Introducción
Esta pesquisa tiene por objetivo analizar la conformación y expansión de comedores paisanos y legumbrerías bolivianas en uno de los cordones de producción en fresco más importante de Argentina, el periurbano florihortícola platense. Enmarcada en las discusiones de la antropología alimentaria y de la migración, y en el cruce entre ambas, se propone dar cuenta de la presencia y relevancia de estos espacios públicos en un entorno productivo fundamental para el país, con el fin de reflexionar sobre la configuración agroalimentaria argentina.
Desde hace unas décadas, se ha profundizado la tendencia a la estandarización de los consumos alimentarios y la globalización de la dieta, lo cual implica el pasaje de ecosistemas muy diversificados a otros hiperespecializados integrados a escala internacional (Goody 2000). Se ha dado la transformación más radical en la historia de la alimentación humana, pues gran parte de las funciones de producción, conservación y preparación de alimentos se han trasladado del ámbito doméstico y artesanal a las fábricas y estructuras industriales (Contreras 2019). Siguiendo a Gracia Arnaiz (2014), es posible hablar de una homogeneización e internacionalización alimentaria en dos sentidos: por la falta de diversificación nutricional y cultural de los consumos, en relación con los cuales se registran carencias o excesos de proteínas animales, azúcar, grasas saturadas y alimentos ultraprocesados (Maciel de Paula 2021), y por la similitud de los consumos entre las diferentes regiones debida a la disminución de las variedades locales. Este proceso de homogeneización, que algunos estudiosos han denominado americanización alimentaria o macdonalización (Ritzer 1993), es el resultado de aplicar los criterios de mecanización, intensificación y estandarización para la obtención de beneficios rápidos en todas las fases de la cadena alimentaria.
Argentina no es ajena a estos procesos ni a su impacto en la salud colectiva de la población. De ello dan cuenta estudios (Ministerio de Salud de la Nación 2019) que indican que poco más del 30 % de los que viven en el país consumen frutas y verduras al menos una vez por día (32,7 % y 37,8 %, respectivamente), aunque, por ejemplo, el quintil más alto reporta casi el doble de consumo de frutas que el más bajo (45,3 % frente a 22,8 %).
La presente investigación se centra en uno de los epicentros de producción de alimentos en Argentina: el cinturón o cordón productivo florihortícola platense, ubicado en el periurbano de la ciudad de La Plata, provincia de Buenos Aires. Al igual que en gran parte de los cordones productivos del país, la migración boliviana y del norte de Argentina se ha conformado en él como un actor protagónico (Benencia 2009). Esta población interviene en todas las etapas del proceso: producción, logística y comercialización en puestos, ferias y verdulerías (Trpin y Pizarro 2017).
Quien se adentra en este cordón productivo puede quedar sorprendido por su particular configuración territorial, que algunos autores han denominado naturaleza plástica (García 2011), en referencia a la sobrepoblación de invernáculos (estructuras de nailon en las que se cultiva), de recipientes de herbicidas e insecticidas, y de las agronomías y plantineras en las que esos productos se dispensan. En este escenario, pueden verse, además, comedores paisanos, comercios en los cuales se expende ranga, saice o sopa de maní y se escuchan cuecas o caporales, así como legumbrerías, locales especializados en la venta de legumbres, donde se encuentran variedades de maíz, porotos, habas, papas y otros alimentos de procedencia boliviana difíciles de hallar en el resto de las ciudades.
El argumento de esta pesquisa es que la conformación migratoria del cordón productivo, a través de los comedores y legumbrerías (entre otros espacios), tensiona el proceso de homogeneización y estandarización alimentaria mencionado por medio de estrategias de reproducción, recreación, diversificación y transformación de diferentes cocinas de Bolivia, que son, a su vez, un elemento clave en la reproducción del sector. La argumentación se estructurará en cuatro secciones. En primer lugar, se expondrá el enfoque teórico-metodológico que la sustenta. A continuación, se abordará el tema de la migración boliviana en términos generales, con un énfasis particular en su presencia en el cordón productivo platense. En tercer lugar, se desarrollará el análisis etnográfico. El artículo finaliza con una sección de conclusiones.
Estrategia teórico-metodológica
La estrategia teórico-metodológica es etnográfica, dado que la etnografía permite “documentar lo no documentado” (Rockwell 2009, 66) de los espacios de consumo alimentario del cordón florihortícola platense, el aprehender una porción de este mundo social mediante un análisis centrado en las perspectivas nativas, para integrarlas coherentemente en los resultados de la pesquisa (Balbi 2012). En este sentido, la etnografía posibilita dar cuenta de las prácticas cotidianas y de cómo las personas resignifican continuamente su mundo recuperando la relación entre lo local y lo global (Restrepo 2016).
Se ha realizado trabajo de campo desde el año 2021 con productores de flores, frutas y hortalizas del cordón productivo platense. Para los fines de esta indagación, se usaron las siguientes técnicas de investigación: observación participante, entrevistas antropológicas abiertas, en profundidad y semiestructuradas (Jociles Rubio 1999), y etnografía virtual mediante tecnologías digitales (Hine 2000), como la recopilación de contenidos compartidos en redes sociales (por ejemplo, relevamiento de estados y grupos de WhatsApp). Se visitaron nueve comedores localizados en poblados del cordón productivo platense: uno en Lisandro Olmos, dos en Colonia Urquiza, uno en Etcheverry, uno en Abasto y cuatro en Arturo Seguí, y cuatro legumbrerías: una en Lisandro Olmos, una en Abasto y dos en Arturo Seguí. Los comedores y legumbrerías localizados en este último poblado se encuentran dentro de un espacio ferial mayor, el Complejo Yoel (figura 1).
Este artículo hace parte de una investigación mayor que se encuentra en curso, en la cual se estudian los cruces entre la alimentación y la agroecología en este sector productivo, por lo que los resultados que se exponen no son concluyentes, sino parciales. Todos los participantes fueron informados sobre el estudio en general y, en todos los casos, se sustituyeron los nombres originales de las personas por otros ficticios para preservar la confidencialidad.
