Colombia inició el siglo XX bajo una hegemonía conservadora que, en la década de 1930, viró hacia Gobiernos de corte liberal, lo que dio comienzo al periodo conocido por la historiografía nacional como la República Liberal, que se extendió hasta 1946. La vida en las ciudades y en el campo cambió con el desarrollo de nuevas economías, la expansión de la frontera interna de colonización, las reformas educativas y los movimientos sociales. Si bien durante este periodo germinaron iniciativas de modernización, no todas lograron ejecutarse y no estuvieron aisladas de las diferencias bipartidistas.
Al son de lo que ocurría en otros países, las tendencias literarias y artísticas se dirigieron hacia la búsqueda de lo propio. ¿Acaso subyacía en las raíces indígenas, populares o prehispánicas? ¿O se encontraba en la reafirmación del hispanismo y el patriotismo independentista? Entre finales del XIX e inicios del XX, el debate entre el americanismo y el hispanismo se dio a ambos lados del Atlántico y cuestionó el estado de las naciones en relación con su pasado prehispánico (Calderón Patiño 2023). Aunque hubo un reconocimiento de ese pasado en la configuración de la historia del país, los pueblos indígenas del presente fueron vistos como “menores de edad” abocados a los procesos de transformación cultural.
Amplios debates se realizaron sobre la inclusión, integración y exclusión de grupos sociales en diferentes espacios de acción y representación; no existió una sola postura que fuese hegemónica, sino, más bien, encuentros y desencuentros en el campo de debate. Páramo Bonilla (2010) llama la atención sobre la correlación de los discursos racistas de las décadas de 1930 y 1940 con la emergencia de la antropología; por otra parte, entre los “artistas indigenistas” surgieron los Bachué, quienes idealizaron la cultura muisca con el fin de reivindicar el pasado indígena en la construcción de la identidad nacional (Pineda García 2013).
La vida y obra de Gregorio Hernández de Alba (20 de junio de 1904 - 22 de septiembre de 1973) forma parte de un proceso de transición de los estudios sociales en Colombia. A lo largo de su trayectoria es posible evidenciar cómo el quehacer antropológico se separó del campo de la historia y las antigüedades y se consolidó como una disciplina formal, enmarcada en redes transnacionales de transferencia de conocimientos (Habermas 2013). Si bien Hernández de Alba ha sido considerado por los historiadores de la antropología colombiana como un pionero (Echeverri Muñoz 1997; Perry 2006; Pineda Giraldo 1999), se formó en un terreno donde las preocupaciones propias del área -como la gestión del patrimonio arqueológico y los debates sobre la alteridad- tenían un curso avanzado. La habilidad para transitar entre la gestión gubernamental y el mundo académico, ganada con sus viajes e interlocuciones, le permitió abrirse camino en un entramado de tensiones y conflictos, pasar de amateur a especialista. Su vida fue como un viento que avanzó raudo y calmo, acompañó el amanecer, el mediodía y el atardecer de iniciativas que nacían, continuaban o se perdían en el tiempo.
Este artículo se deriva de una indagación colectiva sobre la obra de Hernández de Alba que surgió en el 2010 en el grupo de investigación de Antropología e Historia de la Antropología en América Latina, labor iniciada por Jimena Perry con la clasificación inicial del archivo. Con base en la historia de la antropología (Darnell 1977; Stocking 1983), presento mi exploración en este acervo y focalizo el estudio en las estrategias de Hernández de Alba para formarse como antropólogo en el marco de un campo emergente en Colombia, enlazado a la gestión gubernamental. La propuesta de una antropología propia sigue la perspectiva de Krotz (2002 y 2011) para la configuración de las antropologías latinoamericanas.
Desde una perspectiva biográfica, analizo la emergencia del interés de Gregorio por la temática indígena y su temprana vinculación con la gestión estatal. Siguiendo a Krotz y al grupo de trabajo Antropologías de la Antropología en América Latina (GT-Adala)1, ubico este periodo en la fase de los umbrales, caracterizada por la interlocución de prácticas y debates antropológicos con otros campos, y en la que, además, quienes ejercen el oficio no necesariamente cuentan con una formación disciplinar especializada. Luego, presento su faceta como gestor de políticas públicas alrededor del intento de consolidación de la antropología como una disciplina necesaria para el Estado. Finalmente, examino la manera en que definió el servicio de la antropología al Estado a través de la vinculación de esta con las problemáticas indígenas.
Antes de proceder con lo anterior, es relevante reflexionar sobre los materiales de los cuales parte el análisis y sus implicaciones interpretativas. El archivo de Hernández de Alba, salvaguardado por la Biblioteca Luis Ángel Arango (BLAA), contiene registros diversos que provienen de un archivo personal/privado cedido a una entidad que contempla el acceso abierto a sus fondos. No se trata de un conjunto documental pensado, en principio, en el marco de la gestión gubernamental, lo que provoca que parte de las presencias y los silencios documentales se deriven de los criterios de archivalia impuestos por Gregorio y sus herederos.
Para comprender las lógicas de producción del archivo (Muzzopappa y Villata 2022), se debe anotar que gran parte del material se relaciona con las actividades desarrolladas en entidades estatales y su producción intelectual. Si bien hay documentos que podrían ser considerados como privados -diarios de campo o libretas de registro fotográfico-, corresponden a expediciones contratadas por el Estado. Así, aquellos ligados a su juventud y a sus relaciones personales se encuentran mayormente ausentes o se reducen a unos pocos, teniendo en cuenta la amplitud del acervo, dado que la documentación se concentra en acontecimientos acaecidos de la década de 1930 en adelante, cuando inicia su acercamiento a entes gubernamentales.
En cuanto a la estructura archivística de las entidades en cuestión, en las décadas de 1930 y 1940 el Ministerio de Educación Nacional (MEN) se encargó de la gestión cultural. Aunque en los archivos gubernamentales se encuentran algunos documentos que dan cuenta de las actividades, el de Hernández de Alba conserva carpetas detalladas sobre el detrás de escena de varios eventos de interés antropológico de este periodo. Así, mientras que los acervos estatales conservaron los registros oficiales relacionados con la aprobación o solicitud de las actividades, el paso a paso fue conservado por Gregorio en su archivo personal. La falta de una entidad sólida y la existencia de varias secciones o dependencias provocaron fluctuaciones y ausencias en el material conservado por el Estado. Es diferente la situación de la División de Asuntos Indígenas, en la que el archivo hizo parte del arte de gobernar (Stoler y Sierra 2010), lo que provocó que este fuese registrado y conservado de manera rigurosa por la entidad, mientras que en el archivo personal se guardó lo relacionado con correspondencia, manuscritos y copias de informes. Adicionalmente, aunque es un acervo en principio personal/privado, no todos los documentos fueron producidos por Hernández de Alba. Se encuentran registros de personas con las cuales tuvo interlocución y otros actores que participaron en el proceso clasificatorio del material. Finalmente, es un archivo con varios procesos de reorganización y catalogación, en los que participaron Perry, Carlos Andrés Barragán y el equipo de la BLAA.
