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Revista Colombiana de Antropología

versión impresa ISSN 0486-6525versión On-line ISSN 2539-472X

Rev. colomb. antropol. vol.61 no.2 Bogotá mayo/ago. 2025  Epub 01-Mayo-2025

https://doi.org/10.22380/2539472x.2954 

Artículo

Plantas y humanos en la plaza Samper Mendoza de Bogotá: sobre la reflexividad del conocimiento como contacto

Plants and Humans in the Plaza Samper Mendoza, Bogotá: On Knowledge Reflexivity as Contact

Plantas e humanos na praça Samper Mendoza de Bogotá: sobre a reflexividade do conhecimento como contacto

María Camila Méndez Parraa 
http://orcid.org/0000-0003-1389-6005

aUniversidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia. mamendezpa@unal.edu.co. https://orcid.org/0000-0003-1389-6005


Resumen

La plaza Samper Mendoza de Bogotá es un mercado dedicado exclusivamente al comercio de yerbas. Allí se congregan, además de las yerbas, los humanos que las cultivan, las recolectan, las compran y preparan infusiones y remedios con ellas. Al estudiar un repertorio amplio de relaciones entre ambos, este artículo cuestiona la dicotomía moderna entre sujetos y objetos del conocimiento, de acuerdo con la cual las plantas son siempre -y exclusivamente- los segundos. En contravía, argumento que los encuentros afectivos son un asunto del conocimiento como contacto. Mediante una etnografía en la que sigo las relaciones por las que se producen cuerpos humanos-plantas, sitúo el propio conocimiento etnográfico como parte de los encuentros que entrelazan a aquellos y a estas en la plaza, en un devenir conjunto que elabora la reflexividad del conocimiento como un problema de situación.

Palabras clave: contacto; plantas; encuentro; cuerpo; reflexividad del conocimiento; afecto

Abstract

The Plaza Samper Mendoza in Bogotá is a market devoted exclusively to the trade of medicinal and ritual plants. In the Plaza, not only do the plants gather, but also the people who cultivate, collect, buy them, and prepare infusions and remedies with them. By studying the wide repertoire of relationships between plants and humans, this article challenges the modern dichotomy between plants and humans, this article challenges the modern dichotomy between subjects and objects of knowledge, according to which plants are always-and exclusively-the latter. In contrast, I argue that affective encounters are a matter of knowledge as contact. My argument unfolds through an ethnography that follows the practices by which human-plant bodies are produced. This way of doing ethnography allows me to situate knowledge itself as part of the encounters that intertwine humans and plants in the Plaza, in a joint becoming that frames the reflexivity of knowledge as a situational problem.

Keywords: contact; plants; encounter; body; knowledge reflexivity; affect

Resumo

A praça Samper Mendoza, em Bogotá, é um mercado dedicado exclusivamente ao comércio de plantas. Lá reúnem-se as plantas e os humanos que as cultivam, as coletam, as compram e preparam infusões e remédios com elas. Ao estudar um amplo repertório de relações entre ambos, este artigo questiona a dicotomia moderna entre sujeitos e objetos de conhecimento, segundo a qual as plantas são sempre - e exclusivamente - os últimos. Na contramão disso, argumento que os encontros afetivos são um assunto de conhecimento como contato. Por meio de uma etnografia que acompanha as relações pelas quais os corpos humanos-plantas são produzidos, o próprio conhecimento etnográfico é situado como parte dos encontros que entrelaçam àqueles e a estas na praça, em um desenvolvimento conjunto que elabora a reflexividade do conhecimento como um problema de situação.

Palavras-chave: contato; plantas; encontro; corpo; reflexividade do conhecimento; afeto

Introducción

En el año 2021 conocí la plaza Samper Mendoza de Bogotá. Se trata de un mercado que despierta curiosidad entre los bogotanos y los visitantes de la ciudad porque se dedica exclusivamente al comercio de plantas que se venden mayoritariamente como yerbas (hojas con raíces o sin raíces separadas de un árbol o arbusto, o del suelo), plántulas, bejucos y semillas. Todos los lunes y los jueves, personas provenientes de distintos municipios de Colombia, cercanos y distantes de la ciudad, despliegan sus puestos de venta de yerbas en ese lugar, localizado en el barrio homónimo. El mercado transcurre en la noche, una particularidad que algunos atribuyen a la necesidad de mantener la frescura de las plantas gracias a las bajas temperaturas de esas horas capitalinas. En la plaza se congregan, además de las yerbas, los humanos que las cultivan, las recolectan, las compran, las venden y las cargan en carretillas; que preparan infusiones y remedios, hacen brujerías o “trabajos”, y baños de limpieza, atracción y bienestar con ellas.

En este texto quiero abordar una serie de relaciones que cuestionan la univocidad de las plantas en cuanto objetos del conocimiento de los humanos que las venden o que las estudian, porque nos instan a desestabilizar la dicotomía moderna entre sujetos y objetos del conocimiento, en la que las plantas son siempre -y exclusivamente- los segundos. Esto implica no solamente preguntarse por las plantas, sino por lo humano de esas relaciones. Para ello, es necesario situarse en el espacio del exceso, desde donde se puede preguntar por la posibilidad de sentir aquello que (des)aparece más allá de los límites entre lo que convencionalmente entendemos como “la naturaleza” y “lo social” (Cadena 2015, 15).

Con la intención de caminar en esa dirección, el objetivo de este texto es seguir las prácticas por las que las plantas y los humanos se vinculan en formas de ser en encuentro (Wilson 2016). Esto es posible porque la plaza es un espacio capaz de articular procesos de afectación mutua que los unen en un devenir humano-planta. Inspirada en un diálogo entre la geografía de los encuentros -que está interesada en los límites de las identidades y en las relaciones entre humanos y no humanos (Cockayne et al. 2019; Wilson 2016)-, los estudios de ciencia y tecnología, las epistemologías feministas y la etnografía, propongo que las prácticas por las que se encuentran los humanos y las plantas de la plaza son prácticas de contacto (Puig de la Bellacasa 2017). Se trata de una alternativa al conocimiento moderno, del que participa la geografía como disciplina, y, por lo mismo, suscita cuestionamientos sobre la reflexividad de la práctica geográfica.