El marco teórico de esta investigación está constituido por la antropología alimentaria (Aguirre 2010; Contreras 2019; Fischler 1995; Goody 2000; Gracia Arnaiz 2014; Mintz 2003) y por la antropología de la migración (Benencia 2009; Courtis y Pacceca 2010; Parella 2007; Pizarro 2014; Sassone 2009; Sayad 2010), así como por su intersección. El estudio de los procesos alimentarios en contextos migratorios permite reflexionar sobre la alimentación en toda la sociedad (Kaplan y Carrasco 1999), dado que dichos procesos reflejan dinámicas de transformación, asimilación e integración con impactos en la calidad de vida de migrantes y locales (Koc y Welsh 2014).
Algunas lecturas (Calvo 1982; Contreras y Gracia Arnaiz 2005; Fischler 1995) señalan que la alimentación suele ser uno de los últimos aspectos de la identidad que se modifican al migrar, puesto que las personas no abandonan ciertas prácticas, sino que crean las condiciones para recrearlas en sus sociedades de destino, a modo de un continuum alimentario (Calvo 1982). No obstante, determinadas preferencias pueden abandonarse con facilidad en favor de hábitos locales (Mintz 2003). Esto desafía postulados esencialistas sobre la existencia de prácticas alimentarias “auténticas”, pues subraya su dinamismo y flexibilidad (Piaggio y Solans 2014; Solans y Piaggio 2018).
En el contexto canadiense, Koc y Welsh (2014) destacan que sentirse en casa implica el acceso a una alimentación no solo nutricionalmente adecuada, sino también culturalmente significativa. Vázquez Zúñiga (2023) aborda el tema de la migración a través del estudio de restaurantes mexicanos en Canadá como espacios de transmisión culinaria. En Estados Unidos, Matus (2007 y 2009) analiza la deslocalización, la mercantilización y el aprovisionamiento de la cocina mexicana en establecimientos comerciales y su papel en la resignificación identitaria, mientras que Pizarro Hernández (2010) y Vázquez Medina (2015) exploran la nostalgia culinaria en los circuitos transnacionales de mexicanos.
Imilan y Millaleo Hernández (2015) investigan sobre la migración gastronómica en torno a peruanos asentados en Santiago de Chile y distinguen dos esferas: una privada, vinculada a la construcción de un sentido de hogar, y otra pública, que define la producción de la gastronomía migrante a través de una identidad puesta en escena y comunicada a la sociedad de acogida. Es esta última dimensión la que se abordará en la presente investigación.
En Argentina, Archetti (2000) analiza el aporte de la población migrante a la cocina nacional y su incorporación en modelos de hibridación como un conjunto de marcadores étnicos. En Buenos Aires, Delmonte (2018) estudia la relación de comida e identidad entre migrantes chinos y coreanos; Daza Vargas (2019) investiga la comensalidad entre la población colombiana, y Solans (2016), enfocándose en mujeres bolivianas, paraguayas y peruanas que residen en la ciudad, desarrolla la noción de paisajes alimentarios, espacios de interacción entre las personas, los alimentos y los significados que se les atribuyen.
En el área estudiada, el periurbano florihortícola platense, existen algunas investigaciones sobre la temática alimentaria desde perspectivas ajenas a la antropología (Bartoli 2021; Vera 2022), mientras que los estudios dentro de esta disciplina son aún incipientes. Entre ellos, se destaca el trabajo de Sammartino et al., que analiza un dispositivo de formación de promotores de alimentos entre productores del cordón y plantea que “comer bien es tener la tierra” (2021, 115). El presente artículo abordará la intersección entre alimentación y migración en este espacio productivo, en diálogo con los aportes disciplinares señalados.
Migración boliviana en el cordón productivo platense
Desde finales del siglo XX e inicios del XXI, los migrantes bolivianos han ejercido el predominio en la producción y en la comercialización de la horticultura en fresco (Trpin y Pizarro 2017). A lo largo de estas décadas, las familias provenientes de departamentos como Tarija, Potosí y Cochabamba contribuyeron directamente a la reestructuración y conformación de cinturones verdes en la Argentina, a través de la producción de hortalizas para el consumo (Benencia 2009). Este proceso, denominado bolivianización de la horticultura, se ha observado en la mayoría de los cinturones verdes de las grandes ciudades del país (Benencia 2006).
La especialización laboral de los migrantes bolivianos en la horticultura en Argentina puede ubicarse dentro de las discusiones más amplias sobre la segmentación de los mercados laborales, que asignan a ciertos trabajadores, incluidos los migrantes, las posiciones más precarias y vulnerables por el hecho de compartir un conjunto de características consideradas innatas por su nacionalidad (Pizarro 2012). Los migrantes bolivianos, procedentes de sectores campesinos y urbanos pauperizados en su país de origen, se insertaron a su llegada a Argentina en mercados de trabajo informales destinados a inmigrantes (Sayad 2010), como la construcción, la industria manufacturera, el comercio, los servicios de cuidado y, como en el caso de estudio, la agricultura.
Sin embargo, esta migración no implica la suspensión o el quiebre de las relaciones con Bolivia: el mantenimiento de vínculos con su país impulsa y completa el proceso de circulación por el territorio argentino, y permite la incorporación de los no migrantes a la comunidad transnacional (Pizarro 2014). La mano de obra suele ser reclutada por los propios patrones en sus periódicos regresos a la comunidad de origen, con lo cual se constituye un mercado de trabajo conformado por parientes o vecinos provenientes de allí, los paisanos (Benencia 2006). En este sentido, puede decirse que la migración boliviana tiende a ser de grupos familiares que organizan su traslado e instalación con la asistencia de redes de paisanos ya establecidas, que los ayudan en el alojamiento y la búsqueda de trabajo (Courtis y Pacecca 2010). El fortalecimiento de estas redes es un elemento fundamental para los migrantes por la generalización de préstamos entre familiares y paisanos y porque, a través de retornos periódicos, pueden enviar remesas y hacer inversiones a partir de sus ahorros (Sassone 2009).