Cambios de mirada: de las palabras a la práctica antropológica
A inicios del siglo XX la arqueología en Colombia no era un asunto exclusivo de arqueólogos o, por lo menos, de las figuras que hoy son reconocidas como tales. Desde finales del XIX fue un campo de anticuarios e historiadores que hicieron parte de redes americanistas que reunían a personas con formaciones disímiles, interesadas en visibilizar y construir pasados prehispánicos e incluirlos en las narrativas históricas nacionales (Botero 2006). En este contexto se destacan los trabajos y colecciones de Ernesto Restrepo Tirado (1892a, 1892b y 1917), Carlos Cuervo Márquez (1920a y 1920b) y Leocadio María Arango (1906). Adicionalmente, “la poesía, el teatro y la novela alcanzaron mayor popularidad”, y “el pasado indígena demostraría su utilidad […] mediante la puesta en escena de narraciones moralizantes y nacionalistas” (Langebaek Rueda 2016, 238).
No es de extrañar que los cuestionamientos de Hernández de Alba sobre lo indígena hayan surgido en su relación con la literatura. Este interés emergió en la Escuela Nacional de Comercio de Bogotá, donde publicó la novela Lucecita en 1923 y entabló amistad con Germán Arciniegas (Perry 2006). Años después escribió sus primeras líneas sobre la América antigua, manera como refería el periodo de la Conquista, y publicó algunos cuentos en El Gráfico y Senderos, incluidos posteriormente en el libro Cuentos de la Conquista (1937). Siguió el camino trazado en el siglo anterior, en el que las narrativas históricas no circularon exclusivamente en manuales, sino también en la poesía y el cuento; interpretó la Conquista como un hecho histórico de carácter trágico y abogó por la visibilización de los pueblos indígenas como sujetos históricos (G. Hernández de Alba 1937).
Su temprano interés por el pasado indígena deviene de su esfera familiar y su círculo social de juventud. Sus hermanos menores, Guillermo y Alfonso, se inclinaron al estudio de la historia colonial y ocuparon cargos diplomáticos en España que les permitieron acceder a documentos del Archivo General de Indias (C. Hernández de Alba 2016b). Si bien Alfonso falleció tempranamente, Guillermo se vinculó a entidades gubernamentales y educativas (Helguera 1989) y fue miembro de academias de historia en América y España (“Guillermo Hernández de Alba [1906-1988]” 1989). Su interés llevó a que tanto Guillermo como Gregorio gozaran del aprecio de las entidades estatales en la década de 1930.
Aunque Gregorio no cursó estudios superiores en Colombia, su cercanía con el movimiento de los Bachué y su participación en el Círculo Literario Rafael Pombo abrieron paso al “sentimiento nacionalista y americanista que se verá reflejado en toda su obra y que nunca pretende ocultar” (Perry 2006, 13). Sus intereses no fueron un evento aislado en el ambiente intelectual de la época; más bien, hicieron parte de la corriente que venía soplando tiempo atrás, y extraña que no existiese una relación cercana con otros círculos de estudios arqueológicos y etnográficos que cuestionaban el patrimonio arqueológico y el pasado prehispánico. Quizás su posición como amateur lo alejó de estos interlocutores.
Entre estos antecedentes, en 1931 se decretó la creación de un Museo Nacional de Arqueología y Etnología, dirigido por el médico Carlos Uribe Piedrahita. Con el museo se estableció una junta de curadores en la que participaron Laureano García Ortiz, presidente de la Academia Colombiana de Historia; Gustavo Santos, director nacional de Bellas Artes; Gerardo Arrubla, director del Museo Nacional, y Uribe Piedrahita. Estudiaron las colecciones, instaron a la fundación de una sala especializada en arqueología y etnografía, y propusieron “campañas que promovieran la donación de objetos […] provenientes de diferentes regiones del país”, así como “la generación de políticas que protegieran los ‘monumentos arqueológicos’” (Reyes Gavilán 2018). La participación de Arrubla, quien impulsó la protección de bienes arqueológicos, junto con el marcado interés de Uribe por promover leyes, llevó a que uno de los principales logros de la junta fuera la Ley 103 de 1931, “por la cual se fomenta la conservación de los monumentos arqueológicos de San Agustín”.
No obstante, este museo y su junta se enfrentaron con una situación similar que luego experimentaría Gregorio en sus intentos por estatalizar la antropología: la falta de presupuesto para la ejecución de políticas. Un año después de su emisión, se informó que “hasta ahora no ha podido tener cumplimiento el Decreto […], el cual obedece a una necesidad impuesta por el patriotismo y por los mandatos de la ciencia” (Arrubla 1932, 130). La junta, el museo no realizado y la Ley 103 cimentaron en el Gobierno una preocupación por los bienes arqueológicos. Adicionalmente, para que la estatalización de la antropología se hiciera realidad fueron importantes algunos acontecimientos transcurridos en la década de 1930.
Con la presidencia de Alfonso López Pumarejo se inició la Revolución en Marcha y el periodo de la República Liberal, que trajo proyectos como la ampliación de la cobertura educativa, el incremento de las publicaciones culturales y la vinculación de intelectuales al Gobierno (Urrego Ardila 2002). Buscando proteger los bienes culturales, el MEN incrementó la supervisión de expediciones extranjeras, para lo cual designó a intelectuales colombianos mediante el Decreto 1060 de 1936, “por el cual se reglamenta la entrada al país de expediciones científicas, sus actividades en Colombia, y se designa una Comisión”.
