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Revista Latinoamericana de Bioética

Print version ISSN 1657-4702

rev.latinoam.bioet. vol.16 no.2 Bogotá July/Dec. 2016

https://doi.org/10.18359/rlbi.1824 

ARTÍCULO DE REFLEXIÓN
DOI: http://dx.doi.org/10.18359/rlbi.1824

HACIA UNA AUTONOMÍA ENCARNADA: CONSIDERACIONES DESDE UN ETHOS DE LA FINITUD Y VULNERABILIDAD*

TOWARDS AN EMBODIED AUTONOMY: CONSIDERATIONS FROM AN ETHOS OF THE FINITUDE AND VULNERABILITY

EM DIREÇÃO A UMA AUTONOMIA ENCARNADA: CONSIDERAÇÕES A PARTIR DE UM ETHOS DA FINITUDE E VULNERABILIDADE

Alberto Lecaros Urzúa**

* Artículo de reflexión.
** Abogado, magíster en Bioética, del Institut Borja de Bioética, Universidad Ramon Llull, Barcelona, y doctor en Filosofía, de la Universidad Complutense de Madrid. Director del Observatorio de Bioética y Derecho; profesor e investigador del Centro de Bioética, Facultad de Medicina Clínica Alemana, de la Universidad del Desarrollo. ORCID: http://orcid.org/0000-0002-0084-1489. Correo electrónico: jlecaros@udd.cl. Santiago de Chile, región del Bio Bio, Chile.

Fecha de recepción: 17 de noviembre de 2015
Fecha de evaluación: 15 de abril de 2016
Fecha de aceptación: 17 de abril de 2016

Disponible en línea: 19 de abril de 2016

Cómo citar:
Lecaros Urzúa, A. (2016). Hacia una autonomía encarnada: consideraciones desde un ethos de la finitud y la vulnerabilidad. Revista Latinoamericana de Bioética, 16(2), 162-187. DOI: http://dx.doi.org/10.18359/rlbi.1824.


RESUMEN

Este artículo se propone reflexionar en torno a la autonomía, no como un concepto ético puro, sino desde la perspectiva de sus metáforas y dentro del contexto de una ética encarnada. Para esto, en primer lugar, abordo el concepto de autonomía desde las distintas perspectivas históricas, centrándome en la concepción de Kant y Mill. En segundo lugar, reflexiono sobre la autonomía desde la idea de razón impura o razón encarnada, cuyos fundamentos se encuentran en las experiencias del bienestar como seres psicofísicos y desde las cuales surgen diversos esquemas metafóricos de la moralidad. En tercer lugar, analizo el principio de autonomía modulado por los principios de integridad, dignidad y vulnerabilidad. En cuarto lugar, planteo la autonomía encarnada desde un ethos de la finitud y la vulnerabilidad, para finalmente esbozar algunas ideas sobre lo que sería una ética encarnada.

Palabras clave: autonomía encarnada, ética encarnada, conceptos metafóricos, finitud, vulnerabilidad.


ABSTRACT

The purpose of this paper is to think the autonomy, not as a pure ethical concept, but from the perspective of his metaphors and inside the context of an embodied ethics. For this, first, I approach the concept of autonomy from the different historical perspectives, emphasizing the conception of Kant and Mill. Secondly, I think the embodied autonomy from the impure reason or the embodied reason, whose foundations are in the experiences of welfare as psychophysical beings and from which emerge various metaphoric schemes of morality. Thirdly, I propose the beginning of autonomy modulated by the principles of integrity, dignity, and vulnerability. In fourth place, I raise the embodied autonomy from an ethos of the finitude and the vulnerability. Finally, I sketch some ideas on what it would be an embodied ethics.

Keywords: Embodied autonomy, embodied ethics, metaphorical concepts, finiteness, vulnerability.


RESUMO

Este artigo tem como objetivo refletir sobre a autonomia, não como um conceito ético puro, mas a partir da perspectiva de suas metáforas e dentro do contexto de uma ética encarnada. Para isso, em primeiro lugar, eu abordo o conceito de autonomia a partir das diferentes perspectivas históricas, com foco na concepção de Kant e Mill. Em segundo lugar, eu reflito sobre a autonomia a partir da ideia de razão impura ou razão encarnada, cujos fundamentos se encontram nas experiências do bem-estar como seres psicofísicos e a partir dos quais surgem vários esquemas metafóricos dá moralidade. Em terceiro lugar, analiso o princípio de autonomia modulado pelos princípios de integridade, dignidade e vulnerabilidade. Em quarto lugar, proponho a autonomia encarnada a partir de um ethos dá finitude e a vulnerabilidade, para finalmente esboçar algumas ideias sobre o que seria uma ética encarnada.

Palavras-chave: Autonomia encarnada, ética encarnada, conceitos metafóricos, finitude, vulnerabilidade.


Introducción

En este artículo propongo abrir una comprensión del concepto autonomía, del cual no cabe duda que es un concepto central en el discurso de la bioética, en un marco epistemológico que permita superar el carácter abstracto con el cual ha estado cargado históricamente, lo que ha rigidizado su aplicación en los contextos concretos y reales de las problemáticas bioéticas. Para ello sigo la idea de que nuestros conceptos, incluso los más abstractos como los ético-morales, están construidos esencialmente a partir de metáforas extraídas de las experiencias corpóreas. Dicha tesis ha sido formulada por dos filósofos norteamericanos, pioneros de la lingüística cognitiva, George Lakoff y Mark Johnson, en su libro Metaphors We Live By (1980) y más ampliamente en Philosophy in the Flesh. The Embodied Mind and its Challenge to Western Thought (1999). Ellos proponen que una filosofía empíricamente responsable debe superar los presupuestos de las filosofías trascendentales que separan el mundo sensible (la experiencia corpórea en un mundo entorno) del mundo inteligible (la razón pura teórica y práctica) (Lakoff y Johnson, 1999, p. 21).

En este orden de ideas, la presente reflexión pretende reconsiderar el concepto filosófico tradicional de autonomía en términos de un concepto ético-moral que está estructurado por metáforas que expresan experiencias encarnadas situadas en el mundo. En consecuencia, esta interpretación de la autonomía a partir de una razón encarnada pone en cuestión una concepción monolítica y homogénea de la ética que se construye desde conceptos abstractos descorporeizados. Del mismo modo, este enfoque permite entender que la moral y la ética tienen una fundamentación encarnada en nuestras experiencias del bienestar como seres psicofísicos, de manera que es difícil sostener una ética deontológica pura que construye los principios de un modo independiente de los bienes humanos que satisfacen nuestras necesidades básicas (Doyal y Gough, 1994). En suma, propongo leer el concepto de autonomía dentro de "esquemas metafóricos para la moralidad", y con ello abrir un nuevo horizonte de interpretación, no desde una relación exterior como si dicho concepto fuese una suerte de exoesqueleto o agregado artificial de tales esquemas, sino desde una relación interna que permite entender la coemergencia entre la experiencia moral y la experiencia corpórea. Mi tesis aquí es que la autonomía ha de entenderse desde la óptica de una "ética encarnada", la cual esbozaré al final de este artículo.

Las metáforas de la autonomía: perspectivas históricas

En este apartado examino las diversas estructuras metafóricas que el concepto de autonomía ha adquirido históricamente. Es usual en el análisis del concepto de autonomía (del griego autós = propio y nomos = regla, norma, ley, autoridad) comenzar señalando que el término tiene sus orígenes en la cultura griega clásica en referencia a la capacidad de las ciudades-Estados de autogobernarse conforme a sus propias leyes y de un modo independiente de otros Estados o de un tirano. Sin embargo, por lo general no se enfatiza lo suficiente en el hecho de que ese sentido de autonomía política en el mundo griego guarda una estrecha relación con el concepto de autonomía individual, entendida como la capacidad de los ciudadanos de reflexionar y deliberar en y sobre la polis. Para los griegos fue entonces una categoría ético-político que expresaba la relación de emergencia y coimplicación entre la autonomía individual y la autonomía colectiva. Esta correlación entre ambos, que a lo largo de nuestra tradición filosófica occidental, ha estado siempre en tensión.