Este texto participa en las indagaciones del poshumanismo y de lo más-que-humano que en años recientes han empezado a reconfigurar la geografía (Head y Atchison 2009; Head et al. 2014; Lorimer y Hodgetts 2024), después de varias décadas en las que los problemas sobre las relaciones entre los humanos y las plantas estuvieron relegados. Estas preocupaciones están en sintonía con las de autoras como Lawrence (2022), que se refieren a la emergencia de una geografía vegetal que, a su vez, estaría contribuyendo a un campo interdisciplinar denominado por ella estudios críticos de las plantas, en el que participan las humanidades ambientales, las ciencias de las plantas, el arte, la estética, la filosofía y la ética. Entre los trabajos geográficos que han contribuido al abordaje de las plantas, resaltan las investigaciones interesadas en su participación en redes de mercancías globalizadas gracias a su transformación en comida (Zimmerer 2003), en los monocultivos y, recientemente, en las plantaciones entendidas como políticas vegetales del paisaje (Barua 2022). La agricultura (Lawrence 2022) y los jardines urbanos (Pitt 2014), por su parte, han sido escenarios para investigar acerca del cuidado y afecto entre humanos y plantas. A su vez, las investigaciones sobre plantas invasoras -que se salen del control de los humanos (Atchison y Head 2013; Lawrence 2022)- han permitido formular preguntas en torno a su agencia.

En Colombia son muy incipientes las investigaciones de la geografía y de las ciencias sociales que se ocupan de las plantas a partir de las apuestas teóricas del poshumanismo y las relaciones más-que-humanas. De hecho, la misma plaza Samper Mendoza ha sido objeto de indagación de diversas disciplinas interesadas en las relaciones con las plantas, pero estas se han enfocado en las áreas de la etnobotánica (Díaz Mercán 2003; Husain-Talero 2018; Pabón et al. 2017; Toloza Quintero y González Sánchez 2018; Torres Morales et al. 2021), del análisis de las cadenas de valor de las yerbas medicinales o aromáticas (Pérez González 2015; Vanegas Forero y Mateus Pérez 2015), y de la sociología de las religiones, que pone el énfasis en sus usos mágicos y esotéricos (Jiménez y Rivera 2019). Otras más bien se han preocupado por entender el espacio de la plaza y lo han hecho desde el punto de vista de la arquitectura (Rodríguez Martínez 2018), para elaborar un relato urbanístico, o desde una perspectiva que ha resaltado la importancia de las plazas de mercado para la defensa de lo campesino y del patrimonio en la formación de la ciudad (Medina et al. 2014). Algunos estudios llaman la atención porque, con base en el diseño y el arte, han reseñado la plaza como un lugar de creación no hegemónico (Barrera Jurado y Kuklinski Sicard 2018) y como un territorio otro que disputa un orden oficial (Duque Jamaica 2019). El presente texto encuentra cierta afinidad de propósitos con estos últimos trabajos al explorar las relaciones de contacto entre humanos y plantas como espacios de encuentro posibilitados por la plaza.

Mi argumento se despliega a lo largo de una etnografía en la que, como ya fue mencionado, sigo las prácticas que entrelazan a humanos y plantas. La etnografía fue realizada entre noviembre del 2022 y julio del 2023, en el marco de un proyecto de maestría con el que decidí prolongar mi encuentro con la plaza, iniciado en el año 2021, mientras trabajaba en otra investigación con el Instituto Humboldt1. Este texto dialoga con las etnografías multiespecies (Kirksey et al. 2014), que abordan discusiones sobre cómo la naturaleza humana está embebida en relaciones interespecies y que, por ello, nos obligan a ampliar la comunidad de seres a los que podemos seguir etnográficamente. Esta clase de trabajos se preguntan cómo hablar con otras especies sin que ese diálogo se convierta en una forma más de tomar la vocería por ellas. Aunque la etnografía que propongo se inspira en estas discusiones, también me interesa elaborar una propuesta que se distancie de su denominación como multiespecie para señalar que no se trata de poner el foco en una relación diádica entre humanos y plantas, pues esto supondría rehacerlos como individualidades independientes y previas al encuentro. Me interesa, más bien, enfatizar en los espacios de entrelazamiento y de movimiento (Barua 2022, 3) provocados por la afectación mutua.

Con esta intención, realizo una etnografía de las prácticas y de los afectos inspirada en los desarrollos de Annemarie Mol (2021), que propone seguir etnográficamente las prácticas porque estas pueden ayudarnos a salir de la dicotomía entre el sujeto que conoce y los objetos que son conocidos, y, así, extender la actividad del conocimiento a otros que no son humanos, en este caso, las plantas. Para ello, mi participación en las noches de mercado de los lunes y jueves estuvo guiada por mi definición como etnógrafa-sensor (Myers 2018). Es decir, por el objetivo de expandir mi propio sensorio con el fin de sintonizarme con otras sensibilidades, como las de las plantas y los humanos que trabajan con ellas.

En la primera parte del artículo, sitúo la plaza Samper Mendoza en la trayectoria histórica del mercado de yerbas de Bogotá. En la segunda, analizo la mirada háptica y el intencionar como prácticas de contacto, establecidas por vínculos afectivos entre vendedores, clientes y plantas, en las que se producen cuerpos más-que-humanos. En la tercera, elaboro una comparación con las prácticas de la colecta y la identificación de especies botánicas a través del encuentro de un biólogo botánico con el tilo del mercado. En la parte final, discuto cómo los encuentros por contacto de la plaza, al suscitar interrogantes sobre la reflexividad del conocimiento, nos instan a reelaborar las preguntas que puede hacer la geografía sobre las relaciones humanos-plantas.

