Agradezco profundamente a la Revista Colombiana de Antropología y a su editor, Vladimir Caraballo Acuña, por la invitación a participar en esta edición. Agradezco también a los comentaristas, María Eugenia Ulfe, Óscar Pedraza, Andrés F. Caicedo Sierra y Alexander L. Fattal, por sus atentas lecturas al ensayo visual “Tiempo y silencio”.
La invitación de la revista no pudo llegar en un momento más oportuno. El 7 de marzo de 2023, visitamos la escuela de la vereda El Limón, en el departamento de Sucre. Según nos contó Alberto, un campesino que luego de años de destierro retornó a la vereda, este lugar era usado por el ejército para dormir, razón por la cual la guerrilla había decidido minarlo. Según nos dijo, al explotar, el sonido se había escuchado hasta en las veredas vecinas. La fotografía del tablero de la escuela, que llamé Silencio enmarañado, es la última imagen de este proceso artístico; el ruido que se oculta en esa imagen finaliza la serie.
El final de este proceso y los comentarios recibidos me invitan a volver a mirar, no solo desde la distancia que imponen los dos años que han pasado tras su finalización, sino desde las preguntas que los comentaristas me proponen. Intentar responder, continuar este diálogo, es una manera de revisitar Silencios (Echavarría 2010 [2015]).
Este proyecto fue un trabajo de investigación de trece años que contó con la colaboración de Fernando Grisalez. En mi obra, busco desarrollar procesos de largo aliento para profundizar y aprender. Con mi equipo de trabajo -pues no soy un artista solitario- recorrimos territorios rurales como Montes de María, Caquetá y Chocó. Encontramos más de ciento sesenta escuelas abandonadas por la guerra. Llegar a cada una de ellas implicó hacer un camino en compañía de guías que hoy son nuestros amigos: campesinos, víctimas y excombatientes. Mientras caminábamos, escuchábamos relatos sobre lo que había pasado en estos lugares. Nos detuvimos ante árboles majestuosos que, como el caracolí, la ceiba, el zapato o el caucho, no alcanzaban a ser abarcados por el abrazo de diez personas. Nos detuvimos también a escuchar el sonido de la naturaleza; nos sorprendimos con el yacabó, un ave que, según nos contaron, anuncia la muerte con su canto. En mis diarios de viaje escribí fragmentos de lo que veía y escuchaba para recordar y no olvidar. Caminar, escuchar, escribir y fotografiar son verbos que componen mis imágenes.
Algunas de estas escuelas fueron construidas por las juntas de acción comunal de las veredas, como la de Los Negros (Silencio roto) o la de Bajo la Palma (Silencio encajonado). Comprendimos que no solo eran espacios de enseñanza, sino lugares de encuentro comunitario. Por ejemplo, en la escuela de Nueva Jerusalén (Silencio doble) se celebraban primeras comuniones y matrimonios. Sin embargo, supimos también que fueron usadas para reclutar a los niños y las niñas en territorios donde el Estado está ausente y las agrupaciones armadas ejercen control. Xiomara, excombatiente de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y guía de nuestros caminos, nos contó cómo fue arrancada del aula de la escuela de Chalán (Silencio inquieto). Vimos también cómo la de Bajo Grande, Bolívar (Silencio armado), nos recibía con la ocupación de la infantería de marina; en su tablero leímos una orden militar: “Velazco asegure el kit de explosivita”. En la escuela de la vereda El Aceituno (Silencio mutilado) nos esperaba un pedazo de tablero colgando de la única pared en pie. En la de la vereda Cachipay encontramos el tablero despedazado en el suelo (Silencio minado). Las escuelas fueron lugares de celebración, primero; luego, espacios en los que habitó la guerra.