En este contexto Gregorio se acercó a la práctica profesional antropológica y conoció a investigadores extranjeros contratados por el Gobierno. En 1933 el Ministerio de Relaciones Exteriores y el MEN estudiaron la posibilidad de realizar una expedición etnográfica a los Llanos Orientales, región de interés para la colonización, para lo cual designaron al etnólogo sueco Gustaf Bolinder y al colombiano Ramón Carlos Góez. El proyecto fue ambicioso porque propuso incrementar las colecciones etnográficas, fortalecer los estudios antropológicos en la Facultad de Educación y hacer un manual para los trabajadores del Gobierno (Reyes Gavilán 2024). El año de 1935 tuvo vientos fuertes para la antropología colombiana: Bolinder y Góez iniciaron su trabajo en enero y, pocos meses después, Gregorio le expresó al director nacional de Bellas Artes, Gustavo Santos, su intención de que se crease una sección de arqueología y etnografía en dicha dirección (AGHdA, 1928-1970, ms. 2204). La propuesta planteaba que fuese el Estado, a través del MEN, el encargado de la gestión de la arqueología y la etnología, tarea asumida por la Academia de Historia y el Museo Nacional desde inicios del siglo XX. Las palabras tuvieron eco en Santos, quien lo invitó a la Asamblea de Directores Departamentales de Educación, en la que Gregorio expresó la necesidad de centralizar la administración de las actividades arqueológicas en el ministerio (G. Hernández de Alba 1935, 170).
Varias expediciones se desplazaron a los Llanos Orientales, el Urabá y La Guajira colombo-venezolana. La que se llevó a cabo en esta última región fue propuesta en abril de 1935 por Vicenzo Petrullo, del Museo Universitario de la Universidad de Pennsylvania, para adelantar estudios arqueológicos y etnológicos, y en ella participaron Paul Kirchhoff y su esposa, Lewis Korn, Gwyneth Browne Harrington y Lydia du Pont (AGN, SAA-II, MEN, 1935, caja 1, carpeta 3, f. 270). Si bien la propuesta inicial no incluyó a investigadores colombianos, el MEN solicitó vincularlos y Gregorio fue comisionado como becario (AGN, SAA-II, MEN, 1935, caja 1, carpeta 3, f. 272). Su participación tenía como fin acercarse a la antropología y tejer lazos académicos entre los Estados Unidos de América y Colombia. Estas expediciones llamaron la atención del Gobierno y del MEN sobre la necesidad de conocer la antropología de otros países. Como escribía Santos, las interacciones derivadas del arribo de investigadores extranjeros bajo la aprobación del Gobierno “han venido a reforzar y alentar el naciente interés por los estudios etnológicos y arqueológicos” (AGN, SAA-II, MEN, 3 de julio 1935, caja 8, carpeta 2, f. 89). Esta forma como se tejió la antropología propia da cuenta de una transferencia de conocimientos producto de las relaciones internacionales, diplomáticas y políticas entre intelectuales extranjeros y funcionarios del Gobierno.
La experiencia de Gregorio en La Guajira transformó su comprensión sobre el quehacer antropológico, en cuanto lo distanció de la visión literaria que había tenido de lo indígena. Experimentó una forma de investigar que provenía del “entrenamiento de sus investigadores, la destacada trayectoria personal y profesional […], su carácter multidisciplinario, [y] el uso de las mejores tecnologías de registro sonoro y visuales de su época” (Pineda Camacho 2016, 26-27), características propias de la antropología moderna (Geertz 1989). Los resultados fueron divulgados en noticias de prensa y en el libro Etnología guajira (G. Hernández de Alba 1936), que, aunque referenció algunos documentos coloniales, distó de su producción anterior, ya que se nutrió de las observaciones en campo.
Así como tuvo interlocución con los especialistas vinculados a las entidades norteamericanas, también la tuvo con habitantes locales interesados en las problemáticas indígenas. Durante el viaje conoció al escritor y comerciante wayuu Antonio Joaquín López Epieyuu (1903-1987), quien le entregó el manuscrito “Pampas guajiras” (AGHdA, ca. 1938, ms. 1589) para que lo publicara en Bogotá; lamentablemente, el texto quedó archivado, aunque con seguridad inspiró sus reflexiones. Adicionalmente, las conversaciones con el equipo, en especial con Kirchhoff, le permitieron adentrarse en la diversidad teórica antropológica y en su adecuación a las necesidades del trabajo en Colombia. Mientras que Gregorio exploraba la antropología moderna en La Guajira, Santos viajaba a San Agustín para formalizar “el contrato de compra de treinta y dos hectáreas de terreno, destinadas a formar un parque arqueológico” (“En el Ministerio de Educación Nacional” 1935, 500). La adquisición de terrenos buscó dar cumplimiento de la Ley 103 de 1931 y fortaleció la investigación en esta región.
Esta primera fase del ejercicio de Gregorio se alimentó de un entramado existente de interlocutores que estaban estrechamente vinculados con la acción gubernamental. Es importante resaltar lo anterior, ya que permite matizar la adscripción prístina de acuerdo con la cual se lo ha designado como pionero en la configuración disciplinar. En este sentido, retomar la propuesta de Krotz y el GT-Adala sobre las particularidades de los umbrales permite comprender las condiciones del quehacer antropológico colombiano en el marco de una disciplina sin fronteras (Stocking 2002).
Partiendo de lo anterior, la antropología propia se caracterizó en este periodo por la preocupación gubernamental por la salvaguarda del patrimonio arqueológico, los intentos de formalización a través de la creación de juntas de curadores y sociedades, y la exaltación del pasado prehispánico en demérito del interés por las problemáticas indígenas de la ?oca2. En este sentido, los intereses de Hernández de Alba no surgen como un hecho aislado, sino como parte del contexto.
Ir y volver: hacer antropología entre la gestión y la práctica
Una vez que Gregorio finalizó la expedición a La Guajira, retornó a Bogotá en medio de tiempos trágicos: su madre falleció, al igual que su hermano Alfonso, quien se encontraba enfermo (Perry 2006). A pesar del dolor, levantó vuelo y retomó raudamente las propuestas de consolidar espacios gubernamentales para la gestión de la investigación antropológica. Insistió en dos proyectos: la creación de una sección en el MEN y la fundación de la Sociedad de Arqueología, la cual podría establecer correspondencia con el Latin American Institute (AGHdA, ms. 1054). Como se lo mencionó a Petrullo, “apenas llegué me dediqué con el Dr. Santos […] a preparar un proyecto de ley sobre [el] establecimiento definitivo de una sección de arqueología y estudios etnográficos en el ministerio” (AGHdA, 1927-1939, ms. 2292).
El proyecto de ley pasó a plenaria y, aunque no se consolidó jurídicamente en ese año, sentó un precedente en el contexto de las iniciativas que se venían desarrollando de tiempo atrás. La Sociedad de Arqueología sesionó entre noviembre de 1935 y mayo de 1936, y la lista de invitados incluyó a César Uribe Piedrahita, Guillermo Fischer, Gustavo Santos, Armando Solano, Ramón Carlos Góez, Luis Alberto Acuña y Enrique Uribe White, entre otros. En las actas se indicó “la necesidad de constituir una sociedad que propenda por el desarrollo de las ciencias etnológicas y arqueológicas en Colombia”, y se presentó “un proyecto de estatutos” (AGHdA, 1927-1939, ms. 2292).