El cinturón o cordón productivo florihortícola platense está ubicado en el periurbano de la ciudad de La Plata, provincia de Buenos Aires, Argentina. Reconocido por ser el más tecnologizado del país (García 2012), es, además, uno de los más capitalizados e importantes por la cantidad de establecimientos productivos y el volumen de su producción, que provee de hortalizas, flores y algunas frutas a los habitantes del Gran Buenos Aires, y se exporta hacia otras provincias (Benencia 2009).
Este lugar se caracteriza por una estratificación muy marcada, dado que apenas el 1 % del total de la mano de obra posee tierra propia (Benencia 2006). La complejidad de las figuras laborales ha sido descrita como una escalera boliviana (Benencia y Quaranta 2006): los migrantes, primero, se introducen en la estructura productiva como peones o jornaleros (pago por día); ascienden a porcentajeros (reciben solo el 30 % de las ganancias, no participan de las inversiones); luego se convierten en medieros o medianeros (distribuyen ganancias e inversiones mitad y mitad con el dueño de la tierra), y, finalmente, en arrendatarios (cuando pueden pagar por el alquiler de la tierra y la totalidad de las inversiones, y obtienen toda la ganancia). El 90 % de los productores son arrendatarios bajo contratos irregulares, lo cual imposibilita la construcción de viviendas permanentes, dada la transitoriedad impredecible de su residencia. El último peldaño de la escalera, la adquisición de la tierra propia, se ha visto frenado desde hace casi dos décadas por sus altos costos.
En este cordón productivo, la unidad doméstica coincide con la productiva, aunque dentro de un mismo predio puedan convivir distintas personas vinculadas por parentesco, y cada familia cuente con su parcela (figura 2). Estas parcelas se denominan habitualmente quintas y tienen una extensión de entre 1 y 2 hectáreas por unidad doméstico-productiva; albergan un tipo de producción predominante conocida como convencional, palabra que denomina la utilización del paquete tecnológico, con poca diversidad productiva, dado que la producción se destina al mercado. Esto hace que la exposición a los tóxicos de los insumos que utilizan sea permanente, lo que tiene graves efectos en la salud de los trabajadores. En este sector se concentra más del 60 % de las estructuras de invernadero del país y cerca del 79 % de su superficie cubierta (Gobierno de la Provincia de Buenos Aires 2005). Con estas estructuras de madera recubiertas con polietileno se busca controlar el ambiente, y demandan y dependen de un gran volumen de agroquímicos (García 2011). Las jornadas de trabajo, según sea temporada invernal o estival, son de entre ocho y dieciséis horas, y las labores realizadas bajo cubierta o a campo abierto son extremadamente duras, puesto que exigen soportar frío, lluvias, heladas y sol directo (Lemmi y Muscio 2023). Existe un alto grado de exclusión y pobreza; las condiciones son severas, los servicios, escasos, y no hay agua potable (Fernández 2018; Lemmi et al. 2020).

Fuente: fotografía tomada por la autora.
Figura 2 Espacio bajo cubierta (invernadero) de una quinta del cordón productivo platense
Investigaciones previas en este lugar (Rispoli et al. 2014; Waisman y Rispoli 2023) estudiaron distintos espacios de sociabilidad entre migrantes bolivianos, como clubes, ferias, festividades y festejos. Estos trabajos dan cuenta de la clara impronta étnico-nacional de esos espacios propios y de los vínculos socioculturales que establecen en ellos las personas y a través de los cuales ponen en acción la producción del sentido de pertenencia a una comunidad. Los estudios identifican estos lugares como centrales para la satisfacción de expectativas de ocio y sociabilidad de la colectividad, lo que segmenta su consumo, y, aunque en su mayoría estén atravesados por una lógica comercial, para la reproducción cultural de los migrantes (Waisman y Rispoli 2023). Esta investigación retoma estos aportes previos, pero se focaliza en los espacios alimentarios.
Los espacios públicos alimentarios del cordón productivo platense
Acerca de comedores paisanos y legumbrerías
En algunas de las esquinas más transitadas de los poblados del periurbano productivo platense es usual encontrar comedores donde se venden comidas vinculadas a Bolivia. La escena se caracteriza por un puesto con mesas y sillas de plástico, adentro o afuera, y sonido de radio (boliviana, salteña, jujeña) o cuecas, caporales o cumbia boliviana, en algunos casos con videos alusivos al país proyectados desde un televisor. Suelen tener carteles pintados a mano, que recitan “Comedor…” y un apodo, nombre personal o geográfico: Leandro, El Paisa, La Tarijeña, Gusto Tradicional o Los Hermanos. Es usual que el cartel sea acompañado por un pizarrón en el que se lee el nombre del lugar, así como las preparaciones del día: “Hoy se sirve”, “Menú del día”, etc. Además, en la fachada pueden verse personas dibujadas (mujeres vestidas de chapacas bailando), banderas de Bolivia o la wiphala (figura 3). Las mesas y sillas suelen estar muy agrupadas entre sí, lo cual dificulta el paso de las personas por el lugar. También hay una o dos mozas o mozos, que van y vienen de la cocina, y en ocasiones participan también de la preparación del menú. Ellas recitan las preparaciones de memoria al acercarse a la mesa de quien se sienta y, de igual forma, recuerdan los pedidos sin escribirlos. En el caso de la feria Complejo Yoel, dado que agrupa varios comedores en un mismo espacio, se solapa la música de unos lugares con la de otros. En general, algunas bebidas se exponen en heladeras con mostrador y otras en vasos de vidrio sobre la mesada para demostrar el contenido. El baño suele estar dentro del propio espacio (salvo en los comedores de la feria Complejo Yoel, que tienen uno en común afuera) y no tener cadena, pues el mecanismo de desagüe consiste en tirar el agua con un balde.