Siguiendo al pensador francés Cornelius Castoriadis, quien ha destacado tal relación de complejidad y reflexividad en el origen del concepto de autonomía, la invención de esta categoría coincide con el nacimiento de la filosofía griega. Desde entonces, tal como expondré, hay un continuum histórico que muestra las oscilaciones entre el carácter individual y colectivo en dicho concepto.

La creación por los griegos de la política y la filosofía es la primera aparición histórica del proyecto de autonomía colectiva e individual. Si queremos ser libres, debemos hacer nuestro nomos. [...] Si queremos ser libres, nadie debe poder decirnos lo que debemos pensar. La autonomía surge, como germen, desde que la pregunta explícita e ilimitada estalla, haciendo hincapié no sobre los "hechos" sino sobre las significaciones imaginarias sociales y su fundamento posible. Momento de la creación que inaugura, no sólo otro tipo de sociedad sino también otro tipo de individuos. Y digo bien germen, pues la autonomía, ya sea social o individual, es un proyecto. La aparición de la pregunta ilimitada crea un eidos histórico nuevo, -la reflexión en un sentido riguroso y amplio o autorreflexividad, así como el individuo que la encarna y las instituciones donde instrumentaliza-. Lo que se pregunta, en el terreno social, es: ¿Son buenas nuestras leyes? ¿Son justas? ¿Qué leyes debemos hacer? Y en un plano individual: ¿Es verdad lo que pienso? ¿Cómo puedo saber si es verdad en el caso de que lo sea? El momento del nacimiento de la filosofía no es el de la aparición de la "pregunta por el ser", sino el de la aparición de la pregunta: ¿qué debemos pensar? [...] El momento del nacimiento de la democracia y de la política, no es el reino de la ley o del derecho, ni el de los "derechos del hombre", ni siquiera el de la igualdad como tal de los ciudadanos: sino el de la aparición en el hacer efectivo de la colectividad en su puesta en tela de juicio de la ley. ¿Qué leyes debemos hacer? Es en este momento cuando nace la política y la libertad como social-históricamente efectiva. Nacimiento indisociable del de la filosofía [...]. (Castoriadis, 2008, pp. 102-104)

El carácter ético-político de la autonomía, en su sentido original griego, tiene una primera variación histórica importante cuando comienza a utilizarse en las disputas confesionales de los siglos XVI y XVII para expresar el reclamo protestante por la libertad religiosa y política. El uso que se le dio tiene relación con el libre arbitrio para aceptar, defender, creer y hacer lo que cada cual considera bueno en la esfera de su conciencia dentro de los límites de las leyes de un Estado. Comienza así una interiorización del sentido ético-político de la autonomía en términos de libertad religiosa y de conciencia individual.

La segunda variación significativa vino en el siglo XVIII de la mano de Kant, cuando este filósofo dio un giro radical al concepto de autonomía, colocándolo al centro de la concepción del ser humano, del pensamiento reflexivo y de la moralidad, difuminando de paso la dimensión más política del concepto. Como dice Schneewind (2009), en su libro La invención de la autonomía, "Kant inventó el concepto de moralidad como autonomía" (p. 23). En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant caracteriza por primera vez a la autonomía como un principio supremo de la moralidad, por cuanto principio formal y sin referencia a ningún contenido sustantivo o idea de la felicidad, del bien o de la perfección humana. En palabras de Kant (1995):

La autonomía de la voluntad es el estado por el cual ésta es una ley para sí misma, independientemente de cómo están constituidos los objetos del querer. En este sentido, el principio de la autonomía no es más que elegir de tal manera que las máximas de la elección del querer mismo sean incluidas al mismo tiempo como leyes universales. (pp. 119 y 120)

Aunque es sabido que fue Rousseau, pensador que tuvo una influencia decisiva en Kant, quien un poco antes puso a la autonomía en el corazón de la teoría política y la teoría moral al mismo tiempo. En el Contrato Social, introduce la idea de libertad en términos de una libertad civil que se adquiere en el contexto de los derechos y deberes que emana del pacto social, que es el ámbito donde se sustituye el instinto por la justicia y que dota a las acciones de la moralidad que carecían en el estado natural. En el libro I del Contrato Social, capítulo VIII "Del estado civil", dice Rousseau (2007): "Según lo precedente, podría añadirse a la adquisición del estado civil la libertad moral, la única que hace al hombre auténticamente dueño de sí; porque el impulso de simple apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley que uno se ha prescrito es libertad" (p. 50).

La tercera variación cardinal de este concepto ocurre en el siglo XIX con J. S. Mill quien desarrolló y enfatizó la idea de autonomía moral como fundamento de una teoría política para una sociedad liberal. Su idea de la autonomía, en términos de libertad de la individualidad, implica, por un lado, una dimensión positiva, la de ser libre para elegir la propia vida según la idea del bien de cada uno, teniendo como único límite el no dañar o restringir la libertad de terceros y, por otro lado, una dimensión negativa, la de no intromisión del Estado y de terceras personas en nuestras libres elecciones.

La única libertad que merece este nombre es la de buscar nuestro propio bien, cada uno a su manera, siempre que no tratemos de privar a los demás del suyo o de entorpecer sus esfuerzos para conseguirlo; cada uno es el guardián natural de su propia salud, física, mental y espiritual. La especie humana gana más dejando a cada hombre vivir como le acomode que obligándole a vivir como les acomode a los demás. (Mill, 1997, p. 19)

Al llegar a este punto del recorrido histórico en las metáforas de la autonomía, se puede comenzar a apreciar la complejidad de este concepto, entretejido por la dimensión individual y colectiva, y también por lo ideal regulativo de la razón y lo concreto del sujeto corporal situado sociohistóricamente. Asimismo, se pueden avizorar las distintas perspectivas o énfasis que dicho concepto toma en cada pensador. En adelante preciso un poco más estas diferentes perspectivas, especialmente las de Kant y Mill, porque vienen a ser las fuentes de las que beben las teorías de la autonomía contemporáneas en el ámbito ético, jurídico y político, las que, por su parte, son el sustento de la idea de autonomía en el ámbito disciplina de la bioética.

Es importante profundizar estas ideas por dos razones. Primero, porque el principio de autonomía en bioética tiene límites conceptuales más imprecisos que en sede jurídica y política, debido a las restricciones propias de su ámbito de aplicación (v. gr. la relación asimétrica entre médico y paciente o entre investigador y sujeto de investigación), por lo que termina siendo algo distinto de las fuentes de las que se deriva (las teorías éticas mencionadas), poniendo en cuestión su pretendida función normativa central como guía de orientación de la conducta moral, vale decir, la de un principio ético. Segundo, porque mostrar la idea de autonomía en cada uno de los contextos teóricos (Kant y Mill) será el primer paso para luego evaluarla como un concepto aún demasiado abstracto que se comprende mejor en una estructura metafórica propia de una razón encarnada y situada corporal, cultural, social e históricamente.

Para Kant, el principio de la autonomía de la voluntad es el único principio válido de la moralidad porque depende exclusivamente de la razón (la razón pura práctica) que tiene la facultad de movernos a actuar solo por deber, por una ley dada a la voluntad, y no por otros principios o razones ajenos o externos a ella. Lo contrario significa la heteronomía de la voluntad, esto es, que la voluntad depende de principios que son extraños a ella (v. gr. una idea empírica de felicidad o una idea racional de la perfección humana), y que, por lo mismo, no son universales ni necesarios, y no mandan categóricamente sino condicionadamente. Kant recurre al concepto de libertad como clave de la autonomía de la voluntad para explicar que la moralidad no es un vano fantasma, postulando para ello que la libertad y la propia legislación de la voluntad son ambas expresiones de la autonomía. Así, la autonomía es el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional, por lo tanto, es un fin en sí mismo que no puede ser tratado exclusivamente como medio por la voluntad de otros. Con todo, para Kant el ser humano en tanto que ser racional y libre no pertenece al mundo sensible (corporal, históricos, social, etc.), sino al mundo inteligible, al reino de los fines.

