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Revista Colombiana de Antropología

versión impresa ISSN 0486-6525versión On-line ISSN 2539-472X

Rev. colomb. antropol. vol.61 no.2 Bogotá mayo/ago. 2025  Epub 01-Mayo-2025

https://doi.org/10.22380/2539472x.2958 

Diálogos

Tiempo y silencio

Time and Silence

Tempo e silêncio

Juan Manuel Echavarríaa 
http://orcid.org/0009-0004-2457-7856

aFundación Puntos de Encuentro. juanm.echavarria@gmail.com. https://orcid.org/0009-0004-2457-7856


Fuente: fotografía tomada por el autor.

Figura 1 La “O”. Mampuján, Bolívar, Colombia, 2010 

1.º de septiembre 2024, La Candelaria, Bogotá

El 11 de marzo de 2010 fui invitado al viejo pueblo de Mampuján, corregimiento de los Montes de María, Bolívar. La comunidad conmemoraba los diez años de su desplazamiento por el grupo paramilitar Héroes de los Montes de María.

En una de las aulas de la escuela rural de Mampuján, abandonada, sin techos y con los pisos cubiertos por la vegetación, encontré un tablero y, a un lado, las vocales pintadas en la pared. Me llamó la atención su caligrafía y los colores de las letras. Estas parecían desplazarse del tablero: la a, la e, la i y la u eran legibles a pesar de la humedad y del abandono forzado…; la o se desvanecía. En la segunda aula, vi un tablero escondido entre mucha vegetación, desteñido y en muy mal estado. Dudé en fotografiarlo. Días después, al observar la fotografía con cuidado, descubrí que en ese tablero silencioso se asomaba una frase casi invisible: “Lo bonito es estar vivo”.

Fuente: fotografía tomada por el autor.

Figura 2 Lo bonito es estar vivo. Mampuján, Bolívar, Colombia, 2010 

Fueron estos tableros en el viejo pueblo de Mampuján los que nos impulsaron a buscar otras escuelas en los Montes de María, otras memorias que pudieran recuperarse antes de desvanecerse para siempre como esa o.

Durante trece años, Fernando Grisalez y yo encontramos en veredas y caseríos de los Montes de María, Caquetá y Chocó más de ciento sesenta escuelas abandonadas por la guerra. A algunos de estos lugares hemos regresado para profundizar en las historias de los campesinos de zonas tan apartadas y olvidadas, para fotografiar de nuevo las aulas con sus tableros calcinados. Volver a los lugares me enseñó que ver no es un acto inmediato…, ver es un proceso.

En estos recorridos siempre me acompañan mis diarios de viaje: fragmentos de mis pasos vividos en los que dejo algunas de sus huellas. Escribo para no olvidar.

26 de noviembre de 2011, Bogotá

¿Qué absorbí durante las cuatro horas que estuve en Las Palmas, en los Montes de María, Bolívar?

Vi un pueblo al que solo han retornado unas ciento veinte personas. Fue de cinco mil habitantes. Un pueblo que lucha por convertirse de nuevo en un lugar vivo.

Vi un pueblo muy adentro de los Montes de María. Un pueblo con una carretera imposible de lodo, con una escuela de siete aulas. ¿Fueron siete aulas o muchas más? Vi dos que nunca se llegaron a estrenar, la masacre lo impidió.

Vi una placa conmemorativa con los nombres de las personas asesinadas. Decía: “En conmemoración de los hechos ocurridos en Las Palmas”. Entendí que “los hechos” es un eufemismo, que nombrar el horror es todavía insoportable, la comunidad aún guarda un trauma colectivo.

Fotografié un tablero con una grieta de luz que lo partía en dos.

Vi su pequeña plaza, donde los paramilitares mataron a cuatro personas de la comunidad frente a los niños de la escuela; a todos los sacaron de sus clases para presenciar la matanza. Sentí la desolación y la tristeza que deja la guerra.

Fuente: fotografía tomada por el autor.