La plaza

El mercado de yerbas albergado ahora por la plaza Samper Mendoza tiene una trayectoria que se remonta a la primera mitad del siglo XX, cuando formaba parte de los mercados campesinos que fueron ubicados en lugares de la ciudad como la plaza España. Estos espacios comerciales y la gente que trabajaba en ellos sufrieron la persecución acometida a partir del modelo higienista, puesto en marcha por esas décadas (Duque Jamaica 2019; Medina et al. 2014). Eran considerados sucios e inadecuados para el tipo de ciudad moderna que empezaba a constituirse, lo que empujó a quienes se dedicaban a la venta de plantas a buscar en la itinerancia un refugio que garantizara su permanencia (Duque Jamaica 2019; Medina et al. 2014). Desde entonces, el mercado de las yerbas transitó por varios recintos de la ciudad, como las plazas de Corabastos, Las Flores y Paloquemao. Cada nuevo movimiento era motivado por la expulsión de los comerciantes de estos lugares, lo que finalmente provocó que desplegaran sus actividades en espacios públicos como la calle 19 y la Carrilera, una zona ubicada alrededor de la calle 22 con carrera 27. El último traslado que tuvo el mercado fue hacia el recinto que hoy se conoce como plaza Samper Mendoza, a finales de la década de 1980.

La existencia del mercado de yerbas en las instalaciones de esta plaza se caracteriza por la persistencia de la itinerancia de la mayoría de los vendedores y de sus actividades debida al constante movimiento del lugar. Un ejemplo son los tránsitos de las jornadas de los lunes y jueves, que reciben en las noches a los cultivadores, recolectores y vendedores que llegan desde Bogotá, Cundinamarca, Tolima y otros departamentos del país, y que a la mañana del día siguiente los despiden, pues deben devolverse a sus lugares de proveniencia.

Los hombres y mujeres que ofrecen sus plantas en el mercado son, en su mayoría, las mismas personas encargadas de cultivarlas o recolectarlas, cuando se trata de yerbas silvestres o de monte -como también son conocidas por ellas-, y de transportarlas y venderlas, una vez que llegan a Bogotá. Gracias a las largas experiencias que han forjado en todos estos oficios, las y los vendedores de la plaza son también conocedores de las bondades de las plantas para el tratamiento de diferentes afecciones.

Las relaciones entre las plantas y los humanos están situadas también en las trayectorias que los han vinculado a lo largo del tiempo. Estas trayectorias tienen un lugar dentro de la plaza, que está organizada de acuerdo con la producción de clasificaciones -frecuentemente disputadas, reevaluadas y yuxtapuestas unas con otras- en las que las yerbas pueden ser calentanas o de clima frío o templado, o estar asociadas a un lugar de proveniencia o a los tipos de usos: esotéricos, aromáticos o gastronómicos. A su vez, los comerciantes que trabajan con las plantas son acogidos por las clasificaciones a las que estas pertenecen y que se expresan en su disposición en la plaza. Las plantas también producen relaciones espaciales particulares determinadas por la manera en que son expuestas para su venta, o por cómo son conservadas o escondidas (cuando se trata de yerbas reservadas para pedidos de clientes específicos).

Pese a la reconocida itinerancia de los vendedores de yerbas y a los cambios que ello implica, la disposición de sus puestos en el mercado tiene cierta sistematicidad: muchos han ocupado el mismo lugar de venta durante décadas. Su organización responde a unos procedimientos que empiezan a las seis de la tarde, con la llegada de camiones de proveedores o carros particulares que traen la carga. En seguida, las yerbas, que han sido empacadas en costales, son colocadas sobre vehículos de dos ruedas hechos de madera, conocidos como carretillas, que son empujados por la fuerza de los coteros o carretilleros hasta los lugares que ocupa cada comerciante. A continuación, se despliegan las plantas por atados sobre unas estructuras metálicas llamadas estibas, a pocos centímetros del piso. Es en estos puestos de venta y en los locales de los costados en donde suceden los encuentros de los que se ocupa este texto.

Entrar en contacto

A veces paso por el puesto de Mónica Quimbayo, una mujer de unos cuarenta años, y la encuentro reclamando a los clientes curiosos que no toquen sus plantas, porque las vuelven negras. Una noche me dijo que las yerbas podían transferir envidias de las manos que las tocan y que por eso compra su mercado evitando manipularlas. Después, me dejó acompañarla a comprar. Mientras seguía sus pasos apresurados por los pasillos de la plaza, ella dirigía su mirada a las plantas de los colegas desplegadas sobre las estibas que estaban en el piso. Entonces señalaba la que le interesaba y pedía la cantidad que necesitaba, a veces negociando el precio. De vuelta en su puesto, mientras arreglábamos la cola de caballo que recién había comprado y que yo le había ayudado a cargar con dificultad, sorprendida por su peso, me dijo que no es ella quien selecciona las plantas, sino estas las que la van guiando para ser escogidas y dispuestas en los atados que prepara para sus clientes:

Uno se enamora de las plantas: ellas se reflejan en una. Hay que concentrarse en las plantas, ellas le hablan. A la ruda dejé de ponerle cuidado porque me hacía doler la cabeza y, desde eso, mi relación con ella cambió. (Diario de campo)

A pesar de su juventud, Mónica tiene una amplia trayectoria como vendedora en la plaza. Llegó desde Coyaima, Tolima, hace más de una década y empezó a trabajar en la Samper vendiendo bebidas calientes en las frías jornadas del mercado. Conoció el lugar por su padrastro y otros familiares, pues ellos también se dedican al comercio de plantas y frutas como el marañón. Su vida allí cambió cuando entró en contacto con Ana Melania Pechené, la dueña ya fallecida del local en el que actualmente atiende a sus clientes. Pechené, recordada en la plaza por ser la única mujer afro del mercado, la inició en los secretos de las yerbas con el mismo rigor y severidad con el que ella trata de enseñar ahora a quienes nos acercamos para aprender de las plantas.

