadanía de ambes.
El secreto a voces en la frontera es que la blancura importa, que la ciudadanía es asunto del cuerpo, que tiene en su raíz la raza. La cicatriz emerge de este secreto, lo reconoce, pero se zafa de él: sustituye la estampa de un régimen nacional biomédico por los signos corporales de la identidad racial. Le da al Estado la prueba corporal que desea, a la vez que discretamente saca la raza de la ecuación21. A final de cuentas, el oficial moviliza su propio cuerpo racializado como la prueba contundente para desconectar la ciudadanía de la identidad etnorracial.
La (no-)ciudadanía
A primera vista, el interrogatorio dio por resultado la ciudadanía de Lucía como verdad corporal. Pero a la larga, ahuecó su ciudadanía de manera permanente. Es indecidible si la cicatriz significa que pasó la prueba o si encarna su fracaso. En cualquier caso, el silogismo aparece como un pretexto y no resuelve nada. Repite la falta de sentido de todo el interrogatorio: “¿Cuál es tu nombre?”. “Lucía Muñoz”. “¿Cuál es tu nombre?”. “Lucía Muñoz”. Al oír la historia, me sentí confundida, y señalé que tendría la cicatriz igual si hubiera nacido en México. “Traería la vacuna, ajá”, me contestó Lucía. “Es ahí lo que yo no entiendo […]. Se la enseñé y dice, dice, ‘okey’, dice. ‘Sí se te ve’, dice, y ya. Fue todo lo que me dijo”22.
Si el oficial maneja la excepción que Lucía representa, es porque él mismo es una figura de la excepción en el sentido político: una figura ambigua y oscura, en el límite de la ley y del sentido, criatura impredecible de la fuerza soberana que define la frontera. Frente a una emergencia, una entrada de datos que no se conforma al formato establecido, códigos y leyes tienen que implementar una excepción a sus reglas, a su lógica interna. Si “la información es el cercamiento del significado” (Kockelman 2013), el significado que no se deja cercar desborda el programa. La frontera fundada en las excepciones legales tiene que tratar a las personas que no se conforman a sus expectativas como lo haría une ingeniere de comunicaciones: como excepciones que hay que “manejar”. En el caso de Lucía, logró cruzar. En otros casos, en los que la violencia soberana se muestra de la manera más cruda, este “manejo” puede derivar en la muerte (Yeh 2023).
Lucía se hace visible al Estado en su cuerpo, pero, al final del interrogatorio, nada queda claro. No hay ningún cambio para ella; no es ningún rito de paso o de reincorporación al país donde nació. La próxima vez que cruce tendrá que contar su historia de nuevo, y de hecho cruzará así durante años: con su pura acta, apoyada solo por el suplemento de la narrativa: “Cuando mi papá murió…”. Entrar a Estados Unidos no confirma la pertenencia; al contrario, reafirma su marginalidad. Cada vez que pasa por el pasillo donde está el cuarto de interrogación, dice, “los nervios me ganan”, y tan solo con la idea de que la podrían mandar ahí de vuelta siente que tiene que orinar.
Lejos de producir la verdad, lo que el interrogatorio produce es una (no-)ciudadanía racializada que se constituye en las inconsistencias y ambigüedades del mismo ritual: una ciudadanía envenenada, que obra sobre Lucía como pharmakon23. El acto de pasar por la frontera solo repite el impase en el que terminó el interrogatorio, y reinscribe así la (no-)ciudadanía de todo el grupo etnorracial al cual Lucía pertenece. De manera similar, Laurence Ralph (2020) demuestra cómo la tortura policíaca en Chicago criminaliza a las personas afroamericanas en general, pues la tortura depende de, y re-inscribe, una presunción de culpabilidad que no es individual, sino racial. En la frontera, tanto como en Chicago, la (no-)ciudadanía racializada se constituye menos en la disminución de los derechos que, de manera más fundamental, en la probabilidad de exposición a la violencia soberana, característicamente desmedida, ilógica y arbitraria.
El reconocimiento que Lucía obtiene y no obtiene al final de su interrogatorio no es un don que da el Estado; más bien, la ciudadanía se revela aquí como un don falso (Derrida 1995)24. Si Lucía aprende algo, es una lección sobre el sinsentido y la indeterminación. Aprende que su persona puede emitir signos inesperados e incontrolables, que se pueden leer de mil maneras. Las prácticas interpretativas del Estado convierten su cuerpo y sus palabras en un jeroglífico. Crean invisibilidad; crean algo que se resiste a la interpretación. En este ritual cibernético, el Estado se revela no como garante de derechos, sino como un soberano ciego y voluble. Esta soberanía se da en el interrogatorio mismo, en su estructura ritual, en el sinsentido tanto de las preguntas repetidas como de su desenlace, y en la fuerza física y psicológica que encaja las respuestas de Lucía y que revela al interrogatorio como un género de tortura. Al dividirla, el Estado no la ve. Es desde esa invisibilidad que Lucía empieza a recomponerse con su narrativa.
