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Sociedad y Economía

versión On-line ISSN 1657-6357

Soc. Econ.  no.40 Cali mayo/ago. 2020

https://doi.org/10.25100/sye.v0i40.8327 

Artículos

Entre asilos y hospitales psiquiátricos. Una reflexión historiográfica sobre el programa institucional de atención a la locura en Colombia*

Between nursing homes and psychiatric hospitals. A historiographical reflection on the institutional program of attention to madness in Colombia

María del Carmen Castrillón-Valderrutén1  1
http://orcid.org/0000-0003-0314-2306

1 Universidad del Valle, Cali, Colombia maria.castrillon@correounivalle.edu.co https://orcid.org/0000-0003-0314-2306


Resumen

Este artículo presenta algunos elementos historiográficos de las instituciones psiquiátricas en el país, que fueron significativos en el proceso de modernización de la atención de la enfermedad mental en la primera mitad del siglo XX. Se busca caracterizar tanto los establecimientos psiquiátricos como los agentes expertos, en tanto productores de la modernización de la salud pública en Colombia. Para ello, se revisó un conjunto de investigaciones nacionales desarrolladas con diversas fuentes del campo psiquiátrico, que dan cuenta de las contradicciones entre estado real de los manicomios y los proyectos de cambio institucional. Los elementos historiográficos, presentados en la primera mitad del siglo XX, evidencian una fuerte tensión entre la lógica asilar -asentada en la terapéutica moral del encierro y la lógica psiquiátrica especializada- que pretendía traducir los síntomas anormales con el lenguaje de la medicalización, en el marco de los nuevos discursos nosológicos de los manuales diagnósticos y estadísticos de los trastornos mentales.

Palabras clave: enfermedad mental; modernización; programa institucional; psiquiatría

Abstract

This article presents some historiographical elements of the psychiatric institutions in the country, which were significant in the process of modernization of mental illness care in the first half of the twentieth century. The aim is to characterize both psychiatric establishments and expert agents, as producers of the modernization of public health in Colombia. To this end, a series of national investigations developed with various sources from the psychiatric field was reviewed, which show the contradictions between the real state of the mental hospitals and the projects for institutional change. The historiographical elements, presented in the first half of the twentieth century, there is a strong tension between the Assyrian logic -rooted in the moral therapy of the confinement and the specialized psychiatric logic- that sought to translate abnormal symptoms with the language of medicalization, within the framework of the new nosological discourses of diagnostic and statistical manuals on mental disorders.

Keywords: mental illness; modernization; institutional program; psychiatry

1. Introducción

“Comencemos, entonces, con el reconocimiento de que la locura (…) resuena poderosamente en nuestra conciencia colectiva (…) su existencia ha dado lugar a todo un sofisticado grupo de instituciones sociales y sistemas de información que tratan de entender, contener, gestionar y eliminar los poderosos desafíos simbólicos y prácticos que la locura crea para el tejido social y para la propia supervivencia del orden social” (Scull, 2013, p. 15-16).

Dentro de las diferentes configuraciones de la relación entre lo normal y lo anormal, la locura ha sido un estado sobre el cual se han depositado las más variadas y contradictorias racionalidades, generando, asimismo, un espectro de tratamientos provenientes tanto de la magia y la religión, como de la ciencia. Se convierte, también, en una categoría que, por su naturaleza elusiva y enigmática, ha dado paso a una vasta y rica literatura en las ciencias sociales y humanas, derivada de indagaciones teóricas y empíricas. Lo cual demuestra cómo sus interpretaciones e intervenciones han cambiado a lo largo de la historia.

Este artículo expone algunos aportes de la investigación empírica e historiográfica sobre las instituciones psiquiátricas en el país, para entender los procesos de modernización en la atención de la enfermedad mental. Se trata de caracterizar, particularmente, aquellos rasgos de los establecimientos psiquiátricos (asilos y hospitales) y de sus agentes expertos (psiquiatras principalmente), desde los cambios de la reforma sanitaria y de la salud pública en Colombia, como expresiones de la modernización de las instituciones de asistencia social. Un proceso que se afianzaría entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera del siglo XX, cuando la formación de la salud pública se asociaba a la modernización del Estado y de la vida urbana; implicando un activismo institucional, alrededor de la erradicación de enfermedades endémicas y epidémicas y de la higienización de las ciudades, a través de la implementación centralizada de servicios públicos y saneamiento (Congote-Durango y Casas-Orrego, 2015, p. 247). En este activismo, las instituciones psiquiátricas también se enfrentan a procesos de cambio complejos, encaminados hacia la incorporación de una racionalidad pública de la salud mental estatal, que busca atender -con nuevos conocimientos y terapias psiquiátricas provenientes del extranjero- a los “locos” de los espacios urbanos y de las regiones rurales que llegaban a los establecimientos. Se pretendía, entonces, superar el “alienismo tardío” (Gutiérrez-Avendaño, 2019, p. 302), que veía en el asilamiento la forma terapéutica por excelencia, siendo el tratamiento moral, la terapéutica de regeneración del individuo, a través de actividades de acompañamiento al aire libre y la laborterapia dentro de los asilos (como oposición a las cadenas y grilletes). Mientras que este alienismo se superó en Europa a finales del siglo XIX, en Colombia pervivió hasta las primeras décadas del siglo XX, bajo la concepción de que las enfermedades mentales (locura) eran patologías sociales provenientes de atavismos hereditarios y degenerativos.

Las investigaciones historiográficas revisadas para esta reflexión se instalan, especialmente, en la primera mitad del siglo XX. Periodo en que las instituciones que gestionaban la relación salud-enfermedad entran a redefinir políticas, enfoques y prácticas institucionales, de camino a la formación de la salud pública como asunto del Estado nacional. A través de diversas fuentes documentales del campo de la psiquiatría (documentos administrativos, historias clínicas, producción académica de psiquiatras, etc.), los autores destilan algunas de las redefiniciones institucionales que, gracias a una perspectiva histórico-cultural, pueden valorarse en sus propios contextos ideológicos de justificación y en sus dinámicas espacio-temporales específicas.

La anterior apreciación merece resaltarse pues, como plantea Bohoslavsky (2005, p. 50), en una parte significativa de los estudios sobre el control social en América Latina, se ha consensuado la eficacia de las reformas inspiradas en el positivismo para la creación de un Estado moderno y normalizador en sus diferentes espacios de contención (judiciales, educativos, sanitarios, etc.). Esta caracterización, que ha tenido como fuente teórica principal la obra de Michel Foucault, reforzó la inmensa capacidad de intervención de los aparatos institucionales para modificar (domesticar) la conducta de los sujetos subalternos y ajustarlos al modelo de ciudadano proyectado por la pax positivista. Al punto de generar un sobredimensionamiento del control y del poder del Estado, que hizo perder de vista sus particularidades históricas y, por ende, su desigual desarrollo en los diferentes países latinoamericanos.

