Introducción
Al igual que para muchas mujeres en el mundo, la violencia sexual se ha convertido en una preocupación central para las mujeres indígenas que luchan por el acceso a la justicia y el ejercicio de sus derechos. Las mujeres y las niñas son las principales afectadas por esta violencia, que abarca un espectro de actos sexuales físicos y verbales realizados contra la voluntad de la persona (ONU 1993). A pesar de su incidencia y gravedad, los niveles de desatención e impunidad al respecto son altos a causa de las barreras físicas, económicas, institucionales, lingüísticas y culturales que enfrentan las mujeres indígenas para acceder a adecuados servicios sociales, de protección y de justicia en la jurisdicción ordinaria (CIDH 2017; FIMI 2020). Por su parte, en el marco del pluralismo jurídico, los sistemas de justicia indígena, en los que la autoridad generalmente reposa en los hombres, están signados por valores patriarcales que las subordinan y tampoco son garantía de amparo frente a las violencias de género (Alsalem 2022; Sieder y Sierra 2011).
Antropólogas feministas y lideresas indígenas concuerdan en que la violencia sexual hacia las mujeres indígenas hace parte de un entramado mayor de discriminaciones estructurales e interseccionales que sufren en razón del género, la clase, la raza y la historia colonial (Cumes 2019; Palacios y Bayard de Volo 2017; Picq 2018; Sieder y Sierra 2011). Y advierten sobre la necesidad de entenderla como una categoría situada sobre la cual persisten el silencio, la impunidad y la violencia de la ley en muchos de los escenarios de denuncia y juicio público de la agresión sexual (Baxi 2014). Contra los velos del ocultamiento y la normalización de estas violencias, las mujeres indígenas han emprendido procesos organizativos para cuestionar ciertos usos y costumbres que vulneran su integridad, y redefinirlos en función de una mayor igualdad, seguridad y justicia para ellas y sus hijas (Sierra 2009).
A partir de tres procesos organizativos para la atención y prevención de la violencia sexual, este artículo explora la manera en que mujeres nasas, arhuacas y emberas se congregan en sus comunidades como un colectivo con necesidades e intereses comunes, para confrontar ideologías y prácticas discriminatorias e impulsar su participación en la administración de la justicia indígena. A diferencia de análisis sobre la violencia sexual perpetrada por actores externos en el marco del conflicto armado (CEV 2022), interesa aquí un asunto menos estudiado en Colombia: la movilización en torno a la violencia sexual interna y la manera como, en medio de las potencialidades y constreñimientos del género y del derecho indígena, las mujeres activan su agencia creativa entretejiendo elementos de la tradición y la cultura con marcos normativos de los derechos humanos, para impulsar ejercicios locales de justicia acordes con sus aspiraciones de respeto e igualdad. En los tres casos, que distan de ser homogéneos, se observan la emergencia y el fortalecimiento de un sujeto político que lucha por transformar la opresión y exclusión de género, a la vez que busca fortalecer la jurisdicción especial indígena a partir de una justicia que reconozca los derechos de las mujeres.
Este trabajo etnográfico surge de las solicitudes que la rama judicial hace al Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH) acerca del derecho propio de distintos pueblos indígenas del país para determinar la competencia jurisdiccional en hechos de violencia sexual contra menores de edad, sobre los que el sistema judicial nacional y la jurisdicción especial indígena reclaman potestad. Con el fin de conocer las perspectivas plurales y situadas de las mujeres, emprendimos una indagación con nasas de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN), emberas del Programa Departamental de Mujeres Indígenas del Chocó y arhuacas de la Casa de Gobierno Ati Kuakumuke en Pueblo Bello, en la Sierra Nevada de Santa Marta, seleccionadas a partir de sus trayectorias organizativas en distintas regiones del país. La metodología incluyó un intercambio exploratorio de experiencias sobre violencia de género y acceso a la justicia en 2021, en el que también se discutieron los retos y posibilidades de la coordinación interjurisdiccional con enlaces étnicos del Ministerio de Justicia, la Fiscalía, Medicina Legal y el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF). Las memorias del encuentro fueron compartidas con las y los participantes. Entre 2021 y 2023 entrevistamos a mujeres y hombres de varios pueblos indígenas, la academia, ONG y la rama judicial; participamos en encuentros de mujeres indígenas y justicia propia, y documentamos la ruta de atención de la Casa de Gobierno de Ati Kuakumuke en una cartilla y un video que fueron distribuidos y socializados con mujeres, organizaciones indígenas, la academia y la institucionalidad2.
En lo que sigue, presentamos algunas de las discusiones sobre género, violencia y justicia en América Latina que guían este trabajo (Chenaut 2007; Pequeño 2009; Picq 2018; Rousseau y Morales 2018; Sieder 2019; Valdez et al. 2017). En seguida se introducen los tres procesos organizativos que ilustran las diversas formas de movilización de las mujeres, los retos de su lucha cotidiana contra la violencia sexual y por sus derechos, así como sus propuestas de justicia propia incluyente. La tercera sección discute las reflexiones de las mujeres indígenas sobre la cultura, la tradición y el poder en la búsqueda de igualdad y participación en la administración de justicia, y la dimensión política de su acción organizativa transformadora para el bienestar de ellas y sus comunidades.
Violencia sexual y justicia propia: nuevos campos de organización para la transformación social
El reconocimiento de la violencia sexual como un delito contra los derechos humanos y de las mujeres es una conquista reciente de los movimientos feministas que las mujeres indígenas han incorporado en sus agendas organizativas. La lucha material y simbólica contra ella es un nuevo campo de acción social y política por los derechos de las mujeres y la justicia indígena. Un referente importante de esta lucha es la Declaración de las Mujeres Indígenas del Mundo, proclamada en Beijing en 1995, que señaló la imbricación de las violencias estructurales de la colonización, la pobreza y la exclusión con las violencias patriarcales de los sistemas consuetudinarios y las prácticas culturales de inferiorización y control de sus cuerpos y sexualidades (Coomaraswamy 2001). En ella se propuso la creación de instrumentos jurídicos y sociales de protección contra la violencia doméstica y estatal, la erradicación de leyes, costumbres y tradiciones indígenas discriminatorias hacia las mujeres, y el reconocimiento de los sistemas de derecho propio que apoyan a las que son víctimas de violencia (FIMI 2020).