Si bien la idea de dignidad en sentido kantiano es parte del constructo teórico actual de la autonomía en el discurso bioético, muchos filósofos, entre ellos Beauchamp y Childress (1998) y O'Niell (2002), coinciden en que el sistema kantiano de la autonomía (en el contexto de su ética racional y deontológica) no se relaciona directamente con este mismo término en la ética biomédica. Para Beauchamp y Childress (1998, p. 117), este término típicamente se refiere a aquello que hace que la vida sea propia, que esté moldeada de acuerdo con las preferencias y elecciones personales. Tal sentido está más bien relacionado con la idea de autonomía -o de individualidad- de Stuart Mill, quien en el contexto de su ética utilitarista se resiste a una libertad trascendental extraña al mundo, para lo cual parte del supuesto antropológico de la libertad situada en el mundo y el deseo de la felicidad en él. Para Mill, la autonomía para vivir nuestros propios planes de vida, según nuestras creencias y preferencias, exige que la intervención del Estado, a través de la ley, solo esté justificada para evitar el daño a terceros y jamás para imponerse por sobre las creencias y preferencias de alguien, incluso cuando la persona elige algo que no es bueno para sí. Frente una situación así, se puede razonar con el agente para persuadirle o suplicarle que haga lo contrario, pero no imponerle una idea del bien. La idea de libertad en Mill, orientada a limitar la acción paternalista del Estado, es una libertad negativa o de no intervención que, como destacó Isaiah Berlin (1988), difiere de una libertad positiva que tiene que ver con la conexión entre democracia y libertad individual, esto es con la respuesta por la pregunta de por quién estoy gobernado, lo que nos recuerda el sentido original griego de autonomía.

Si bien es cierto que el concepto de autonomía en Mill presupone un sujeto moral más situado y concreto en comparación con el sujeto moral kantiano, propiamente desmundaneizado y fantasmagórico, desde la óptica de las éticas comunitaristas (Taylor, MacIntyre, Walzer, Sander) se ha pensado lo contrario. Los comunitaristas piensan que la autonomía liberal e individualista que procede de Mill y Kant abstrae al individuo del contexto social-cultural que es donde residen los valores y bienes que son parte de nuestros fines morales. Sin embargo, hay que considerar que esta crítica falla porque no distingue bien entre el plano ideal, el promover en la comunidad ideales de vida, y el plano práctico, el respetar las decisiones autónomas según aspiraciones personales como un valor fundacional de las comunidades políticas, que es el plano donde se mueve la idea de autonomía de Mill (Nino, 1989, pp. 205-211).

Dentro de las teorías contemporáneas de la autonomía en la línea de Mill, Gerald Dworkin (1988), dando un paso más allá en su elaboración, pone énfasis en la distinción entre la libertad en términos genéricos y la capacidad para tomar decisiones en situaciones concretas: "La idea de autonomía no es simplemente una noción evaluativa o reflexiva, sino que incluye una habilidad tanto para cambiar las preferencias de uno como para hacerlas efectivas en las acciones y, realmente, hacerlas efectivas porque uno ha reflexionado sobre ellas y las ha adoptado como propias" (p. 17). Así, este autor llega a definir la autonomía como "una capacidad de segundo orden de las personas para reflexionar críticamente sobre sus preferencias, deseos, voliciones, etc., de primer orden, y la capacidad de aceptar o intentar cambiar éstos a la luz de preferencias y valores de orden superior" (1988, p. 20).

La autonomía como la posibilidad no solo de tomar decisiones de forma racional y coherente, sino también de introducir cambios y preferencias en el curso de la vida, es un punto clave para la idea de autonomía en la bioética. Con razón Beauchamp y Childress distinguen entre la capacidad de las personas de ser autónomas (ser agente libre) y la realización efectiva de la autonomía. Con tal distinción introducen matices respecto de las teorías más abstractas como la de Dworkin, que hace del sujeto autónomo aún un constructo ideal (Beauchamp y Childress, 1998, p. 115). Una cosa es la autonomía como potencia o facultad y otra la autonomía como acto o elección. Una persona autónoma puede hacer elecciones no autónomas y, viceversa, una persona no autónoma puede hacer elecciones autónomas. Al nivel de análisis del agente, una acción es autónoma cuando se realiza: 1) intencionadamente; 2) con comprensión (información adecuada y completa); en ausencia de influencias externas que pretendan controlar y determinar el acto (coerción o manipulación). A juicio de Beauchamp y Childress, el primer elemento es una variable discreta, no admite graduación, y los dos siguientes, son variables continuas o graduales (Beauchamp y Childress, 1198, p. 116). El respeto a la autonomía de una persona, sostienen estos autores, "implica como mínimo asumir su derecho a tener opiniones propias, a elegir y a realizar acciones basadas tanto en sus valores como en sus creencias personales". Pero añaden que "este respeto debe ser activo, y no simplemente una actitud. Implica no sólo la obligación de no intervenir en los asuntos de otras personas, sino también asegurar las condiciones necesarias para que su elección sea autónoma, mitigando los miedos y todas aquellas circunstancias que pueden dificultar o impedir la autonomía de acto" (Beauchamp y Childress, 1998, pp. 117-118). Este principio se especifica en ciertas reglas como respetar la intimidad, proteger la información confidencial, decir la verdad, colaborar en el proceso de toma de decisión, y pedir el consentimiento informado de los pacientes para las intervenciones o tratamientos.

No cabe duda que esta perspectiva no otorga a la autonomía la calidad de una carta de triunfo, un comodín, como lo hace la visión, aún más liberal de la bioética, de Engelhardt, pues, Beauchamp y Childress entienden este principio, como es bien sabido, integrado en un sistema de principios (no maleficencia, beneficencia, y justicia). Esto sin perjuicio de considerar las razonables críticas al método de aplicación de los mismos por la vía de la especificación y la ponderación (Arras, 1994; Veatch, 1995; Jonsen, 2000; Gert, Culver y Clouser, 2000), de la cual se hacen cargo los autores en las últimas ediciones de los Principios de ética biomédica. Por su parte, Engelhardt (1995) introduce como primer y fundamental principio de la bioética el principio de permiso, y lo hace en los siguientes términos:

La autoridad de las acciones que implican a otros en una sociedad pluralista secular tiene su origen en el permiso de éstos. Como consecuencia, 1) sin ese consentimiento o permiso no existe autoridad; 2) las acciones en contra de esta autoridad son censurables, en el sentido de que sitúan al infractor fuera de la comunidad moral en general". (p. 138)

Con todo, en el sistema de principios de Beauchamp y Childrees, la idea de autonomía aparece desarrollada fuera del contexto sociopolítico que la alimenta y muchas veces para el ejercicio de la autonomía no basta con asegurar, como postulan estos autores, condiciones que protejan la asimetría informacional, la intimidad y confidencialidad, el cuidado por el estado psicológico o emocional del paciente, sino también tomar en cuenta el desempoderamiento social y político de las personas. Lo cual requiere, como ha insistido el discípulo de Rawls, A. Sen, un enfoque de la libertad en términos de capacidades básicas, lo que nos vuelve a la idea de autonomía individual como indisociable de la autonomía política. Esto es el cómo hacemos instituciones justas, pero tomando en cuenta que el énfasis recae en las vidas concretas y reales que las personas son capaces de vivir (Sen, 2009, pp. 225-317).

La estructura conceptual de la autonomía, de acuerdo con las perspectivas históricas que vimos, se puede ordenar en los siguientes sentidos: 1. la capacidad de proyectar ideales de vida y objetivos; 2. la capacidad de una introspección moral para darse u adoptar normas por y para sí mismo, estos es, la facultad de "autolegislación"; 3. la capacidad de reflexionar y actuar sin coerción con base en las creencias y valores personales; 4. la capacidad de la responsabilidad personal y la implicación política en las cuestiones sobre quién y cómo nos gobiernan; 5. la capacidad del consentimiento informado en el ámbito bioético.

La autonomía encarnada desde la razón impura o la razón corporal

A continuación desarrollaré cómo esta estructura conceptual de la autonomía se inserta en sistemas metafóricos de la moralidad, lo que me permitirá dar con una idea de la autonomía menos abstracta o descarnada, en la medida que entramos a considerar la esencial condición corpórea o encarnada de nuestra razón. Esta perspectiva tiene hondas implicaciones para la comprensión de todas las prácticas humanas, incluyendo nuestras teorías morales y sus aplicaciones en el ámbito de la bioética.