Si bien era una nueva sociedad, los temas fueron similares a los tratados anteriormente por la junta y por la Academia de Historia. Arrubla ya había expresado su preocupación por las colecciones y por el estado del museo, y los asociados se interesaron por los estudios arqueológicos y etnográficos; inquietó también el apoyo del Estado, se informaron hallazgos arqueológicos y se designaron investigaciones a los miembros. Si bien Gregorio alentó la correspondencia con académicos de otros países y de regiones de Colombia, en pro de intercambiar experiencias y publicaciones y de dar a conocer las investigaciones locales, el alcance fue limitado y estuvo supeditado a la corta vida de la sociedad.
Por otra parte, las gestiones de Santos habían sido fructíferas y, en 1936, se adquirieron los primeros predios para la creación del parque arqueológico (Reyes Gavilán y Mancera 2018). El interés por iniciar los estudios en San Agustín y Tierradentro lo lideró el Gobierno del Cauca, al contratar al geólogo alemán Georg Burg; sin embargo, el MEN solicitó que la tarea fuese supervisada por Gregorio, contratado como inspector de las exploraciones. Así, aunque no se creó la sección proyectada por Gregorio, el Estado inició la supervisión de los trabajos arqueológicos a través del MEN3, haciendo hincapié en la necesidad de la investigación en el suroccidente. En este sentido, durante 1936 y 1937 Gregorio supervisó, inspeccionó y realizó investigaciones comisionado por el ministerio. Estos viajes, a diferencia de su trabajo en La Guajira, los realizó al lado de su esposa, Helena Ospina, y de sus hijos Carlos y Gonzalo.
Las investigaciones durante estos años no fueron fáciles para Gregorio, ya que el Gobierno contrató al arqueólogo español José Pérez de Barradas para dirigir la Misión Arqueológica a San Agustín y los dos académicos tuvieron diferencias respecto a la interpretación de los hallazgos y el descubrimiento de Lavapatas, entre otras. Así, “las motivaciones que movían los antagonismos fueron más elementales: el afán de reconocimiento y la búsqueda de participación en la crecientemente importante academia de Estados Unidos fueron comunes a los dos investigadores. El eje central de la polémica fue el reconocimiento académico, no solo el ‘haber estado allí’, sino el ‘haber llegado primero’ o el ‘haberlo hecho mejor’” (Langebaek Rueda 2010, 11). Más allá de las distancias personales y laborales, las investigaciones trajeron ganancias a sus carreras académicas: Gregorio publicó múltiples artículos en prensa nacional (álbum de recortes de prensa, AGHdA, 305.8R32a) y obtuvo información suficiente para continuar sus estudios posteriormente; Pérez de Barradas, por su parte, publicó varios libros y fue contratado por el Museo del Oro para escribir los seis tomos de Orfebrería prehispánica de Colombia.
Los resultados del interés del Gobierno y el MEN por impulsar estudios sistemáticos en vista de la constitución de los parques arqueológicos llevaron a un incremento de colecciones arqueológicas procedentes de las excavaciones. ¿Qué hacer con estos objetos? Era una pregunta que revivía los debates sobre la creación de un museo, cuestionamiento abordado repetidamente por los interesados en los bienes arqueológicos y su nacionalización, no solo Gregorio, también Arrubla, Uribe Piedrahita, Bolinder y el mismo Pérez de Barradas.
Para la conmemoración del IV Centenario de la Fundación de Bogotá en 1938, que coincidió con “la alcaldía de Gustavo Santos y la posesión presidencial de Eduardo Santos, Fischer y Hernández de Alba propusieron una exposición arqueológica, y particularmente Gregorio asumió la tarea de listar las piezas del Museo Nacional, colecciones privadas y las procedentes de las investigaciones del MEN. La Exposición Arqueológica Nacional se inauguró en los antiguos salones de la Biblioteca Nacional de Colombia y contó con un ciclo de conferencias y la visita de delegados de pueblos kamentsä, misak, nasa y wayuu” (Reyes Gavilán 2020). Gregorio publicó en la revista Cromos una serie de artículos de divulgación sobre las zonas arqueológicas, agrupados posteriormente en el libro Colombia: compendio arqueológico (1938). A partir de esta clasificación se realizó uno de los primeros mapas arqueológicos del país, ilustrado por Luis Alfonso Sánchez, quien trabajó en las misiones al suroccidente como dibujante y en otras tareas. Durante las actividades del IV Centenario, Gregorio conoció al etnólogo francés Paul Rivet y viajó con él a San Agustín, junto con el ministro de Bélgica. Si bien la visita de Rivet fue corta, presentó un informe sobre las investigaciones en el que subrayó la necesidad de una formación especializada, dado que era “preciso zafarse del ‘amateurismo’” y no limitarse a estudiar las sociedades del pasado, sino prestar atención a las sociedades del presente (AES, s. f., caja 0015, carpeta 0008, f. 747).
La propuesta de Rivet incluía la posibilidad de realizar un intercambio binacional y enviar, a su vez, a Colombia a uno de sus alumnos. Consideró a tres colombianos: Gregorio Hernández de Alba, Sergio Elías Ortiz y el padre capuchino Marcelino de Castellví (AES, 1938, caja 0008, carpeta 0015, f. 746). Es probable que la cercanía de Gregorio con Gustavo Santos y el Gobierno centralista le permitiera ser seleccionado y asumir también el cargo de vicecónsul de Colombia en París. Por su parte, Castellví, con solo 30 años, contaba con una trayectoria en el área y trabajaba en Sibundoy, donde dirigía el Centro de Investigaciones Lingüísticas y Etnográficas de la Amazonia Colombiana, fundado en 1933. Mientras que Ortiz, con 44 años, era miembro del Centro de Historia de Pasto desde 1927 y trabajaba en la Escuela Normal de Varones de esa misma ciudad, desde donde perfiló un camino en el campo educativo regional.
Tanto Castellví como Ortiz tenían estabilidad profesional e independencia del vaivén político, mientras que la trayectoria de Hernández de Alba era incierta, puesto que había estado supeditada a la favorabilidad del Gobierno liberal y, aunque había gozado de algunos contratos con el MEN, no tenía un puesto fijo o un equipo con el cual pudiese adelantar iniciativas de mayor envergadura. Fue así como Gregorio se embarcó junto con su familia e inició una nueva vida en la que se enlazaron “sus estudios en la Facultad de Letras de la Université de París, sus labores en el Museo del Hombre y su responsabilidad en el Consulado de Colombia” (C. Hernández de Alba 2016a, 77).