El registro etnográfico ha evidenciado que las construcciones sociales y los significados del género, así como los sentidos de la violencia sexual y su sanción legal, son históricos, situados, cambiantes en el tiempo y producto de relaciones sociales de poder (Baxi 2014; Merry 2009). En América Latina, antropólogas y lideresas indígenas coinciden en que la elaboración sociocultural de la sexualidad y el género, y también la de los sistemas y prácticas de justicia indígenas, se han forjado en estructuras de violencia, exclusión y desigualdad colonial, patriarcal y racial (Sieder y Sierra 2011; Valdez et al. 2017) que contribuyen a la naturalización de la agresión sexual. De hecho, en muchas comunidades indígenas no existe un término o concepto de violación sexual ni esta es una conducta punible (Amador 2016); en otros casos, se emplea como un correctivo de comportamientos considerados inapropiados o como una forma de violencia política para amedrentar a las víctimas (Picq 2018). En cuanto mecanismo de disciplinamiento, la violencia sexual refuerza ciertas expectativas de género y favorece la impunidad; en el plano simbólico, su correlato en los mitos y rituales la legitima y reafirma la subordinación de la mujer (Jackson et al. 1991).
En ciertas cosmovisiones, la violencia sexual se concibe, más bien, como una enfermedad o desarmonía causada por fuerzas no humanas que afectan el equilibrio natural y comunitario y debe ser tratada en el plano espiritual para restaurar el equilibrio. Al atribuirse a un agente no humano, como un espíritu, un animal, el viento o el agua, se elude la potencial conflictividad social que implica señalar al agresor. En sociedades estrechamente vinculadas por el parentesco y la vecindad, denunciar y confrontar a familiares o autoridades puede ser una afrenta por esquivar en aras de la convivencia y la seguridad. La lideresa zapoteca Eufrosina Cruz Mendoza (2022) afirma que, si la violencia sexual no se denuncia, se normaliza; sin embargo, callar también es una opción frente a la complejidad lingüística, emocional, sicológica y social de narrar una experiencia subjetiva que involucra el cuerpo y la totalidad de la persona, especialmente cuando se trata de mujeres y niñas pobres, con baja escolaridad y dependencia económica.
Aun cuando la violencia sexual intracomunitaria persiste como un secreto a voces en el ámbito privado, en Colombia cada vez más mujeres indígenas levantan la voz para denunciarla y exigir justicia. El pluralismo jurídico, en su heterogeneidad, abre nuevas posibilidades de resolución de conflictos internos según procedimientos y principios culturales propios3 que expanden las opciones de acceso de las mujeres a la justicia. Por ejemplo, la jurisdicción indígena puede tramitar controversias en el idioma propio y mediante el consejo, y brindar juzgamientos gratuitos y arreglos más expeditos. No obstante, la priorización de los derechos comunitarios y la reconciliación entre las partes pueden pasar por alto los derechos individuales y la autonomía de las mujeres (Picq 2018; Sieder y Sierra 2011).
De la justicia indígena se han destacado principios y procedimientos restaurativos y reparadores (Dlestikova 2020; JEP s. f.), en oposición a la naturaleza punitiva del sistema ordinario. No obstante, los escenarios de la justicia oral comunitaria, como las asambleas en las que se exponen públicamente los hechos violentos que vulneran a las mujeres, pueden ser intimidantes e incluso revictimizantes, por ejemplo cuando son acusadas por las autoridades -y, en ocasiones, por la propia comunidad- de provocar la agresión y se les restringe el acceso a la justicia. En cuanto escenario privilegiado de la autoridad masculina, la justicia propia reproduce desigualdades de género; sin embargo, la pluralidad normativa y cultural comunitaria también ofrece la posibilidad de examinar críticamente usos y costumbres opresivos, y redefinirlos (Hernández y Canessa 2012). Justamente, la lucha organizativa de las mujeres indígenas busca revaluar interpretaciones patriarcales del derecho propio y crear condiciones para prácticas sociales y jurídicas más democráticas.
Ahora bien, estos cuestionamientos a las estructuras y al ejercicio del poder y la autoridad en sus comunidades y organizaciones generalmente ocurren en las interacciones y negociaciones de la vida diaria, lejos de la luz pública y al margen de la política formal. Estas acciones cotidianas, en las que ellas resisten y activan su agencia con miras a crear escenarios más justos y equitativos, son las maneras silenciosas y sutiles en las que hacen política (Ammann 2020). Tales formas interpelan a la antropología para iluminar etnográficamente cómo, en contextos de diferencia y desigualdad, las mujeres indígenas se organizan y desafían el orden social y jurídico que las discrimina para transformarlo.
Su larga y variada experiencia organizativa abarca desde el ámbito doméstico y comunitario hasta la lucha por los derechos colectivos de sus pueblos. Bajo la influencia del desarrollo, los derechos humanos, los movimientos indígenas y de mujeres, el trabajo organizativo ha posibilitado que ellas accedan a recursos económicos y sociales para atender problemas comunes, generar ingresos, capacitarse y empoderarse (Hernández y Sierra 2005; OIT 2021; Picciotti 2019; Rousseau y Morales 2018; Valdez et al. 2017). Aunque no sin tensiones y asimetrías, la interacción con distintas ONG, la cooperación internacional, la Iglesia, la academia y grupos feministas y de derechos humanos han fortalecido los liderazgos y aumentado la participación de las mujeres en redes de relaciones sociales que alimentan sus discursos y posicionamientos políticos. Las oficinas o espacios de mujer y familia en las organizaciones indígenas y las organizaciones autónomas de mujeres se han convertido en núcleos tanto de identidad colectiva étnica y de género como de movilización de intereses y demandas específicas, en contrapeso a las limitaciones de participación en otras instancias de representación política indígena (Barrera 2015; Pequeño 2009; Speed et al. 2006).
En la práctica cotidiana, la organización autónoma y los reclamos por igualdad y reconocimiento no son fácilmente aceptados por quienes ven amenazado su poder y privilegio e interpretan estas reivindicaciones como antagónicas a las demandas históricas de los pueblos indígenas por derechos colectivos, autonomía jurisdiccional e integridad cultural (Hernández y Canessa 2012). Las mujeres arguyen que, al ser afectadas en su integridad por los impactos físicos y sicológicos de largo plazo de la violencia sexual, se deben reconocer los derechos individuales de las víctimas. En esta lógica, sus demandas por derechos individuales no contradicen la unidad indígena ni el proyecto colectivo; más bien son luchas por la satisfacción de necesidades tanto de las personas vulneradas como de la comunidad y el tejido social.