Lo que me interesa ver aquí es cómo y dónde se enraíza la estructura conceptual de la autonomía personal para mostrar que esta se entiende mejor, más que como un principio moral o una guía estable de orientación de la conducta, como un concepto dentro de distintos sistemas metafóricos de la moralidad, en cada uno de los cuales juega papeles distintos. Las metáforas de la moralidad están fundadas en la naturaleza de nuestra experiencia corporal y las interacciones sociales (i.e. en los sistemas de institución familiar), y, en general, en las experiencias individuales y colectivas del bienestar partiendo desde el bienestar psicofísico hasta el moral y social.

Uno de los primeros pensadores en llamar la atención sobre lo espurio o lo ilusorio del concepto de razón pura kantiana fue Nietzsche, quien apeló a una transmutación de este concepto a partir de una razón radicada en el cuerpo de donde emanarían todas las interpretaciones o creaciones de perspectivas.

La existencia humana [como dice el filósofo español Jesús Conill, comentando a Nietzsche] tiene un carácter perspectivista e interpretador; como que lo perspectivo es 'condición fundamental de toda vida' y constituye un camino liberador frente a todo dogmatismo. El punto de partida de las perspectivas y los ensayos liberadores es el cuerpo. No hay ninguna instancia por encima de la vida, de manera que el hombre no tiene más que su perspectiva, desde la que puede convertirse en "individuo soberano". (Conill, 2013, p. 9)

Vale la pena recordar lo que Nietzsche dice en su opúsculo titulado Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (1996) en relación con esta capacidad interpretativa del intelecto sobre el mundo:

¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora consideradas como monedas, sino como metal. (p. 25)

Sin necesidad de seguir a fondo el proyecto ético nietzscheano de un individuo autónomo supra-ético (el superhombre), cuya capacidad autolegisladora le otorga un absoluto dominio de sí mismo cuando se libera de la moralidad de las costumbres, su llamado a la razón corporal nos permite abrir un nuevo horizonte de interpretación de nuestros conceptos éticos abstractos -entre ellos el de libertad, autonomía, bienestar, justicia, equidad, etc.- dentro de esquemas metafóricos para la moralidad. Es en este orden de ideas, que Lakoff y Johnson proponen que una filosofía empíricamente responsable debe superar los presupuestos de las filosofías trascendentales que separan el mundo sensible (experiencia corpórea en un mundo entorno) del mundo inteligible (razón pura teórica y práctica). Dicho enfoque invita a reconsiderar nuestros conceptos filosóficos tradicionales desde una nueva mirada de la razón humana: 1. la razón -cuya función no solo consiste en hacer inferencias lógicas, sino también en la habilidad para resolver problemas, evaluar, deliberar como debemos actuar y alcanzar la comprensión de nosotros mismos, de los otros y el mundo- emerge de los patrones recursivos de nuestra experiencia corpórea de percepción y movimiento que crean nuestro sistema conceptual y nuestro métodos y esquemas racionales, por lo que la razón no es un rasgo trascendental del universo ni se reduce a una mente desencarnada; 2. la razón es evolutiva, en el sentido de que se construye sobre la vida que le precede y hace uso de las formas de percepción y de inferencia motora que también están presentes en los animales inferiores, en fin, somos herederos de la evolución de la vida; 3. la razón no es universal en el sentido trascendente, extraña a la estructura del universo o mundo sensible, es universal en un sentido empírico trascendental, ya que es una capacidad compartida por todo los seres humanos; 4. la razón no es accesible absolutamente por autorreflexión, pues se hunde en un enorme inconsciente cognitivo al que no tenemos acceso; 5. la razón no usa un lenguaje literal con significados objetivos (correspondencia objetiva entre palabras y cosas), sino que es esencialmente metafórica e imaginativa; 6. la razón no es desafectada y neutra, sino que es emocionalmente comprometida (Lakoff y Johnson, 1999, pp. 21 y 22).

¿Qué consecuencias tiene este enfoque si miramos nuestros conceptos morales y las construcciones teóricas que hacemos a partir de ellos? Siguiendo estas premisas de una filosofía de la carne o de la mente encarnada de Lakoff y Johnson, comienza a resquebrajarse la solidez de dos de los esquemas teóricos de la moral que hemos visto a partir del concepto de autonomía y que representan paradigmáticamente Kant y Mill. La moral deontológica (o de los deberes) y racionalista kantiana se construye sobre la idea de una persona moral autónoma que somete su voluntad a una libertad trascendental absoluta ajena a cualquier pasión, afecto, sensibilidad, emoción, relaciones de crianza y cuidado a los dependientes y vulnerables, contextos familiares, sociales e históricos, etc., todo lo cual niega nuestra razón encarnada y esencialmente metafórica y emocional. Ya Hegel había criticado el formalismo vacío de la moral kantiana que impedía elaborar una doctrina inmanente (no trascendental) de los deberes. Por otra parte, el utilitarismo hedonista de Mill (una ética consecuencialista o teleológica centrada en la utilidad en función del placer o la felicidad) parte de la construcción de un sujeto racional autónomo que es capaz de actuar mediante un razonamiento de maximización de la utilidad, lo cual olvida que los seres humanos concretos y reales no tienen un control consciente absoluto de sus razonamientos, pues obedecen también a otros marcos de inferencia y metáforas.

Según Lakoff y Johnson, las teorías morales están construidas por no más de una decena de sistemas de metáforas morales, fundadas en nuestras experiencias del bienestar: 1. es mejor estar sano que enfermo (bienestar es salud); 2. es mejor ser fuerte que débil (fortaleza moral); 3. es mejor estar bajo control que estar fuera de control o dominado por otros (moral como autoridad y orden vs. libertad moral y sus límites); 4. es mejor tener la suficiente riqueza para vivir confortablemente que estar empobrecido (bienestar como riqueza y persecución del propio interés); 5. es mejor estar vinculado socialmente, protegido, cuidado y acogido que estar aislado, vulnerable, ignorado y desatendido (moral de cuidado y empatía); 6. es mejor estar bien posicionado y balanceado que desbalanceado o incapaz de pararse (moral de esquemas contables: reciprocidad, retribución, venganza, restitución, derechos, etc.) (Lakoff y Johnson, 1999, p. 291).

Estas metáforas se aglutinan a su vez en dos modelos (idealizaciones) principales de la moralidad: la moralidad del padre de familia estricto y la moralidad de la familia cuidadora. El núcleo del primero está conformado por las metáforas de la fortaleza moral, la autoridad moral y el orden moral, y el segundo está configurado por la moral de empatía y la moral del cuidado. En cada uno de ellos, nuestros principios o conceptos morales abstractos (autonomía, libertad, justicia, equidad, compasión, virtud, derechos, etc.) juegan una función distinta.

La ética kantiana se enmarca paradigmáticamente en el modelo metafórico de la moralidad del padre de familia estricto, en una versión racionalista que juega con dos metáforas estructurales: la familia del ser humano (humanidad como familia y la autoridad moral universal como padre-razón) y la sociedad de la mente (la razón [padre] domina la voluntad [niño] y las pasiones [mal externo]). Este modelo emerge sobre el trasfondo de que el mundo es poco acogedor, amenazante y conflictivo, por lo que necesitamos ser formados en la fortaleza de la voluntad y la autodisciplina. Las metáforas prioritarias que la configuran son: 1. la autoridad moral y la fortaleza moral: en lenguaje kantiano es la razón, que es pura y universal, la que guía la voluntad a ser disciplinada (a obedecer su deber), a no ser afectada por las pasiones, sentimientos o inclinaciones, y que fija leyes universales válidas para todo ser racional; 2. límites morales: libertad como movimiento está limitada, dirigida y compelida al cumplimiento del deber, lo que va más allá de estos límites son males morales, sean estos internos o externos; 3. libertad moral: el movimiento está autodirigido al fin moral elegido autónomamente y cualquier movimiento externo que afecta a la libertad la transforma en heterónoma. Si bien las metáforas de la moral de la empatía y de la moral del cuidado tienen un lugar en este sistema, ellas están subordinadas al objetivo primario de desarrollar la fortaleza moral, la autodisciplina y a reconocer la legitimidad de la autoridad moral.