Para 1939, la relación de Gregorio con el ministerio tenía un buen camino andado y desde noviembre de 1938 fue el jefe del Servicio de Arqueología, cuando finalmente se creó el tan ansiado Departamento de Arqueología (AGHdA, 5 de octubre de 1939, ms. 2204). Sobre lo anterior, es importante anotar que, aunque se aprobó la creación del cargo y la asignación presupuestal, las posibilidades de acción de la dependencia fueron pocas, a lo que se suma la partida de Hernández de Alba a Francia poco tiempo después de su designación.
La creación del servicio se ha considerado como un evento fundacional en la historia de la antropología colombiana que responde a una perspectiva enlazada a la estatalización del campo disciplinar4, ya que esta entidad se relaciona con el actual Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH). No obstante, acciones como la legislación y la adquisición de predios para los parques arqueológicos fueron previas a su creación, a lo que se suma que es poco lo que se ha investigado sobre el ejercicio del servicio entre 1938 y 1941. Con la ausencia de Hernández de Alba, el etnólogo alemán Justus Wolfram Schottelius se encargó de actividades como la curaduría de las colecciones arqueológicas y las expediciones arqueológicas, y se mantuvieron las partidas presupuestales para parques arqueológicos, la adquisición de colecciones, el modelado de estatuas y el cargo de jefe del Servicio de Arqueología.
La familia Hernández de Alba permaneció en París de enero de 1939 a febrero de 1941, cuando retornó a causa de la Segunda Guerra Mundial. En este tiempo Gregorio realizó dos de las tareas primordiales de su viaje, “la formalización de su entrenamiento, y […] la consecución de materiales de enseñanza necesarios para el fortalecimiento de una modesta colección museográfica, […] y de materiales bibliográficos e instrumentos de investigación para la concreción de una escuela etnológica” (Barragán 2015, 33). Ante el avance de la guerra, “el Gobierno colombiano resolvió ordenarle a casi todo el personal diplomático el regreso a Colombia” (C. Hernández de Alba 2016a, 85). Por otro lado, la amistad de Rivet con Santos le abrió la puerta para escapar de la persecución dirigida a los integrantes de la resistencia (Duarte 1960).
Gregorio retornó a su cargo en el servicio y Rivet ingresó al país gracias a un contrato para “colaborar en los trabajos de investigación científica, así como dictar los cursos y conferencias en la forma y en el lugar que el Gobierno designe” (AES, 1940, caja 0015, carpeta 0008, f. 752). A mediados de 1941 se fundó por decreto presidencial el Instituto Etnológico Nacional (IEN), anexo a la Escuela Normal Superior. Así como Rivet se exilió en Colombia, otros intelectuales extranjeros se vincularon a entidades colombianas. A la escuela se adhirieron “Urbano González de la Calle y Francisco Cirre; […] Kurt Freudenthal; […] Pablo Vila y José Royo y Gómez; […] Rudolf Hommes, Justus Wolfram Schottelius, Paul Rivet, Gerard Masur y José Ma. Ots Capdequi” (Pineda Giraldo 1999), y entre los docentes del instituto estuvieron Paul Rivet, Gregorio Hernández de Alba, José de Recasens, Manuel José Casas Manrique, José Socarrás y Luis Sánchez (Laurière 2008, 579).
El retorno a Colombia le recordaría a Gregorio las dificultades de mantener una financiación para el trabajo antropológico proveniente de las dependencias gubernamentales. Poco después, le escribiría a Eduardo Santos:
el puesto de jefe del Servicio de Arqueología fue suprimido durante mi ausencia […]. Tal es la situación, y es del apoyo de S. E., a este ramo cultural y americano, propio, de donde podremos obtener lo urgente: una ley creando ahora sí en definitiva y con medios para trabajar intensamente, un positivo Departamento de Arqueología e Etnografía, íntimamente vinculado al Instituto de Etnología. (AGHdA, 1940-1949, ms. 2293)
A pesar del bajo presupuesto, el instituto adelantó expediciones durante el receso vacacional. Gregorio estuvo con estudiantes en Tierradentro de diciembre de 1941 a febrero de 1942, y los trabajos arqueológicos, antropológicos y etnográficos fueron financiados por el MEN y el Institute of Andean Research. El equipo coincidió con investigadores como James Ford, Luis Alfonso Sánchez y Henri Lehmann. Las investigaciones produjeron un conjunto amplio de informes y artículos de prensa, grabaciones sonoras y audiovisuales, y una colección que amplió el acervo del museo. Con estos materiales y los precedentes, se organizó en 1942 una exposición en el Museo Arqueológico Nacional con el apoyo de Luis Sánchez, Edith Jiménez y Blanca Ochoa (Pineda Camacho y Rugeles Pineda 2016).
Por un momento, las cosas marchaban bien y finalmente Gregorio estaba en un espacio donde la formación, la investigación y la divulgación se conectaban a través del trabajo antropológico. Durante el segundo semestre de 1941, bajo el auspicio del Gobierno y su buena relación con la familia Santos, fue docente del instituto y, a final de año, partió a Tierradentro con sus estudiantes, como ya se mencionó. Lamentablemente, la vida académica no es ajena a las cercanías y distancias que marcan cualquier relación social; las tensiones que quebraron el vínculo entre Gregorio y Rivet lo llevaron a renunciar a sus clases en mayo de 1942, por lo que tuvo una corta trayectoria en el IEN. La causa de la diferencia yació en “la participación del etnólogo colombiano en un evento que organizó la embajada del Gobierno francés, bajo el régimen de Vichy […]. Rivet se sintió traicionado y arremetió contra él” (García Roldán 2022, 84). Mientras tanto, con la partida de Rivet hacia México en 1943, la dirección del instituto fue asumida por José de Recasens y luego por Luis Duque Gómez, uno de los primeros egresados del IEN.
En este segundo momento el campo antropológico logró abrirse espacio en el entramado estatal como un saber especializado que devenía de la formación disciplinar enmarcada en la educación superior. Adicionalmente, se dio un interés del Gobierno por impulsar la salvaguarda de bienes arqueológicos a través de la compra de predios que aseguraran su permanencia e inventario in situ, lo que conllevó investigaciones contratadas por el MEN. El estallido de la Segunda Guerra Mundial incrementó los procesos de transferencia de saberes especializados con el arribo de intelectuales, principalmente europeos, a los programas emergentes en ciencias sociales y etnología.