Cuando murió Ana Melania, sus hijos le encargaron el local de su madre a Mónica, que desde hace años es bien conocida entre sus clientes y colegas como una mujer poderosa por sus habilidades para tratar dolencias con la ayuda de las plantas. En ese local, ubicado cerca de la entrada principal de la plaza, recibe a personas que le preguntan por yerbas de todo tipo, cuyos nombres lleva anotados en listas de papel o de WhatsApp. Otros le piden consejos para tratar enfermedades específicas y, a cambio, reciben una receta: “Tome espino blanco, que contribuye a mejorar la circulación de la sangre. Tómelo en una infusión por noventa días. Después, mándese a sacar un examen con el médico y continúe con otros noventa días, hasta completar ciento ochenta”. O: “Para los pulmones, cocine y tome pulmonaria en un vaso de agua o en leche en el transcurso del día […]. Haga un amuleto con pionía, raíz de mandrágora y vencedora” (diario de campo).

Aunque Mónica es conocida por especializarse en plantas que los clientes, vendedores y etnobotánicos denominan “esotéricas”, ella nunca se refiere a las yerbas con ese nombre, que, entre otras cosas, las distingue de las “medicinales”, asociadas a la cura de los males de la carne o el cuerpo. A su local llegan compradores preguntando por calaguala, llantén y salvia, con las que buscan alivio para los cálculos en los ovarios y, así, evitar que un médico tome la decisión de retirarlos quirúrgicamente; pero también aquellos interesados en hacer un trabajo de limpieza que aleje la mala suerte y las envidias. Para todas estas preocupaciones, ella puede ofrecer consejo, pues las prácticas de encuentro con sus clientes y las yerbas difícilmente pueden sostenerse si se considera que hay una separación entre la carne y el espíritu. Lo que asegura que esos encuentros se celebren es el trabajo de intencionar, que inicia con una mirada dispuesta a dejarse guiar por las yerbas.

“No me gusta que las plantas estén todas manoseadas, muy tocadas, porque cogen la energía, las malas energías de todas las manos por las que pasan las envidias”, dice Mónica (diario de campo). Ella no es la única que se refiere a la capacidad de las yerbas para absorber y transferir energías por su contacto con los humanos. Alguna vez, otra vendedora también mencionó esa capacidad de absorción de las plantas, pero ya no por contacto con pieles de humanos, sino con aquello a lo que estén expuestas, como la calle:

Es muy diferente vender en la calle a vender en un puesto en la plaza, porque las yerbas recogen todo lo que está en la calle. Si se vende en la calle, entonces lo que se vende es lo que está en la calle: insultos, escupitajos, suciedad. (Diario de campo)

¿A qué se refiere esta capacidad de las plantas para transferir energías por contacto y cuál es su relación con el trabajo que hace Mónica en su local? Para empezar, estas consideraciones ponen de manifiesto que tanto la plaza como la calle son lugares afectivos que participan en el devenir que hace de las plantas yerbas de uno u otro espacio. Pero también están relacionadas con lo que ella describe como “dejarse guiar por las plantas”, a través de una mirada que procura no tocarlas mientras las escoge y que evita que clientes a los que no están destinadas les transfieran las envidias o las malas intenciones por el contacto con las manos.

“Se reflejan en mí” o “se me representan” son formas en las que Mónica define el movimiento que producen las plantas en ella y ambas involucran metáforas ópticas. Representar indica que algo se vuelve a mostrar, que la misma cosa aparece como imagen a una distancia del objeto (Latour 1988; Woolgar 1988), y reflejarse es, a menudo, una palabra que denota el acto de mirar algo, pero no directamente, sino a través de su proyección en otra cosa, es decir, de la producción de una imagen, de un reflejo.

Mónica elabora una metáfora óptica para referirse a su relación con las plantas. Pero cuando dice que las yerbas se reflejan en ella, su vista no opera bajo los mismos principios del conocimiento moderno. En este ocurren, por un lado, una separación que escinde al sujeto que conoce del objeto conocido y, al mismo tiempo, una vinculación por medio de una representación cercana a lo que el objeto es “en realidad” (Martínez Medina 2022, 1). La vendedora no se refleja en las plantas, no produce una imagen de ella misma sobre estas; más bien, las plantas se reflejan en ella, son el sujeto activo de la acción y por eso es que, al ser vistas, pueden guiarla. Pero no cualquiera puede verlas; hay que tener los ojos adecuados, unos ojos dispuestos a dejarse afectar.

Mónica evita tocar las plantas cuando las compra porque reconoce que son seres afectivos, capaces de absorber y transferir energías a través del contacto con la piel de los humanos, y, en virtud de dicho reconocimiento, se sabe vulnerable a esa afectación. Pero cuando privilegia la vista, para evitar el tacto que teme que la dañe, no está eligiendo no ser afectada por las plantas: lo que está eligiendo es un afecto diferente, el afecto de una vista que solo es posible por el contacto, aun cuando este no suceda por la vía de pieles y hojas que se tocan, sino por el reflejo de las yerbas en ella.

La mirada de Mónica, entonces, no está definida por la capacidad de sus ojos para ver, aunque sus ojos también están involucrados en ella. Se trata de una mirada que es posible solo en tanto la vista está dispuesta a dejarse afectar al establecer contacto con las plantas. Es una mirada háptica. Un modo alternativo de ver que se reapropia de un universo sensorial y un orden epistemológico dominantes al reclamar las tecnologías de la visión (Puig de la Bellacasa 2017), haciendo de su vista una vista que se deja tocar y que toca. El orden que subvierte es ese por el cual está constituido el conocimiento moderno. En vez de ser una operación de distanciamiento de las plantas, en cuanto objetos de observación, y al mismo tiempo de vinculación con ellas para producir una representación certera de estas a través de su reflejo, la mirada háptica acoge el conocimiento como práctica (Martínez Medina 2022).