Las legumbrerías constituyen establecimientos comerciales dedicados a la venta de legumbres, semillas, variedades de maíz, papas y otros alimentos, incluyendo insumos para repostería y artículos de quiosco, como golosinas, jugos, snacks y dulces (figura 4). En algunos casos, estos locales también ofrecen productos de almacén o cotillón. La comercialización de legumbres, maíces, papas y snacks salados se realiza a granel, en bolsas fraccionadas por kilogramo. Estos establecimientos suelen identificarse mediante carteles con la inscripción “legumbrería” en su fachada, los cuales, en ciertos casos, incorporan representaciones gráficas de mujeres vestidas como chapacas, en alusión a Tarija (Bolivia), o ilustraciones de montañas, maíces, legumbres, frutas.
Las legumbrerías son particularmente frecuentes en la región andina de Sudamérica, mientras que, en el partido de La Plata, Argentina, este tipo de comercios y su nominación resultan inusuales. Por el contrario, en dicho contexto, las tiendas dietéticas adquieren mayor reconocimiento como espacios de venta de alimentos secos fraccionados por gramos, aunque se diferencian por su énfasis en productos con especificidades dietarias (proteicos, veganos, libres de gluten o sin lactosa). Si bien este estudio no profundiza en dicha cuestión, resulta pertinente señalar la correlación entre las dietéticas en áreas urbanas argentinas y las legumbrerías en entornos rurales. Se puede considerar que el término legumbrería y los productos y prácticas que engloba migran junto con las poblaciones que arriban a La Plata, lo que refleja la movilidad alimentaria que proponemos analizar.
Si bien todos estos lugares se encuentran en el espacio productivo del cordón platense, lo cual expresa una estrecha relación entre la comensalidad y los contextos de producción, en algunos casos este vínculo es más explícito, pues los negocios están ubicados en medio de las unidades doméstico-productivas. Esto era así en los locales del Complejo Yoel de Arturo Seguí, en los dos comedores de Colonia Urquiza y en el de Etcheverry, que tenían invernaderos adyacentes al espacio de feria, donde incluso se podían divisar tareas productivas mientras se consumían alimentos.
Entre las preparaciones habituales están las sopas de maní y de chuño (papa deshidratada), el saice (guiso a base de carne de res picada o molida, chicha, papa, arveja, ají colorado, con criolla), la ranga (panza de res, con un sofrito de ají amarillo, y papa hervida, con criolla), el picante o ají de pollo, el ají de lengua, el falso conejo (pollo empanizado y frito, junto con una salsa agridulce), el guiso de mote (mote es el grano de maíz seco, hervido en agua con su cáscara), el pique a lo macho (que combina carne, papas fritas, cebolla y tomates, huevos duros y ají), la papalisa (variedad de papa muy popular de Bolivia), el chicharrón (trozos de carne de cerdo fritos), el anticucho (trozos de carne maridados con una mezcla de vinagre, ajo y especias, que se ensartan en un palillo), la salchipapa (papas fritas con salchichas), las empanadas (de carne frita y al horno), la sopa de chairo (hecha con chuño, papa dulce, carne de cordero, carne de res deshidratada, habas o arvejas y mote pelado), el mondongo chuquisaqueño (cuyo ingrediente principal es la carne de cerdo), el chorizo tarateño (carne de cerdo dentro de tripas de cordero y mote de trigo o de maíz) y la arvejada (arvejas, carne de cerdo, zanahorias y papas).
Todas estas preparaciones tienen procedencias regionales y provinciales diversas, desde los valles hasta los Andes bolivianos. Se encontró una gran variedad de tipos y cortes de carne, algunos a la parrilla, al vacío o al horno, como el bife, el lechón, la costilla y el pollo. También se ofrece milanesa y, en menor medida, tallarines, pizzas (muzzarella, especial, napolitana), hamburguesa y sándwiches. Respecto a las bebidas, podían encontrarse dos espacios donde se exhibían: en una heladera con vidriera en la que se veían aguas saborizadas, cervezas y gelatinas de colores, y sobre el mostrador o mesa principal, en donde solía haber baldes con bebidas naturales, tapados con repasadores que encima tenían vasos de vidrio llenos con la variedad de jugos: de lino (linaza), de pelón (mocochinchi), de maní y de soya.
En el trabajo de campo, se encontró una abundante cantidad de preparaciones con distintos cortes de carne (cerdo, cordero, res, pollo), condimentos (ají amarillo, vinagre, especias), papas (dulce, papalisa), cereales (trigo, maíz, mote), semillas (lino, maní), y verduras y hortalizas (arvejas, habas, tomates, cebollas, zapallos). También, diversas formas de cocción: graneado, hervor, sofrito, frito, empanado, maridaje, deshidratado, etc. La variedad se expresaba en la procedencia y tradición culinaria de distintas regiones bolivianas, que, como ya se mencionó, comprenden desde los valles hasta el altiplano, la región de Cochabamba, la de Chuquisaca o la de Tarija.
Además de estas preparaciones, aparecían otras que no responden necesariamente a una tradición boliviana, pero que sí eran consumidas y demandadas por quienes asistían a los comedores: milanesa o cortes de carne al horno, vacío o parrilla, pizza, hamburguesa o pastas. En este sentido, las sopas y secos de los valles o los Andes bolivianos se diferencian de la comida seca de las tradiciones culinarias urbanas argentinas, que incluyen milanesas, pizzas y tartas; el consumo de estos últimos alimentos hace parte de los aprendizajes en el lugar receptor (Solans 2016).