Los intereses de Gregorio en este periodo no se distanciaron de las iniciativas previas, impulsadas también por sus colegas, como la legislación patrimonial y la creación de programas especializados. Sus redes personales y familiares le fueron favorables en un ambiente político que le permitió acercarse a la gestión gubernamental en el marco de las actividades del MEN. No obstante, las tensiones académicas y personales, los vaivenes políticos y su acercamiento a la escuela norteamericana darían un giro a sus intereses abriendo paso al indigenismo, de corte integracionista, al que se entregaría en las siguientes décadas.
Un encuentro de caminos: localizar el quehacer propio
Si bien Gregorio y Rivet se distanciaron, las relaciones construidas con los antropólogos norteamericanos desde la expedición a La Guajira le permitieron continuar su trabajo. En 1941 tradujo al inglés el compendio publicado en 1938 y llegaron al país colegas como Wendell C. Bennett y James Ford, que se dirigieron al Valle del Cauca y el Cauca, y Willard Z. Park, que se encaminó a la Sierra Nevada de Santa Marta (G. Hernández de Alba 1943). El acercamiento de los antropólogos estadounidenses a Colombia y el de Hernández de Alba a Estados Unidos se enmarcan en un contexto amplio vinculado a políticas panamericanas y del buen vecino, en el que confluyeron intereses económicos, políticos e intelectuales (Legarreta 2019). La expansión estadounidense de los estudios latinoamericanos entre 1939 y 1945 estuvo cobijada por agencias gubernamentales, apoyadas en las becas de la John Simon Guggenheim Memorial Foundation y la Rockefeller Foundation (Hanke 1947). La relación de los antropólogos con el Gobierno no era novedad en Estados Unidos. El mismo Bennet y Raphael Baels, con quien Gregorio intercambió correspondencia, fueron reclutados por la Ethnogeographic Board para poner el conocimiento antropológico al servicio de la guerra y la seguridad nacional (Price 2002).
Las redes entabladas con estos “le sirvi[eron] para establecer su primer contacto con Julian Steward, director del Smithsonian Institution y […] escribir sus artículos en el Handbook of South American Indians” (Perry 2006, 41). Esto hizo posible que viajara a Estados Unidos en 1943 con una beca de la Guggenheim Foundation para investigar, en el Smithsonian, los acervos y las acciones gubernamentales en las reservas indígenas. Sus vivencias parisinas y estadounidenses le permitieron la aprehensión de diferentes escuelas museográficas, que se reflejaron en las propuestas iniciales para el Museo Arqueológico Nacional y en las elaboradas para el Museo del Oro (García Roldán 2021). En 1946 y 1948 publicó artículos en el Handbook of South American Indians, en el que también colaboraron Bennet, Ford y Park. Crearon, con el apoyo del Smithsonian, la Sociedad Interamericana de Antropología y Geografía (AGHdA, “Sdad. Interamericana de Antropología y Geografía se fundará en Colombia”, El Espectador, 18 de marzo de 1943). Como lo mencionó en 1942 Beals en una misiva a Hernández de Alba, “debemos tener en cuenta que existen muchos problemas comunes en las Américas […]. Tenemos que reconocer que las soluciones de los problemas nacionales muchas veces existen afuera de los límites nacionales” (AGHdA, 1922-1972, ms. 2296).
Los años que pasó en Estados Unidos reforzaron la idea de una antropología al servicio de los intereses del Gobierno, a través de aquellos a los que denominaba movilizados sin uniforme, con lo cual se refería a que “la antropología suministra muchos hombres que, en departamentos de relaciones culturales, de relaciones internacionales, de programas universitarios y de desarrollo de las ciencias sociales, están planeando los programas que en su especialidad contribuirán al progreso y la paz” (AGHdA, 1962, ms. 1145). Estas palabras se inspiraron en las acciones de los antropólogos norteamericanos en los tiempos de la guerra y la posguerra, en el marco de políticas de intervención social. En 1944, Gregorio propuso “un plan para formar un más vasto departamento o sección de etnología como llaman los europeos, o antropología como se estila en los Estados Unidos y México” (AGHdA, 1940-1949, ms. 2293).
Sin embargo, el contexto era desfavorable por el cambio de dirección del MEN, ya que el intelectual “Darío Achury Valenzuela […] no era admirador del trabajo de Hernández de Alba” (Barragán 2015, 145). El silencio que recibió y los conflictos con Achury lo llevaron a renunciar al servicio en 1944, aunque en 1945 se realizó la fusión de entidades, sobre la cual expresó que era “un mero ideal cientificista en vez del ideal social, humano, educacionista, de hacer de la etnología general un estudio útil de humanidades” (AGHdA, 1940-1949, ms. 2293). La crítica al cientificismo derivaba de su acercamiento al movimiento indigenista y su participación en el Instituto Indigenista de Colombia (IIC). La fundación del Instituto Indigenista Interamericano impulsó la creación de institutos en países latinoamericanos. Antonio García Nossa y Gregorio lideraron la iniciativa en Colombia y delinearon los estatutos en 1942, y la entidad funcionó de manera privada hasta 1945, fecha en la que García radicó los estatutos ante notaría pública. En 1947, el instituto se nacionalizó al ser incorporado a la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional de Colombia.
Las publicaciones del IIC dieron un lugar a las discusiones que no cabían en el IEN. Es el caso de trabajos que abordaban las problemáticas indígenas, como El problema indígena en el departamento de Nariño (Chaves 1944), El problema indígena en el Cauca: un problema nacional (Cabrera Moreno 1944) y Los indios del Alto Magdalena: vida, luchas y exterminio, 1609-1931 (Friede 1943). Muchos colegas participaron en las dos entidades, como Luis Duque Gómez, Blanca Ochoa Sierra, Milcíades Chaves, Eliécer Silva Celis y Edith Jiménez Arbeláez (Barragán 2013). No obstante, es relevante anotar que el indigenismo propuesto por Gregorio era de corte integracionista y guardaba la esperanza de una mayor intervención del Gobierno en un cambio cultural desarrollista, lo que se vería reflejado en las propuestas posteriores para crear una dependencia encargada de los asuntos indígenas.
Luego de dictar algunas clases en la Universidad Nacional, retornó al Cauca, como ese viento que vuelve en cada estación todos los años. Su partida estuvo marcada por diferencias con García y Ochoa en cuanto al manejo del IIC, situación que fue informada a Manuel Gamio, dado que Hernández de Alba era el representante ante el Instituto Indigenista Interamericano (AGHdA, 1943-1965, ms. 1573). En el Cauca, asumió la dirección del Museo Arqueológico de la Universidad del Cauca (Perry 2006), fundado por Lehman en 1942 (Fauvet-Berthelot 1992); en los meses anteriores a su vinculación, dinamizó iniciativas dirigidas a “mejorar” la condición de los indígenas de la región con el apoyo de la Dirección Nacional de Higiene y el MEN (AGHdA, 1943-1965, ms. 1573).