Figura 3 Silencio con grieta. Las Palmas, Bolívar, Colombia, 2011 

29 de octubre de 2012, Las Palmas, Bolívar

Regresamos a Las Palmas. Varias veces nos atascamos en El Relámpago Azul, un jeep de los años setenta que rugía como un dragón. Pueblo abandonado, sin luz, olvidado. Algunos campesinos que habían retornado volvieron a irse.

Me dieron una guanábana, la más deliciosa. Ya conozco gente, no es la primera vez que vengo. Aquí tomé una fotografía de la placa conmemorativa con los nombres de las personas asesinadas en la masacre. Esa fotografía la guardan en la iglesia.

En este pueblo “está prohibido enfermarse”, me dijeron. No hay puesto de salud, no hay enfermeros, menos un doctor.

En esta visita nos acompañó Armando, quien de niño presenció la masacre de los paramilitares en la plaza del pueblo. “Cayeron dos primos míos”, dijo y no habló más. Él, joven, tímido, muy callado.

En Las Palmas tomé esa fotografía inolvidable que llamé Silencio con grieta.

Volvimos a visitar la escuela. Tenía bachillerato. Fue una escuela grande, bien construida. El pueblo fue muy próspero. Hoy está arruinado por la guerra. Algunos perros, algunas gallinas. Desolado. Triste. Un pueblo sin música. Solo el canto de un gallo.

Fuente: fotografía tomada por el autor.

Figura 4 Silencio verde. Las Palmas, Bolívar, Colombia, 2017 

20 de diciembre de 2014, Las Palmas, Bolívar

Hoy día, el camino a Las Palmas está en mejores condiciones y el pueblo, finalmente, tiene la luz de una planta eléctrica.

En esta visita conocí a Carlos Vásquez. Todo un señor. Nos guió a la escuela que está devorada por la soledad.

El Silencio con grieta ya está en sus últimas. Le volví a tomar fotografías. ¡Este tablero me deja sin palabras!

El señor Vásquez nos contó cómo presenció la masacre perpetrada por los paramilitares en la pequeña plaza del pueblo:

Antes de asesinar se comieron un sancocho de gallina y después de comer empezó el horror. Sacaron a los niños a la plaza y empezaron a chocar dos jeeps. Un jeep de la comunidad y el otro de San Jacinto. Los conductores eran paramilitares. Se chocaban y yo ayudaba a levantar a los niños que se desmayaban. Después comenzaron a matar. Primero a un joven, luego a su mamá, luego a otro muchacho que suplicaba: “No me maten que soy inocente”. Después de asesinarlo, el comandante dio un paso sobre su cuerpo y dijo: “Inocente o culpable, ya está ahí”. Todo delante de la comunidad reunida a la fuerza.

Fuente: fotografía tomada por el autor.

Figura 5 Silencio olvidado. Las Palmas, Bolívar, Colombia, 2014 

También cuenta Carlos Vásquez, señor pausado, fino, de unos sesenta y cinco años, que, cuando encontró en una de las calles del pueblo a su hijo, este corrió y se le tiró encima y, besándolo, le dijo: “Papi, papi, estás vivo”.

12 de marzo de 2017, Las Palmas, Bolívar

Regreso a Las Palmas después de unos años a visitar el Silencio con grieta.

El tablero se cayó en pedazos. En la fotografía queda la memoria de ese tablero inolvidable.

Pregunté por el señor Carlos Vásquez.

Me comentan: “El señor Vásquez falleció en noviembre, el 26 de noviembre del 2016”.

Sus vecinos me dicen que el señor Vásquez fue inspector de Las Palmas. Fue una persona muy querida en el pueblo. Tenía unos setenta años.

Aquí estoy en su tumba a ras de tierra. Sobre su lápida pongo un ramillete de flores moradas y pequeñas que llaman las siemprevivas.

Fuente: fotografía tomada por el autor.

Figura 6 Silencio luctuoso. Las Palmas, Bolívar, Colombia, 2017 

Fuente: fotografía tomada por el autor.