Entre paisanos, parientes y personas de los barrios
Amanda era una mujer de veintisiete años que, desde su llegada de Bolivia a los dieciséis y hasta los veintitrés años, había trabajado en un comedor como ayudante de cocina. Ella comentó lo siguiente respecto a uno de los comedores de Colonia Urquiza y su dueña:
Esta señora era amiga de mi mamá, del mismo pueblo de Bolivia, entonces ya nos conocía, y le dijo a mi mamá si alguna de nosotras [de sus hermanas] quería trabajar con ella en el comedor, porque la ayudante se había ido, y me postulé. No sabía nada de cocina. Lo sufría al principio porque había que sacar rápido y en cantidad, pero todo aprendí con ella. Muchos años estuve ahí, hasta que volví a la quinta, porque ella se puso una legumbrería en Abasto [otro poblado]. (Entrevista, abril de 2024)
Este recorte da cuenta de las redes de paisanaje explicadas al comienzo de este artículo, la iniciación en un trabajo remunerado a una corta edad y la vinculación entre el trabajo productivo en las quintas y en el comedor. Además, Amanda explicó que experimentó una transformación diacrónica en sus ocho años en esta labor:
Al tiempo que empecé a trabajar, llegaron a comer argentinos que pedían milanesa, matambre, pizza. Eso hizo que tengamos que incorporar esas recetas a las que comían los paisanos que ya conocíamos, y eso hizo que los paisanos también pidieran pizza o milanesa. (Entrevista, abril de 2024)
Esto fue ampliado por Analía, una joven de veinticuatro años que trabajaba de moza en uno de los comedores de Colonia Urquiza y, además, era hija de la dueña: “Lo que más vienen a buscar es la comida nuestra, saice, ranga, sopa de maní, pero también llevan a veces alguna milanesa, por eso siempre hacemos” (registro de campo, julio de 2024).
Estos negocios se constituían como una estrategia de diversificación laboral o pluriempleo, por la cual los dueños o sus parientes trabajaban en la quinta y alternaban la producción con la cocina uno o dos días a la semana. En el caso de los comedores, esto se registró en los dos de Colonia Urquiza y Etcheverry, donde los negocios estaban construidos dentro de la unidad productiva, con madera y nailon, y a veces decorados con plantas y algunas pinturas. Eulalia, una mujer de 48 años empleada en el comedor de Etcheverry, durante la semana trabajaba en su quinta, pero los domingos abría el comedor (luego de realizar la carga de su producción hortícola a primera hora de la mañana) y ofrecía una o dos preparaciones para otros quinteros de la zona (registro de campo, junio de 2023). En otros casos, como comentó Analía, se distribuían las tareas entre los integrantes de la unidad doméstica, algunos en el comedor, otros en la quinta (registro de campo, julio de 2024). En ocasiones, la combinación entre actividades productivas y de cocina en un mismo predio (la quinta) fue el comienzo del emprendimiento familiar, pero, con el correr del tiempo, terminó desplazando la actividad productiva en las quintas y llevando a alquilar un local, como en el caso de los comedores de Lisandro Olmos o Abasto. Por su parte, las legumbrerías reclamaban una atención diaria y de horario continuado, por lo que quienes trabajan allí habían interrumpido su actividad productiva, aunque esto no implica que sus familias no alternen con trabajo en las quintas.
Quienes inauguraban estos espacios, comedores y legumbrerías, solían ser migrantes bolivianos que organizaban el trabajo a través de la unidad familiar y las redes de paisanaje. Por lo general, atendían al público mujeres de entre veinte y veinticinco años, bolivianas o hijas de bolivianas, aunque, en algunos casos, se encontraron hombres de entre cincuenta y sesenta años, especialmente en los comedores, dueños de los locales (en Lisandro Olmos y el Complejo Yoel) o meseros (en Abasto). Estas personas estaban vinculadas con los dueños del comedor o la legumbrería por parentesco (hijos, sobrinos, nietos), por lazos de paisanaje o como trabajadores de la misma quinta o de una cercana.
Según Analía, los comensales eran principalmente quinteros y camioneros: “Siempre vienen de varios, cinco o seis, que son parientes y no tienen tiempo de cocinar; por ahí piden un par de platos y se comparte entre familia” (registro de campo, julio de 2024). Esto se advirtió en distintos momentos: platos que circulaban en una misma mesa entre quienes estaban sentados (registros de campo, noviembre de 2023 y marzo de 2024). Amanda añadió a esto que asisten muchos camioneros, que son en su mayoría paisanos o exquinteros, y están encargados de la logística de todo el cordón productivo, dado que los comedores quedan de pasada entre las rutas y los lugares de recogida de la producción en las quintas: “De tardecita noche se llena de camioneros” (registro de campo, febrero de 2024).
Solana, de 38 años, trabajaba en el Complejo Yoel hacía varios años y había aprendido mucho de la dinámica de los comedores que hay allí. En diálogo con ella, comentó que, aunque no haya dinero, el consumo predominante en la feria era el de la comida:
Aquí vienen los quinteros, pero también de los barrios; por ahí al comedor va más el paisano que conoce, pero también hay puestos de panchos, hamburguesas o salchipapa que todos los chicos comen. Los que hacen carga los domingos bien temprano después vienen. (Registro de campo, julio de 2024)
La referencia a los barrios designaba espacios habitados por personas que no eran quinteras y se asociaban a sectores bajos urbanos, pero no a migrantes. A diferencia del resto de los comedores y legumbrerías, los ubicados en el Complejo Yoel habilitaban ese intercambio entre migrantes y no migrantes, aunque, como dice Solana, las personas de los barrios no consumían la comida paisana, salvo en los puestos de comida rápida, como panchos, hamburguesas o salchipapa.
Transformación del cordón productivo y aumento de estos espacios
La cantidad de comedores y legumbrerías en el periurbano productivo platense ha ido en aumento en los años recientes, como expresó una mujer: “¡Ni siquiera en Tarija hay tantos!” (registro de campo, abril de 2024). Esto fue referido en una charla con mujeres, mientras dialogábamos sobre sus historias de migración al llegar a La Plata:
Tomasa: Antes no había comedores, ni legumbres, ahora hay almacenes, hay legumbrería, ¡ahora hay más comedores acá que en Bolivia!
