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Sociedad y Economía

Print version ISSN 1657-6357On-line version ISSN 2389-9050

Soc. Econ.  no.42 Cali Jan./Apr. 2021  Epub Feb 28, 2021

https://doi.org/10.25100/sye.v0i42.8975 

Artículos

Necropolítica y capitalismo gore en la región del Pacífico sur colombiano

Necropolitics and Gore Capitalism in the Colombian South Pacific Region

1 Universidad Estadual de Campinas, Campinas (SP), Brasil mpazoscardenas@gmail.com https://orcid.org/0000-0002-4932-6736


Resumen

Este artículo propone analizar algunos aspectos del panorama actual del pacífico sur colombiano bajo la luz de los conceptos de “necropolítica” (acuñado por el intelectual camerunés Achille Mbembe) y “capitalismo gore” (desarrollado por la filósofa mexicana Sayak Valencia). La metodología utilizada para la recolección de la información analizada consistió en un trabajo de campo etnográfico realizado durante cinco meses en siete municipios del departamento de Nariño, en la región del pacífico sur colombiano. Los desarrollos teóricos de estos dos autores permiten analizar las formas actuales de la violencia desplegada sobre esta región y sus implicaciones en la cotidianidad de los habitantes.

Palabras clave: violencia; poblaciones afrocolombianas; racismo; multiculturalismo

Abstract

This article is aimed at analyzing certain aspects of the current situation in the Colombian South Pacific based on concepts of “necropolitics” (coined by the Cameroonian intellectual Achille Mbembe) and “gore capitalism” (developed by the Mexican philosopher Sayak Valencia). The method used to collect the information analyzed consisted of ethnographic field work over five months in seven municipalities located in the department of Nariño, in the Colombian South Pacific region. The theoretical developments by these two authors make it possible to analyze the current forms of violence in this region and how they impact the daily lives of the residents.

Keywords: violence; afro-colombian populations; racism; multiculturalism

1. Introducción

La región del Pacífico sur colombiano, territorio ubicado al lado oeste de la cordillera Occidental de los departamentos del Valle del Cauca, Cauca y Nariño, ha tenido una larga historia de inclusión precaria, negación y marginación por parte de los gobiernos centralistas del actual territorio colombiano. Desde el modelo republicano de los siglos XIX y XX, y hasta nuestros días, el modelo de incorporación de las tierras bajas del Pacífico sur a la economía nacional ha estado caracterizado por una forma propiamente extractivista, en la cual la riqueza de la región ha sido explotada por capitales externos (de las élites nacionales andinas, pero también de compañías transnacionales), quienes han acumulado y disfrutado de estos beneficios, sin que ello redunde en la región misma (Almario-García, 2003; Leal y Restrepo, 2003; Oslender, 2004; Motta-González, 2005; Arocha-Rodríguez y Moreno-Tovar, 2007). Este proceso se ha mantenido desde una perspectiva de larga duración histórica: la explotación del oro en el periodo colonial; las élites blancas que explotaron oro, caucho, tagua (en el siglo XIX) y madera (en el siglo XX); la explotación minera a gran escala por parte de compañías multinacionales; los cultivos de palma africana y coca en el siglo XXI (Leal y Restrepo, 2003; Motta-González, 2005; Oslender, 2008; Escobar, 2010; Vanín, 2017; Hoffman, 2019).

El proceso de extracción y despojo de larga duración sobre el Pacífico sur colombiano es una evidencia de la hegemonía blanco-mestiza y “andino-céntrica” en el orden nacional, desde donde se ha nombrado históricamente la diferencia y jerarquizado/subordinado a las poblaciones negras/afrocolombianas (Arocha-Rodríguez y Moreno-Tovar, 2007). Todos los indicadores sociales referentes a las condiciones de vida de las poblaciones de esta región (donde se concentra el 38% de la población total negra/afrodescendiente del país, de acuerdo al Censo del DANE -Departamento Administrativo Nacional de Estadística- del 20052), se encuentran en niveles significativamente inferiores a los de los promedios nacionales. De acuerdo a las cifras presentadas por Vanín (2017), el 70% de la población de la región no cuenta con necesidades básicas satisfechas, las tasas de mortalidad infantil en algunos municipios de la región doblan y triplican las de los promedios nacionales, el cubrimiento de acueductos, alcantarillados y energía es más bajo que en el resto del país, y la pobreza multidimensional alcanza puntos porcentuales muy superiores en comparación a otros territorios de Colombia.

Por otra parte, pero no desligado del problema, de acuerdo al Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI), para el año 2018 la región del Pacífico concentró el 37% de los cultivos de coca en el país (25% del total nacional en el departamento de Nariño), lo que evidencia el ensañamiento del conflicto armado y la violencia asociada al narcotráfico en este territorio.