Sin desconocer los grandes aportes de Foucault a la comprensión genealógica de los “anormales” en la modernidad, del orden psiquiátrico y del juego estructural del poder en las instituciones2, las investigaciones revisadas para esta reflexión relativizan el alcance político y centralizador de las instituciones psiquiátricas, que muestran una serie de negociaciones entre diversos actores públicos y privados. Así las cosas, el horizonte interpretativo, propuesto por Huertas-García-Alejo (2016) , se refleja en las investigaciones latinoamericanas, al proponer una perspectiva cultural de la historia de la psiquiatría y de sus instituciones. Constituida, según el autor, por un abanico de variables no siempre explícitas y que aluden a “símbolos y mitos, a valores y relaciones, a mentalidades individuales y colectivas, y a experiencias y subjetividades” (Huertas-García-Alejo, 2016, p. 269). Las instituciones cristalizarían un entramado de decisiones normativas y contingencias materiales, sociales y culturales. Algunos balances para México (Sacristán, 2009), Argentina (Stagnaro, 2006), Brasil (Venancio y Facchinetti, 2016) y Colombia (Gutiérrez-Avendaño, 2019), caracterizan las principales líneas historiográficas en cada país, alrededor de las instituciones psiquiátricas, destacando el contraste entre el enfoque foucaultiano del control social manicomial y las diversas experiencias de la atención de los enfermos mentales. Los distintos establecimientos podían ser al mismo tiempo lugares de normalización, de contención terapéutica y de producción de conocimiento.

La comprensión cultural de la historia de la psiquiatría y de la enfermedad mental permite establecer un puente analítico con algunos aportes de la sociología para el abordaje de las instituciones modernas. Puede mencionarse, por ejemplo, el análisis institucional que propone Dubet (2006) para entender el trabajo socializador sobre los otros que realizan ciertos sujetos expertos, en determinados espacios organizados (escuelas, prisiones, hospitales, etc.). A diferencia de las sociedades tradicionales, cuya socialización estaba gestionada por la familia extensa y la comunidad, las llamadas sociedades modernas le asignan este trabajo a instituciones específicas y organizadas, que tienen como fin socializar a los individuos con normas “universales” -Dios, la nación, la república, la ciencia-. Este trabajo sobre los otros se gestiona a través de lo que el autor denomina “programa institucional”, que alude a “un cuerpo de doctrinas y principios percibidos como fuertemente homogéneos y coherentes” (Dubet, 2006, p. 36). Las profesiones que implican hacer trabajo sobre los otros, no son como las demás: “No afinca su legitimidad solamente a su técnica o su savoir-faire, sino también en su adhesión directa a principios más o menos universales” (Dubet, 2006, p. 41). Finalmente, continúa el autor, el propósito central de todo programa institucional es el de “revelar o restaurar un sujeto […]. El asilo y la prisión quieren destruir al viejo individuo para hacer emerger un nuevo sujeto, ya sea mediante la alquimia conductista de la psiquiatría, o bien gracias a la mecánica moral de los castigos elaborados por Beccaria en contra de la tortura en el siglo XVIII” (Dubet, 2006, p. 43-44). Se concibe entonces que los asilos son un tipo particular de institución, que lleva a cabo una forma específica de trabajo con los otros: un programa institucional, que puede definirse “como el proceso social que transforma valores y principios en acción y en subjetividad por el sesgo de un trabajo profesional específico y organizado” (Dubet, 2006, p. 32).

De otro lado, desde el neoinstitucionalismo, se ha reconceptualizado el estudio de las instituciones modernas, con el fin de otorgarle un papel sustantivo a la socialización desplegada desde las organizaciones y profesiones, principalmente. Powell y Dimaggio (1999, pp. 24-25) afirman, desde esta perspectiva, que el cambio institucional depende, en gran parte, de la capacidad de negociación e influencia de los actores, pero también de su capacidad de aprendizaje y de cambios en sus mapas cognitivos. Estas acciones son habilitadas por la configuración de un “campo organizacional” (Powell y Dimaggio, 1999, p. 106) que -por ejemplo, en el caso de la historia de las instituciones psiquiátricas- resignifica las creencias sobre la relación salud/enfermedad mental. Tal campo implica, entre otras cosas, un incremento de las interacciones entre las organizaciones, por fuerza de la recomposición de las estructuras y rutinas burocráticas, así como cierta conciencia entre los actores de que hacen parte de una empresa común. En el ámbito de las organizaciones de salud mental, se generan procesos de tensión y ruptura con los enfoques clínicos, las prácticas y normas predominantes, lo cual da paso al ejercicio de nuevas rutinas administrativas y rituales de atención de los enfermos mentales en los establecimientos psiquiátricos. Tal como lo muestran varios estudios locales, realizados a partir de la perspectiva neoinstitucionalista3.

2. Las instituciones psiquiátricas nacionales y la salud pública

Como se indicó, este artículo toma como referente contextual la primera mitad del siglo XX; considerando que, en este periodo, el campo de la salud pública se posiciona como un problema que el Estado debe gestionar de manera centralizada. Se trataba de implementar una racionalidad distinta alrededor de la política sanitaria, que lograse dar cuenta de los desafíos provenientes de los procesos de urbanización del país, atravesados en gran medida por los rezagos de la pobreza. Para las instituciones de salud, como las psiquiátricas, esto implicaba reorganizar el “trabajo sobre los otros”, a cargo de diversos actores, entre los que se encontraban las congregaciones religiosas con amplia trayectoria en servicios de asistencia social (así como personal no siempre profesionalizado). Este modo de atención se encuadra en un amplio escenario de diversas orientaciones que sustentaron el trabajo de las instituciones sociales, en ese gran periodo de procesos modernizadores. Así lo plantea Castro (2008), al mostrar que, para el caso de la atención de la pobreza, tanto el Estado como aquellos sectores privados que se iban fundando para tal fin, se orientaron bajo ciertas nociones de la intervención social. Entre ellas, la caridad y la beneficencia, que paulatinamente se fueron fusionando en la asistencia pública para dar paso a una atención híbrida, aunque gestionada en gran parte por las entidades del Estado.

Las instituciones psiquiátricas en Colombia, durante la primera mitad del siglo XX, estuvieron dinamizadas por el debate entre la higiene pública y la salud pública, animado por los gobiernos de turno. Un debate que ya tenía asiento a finales del siglo XIX, cuando en 1887 se creó la Junta Central de Higiene, con juntas departamentales de higiene. Como afirma Castro (2008), fue decisivo el papel de los médicos en la promoción y reorganización administrativa de la salud pública, junto a los políticos y otros actores institucionales4.

Con el cambio de la Junta Central de Higiene a Dirección Nacional de Higiene, en 1918, se inicia un proceso de especialización de las funciones institucionales, apalancado en gran medida por misiones extranjeras (principalmente de los Estados Unidos). En 1924 se establece, por ejemplo, una reorganización ministerial por recomendación de la Misión Kemmerer, conformada por expertos fiscales de Estados Unidos. Estuvieron un año antes -invitados por el entonces presidente Pedro Nel Ospina- para estudiar la realidad económica del país, proponer legislaciones y la creación de entidades financieras como el Banco de la República (Quevedo et al. 2004, pp. 238-239).

A partir de tales recomendaciones, el Ministerio de Instrucción Pública se convirtió en Ministerio de Instrucción y Salubridad Públicas, el cual tuvo como anexo la Dirección Nacional de Higiene y Asistencia Pública. Mientras que a la división de higiene se le asignaron tareas de provisión de servicios públicos, prevención de enfermedades infectocontagiosas y control de plagas y epidemias, la división de asistencia pública tuvo a su cargo la administración de hospitales, asilos, orfanatos, etc., públicos o privados, la protección de la infancia, y las mejoras habitacionales de los obreros y clases pobres (Ley 15 de 1925; Congreso de Colombia, 1925). Se avizora una dinámica de reacomodamiento de los organismos de higiene que se muestra contradictoria por las valoraciones de los actores nacionales, alrededor del carácter público o privado de la higiene: “lo que conduce a la dificultad de priorizar las políticas y las acciones sanitarias hacia el problema social y económico nacional o hacia el asunto del individuo y su comportamiento” (Quevedo et al. 2004, p. 239).