Elodia: Cuando yo llegué, nadie había, algunos paisanos, pero te hacías la comida con tu familia, en tu casa. Ahora, si vos no querés hacer, ya sabés en los lugares que podés conseguir. (Registro de campo, abril de 2024)
Tomasa era una mujer tarijeña de 46 años, que otra tarde comentó: “Ahora hay puestos y negocios acá en Abasto, antes no había, no había nada de legumbres y ahora hasta los mismos paisanos pusieron, y a veces entran y preguntan para qué lo podemos usar, porque no saben” (entrevista, abril de 2024). Esta transformación diacrónica se relacionaba con lo que comentaba Trifona, una mujer de 45 años, en cuanto a las advertencias que recibió antes de migrar a Argentina: “Ahora hay mucho comedor, antes no había. Mi hermano me dijo: ‘Vos tus comidas que comés aquí, allá [en relación a Argentina] no vas a probar’ […]. Ahora sí hay, pero cuando vine recién no había, era todo con pan…, todo pan” (entrevista, abril de 2024).
El aumento de los comedores y legumbrerías debe enmarcarse en las transformaciones productivas que atravesó el cordón productivo platense y en la centralidad ganada por los migrantes bolivianos en su estructura. Retomando los aportes sobre espacios de sociabilidad en el sector (Waisman y Rispoli 2023), en estos lugares se pone en juego un nosotros que refuerza la producción del sentido de pertenencia a una comunidad. En el campo alimentario, esto ocurre al calor de dinámicas de integración y exclusión, valorización y desvalorización, que, en esta pesquisa, se organizan en tres movimientos.
En primer lugar, la exclusión y el rechazo de la comida paisana se expresaban en formas explícitas, en instancias de discriminación: “Algunos dicen: ‘Yo no comería mote, porque eso es para las gallinas’” (Tomasa, entrevista, abril de 2024), y también en manifestaciones menos explícitas, que se materializaban en el pudor o silenciamiento: “Hasta vergüenza de comprar tienen algunos paisanos” (registro de campo, abril de 2024). Desde el periodo colonial, las tensiones sociales se reflejaron en la jerarquización de cocinas y productos nativos según la perspectiva de los conquistadores. A través de discursos legitimados científicamente, se inculcó un complejo de inferioridad que desvalorizó ciertos alimentos, considerados sucios o incivilizados, lo cual llevó a la marginación y erradicación de cultivos tradicionales en favor de especies europeas (Contreras y Gracia Arnaiz 2005). Saldarriaga (2015) destaca que, en los siglos XVI y XVII, la alimentación marcaba diferencias sociales: mientras los indígenas podían acceder a productos europeos si tenían recursos, los españoles solo consumían alimentos indígenas tras un proceso de resignificación culinaria o simbólica. Así, estos discursos alimentarios no solo reflejaban ideologías coloniales, sino que servían como herramientas del racismo en el proceso de dominación.
Lo anterior apunta al segundo movimiento, por el cual, junto a los procesos de desvalorización de la comida boliviana, se produce la valorización y, en ocasiones, exaltación de la comida de la sociedad receptora, criolla o argentina, asociada con los fetiches del prestigio, la modernidad y el progreso. A través del análisis digital, se encontró en redes sociales la expresión de orgullo por la comida ultraprocesada y rápida, como hamburguesas, papas fritas, pizzas o sándwiches de milanesa, especialmente entre los niños, la primera generación familiar totalmente criada en Argentina:
Es que los niños te piden lo que ven en la escuela o en la publicidad, y, cuando les damos comida nuestra, no les gusta o les cae mal porque no están acostumbrados. Ellos quieren chicitos, golosinas, papitas, hamburguesas, pizza, todo así. (Registro de campo, diciembre de 2022)
Todo esto, además, es retroalimentado con el deseo de inclusión en dicha sociedad y sus marcas de consumo (Caimmi 2024). Aguirre (2010) sostiene que el prestigio de los alimentos no es inherente a ellos, sino que es construido culturalmente, en una transformación valorativa que oculta las estructuras de clasificación y normas que rigen las prácticas alimentarias. La autora señala que, por ello, los alimentos no solo nutren, sino que también indican la posición social del comensal, en cuanto productos de procesos vinculados con la globalización, que homogeneiza patrones alimentarios y redefine significados como el del prestigio (Koc y Welsh 2014). Un ejemplo de ello surge del análisis de Contreras y Gracia Arnaiz (2005) sobre la transformación de la dieta andina desde el siglo XX, en la cual el consumo de alimentos comprados (como azúcar, fideos, aceite, arroz y bebidas azucaradas) responde tanto a la insuficiencia de la producción local como a preferencias en las que han influido factores de prestigio.
En tercer lugar, se dan simultáneamente momentos de valorización de la comida paisana, asociada a sentimientos de añoranza y nostalgia: por redes sociales, en especial en estados o grupos de WhatsApp, eventualmente se compartían imágenes o recetas de comidas o bebidas bolivianas, como panes, chicha y sopas, y también los recuerdos de quienes las cocinaban: la mamita o la abuelita. Vázquez Medina (2015) define la nostalgia culinaria como un elemento que configura la memoria y la búsqueda de reproducción de sabores de la cocina mexicana en Estados Unidos. Esta nostalgia interviene en la identidad alimentaria transmigratoria, legitimando la creación de una cocina original en un nuevo contexto. En el presente artículo, se destaca que estos sentimientos de nostalgia y añoranza están especialmente ligados a las figuras maternas, lo que sugiere que los recuerdos de la tierra natal están generizados (responden a una marcación de género) y se asocian a experiencias de infancia y cuidado.