El utilitarismo, en cambio, se inclina más hacia el modelo metafórico de la familia cuidadora, en la medida en que debemos actuar realizando la mayor felicidad posible de la comunidad, lo que requiere muchas veces el sacrificio personal de nuestro bienestar para promover el bienestar de la comunidad. Mill fue explícito en considerar que la ética está motivada por sentimientos morales ampliamente compartidos como la benevolencia, el compañerismo y la simpatía. Está claro que el utilitarismo no se ajusta plenamente a este modelo -recordemos que los modelos son idealizaciones a partir de ciertas metáforas morales más densas en cada uno de ellos-, pues en su base está la idea de autonomía o individualidad como una capacidad de regirse por las propias preferencias de lo que uno considera valioso o bueno, lo que está más vinculado al primer modelo metafórico de la moralidad.

De todas formas, vale la pena precisar un poco más el modelo de la familia cuidadora, ya que servirá de marco interpretativo para otras formas de conceptualizar a la autonomía a las que haré referencia en los siguientes apartados. Este modelo se fundamenta en la experiencia primaria de las relaciones de cuidado y atención que hacen posible que los seres cuidados a su vez puedan llegar a ser ellos mismos cuidadores. Por eso, sus metáforas morales nucleares son la moralidad como cuidado que está en la raíz de las interacciones humanas (familia, institución paradigmática) y la moralidad como empatía, por cuanto condición necesaria para ejercer el cuidado. La autoridad moral en este modelo está validada, en la medida que se cumple la responsabilidad del cuidado. A su vez, la fortaleza moral solo tiene sentido respecto de la obligación de cuidado, sostenida en el tiempo y adecuada en sus formas y contenidos del cuidado, así como respecto de la responsabilidad de desarrollar fortaleza moral, independencia o autonomía en los sujetos cuidados.

A la luz de la lectura del principio de autonomía que he hecho bajo los esquemas de metáforas de la moralidad, podré intentar hacer algunas variaciones al concepto tradicional de autonomía. Las premisas para ello son: 1. es difícil sostener principios puros de moralidad si tenemos en cuenta que muchos de nuestros conceptos morales están estructurados por metáforas (encarnan experiencias primarias), por lo que nuestras inferencias del razonamiento moral provienen de estos dominios; 2. es difícil sostener una moralidad monolítica, homogénea y consistente sobre la base de un conjunto de conceptos, pues se entrecruzan en una misma teoría metáforas incompatibles (v. gr. empatía moral y la autoridad moral); 3. la moral tiene una fundamentación en nuestras experiencias del bienestar como seres psicofísicos, por lo que nuestros conceptos morales no son arbitrarios ni operan sin restricciones; 4. es difícil sostener una ética deontológica pura que construya los principios de un modo independiente de los bienes.

Una redefinición de la autonomía en el contexto de la filosofía de la carne de Lakoff y Johnson, con algunos apuntes de la biología filosófica de la autonomía de Francisco Varela, debería poner énfasis en los siguientes aspectos: 1. la autonomía (emergencia de un yo narrativo desde un yo corpóreo) es fruto de una mente encarnada; en otras palabras, la mente no está en la cabeza, y por lo mismo la cognición (incluida la racionalidad práctica) está "enactivamente" encarnada (se pone en acción) en un entorno físico, social, cultural e histórico; 2. la autonomía es esencialmente intersubjetiva, surge de la codeterminación en la estructura yo-otro; 3. la autonomía es generada en un proceso de cuidado, está fundada en las relaciones parentales como punto de partida de la vida moral; 4. la autonomía es esencialmente comunicativa y sostenida en el reconocimiento recíproco; 5. la autonomía es esencialmente compasiva, el yo narrativo siempre emerge de un cuerpo emocional o tono afectivo.

Para cerrar este apartado, respecto del concepto de autonomía encarnada, tomo las palabras de Jesús Conill, ya que me permiten dar paso a la relación entre autonomía, vulnerabilidad y dependencia:

La capacidad de auto-obligarse en el contexto de la interacción comunicativa con razones nos constituye como seres humanos vinculados e interdependientes. Porque no se trata de una autonomía ideal y trascendental en el ámbito de la autoconciencia, sino de una autonomía de carne y hueso, en la que la razón arraiga en el corazón y donde la obligación moral está vinculada al sentimiento de respeto (por la dignidad) y la compasión cordial por lo vulnerable. (2013, p. 11)

Principio de autonomía modulado: integridad, dignidad, vulnerabilidad

La propuesta de Principios éticos básicos europeos de Bioética y Bioderecho ( Rendtorff y Kemp, Basic Ethical Priniciples in european Bioethics and Biolaw, 2000), que nace del proyecto de investigación europeo biomed 1995-1998, se puede enmarcar sin duda alguna dentro del modelo de la moralidad de la familia cuidadora, pues parte de la premisa de que el valor de la autonomía (entrelazados con los de dignidad, integridad y vulnerabilidad) debe ubicarse en el contexto del cuidado a los otros, un contexto que ya por sí mismo presupone una ética de la solidaridad, la responsabilidad y la justicia como equidad.

La motivación de este proyecto fue desarrollar una estructura de principios (autonomía, dignidad, integridad y vulnerabilidad) que puedan matizar la influencia del principialismo norteamericano, que en sus primeras etapas de socialización fue leído, injustamente, como una apología del dominio del principio de autonomía en sentido liberal. Por lo mismo, los principios europeos resultan ser un despliegue del concepto de autonomía, más que principios independientes, con el fin de superar una versión minimalista de este, tomando como referencia la tradición filosófica europea (fenomenología husserliana, hermenéutica existencial de Heidegger, existencialismo sartriano, fenomenología de la corporalidad de Merleau-Ponty, la hermenéutica de Gadamer, Ricoeur y Lévinas, entre otros) y la cultura legal de los derechos humanos.

Estos principios demuestran ser, desde un inicio en su elaboración, un complemento para compensar las deficiencias de las teorías éticas de base del principialismo y, especialmente, matizar el concepto de autonomía, más que una propuesta sistemática y autónoma de principios morales con una metodología clara y adecuada de aplicación. Más que principios ético-normativos, la autonomía, la dignidad, la vulnerabilidad y la integridad, en los términos descritos por Rendtorff y Kemp, son características antropológicas, es decir, caracterizaciones de modos de ser humano que pueden ayudar a comprender la acción moral pero no determinarla. Pese a ello, y si partimos de la base de que los principios deben leerse no como guías normativas para la acción, sino como sistemas de metáforas de la moralidad, en el sentido de que sirven de instrumentos ordenadores de los juicios y decisiones bioéticas, y que en este caso se encuadran bien en el modelo de la familia cuidadora. Vale la pena entonces hacer una somera descripción de estos.

Del principio de autonomía nos interesa destacar el énfasis puesto por Rendtorff y Kemp a la relación que guarda este con la condición humana frágil y vulnerable, en cuanto que sujeto siempre "situado", lo que tiene que ver con limitaciones estructurales que le imponen la finitud y la dependencia de condiciones biológicas, materiales y sociales, la falta de información para poder razonar, etc. Además de estas dificultades internas, los principios europeos destacan los límites del principio de autonomía en situaciones bioéticas donde no aplica en absoluto: embriones, recién nacidos, fetos, el cuerpo humano muerto, que son realidades en las que el consenso ético mayoritario es no considerarlas como personas, pero tampoco como meras cosas, por lo tanto, con un estatuto ontológico intermedio.