A partir de la década del 30, se hace más claro el escenario institucional, pues la higiene se torna en un asunto de política social, que debe concentrarse en manos del Estado. Hasta la década del 50, el trabajo de sectorización de la higiene y la asistencia va de la mano de diversos apoyos técnicos y económicos de diversas entidades internacionales. Entre los que se encuentran la Fundación Rockefeller, la Fundación Kellogg y la Oficina Sanitaria Panamericana, que se inscriben en el contexto de la “Política del Buen Vecino” y del “Plan Marshall”, a partir de la década del 40. Quevedo et al. (2004, pp. 249-333) señalan el gran impacto que tuvo la Fundación Rockefeller en la organización de la política sanitaria en América Latina, incorporando un modelo médico y salubrista estadounidense con la creación del Instituto Nacional de Epidemiología y la Escuela Nacional de Enfermeras (1942), del Ministerio de Higiene (1946) y el Ministerio de Salud (1953). También, bajo estos apoyos extranjeros, vinieron al país la Misión Humphreys o Misión Médica Unitaria, en 1948, y la Misión Lapham, en 1953. Decisivas en la adopción de un modelo de educación médica flexneriana, que apuntaba -desde un enfoque experimental, positivista y preventivo- a la práctica clínica en hospitales y al desarrollo de la investigación y la enseñanza en facultades específicas (Pineda-Cañar, 2014). En suma, se trataba de implementar una nueva racionalidad en el campo de la salud, a la luz de enfoques modernos de la administración pública y de la ciencia moderna.

En este esfuerzo de nuevas racionalidades públicas, la asistencia psiquiátrica entra en el debate institucional de la higiene mental y la salud mental. Debate que, como lo describen Bertolote (2008) y Gutiérrez-Avendaño (2019) 5, se extiende mucho antes de la creación de la Organización Mundial de la Salud (OMS), en 1946, aunque sin la especificidad técnica o disciplinaria que se evidencia a partir de esta fecha. Para la OMS, hay una diferencia sustantiva entre ambas: la salud mental es una condición sujeta a factores biológicos y sociales, y define la capacidad de los individuos de establecer relaciones armoniosas con los otros y con sus propios impulsos instintivos. La higiene mental se refiere fundamentalmente al campo de la salud pública, con una serie de actividades y técnicas que promueven y mantienen la salud mental (OMS, 1950, p. 2).

Posteriormente, se lee en otros informes de la OMS la necesidad de articular higiene mental y salud mental, desde el enfoque preventivo y social de la relación salud-enfermedad. Por ejemplo, en el informe técnico de 1957 (OMS, 1957), orientado a los hospitales psiquiátricos, se promueve el trabajo médico terapéutico -desde una estructura abierta, no manicomial (con prolongados internamientos)-, comunicada con los contextos sociales y culturales de los pacientes, y con alternativas para la atención, como la consulta externa y el hospital día. Además, este hospital debe contar con un grupo interdisciplinario de profesionales (psiquiatras, psicólogos, trabajadores sociales), que realizan su trabajo con lineamientos administrativos eficientes en el diagnóstico y tratamiento de los pacientes.

3. Los establecimientos psiquiátricos

Porter (2003, p. 94) señala que la reclusión de los locos en instituciones diseñadas para ellos fue más bien tardía. Solo hasta el final de la edad media empezó a surgir un proceso paulatino de confinamiento y segregación. Con frecuencia se confinaba a los locos en torres o calabozos, auspiciados públicamente. El principio que impulsaba dicho encerramiento fue inicialmente la moral cristiana, fundamentada en la caridad. Estos establecimientos eran atendidos por órdenes religiosas que estuvieron al frente de este trabajo, hasta las primeras décadas del siglo XX (Porter, 2003, p. 94). Aunque los asilos se fueron expandiendo en las sociedades europeas, su surgimiento nunca fue tan masivo. En países como Portugal, apenas existían dos asilos a finales del siglo XIX; en Inglaterra, solo hasta 1845 fueron aprobados fondos públicos para la creación de asilos. En España, el manicomio decimonónico no fue un espacio medicalizado, pues el saber médico que visualizaba Foucault, en realidad estaba en las manos de los religiosos y los médicos que allí trabajaban. Por falta de preparación, se dedicaban a atender casos de enfermedades comunes de los pacientes. La psiquiatría era practicada por un “puñado de instituciones privadas radicadas mayoritariamente en Cataluña y dirigidas a la burguesía” (Campos-Marín y Huertas-García-Alejo, 2008, p. 477).

En el caso de las sociedades latinoamericanas, los asilos tuvieron dinámicas parecidas a las europeas, al combinar la gestión entre el Estado y las órdenes religiosas y filantrópicas, en las que interactuaban conocimientos psiquiátricos venidos del extranjero (en contextos de constricciones materiales y administrativas)6. En el caso nacional, y en el marco historiográfico de las primeras décadas del siglo XX, las dinámicas de los asilos y hospitales destinados a los “locos”, mostraban singularidades locales, pero que, a la vez, daban cuenta de elementos de cambios institucionales compartidos. Así puede rastrearse en los clásicos tomos de Historia de la Psiquiatría en Colombia de Humberto Rosselli (1968), quien acopia una gran diversidad de fuentes primarias para mostrar una historia de larga duración de las enfermedades mentales en el país y de sus formas de representarlas e intervenirlas. Reconociendo el aporte de Rosselli, Jairo Gutiérrez Avendaño intenta actualizar, desde 1968 hasta 2018, las principales producciones, tendencias y objetos de investigación en el campo de la historia de la psiquiatría en el país, a partir de cuatro áreas de conocimiento (etnopsiquiatría y cultura psi; biopolítica, higiene y medicalización, historia social e historia de la salud). En suma, lo que se aprecia en estos rastreos historiográficos son dinámicas regionales, que han permitido dilucidar cambios institucionales alrededor del trabajo sobre los otros, es decir, los locos o enfermos mentales del país.

Así las cosas, el desarrollo de los establecimientos de atención estuvieron concentrados en mayor medida en los departamentos de Cundinamarca, Antioquia y Valle del Cauca, regiones que, por su capacidad institucional frente a otras regiones del país, atendían a los enfermos mentales remitidos de diversas localidades próximas y distantes de las ciudades centrales (Bogotá, Medellín y Cali). Por ejemplo, a través de la figura “pensionados oficiales”, la Secretaría de Hacienda del Departamento del Valle del Cauca subvencionaba a los enfermos mentales remitidos a los asilos de la Beneficencia de Cundinamarca, tal como lo muestran datos fiduciarios de la primera mitad del siglo XX (Castrillón-Valderrutén y Sánchez-Salcedo, 2019, p. 272).

Se trata, entonces, de una historia regional de los establecimientos psiquiátricos, que da cuenta de los modos como se dieron las transiciones institucionales entre un modelo manicomial o asilar y otro hospitalario moderno7. Cuando se leen algunas investigaciones de estos tres departamentos -algunas de ellas ya mencionadas en este artículo-, se pueden identificar ciertos elementos recurrentes. Por ejemplo, alrededor de las concepciones y condiciones edilicias de los establecimientos, así como de su gestión técnico-administrativa.