Un estar en casa en contextos segregadores
Estos lugares se levantan como espacios clave en la constitución de vínculos y reciprocidades entre paisanos quinteros y, en el caso de los comedores, también con camioneros, pues en ellos se refuerzan redes vecinales y de paisanaje que activan el movimiento comercial y socioeconómico en el sector. De esta manera, la presencia de platos considerados tradicionales en los comedores habla no solo de un sentido de pertenencia étnico-nacional, sino también de una fuente de trabajo para vender entre vecinos y paisanos (Canelo 2013).
Retomando a Koc y Welsh (2014), estos espacios públicos y las preparaciones a base de ingredientes de Bolivia posibilitan un estar en casa en dos sentidos. Por un lado, al mercantilizar un aspecto de la vida que suele estar restringido al interior del hogar, lo cual, en ciertas ocasiones, se configura como una posibilidad para sostener la comensalidad y los consumos deseados, aunque no se disponga del tiempo para ellos. De allí que el foco en estos espacios permita diluir las fronteras entre el ámbito doméstico y el ámbito público. Por otro lado, se trata de un estar en casa en sentido amplio, porque recrea el hogar previo a la migración. La particular decoración de los lugares, con banderas, música, videos y nombres que aluden a Bolivia, pone en evidencia que la alimentación no es solo lo que se consume, sino toda una serie de sentidos y valores asociados.
Sin embargo, la lectura de los espacios sociales en los que se corporiza el sentimiento de pertenencia a Bolivia corre el riesgo de suponer que, al ser definidos como típicamente bolivianos, conformarían una especie de guetos dentro de cuyos límites los inmigrantes estarían confinados (Trpin y Pizarro 2017). Primeramente, estos lugares no son islas, sino que forman parte de una red transnacional, tanto material (personas e ingredientes en circulación) como inmaterial (recetas), que funciona como un puente entre el origen y el destino. Se trata del establecimiento de espacios plurilocales (Parella 2007) que permiten comprender que los inmigrantes se desplazan con sus lecturas y modos de vivir, sentir, actuar y pensar, aprendidos dentro del grupo sociocultural de origen, y que en la experiencia de inmigración reconstruyen la propia historia (Sayad 2010).
En segundo lugar, las legumbrerías y comedores paisanos no representan una cultura homogénea. Aunque comparten ingredientes y recetas, existen variaciones en cuanto a la sazón, los tipos de fideos o legumbres, y las proporciones de los elementos principales. Además, los platos reflejan diversas tradiciones regionales, desde los valles (como Tarija, con ranga o saice) hasta la región andina (Cochabamba o Potosí, con anticucho, chairo o mondongo chuquisaqueño). Siguiendo a Grimson (1997), quien refiere al concepto de nueva bolivianidad, mientras que en el contexto originario las particularidades de los bienes culturales son comprendidas como específicas de regiones, grupos étnicos o clases sociales, en los comedores de La Plata son entendidas de forma genérica como bolivianas o nacionales y, quizás por eso, compartidas por todos, más allá de sus diferencias: la reproducción de ciertos bienes culturales del lugar de origen en el contexto migratorio, como la cocina, se construye sobre un nacionalismo nuevo y diferente al existente en Bolivia. Además, se registra la adopción de ingredientes y prácticas locales: antes que meras reproducciones acríticas, estas prácticas crean nuevas configuraciones culinarias, sociales y laborales en una síntesis entre el pasado en el lugar de origen, la migración y las condiciones actuales de vida en la sociedad receptora (Solans 2016).
En este marco, los comedores y legumbrerías generan un espacio público de significación compartida que ofrece la oportunidad de recrear las vivencias de la tierra natal (Waisman y Rispoli 2023). Esta reconstrucción de la identidad nacional se da en situaciones sociales que son conflictivas, en lugares que provocan relaciones de discriminación o explotación (retratados en el apartado anterior), así como en ámbitos no conflictivos, pero sí marcados por un sentimiento de marginación o extranjería en un nuevo contexto. Más allá de su condición socioeconómica, todos los migrantes bolivianos sufren algún tipo de exclusión como resultado de uno o de varios mecanismos, entre ellos la segregación residencial, el aislamiento social o la precarización laboral (Trpin y Ciarallo 2016). La exclusión más importante, de origen, remite a su condición político-jurídica, vinculada al momento en que ingresan como migrantes: la normatividad es el eje central que decide las diversas formas de legitimidad o ilegitimidad de los extranjeros en un territorio y en una sociedad donde no tienen una pertenencia natural (Courtis 2009). Esta condición es expresión de los imaginarios que recrean la nacionalidad argentina. La visión hegemónica en Argentina, imbuida de presupuestos racistas, valora positivamente al migrante europeo por ser “blanco, civilizado y dispuesto al trabajo […]; en cambio, al migrante limítrofe lo ve como un problema asociado con lo aborigen, salvaje, inculto e indolente” (Solans 2014, 122). Estas situaciones permiten comprender la emergencia y expansión de comedores y legumbrerías en el cordón productivo platense como un mecanismo para contrarrestar los sentimientos de extranjería y discriminación (Colectivo Jiwasa 2009).
El estudio de estos lugares nos coloca de lleno en la distinción analítica entre producción y reproducción, dado que, como cualquier otro sistema productivo, el periurbano platense no opera por fuera de o sin un sistema reproductivo, del cual los comedores y las legumbrerías hacen parte. Es en este contexto que la noción de reproducción social emerge como una categoría clave para superar esa dicotomía. Ella es entendida como los procesos y trabajos necesarios para garantizar la continuación de la vida y el funcionamiento de la sociedad, que no se limita solo a la reproducción biológica de la especie, sino que abarca una serie de procesos esenciales para mantener la fuerza de trabajo y la existencia sociocultural misma (Gregorio Gil 2017). Ya en los años setenta, Larguía y Dumoulin (1975) señalaban tres dimensiones de la reproducción social: la biológica, que implica gestar y tener hijos; la cotidiana, que se refiere al mantenimiento y la subsistencia de los miembros de la familia, quienes reponen su energía para seguir ofreciendo su fuerza de trabajo, y la social propiamente dicha, que abarca las tareas dirigidas al mantenimiento del sistema social, particularmente de cuidado y socialización temprana de los niños, lo que incluye el cuidado corporal y la transmisión de normas y patrones de conducta esperados. La alimentación en los espacios públicos del periurbano platense sostiene estas dimensiones. Garantiza la reproducción biológica de las nuevas generaciones, en la medida en que permite gestar y tener nuevos hijos; garantiza la reproducción cotidiana al alimentar a quienes allí viven y trabajan, y también la reproducción social, puesto que da lugar a la socialización y transmisión de valores y conocimientos.