Como se verá en los tres casos de estudio, a pesar de sus diferencias socioculturales y territoriales y de las trayectorias de sus procesos organizativos como mujeres, ellas concuerdan en que la erradicación de la violencia y la desigualdad de género debe ser central en el proyecto político y cultural de sus pueblos, y en que la autonomía de la jurisdicción especial indígena para ejercer justicia dentro de su ámbito territorial, según las normas y procedimientos de cada pueblo, requiere del fortalecimiento de la justicia propia con garantías para las mujeres. Aunque no se identifican con el feminismo por considerarlo una construcción occidental y colonialista ajena a sus experiencias diversas, sus agendas no son impermeables a los logros sociales, políticos y legislativos de los movimientos feministas y de mujeres a nivel nacional e internacional; de hecho, sus demandas entrelazan la cosmovisión indígena y la diferencia cultural como formas de resistencia con una crítica a la doble discriminación que enfrentan por su condición étnica y de género, así como a la dominación masculina dentro de sus organizaciones y comunidades.
Organización, derechos y participación
Destejer lo que no sirve y tejer para seguir trabajando por la vida: Casa de Gobierno Ati Kuakumuke
Ubicada en Pueblo Bello, municipio con población indígena y campesina colona, en límites con el resguardo arhuaco4 de la Sierra Nevada de Santa Marta, la Casa de Gobierno (en adelante CG) es un caso singular de administración de justicia encabezada por una mujer autoridad que ha priorizado la defensa de los derechos de las mujeres y la niñez. Votada por mayoría como comisaria en 2017 y como cabilda en 2022, Digneri Izquierdo es la primera mujer del pueblo arhuaco en ocupar ese cargo y erigirse como autoridad jurisdiccional. Sicóloga, hija de un reconocido mamo e integrante de una familia de lideresas, fue elegida por un grupo de mujeres, algunas de ellas cabeza de hogar y víctimas de violencia sexual, que no querían seguir callando ante la vulneración de la integridad y el bienestar de las mujeres y la infancia. Al hablar públicamente de la violencia de género, Digneri y las mujeres se atrevieron, en sus palabras, a “romper el hielo” que rodeaba el tema. El apoyo mutuo respalda la dimensión colectiva del mandato de gobierno y las fortalece en los retos personales, familiares y comunitarios de un liderazgo femenino que tensiona estructuras y relaciones sociales, y que, según algunos, transgrede el orden natural. Según Dunen Muelas, asesora de la CG, “somos mujeres en construcción, litigantes empíricas que cometemos errores, pero aprendemos en el día a día” (testimonio, Encuentro de Mujeres Indígenas, 2021).
Además de interactuar con otros grupos indígenas, organizaciones de mujeres y comunidades arhuacas evangélicas, la CG coordina acciones con la institucionalidad local y nacional, resguardando la autonomía del gobierno y la jurisdicción especial indígena. El equipo de trabajo consta de un comisario, un cabo, semaneros (guardia indígena) y autoridades espirituales o mamos, y un equipo de mujeres de distintas edades que realizan tareas de comunicación, acompañamiento sicológico y de salud, seguimiento a los casos y captura de los agresores, entre otras. Una estrategia transversal del ejercicio de justicia de la CG, pionera en el pueblo arhuaco, es la ruta de atención y restitución de derechos en casos de violencia sexual, implementada desde 2018, con base en la experiencia de la cabilda en el ICBF, entidad de prevención y protección integral de la niñez y la adolescencia. Este instrumento híbrido, compuesto por protocolos estatales de protección de derechos y elementos de la espiritualidad y la justicia restaurativa indígena, incluye la captura y detención del agresor en la Casa de Reflexión, la investigación de los hechos, la sentencia, el saneamiento de los implicados y la reparación integral a la víctima, a quien se ofrece acompañamiento y seguimiento médico, psicológico y espiritual. Las menores de edad son acogidas temporalmente en casa de una de las mujeres de la CG, bajo la figura de hogar zaku (“hogar madre” en iku). Al igual que otras justicias comunitarias, la ruta es un procedimiento flexible y poroso que se nutre de cada nuevo caso, de la jurisprudencia de cada sentencia, de interacciones sociales e institucionales, y de normativas nacionales y transnacionales.
La ruta se fundamenta en la sacralidad de la madre tierra y en el principio de que la violencia sexual hacia las mujeres es una agresión a la zaku que requiere el saneamiento y la armonización espiritual de los agresores, las víctimas y del territorio. La representación de la madre tierra cimenta a las mujeres simbólica y políticamente en el territorio y en el orden5 (Zapata 2020) para manejar el conflicto e impartir justicia, poniendo los derechos de las víctimas y las garantías del debido proceso en el centro. De manera novedosa, la ruta articula los marcos de los derechos humanos, los derechos de las mujeres y los de los pueblos indígenas con la consulta espiritual a los mamos y las autoridades tradicionales (sakukus), y a las propias interpretaciones de las mujeres sobre la ley de origen (ley Seyn Zare) para desnaturalizar las violencias de género. Para las mujeres de la CG, la ruta es un instrumento de defensa de los derechos individuales de las mujeres y las niñas, que robustece y legitima su ejercicio de gobierno frente a la comunidad y el Estado al poner la justicia indígena al mismo nivel que la ordinaria, además de ser una herramienta cohesionadora de los derechos del pueblo arhuaco en la coordinación interjurisdiccional.
La atención respetuosa, oportuna y eficaz de una autoridad que escucha, atiende y defiende a las víctimas, sin exponerlas a nuevas violencias, ha aumentado las denuncias de las mujeres que se atreven a compartir públicamente su testimonio para dar confianza y fortaleza a quienes han vivido o están viviendo situaciones semejantes. Justamente, la preocupación de la CG por temas vedados en la justicia arhuaca hace que autoridades hombres les deleguen casos difíciles que ellos no quieren enfrentar. No obstante, persisten los recelos y resistencias hacia estas mujeres que desafían las estructuras y prácticas de poder masculino. Reiteradamente, la CG ha sido blanco de críticas y amenazas de gunamus (miembros de la comunidad) que han sentido el peso de una autoridad más severa con la transgresión del orden (ley de origen), incluida la violencia hacia las mujeres y los menores. Así mismo, líderes indígenas que se ven desplazados en su autoridad intentan contener el poder emergente de las mujeres no acatando las órdenes de la cabilda, no asistiendo a reuniones convocadas por la CG o administrando una justicia paralela, lo cual agudiza las fracturas internas del pueblo arhuaco.