Esta mirada inaugura la práctica de intencionar. Una vez Mónica armó un atado de yerbas dulces y otro de yerbas amargas para mí. Estas plantas se buscan para hacer baños de limpieza y de atracción. Quienes los realizan quieren limpiar lo que no necesitan o los daña para, entonces, poder atraer lo que desean, aquello que los beneficia. Cada atado se arma con grupos de siete yerbas, que corresponden a la amplia y disputada clasificación de plantas amargas y dulces2. Los atados que la vendedora hizo para mí incluían yerbas armagas (rompe saragüey, quitamaldiciones, rama de enebro, salvia morada, tumba trabajos, romero y saca sales) y yerbas dulces (laurel, Juan del dinero o botón de oro, siete albahacas y cariaquito morado dulce). Esos atados se armaron gracias a la elección de su mirada en contacto con la guía de las plantas.

“Yo intenciono a las plantas”, me dijo Mónica, posando sus manos sobre los atados para recitar una oración católica. Así moviliza las yerbas para que su poder se ponga a disposición de la intención del comprador. La instrucción para quien realice el baño es intencionar los atados de yerbas, es decir, prolongar el encuentro iniciado por la vendedora y las yerbas haciendo de las intenciones del baño prácticas, acciones, verbos. Pero, para que se dé este encuentro entre el comprador y las plantas, hace falta adoptar una disposición: la de participar en la cadena de afectaciones que hace posible intencionar. Es necesario seguir el consejo de Mónica: escuchar a las plantas, sentirlas. Pero escucharlas o sentirlas no es una tarea fácil para alguien que, como yo, ha aprendido a sentir a través de cinco sentidos, claramente delimitados y definidos por su funcionalidad. No obstante, la posible inconmensurabilidad entre la práctica a la que me invitaba ella y lo que yo comprendía por sentir no podía clausurar mi participación.

Ahora, cuando escribo sobre Mónica y sus plantas amargas y dulces, reconozco que lo hago como un intento por participar afectivamente a través del lenguaje en ese encuentro y también que, en virtud de esa participación, es siempre necesario llamar la atención sobre la imposibilidad de abarcar a los otros con los que nos encontramos. En lugar de que esta paradoja mine los esfuerzos para alcanzar el encuentro, más bien se convierte en un móvil para inventar nuevas formas de cercanía (Gerber 2021), nuevas formas de ser juntas. Con la firme intención de participar del intencionar que me proponían Mónica y sus plantas, abracé mi identidad como etnógrafa-sensor, siguiendo la propuesta hecha por Natasha Myers (2018) de ampliar mi sensorio:

Herví las plantas en agua para dejar que esta se impregnara de ellas, que se tiñera del color de sus hojas y de los pequeños frutos que algunas tienen, morados, por ejemplo, y para que se tiñera de la tierra que todavía había en sus raíces. Los vapores desprendidos en el hervor formaron una atmósfera herbal que también respiré. La que produjeron las yerbas amargas era severa, hostil, de cierta forma, difícil de respirar, por su espesura; la que produjeron las yerbas dulces, unos días después, era abrazadora, cálida, como un lugar que te invita a quedarte. Después hice un baño con esa agua por tres noches seguidas. De pie, en la ducha, dejando que el agua de las plantas escurriera por mis piernas y que dibujara su recorrido por el piso de la bañera hasta el desagüe, que se colara en mi lengua, dejando el rastro de sus sabores astringentes y dulces, y que las florecitas y hojas se quedaran pegadas en la piel de mi espalda, me pregunté ¿en dónde termino yo y en dónde empiezan las plantas/agua? (Diario de campo)

Cuando Myers et al. (2023) se refieren a la necesidad de ampliar el sensorio para seguir a las plantas etnográficamente, su intención es señalar que sentir es un asunto relacional: nuestro sensorio, que está articulado con otros seres, ya es más-que-humano en la medida en la que es más que solo nuestro. De modo que sentir las yerbas de Mónica para intencionar no es percibirlas como algo que está afuera para proyectar en ellas mi intención. Es, más bien, articularse (Latour 2004). Propongo que esta articulación con ella y sus plantas es una forma de contacto que sitúa el tacto como una metáfora sensorial alternativa a la de la vista, que domina la objetividad del conocimiento moderno. María Puig de la Bellacasa (2017) afirma que el contacto es una experiencia en la cual las fronteras entre el ser y el otro tienden a difuminarse. A diferencia de la vista, que según la concepción objetivista implica que alguien puede ver sin ser visto, difícilmente logramos tocar sin ser tocadas. Cuando Mónica insistía en que la efectividad de los baños de yerbas que preparó para mí dependía de la posibilidad de intencionar, también estaba diciendo que era necesario que me dejara tocar por las plantas para que mi intención las pudiera tocar a ellas.

Tocar puede inspirar un sentido de conexión contrario a la abstracción y a la falta de involucramiento propias de las distancias producidas por la herencia moderna, en la que el conocimiento está separado del mundo, los sujetos de los objetos, los afectos de los hechos y la política de la ciencia (Puig de la Bellacasa 2017, 97). Al hacer de la intención una acción, Mónica muestra que lo que sucede en su local es producto de las prácticas que entrelazan a humanos y plantas en un devenir conjunto. Entendido así, intencionar es, como la mirada háptica, una forma de conocimiento en la que humanos y plantas se afectan para abrir la posibilidad de hacerse cuerpos más-que-humanos que logran limpiar la mala suerte y atraer lo que se desea.

¿Fue posible para mí participar de la práctica de intencionar? O, mejor dicho, ¿pude entrar en contacto con yerbas intencionadas que, al hacerse baño, son capaces de llevar a cabo un trabajo de limpieza y atracción? Solo puedo responder especulativamente, como invita a hacerlo Puig de la Bellacasa (2017), quien afirma que especular es también admitir que no conocemos completamente. Tocar no es una promesa para mejorar el contacto con “lo real”, señala la autora, sino una invitación a participar en su rehacer continuo y, en consecuencia, a ser rehechos en el mismo proceso. En esos términos, es posible acoger el conocimiento como afecto y no como elucidación. En consecuencia, puedo decir que, al hacer los baños de siete dulces y siete amargas, entré en contacto con las plantas de Mónica y, al mismo tiempo, con ella.