El campo antropológico académico se había ampliado en esta década, entre 1943 y 1945. Con el apoyo del Gobierno y entidades extranjeras, los etnólogos del IEN realizaron expediciones y publicaron en la Revista del Instituto Etnológico Nacional y el Boletín de Arqueología. La antropología, como campo especializado asociado a los procesos de formación en educación superior, había alzado vuelo finalmente. Las expediciones fueron un espacio de encuentro con especialistas extranjeros y generaron un intercambio que fue más allá de la propuesta inicial del instituto, aunque la financiación dependió de fondos estatales, becas y redes con entidades extranjeras. Asimismo, se abrió paso a la regionalización de la antropología con los institutos filiales y museos en otras ciudades, el primero de los cuales fue el del Cauca, fundado en febrero de 1946 bajo la dirección de Hernández de Alba. Allí se adelantaron “labores de preservación y reconstrucción de los monumentos arqueológicos de Tierradentro”, se dictaron “cursos de investigación”, y se llevaron a cabo “misiones de estudio” y “trabajos […] asesorados por el arqueólogo Alberto Ceballos Araujo” y por “el Dr. John Rowe” (Duque Gómez 1946, 11).
El plan de estudios incluyó clases similares a las del IEN, como las de bioantropología, prehistoria, arqueología y orígenes del hombre, aunque comprendió nuevos componentes, como el de fuentes e instituciones de la historia de América y de Colombia, y el de política indigenista americana (IEN 1946). En esta propuesta Gregorio dejó su huella al repensar el lugar de la antropología en relación con las problemáticas indígenas, probablemente desde la perspectiva norteamericana. La vinculación del instituto con el Smithsonian, derivada de la conexión de Gregorio con Steward, se mantuvo cuando George Foster asumió la dirección y favoreció “una antropología comprometida con las personas” (Perry 2006, 57). En los años siguientes, los estudios avanzaron y afianzaron su articulación con los pueblos indígenas del Cauca y la escuela norteamericana, y el trabajo que inició Lehmann continuó con José Tumiñá Pillimué, quien durante tres años “realizó labores de intérprete y profesor de la lengua nativa o clases de lingüística en el instituto” (Tumiñá Muelas 2019, 41).
Al final de los años cuarenta, los vientos soplaron con fuerza anunciando la llegada de la tempestad. Luego de conocer diversas escuelas antropológicas, universidades, institutos y museos, así como de hacer y perder amigos y colegas en medio de las borrascas, Gregorio estaba convencido de una antropología cercana al indigenismo de corte integracionista, sobre la cual escribió a Nieto Caballero, en 1948, lo siguiente:
El indigenismo que yo entiendo es el que, después de conocida por la etnología la índole de las culturas tradicionales de cada grupo o minoría indígena, halle las vías más justas, aceptables y fáciles para ejecutar los cambios que requiera la elevación del nivel de vida de cada uno de dichos grupos, para beneficio de sus individuos como tales y del país en general. (AGHdA, 1940-1949, ms. 2293)
Luego del Bogotazo, la Violencia y las diferencias bipartidistas se recrudecieron. Para noviembre de 1949 Gregorio escribía a Duque sobre el abandono del trabajo en campo a causa de “los lamentables sucesos políticos que en estas regiones provincianas cobran inusitado recrudecimiento” (AGHdA, 1940-1949, ms. 2293). La situación no tendría vuelta atrás al año siguiente, cuando la familia fue víctima de la persecución política (AGHdA, 1940-1949, ms. 2293). Ante un panorama complejo para los liberales en medio de un bastión conservador, Helena propuso retornar a Bogotá (C. Hernández de Alba 2019). El instituto y el museo se llevaron un duro golpe debido al retiro del apoyo del Smithsonian y la Universidad del Cauca; como lo escribía Cabrera en 1953, “ya no queda sino un amontonamiento de cosas en un cuarto húmedo” (AGHdA, 1922-1972, ms. 2296). En medio de la coyuntura política, el IEN pasaba por un momento difícil, aunque Duque lo mantenía a flote. Gregorio creó en 1952 la Sociedad Colombiana de Etnología, en la que participaron Pedro José Ramírez, Luis Duque Gómez, Edith Jiménez de Muñoz, Gabriel Giraldo Jaramillo, Roberto Pineda Giraldo, Virginia Gutiérrez de Pineda, Miguel Fornaguera, Alberto Ceballos Araújo, Sivio Yepes y Rogerio Velásquez. En ese mismo año, el Servicio de Arqueología, el IEN y el Instituto de Antropología Social fueron fusionados para dar lugar al Instituto Colombiano de Antropología (ICAN).
En la Sociedad de Arqueología, Gregorio retomó la propuesta de crear una dependencia gubernamental de asuntos indígenas que abordara las cuestiones de tierras, la colaboración con otras entidades estatales y la investigación con vistas a formular “mejores soluciones para cada uno de los problemas […], tendiendo a la más justa y apropiada incorporación de ellos a la vida nacional” (AGHdA, ca. 1944, ms. 1103). Tiempo después, retomaría la idea de que el conocimiento antropológico estuviese al servicio de las políticas de integración para lograr “un mejoramiento efectivo [de los indígenas] en lo cultural, lo social, lo higiénico, lo económico y lo industrial […] y de su aprovechamiento como verdaderos colonos, agricultores e industrialeros” (AGHdA, 1954, ms. 1044).
La creación de la dependencia tardaría varios años y en el entretanto Gregorio aceptó pequeños contratos que permitieron pagar los gastos familiares, con el Comité Católico Colombiano, con el Banco de la República y con el Museo Nacional para un programa radial (Perry 2006). Luego del periodo presidencial del general Gustavo Rojas Pinilla, el Frente Nacional trajo consigo la creación, en 1958, de la “Sección de Negocios Indígenas, adscrita al Ministerio de Agricultura y Ganadería, […] lo que le daría la oportunidad de dedicarse de lleno al indigenismo” (Rodríguez Rojas 2016b, 146). En 1960, la sección se trasladó al Ministerio de Gobierno bajo el nombre de División de Asuntos Indígenas. En el tiempo que estuvo allí, propuso políticas indigenistas de integración social y alimentó sus planteamientos con las trayectorias de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el Instituto Indigenista Nacional de México y el V Congreso del Instituto Indigenista Interamericano (Correa Rubio y Acero 2013). Años después, expresó su preocupación sobre la necesidad de comprender primero la situación indígena para inducir cambios y organizar la parcelación de los resguardos. Con respecto a eso, consideró problemáticas como la ausencia de la medicina y la agricultura modernas, la economía de subsistencia, el ocultamiento de las tradiciones, el despojo de tierras a manos de colonos y la discriminación de las poblaciones indígenas (AGHdA, 1966, ms. 2249).