Frente a este complejo escenario, el presente artículo propone analizar algunos aspectos del panorama actual del Pacífico nariñense bajo la luz de los conceptos de “necropolítica” -acuñado por el intelectual camerunés Achille Mbembe (2011) y “capitalismo gore” (desarrollado por la filósofa mexicana Sayak Valencia (2010)-. Los desarrollos teóricos de estos dos autores permiten analizar las formas actuales de la violencia desplegada sobre esta región, las implicaciones en la cotidianidad de sus habitantes y la articulación de diferentes actores (legales e ilegales) en la configuración de unos territorios y territorialidades atravesadas por el racismo histórico-estructural que afecta a las poblaciones negras/afrodescendientes del Pacífico colombiano.

La metodología utilizada para la recolección de la información que se analiza en el artículo fue un trabajo de campo etnográfico realizado en siete municipios del Pacífico nariñense (San Andrés de Tumaco, Francisco Pizarro, Barbacoas, Magüí Payán, Roberto Payán, Mosquera y El Charco), durante el segundo semestre del 2019. Este ejercicio estuvo posibilitado gracias a un proyecto de intervención de una institución del Estado colombiano, ejecutado por una fundación privada. Esta entidad ganó la licitación para desarrollar el programa en la región del Pacífico sur y me contrató para hacer parte de su equipo operativo. Aunque el mencionado proyecto estaba enfocado en el fortalecimiento de las prácticas “artístico-culturales” de las poblaciones negras/afrocolombianas de la región, hacer parte de esta experiencia laboral me permitió recorrer casi la totalidad del Pacífico nariñense, durante cinco meses, y vivir el escenario “gore” que pretendo analizar en este texto. Los nombres de estas instituciones, de las personas que trabajaron conmigo durante el proyecto en todos los municipios, e incluso la ubicación exacta de las escenas relatadas y analizadas, han sido omitidos por motivos de seguridad.

No quisiera finalizar esta introducción sin profundizar un poco sobre mi categorización social como un sujeto “blanco-mestizo” en Colombia y sus implicaciones en mi investigación. Ser una persona “del interior” (que no nació en el Pacífico nariñense) y, además, leída socialmente como blanco-mestizo, ha generado toda una suerte de posicionamientos, limitaciones y posibilidades en mi trabajo de campo, teniendo en cuenta que mis interlocutores principales son personas negras/afrocolombianas. Autoras feministas como Mara Viveros-Vigoya (2018) y Sara Ahmed (2007) se han preocupado por analizar cómo la blanquitud moldea las posibilidades de lo que los cuerpos pueden o no pueden hacer en la vida social. La blanquitud, como proceso, orienta a los cuerpos que la encarnan en direcciones específicas, para ocupar el espacio social de unas formas posibles y posibilitadas, cómodas (Ahmed, 2007). En cuanto a los cuerpos no-blancos, esta autora menciona que son invisibilizados en la mayoría de los espacios (construidos a la medida de los cuerpos blancos), aunque hiper-visibilizados y sancionados cuando irrumpen en lugares donde no deben estar: la autora menciona que la blanquitud tiene unos “aparatos de detención” (stopping devices), que funcionan como una economía política y afectiva para evaluar cómo pueden moverse los cuerpos no-blancos por estos espacios, cómo deben camuflarse:

¿Quién eres? ¿Por qué estás aquí? ¿Qué estás haciendo? Cada pregunta, al ser realizada, es una especie de aparato de detención: eres detenido al ser preguntado, solo el hecho de realizar la pregunta require que te detengas. Una fenomología de “ser detenido” nos puede llevar en una dirección diferente a la de una que empieza con la movilidad, con un cuerpo que ‘puede hacer’ al fluir en el espacio (Ahmed, 2007, pp. 160-161; traducción propia).

Es en cierta medida gracioso, porque este mismo análisis que realiza Sara Ahmed (2007) sobre los “aparatos de detención” sobre los cuerpos no-blancos, yo lo viví infinidad de veces en mis recorridos por la costa Pacífica nariñense. Yo era el sujeto que estaba “fuera de lugar”. Yo era el blanco-mestizo en medio de una población mayoritariamente negra/afrocolombiana. Yo era el que era detenido y sentía miedo cuando me detenían. Sin embargo, y volviendo a pensar la blanquitud (la mía y la de los otros), siempre fui “detenido” por otros hombres blanco-mestizos, nunca por personas negras/afrocolombianas.

