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Sociedad y Economía

versión impresa ISSN 1657-6357

Soc. Econ.  no.20 Cali ene./jun. 2011

 

A propósito de "No hay silencio que no termine", de Ingrid Betancourt1

On "Even silence has an end" by Ingrid Betancourt

A propósito de "No há silêncio que não termine", de Ingrid Betancourt

Gilles Bataillon
EHESS, Paris-Francia

1 Reseña de la versión en francés: "Même le silence a une fin", Paris, Editions Gallimard, 2010. Traducción de Alberto Valencia Gutiérrez, profesor Universidad del Valle, Cali, Colombia.


No hay silencio que no termine, es la narración de los seis años y medio (febrero de 2002 -julio de 2008) durante los cuales Ingrid Betancourt estuvo prisionera de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). No sobra observar que este libro era esperado. La franco-colombiana se había convertido al mismo tiempo en la encarnación de la figura de los «secuestrados políticos», y en el símbolo de la intransigencia del Presidente Uribe frente a cualquier tipo de negociación con las FARC. Alrededor de su nombre se condensaban todas las pasiones y los meandros de la opinión pública frente a la cuestión de los secuestrados. ¿Por qué tanta preocupación de Francia por Ingrid Betancourt y tan poca por los secuestrados «ordinarios»? Tengamos en cuenta que el problema es de actualidad. La prensa francesa, como es apenas obvio, recuerda los nombres de los periodistas franceses secuestrados en Afganistán desde aproximadamente un año, pero no menciona casi nunca el de sus «tres acompañantes». El caso de Ingrid Betancourt ilustraba, por lo demás, todos los intereses en juego en las negociaciones con las FARC. Negociar con este grupo, incluso por razones humanitarias, vía Chávez, podía conducir a reconocerles una legitimidad, a «hacerles el juego» y de esta manera a promover los secuestros que les permitían afianzar su predominio sobre ciertas regiones consideradas «desmilitarizadas». Igualmente, otros secuestrados liberados antes que ella como Clara Rojas, o al mismo tiempo como los militares norteamericanos, habían publicado sus propias memorias y habían construido un retrato a menudo muy poco complaciente de Ingrid Betancourt. Parecía poco probable que ella no reaccionara ante estos juicios y que insistiera en mantenerse en las consideraciones que presentó inmediatamente después de su liberación: «Algunas cosas deben permanecer en la selva... porque son bastante desagradables». Al presentar, en cerca de 700 páginas, lo que se puede llamar su calvario, no se contenta con describir en detalle los acontecimientos que le tocó vivir sino que, al hacerlo, ofrece su propia versión de los hechos relacionados con los temas que están en el centro de las polémicas, de las condiciones de su secuestro y de las relaciones con los compañeros de cautiverio, sobre todo los norteamericanos.

El relato de uno de sus intentos de evasión que aparece en las primeras páginas de su narración evoca, de manera muy precisa, la brutalidad y la arbitrariedad a la que se ven confrontados los casi 700 cautivos «políticos» de las Farc. Retenidos en condiciones que recuerdan los barcos negreros o las colonias penitenciarias del siglo XIX, no solamente están amenazados con caer abatidos si intentan la fuga, sino que corren el riesgo de ser ejecutados si existe la evidencia de que una operación de las Fuerzas Armadas puede liberarlos. ¿Cómo se monta una evasión, cómo se engaña a los guerrilleros encargados de la vigilancia? ¿Qué tipo de temores se deben enfrentar cuando se emprende la fuga de noche en una selva poblada de animales peligrosos, jaguares, caimanes, serpientes o tarántulas? ¿Cómo se construyen puntos de referencia para orientarse en la noche, cómo aventurarse en territorios desconocidos con la esperanza de encontrar la libertad? ¿Qué actitud se debe tener frente a las poblaciones civiles que viven en las zonas controladas por los guerrilleros? ¿Cómo son capturados de nuevo y luego castigados después de una evasión? Todos estos aspectos están muy bien contados y son sutilmente descritos: el pánico de la muerte, la huida, el sentimiento de libertad y de júbilo por haber burlado la vigilancia de los carceleros o el desespero al ser atrapado de nuevo y condenado a vivir con una cadena en el cuello como un animal. Otros aspectos son, por el contrario, sugeridos de manera púdica, como la violación colectiva a la cual ella se vio sometida después de una evasión.

Sin embargo, la continuación del libro decepciona, a pesar de la admiración que se puede experimentar por el coraje y la determinación de la antigua rehén frente a sus guardianes. Después de este primer capítulo viene un libro desigual que oscila entre reconstrucciones azarosas y contradichas por numerosos testimonios, palabrería inútil, complaciente y a menudo interminable ; y algunas observaciones, que aparecen en medio de ese fárrago, muchas veces justas aunque apenas esbozadas, sobre el juego de roles entre prisioneros y guardianes o sobre la sociabilidad interna en las FARC.