Silencios inició en el viejo pueblo de Mampuján, por la invitación de las Tejedoras de Mampuján, a quienes habíamos conocido años antes. Ellas nos guiaron a las primeras escuelas: Caño Limón (Testigo limón), Munguia (Silencio muerto), Santa Fe de Icotea (Silencio con sombras). Así entramos a los Montes de María. Habían pasado diez años del destierro de Mampuján; el tiempo había transcurrido y dejaba sus huellas en la piel de los tableros de las escuelas abandonadas. El tiempo pinta, decía el pintor español Francisco de Goya; sus palabras resonaban en mí al encontrar tableros de color naranja (Silencio naranja), azul (Silencio sumergido), rojo (Silencio rojo) y blanco (Silencio blanco). Algunas veces, al entrar a una escuela abandonada, las letras y los números pintados me hablaban; en esos gestos de cuidado y belleza escuchaba la voz de los niños y sus docentes.
El paso del tiempo ha permitido que las escuelas sean rehabitadas de diversas maneras. A lo largo del camino encontramos terneros (Testigo limón), burros (Una lección), gatos (Testigo gato), cerdos (Silencio insolado), patos (Testigo pato) y otros animales. También, escuelas convertidas en depósitos donde los campesinos retornados almacenan tabaco (Silencio tabaco), arroz (Silencio colgado), maíz (Silencio dorado), ñame (Silencio trampa de ratón) y más productos de la región. Otras escuelas se han transformado en viviendas de campesinos que vivieron múltiples desplazamientos forzados, como la del kilómetro 25 (Silencio azul), la de Caña Fría (Silencio cobijado) o la de Chengue (Silencio político), rehabilitada por la hamaca, el ventilador y las chanclas de Juan Carlos, que ahora la habita.
Desde que en mi estudio en Bogotá descubrí aquella frase, casi ilegible, escrita en el tablero de una de las aulas de la escuela del viejo Mampuján -“Lo bonito es estar vivo”-, sentí una profunda curiosidad por lo que quedó escrito en los tableros de las escuelas abandonadas. Aún hoy me pregunto quién pudo escribir esas palabras. La población de Mampuján fue desplazada, pero ninguno de sus miembros fue asesinado. Solo en un pueblo donde no hubo masacre, alguien pudo haberla escrito. Tal vez esta frase sea una voz colectiva, la voz del pueblo.
Con la serie fotográfica Retratos (Echavarría 1996 [2015]), empecé a investigar la violencia en Colombia a través de la metáfora y el símbolo en el arte. Desde entonces, la misma pregunta me ronda: ¿cómo representar la violencia? En mi recorrido me ha acompañado el mito griego de Perseo y Medusa, que, como todos los mitos, está destinado a ser reinterpretado y actualizado. Perseo, en su misión de cortarle la cabeza a Medusa, usa su escudo como un espejo para verla sin petrificarse. Como recuerda el escritor italiano Italo Calvino en Seis propuestas para el próximo milenio (1988), la relación entre Perseo y Medusa es compleja. De la sangre de Medusa nace Pegaso, el caballo alado; es él quien hace brotar la fuente de donde beben las musas, hijas de Zeus y Mnemosine, diosa de la memoria. Este mito me llevó a buscar en mi trabajo una mirada alejada del voyerismo y el sensacionalismo, una forma de acercarme a las huellas de la violencia evitando la imagen directa.
Mis imágenes solo se completan cuando alguien se detiene a observarlas, cuando alguien las mira. Silencios se ha exhibido en diferentes museos y universidades en Colombia y el mundo. Las universidades han sido los lugares de los diálogos más fecundos. Recuerdo que, en agosto de 2022, durante una exhibición en la Universidad Pedagógica Nacional, en Bogotá, una joven me detuvo, se remangó la camisa y me mostró un tatuaje en su brazo: “Lo bonito es estar vivo”. Nunca imaginé que esas palabras saltarían de la piel del tablero a la piel de una estudiante. Creo que, en ese momento, la imagen se convirtió en un verdadero lugar de encuentro.
Finalmente, agradezco de nuevo a la Revista Colombiana de Antropología por proponer esta conversación a partir de mi trabajo; me siento honrado. Silencios me permitió comprender que la educación también fue una víctima de la guerra y que, si aspiramos a transformar nuestra historia, es necesario aprender de esta tragedia. Las escuelas son el corazón de las comunidades rurales.