Por último, quiero dejar en claro que yo no soy un investigador “especialista” en el conflicto armado colombiano. No es mi campo de estudios. Por ello, tal vez, no utilizo muchas de las categorías “claves” de análisis de los(as) estudiosos(as) sobre el tema: víctimas, memoria, hechos victimizantes, resistencia, sobrevivencia, entre otras. Y cuando fui al Pacífico nariñense a hacer el trabajo con la institución que mencioné líneas atrás, no iba pensando en escribir sobre “la violencia” o el “gore” o la “necropolítica”; fui a hacer un proyecto de intervención sobre fortalecimiento de “prácticas artístico-culturales tradicionales” de la región. Pero viví y sentí la violencia todo el tiempo corriendo a mi lado y al de los(as) demás, al tiempo que recorría los ríos y los manglares. En este sentido, este artículo también es un ejercicio de catarsis personal, y a la vez académica, frente a un escenario que no conocía (el Pacífico nariñense), que me había imaginado y representado a través de noticias, informaciones de otros(as) y textos académicos, pero que hasta entonces no había sentido encarnado.

La forma de presentación del artículo está dividida en cinco apartados. En el primero, describo brevemente los conceptos de “necropolítica” y “capitalismo gore”, y su relevancia analítica para el contexto etnográfico contemporáneo del Pacífico nariñense. Los siguientes tres apartados presentan cada uno viñetas etnográficas a modo de “escenas”3, que permiten generar elementos de análisis sobre las imbricaciones de la violencia “gore” y la “necropolítica” en la cotidianidad de las poblaciones de la región. Para finalizar, se presentan algunos comentarios de cierre.

2. “Necropolítica” y “Capitalismo gore”: conceptos de análisis para la violencia contemporánea en el Pacífico nariñense

Tanto “Necropolítica” (Mbembe, 2011) como “Capitalismo gore” (Valencia, 2010) son conceptos inspirados en la discusión sobre el “biopoder” de Michel Foucault, el dominio sobre la vida y la muerte, “hacer vivir o dejar morir”. Para Mbembe (2011), la necropolítica está principalmente enfocada en las tecnologías de regulación de la muerte, en vez de las de la vida: “el viejo derecho soberano de matar”. En sociedades como las africanas -y extensivamente, las de América Latina- en donde, producto de las experiencias (pos)coloniales, “la función del racismo consiste en regular la distribución de la muerte y en hacer posibles las funciones mortífe ras del Estado” (Mbembe, 2011, pp. 22-23). Este aspecto es una contribución analítica que considero importante para pensar en cómo el Estado colombiano administra la vida y la muerte en regiones como el Pacífico sur colombiano, pues incorpora el racismo como un elemento nodal en su actuar. Punto que, creo, ha sido dejado de lado o por lo menos poco problematizado y señalado en la comprensión de las realidades de las poblaciones de esta región.

Sayak Valencia (2010), por su parte, retoma el trabajo de Mbembe y propone el “Capitalismo gore” como un concepto que hace referencia a la violencia propia del capitalismo transnacional neoliberal contemporáneo en espacios fronterizos del llamado “Tercer Mundo”, como un conjunto de estrategias de sujetos subalternos y marginalizados -“sujetos endriagos”- para hacer frente o acercarse al “Primer Mundo”. El “Capitalismo gore” sería, así, el “lado b” de la globalización, el que “muestra sus consecuencias sangrientas sin enmascaramientos” (Valencia, 2010, p. 18)4. En ambos autores, aparece la figura del “necro-poder” o “necro-empoderamiento”, para referirse al proceso en el cual las formas de violencia y muerte se desligan de la exclusividad de los aparatos militares estatales y pasan a ser ejercidas por estos “sujetos endriagos”, que incurren en prácticas de muerte para conseguir, y mantener poder y autoafirmación sobre los territorios y la vida misma de las personas que los habitan.

Los sujetos endriagos están encarnados en hombres que despliegan unas “masculinidades necroempoderadas” (Valencia, 2010). Estas se han consolidado a partir de unas acciones a través de las cuales la categoría de “empoderamiento”, entendida como una serie de procesos que transforman contextos de vulnerabilidad y/o subalternidad en posibilidades de fortalecimiento y capacidad de control propio (como estrategias para revertir las jerarquías de opresión), se articulan a prácticas “distópicas” violentas para ganar ese poder pretendido, enriquecerse (i)lícitamente y autoafirmarse de forma perversa.

A través de su accionar, los sujetos endriagos ejercen una necropolítica diferente a la del Estado, pues mediante el “necroempoderamiento” usurpan la posibilidad de ejercer violencia sobre las poblaciones y sus territorios, la cual es idealmente “legítima” solo cuando es desplegada por las fuerzas armadas estatales. La autora afirma que para comprender las lógicas de necropoder de los “sujetos endriagos” es necesario un análisis triangulado entre las dinámicas del poder biopolítico ejercidas tanto por las vías económicas como por el heteropatriarcado, las subjetividades activas de las poblaciones civiles y los medios de comunicación de las sociedades de hiperconsumo (Valencia, 2010).