Entrar en contacto es producir conexión, pero también diferencia. No se puede ser tocada por las plantas sin participar del encuentro humano-planta que supone intencionar. Pero, al mismo tiempo, mi participación en dicho encuentro no pretende controlar las posibilidades de los afectos por los que se intencionan plantas y humanos. De acuerdo con Martínez Medina, podría decir que, en la práctica de intencionar, conexión y separación no son el vínculo y la división del conocimiento moderno, sino que “son siempre resultados incompletos del aprendizaje que se ven afectados por diferencias que se vuelven significativas en el encuentro entre prácticas de conocimiento” (2022, 7). Lo que Mónica quería que sintiera con las plantas, para poder intencionar, me movilizó a ser tocada, pero en ese tacto siempre está la posibilidad del exceso, de lo inabarcable. Toqué y fui tocada, pero no puedo decir que fui tocada por lo mismo que toca ella cuando posa sus manos sobre los atados de yerbas que les vende a sus clientes para intencionarlos.

Volver a la vista: el botánico, la colecta y el tilo múltiple

En este punto, quisiera discutir algunas de las prácticas con respecto a las cuales las relaciones de contacto que se dan en la plaza suponen una alternativa, con el fin de seguir sus mecanismos. Como mencioné en la introducción, en el año 2021 conocí la Samper Mendoza mientras trabajaba en un proyecto del Instituto Humboldt. En el equipo de investigación participaba Germán Torres, un biólogo botánico que tenía la tarea de identificar taxonómicamente las plantas de la plaza, para fortalecer nichos potenciales de mercado trazando las cadenas de valor en las que están involucradas. Su labor consistía en colectar muestras de las yerbas que se venden e incluirlas en grupos de acuerdo con su especie, el último escalón en la clasificación de las plantas, después de la familia y el género3.

En la práctica del botánico, la plaza se convirtió en el espacio de una colecta que se hacía, a su vez, de la colecta que llevaban a cabo los cultivadores y recolectores en sus parcelas y en el monte, en lugares como los cerros orientales de Bogotá. Colectar depende de desarrollar un modo de atención (Martínez Medina 2020) que se despliega a través de la extensión de los sentidos en el encuentro con las plantas. Muchas veces vi a Torres caminar por los pasillos del mercado escarbando entre las hojas de las yerbas, en búsqueda de alguna flor que le diera pistas sobre su identidad, o acercándolas a su nariz o frotándolas con sus dedos para sentir el aroma que expelían. Gracias a un entrenamiento basado en la práctica y la repetición, el botánico ha logrado hacerse con un olfato que puede distinguir olores tan peculiares como el del incienso; con un tacto capaz de sentir las texturas lisas o rugosas de un tronco o las pubescentes de una hoja, y con una vista -a veces apoyada por el microscopio- lo suficientemente afinada para describir la planta y sus microestructuras.

Todo ese trabajo, que es profundamente afectivo, termina en la planta hecha espécimen y también, entonces, imagen en un herbario que, a su vez, servirá como referencia para el trabajo de identificación de otro botánico. Las que son prensadas y secadas en el horno para después componer una lámina “están menos vivas”, dice Torres, que aquellas recolectadas y frescas. Los colores y olores “se pierden”, según sus palabras, y solo pueden ser evocados por las anotaciones del botánico durante la colecta. Además, las plantas sufren un corte, pues en el herbario solo queda una parte de ellas: una hoja, un fruto, una flor con la que se describe toda la especie. El proceso de identificación taxonómica requiere, asimismo, de la reconstrucción de las localidades en las que fueron encontradas. Es necesario especificar de dónde provino cada una: si crece como hierba o como un arbusto de las montañas del trópico, de un páramo o de un bosque seco, por ejemplo. No obstante, al señalar esa localidad, se deja en evidencia que cada una es una muestra cuya imagen puede hablar por la totalidad que representa: una familia, un género, una especie. En virtud de esta representación, el espécimen de herbario es comparable con otras plantas que, al cumplir con ciertas características, pueden incluirse en la misma especie descrita por la lámina. El efecto que esto produce es definido por Achondo Moya (2023) como una desterritorialización de la planta. El mecanismo por el cual se pone en marcha la metáfora objetivista de la ciencia depende, entre otras cosas, de la estandarización que controla la experiencia del botánico en la colecta, es decir, que controla su habilidad para responder sensorialmente a la capacidad de afectación de las yerbas de la plaza al extraer de ese encuentro características genéricas.

Parte del trabajo del botánico también es enfrentar los desafíos que proponen las plantas a las clasificaciones. Como lo cuenta Torres, la estructura de las hojas de la muestra puede lucir como la de la especie ilustrada en la Guía de campo de Alwyn H. Gentry, un famoso libro sobre taxonomía de plantas del noroeste de Suramérica empleado como material de referencia en su investigación; pero otras características, como su olor o su localización, pueden no corresponder. En esos casos, se decide privilegiar ciertas peculiaridades en vez de otras y, en algunas ocasiones, se acude a los expertos en las familias objeto de la controversia. Durante el trabajo que realizó Torres en la plaza Samper Mendoza, una de las plantas que le planteó un desafío de clasificación fue el tilo. Se trata de una yerba muy abundante en el mercado y, con frecuencia, buscada para tratar los resfriados y la tos. Entre los vendedores y los clientes se lo conoce igualmente por su relación con el sauco. Olga Camacho, una mujer que lleva más de treinta años comerciando con las yerbas que cultiva en Tabio, Cundinamarca, se refiere a esa relación así: “Sirven para lo mismo, pero el tilo es de hojas amarillas y el sauco, de hojas verdes” (diario de campo).