Construir confianza con otras autoridades indígenas y con la institucionalidad estatal es un esfuerzo constante que las mujeres de la CG afianzan desde su posición como madres y cuidadoras con empatía, amor y buena palabra, sin dejar de ser asertivas al impartir sanciones e incluso solicitar penas carcelarias en la justicia ordinaria, especialmente en casos de agresiones sexuales reincidentes. Propender por una justicia justa y una mayor participación de las mujeres en instancias de poder es un reto del liderazgo de la CG ante el cual las mujeres afirman haber perdido el miedo; por el contrario, insisten en seguir aportando al bienestar comunitario, la armonía espiritual y la paz del pueblo arhuaco.
“Con la unidad se hace la fuerza. Somos una, con voz una, trabajo una, en luchas una”: Programa Departamental de Mujeres Indígenas del Chocó
En 2014, preocupadas por los elevados niveles de violencia de género en sus comunidades y por el conflicto armado que durante décadas ha azotado la región, un pequeño grupo de mujeres indígenas del Chocó gestó lo que luego sería el Programa Departamental de Mujeres Indígenas del Chocó (PMI). En pequeñas asambleas hechas en municipios cercanos a Quibdó (Lloró, Bagadó, Alto Baudó, Carmen del Atrato), indagaron por las experiencias de las mujeres frente a los confinamientos, los desplazamientos, las amenazas y el reclutamiento de jóvenes por parte de grupos armados, pero también como consecuencia de la violencia doméstica y sexual a manos de sus parejas y vecinos. En alianza con varias organizaciones indígenas y de mujeres, en 2016 convocaron el primer Congreso Departamental de Mujeres Indígenas del Chocó en el que participaron cerca de quinientas mujeres. El congreso dio lugar al mandato regional de Política Pública de Equidad de Género para las Mujeres Chocoanas y a la creación del PMI para la promoción y defensa de los derechos de las mujeres, la política pública y la paz.
El PMI es transversal a las organizaciones de los pueblos embera (eyábida, chamí, dóbida, katío), wounaan y guna dule6, y cuenta con un núcleo de mujeres y lideresas regionales que integran el Programa de Mujeres de la Mesa de Concertación de los Pueblos Indígenas del Chocó. Desde 2012, de la mano de la Pastoral Social Indígena (PSI) de la Diócesis de Quibdó, el PMI ha impulsado la participación organizativa de las mujeres en los planes de desarrollo local. Con apoyo de la cooperación internacional y la fundación Akubadaura, ha realizado formaciones políticas y seguimiento a las políticas públicas, además de materiales sobre salud sexual y reproductiva y rutas de prevención y atención a violencias de género. Tener una casa de la mujer que acoja a las víctimas de distintas violencias y que anhelan la paz bajo los principios restaurativos del derecho propio es un sueño colectivo.
Un estudio reciente del PMI sobre las distintas violencias de género, las formas de resistencia y prevención de las mujeres, y el papel de la justicia propia en varios municipios del Chocó (Marín y Rivera 2019) les hizo tomar conciencia de las diversas manifestaciones de la desigualdad de género y sus repercusiones materiales, emocionales y espirituales. El estudio incentivó a las mujeres a investigar la historia, la cultura y la justicia con personas mayores y especialistas en medicina tradicional y espiritualidad para nutrir las prácticas de atención y cuidado de las víctimas de violencia sexual, así como las formas de resolución de conflictos. Como lo señala la lideresa Rosa Chamorro, la magnitud de los hallazgos impulsó una reflexión crítica sobre la relación entre violencia, justicia y cultura, y sobre la necesidad de diferenciar los distintos orígenes de las violencias y los impactos socioculturales que conllevan en el plano individual y colectivo. Al historizarlas, entendieron su conexión con las sucesivas colonizaciones, opresiones y despojos sufridos desde la Colonia, y también con los conflictos asociados al control de los recursos de la selva y de las rutas para el narcotráfico. Desvelar la intersección de la violencia estructural con las desigualdades étnicas y de género, como lo han hecho otras mujeres indígenas (Caicedo Delgado et al. 2011), les permitió cuestionar las representaciones simplificadas de la institucionalidad, los medios y la sociedad mayor sobre la violencia de género como un rasgo cultural de los pueblos indígenas en razón de la ignorancia y la incivilización. Por ello Rosa controvierte la “justificación de los problemas de violencia como si fueran aspectos de la cultura, porque afectan y dañan la cultura propia”, y refuerzan los prejuicios y la discriminación (testimonio, Encuentro de Mujeres Indígenas, 2021).
Desde las organizaciones regionales, las integrantes del PMI participan en la lucha colectiva por la unidad, el territorio, la autonomía y la cultura, pero les preocupan el fraccionamiento interno y la desconexión de los líderes -mayoritariamente hombres- con las necesidades comunitarias, en cuanto debilitan la visión social y política propia, al tiempo que limitan la participación de las mujeres y el acceso a la justicia. Por ello priorizan el fortalecimiento de la organización y el trabajo colectivo mediante lo que Rosa denomina la estrategia de “jalar como cucarachas para construir juntas”. Jalar juntas es rescatar y fortalecer los aspectos positivos de la cultura y mejorarlos, acompañar a las víctimas de violencia sexual y doméstica, y llevar sus procesos a la justicia -propia u ordinaria, según el caso-, lo que no hacen las organizaciones ni las instituciones.
El acompañamiento a las víctimas de violencia sexual es necesario debido a que la justicia propia tiende a omitir esos casos y la justicia ordinaria tampoco las atiende arguyendo que, al existir la jurisdicción especial, el juzgamiento compete a las autoridades indígenas. Según las mujeres, esta autonomía parece fortalecer la justicia propia, pero en la práctica esto no ocurre, puesto que las autoridades no cumplen con los reglamentos internos y favorecen a los hombres con poder o líderes, principalmente. Blanca Guzmán, lideresa embera dóbida, explica que el propósito de las mujeres no es reducir la justicia propia a reglamentos internos, códigos y procedimientos como la justicia estatal, “porque no queremos ser mandaderos de la ordinaria” (testimonio, Encuentro de Mujeres Indígenas, 2021). Lo que ellas buscan es robustecerla para que las ampare. También quieren autonomía jurídica, capacitarse en litigio estratégico para interactuar con la institucionalidad y subsanar vacíos en la articulación interjurisdiccional.