Estos conceptos están íntimamente ligados a otros desarrollos teóricos, propuestos en las últimas dos décadas, sobre las formas actuales de expansión y expulsión del capitalismo neoliberal transnacional contemporáneo. Estas lógicas han sido caracterizadas como “formaciones predadoras” (Sassen, 2014), articulaciones de élites político-económicas nacionales y sistemas financieros internacionales que, mediante la (des)regulación estatal -el Estado como actor generador de instrumentos legales y administrativos que benefician al capital transnacional-, promueven modelos extractivistas y expulsiones de las poblaciones que habitan los lugares donde estos procesos operan. Stoler (2008) caracteriza estas formaciones como “imperiales” (ver Hardt y Negri, 2005), enfocando su análisis en las relaciones racializadas de apropiación que caracterizan estas dinámicas. Para la autora, estos procesos aparecen como vestigios o “ruinas” de los imperios europeos en el mundo contemporáneo. Sea como se llamen, estas relaciones racializadas de poder han producido a los sujetos y cuerpos negros y afrodescendientes (en Colombia, en América Latina, en el África) como “cuerpos de extracción”, “cuerpos fósiles” (Mbembe, 2016).

En el contexto contemporáneo del Pacífico sur colombiano, el despliegue “gore” de estas formaciones de despojo y expulsión por parte de actores legales (estatales, como el ejército y la policía) e ilegales (guerrillas, paramilitares, narcotraficantes), así como por entes privados (empresas, corporaciones transnacionales), ha generado una serie de “geografías del terror” (Oslender, 2004).

Este concepto es entendido como las transformaciones de los territorios de la región a través de las violencias asociadas al narcotráfico, al conflicto armado, a los modelos extractivistas (minería, palma aceitera, coca), y a los proyectos de realización de las llamadas “mega-obras” (como carreteras o puertos marítimos). Este conjunto de situaciones se materializan en la pérdida de control territorial y amenaza de prácticas culturales “tradicionales” asociadas al territorio, desplazamientos forzados, poblaciones abandonadas, asesinatos y masacres (Oslender, 2004; Barbary y Hoffman, 2004; Escobar, 2010; Restrepo, 2016; Molano-Bravo, 2017; Jaramillo-Marín et al., 2019; Olaya-Requene, 2019). Acciones que además están todas orientadas a la “limpieza” de los territorios de la región para su posterior apropiación por el capital -legal o ilegal- de las élites blanco-mestizas y andinas nacionales, así como por el capital transnacional (Oslender, 2004; Escobar, 2010; Molano-Bravo, 2017).

Los conceptos de “necropolítica” y “capitalismo gore” también permiten pensar cómo las estrategias utilizadas por el accionar estatal, a través de discursos como el del “desarrollo”, están entrelazadas a prácticas violentas generadoras de “gramáticas de muerte y de terror” (Jaramillo-Marín et al., 2019, p. 118). Asímismo, y siguiendo con la propuesta de Valencia (2010), también son importantes para analizar la espectacularización de estas violencias (para)estatales, como pedagogías del silenciamiento de las poblaciones y como estrategias de legitimación del lugar social de autoridad de los sujetos endriagos “necroempoderados”.

A continuación, presentaré tres viñetas etnográficas que he denominado “escenas”, para continuar con la metáfora “cinematográfica” de Sayak Valencia. A partir de estas experiencias etnográficas, analizaré tres diferentes escenarios en los cuales se evidencian las implicaciones de la violencia, la necropolítica y las lógicas de poder extractivas del mundo actual, en el Pacífico sur colombiano. Me gustaría señalar que estas “escenas” no están necesaria o directamente relacionadas con hechos de violencia concreta que presencié o fueron relatados por las personas de la región durante el tiempo que estuve allá. Lo que quiero decir es que no son situaciones que hagan referencia a hechos victimizantes como asesinatos, masacres o desplazamientos forzados. Por el contrario, son momentos etnográficos de situaciones que pueden parecer tal vez en extremo “micro”, pero que el objetivo de su presentación y análisis es precisamente pensar en las imbricaciones de la “necropolítica” y el “gore” en la cotidianidad de la vida de las personas de la región, no como hechos aislados que cuando ocurren, “victimizan”, sino como fuerzas y ejercicios del poder transversales que posicionan a la violencia y a la precariedad como unas constantes en la región.

3. Escena 1: El oro primero fue negro o de cómo el oro se volvió blanco

Estaba en uno de los municipios del triángulo del Telembí5. Íbamos en lancha por uno de los ríos hacia una vereda, en el marco de una de las actividades del proyecto. En una de las vueltas del río, avizoramos una draga: mitad madera, mitad metal. Grande y solitaria en una de las playas del río, estruendosa. Ninguna persona se veía en la draga, pero las máquinas de succión, lavado y filtrado estaban trabajando, haciendo mucho ruido. En las ventanas de la casa junto a la draga se veía ropa extendida, secándose al sol. A medida que nos acercábamos, mi compañero que realizaba el registro audiovisual del proyecto sacó su cámara y comenzó a grabarla; una de las personas que iba en la lancha le dijo que guardara la cámara. Le pregunté el porqué. Me dijo que no sabíamos quién podía estar ahí o de quién era esa draga y podía poner en riesgo la seguridad de todas las personas que íbamos en la lancha, más o menos unas veinte. En la siguiente curva del río, la draga desapareció y apareció una draga artesanal, diminuta, un “dragoncito”, en donde había unos niños trabajando; me dijeron que esas dragas las construyen los niños para buscar su propio oro.