La forma en la que el botánico decidió presentar la relación entre estas plantas fue haciendo de tilo y de sauco dos nombres comunes que denotan una misma especie nativa llamada Sambucus peruviana, como quedó registrado en el catálogo que elaboró para el proyecto del Instituto Humboldt (Torres Morales et al. 2021). De acuerdo con sus explicaciones, la diferencia del color de las hojas podría indicar que el árbol de donde provienen las amarillas es más viejo que el otro o que es una variedad de la especie. También señaló, durante una conversación que sostuvimos, que la controversia continúa, pues hay una tercera planta que se puede encontrar en la Samper bajo el nombre de tilo, pero que es distinta a la que venden personas como Olga, pues corresponde a una especie denominada Sparmannia africana. Para el botánico, se trata de un problema causado por los nombres comunes, que en unas ocasiones hacen que plantas diferentes se confundan con una sola y, en otras, generan diferencias entre aquellas que, para la ciencia, son iguales.

El problema resulta sugerente porque Torres lo elabora como una dificultad que pertenece al plano de la representación y esto envuelve una estrategia de articulación distinta de la que pone en marcha Olga. Me explico: aunque él admite que la botánica es una ciencia que se actualiza constantemente y que, por lo mismo, las clasificaciones del herbario siempre pueden ser corregidas, ese conocimiento se basa en la premisa de que hay algo primero (objeto-planta) que luego es sometido a la representación (de un sujeto que conoce). Por tanto, el registro en un catálogo de identificación de especies botánicas siempre puede ser reevaluado por una ciencia mejor hecha, una ciencia capaz de acercarse más a “lo real”.

Ahora, pongamos en consideración los encuentros de Olga y el tilo: cuando explica los motivos detrás de las elecciones de sus clientes, dice que se deben a que ella los atiende bien, porque arregla y limpia las yerbas:

Una noche me mostró su tilo. Sacó un atado de una de sus bolsas y me mostró cómo su tilo estaba limpio de hojitas, cómo las flores estaban en su punto preciso de maduración, pues tenían el color deseado y estaban abiertas. Luego fuimos a dar una vuelta por el pasillo que lleva al otro extremo de La Virgen. La intención de Olga, porque yo se lo pedí, era mostrarme la diferencia con otros tilos. Pasamos por varios puestos. Olga preguntaba, me mostraba el tilo de otros, me mostraba cómo las florecitas estaban escondidas entre las hojas desarregladas, me mostraba el color, que era diferente, me mostraba cómo tenían tierra. Me mostró el tilo de Estela, una recolectora de los cerros de Bogotá, para hacerme ver que era un tilo distinto: el de Estela todavía estaba verde y tenía tierra. (Diario de campo)

Ese tilo que acompaña a Olga no es el mismo que el de Estela, porque la planta es una y distintas plantas en las prácticas por las cuales establece contacto con diferentes humanos en la plaza. Olga también se hace una vendedora particular de tilo; por eso sus clientes la elijen entre todas las vendedoras del mercado. Ella y el tilo son enactuados en la acción de arreglar plantas, diríamos junto con Annemarie Mol (2021), porque las actividades tienen lugar, pero los actores quedan sin ser precisados, es decir, las fronteras que los definen, que los diferencian, solo emergen en la práctica, no antes. Su tilo, entonces, deviene múltiple (Mol 2021), no solo porque se hace diferente al sauco, sino gracias al trabajo de articulación que establece con los humanos que lo venden.

Lo que me interesa destacar es que la identificación taxonómica termina organizando el proceso de afectación de la colecta en una lámina de herbario que puede hacer del sauco y el tilo la misma planta, mientras que, en la práctica de arreglar yerbas, el tilo se rehúsa a ser sauco y, junto con Olga, emerge en la diferencia. Propongo que, detrás de estos resultados, lo que hay son dos formas de encontrarse. Una de ellas ve en el yo que conoce un obstáculo para el acto de conocer y, al intentar suprimirlo, oculta la afectación que provocó el encuentro de la colecta. En virtud de esa operación, el botánico -entiéndase, el sujeto que conoce- puede ver sin ser visto. Esa supresión del yo no hace más que reivindicar la subjetividad del yo científico (Daston y Galison 2007). La otra forma, más bien, implica que Olga y el tilo existen porque se conectan a través del contacto. En ese encuentro, no es posible separar a la vendedora de la yerba que vende, porque no existe como un yo humano en la capacidad de conocer a un otro vegetal que bien puede ser hecho como un cuerpo con órganos en las láminas del herbario4. Por el contrario, son cuerpos humanos-plantas producidos en el movimiento mutuo que son capaces de provocar (Despret 2008).

La reflexividad del conocimiento como contacto

Al inicio de este texto afirmé que las vinculaciones entre los humanos y las plantas de la plaza nos instaban a ir más allá de los límites de lo que convencionalmente entendemos por la naturaleza y por lo social. He propuesto que situarnos en el exceso es prestar atención a las prácticas del mercado que propician encuentros humanos-plantas por contacto. Ha llegado el momento de abordar cómo esos encuentros táctiles transforman las preguntas que puede hacer la geografía sobre las relaciones plantas-humanos.

En primer lugar, el contacto pone dichas relaciones en el plano del problema del conocimiento. Al cuestionar la dicotomía entre objetos y sujetos del conocimiento, los encuentros de la plaza nos muestran que las plantas se involucran con los humanos a través de los afectos. Es decir que, en virtud de su capacidad para ser movidas y para producir movimiento por y con las personas con las que se entrelazan, participan de la actividad del conocimiento desafiando su posición como objetos. Por eso, las plantas del mercado devienen guías de la vendedora que las mira en la preparación de los atados y, posteriormente, yerbas capaces de intencionar y ser intencionadas para acompañar un baño de limpieza de una humana que las convierte en agua. También por ello, las plantas de la colecta instan al botánico a responder a sus propuestas sensoriales y desobedecen su definición categórica como especies en los encuentros que tienen con los vendedores del mercado, entre ellos Olga, con la que el tilo deviene, por ejemplo, un tilo múltiple: más que uno solo, pero menos que muchos, para usar una expresión frecuente entre teóricas como Annemarie Mol (2021) y Donna Haraway (1995).