En poco tiempo, las mujeres del PMI han abierto espacios políticos y de toma de decisiones en sus propias organizaciones y en instancias de política pública, pues aspiran a que su participación se conciba como un derecho que vaya más allá de cocinar en las ollas comunitarias. Su movilización, sin embargo, las convierte en blanco de amenazas y agresiones verbales y físicas, tanto de sus parejas como de líderes y autoridades que sienten vulnerados su poder y posición; las acusan de transgredir la cultura y la unidad indígenas, además de incitar infidelidades y de hacer una política que no es indígena, en la medida en que introduce temas que no son parte del proceso político propio. No obstante, para ellas, proteger los derechos individuales de las mujeres es velar por sus derechos como colectivo y como fuerza que lucha por los derechos colectivos del pueblo embera; de ahí la insistencia en que no son agendas antagónicas, porque, en palabras de Blanca, “el trabajo en conjunto es el poder que tenemos”.
Superar el miedo y la discriminación, exigir participación política y ocupar cargos directivos son voluntades individuales y colectivas constantes. A las responsabilidades del trabajo organizativo y comunitario, sostenido muchas veces con la venta de artesanías, se suman las pesadas cargas domésticas, pero las mujeres del PMI, acostumbradas a una vida de esfuerzo, valoran el conocimiento, la experiencia y la fortaleza ganados en el proceso. El camino tiene altos costos económicos y personales, pero no hay vuelta atrás porque su trabajo es un aporte a los procesos organizativos, a la cultura y a la anhelada paz territorial.
“La justicia propia de la raíz hacia arriba, de la cabeza a los pies, desde el pilar que es la comunidad”: Tejido Mujer de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca
El Tejido Mujer de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN) es el resultado de un proceso organizativo de las mujeres nasas7 iniciado en la década de 1980 contra la violencia sexual; más concretamente, contra una práctica de violación sexual grupal conocida como la “vaca muerta” que, según lograron esclarecer, fue introducida por los terratenientes blancos, promovida por los mayordomos de las haciendas y finalmente replicada por los hombres nasas. En sus inicios y bajo el nombre de Programa Mujer, el proceso se concentró en la formación política de las mujeres y el fortalecimiento de la autoestima para superar el miedo a la vergüenza y denunciar las violencias vividas. En el espíritu de lucha del pueblo nasa por la autonomía, el territorio y la cultura, las mujeres no quisieron permanecer como víctimas, sino politizar el tema y buscar acciones transformadoras. Una de esas fue orientar y proteger a sus hijos y a los jóvenes frente a la política de ajusticiamiento a los violadores que impuso la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y que dejó varios muertos en el Cauca.
La Escuela de Derecho Propio Cristóbal Secué, instalada a mediados del 2000 para fortalecer la coordinación entre el sistema judicial nacional y la jurisdicción especial indígena, favoreció el aprendizaje de herramientas jurídicas, la creación de un observatorio de derechos humanos para documentar las violencias de género y una escuela sicocultural de acompañamiento a las víctimas a partir de la cultura y la espiritualidad. Alrededor de las tulpas (fogones) y acompañadas de coca tostada y molida para “sentar la palabra y abrir el pensamiento”, mujeres de distintas generaciones, junto con tewalas (médicos tradicionales), antiguas autoridades, y hombres y mujeres mayores, abrieron un camino espiritual de recuerdos y memoria sobre la justicia en el derecho ancestral. Apoyadas en prácticas medicinales y rituales, emprendieron procesos de sanación material y simbólica para “limpiar el sucio”, aquello que la agresión sexual deja en el cuerpo de la víctima, que perdura en el tiempo y sigue haciendo daño. Además de constituirse en una forma de justicia individual y colectiva hacia ellas mismas, el trabajo ratificó la importancia de denunciar la violencia externa y confrontar aquella perpetrada por sus parejas, familiares y compañeros.
Con la creación de la Casa de Pensamiento, un equipo interétnico e intercultural desarrolló investigaciones sobre las violencias sexuales y domésticas en espacios comunitarios, políticos y organizativos, así como los sentidos que las mujeres nasas les atribuyen a esas experiencias. La antropóloga Marcela Amador ayudó a esclarecer que en nasa-yuwe no existe el término violación sexual y que expresiones como vaca muerta, para referirse a la violación sexual grupal, enmascaran la agresión y el daño hacia la víctima (Amador 2016).
De las capacitaciones jurídicas y los caminos espirituales emergieron las rutas jurídicas nasas, tendientes a posicionar la jurisdicción especial indígena en el territorio y fortalecer el acceso de las mujeres a la justicia. Las rutas son puentes entre las autoridades indígenas y la institucionalidad estatal en casos de violaciones sexuales o feminicidios. Las autoridades indígenas del Cauca han empezado a sancionar estos delitos con penas de varios años y, bajo la figura de patio prestado, solicitan al Instituto Nacional Penitenciario (Inpec) retener al agresor indígena en una cárcel estatal mientras cumple su sentencia. La falta de cárceles indígenas y la necesidad de aislar a los comuneros condenados condujeron al reconocimiento constitucional del mecanismo de cooperación interjurisdiccional (Sentencia T-510/20 de la Corte Constitucional de Colombia).
El uso de penas carcelarias prolongadas impuestas por las autoridades nasas es controversial en el Tejido Mujer porque las mujeres consideran que, más que transformar las conductas violentas de hombres educados con modelos patriarcales y machistas, son medidas con las cuales la justicia indígena busca legitimarse frente a la ordinaria. Ellas preferirían tener casas de justicia indígena con plena autonomía dentro del territorio para desarrollar medidas integrales de prevención, atención y reparación material y espiritual, con el concurso de los mayores y, de ser necesario, con la asamblea de la comunidad, que es el juez último. La experiencia les ha demostrado que, fundada en la espiritualidad, la justicia propia es más ágil y evita la revictimización de las mujeres, ya que les da fuerza para hablar y denunciar, mientras que al victimario le permite tomar conciencia y reconocer su falta.