Cuando llegamos a nuestro destino, una playa del río, nos bajamos y una de las mujeres que iba en la lancha dijo que nos iba a hacer una demostración de cómo “playar”6, al modo “como se hacía antes”. Sacó su batea y junto a su hija nos fuimos hacia una de las orillas del río, donde está el lodo, que es donde se queda el oro. Las dos mujeres juntaron un poco de tierra lodosa y piedras y la pusieron en la batea; empezaron a moverla (con un movimiento muy similar a la forma de interpretación musical del guasá7) y a lavarla con la misma agua del río. Después de unos segundos, en la batea solo quedó la arena del río. Negra. Nada de oro. “Va a ver que vamos a encontrar, yo playé toda mi vida y con eso saqué adelante a mis hijos y le digo que aquí hay oro. Si la draga está allá abajo es porque aquí hay”, me dijo la señora. Otra vez: más tierra, más lodo, más piedras, más agua, más movimiento de guasá, más arena negra. Nada de oro. Al tercer intento, entre la arena que queda en la batea se divisaron unos cuatro o cinco granos diminutos brillantes. Oro. La señora sonrió y me miró: “vio, le dije”. Le pregunté si esos granos ella podía venderlos para conseguir algo de dinero. Se rió otra vez y me dijo que no, que para que sirva de algo, para que se pueda vender, en la batea se debe hacer una “ceja”, es decir, que después del lavado, el fondo de la batea no quede negro sino amarillo. Me dijo que eso ya nunca pasa, que eso era antes, que por eso ya no sale a “playar”.

Momentos después nos llamaron desde la otra orilla del río, donde estaban las demás personas que estaban participando de la actividad. “Vengan que ya llegó el químico”. ¿El químico? Todos se rieron. “El químico para pasarla bueno”. Alguien había sacado una botella de charuco8.

Me gustaría abordar esta escena prestando atención a varios elementos presentes en ella, que evocan las relaciones territoriales con el espacio y sus componentes, así como sus transformaciones en el mundo contemporáneo: la minería artesanal, la minería a gran escala, el “químico”, el río. La “territorialidad” es un concepto entendido por Hoffman (1999) y Restrepo (2016) como el conjunto de experiencias, representaciones y prácticas espaciales alrededor de un espacio físico, mediado por las significaciones culturales propias de las comunidades negras del Pacífico sur, y cambiante, en la medida en que los habitantes de este espacio dan sentido, apropian, significan y viven (en) el mismo.

Al respecto, diferentes teóricos(as), que han trabajado en la región del Pacífico sur colombiano, han declarado la importancia del agua en sus diferentes formas (ríos, mar, lluvias, mareas), en la vida de los(as) habitantes de estos territorios (Oslender, 1998; 2008; Motta-González, 2005; Hoffman, 2007; Vanín, 2017). No solamente el agua como vía de comunicación, o como fuente de recursos naturales (pesca, por ejemplo), sino también como productora de la exuberante vegetación de la región, como posibilitadora de la extracción maderera/minera y de la caza de animales, como elemento de identificación por el lugar de origen (“soy de este río”), y como generadora de redes de parentesco (alianzas familiares). De este modo, Oslender (2008) ha llamado “espacio acuático” a los diferentes modos en que las formas del agua, y sus efectos y productos, han influenciado y dado forma a los patrones culturales y territoriales de los(as) habitantes de esta región.

La minería de dragas -llamada “a gran escala”- aparece como un elemento transformador de estas territorialidades “acuáticas”, inminentemente asociada a los despliegues propios del Capitalismo gore. La forma de trabajo de esta minería funciona, en teoría, a través de unas concesiones que se establecen entre los propietarios de la maquinaria y los Consejos Comunitarios, en cuyos territorios se encuentran los yacimientos, quienes cobran una tarifa indeterminada por la explotación. Estos acuerdos incluyen los permisos de ingreso a las mismas, así como las posibilidades de que personas negras/afrocolombianas de los territorios puedan mazamorrear en determinados días (Molano-Bravo, 2017). Sin embargo, de acuerdo a todas las personas con las que hablé sobre el tema en los municipios, estos acuerdos no se cumplen y, si se cumplen, los alcaldes o los líderes de los Consejos incurren en prácticas corruptas: el dinero que pagan los mineros nunca se ve reflejado en la mejoría de las condiciones de vida de las personas de los territorios.