Si bien la narración minuciosa de su captura en compañía de Clara Rojas es, sin lugar a dudas verdadera o plausible, la autora olvida algo fundamental: el hecho de que no sólo las autoridades le negaron la protección a la que tenía derecho como candidata a la presidencia de la República, sino que ella misma escogió, de manera muy mediática, asumir los riesgos del desplazamiento a una zona controlada por la guerrilla, cosa que todo el mundo en la época juzgaba insensato. Ella se cuida my bien de no recordar este contexto. Al dejarlo de lado, construye cuidadosamente, por el contrario, el personaje de un candidato en ruptura con el establecimiento político tradicional, que la deja perecer y que la abandona porque, como lo sugiere en el libro, ella tenía en sus manos la posibilidad de trastornar la situación política. La realidad es más compleja y menos luminosa. Betancourt no era de ninguna manera un alter-ego femenino del antiguo alcalde de Bogotá, Antanas Mockus, el candidato verde de las últimas elecciones presidenciales, un hombre capaz de hablar en términos creíbles, gracias a que se apoya en una trayectoria personal ejemplar. Ella era una mujer joven, de buena familia, muy integrada a los medios políticos colombianos y franceses más tradicionales, que no rechazaba tampoco, como ocurre en estos círculos, los contactos con los mundos ilegales del narcotráfico, de los paramilitares y, en algunos casos, de la guerrilla. Su originalidad política provenía sobre todo de su utilización metódica de todos los recursos mediáticos de la democracia de opinión; muy poco de su programa o de su capacidad para congregar partidarios de la renovación; y mucho menos de sus posibilidades de convertirse en una outsider capaz de imponerse sobre los demás candidatos.

En la narración de sus conflictos con Clara Rojas o con otros secuestrados recurre a un artificio retórico muy utilizado en el mundo de las gentes «bien educadas": decir las cosas más viperinas en el lenguaje más refinado y con la máscara de una cierta compasión. El efecto queda garantizado. Él o la primera que la desmienta o que proteste con alguna vehemencia es tratado como un ser vulgar o como una arpía de malas maneras; la cuestión de la verdad de los hechos se escamotea de esta manera cuidadosamente. Observemos también los aspectos patéticamente superfluos e interminables de las evocaciones de su familia o de sus amigos. Cuando habla de sus padres (su padre murió durante el secuestro), de sus hijos, de su ex marido, del petulante de Villepin o de algunos de sus conocidos, su lenguaje suena falso. El relato de sus plegarias es igualmente convencional.

El libro se sostiene y no se abandona gracias a algunos excelentes observaciones sobre los juegos de colaboración y de competencia entre los prisioneros y a algunos comentarios, también igualmente precisos pero mucho menos numerosos, sobre sus secuestradores. En varios momentos describe de manera muy fina las condiciones particularmente brutales de la detención de los secuestrados, la arbitrariedad absoluta de los guerrilleros con respecto a ellos o la organización de un sistema de espionaje, aspectos que contribuyen a deteriorar o a debilitar los hábitos sociales de solidaridad entre personas que se encuentran en una competencia permanente por lograr algún tipo de consideración por parte de sus verdugos. La tendencia es al repliegue o a la apatía. Los lazos sociales más sólidos son los que existen entre dos o tres personas, bien sean amistosos o amorosos, se construyen día a día durante la detención pero, por este hecho precisamente son frágiles y reversibles; los que se apoyan en un vínculo anterior, como en el caso de los militares norteamericanos son, por el contrario, más duraderos. Al leer sus anotaciones sobre la sumisión absoluta de los guerrilleros al Secretariado (el organismo que dirige las FARC), sobre la fascinación que ejerce sobre algunos de ellos el siniestro «mono Jojoy», sobre los jóvenes reclutados, sobre el rol de la delación en todos los campos como modo de control dentro de la guerrilla, se pueden apreciar en toda su crudeza las costumbres totalitarias de esta organización. Sus observaciones sobre el machismo en vigor – las «rangueras», las guerrilleras que se promueven gracias al canapé, la imposibilidad de rechazar las propuestas de los jefes y los servicios sexuales- o sus descripciones de los guerrilleros rasos y de algunos dirigentes aportan mucho al conocimiento de los hábitos de la guerrilla.

Termino con un reproche y con una pregunta: ¿por qué nadie ha sido capaz de decir a Ingrid Betancourt, para favorecer sus intereses y los de futuros lectores, que su experiencia de cautividad en las FARC es mucho más importante que un mal escrito? La reconstrucción a través de la narración no puede ser un acto de complacencia. ¿Por qué no se le ha propuesto hacer un libro de entrevistas en el cual, con la ayuda de un entrevistador, pueda contar y resaltar lo esencial sin mezclarlo con lo accesorio?