El informe de 1966 afirmaba que la división contaba con la asesoría de “Naciones Unidas, OIT, Programa Andino […] el Instituto Lingüístico de Verano [ILV]”, y también de “la institución CARE [Cooperative for Assistance and Relief Everywhere], de los Estados Unidos”, y proponía la colaboración del Ejército Nacional en “brigadas cívico-militares […] integradas a programas básicos” (AGHdA, 1966, ms. 1066). Dichas entidades colaboraron con la visita de especialistas (Programa Andino), auxilios alimenticios (CARE), la enseñanza del español y el suministro de avionetas (ILV).
El Programa Andino se originó en la Comisión de Expertos de Trabajo Indígena de 1951, en la que surgió la Misión Andina, “con el objetivo de planificar un proyecto regional, multilateral e integral de la ONU hacia los Estados andinos y sus políticas de protección e integración de la población indígena” (Martín-Sánchez y Breuer 2021, 124). Se enfocó en pueblos andinos y los caracterizó a partir de “atributos sociales, llamados ‘denominadores comunes’”, los cuales reafirmaron “la representación estereotípica que ya se tenía […], la del ‘indio’ como los habitantes de la región que no están ‘integrados’” (Martín-Sánchez y Breuer 2021, 126). Se trataba de una iniciativa de carácter regional cuyas propuestas de intervención o “soluciones” fueron similares allí donde tuvo presencia el programa: Ecuador, Perú, Bolivia, Colombia, Venezuela, Chile y Argentina.
El ingreso a Colombia del ILV, una organización protestante dedicada a la evangelización y traducción de lenguas indígenas, entre otras, estuvo relacionado con la interlocución de Gregorio con su fundador y director, William Tonwnsed. En 1962 se firmó un convenio entre el ILV y el Gobierno para “desarrollar trabajos con grupos indígenas [y otorgar] servicios de intérpretes, organización de cursos de capacitación lingüística, elaboración de cartillas bilingües, traducción de textos a lenguas [y] el fomento del mejoramiento social, económico, cívico, moral y sanitario de los indígenas” (Franco 2024, 9-10). Las acciones del ILV quedaron en tela de juicio en 1970, luego de la acción militar acontecida en San Rafael de Planas, en la que se masacró y torturó a un grupo de indígenas. En respuesta a ese suceso, el Gobierno designó una comisión del ICAN para evaluar las actividades del ILV y el informe de dicha comisión señaló “el proselitismo religioso y lo inadecuado que era que el Estado delegara el mejoramiento moral de las comunidades indígenas a una institución extranjera” (17, énfasis en el original). Los debates respecto a la presencia del ILV se extendieron a universidades y organizaciones indígenas.
Luego de una larga trayectoria de gestión, instando constantemente al Estado a asumir una preocupación real por la antropología, tanto por la investigación como por su aplicación en terreno, Gregorio se retiró en 1970. Las relaciones establecidas con centros académicos, entidades gubernamentales y antropólogos se manifestaron en su asociación a academias en Colombia, Ecuador, México, Guatemala, Francia y Estados Unidos (AGHdA, 1920-1970, ms. 2204). El ocaso de su vida vino con dolencias que lo llevaron a fallecer en 1973.
Los intereses de Gregorio Hernández de Alba fueron posibles en el contexto de una antropología propia que emergía del umbral de interlocución con otros campos, sociedades, juntas y academias, así como de un interés gubernamental por la gestión del patrimonio y la aplicación del conocimiento antropológico a las necesidades del Estado. Las preocupaciones por los bienes arqueológicos o los programas educativos especializados fueron compartidas por otros intelectuales de la época, mientras que muchas de sus iniciativas retomaron propuestas anteriores. Los conflictos y tensiones que se presentaron a lo largo de su carrera delinearon su actuar y lo llevaron a redefinir constantemente su manera de pensar y hacer antropología.
Reflexiones finales
El campo de la historia de la antropología se ha consolidado en las últimas décadas. Muestra de ello son el proyecto History of Anthropology, editado por Stocking, la serie Critical Studies in the History on Anthropology, editada por Regna Darnell, Robert Oppenheim y Stephen O. Murray, la History of Anthropology Review y la enciclopedia en línea Bérose. Uno de los puntos comunes es que las investigaciones se nutren de fuentes documentales no publicadas o de archivos, trabajo que distancia esta tendencia de publicaciones previas sobre la historia de la disciplina.
En el caso colombiano, la donación del archivo de Gregorio Hernández de Alba a la BLAA ha dado pie a una profusa indagación sobre este personaje, reflejada en un incremento de publicaciones. Adicionalmente, hay varios acervos de acceso abierto que hacen parte de la configuración disciplinar, como los fondos de Virginia Gutiérrez y Roberto Pineda Giraldo (Universidad Central), de Blanca Ochoa de Molina (Universidad Nacional de Colombia), de Graciliano Arcila Vélez (Universidad de Antioquia) y del IEN (ICANH y AGN).
En este artículo, siguiendo la caracterización de Krotz de las antropologías propias que devienen de realidades latinoamericanas distintivas, se buscó comprender el ejercicio antropológico de Hernández de Alba en el marco del quehacer disciplinar en la fase de los umbrales y su posterior estatalización a través de la creación de programas de formación y el establecimiento de dependencias dedicadas al indigenismo. Se evidenció la correlación de la emergencia disciplinar con su articulación a proyectos estatales. En este sentido, lo indígena abarcó un interés por el pasado prehispánico y las problemáticas indígenas del presente. No obstante, la inestabilidad fue perenne. Algunas propuestas de Hernández de Alba retomaron iniciativas anteriores, otras perecieron rápidamente y otras marcaron rumbos en políticas y áreas derivadas del quehacer disciplinar. Su trayectoria da cuenta de un campo en constante tensión, atravesado por lazos sociales, políticos y académicos, de manera que la configuración de su perspectiva antropológica no se explica con independencia de las redes que estableció, tanto en la vida personal como profesional. Al vaivén de los vientos, los proyectos fueron a veces posibles, a veces no.