En segundo lugar, en los encuentros táctiles de la plaza el conocimiento es un asunto de involucramiento, pues, a diferencia de la producción de distancia por medio de la que opera la objetividad de la ciencia y por la que podemos ver sin ser vistos, el contacto nos obliga a prestar atención a la dificultad de tocar sin ser tocados (Puig de la Bellacasa 2017). Si conocemos por nuestra capacidad para ser tocados, entonces, no podemos hacerlo desde ningún lugar, sino desde el lugar de las respuestas al movimiento que nos provoca el tacto. Martínez Medina (2022) elabora esto como un problema vinculado con el carácter corporal del conocimiento, es decir, con la consideración de que este no sucede en la separación entre el qué y el cómo se conoce -otra versión de la relación entre objetos y sujetos del conocimiento, en últimas, una formulación objetivista del conocimiento-, sino, por el contrario, sucede en la tensión entre el vínculo y la separación de ambos. Lo que propongo es que, además, el tacto también nos obliga a considerar corporalmente el conocimiento, porque provoca otra pregunta de tipo geográfico: la del dónde se conoce.

Responderla nos insta a situar (Haraway 1995) el conocimiento en los encuentros de la plaza y, al hacerlo, el dónde se convierte en el espacio de los cuerpos en contacto. Es decir, el conocimiento está situado en cuerpos que son procesos de afectación por los cuales entramos en contacto con otros y gracias a los cuales los humanos y las plantas de la Samper se encuentran. Entonces, lejos de tratarse de encarnaciones de identidades o de contenedores de individualidades preexistentes, los cuerpos de la plaza establecen un continuo entre humanos y plantas porque son capaces de prácticas que exceden la separación entre materia y mente, entre objeto y sujeto, entre conocimiento y práctica y entre razón y afecto. Por eso, hablar de los cuerpos, que entonces son humanos-plantas, no admite rehacer categorías modernas como la del sujeto, incluso cuando el sujeto aparece para ocultarse de la actividad del conocimiento, para ver sin ser visto.

Por consiguiente, y en tercer lugar, situar el conocimiento en los cuerpos humanos-plantas transforma a la Samper Mendoza en la plaza que hace posibles los encuentros por contacto. En esos términos, no es el escenario en donde suceden los encuentros de los que trata este texto y, por tanto, no basta con ubicarla en un plano o comprenderla como una localidad anidada en una jerarquía de escalas. Para dar cuenta de ella como espacio de los encuentros es necesario abordarla como articuladora de los movimientos que provocan los contactos entre humanos y plantas.

Y, como articuladora de esos movimientos, la plaza de los encuentros táctiles hace partícipe a esta escritura y a la etnografía de esa producción de cuerpos humanos-plantas. En virtud de esa participación, la pregunta por el dónde del conocimiento involucra el conocimiento de la geografía como disciplina. Es decir, se trata de una interrogación sobre la reflexividad del conocimiento, un concepto que, de nuevo, nos remite a una figura óptica, pues es una invitación a verse al espejo, a mirarse para poder explicar cómo elaboramos el conocimiento. En lugar de entenderla como un procedimiento para establecer las condiciones en las que se produce el conocimiento -que a menudo se traducen en un listado de marcaciones de género, clase y etnicidad que atraviesan a quien conoce y que se ponen en evidencia en una operación de reflexividad benigna, es decir, solo en tanto es favorable a la “precisión” y “certeza” de los hallazgos (Barad 2003; Martínez Medina 2022; Woolgar 1988)-, la reflexividad a la que invitan los encuentros humanos-plantas de la plaza lleva a acoger el contacto como la posibilidad de conocer.

Cuando el contacto nos impulsa a conocer desde un lugar, es decir, a ver tocando y siendo tocados, como lo hace Mónica, a partir de una vista encarnada, diríamos con Haraway (1995) que abre la posibilidad del más allá de los límites de la relación naturaleza-cultura, que es también una versión de la relación entre objetos y sujetos del conocimiento. Nos conduce a especular (Puig de la Bellacasa 2017), a reconocer que no conocemos completamente porque el conocimiento no proviene de la visión entendida como la posibilidad divina de saberlo todo sin involucramiento. Ese trabajo de especulación hace del conocimiento una práctica espacial y, por tanto, provoca una geografía que ya no puede ver la plaza desde arriba, desde la perspectiva del plano, sino que debe participar en su continuo rehacerse al voltear el espéculo hacia nuestro propio reflejo que es, también, el reflejo de las plantas.

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1El Instituto Humboldt es una entidad de capital mixto, adjunta al Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, dedicada a la investigación de la biodiversidad colombiana. El proyecto en el que participé, realizado en la plaza Samper Mendoza, fue producto de un convenio entre dicho instituto y el Instituto para la Economía Social (IPES). Para conocer los resultados de esta y otras investigaciones relacionadas, visítese el portal web https://repository.humboldt.org.co/search?spc.page=1&query=samper%20mendoza

2Ni en la plaza ni en los libros de etnobotánica hay un consenso sobre cuáles son las plantas que pertenecen al orden de las dulces y cuáles al de las amargas. Alguna vez presencié una conversación entre dos vendedoras que puso de manifiesto que, mientras una consideraba que las plantas dulces son las mismas que se toman en infusiones aromáticas, otra pensaba que eran exclusivamente las que se usan en los baños de atracción, como los que prepara Mónica.

3Los resultados de la investigación, en buena parte, aunque no exclusivamente, quedaron consignados en Torres Morales et al. (2021).

4El uso del verbo hacer o de la expresión hacer mundos, como lo señalan Ruiz-Serna y Del Cairo, permite “enfatizar las prácticas como el lugar de donde se desprenden los procesos que sustentan diferentes realidades” (2022, 34).

Recibido: 30 de Septiembre de 2024; Aprobado: 31 de Enero de 2025; Publicado: 01 de Mayo de 2025

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