Tal como lo han documentado varias investigaciones, durante las primeras décadas del siglo XX, se presenció un trabajo de singularización de los enfermos mentales respecto de aquellos otros habitantes del mundo asilar (indigentes, delincuentes, niños desamparados o huérfanos). Si bien -desde la segunda mitad del siglo XIX, tal como lo describe Castro en varias de sus investigaciones (Castro, 1990; 2009)- la atención benéfica, para estos grupos vulnerables, se daba en espacios diferenciados -mucho más explícito en los asilos administrados por la Junta General de Beneficencia de Cundinamarca desde su fundación, en 1869-, estos esfuerzos de diferenciación institucional vienen a hacerse más visibles en la primera mitad del siglo XX. En virtud de una sensibilización social y moral de los agentes expertos (especialmente de los médicos psiquiatras), frente a la precariedad en la atención de los enfermos mentales (hacinamiento, insalubridad, escasos tratamientos médicos, escasa financiación, etc.). Una sensibilización que se despliega en informes, discursos políticos e imágenes de prensa, en los que se visibilizan, además, las grandes dificultades financieras para el sostenimiento y modernización de los establecimientos. Por ejemplo, en los informes anuales de la Junta General de la Beneficencia de Cundinamarca, era recurrente el registro de las condiciones de insalubridad y hacinamiento de sus establecimientos por parte de los síndicos como de los propios médicos (Rosselli, 1968, p. 446; Castrillón-Valderrutén, 2018, p. 8-11; Gutiérrez-Avendaño, 2019, p. 53-62). En el Valle del Cauca, hubo cierta movilización periodística, la cual denunciaba las condiciones de precariedad de la llamada “Casona de San Isidro” que, hasta la década de 1930, hacía las veces de manicomio y de “cárcel del circuito” tanto para adultos como para menores (Montes-Martínez, 2016, p. 32; Rojas-Martínez, 2019, p. 28-30; Peralta-Ardila, 2017, p. 105-112). Asimismo, en Antioquia, luego de fundado el Manicomio Departamental, en 1921, los medios escritos difundían relatos del encierro de los enfermos mentales en las “jaulas de madera” (Gutiérrez-Avendaño, 2019, p. 70).

Registros como los anteriormente expuestos, interpelan las creencias y las dinámicas organizativas alrededor de la enfermedad mental como problema público, habilitando otras lecturas que buscan romper cierto régimen institucional problemático. Se percibe una diversificación de las prácticas y los agentes institucionales del campo organizacional psiquiátrico, quienes exponen las dificultades que enfrentan dichos establecimientos para tratar adecuadamente a los enfermos mentales en el país.

Así las cosas, los planteamientos de los agentes expertos y administrativos, de los establecimientos psiquiátricos, exponen sus apreciaciones de este modelo o enfoque hospitalario en clave de las modernas tendencias de la psiquiatría internacional, inscritas en el debate de la higiene mental y la salud pública, aunque con la sombra del tratamiento moral del “alienismo tardío” (Gutiérrez-Avendaño, 2019, p. 302). Se esperaba, de esta manera, crear nuevos establecimientos que se ajustaran a la “ciencia moderna” y a las configuraciones espaciales urbanas que se abrían paso en las ciudades más grandes del país; entonces, se complejizarían los diversos sectores de los establecimientos, según el género de pacientes, los tipos de enfermedades, de cronicidad y tratamientos. En este sentido, eran centrales las demandas por un cambio en las estructuras de los asilos o manicomios, tal como podía leerse, por ejemplo, en los informes de la Junta General de la Beneficencia de Cundinamarca, que denunciaban el malestar generado por las condiciones físicas de los espacios de atención, muy lejos de las “prescripciones de la ciencia moderna” y de las “necesidades de la ya populosa capital de Colombia”, y que “se han adaptado lo mejor que se ha podido y hasta donde han alcanzado los fondos” (Informe de 1911). Se abogaba por seguir los lineamientos técnicos y científicos de la Academia Nacional de Medicina para construir un “Manicomio Moderno”, siguiendo el camino de otras experiencias internacionales (Informe de 1922) (Castrillón-Valderrutén, 2018, p. 9, 12). De manera similar, para el Manicomio Departamental de Antioquia se plantearon apreciaciones acerca de las antinomias entre la función que debía tener este espacio en las emergentes dinámicas sociales y económicas urbanas de Medellín (Silva-Mantilla, 2015, p. 195-196). Ya que era persistente el hacinamiento y los tratos inhumanos de los locos albergados. Una denuncia recurrente de los agentes expertos, como el médico Lázaro Uribe Cálad, director de la cátedra clínica de enfermedades mentales, desde 1923, y del Manicomio Departamental hasta 1946 (Gutiérrez-Avendaño y Marín-Monsalve, 2012, p. 200). Para el caso del Asilo San Isidro de Cali, agentes expertos agregados en la Junta Proconstrucción concentraron el trabajo de denuncia de las condiciones del asilo para sustentar la búsqueda de fondos y apoyos. Esto con el fin de reestructurarlo bajo los lineamientos clínicos y administrativos, perfilados, en esencia, por el Departamento de Psiquiatría de la Universidad del Valle, a partir de mediados de 1950.

Desde el enfoque institucional de Dubet (2006) , el trabajo sobre los otros, realizado por estos establecimientos psiquiátricos, deberá resolverse dentro de un proyecto distinto al asilar, es decir, sobre otro “programa institucional”, sustentado en la lógica discursiva de la modernización de la asistencia social. Es posible, siguiendo los planteamientos teóricos de este autor, visualizar para las primeras décadas del siglo XX, en Colombia, el “declive institucional del asilo” y del programa institucional que lo soporta, y el advenimiento de un nuevo tipo de organización que se consolidará, particularmente, entre las décadas del cincuenta y setenta del siglo XX.

El trabajo sobre los otros se configura entonces como una experiencia que se desenvuelve a través de un conjunto de roles, actividades y prácticas diversas en tres niveles de acción distintos: el control social, el servicio y la relación (Dubet, 2006, pp. 91-93). En lo que respecta al control, toda acción dirigida a los otros implica conferir un rol, una identidad institucional y esperar del otro un comportamiento según esa posición. La atribución de roles se inscribe en una visión general sobre las personas y sus conductas, que los agentes institucionales asumen y garantizan. El servicio, por su parte, considera al trabajador como un experto que ofrece a un cliente una serie de tareas relacionadas con actividades técnicas como la enseñanza, cuidados médicos, procedimientos administrativos, etc., que son ofertados a los posibles usuarios. Estos últimos ostentan el derecho de adquirir o no los servicios propuestos, con base en sus propios intereses y necesidades. Finalmente, el último nivel de acción es la relación, cuya lógica “considera al otro como una persona singular, como un sujeto que debe diferenciarse paulatinamente del usuario y del objeto de sus disciplinas de control social” (Dubet, 2006, p. 93).

Pensar en un declive institucional, implicaría situar la dinámica real de los agentes involucrados en las instituciones psiquiátricas del país. El trabajo manicomial o asilar sobre los otros (los locos o enfermos mentales) intentó superar las prácticas alienistas del siglo XIX, sostenidas tanto por los psiquiatras nacionales como por los agentes religiosos, decisivos en la atención y administración de los establecimientos. Puede pensarse en un declive institucional de los asilos, gracias a la emergencia de un campo organizacional psiquiátrico, con profesionales formados principalmente en universidades de los Estados Unidos, quienes buscaron implantar nuevas formas de concebir la enfermedad mental, prácticas y tratamiento. Al hilo de lo anterior, fue decisiva la reestructuración de los programas universitarios de medicina y de facultades de Salud en el país, que dieron pie a departamentos de Psiquiatría, desde los cuales se consolidaron e impusieron saberes y prácticas médicas psiquiátricas. No por ello, otros agentes (como los provenientes de las órdenes religiosas o de la filantropía) quedaron por fuera de la escena psiquiátrica, pues tomaron otras posiciones complementarias en el trabajo sobre los otros, como partes fundamentales en el sostenimiento administrativo que, con dificultades, podían llevar a cabo las instancias públicas.