Una tensión permanente en el trabajo de las mujeres con la justicia indígena es la naturalización e invisibilización de la violencia de género -en particular la sexual- por parte de las autoridades masculinas y personas del común. La tensión se agudiza cuando las prácticas violentas se fundamentan en la tradición o en la cultura y se libra a los agresores de su responsabilidad, como sucede con los hijos nacidos de violaciones intrafamiliares o de vecinos, a los que se conoce eufemísticamente como “hijos del mojano” o “hijos de la tulpa”8, sin aludir a la verdadera causa del embarazo. Las mujeres no solo rechazan la vulneración de las niñas y jóvenes, y la impunidad que prevalece, sino el encubrimiento mediante el uso de la tulpa.
La conciencia de la huella del patriarcado en la vida cotidiana y de los límites de la justicia propia ha llevado a que, en su agenda reivindicativa, las mujeres consideren exigir una reparación colectiva dentro de la plataforma de lucha de la ACIN por las violencias históricas vividas y por la complicidad de los líderes con el silencio que las reviste. Aunque para algunas nunca habrá reparación completa, pues será como un remiendo que siempre estará visible, es una afirmación de la agencia de las mujeres y de sus derechos, en cuanto colectivo vulnerado por agresiones enmascaradas como parte de la costumbre, y de una justicia que logra armonizar las aparentes tensiones entre los derechos individuales y los colectivos.
A partir de la experiencia reflexiva y crítica, el Tejido Mujer ha priorizado la prevención de la violencia sexual y el fortalecimiento de la jurisdicción especial indígena con perspectiva de género, mediante la elaboración de materiales pedagógicos (cartillas, juegos, discos) y la creación de rutas de comunicación y de oportunidades económicas para las mujeres. Como lo advierten, esta es una lucha organizativa y política que se sostiene en el trabajo de generaciones anteriores de mujeres nasas y de algunos hombres que se han sensibilizado y solidarizado con sus procesos y demandas. “No ha sido fácil pararse frente a las autoridades hombres porque da miedo”, comenta Celia Umenza, coordinadora del Tejido Mujer y lideresa formada en la lucha histórica del pueblo nasa, acerca de este esfuerzo de cambio sociocultural de largo aliento, gracias al cual ya hay mujeres en cargos importantes dentro de la ACIN, como ella, y en la guardia indígena (testimonio, Encuentro de Mujeres Indígenas, 2021). Pero es un proceso desigual, puesto que las comunidades nasas son autónomas en materia jurídica en sus territorios y aún hay mujeres en condiciones de mucha vulnerabilidad. Su mayor temor es seguir callando y no profundizar en la prevención, la sanación y la reparación que se requieren para lograr una justicia transformadora y una vida sin violencia.
Crítica intercultural a la violencia sexual y a la justicia
Los procesos organizativos de las mujeres nasas, emberas y arhuacas descritos necesariamente se acompañan de preguntas por el origen y las causas de la violencia sexual, y por cómo tratarla, prevenirla y erradicarla. Además de examinar factores estructurales, como la desigualdad, la discriminación, la pobreza y el conflicto armado que atraviesa sus territorios, ellas buscan respuestas en la propia cultura, las cosmologías, la ley de origen o derecho mayor, al tiempo que confrontan las contradicciones con respecto a la violencia, la inequidad y la injusticia. Problematizar la relación entre violencia sexual y cultura para desenmascarar y desestabilizar el poder patriarcal en sus comunidades, sin estigmatizar las identidades, las diferencias y las tradiciones culturales que ellas también reivindican, es un desafío en su agenda de cambio. El reto consiste, por un lado, en hacer una crítica intercultural (Sieder 2017) a la violencia sexual y su culturización, es decir, a la manera como prácticas dañinas hacia las mujeres se escudan en la cultura y la costumbre y se normalizan, y a cómo la justicia indígena las ignora y no ofrece garantías de protección o resarcimiento. Por el otro, consiste en evitar reforzar los estereotipos y la estigmatización social e institucional de los hombres, la cultura y los pueblos indígenas como atrasados, incultos y violentos.
En esta discusión emergente, compleja y matizada sobre la relación entre violencia sexual, cultura y justicia, tales procesos coinciden en su rechazo a que esta clase de violencia sea definida como cultural. Al hablar de cultura se refieren a la ley de origen y la espiritualidad, los usos y costumbres, la tradición, la identidad, la lengua, los rituales, el vestido, entre otras expresiones. Pero, cuando afirman que la cultura no es violenta ni la violación sexual cultural, se refieren específicamente a que esta particular forma de agresión no es parte de la ley de origen, ni de las normas del derecho propio o de las enseñanzas que se imparten en la formación de las personas durante su ciclo vital, las cuales propenden por el equilibrio cósmico, el cuidado de la naturaleza, la convivencia respetuosa y la resolución pacífica de los conflictos. En este sentido, la violencia sexual no es natural ni cultural, ni tampoco es social, moral o espiritualmente aceptable.
La crítica implica cuestionar argumentos culturalistas con los que se pretende impedir la participación de las mujeres en las instancias de justicia o de gobierno, acusándolas de desconocer la ley de origen o estar incompletas y en desequilibrio cuando no tienen pareja. Lo anterior significa identificar, por una parte, las brechas entre los principios morales de sus cosmovisiones y las normas del derecho propio, y, por la otra, las prácticas arbitrarias amparadas en los usos y costumbres que se racionalizan y toleran. Es un camino en el que las mujeres parten de su cultura y su identidad para construir nuevas nociones de equidad y justicia de género, distinguiendo la ley de origen y los códigos propios de su instrumentalización para encubrir la violencia hacia ellas, lo cual, además de vulnerar sus derechos, desacredita y deslegitima sus sistemas de justicia y a sus pueblos. Como lo señalan, tanto sus procesos organizativos como la justicia propia están en construcción; son aprendizajes permanentes que se nutren de su experiencia y su perspectiva como mujeres, como madres y como integrantes de un colectivo indígena.