Los dueños de las grandes dragas son personas que no son de la región, en su gran mayoría “paisas”9 o incluso extranjeros (mexicanos o brasileros, dicen las personas). Estos hombres son identificables a simple vista, aunque poco caracterizables: todo el mundo sabe quiénes son, son visiblemente diferentes a la mayoría de las personas de la región -dado que no son negros/afrodescendientes-, pero nadie sabe o dice de dónde son exactamente, si son legales o no, si se les puede dirigir la palabra o no. Adicionalmente a esto, para una persona negra de la región del Pacífico sur, es prácticamente imposible ser dueño de una draga, dado que es un tipo de maquinaria que requiere una altísima inversión de capital.

Las dragas sacan el oro de los ríos y, además, generan un alto grado de contaminación medioambiental, pues utilizan materiales como el mercurio para separar más fácilmente el oro de otros sedimentos aluviales. Dicho esto, ¿por qué la gente de la región sigue trabajando en las minas si, de antemano, se sabe que arañar algo del oro que sacan las dragas es prácticamente imposible? Es la pregunta que se realiza Michael Taussig (2013), en las reflexiones que compila sobre su trabajo de campo en el municipio de Timbiquí (departamento del Cauca). En realidad, como lo decía la señora de la escena con la que se inició este apartado, ya casi nadie “playea” y la minería artesanal cada día va más en declive por cuenta de la quimera (mitad madera, mitad metal) que es la draga. Esto no quiere decir que las personas ya no trabajen en las minas; lo hacen, solo que bajo las lógicas propias de la economía neoliberal: lo que saquen no es suyo, es de “los paisas” o de “los mexicanos”. Solo los niños, con sus “dragoncitos”, trabajan/juegan a sacar oro, tal vez porque no hay nada más para hacer, tal vez porque es “la tradición”, tal vez porque algún día les llega un golpe de suerte y hacen “la ceja”.

A las transformaciones territoriales generadas por la minería a gran escala se suman otras: las de la cocaína y el narcotráfico. Si la minería ya no genera dinero, el Estado tiene una ambivalente presencia en estos territorios y no hay empleos formales, ¿de qué vive la gente? Obvio, de la cocaína. Es significativo que en la escena narrada al inicio de este apartado, el charuco es nombrado jocosamente como “el químico”, es decir, equivalente a la cocaína (producto químico derivado de la hoja de coca), dado que ambos se usan en momentos de fiestas o celebración. Así como el oro, la cocaína tiene un altísimo precio de cambio internacional, puede generar mucho dinero de una forma más o menos rápida, pero también genera muerte, de una manera más o menos expedita:

Lo que da al oro y a la cocaína su estatus peculiar y privilegiado -medio piedra, medio agua, medio fijo, medio contingencia mutante- es la manera como se deslizan a través de la vida y de la muerte por medio de la seducción y gracias a la transgresión. La muerte acecha estas sustancias en la misma medida en que ellas animan la vida, encantan y obligan (Taussig, 2013, p. 255).

Quienes se han beneficiado de los réditos de estas mercancías han “hecho plata”: tienen motos, armas, casas de dos pisos y de “material” (ladrillo y concreto), pero son más bien pocos. La verdad es que las personas que visiblemente se han beneficiado -en términos económicos, pero también sociales y políticos-, de los negocios de la minería a gran escala y el narcotráfico, son personas que no son nacidas en la región -“paisas”- y que, además, son blanco-mestizas. Con su presencia y asentamiento en estos lugares, han construido toda una serie de dispositivos culturales para “apropiarse” (simbólica y efectivamente) del territorio: panaderías, cantinas y bares, prostíbulos de mujeres de diferentes lugares de Colombia (e incluso de otros países, particularmente venezolanas), numerosos hoteles en pueblos diminutos que funcionan como lavaderos de plata y como moteles.

En definitiva, las territorialidades “gore” que se han configurado en el Pacífico sur, producto de la violencia de la minería y la coca, han transformado y destruido algunas de las lógicas propias de organización y significación espacial de las comunidades habitantes de la región, pero también se han (re)acomodado y dado una continuidad macabra a otras. Por ejemplo, la relación intrínseca entre lo rural y lo urbano, característica particular de las territorialidades del Pacífico sur (Hoffman, 1999; Restrepo, 2016; Vanín, 2017), se ha mantenido y hasta fortalecido gracias a la minería y la coca.