4. La profesionalización de la psiquiatría, bisagra histórica de la modernización de la salud mental

Desde finales del siglo XX, el horizonte historiográfico para estudiar el campo de la psiquiatría viene ampliando sus intereses de investigación, dando espacio significativo al mundo cultural de las prácticas científicas. De esta manera, la psiquiatría, como la medicina, se asume como una construcción social, sujeta a los avatares históricos y subjetivos de quienes las encarnan. En este caso, médicos-psiquiatras cuyo arquetipo ya no se sustenta en la imagen del científico autónomo, dueño de una verdad incuestionable. Como afirma Huertas-García-Alejo (2012, p. 70), la imagen y autoridad del científico se encuentran atravesados por modelos de socialización complejos, que traen consigo intereses y estrategias tanto personales como profesionales, sujetas a competencias y negociaciones.

Bajo este enfoque, la producción del conocimiento psiquiátrico y las prácticas académicas e intelectuales de los psiquiatras no se dan en condiciones de aislamiento, en el que solo cabría un espíritu científico. La historia crítica de la psiquiatría -en oposición a una historia panegirista y positivista-, al decir de Huertas-García-Alejo (2016, p. 268), estaría atravesada por la indagación de los discursos científicos dentro de un escenario de secularización del conocimiento (y también de sus instituciones), en el cual los conceptos y enfoques de la psiquiatría se asumen como objetos culturales; las posiciones profesionales se observan en las dinámicas institucionales de la especialización y división del trabajo, así como de los intereses del poder político y de la cultura hegemónica.

La profesionalización de la medicina -en las primeras décadas de la institucionalización de la psiquiatría en el país- buscaba, por ejemplo, incrementar el número de profesores para monitorear de cerca la práctica clínica y de internado de los estudiantes, y el trabajo en laboratorios, con el objetivo de incentivar la formación y entrenamiento en el extranjero (Eslava, 1996, p. 110). Con esta nueva racionalidad médica, se esperaba superar visiones y prácticas asilares, inclinadas exclusivamente a la cura y contención moral, antes que a la prevención. El desarrollo de la psiquiatría, en el país, buscaba una reconceptualización del enfermo y la enfermedad mental que, promovida en la formación universitaria, se tradujera en la producción de conocimiento y en las prácticas médicas de los psiquiatras. Serían, por tanto, expresiones de un saber científico anclado en racionalidades modernas-secularizadas de clasificación de las enfermedades mentales y de sus formas terapéuticas de tratamiento. Los establecimientos psiquiátricos (asilos, hospitales) serían los espacios privilegiados para el despliegue de los conocimientos científicos adquiridos, por los psiquiatras, en las facultades de medicina (nacionales e internacionales). Ahí los psiquiatras seleccionaban los casos clínicos y patológicos, objetos de estudio para la escritura de tesis y documentos similares. Tal como consta en algunas investigaciones, estos establecimientos forjaron o afianzaron culturas profesionales, no exentas de contradicciones y tensiones, tanto por la confluencia de diversos enfoques epistemológicos, como por las dinámicas contextuales en las que se desplegaban los saberes psiquiátricos. El tránsito hacia una lógica de atención hospitalaria, fundamentada en los conocimientos de terapias preventivas, en el desarrollo de la llamada “revolución farmacológica” y en la creación de servicios ambulatorios especializados, se vio trabado por los rezagos administrativos, técnicos y financieros de los establecimientos psiquiátricos, que debilitaban, en cierta medida, las proclamas de humanización en la atención de los enfermos mentales.

Estos rasgos generales del contexto de producción del conocimiento, y de las prácticas de los psiquiatras del país, se relacionan con periodos históricos de configuración de la psiquiatría nacional y que, según Humberto Rosselli (1968) , relativamente se decantan de una historia general de la psiquiatría en el mundo occidental: periodo de creación de establecimientos manicomiales para enfermos mentales en Bogotá y Medellín (1870-1880); creación de cátedras de Medicina Mental y Nerviosa de la Facultad de Ciencias Naturales y Medicina en la Universidad Nacional de Bogotá (1913-1926); influjo de la psicoterapia clínica y la psiquiatría psicodinámica. De todas formas, como bien registra Rosselli en las descripciones de los establecimientos y de las trayectorias académicas y profesionales de los psiquiatras en el país, estos momentos se incrustan en ciclos de larga duración, ampliamente documentados por diversos historiadores. Serían paradigmas para redefinir tanto las clasificaciones de la enfermedad mental como las formas de tratamiento.

Arango-Dávila (2012) indica, a partir de la periodización de las “revoluciones” psiquiátricas, propuesta por Gregory Zilboorg y George W. Henry (1968; citados en Arango-Dávila, 2012), la incidencia de estos ciclos paradigmáticos en la enseñanza de la psiquiatría en Colombia, que fueron incorporándose con la llegada de diversos expertos y con la formación especializada de los psiquiatras en el exterior. De modo muy general serían: 1) El tratamiento moral (de humanización) de Pinel y Esquirol, en Francia, en la primera mitad del siglo XIX, aunque sin el despojo total de terapias agresivas (cadenas, grillos, encierro, inyecciones de trementina, etc.); 2) La nosología de raíz cerebral-natural de los trastornos mentales del psiquiatra alemán Kraepelin, a finales del siglo XIX (muchos de los conceptos y clasificaciones siguen vigentes); 3) la teoría psicoanalítica de la función mental de Freud, a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX: el psicoanálisis entra como una terapia en los tratamientos psiquiátricos, especialmente para la atención de los trastornos neuróticos; de forma paralela, surgen terapias biológicas como la malarioterapia, la insulinoterapia, el choque cardiazólico, la psicocirugía (lobotomía) y la terapia electroconvulsiva; 4) la aparición de psicofármacos, en particular el Largactil (Clorpromazina), para el tratamiento de la esquizofrenia, cuya consolidación se da entre 1955 y 1964 (cuando se legitima su amplio espectro frente a otros fármacos, aunque sin descartar el uso de terapias psicológicas y biológicas). A estos momentos, Arango-Dávila (2012, p. 15) agrega otro momento revolucionario, el cual puede atribuirse a todo el movimiento antipsiquiátrico, a partir de 1960, que sustentaba dentro de sus críticas la omisión del componente social-histórico del individuo, en los enfoques biomédicos y organicistas. En este movimiento, fueron decisivos los estudios de Franco Basaglia, Michel Foucault, Thomas Szazs, David Cooper, Robert Laing, Erving Goffman, entre otros.

Es posible afirmar que el proceso de cambio institucional, llevado a cabo en el Hospital, fue resultado también del proceso de profesionalización de la psiquiatría en la región, pues supuso “la lucha colectiva de los miembros de una ocupación por definir las condiciones y métodos de su trabajo [...] y por establecer una base cognoscitiva y la legitimidad de su autonomía ocupacional” (Powell y Dimaggio, 1999, p. 113).