Sin entrar a detallar las referencias históricas a la dignidad, cuyo punto cumbre se alcanza con Kant (dignidad = persona como un fin en sí mismo), es relevante aquí mencionar el desarrollo más amplio que se hace de este concepto en los principios europeos que vinculan la dimensión individual y colectiva de la autonomía, como destaqué de la mano de Castoriadis al comienzo de este artículo. Pero, por otra parte, no se puede desconocer la polémica que ha suscitado este concepto en el ámbito anglosajón debido a la desconfianza que genera como herramienta del conservadurismo o a la supuesta inutilidad en el discurso bioético (por ejemplo, en el artículo de Ruth Macklin, "Dignity is a useless concept"[2003] y de Steven Pinker, "The stupidity of dignity" [2003]). Los principios europeos asumen que la dignidad es un concepto político que está justificado por el pensamiento democrático, pero que al mismo tiempo es la formulación de una virtud intersubjetiva. De tal modo que el reconocimiento de la dignidad del otro como un sujeto moral independiente es una condición básica para el desarrollo de la esfera pública. En consecuencia, la tolerancia y mutuo respeto entre los ciudadanos es esencial a la noción de dignidad.

Los principios europeos, si bien reconocen el profundo desacuerdo en el contenido de la idea de dignidad, apuntan a las siguientes notas características: 1. la dignidad emerge como una virtud de reconocimiento del otro en una relación intersubjetiva; 2. la dignidad es universalizada e indica el valor intrínseco y la responsabilidad moral de cada ser humano; 3. las personas no pueden ser objeto de comercialización; 4. dignidad hace referencia a la autoestima y el pudor; 5. dignidad implica la apertura al valor de las dimensiones existenciales límites: el nacimiento, el sufrimiento y la enfermedad, la muerte de los seres queridos, entre otras

El principio de integridad tiene que ver con el núcleo intocable de la persona, la condición básica de una vida digna, tanto física como mental, que no debe verse sujeta a intervenciones externas, salvo que sean consentidas, previa información por el propio sujeto. Es un principio ligado a la identidad personal y, por tanto, a la intimidad y privacidad, que incluye las siguientes dimensiones: 1. integridad como coherencia creada y narrada de la propia vida; 2. integridad como esfera personal de las experiencias, la creatividad y la autodeterminación; 3. integridad como parte de las relaciones humanas en el sentido de incorruptibilidad o solidez moral.

Por último, respecto del principio de la vulnerabilidad quisiera dar solo unas sutiles pinceladas de lo elaborado por los principios europeos porque se profundizará más en este en el apartado siguiente. No cabe duda de que este concepto se instaló con fuerza en la ética continental europea a partir de la segunda mitad del siglo XX, de la mano de filósofos como Lévinas, Arendt, Jonas, entre otros. La vulnerabilidad es una condición existencial de la vida que hace referencia a la fragilidad y dependencia de todo ser vivo, pues se tiene vida no pese a la finitud (mortalidad) sino por ella. En el ser humano constituye una condición antropológica que determina la posibilidad de la ética como expondré a continuación. Pero la amplitud de este concepto exige matizar sus contextos de uso: 1. sentido ontológico (condición de finitud de la existencia humana); 2. sentido fenomenológico (receptividad personal); 3. sentido natural (fragilidad e irremplazabilidad de la naturaleza); 4. sentido médico (fragilidad de la vida del paciente); 5. sentido cultural (fragilidad de las tradiciones y las costumbres sociales); 6. sentido social (vulnerabilidad de grupos particulares y los más desventajados de la sociedad). Respecto de este último sentido, debe ser muy claro que esa condición de vulnerabilidad, aunque más bien de vulneración, evidentemente no ontológica, requiere siempre el apoyo de las instituciones de justicia en una sociedad que empodere a aquellos socialmente desventajados con las capacidades básicas para desarrollar su libertad en igualdad de oportunidades.

La autonomía encarnada desde un ethos de la finitud y la vulnerabilidad

A continuación quisiera reflexionar sobre la condición de la finitud y vulnerabilidad humana como sustento de ciertas éticas de la imperfección, que ponen en el centro una autonomía encarnada, frágil y dependiente, las cuales podemos inscribir en el modelo metafórico de las moralidades de la familia cuidadora que es la base para construir una ética encarnada. Tomo como referencia a la ética de la virtud de MacIntyre y a la ética de la responsabilidad como cuidado del ser vulnerable de Hans Jonas.

El filósofo escocés Alasdair MacIntyre acierta al decir que solo a partir de la segunda mitad del siglo XX el pensamiento ético se abre a la finitud como un campo de posibilidades de comprensión de lo humano. La pregunta que él se hace en su libro Animales racionales y dependientes (1999) es la siguiente: "¿Qué consecuencias tendría para la filosofía moral considerar el hecho de la vulnerabilidad y la aflicción, y el hecho de la dependencia como rasgos fundamentales de la condición humana?" (MacIntyre, 2001, p. 18). En esta línea, Martha Nussbaum señala, en su libro La fragilidad del bien (1995), que la peculiar belleza del ser humano reside justamente en su vulnerabilidad. Como todo ser vivo, somos hijos de la temporalidad y esa temporalidad en el ser humano es nuestra propia historicidad individual y colectiva. Asimismo, Hannah Arendt destaca la importancia del concepto de natalidad (los seres humanos siempre nuevos, únicos y distintos, que vienen al mundo) como un fenómeno central que permite la continua novedad y creatividad de la acción humana en las comunidades políticas. Por esta razón, la finitud representa una condición estructural del ser humano y la sociedad, una condición de posibilidad de su existencia para sí y con otros que permite conjugar siempre el pasado, la tradición y lo nuevo, la creación, el horizonte siempre abierto de redefinición del sentido de lo humano y lo social.

Quisiera, a continuación, conjugar las dimensiones de la finitud con los conceptos de fragilidad, vulnerabilidad y dependencia. Sin duda, tomar como punto de partida una antropología de la finitud va a determinar qué tipo de teoría ética se va a discutir y elaborar. Acertadamente, comenta Giorgio Agamben (1996) lo siguiente en relación con el vínculo entre antropología y ética:

El hecho del que debe partir todo discurso sobre la ética es que el hombre no es, ni ha de ser, o realizar ninguna esencia, ninguna vocación histórica o espiritual, ningún destino biológico. Sólo por esto puede existir algo así como la ética: pues está claro que si el hombre fuese o tuviese que ser esta o aquella sustancia, este o aquel destino, no existiría experiencia ética posible, y solo habría tareas a realizar. (p. 31)

Precisamente, las éticas que huyen de la finitud y que buscan zanjar la ambigüedad humana fuera de las fronteras de la posibilidad siempre abierta de reconstituir el sentido de lo humano, el corolario de ellas es la negación de la ética. Un ser humano confinado a una supuesta primitivización no requeriría más que cumplir tareas instintivas, paradójicamente autoimpuestas, y un ser humano reconstruido de acuerdo con ciertos objetivos de sus propios diseñadores humanos no es más que una máquina destinada a tareas. Por esto, recalcar la antropología de la finitud es un trabajo esencial antes de dar con la ética que necesitamos para nuestros tiempos, una ética no de los sueños de construcción utópica tecnocrática, que ya mostraron su fracaso (capitalismo y marxismo), sino una ética de la imperfección y de la modestia, una ética que aspire a conservar en los seres humanos la posibilidad siempre abierta de autodeterminarse moralmente. Esa es la tarea que abordó el filósofo MacIntyre en las conferencias "Paul Carus" que luego dieron lugar al texto Animales racionales y dependientes. Porque los seres humanos necesitamos las virtudes (1999). Él comienza aceptando la premisa de que reconocer la vulnerabilidad del ser humano, en otras palabras, su condición animal, tiene implicaciones en la ética que elaboremos, porque hay una relación intrínseca entre vulnerabilidad y dependencia humana:

Los seres humanos son vulnerables a una gran cantidad de aflicciones diversas y la mayoría padece alguna enfermedad grave en uno u otro momento de su vida. La forma como cada uno se enfrenta a ello depende solo en una pequeña parte de sí mismo. Lo más frecuente es que todo individuo dependa de los demás para su supervivencia, no digamos ya para su florecimiento, cuando se enfrenta a una enfermedad o lesión corporal, una alimentación defectuosa, deficiencias y perturbaciones mentales y la agresión o negligencia humanas. Esta dependencia de otros individuos a fin de obtener protección y sustento resulta muy evidente durante la infancia y la senectud, pero entre estas primeras y últimas etapas en la vida del ser humano, suele haber períodos más o menos largos en que se padece alguna lesión, enfermedad o discapacidad, y algunos casos en que se está discapacitado de por vida. (MacIntyre, 2001, p. 15)

Tanto el reconocimiento de la vulnerabilidad como el de la dependencia humana comenzó a estar en el centro de la ética solo a partir de la segunda mitad del siglo XX, quizás, no por casualidad, después de los horrorosos acontecimientos de Auschwitz, Hiroshima y Nagasaki. La filosofía moral moderna, por el contrario, tiene por presupuesto implícito una antropología que olvida nuestras vulnerabilidades y dependencias. El agente moral racional es el ser humano libre, autónomo, capaz de deliberar sobre sus planes de vida, del mismo modo como la teoría económica ha pensado que el homus economicus es un sujeto racional, calculador de beneficios y costos cuantitativos. Pero MacIntyre considera que las virtudes de la acción racional independiente solo pueden ejercerse adecuadamente acompañadas de lo que él denomina "virtudes del reconocimiento de la dependencia", que si no se toman en cuenta limitan profundamente las posibilidades de la acción racional. Tanto unas como otras son necesarias para realizar las potencialidades específicas del ser humano.