Hoffman (1999) dice, en su análisis de esta región, que los(as) migrantes de los municipios rurales hacia las zonas urbanas (principalmente a ciudades como Cali, San Andrés de Tumaco o Buenaventura) operaban como “embajadores de la modernidad”, que cuando retornaban a sus lugares de origen llevaban modas, productos, tendencias y consumos “novedosos”, propios de entornos urbanos. Pues estas conexiones e itinerarios transculturales ya no miran solo a Cali o Buenaventura, sino también hacia escenarios transnacionales, como México (ver Olaya-Requene, 2019). En parte, gracias a la presencia de “sujetos endriagos” provenientes de estos países, que traen productos y consumos culturales como las músicas (situación que se analizará en la escena 3, páginas más adelante) o la comida: en estos municipios hay restaurantes de comidas rápidas “mexicanas” (al menos de la idea de lo que es la comida mexicana en el Pacífico colombiano).

4. Escena 2: Las ruinas de la cultura o el emprendimiento “naranja”

Estábamos buscando un espacio para la muestra “artístico-cultural” programada para el día siguiente. La idea era hacer una exposición de los productos de las actividades del proyecto (artesanías, muestras gastronómicas, presentaciones musicales y dancísticas), la cual estaba destinada a que la comunidad en general del municipio conociera el proceso que estábamos desarrollando y sus “resultados”. Pregunté si había Casa de la Cultura en el municipio10. La señora se rió y me dijo que fuéramos a verla para que me diera cuenta del estado del inmueble. Llegamos a una edificación de ladrillo y cemento, de una planta, cerrada y abandonada. Los vidrios estaban rotos y en su interior se veían paredes cubiertas de humedad, unas pocas sillas desvencijadas y, en una esquina, unos instrumentos musicales “típicos” de la región, a medio destruir. La señora me explicó que la casa tenía dos años de construida, pero que la habían hecho con un modelo de Casa de la Cultura de la zona serrana (andina) de Nariño y que era muy caliente para su uso, por lo que la habían utilizado unas dos veces y después nadie quiso volver porque el calor era insoportable. Ahora nadie la usa y está en ruinas.

Ante la imposibilidad de hacer la muestra “artístico-cultural” ahí, la señora me dijo que podíamos hacerla en el Salón social del municipio (propiedad de la Alcaldía municipal), que se usaba para actividades varias: fiestas de grado de instituciones educativas, matrimonios, actos políticos. Cuando llegamos al Salón, la señora abrió la puerta y vislumbré una especie de bodega totalmente inundada, en la cual hacía un calor infernal y había un enjambre enorme de zancudos. La señora soltó un grito y luego se rió. Al parecer, por cuenta de la temporada de lluvias que se cernía sobre la región por ese mes, y la acumulación de basuras en los desagües, el sistema de alcantarillado del Salón se había rebosado y había inundado todo el espacio. La acumulación de agua, a su vez, había atraído la nube de zancudos. La señora cerró la puerta y dijo que más tarde volvía a limpiar. Tampoco se podía utilizar ese espacio para la muestra.

Quisiera comenzar el análisis de esta escena enfocándome en las “ruinas” de la Casa de la Cultura, situación que no es exclusiva del municipio donde se ubica este relato, sino una constante en todos los lugares que visité en el trabajo de campo: de los siete municipios, cuatro no tienen Casa de la Cultura, dos tienen pero están “en ruinas” y solamente en uno (San Andrés de Tumaco) el espacio funciona más o menos en normalidad (las instalaciones son utilizadas aunque, por ejemplo, los baños no cuentan con sistema de acueducto).

Las ruinas de las Casas de la Cultura en el Pacífico nariñense recuerdan el análisis realizado por Anne Laura Stoler (2008) sobre las ruinas mismas y la “arruinación” (ruination). Procesos característicos de las formaciones imperiales -conceptualizadas al inicio del artículo- que construyen ruinas, arruinan y generan residuos, evidenciando la pervivencia de los efectos de los Imperios europeos en los territorios poscoloniales. Para la autora, el Imperio no ha desaparecido, está en ruinas y las ruinas producen cosas: lugares, personas, objetos, relaciones, exclusiones e inclusiones, muertes.

Las ruinas de las Casas de la Cultura en el Pacífico nariñense, en efecto, son ejemplos de la lógica (post)Imperial que ha reinado sobre esta región desde las élites políticas del Estado colombiano: una visión andino-céntrica y eminentemente racista, que ha intentado implementar acciones calcadas desde el centro del país en pro de generar “soluciones”, “desarrollo” o “progreso” del Pacífico, sin tener en cuenta las particularidades geógraficas y culturales propias de la región (Oslender, 1998). Igualmente, evidencian la negligencia de los actores políticos locales en la territorialización y administración de los bienes públicos para el beneficio de las poblaciones que gobiernan. Las instalaciones de las Casas de la Cultura abandonadas también recuerdan los cuerpos negros analizados por Mbembe (2016): calcificados, envenenados, carbonizados, actúan como índices de las prácticas estatales “necropolíticas” en estos territorios, como vestigios monumentales que “conmemoran” el despojo sistemático de la región.