5. Las historias clínicas en la práctica psiquiátrica

En los establecimientos psiquiátricos, los enfoques y métodos de trabajo sobre los otros se condensaban de manera particular en las historias clínicas, las cuales se tornaron en objetos científicos que cristalizaron los ires y venires de los establecimientos. Por supuesto, el conocimiento y la profesionalización de la psiquiatría han tenido otros objetos que le asignan valor heurístico a las historias clínicas. Puede pensarse en la producción académica e intelectual de los psiquiatras (tesis de grados, publicaciones periódicas y documentos relativos de la enseñanza y formación en psiquiatría). No obstante, las historias clínicas son documentos simbólicos del saber psiquiátrico pues, en ellas, se forjan interacciones cotidianas con los enfermos mentales; las cuales permiten no solo diagnosticarlo y medicarlo -establecer un curso temporal de la anamnesis, diagnosis, prognosis y evolución-, sino también orientar rutas institucionales que definen el surco posterior de sus relaciones sociales y/o familiares. Las historias clínicas, como documentos históricos, son mundanas, pues están elaboradas por clínicos y no por grandes hombres de la psiquiatría. En ellas es posible vislumbrar tanto una práctica clínica como una historia social de las instituciones, al registrar un conjunto de variables sociodemográficas y epidemiológicas de los enfermos mentales (Huertas-García-Alejo, 2012, p. 157).

Algunas investigaciones nacionales, con historias clínicas, han registrado una serie de datos sobre diferentes establecimientos psiquiátricos durante el periodo referenciado. Aunque de modo exploratorio, por no existir en todos los casos acervos precisos de historias clínicas, la historiografía regional ha permitido conocer elementos de cambios institucionales alrededor de los diagnósticos, de sus terapéuticas y de la semiología psiquiátrica en juego. El cambio en los mismos formatos, a lo largo de los años, va mostrando cierta complejización en la forma de consignar la información por parte de los psiquiatras, pero también de otros agentes, como enfermeros, trabajadores sociales, autoridades judiciales, etc. Como puede observarse en el rastreo cualitativo de las historias clínicas -que Castrillón-Valderrutén y Sánchez-Salcedo (2019, pp. 275-276) realizaron en el Hospital Psiquiátrico San Isidro-, entre 1950 y 1970 se dieron cambios importantes en los formatos, los cuales muestran grandes diferencias respecto de las formas breves como se registraban los datos sociales y clínicos de los pacientes, antes de este periodo (hojas sueltas, sin encabezados visibles del nombre del establecimiento, etc.)8. En el periodo en cuestión, se da un proceso de ampliación de variables clínicas, terapéuticas y sociofamiliares -aunque no siempre diligenciadas rigurosamente-, que buscaban registrar elementos de la trayectoria de los pacientes, en el marco de una estandarización organizativa que, fundamentalmente, vino de la mano del trabajo del Departamento de Psiquiatría de la Universidad del Valle. Se trataría de una suerte de isomorfismo, que buscó atender los lineamientos internacionales en las áreas de formación de los psiquiatras, pero también de la prevención y tratamiento de los enfermos mentales. Los cambios ocurridos en los formatos -de ser más simples a más complejos en la auscultación clínica y sociodemográfica de los enfermos mentales- van siendo indicios de cómo se presenta el declive del programa institucional asilar; pues la homogenización de la estructura de estas variables empieza a responder al proceso de implementación de otro programa institucional. Esta vez con doctrinas psiquiátricas y valoraciones del trabajo sobre los otros, que buscaban distanciarse del alienismo decimonónico (contención moral), intentando incorporar principios de la psiquiatría psicodinámica y psicoanalítica.

La exploración de las historias clínicas también ha permitido generar datos cuantitativos sociodemográficos, destacables para establecer aproximaciones con los contextos de origen o de residencia de los pacientes. En general, la agregación de datos muestra una población pobre, escasamente escolarizada, con oficios no calificados y proveniente principalmente del casco urbano, aunque sin desdeñar el peso de pacientes de las áreas rurales circundantes (Sánchez-Salcedo, 2017; Castrillón-Valderrutén, 2018; Gutiérrez-Avendaño, 2019). Por un lado, se reitera que esta circulación de pacientes, en los principales establecimientos psiquiátricos del país, se daba por las capacidades institucionales que tenían frente a otros establecimientos9. Por otro lado, muestra una población que dinamiza las características migratorias de los centros urbanos, que se abrían paso durante la primera década del siglo XX, especialmente en los años 50 y 60. Los establecimientos albergarían, paradójicamente, a una población diagnosticada con enfermedades mentales que, estando relegada de los posibles beneficios sociales y económicos de la modernización, contribuiría de forma decisiva en el desarrollo de la psiquiatría, de sus saberes y sus prácticas médicas.

Los datos agregados, presentados en las investigaciones, proporcionan rasgos predominantes del periodo, alrededor de los diagnósticos y sus terapéuticas. En la primera década del siglo XX, en Colombia y en otros países latinoamericanos, se evidencia un camino de reorientación de la nosografía psiquiátrica10, desde los manuales diagnósticos y estadísticos de los trastornos mentales, DSM I (1952) y II (1968). Refrendados por la Asociación Americana de Psiquiatría (APA) y promocionados por la OMS. Aunque estos manuales se elaboraron con base en las clasificaciones europeas de los IDC, pronto se superpusieron a estas últimas. Al respecto, Del Barrio (2009, p. 82, 84) señala que los DSM de la APA se han construido de forma paralela y a veces divergente con los ICD de la OMS-Europa (International Classification Of Diseases). Dice la autora que la Segunda Guerra Mundial impulsó la clasificación americana, debido a la magnitud de los traumas de los soldados afectados que no se reflejaban en la Standard Classified Nomenclature of Diseases/ SCND, de 1932, impulsada por los neokrapelianos, quienes querían promocionar en América una clasificación similar al IDC. Por ejemplo, el primer DSM, de 1952, se elaboró a partir de la recopilación del IDC-4 europeo (1948), con el apoyo de un psiquiatra organicista (Meyer) y de un psicoanalista (Menninguer). También colaboraron psiquiatras del ejército y médicos del NIMH. Por ello, se dice que la orientación de este manual es multidimensional, al fundarse con diversos expertos. La experiencia con el DSM II de 1968 fue similar, pero esta vez las diferencias se ahondaron, pues incluyó otro gran espectro de categorías nosográficas (39) que superaban el IDC 8 europeo de 1967.

Antes de estas directrices, las clasificaciones y diagnósticos que operaban en los establecimientos, en Colombia, provenían del alienismo europeo (Francia y Alemania particularmente) del siglo XIX, que intentaba descifrar, con una racionalidad científica y cultural particular, los comportamientos anormales de la psique humana, en contextos desiguales de urbanización y modernidad. Así, este alienismo forjó una clasificación de los enfermos mentales basada en criterios hereditarios y degenerativos11. Entre ellas, las psicopatías vesánicas -manías y delirios-, las demencias por alcoholismo, aunque también demencias asociadas a la epilepsia y a la sífilis -parálisis general progresiva-, tal como puede constatarse en los estudios de León-Casas-Orrego (2008); de Giraldo-Granada (2015) para el Manicomio Departamental de Antioquia; y de Gutiérrez-Avendaño (2019) para este mismo establecimiento y para los asilos de Cundinamarca12. Asimismo, la “demencia precoz”, propuesta por Emil Kraepelin (1856-1926), aparecía diagnosticada en algunos casos, tal como lo describe Gutiérrez-Avendaño (2019) para los establecimientos de Antioquia y Cundinamarca.