Figura 7 Silencio mustio. Bayano, Bolívar, Colombia, 2011 

1.º de agosto de 2011, Bayano, Bolívar

A Bayano se lo tragó el monte. Cuando llegamos no había nadie. Otro pueblo fantasma. En el 2001 la gente fue desplazada después del asesinato de unos campesinos.

Desde Arjona a Bayano el camino fue largo, difícil, lleno de barro y lejos, muy lejos. Llegamos en jeep. Doña Celestina, nuestra guía, oriunda de Bayano, no encontraba la escuela.

“¿La tumbaron?”, se preguntaba, mientras nos adentrábamos por caminos enmontados. Hacía calor, mucho bochorno, una humedad insoportable.

La escuela de tres aulas estaba detenida en el tiempo. Quieta. Desalmada. Embalsamada en su silencio, me esperaba.

15 de marzo de 2021, La Candelaria, Bogotá

Sobre Bayano:

En el 2011 visitamos esta vereda para conocer su escuela silenciada por la guerra. El jueves 11 de marzo, regresamos. Queríamos ver qué nos encontrábamos diez años después.

Un camino que se desprendía del pueblo de Arjona, en Bolívar, nos llevó una hora después a Bayano. Un camino de tierra y piedras. El paisaje quemado por un verano largo y feroz. No nos cruzamos con ningún campesino.

Con nosotros estaba doña Celestina, quien en el 2011 también nos había acompañado. Una mujer pequeña de setenta y tres años, su padre palenquero, su madre de La Guajira. Fue desplazada de Bayano en el 2003.

“Aquí hubo dos desplazamientos”, nos dijo, “el primero en el 2001 y luego en el 2003. Todos los campesinos salimos a pata como la garrapata”.

Fuente: fotografía tomada por el autor.

Figura 8 Silencio yermo. Bayano, Bolívar, Colombia, 2021 

Fuente: fotografía tomada por el autor.

Figura 9 Silencio insolado. Bayano, Bolívar, Colombia, 2021 

Las tres aulas de la escuela estaban sin techo, cada una con su tablero: silencios calcinados. Una de ellas transformada en un corral con tres cerdos pequeños a pleno sol, sin agua, flacos y huérfanos, algunas mazorcas regadas por el piso. Sus chillidos, al vernos, fueron como quejidos. Abandonados y sedientos. Caían las doce del día, ardía el sol en la vereda, ¡me encendía por dentro!

Al regreso, quizás al vernos tan callados, doña Celestina nos sorprendió con sus décimas, sus rimas y sus dichos:

“Yo vengo de Santa Rita tocando mi guitarrita, el que se mete conmigo le meto mi lancita. Adivíname esa adivinanza”. Al vernos perplejos, nos dijo con una carcajada: “¡El mosquito!”.

Fuente: fotografía tomada por el autor.

Figura 10 Silencio continuo. Bayano, Bolívar, Colombia, 2021 

“A mí me dijo Venejo arrancando una mata de yuca que el hombre cuando se pone viejo hasta el cuero se le chupa… Adiós señor Peña, lo tiene afuera y se le menea”.

“Eso, mi amigo, es para alegrar los corazones”, me dijo. Y durante el camino continuó con más dichos y más rimas. Con su risa torrencial, el alma me volvió al cuerpo.

13 de enero de 2011, Cartagena

Ir a Santa Fe de Icotea, en los Montes de María, fue impresionante. Trochas que maltratan, huecos y más huecos. En el camino vimos algunos campesinos en sus mulas, pero allá arriba, en Santa Fe de Icotea, ni una sola vivienda. Un paisaje bello, de una soledad que me impactó. Lejos, muy lejos, fuimos a pie…

La escuela de dos aulas es desgarradora. Sin techo, el monte, adentro, devorándola. Las vocales en las paredes aún son legibles.

Fotografié sus dos tableros, testigos del desplazamiento, lo único que queda. Sentí que a esta escuela nadie había llegado desde el 2002, cuando Santa Fe de Icotea fue abandonado.

En esta escuela, la ausencia aún está presente.

Fuente: fotografía tomada por el autor.