Todo este proyecto ético-filosófico de MacIntyre gira, entonces, en torno a la siguiente pregunta: ¿qué tipo de relación social y qué concepción del bien común se requieren para que dentro de un grupo social se conserven y transmitan las virtudes de la independencia racional y del reconocimiento de la independencia? La respuesta de MacIntyre se orienta hacia a la construcción de su concepto de virtudes del reconocimiento de la dependencia. Esas virtudes para el filósofo no son ni la generosidad ni la justicia consideradas separadamente, porque es posible ser generoso sin ser justo y ser justo sin ser generoso, por lo que propone una síntesis que denomina la "justa generosidad", la cual "requiere que se actúe a partir de la consideración afectuosa".

La acción que nace de la justa generosidad va más allá de la relación entre derechos y deberes recíprocos, pues esta es una virtud que se basa en la asimetría de las relaciones, en las que la persona necesitada es admitida en una posición de reconocimiento dentro de las relaciones comunitarias que le otorga la condición de respeto de los demás y de sí misma; en consecuencia, no es solo misericordia. La condición puntual de asimetría alcanza su equilibrio justo cuando se asume la premisa de que en una comunidad social todos somos potenciales sujetos de vulnerabilidad y dependencia. Todos podemos estar en la condición de una persona que nace con, o sufre, una discapacidad, la cual tiene distintos grados y requiere distintos niveles de dependencia. Por lo tanto, el deber asimétrico de cuidar proviene de la antropología de base que se toma, es decir, todo ser humano es intrínsecamente dependiente y vulnerable: "De quienes padecen una lesión cerebral o han sufrido una grave incapacidad de movimiento o son autistas, de todos ellos hace falta decir: 'podría haber sido yo'. La desgracia de estas personas podría haber sido la de cualquiera, la buena suerte de otras podría haber sido la suya" (MacIntyre; 2001, p. 121). Por lo tanto, los presupuestos antropológicos de este autor le llevan a plantear que las virtudes del justo reconocimiento y el bien social en el cual nos reconocemos en condiciones de igualdad, en tanto seres intrínsecamente frágiles, nos tienen que llevar a un cambio de orientación ético-política.

Mi intención es imaginar una sociedad política que parte del hecho de que la discapacidad y la dependencia es algo que todos los individuos experimentan en algún momento de su vida y de manera impredecible, por lo que el interés de que las necesidades que padecen las personas discapacitadas sean adecuadamente expresadas y atendidas no es un interés particular, no es el interés de un grupo particular de individuos concretos y no de otros, sino que es el interés de la sociedad política entera y esencial en su concepto del bien común. (McIntyre, 2001, p. 154)

Pocas líneas más adelante, McIntyre concluye que la esencial asimetría y no reciprocidad (en el sentido de derechos y deberes recíprocos sincrónicos, aunque hay una reciprocidad diacrónica) de la ética que hoy necesitamos debe reconocer la imperfección y la limitación por sobre el egoísmo autosuficiente. De manera que quienes alguna vez fueron niños reconozcan en estos la atención y el cuidado necesarios, y que aquellos que no padecen alguna merma en sus capacidades por razón de edad vean en los ancianos lo que serán en el futuro.

A fines de los años setenta, Hans Jonas elaboró lo que él llamó una "ética de la responsabilidad orientada hacia el futuro", destinada a fundamentar deberes no recíprocos hacia la vulnerabilidad de la Tierra donde habitamos y la vulnerabilidad de las generaciones por venir. Dos décadas antes, este filósofo elaboró en el libro The Phenomenon of life (1966) una antropología que perseguía derribar la metafísica dualista en la visión del ser humano y partió de la base del reconocimiento de las condiciones ontológicas de la vida que sintetizó en la fórmula de "libertad indigente". Con esta fórmula sostiene que la vida cuanto más capacidad de movimiento y percepción posea, más sujeta está a las presiones del peligro y las amenazas de su entorno y más intensas son entonces sus vulnerabilidades. El ser humano no escapa de esta relación propia de la animalidad, la de poseer una "libertad indigente"; por lo tanto, es el animal más libre pero también el más social y dependiente. Para Jonas, la transanimalidad en el ser humano está dada por el ir más allá de los desencadenantes instintivos del animal para paliar esa especial indeterminación que aumenta su dependencia y vulnerabilidad, para lo cual desarrolla como ningún mamífero una capacidad imaginativa a partir de los esquemas de movimientos y percepciones que le permiten distanciarse del deseo inmediato, mediatizándolo por una figura imaginativa o simbólica que se separa de la materialidad contingente. Esa figura es la que le faculta para construir artefactos ("homo faber"), expresar su mundo en imágenes ("homo pictor"), y construir una gestualidad y fonética para comunicarse ("homo loquens"). Esta mayor libertad creativa en el ser humano está correlacionada con sus mayores vulnerabilidades en comparación con otros animales. Más segura vive una ameba en su medio que un niño en su cuna, decía el padre de la etología, J. v. Uexküll (Merleau-Ponty, 1995). Las estructuras de la anticipación y la imaginación en el ser humano se expresan a nivel social en instituciones de protección y acogida. Comprender entonces al ser humano, no como una libertad absoluta de dominio sino como una libertad esencialmente indigente, obliga a repensar la ética en términos de una ética de la modestia y la imperfección frente a nuestro poder tecnológico, porque precisamente la libertad que potenció un homo faber también hoy nos hace ciegos a nuestras vulnerabilidades como humanidad en el planeta Tierra. Al respecto, dice Jonas (1995a):

Esto significa, para la ética por la que me esfuerzo, un cierto rechazo de la ética de la perfectibilidad, que de alguna manera tiene sus especiales riesgos en las actuales relaciones de poder [tecnológico] del hombre [...]. Una ética del temor a nuestro propio poder sería, en vez de esto más bien una ética de la modestia, de una cierta modestia. [...] Esto presupone que hay que comprender en lo más íntimo que el hombre merece la pena tal como es, no como podría ser conforme a una concepción ideal libre de escorias, sino que merece la pena continuar con el constante experimento humano. (p. 192)

En El principio de responsabilidad, Jonas fundamenta el concepto de deberes no recíprocos de responsabilidad sobre una base antropológica que reconoce la esencial fragilidad y dependencia de la vida humana y, en concreto, en el fenómeno intuitivo e irrefutable de la responsabilidad de los padres para con los hijos.

Sin este hecho y sin la relación entre las generaciones vinculadas a él, no podría entenderse ni el origen del cuidado providente, ni el origen de la solicitud altruista entre seres racionales, por muy sociales que sean. Este es el arquetipo de toda acción responsable, arquetipo que felizmente no precisa ninguna deducción a partir de un principio, sino que se halla poderosamente implantado por la naturaleza en nosotros (o, al menos, en la parte de la humanidad que da a luz). (Jonas, 1995b, p. 83)

El punto de partida antropológico de Jonas es clave y se refleja en la definición del principio de responsabilidad: "es el cuidado, reconocido como deber, por otro ser, cuidado que, dada la amenaza de su vulnerabilidad, se convierte en preocupación" (Jonas, 1995b, p. 357). Este deber de responsabilidad es en esencia un deber asimétrico y no recíproco; esto es, se tiene el deber de cuidado aunque no exista un derecho que lo respalde. Y esto es evidente en el caso de los deberes para con las generaciones futuras, pues aún no existen, y para con el resto de seres vivos de la biosfera, pues no tienen capacidad de exigir derechos.