Para la cabilda arhuaca Digneri Izquierdo, agredir a las mujeres representa una vulneración a la madre tierra, principio de vida que ellas encarnan, y conlleva desarmonización material y espiritual que repercute en la familia y en la colectividad. A diferencia de algunas autoridades que recurren al castigo físico, tanto de hombres como de mujeres en casos de violencia sexual, su ejercicio de justicia en la Casa de Gobierno no busca castigar, sino que el agresor tome conciencia de su actuación, repare a la víctima y no reincida. Lo anterior no significa impunidad o debilidad, pues los agresores son juzgados y reciben una sanción que puede incluir la privación prolongada de la libertad.
Según la coordinadora nasa Celia Umenza, la cultura ha sido empleada para encubrir y perpetuar la violencia sexual, como cuando los hijos de violaciones se atribuyen al mojano o la tulpa, o cuando los líderes nasas argumentan que, a partir de la menarquia, las niñas y jóvenes pueden iniciar su vida sexual y ser madres, sin reparar en el diferencial de poder de las mujeres con respecto a los hombres y la violencia que implica. En el Tejido Mujer, en cambio, la cultura se pone al servicio de la prevención y erradicación de la violencia sexual; de ahí la importancia de sacarla a la luz y nombrarla con un lenguaje que no oculte sus daños, para impartir justicia con perspectiva de género.
La lideresa embera Rosa Chamorro complejiza la discusión aclarando que “antes no se conocía que eso era violencia porque no conocían esos lenguajes”, lo cual indica que en la cultura no existía una palabra o un concepto para verbalizar o enunciar prácticas violentas de control de los cuerpos y las voluntades de las mujeres (testimonio, Encuentro de Mujeres Indígenas, 2021). Contar con un término para nombrar un hecho que antes era silenciado es una herramienta poderosa que permite dar voz y salida a las emociones contenidas, un primer paso hacia la lenta elaboración y sanación del daño, tanto individual como colectivo. Según Rosa, las expectativas con respecto a los géneros han reforzado la naturalización de la violencia sexual y el silencio de las mujeres como parte de los usos y costumbres; por eso, cuando una embera no cumple con el mandato de ser juiciosa, trabajadora, madre de muchos hijos, cuidadora de su familia y obediente, el marido se siente con el derecho de corregirla verbal y físicamente -incluyendo la violación-, para volverla sumisa y callada. Si se atreve a denunciar, la justicia indígena generalmente respalda el hecho como un correctivo necesario, lo cual no solo afecta y daña la cultura propia, sino que le resta credibilidad; por ello, en el PMI trabajan en la exigencia del derecho a la cultura como un derecho a vivir una vida sin violencias y con justicia.
Debido a las secuelas que la violencia sexual deja durante el ciclo vital y a través de las generaciones (Ladisch y Mutere 2023; Theidon et al. 2023), la acción punitiva es relevante, aunque las mujeres son conscientes de los límites y debilidades de la justicia propia. Por ello, en ocasiones buscan que el juzgamiento se realice en la justicia ordinaria (Duarte 2009), con el fin de separar al agresor de la comunidad mediante una acción punitiva más severa que la del sistema propio y obtener así un mayor sentido de castigo y justicia. Con esta medida también intentan evitar que el agresor apele a su condición étnica y al derecho a ser juzgado por la jurisdicción especial indígena, que podría darle más posibilidades de evadir la sanción. No obstante, estas mujeres también cuestionan la efectividad del castigo físico y el encarcelamiento prolongado para eliminar la violencia sexual y resocializar al agresor, que eventualmente deberá ser incorporado de nuevo a la comunidad y podría reincidir.
Más que la penalización, las mujeres de los tres pueblos coinciden en la importancia de transformar al agresor mediante la concientización del daño causado, para que no lo repita, y de que las víctimas reciban atención física, emocional y espiritual, además de resarcimiento material. En este ejercicio, en el que enfrentan desafíos tanto conceptuales como procedimentales, utilizan principios y mecanismos punitivos y restaurativos de la justicia propia y de la ordinaria, de acuerdo con las circunstancias de cada caso y la jurisprudencia que han ido creando. La estrategia de exigir mayor participación femenina, proteger a las mujeres de la violencia de género y transformar la conciencia y el comportamiento de los agresores se asemeja a los procesos de incidencia en la justicia de las mujeres indígenas de Ecuador, Perú y Bolivia (Barrera 2015).
A pesar de sus críticas al machismo y la violencia sexual, en cuanto expresiones del poder y la desigualdad entre los géneros, las mujeres y sus organizaciones no declaran que esta sea una conducta generalizable a todos los hombres ni a los pueblos indígenas. Por eso no solo trabajan con autoridades y líderes masculinos, y con hombres de las comunidades, sino con las organizaciones indígenas mixtas. Ellas tienen clara la necesidad de resignificar las relaciones sociales inequitativas sin dejar de afirmar y reivindicar su diferencia cultural, su pertenencia étnica y la lucha indígena. Así lo explica Dunen Muelas: “Las mismas mujeres indígenas, desde sus pueblos, buscan las propias estrategias con argumentos internos para decirle no a la violencia sexual, porque uno ama su pueblo, uno se siente de ahí, hay unas relaciones, unas formas, unas lealtades” (testimonio, Encuentro de Mujeres Indígenas, 2021). Entre la solidaridad de género y la identificación con el colectivo, las mujeres comparten la urgencia de generar cambios culturales por ellas mismas, desde adentro, y de contar con una justicia justa, incluyente y protectora para fortalecer la autonomía jurisdiccional frente a la justicia estatal, que descalifica el derecho indígena y tampoco les ofrece garantías plenas de derechos.
Sujetos políticos emergentes
A partir de estas reflexiones sobre la violencia sexual, el carácter no violento de la cultura y la búsqueda de justicia, los procesos organizativos de las mujeres arhuacas, emberas y nasas descritos han creado espacios desde donde interrogan estructuras y prácticas de poder excluyentes de la sociedad en general y de su propia comunidad. El trabajo organizativo es un escenario de encuentro, aprendizaje, cuidado y afianzamiento de la autoestima y el liderazgo para transformar los usos y costumbres que refuerzan el orden social patriarcal. De la convergencia de las experiencias individuales como madres, esposas, hermanas e hijas -algunas de ellas víctimas de violencia de género-, emerge y se forja una conciencia de su subjetividad individual y colectiva como mujeres con necesidades e intereses comunes. A pesar de las exigencias de tiempo y recursos, y de los costos emocionales implicados en la organización, la voluntad de actuar colectivamente por derechos y justicia es una forma de agencia política mediante la cual las mujeres se posicionan públicamente, al mismo tiempo que se forman, transforman y redefinen sus subjetividades de maneras múltiples y contingentes. A propósito de la consolidación de las mujeres indígenas como sujetos políticos con reivindicaciones colectivas, la antropóloga y activista maya kaqchikel Aura Estela Cumes ha reiterado: “Somos sujetas políticas, con potencia política, que crean vida en distintas posibilidades” (2019).