La “demencia precoz” viene a ser la punta de lanza de la conceptualización de la esquizofrenia en el siglo XX. Así lo han demostrado varios autores (Novella y Huertas-García-Alejo, 2010; Álvarez y Colina, 2011). Con las redefiniciones de Eugen Bleuler (1857-1939) y Kurt Schneider (1887-1967), la esquizofrenia -como un gran espectro de los trastornos del yo, cristalizados en experiencias psicóticas- viene a ser también la protagonista de la nosografía de los establecimientos psiquiátricos en Colombia. Especialmente a partir de la década del 50, aunque aparezcan algunos registros de ella en la década del 30 (Manicomio Departamental de Antioquia). El diagnóstico de la esquizofrenia supera a otros diagnósticos que perviven en las historias clínicas de los establecimientos psiquiátricos, como los asociados a la epilepsia o el alcoholismo; por ejemplo Gutiérrez-Avendaño (2016, p. 18), Sánchez-Salcedo (2017, p. 350) y Castrillón-Valderrutén (2018, p. 21). Novella y Huertas-García-Alejo (2010, p. 206) consideran que, si bien la esquizofrenia no es fruto exclusivo de la modernidad occidental, esta etapa ha participado de un modo determinante y decisivo en su constitución como “objeto cultural”. Constituye un cuadro clínico emblemático de la psiquiatría contemporánea, que busca responder al potencial de alienación que implican las estructuras de la subjetividad moderna. Afirman los autores que en estos contextos de “movilización general” o modernización, avizorados entre los siglos XVIII y XIX, los patrones de experiencia y conducta hoy definidos como psicóticos o esquizofrénicos, se tornaron socialmente “visibles”, incorporándose, entonces, como “nuevas” enfermedades mentales en el espectro clasificatorio. Los DSM decantan las clasificaciones existentes en búsqueda de una estandarización e internacionalización nosológica, basada en un enfoque psicobiológico. Al tomarse los estudios para estas décadas posteriores a la década del 40 del siglo XX, puede observarse en los diagnósticos predominantes el influjo del DSM I, que perduró entre 1952 y 1968. Años en que la esquizofrenia, con mayores casos registrados en las historias clínicas, aparece junto a otras “reacciones esquizofrénicas” con diversas variantes: depresiva, disociativa, angustiosa, etc. (Gutiérrez-Avendaño, 2016; Sánchez-Salcedo, 2017; Castrillón-Valderrutén, 2018, p. 21).

Se aprecia, entonces, que estos documentos son cardinales de la práctica psiquiátrica en el país; así como las historias clínicas, estos objetos científicos también se han forjado por disputas y acuerdos disciplinarios, políticos e institucionales. Pero estos manuales no fueron los únicos divisores de agua, si se piensa en el declive del programa institucional asilar destinado a los enfermos mentales. La decantación científica de los diagnósticos, en la década del 50 del siglo XX, trajo consigo otra decantación en el campo de la farmacología psiquiátrica, la cual se simboliza en el antipsicótico emblemático para la esquizofrenia (aunque también para la psicosis): la clorpromazina o Largactil. Cuya historia también está forjada por disputas y acuerdos, tal como lo describen, detalladamente, López, Álamo y Cuenca (2002) 13. Los estudios ya mencionados, que registran datos de historias clínicas de la década del 50, en el país, evidenciaron el predominio de los fármacos (en los que se incluyen, según los datos de estos estudios, antidepresivos y antiepilépticos), que coexistieron con otras terapias como la electroconvulsiva, principalmente. Se esperaba que el incremento de fármacos psiquiátricos -y de otras terapias complementarias- redujera la cronificación de los pacientes, por fuerza de la hospitalización prolongada. No obstante, como lo registra por ejemplo Sánchez-Salcedo (2017, p. 348-349), cerca del 31%14 del total de hospitalizados en el Hospital Psiquiátrico de Cali -durante el periodo 1956-1970- reingresaron para nuevas hospitalizaciones, lo cual puede indicar las dificultades de cobertura institucional de los servicios extrahospitalarios (como la consulta externa, el hospital día, etc.) y de las propias disposiciones socioculturales de los psiquiatras para traducir clínicamente los diversos síntomas que observaban en la cotidianidad de sus pacientes.

6. A manera de cierre

Este texto pretendió esbozar algunos elementos historiográficos de la primera mitad del siglo XX, los cuales fueron decisivos en los procesos de modernización de las instituciones psiquiátricas en el país. En un periodo en que el programa institucional asilar decimonónico se ponía en cuestión, debido a su incapacidad transformadora de las enfermedades mentales, en la que jugaban un papel determinante las condiciones materiales en que se producía (hacinamiento, insalubridad y dificultades financieras). El programa asilar se vuelve problemático, tal y como lo manifiestan, por ejemplo, los informes de los síndicos de los asilos de locas y locos de la Beneficencia de Cundinamarca, de los médicos que allí laboraban y las denuncias de la prensa. Se movilizaba, en algunos círculos cercanos y directos al programa institucional, una nueva mirada social sobre la humanización del enfermo mental de los asilos que, aunque no desdeñaba radicalmente de la terapéutica moral del encierro (promovida por el “alienismo tardío”), la resignificaba desde la ciencia psiquiátrica del siglo XX. Cuyos enfoques clínicos se postulaban como mecanismos avanzados para traducir los síntomas anormales, ahora con el lenguaje especializado de la medicalización y sus respectivos soportes nosológicos (DSM).

Desde la perspectiva del programa institucional, propuesta por Dubet (2006) , se pueden dar algunos indicios de los tres niveles de acción que le competen y que sufren cambios en su paso hacia una lógica de atención hospitalaria, científicamente legitimada. Estos niveles pueden manifestarse como encrucijadas en el proceso de modernización de las instituciones psiquiátricas en el país.

Control social. Con el propósito de incorporar una identidad institucional basada en esa lógica de atención psiquiátrica (científica y especializada), los agentes expertos debían asumir disposiciones y roles que se distanciaran del modo de atención asistencial-asilar para la contención (moral) de los enfermos mentales. Ello implicó un proceso de diferenciación con otros agentes como las órdenes religiosas y filantrópicas, determinantes en el sostenimiento y administración de los establecimientos. Se reacomodaron roles institucionales con la expectativa de que cada rol actuara conforme a su posición. Aun así, el Estado siempre requirió apoyo financiero y administrativo privado para sostener los servicios de salud. Se esperaba que la incorporación de nuevos saberes psiquiátricos en el país se alineara a las demandas socioculturales y políticas de los nuevos tiempos de modernización, tiempos que requerían de sujetos reflexivos y capaces de (auto)sostenerse en contextos más urbanizados. La familia entraría en esta nueva reorganización institucional, por ser la que más remitía a sus enfermos a los establecimientos psiquiátricos, lo que implicaba en ellas un trabajo de resignificación sobre la locura y el internamiento. No obstante, hay que considerar las características sociodemográficas y económicas de los enfermos mentales que ingresaban a los establecimientos, para comprender el real alcance del control social que requería el programa institucional hospitalario moderno. Incluso, se esperaba que los propios enfermos salieran aptos, luego de su hospitalización y tratamiento, para incorporarse con una disposición distinta a las demandas modernizantes.

El servicio. Los psiquiatras15 debían desplegar sus conocimientos científicos, mediante actividades técnicas relacionadas con el cuidado médico. Con la gestión de otros agentes del programa institucional -gestores de políticas y programas, y personal administrativo de los establecimientos-, se esperaba ofrecer un conjunto de servicios hospitalarios a pacientes y posibles usuarios, quienes ostentarían la posibilidad de adquirirlos o no, dependiendo de sus necesidades o intereses. Sin embargo, y a contrapelo del progresismo anunciado por la psiquiatría moderna -reflejado en la complejización de los registros clínicos y de los documentos maestros de nosología-, lo que se apreciaba era un trabajo sobre los otros (enfermos mentales) con múltiples dificultades administrativas, edilicias y financieras. Estas dificultades, constatadas en el hacinamiento e insalubridad de los establecimientos, impelían a los psiquiatras a negociar el cuidado médico y los tratamientos posibles. En estas negociaciones también intervenían las percepciones socioculturales sobre lo anormal de los agentes expertos y de la propia población intervenida, la cual, por otro lado, tenía reducidas las opciones institucionales para resolver sus problemas de salud mental.