De este modo, en el contexto de estudio, la obsolescencia de la diferenciación entre lo productivo y lo reproductivo se vuelve evidente en el hecho de que los comedores se encuentran dentro de espacios productivos y las personas trabajan cotidianamente alternando entre la quinta y el comedor. Además, esta pesquisa da cuenta de que los lugares vinculados con la alimentación incluyen en su seno esferas productivas y reproductivas, en la medida en que la mercantilización de los alimentos y cocinas supone un aspecto productivo y, a la vez, en que el consumo alimentario sostiene el ámbito productivo platense al permitir la reproducción de los trabajadores de este sector.
Para finalizar, cabe resaltar que los comedores y legumbrerías resignifican y reconstruyen la alimentación en este periurbano argentino, con lo cual contribuyen a la discusión sobre la homogeneización alimentaria planteada al inicio, un aspecto fundamental de las realidades sociales contemporáneas. La diversidad de ingredientes, técnicas y preparaciones que se ofrecen en estos espacios constituye un valioso aporte a la sociedad argentina, en especial si se consideran las métricas alimentarias señaladas en la introducción. No obstante, los procesos de segregación y discriminación obturan la posibilidad de expandir el debate, pues impiden que estas cocinas contribuyan a repensar los consumos alimentarios en el país receptor.
Reflexiones finales
En los párrafos precedentes se han analizado dos espacios públicos alimentarios, los comedores paisanos y las legumbrerías bolivianas, situados en un contexto productivo y migrante, el cordón platense argentino. La etnografía permitió caracterizarlos en su conformación sociohistórica, espacial, laboral y alimentaria, y comprender las redes sociales entre parientes, paisanos y otros sujetos, como los camioneros y la gente de los barrios, que también hacen parte del entramado social lugareño.
La creciente emergencia de los comedores y legumbrerías en los últimos años denota la habilidad de reapropiación, resignificación y reformulación de un sentido alimentario en común, que se levanta al calor de diferentes dinámicas de valoración alimentaria. Se trabajó particularmente en torno a tres: por un lado, las demarcaciones respecto a la depreciación e inferioridad de los alimentos considerados bolivianos; por otro lado, aquellas vinculadas con la valorización y el prestigio de los ultraprocesados del lugar de acogida, y por último la presencia simultánea de sentimientos de añoranza y nostalgia alimentaria del lugar previo a la migración, generizados en relación con madres o abuelas. Lo mencionado configura una identidad alimentaria moldeada por procesos de integración y pertenencia, pero también por prácticas de exclusión, distanciamiento, discriminación y racismo en el contexto de acogida. Los comedores y las legumbrerías no son resultado de una identidad alimentaria ahistórica que migra con las personas, sino de una tendencia más amplia de recreación de una identidad nueva, que condensa aspiraciones, sueños, necesidades y desafíos compartidos.
Entendidos como parte de una estrategia migratoria boliviana transnacional, que involucra la circulación material e inmaterial de personas, ingredientes y recetas, los comedores y las legumbrerías posibilitan estar en casa. Recrean las cocinas domésticas, lo cual permite diluir bordes estáticos entre el ámbito privado y el público, y también el hogar previo a la migración, mediante preparaciones, banderas, música y nombres que aluden a Bolivia, sus olores y sabores.
Lo anterior implica disolver fronteras analíticas que se han levantado para diferenciar esferas productivas y reproductivas. Eso queda en evidencia al observar que los espacios descritos están efectivamente ubicados dentro de unidades doméstico-productivas, al reflexionar sobre la mercantilización de ingredientes y preparaciones que despliegan un extenso circuito comercial y al advertir la circulación de trabajadores entre las quintas y los comedores. Además, la disolución de las fronteras analíticas se vuelve notoria porque estos lugares, tradicionalmente considerados como parte de la esfera reproductiva, posibilitan la existencia productiva en ellos, y también por su aporte a la reproducción física y sociocultural de quienes allí trabajan, con lo cual se constituyen como espacios de deseo y de disfrute.
La existencia de comedores y legumbrerías representa un proceso potencialmente valioso en la configuración alimentaria de Argentina, ya que no solo contribuye a la diversificación de ingredientes y preparaciones, sino que también permite recuperar una relación estrecha con la historia y la memoria regional de sectores que forman parte del país. Comedores y legumbrerías se despegan de la generalizada estandarización y homogeneización alimentaria, cuyas marcas recaen en el cuerpo individual y social argentino. No obstante, el proceso más amplio de segregación y la matriz racista presente en la sociedad de dicho país impiden que estos espacios puedan ser reconocidos como elementos transformadores de los patrones de consumo.
A lo largo de estas líneas se presentó un aporte a las discusiones de la antropología alimentaria, de la migración y del cruce entre ambas. Siendo este escrito un avance de una investigación, lo postulado deja sentadas líneas por profundizar. Primeramente, partiendo de la heterogeneidad de estos espacios alimentarios, es necesario indagar sobre las formas específicas en que se amalgamaban preparaciones de distintas regiones de Bolivia con las comidas predominantes en Argentina. A la vez, considerando el contexto de estandarización alimentaria mundial, junto a la agravada situación alimentaria argentina, se hace urgente revisar detenidamente los cambios sucedidos en los últimos meses y evaluar la importancia de estas cocinas ante un panorama crítico para toda la población.

