Jonas en una entrevista utilizó una metáfora muy gráfica para explicar el sentido de la no reciprocidad de los deberes y por qué estos se situarían como fundamento de toda teoría contractual social basada en derechos y deberes recíprocos. Propone, entonces, el siguiente experimento mental: si la humanidad fuese un tipo de aquellos insectos que nacen, viven y se procrean y mueren, sin tener contacto alguno con la generación sucesiva de insectos engendrados podría ser legítima la pregunta que algunos se hacen con respecto a los deberes para con las generaciones futuras que dice: ¿qué ha hecho el futuro por mí que yo deba responder por él? Sin embargo, la situación en la humanidad es muy distinta, pues en una comunidad humana conviven varias generaciones a la vez, el abuelo es consciente del crecimiento de sus nietos y el nieto sabe de la vida del pasado por su abuelo; hay por tanto un futuro que ya está haciendo algo, entregando algo a los individuos que comparten una comunidad (Jonas, 1995, p. 189 y 190). En consecuencia, Jonas no ve forma de salir de la resistencia nihilista que niega que exista una obligación para con las generaciones futuras sin tener como respaldo el hecho antropológico irrefutable de las relaciones generacionales entre padres e hijos; esto es, en el hecho de que se nos ha impuesto el deber de proteger a las generaciones venideras y prepararla para ocupar nuestro lugar porque son dependientes de nuestro actuar y las podemos afectar en su esencial vulnerabilidad.

Con estos dos modelos éticos termino por validar el hilo conductor de este trabajo: nuestros conceptos morales más básicos encuentran su fundamento en experiencias corporales y sociales encarnadas que se estructuran en algunos sistemas básicos de metáforas de la moralidad, siendo uno de sus aglutinadores la moralidad de la familia cuidadora. La autonomía leída desde estos esquemas metafóricos toma una densidad viva que la aproxima a la experiencia moral concreta, ya no como un principio del que se deriven reglas, sino como marco de referencia de sentido moral.

Esbozos de una ética encarnada

Una ética encarnada no es aquella que se reduce a una aplicación de principios o reglas mediante inferencias, pero tampoco aquella que puede simplificarse a una respuesta emotivista basada en intuiciones preontológicas, como puede ser el arquetipo del cuidado parental que propone Jonas. Una persona es ética en la medida en que se va haciendo ética en su codeterminación con los otros (humano y viviente no humano) y el entorno que comparten, el mundo vivido como biósfera-Tierra, esa Arca originaria que lleva la vida, según la bella metáfora de Husserl (2006). Así como las categorías más abstractas de tiempo, espacio, causalidad dependen y surgen de la experiencia encarnada, esto es desde nuestra estructura perceptivo- motora, también los conceptos éticos como el de autonomía encuentran su raíz en categorías encarnadas que son, esencialmente, metafóricas. La ética encarnada es una coemergencia con el otro y legitimado por el otro: es esencialmente intersubjetiva y la intersubjetividad está en una relación de inherencia recíproca con la Tierra como lugar de la vida. Así pues, la conciencia no es algo cerrado en una interioridad, sino que coemerge en relación con el medio: el sí mismo se configura en relación con el otro.

La ética encarnada pone en el centro la experiencia corpórea (en los términos que proponen Lakoff y Johnson) y se puede esbozar en tres aspectos básicos, los cuales están relacionados con las tres acciones esenciales que emanan de la estructura de las relaciones de cuidado: la extensión, la atención y el conocimiento inteligente.1

La extensión consiste en aplicar una ética del cuidado más allá de lo inmediato hacia generaciones futuras y la biósfera. La atención (protección, custodia y prevención) tiene que ver con la capacidad cognitiva encarnada y esta con el principio del antropomorfismo crítico que es nuestra capacidad hermenéutica para comprender a lo otro vivo humano y no humano desde nuestra propia experiencia corpórea y que está a la base de las virtudes de la empatía y la compasión. Por último, el conocimiento inteligente tiene que ver con el saber predictivo y la capacidad imaginativa necesaria para enfrentar los desafíos éticos que la biotecnología y la sociedad industrial planetaria imponen. En este orden de ideas, como dice Varela (1996), "la inteligencia debe guiar nuestros actos, pero en forma tal que corresponda a la textura de las situaciones, evitando de este modo la codificación en reglas o procedimientos" (p. 35). La autonomía es, por lo tanto, un principio de razón encarnada, una razón evolutiva y universal, no en sentido trascendental, sino universal inmanente o parte del mundo.

Así pues, una ética pensada desde los presupuestos fenomenológicos de la vulnerabilidad de la vida no puede llevarnos a una ética desencarnada o abstracta, porque, en la medida que la vida no tiene puntos de referencias fijos, no representa un mundo que está ahí previamente dado e inmutable (como pretende el representacionalismo, sea este objetivista o solipsista), no hay un principio absoluto al cual remitirse para el actuar. Pero eso no significa que no haya ninguna regularidad, pues la historia de codeterminaciones entre los seres vivos y su medio es la historia de las emergencias de sentidos. En el ser humano y sus relaciones comunitarias se da esa misma lógica que también es extensiva a la forma de pensar nuestra ética. Maturana y Varela al término de su libro El árbol del conocimiento. Las bases biológicas del entendimiento humano, reflexionan respecto de la ética en estos términos:

En esta ética, lo central es que un verdadero hacerse cargo de la estructura biológica y social del ser humano equivale a poner a la reflexión de que éste es capaz y que le distingue, en el centro. Equivale a buscar las circunstancias que permiten tomar conciencia de la situación en que se está -cualquiera que ésta sea- y mirarla desde una perspectiva más abarcadora, con una cierta distancia. Si sabemos que nuestro mundo es siempre el mundo que traemos a la mano con otros, cada vez que nos encontremos en contradicción u oposición con otro ser humano con el cual quisiésemos convivir, nuestra actitud no podrá ser la de reafirmar lo que vemos desde nuestro propio punto de vista, sino la de apreciar que nuestro punto de vista es resultado de un acoplamiento estructural en un dominio experiencial tan válido como el de nuestro oponente aunque el suyo nos parezca menos deseable. Lo que cabrá, entonces, será la búsqueda de una perspectiva más abarcadora de un dominio experiencial donde el otro tenga lugar y en el cual podamos construir un mundo con él. [...] A este acto de ampliar nuestro dominio cognoscitivo reflexivo, que siempre implica una experiencia novedosa podemos llegar ya sea porque razonamos hacia ello, o bien, y más directamente porque alguna circunstancias nos lleva a mirar al otro como un igual en una acto que habitualmente llamamos de amor. Pero más aún, esto mismo nos permite darnos cuenta que el amor, o si no queremos usar una palabra tan fuerte, la aceptación del otro junto a uno, en la convivencia, es el fundamento biológico del fenómeno social: sin amor, sin aceptación del otro junto a uno no hay socialización y sin socialización no hay humanidad. (1984, p. 163)

La ética encarnada es, pues, una experiencia anclada a un proceso de aprendizaje vital, cuyo horizonte es la vida en proceso y devenir. En este sentido, la ética no se sustenta en un fundamento metafísico, abstracto y último, ni en un yo o acción con naturaleza propia, pues de existir un fundamento este lo sería para una conciencia de sí mismo, una conciencia de sí que se "experimenta como un obstáculo más que como una ayuda" (Varela, 1996, p. 38).


NOTAS

1 Estos tres conceptos los tomo prestados de Francisco Varela, quien, a su vez los recoge del pensamiento de Meng Tzu Mencius, confusionista del siglo IV a. C. (véase, Varela, 1996, p. 31). Volver


Referencias

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