La relación. Este nivel, que exige un desarrollo analítico más extenso por la magnitud de las experiencias cotidianas del trabajo sobre los otros, considera al profesional como un sujeto que porta cualidades especiales y convicciones, es decir, que manifiesta una vocación, un compromiso fuerte y subjetivo con una actividad que se auto reconoce como auténtica. A su vez, el profesional (siendo el protagonista el psiquiatra) considera al otro de la relación (el enfermo mental), como una persona singular, a quien debe ponerse por encima de sus demandas como usuario de un servicio. Ambos quedarían situados en un orden ético y moral que los acercaría a su condición de ser humano. En esta dimensión relacional puede observarse, por ejemplo, el rol socialmente conferido a los psiquiatras como personas de ciencia, quienes tienen la misión de legitimar su disciplina en el campo de la salud mental y demostrar que pueden ser eficaces en el tratamiento y “cura” de enfermedades tan elusivas como las mentales. Pero esta singularidad, de su objeto de conocimiento y de intervención terapéutica, parece ser uno de los aspectos centrales que dificulta el desenlace asertivo de la relación. En este camino, los enfermos mentales son reconocidos por las marcas institucionales que estereotipan y estigmatizan su condición singular de ser humano. Esto alimenta una relación también elusiva con la práctica psiquiátrica que, durante las primeras décadas del siglo XX, prometía ir por los caminos de la modernización de la salud pública del país.

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*Este artículo fue financiado con recursos de la Convocatoria de Apoyo a la Investigación de la Facultad de Ciencias Sociales y Económicas de la Universidad del Valle, realizada en el segundo semestre de 2018. El proceso de revisión bibliográfica contó con el apoyo de Diana Cristina Rojas, socióloga, egresada del programa de Sociología

1Doctora en Antropología Social.

2Del autor se referencian, principalmente, los dos volúmenes de Historia de la locura en la época clásica (Foucault, 1990); Los anormales (Foucault, 2000) y El poder psiquiátrico (Foucault, 2005). Es innegable, como lo señala Foucault (2005, p. 265), que, por ejemplo, la figura del médico fuera tan importante en la proposición y gestión pública de reformas sociales, las cuales se sustentaban casi indiscutiblemente en sus conocimientos científicos.

3Análisis de cambio institucional, a partir de ciertos elementos del campo organizacional, pueden leerse en los trabajos de Montes-Martínez (2016), Peralta-Ardila (2017), y Castrillón-Valderrutén y Sánchez-Salcedo (2019), quienes toman como caso historiográfico el paso del Asilo San Isidro, de la ciudad de Cali, a Hospital Psiquiátrico.

4En este ámbito, los médicos tienen implicaciones directas por tratarse de la gestión de la salud, pero su peso político en el proceso de modernización de las instituciones de asistencia social es evidente. Puede verse, por ejemplo, en la historia social de la infancia en el país, durante las primeras décadas del siglo XX, que registra el fuerte papel político de algunos pediatras en los debates de la Cámara de Representantes, para denunciar la precariedad e insalubridad de los establecimientos de protección infantil y para proponer nuevos modelos de jurisdicción especial de los “menores” (como los Tribunales de Menores) (Castrillón-Valderrutén, 2014).

5El libro de Jairo Gutiérrez Avendaño describe el recorrido histórico de la higiene mental en Colombia, sus ambigüedades discursivas en relación con las ideas sobre la modernidad en el país, así como las limitaciones técnicas en los proyectos de implementación (Gutiérrez-Avendaño, 2019, p. 221-267).

6Por ejemplo, lo evidencian varios estudios sobre el Manicomio de la Castañeda en México (Sacristán, 2002; 2009; 2010a; 2010b, 2017; Sacristán, Hernández y Ordorika, 2017; Ríos-Molina, 2013; 2016; Ríos-Molina, Sacristán, Ordorika y López, 2016); en Brasil (Engel, 2001; Dias, 2011; Venancio, 2007; 2011; Venancio y Cassilia, 2010; Venancio y Facchinetti, 2016; Venancio y Saiol, 2017) y Argentina (Bassa, 2005; De Lellis y Rossetto, 2009; Golcman, 2015; 2017; Rossi, 2011). Es claro que el desarrollo de investigaciones del periodo abordado rebasa el alcance de esta reflexión y que no se desconocen otros trabajos de gran importancia historiográfica latinoamericana y nacional, si se quiere elaborar un balance completo del campo.

7A propósito de la población circulante de los establecimientos de estos tres departamentos, Gutiérrez-Avendaño (2019, p. 78) afirma que, a diferencia de otros países europeos (como Inglaterra o Francia) y latinoamericanos (como México), Colombia fue menos centralista, es decir, no hubo algún establecimiento representativo del territorio nacional (como el Betlen Hospital o el Manicomio La Castañeda).

8Un conjunto de trabajos historiográficos en Argentina de la primera mitad del siglo XX, editado por Rossi (2011), es muy interesante para continuar con estas indagaciones sobre las historias clínicas en el país. Han seguido de cerca los cambios discursivos en las nosologías y terapéuticas de varios establecimientos psiquiátricos (Hospicio de las Mercedes y la colonia Dr. Cabred), considerando variables sociales y políticas, además del papel clínico de la psicología y el psicoanálisis en estos registros.

9Es importante mencionar el estudio de Escobar (2009, pp. 52-56) sobre el Instituto Psiquiátrico San Camilo de Bucaramanga. La autora señala que, durante el periodo 1950-1970, este hospital fue el único centro receptor de pacientes del nororiente del país, pues además de ser público, contaba con una serie de servicios básicos (como los rayos X, pensionados, etc.) para la atención de pacientes mentales, cuyas características sociodemográficas eran similares a las mencionadas en los otros estudios.

10La descripción de una semiología psiquiátrica implica otros alcances analíticos que escapan a este trabajo.

11Sin embargo, la afirmación de estos criterios no dejaba de reconocer cierta subjetividad del loco, pues, en este siglo, al concebírsele como un enfermo, tendría un reducto de razón que posiblemente se podía recuperar (Novella, 2014).

12Hasta la fecha, para el Asilo San Isidro de Cali, no se tienen registros de historias clínicas antes de 1950.

13El valor clínico de este fármaco -también simbólico- se refleja en que, de acuerdo a los autores, sus componentes tenían una capacidad de síntesis, es decir, ofrecía una racionalidad científicamente comprobada: en 1952, el Rhône-Poulenc inició su comercialización con el nombre de Largactil®. Con el objetivo de mostrar su amplio abanico de actividades: gangliolíticas, adrenolíticas, antifibrilatorias, antiedema, antipíreticas, antishock, anticonvulsivantes, antieméticas, etc. (López, Álamo y Cuenca, 2002, p. 85).

14 De un total de 308 historias clínicas sistematizadas.

15Pero de forma complementaria enfermeros, trabajadores sociales, psicólogos, si se piensa en los servicios sugeridos por la OMS en la década del 50 del siglo XX.

Recibido: 21 de Julio de 2019; Aprobado: 12 de Febrero de 2020

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