Desaparecer
Cuando Lucía me contó sobre aquel día, no empezó como yo lo hice aquí, con las circunstancias de su cruce. Empezó mucho más atrás, con un día en que “se la pinteó”: no se presentó a la escuela. Con todo detalle, explicó cómo su mamá la había metido en una escuela que quedaba cerca de la escuela a donde iba su hermana menor, cómo tenía que dejar a su hermana antes de salir corriendo para llegar a clase, y que todo esto se debía a que su mamá no tenía tanto dinero como para llevarlas ella misma. Ese día, que no iba su hermana, le dio flojera llegar y decidió usar el dinero de su pasaje para comprar unas papitas. Se fue a un parque para pasar el rato y, como había una cancha, decidió hacer unas vueltas con “una viejita” que estaba trotando ahí. Cuando terminó, su mochila ya no estaba donde la había dejado. La habían robado. A su mamá le inventó una historia de identidades sustituidas, contándole que otro estudiante se había llevado su mochila por error. No la creyó.
Días después, Lucía llevó su acta de nacimiento -el original- a la escuela para sacarle copias. Camino a la escuela, sin embargo, algo sucedió:
Iba cruzando la calle cuando, pasó un carro, así cerquitas cerquitas cerquitas de mí. Pero cerquititas llegó. Y hasta sentí, sentí así, y me jalaron el brazo. Como que me querían subir al carro.
Afortunadamente, cuando gritó, salió un hombre de un taller mecánico y el carro arrancó sin ella25.
Ese día andaba tan perturbada en la escuela que se le olvidó que traía su acta. Por haber perdido la mochila, cargaba solo con su cuaderno, y era adentro del cuaderno que tenía su acta. Pero como era solo un cuaderno, se le hizo fácil encargarlo con una amiga: “Mañana […] que venga me lo das”. Al otro día, sin embargo, no volvió. Era casi fin de año, y su mamá decidió que, con el intento de secuestro, era más prudente que se quedara en casa. Cuando volvió a clases el siguiente año, a la amiga la habían cambiado de escuela.
En esta narrativa, pérdidas, robos, desapariciones y no comparecencias se entrecruzan y se confunden: la mochila y el acta, la ausencia de Lucía en la escuela y su casi-secuestro. Este último es sin duda la amenaza de desaparición más contundente. De haber sido raptada, ya no hubiera comparecido en ningún lado. Se hubiera perdido para siempre. Más de un año después, todavía le cuesta articular esta idea:
Me, me quedé todavía pensando, pensando de que me, pues sí me dio un buen susto el muchacho pues, él me jaló. Y, y ya, llegué a la casa y todavía, y yo llorando porque no podía, o sea, no podía creer que me, como quien dice me iban a robar.
Lucía no fue desaparecida ese día, pero su acta sí. Lucía, su mochila y su acta se confunden; es toda la serie de robos y desapariciones la que informa el interrogatorio. Esa no fue la primera vez en la que su persona y su documento se separaban, y en la que esa separación marcaba una amenaza existencial. En el interrogatorio, el cuestionamiento de la autenticidad del acta se convierte en el cuestionamiento a ella, a su propia presencia ahí en calidad de sí misma: “No eres tú”. El interrogatorio sella la homología entre ella y su acta, ambas efímeras, cuestionadas, atrapadas en la imposibilidad de comparecer. Al cibernetizar la comunicación, al convertirla en un método de tortura, el interrogatorio no solo reduce el rol de Lucía en la comunicación, como sugería Goffman; amenaza con borrar su persona. La primera vez que le preguntan su nombre, amenaza también con no aparecer: “Lu-, Lucía. Lucía Muñoz. Lu-”. No importa cuántas veces conteste, nunca logra aparecer frente al Estado. Aun cuando termina el ritual del interrogatorio, se le niega la comparecencia, por la forma extraña en que el oficial anula el proceso.
Acusada de no ser ella, de mentir, de hacer sustituciones, Lucía tartamudea su nombre. En el análisis que Jane Hill (1995) hace de una narrativa náhuatl, son las palabras en español asociadas con la economía capitalista las que don Gabriel tartamudea, y la disfluencia marca una distancia moral. En el relato de Lucía, el tartamudeo tampoco es casual. Marca la interrupción de le sujete que el Estado soberano provoca. Al partirla en una colección de datos, el interrogatorio no busca recomponer esos datos en el retrato de una persona reconocible como “Lucía Muñoz”. Al contrario, es la incoherencia de los datos lo que el Estado busca. A la larga, a Lucía la descompone.