Figura 11 Silencio con sombras. Santa Fe de Icotea I, Bolívar, Colombia, 2011 

31 de diciembre de 2013, Bogotá

“Después del desplazamiento de Santa Fe de Icotea, sus pobladores fundaron Santa Fe de Icotea II”, nos contó la profesora Luz Nellis, de María La Baja, cuando subíamos a conocer la escuela de esta verada, que un tiempo después también fue desplazada por los paramilitares.

Al llegar a la escuela, adentro, bajo un pedazo de techo, resguardado del calor, del sol, vi un burro abandonado, solitario, quieto, triste, cabizbajo. Nos miró, lo miramos. Se me iluminó todo. ¡Aquí había otro testigo!

Fuente: fotografía tomada por el autor.

Figura 12 Una lección. Santa Fe de Icotea II, Bolívar, Colombia, 2013 

La comunicación con este burro fue mutua e inmediata. Entré con la cámara y el trípode. El burro se desplazó hacia el centro del aula, cerca del tablero. Allí se quedó quieto, mirando a la cámara, muy quieto. Solo movía la cola y respiraba inflando y desinflando su barriga. Quieto. Como si entendiera que necesitaba fotografiarlo. Fue un momento absoluto e inesperado: el aula, el burro y el tablero.

Durante una eternidad, el burro cabizbajo, con su lomo cansado, miró a la cámara. Burro triste y fatigado, burro que nos habla, burro que nos pregunta y nos conmueve.

Al salir de la escuela, Gabriel Pulido, campesino de Mampuján, nos dijo: “Es muy probable que el burro traía a un niño y volvía por él a la escuela… el burro vuelve por ese niño que ya no está”.

2 de enero de 2014, Bogotá

Volvimos a Santa Fe de Icotea por una trocha de piedra y tierra, larga y empinada. Lejos, muy lejos.

“La escuela está al frente de una bonga muy grande”, nos recordó un campesino al iniciar el camino.

La maraña se la tragó. Quedó tan escondida que, si no es por ese árbol majestuoso, no la hubiéramos encontrado.

Ese árbol frente a la escuela vio ese primer día en el que no volvió a entrar un solo alumno, una sola docente, una sola familia.

Él vio cuando a la escuela le desmantelaron los techos y le arrancaron las puertas, cuando el monte comenzó a devorar las dos pequeñas aulas, cuidadosamente decoradas con las letras del alfabeto, con los números del 1 al 10, con los signos del + y del -. Él es otro testigo.

Una docente debió pintar con colores alegres todos estos detalles en las paredes de esta escuela, que conmueven desde el instante en que uno entra en ella.

Dentro de la escuela todo estaba quieto. No se movía nada, ni una sola hoja. En esa maraña de hojas verdes, el calor, el sudor, el susto de pisar una culebra, pero nada, nada en absoluto me impidió sentir de nuevo esa energía para fotografiar esta escuela que volvía a romperme por dentro.

Fuente: fotografía tomada por el autor.

Figura 13 Silencio jeroglífico. Santa Fe de Icotea I, Bolívar, Colombia, 2014 

Y esa luz fuerte que pegaba sobre las letras y los números, esa luz que iluminaba esas paredes muertas…, esa luz queda fija en mis fotografías y, con mis fotografías, esas paredes vuelven a vivir antes de que la maraña las devore, en poco tiempo, para siempre.

28 de febrero de 2016, Bogotá

Mi última visita a la escuela de Santa Fe de Icotea fue al regreso de San Cristóbal a Mampuján. La escuela está entre estas poblaciones.

Fue difícil entrar, el monte la devoró, tuvimos que abrir camino. ¡Ya es un cadáver! Los números, las letras del alfabeto, ya no se iluminan con sus colores, muere la voz de los niños, de las niñas, del docente… Las voces, antes iluminadas, ahora se desvanecen. En poco tiempo, la huella del silencio también se habrá desvanecido…

Fuente: fotografía tomada por el autor

Figura 14 Silencio Santa Fe de Icotea. Santa Fe de Icotea I, Bolívar, Colombia, 2016 

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