La creciente visibilidad y participación política de las mujeres indígenas es una fuerza en expansión forjada en los ritmos, rutinas y expectativas de la vida cotidiana. Lo cotidiano es el espacio donde convergen prácticas materiales y sociales, así como relaciones afectivas y de poder. A diferencia de la política formal de las organizaciones indígenas encabezadas por líderes hombres, desplegada en la esfera pública, la política cotidiana transcurre en las interacciones y negociaciones mundanas del día a día en torno al género, la violencia, la desigualdad y la justicia. Como hemos visto, no es una política aislada de interacciones con actores políticos y estatales de las que se nutre y a las cuales interpela y resiste. Por ejemplo, para las mujeres emberas, convertirse en sujetos y actores políticos ha significado conocerse, informarse, formarse y fortalecerse. En el caso de las nasas, la politización de la subjetividad está ligada a una visión de futuro que pasa por su propia transformación y protagonismo. Así lo expresa Celia Umenza: “No nos podíamos quedar como víctimas […], teníamos que formarnos para ser más adelante actoras políticas […] reconociéndonos y ayudándonos a construir un nuevo mundo para poder ayudar a otras mujeres que han vivido el mismo tema” (testimonio, Encuentro de Mujeres Indígenas, 2021). En el caso arhuaco, el potencial de su agencia se hizo explícito en la reflexión de Digneri Izquierdo ante las inquietudes expresadas por las mujeres: “¿Cómo era posible que, a nivel de la historia, nosotras las mujeres no pudiéramos hablar ni tomar una decisión frente a las diferentes violencias? Tenemos que ser la voz de esas familias que muchas veces no saben cómo hacerlo” (testimonio, Encuentro de Mujeres Indígenas, 2021).
La acción colectiva no solo potencia la politización de la subjetividad y de los espacios de la vida cotidiana, ampliando el campo de lo político (Arias Vargas et al. 2009; Oliveira y Mayorga 2022; Picq 2018), sino también la manera como construyen y fortalecen, desde dentro, su agencia política en el gobierno y el derecho propio (Acosta et al. 2018). Es, en palabras de ellas, una forma de equilibrar las fuerzas entre hombres y mujeres, así como entre la justicia propia y la ordinaria. No obstante, es una agencia que encuentra límites profundos en la falta de respaldo estatal a la jurisdicción especial indígena, pues, a pesar de ser parte de la arquitectura institucional del sistema judicial nacional, no cuenta con una asignación presupuestal para la administración de justicia en los territorios, sino que descansa en el trabajo no remunerado de las comunidades -y en este caso de las mujeres- para la resolución de los conflictos. El no reconocimiento de sus sistemas consuetudinarios las afecta directamente a ellas, sus familias y comunidades (Alsalem 2022), y supone una carga adicional de cuidado y labor comunitaria. De ahí que el llamado de las mujeres que ejercen la justicia desde la necesidad, desde el servicio comunitario y desde el amor sea que el Estado ponga la justicia ordinaria, con todas sus garantías, al servicio de las comunidades en el territorio y que financie la jurisdicción indígena, cimentada en la tradición oral y la práctica consuetudinaria, para fortalecer su función judicial.
Conclusiones
Los procesos organizativos que presentamos se encuentran en regiones signadas por el conflicto armado y el despojo, en donde la violencia sobre los cuerpos de las mujeres indígenas se ha empleado como un arma de guerra y dominio territorial debido a su asociación con el territorio y la cultura. El reconocimiento estatal y público de la violencia sexual en los procesos de paz y en las políticas de atención a las víctimas del conflicto interno colombiano ha descubierto patrones de violencia con profundos efectos sobre las mujeres, sus familias y el tejido social. Todo esto ha motivado a las mujeres indígenas a hablar sobre las agresiones externas y enfrentar la realidad de esta violencia dentro de sus comunidades, aunque los caminos para buscar justicia son diferentes y tienen implicaciones distintas. Mientras que denunciar las agresiones de actores externos ante el Estado, ONG e instituciones internacionales refuerza la lucha indígena contra la dominación y la discriminación histórica, confrontar a su propia gente y sus autoridades en el ámbito de la jurisdicción indígena conlleva un desafío más complejo, que tensiona la crítica interna a la desigualdad de género que naturaliza la violencia sexual en sus comunidades. Señalar la violencia interna incomoda por cuanto desestabiliza un imaginario idealizado del mundo indígena afincado en la ancestralidad, el equilibrio y la complementariedad de género, que oculta la desigualdad y la exclusión de las mujeres. Al evidenciar la violencia dentro de sus comunidades, ellas quieren evitar que los hombres indígenas atribuyan la agresión sexual principalmente a los actores externos y evadan su propia responsabilidad en el daño personal y social que producen.
Del creciente activismo organizativo emergen tensiones en torno a la aparente amenaza y el debilitamiento de los derechos colectivos indígenas que acarrea el reclamo por los derechos individuales de las mujeres. Para ellas, sin embargo, los derechos como mujeres no solo se enmarcan en la unidad y las conquistas colectivas de los pueblos, sino que se fundamentan en sus propias cosmovisiones y leyes de origen. Lo que debilita la justicia propia son justamente las ideologías y prácticas discriminatorias de género, un reto que deben afrontar como colectivo. A pesar de no identificarse como feministas, los ecos del feminismo resuenan con sus aspiraciones de cambio frente a la dominación masculina en la justicia, las organizaciones y las comunidades indígenas.
Las mujeres indígenas saben que aún les queda mucho camino por recorrer en sus procesos organizativos y en el logro de sus derechos. Visibilizar sus esfuerzos por transformar las barreras que restringen el acceso a la justicia, a partir de sus voces, experiencias y aspiraciones, es reconocer sus derechos y aportes a la lucha por la cultura, la autonomía y la jurisdicción especial indígena, desde y más allá de la cotidianidad local.