El tartamudeo no es la única interrupción, al estilo de los actos fallidos de Sigmund Freud ([1916-1917] 2001), que marca la narrativa de Lucía. A lo largo de la entrevista, hubo una pregunta recurrente, casi tanto como la de les oficiales que le preguntaban por su nombre. Era Lucía preguntándose a sí misma, o a mí, o a nadie en particular, por alguna palabra que no recordaba: “¿Cómo se llama?”. La mayoría de las palabras que se rehusaban a comparecer estaban asociadas con puntos particularmente sensibles de la narración. Una fue taxi, cuando quiso explicar que el transporte la dejaba a cierta distancia de la escuela y que por esto tenía que atravesar a pie el tramo donde sucedió el intento de secuestro26. Otra, que nunca se concretó en una palabra específica, se refería a algo que ella empezó a hacer y que llevó a que su familia la metiera a un internado. Mediante tales detalles, la narrativa misma construye algo más allá de ella que interrumpe y se hace presente en el habla, pero sin revelarse por completo.
Entre estas palabras desaparecidas, que se rehusaban a comparecer en el relato, hubo una principal, la que más dificultades le dio y con la cual Lucía se tropezó repetidas veces. Era la palabra acta. “¿Cómo se llama?”, repetía, casi como un tic, a toda velocidad y en un tono agudísimo. La palabra se le olvida, así como después de haberse salvado del secuestro, dice, “nunca me acordé de mi acta”. Cada vez que repite la pregunta, llama la palabra a que comparezca. Pero, aunque Lucía se acuerde enseguida, la comparecencia de la palabra no es capaz de suprimir la pregunta, que retorna. Asimismo Lucía, que no logra aparecer plenamente, no importa cuántas veces comparezca, conteste, rinda cuentas de sí. Fue en este nivel que nuestra entrevista, a pesar de las risas y el tono leve que predominó, repitió en sí el trauma que la narrativa concatena27.
Excepción y narrativa
Mark Salter (2008) escribe que las garitas internacionales son espacios de excepción legal hasta para les sujetes más privilegiades: en la garita, todes pierden su calidad de sujetes portadores de derechos. Todes están sujetes al registro de sus personas y la incautación de sus bienes, ambos procedimientos inconstitucionales en Estados Unidos. Aquí, el privilegio no es asunto de gozar de garantías, sino de que se minimice la probabilidad de vejación. A esto me refiero cuando digo que hay que pensar la gobernanza a partir de las vulnerabilidades diferenciadas y no a partir de las ciudadanías diferenciadas, en un contexto donde, tanto en México como en Estados Unidos, las excepciones de facto y de jure juegan un papel cada vez mayor en el ordenamiento de la sociedad. El interrogatorio al que Lucía fue sometida no es más que la versión desdoblada del miniinterrogatorio que está en el corazón de todos los cruces fronterizos por la garita. Desde este punto de vista, todes somos (no-)ciudadanes. Esta idea es consistente con la cuestión de la (no-)ciudadanía en México, que también se constituye cada vez más a partir de los espacios de excepción tanto del Estado militarizado como de la “soberanía negativa” (Lomnitz 2022) del crimen organizado. En la narrativa de Lucía, el interrogatorio no tiene ninguna primacía en la instalación de la inconsistencia, la ausencia y la no-identidad en su ser. Sus interrupciones e impases no son otra cosa que la repetición de una violencia mucho más temible que ya había experimentado en México.
La narrativa de Lucía revela una telaraña de excepciones que se complementan en un nivel político-económico (por la continuidad entre su marginación en ambos países) y, a la vez, convergen en la constitución narrativa de su subjetividad. Su narrativa la fusiona con su acta y su mochila como figuras de ella misma en riesgo de ser robadas, olvidadas, desaparecidas o simplemente de desaparecer. Y, sin embargo, al juntar estas figuras de trauma y ausencia, Lucía hace algo más: se teje de nuevo no como dividue, sino como une sujete heche precisamente de huecos, de interrupciones e impases. Une sujete llene de agujeros, que ante el Estado es en sí una ausencia, una excepción que el programa del Estado no logra capturar. Al articular la complejidad de su (no-)ciudadanía, Lucía se escapa de ella. Es más, la pone a trabajar para ella, cada vez de nuevo, en la práctica, cuando presenta su historia de vida a les oficiales y así logra pasar por la frontera.