Teniendo en cuenta lo anteriormente descrito, no deja de ser llamativa la contradicción de esta situación con el escenario contemporáneo referente al mundo de “la cultura”, promovido desde el Estado colombiano. Una de las principales banderas a través de las cuales se promocionó el actual presidente del país, Iván Duque, fue la de la “economía naranja”. Entendida, de acuerdo a la página web del Ministerio de Cultura de Colombia, como una serie de políticas estatales orientadas al desarrollo cultural, social y económico, basadas en la creación, producción y distribución de bienes y servicios de carácter cultural11. Dentro de esta “economía naranja” se incluyen las actividades relacionadas con las artes y el patrimonio cultural (material e inmaterial), las industrias culturales y los contenidos digitales.

Este discurso “naranja” está en sintonía con la re-valorización de la diversidad cultural y sus prácticas artísticas, a nivel nacional e internacional, entendidas como elementos generadores de cadenas económicas productivas y formas de vinculación de grupos poblacionales excluidos hacia la sociedad y la economía nacional, es decir, recurren a la “etno-diversidad” para insertarse en las lógicas económicas del capitalismo global contemporáneo -para algunos ejemplos del caso colombiano, ver Birenbaum-Quintero (2006) y Pazos-Cárdenas (2016)-. Bajo esta lógica, los sujetos portadores de esta valorizada diversidad cultural (como lo son las poblaciones negras del Pacífico sur con sus cantos y músicas de marimba, declaradas Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la Unesco en el 2010) pueden articularse a las propuestas de “economía naranja” como sujetos “libres”, “emprendedores” y “empresarios de sí mismos” (Comaroff y Comaroff, 2011). Se entienden como sujetos capaces de construir su propio futuro económico, el cual ya no es responsabilidad del Estado neoliberal. Este se limita a generar “condiciones” -“naranjas”- para que se autogestionen “etno-proyectos” que capitalicen sus “activos culturales” diversos y así agregar un plusvalor a la mercancía o servicio que ofrezcan, en aras de la pretendida inserción (Pazos-Cárdenas, 2016).

Adicionalmente a ello, la re-vitalización de prácticas artísticas y culturales propias de la región del Pacífico sur ha sido reforzada desde los discursos estatales, como un mandato de “salvación” frente a la violencia y el conflicto armado que han azotado a la región desde finales del siglo pasado. La “cultura” y la música tradicional de la región se han impulsado desde los programas de políticas culturales estatales a nivel nacional como eminentemente “pacificadoras”, como alternativas a los escenarios laborales asociados al narcotráfico y al conflicto armado, grandes “empleadores” de las poblaciones jóvenes de los municipios de la región ante la precaria presencia estatal (Birenbaum-Quintero, 2006). Esto ha redundado en que hay diversos procesos de formación artística en prácticamente todos los municipios de la región (unos apoyados por el Estado o por algunas ONGs y fundaciones, otros de carácter empírico e informal), aunados a unas tradiciones artísticas (musicales y dancísticas, aunque también gastronómicas, artesanales y religioso-espirituales) que se mantienen vivas gracias a la transmisión cotidiana de estos saberes, pero con escasísimos espacios de formalización laboral o de circulación y exposición en escenarios fuera de los mismos municipios. De igual forma, el apoyo por parte de las autoridades estatales locales es mínimo frente a estos procesos culturales: uno de mis conocidos en uno de los municipios me contó que en una ocasión, que iba a un taller de danzas que se iba a realizar en otro pueblo cercano, fue a pedir apoyo al Alcalde para los transportes y este le dijo que no tenía dinero, pero que si quería podía irse en el camión de la basura que llevaba los residuos al basurero compartido por los dos municipios.

Aquí estamos de frente a un nuevo escenario extractivista. En este caso, en una alianza entre élites andinas nacionales y capitales transnacionales consumidores de la diferencia en la posmodernidad: extractivismo intelectual o epistémico (Grosfoguel, 2016). Las ideas, prácticas y bienes “culturales” de los pueblos afrocolombianos son valorizados a partir de su diferencia, y extraídos para ser subsumidos dentro de parámetros y epistemes propias de la Colombia andinocéntrica neoliberal contemporánea. Las prácticas artísticas de las comunidades del Pacífico nariñense son extraidas y descontextualizadas, despolitizadas, se vacían de parte de sus significados (históricos, religiosos, territoriales), son inventariadas y -posiblemente- mercadeadas; casi nunca por las propias personas de la región, sino por “mercaderes de la diversidad”, blanco-mestizos que viven en las grandes ciudades (Cali y Bogotá, principalmente) de la región andina del país. Despojo epistémico en una alianza “endriaga” entre el Estado, el capital privado nacional y los circuitos de mercado nacional y transnacional. El Estado colombiano -desde su égida blanco mestiza- actúa como Drácula: observa a los otros, a los no blanco-mestizos, a los no-Dráculas, succiona de ellos lo que necesita para sobrevivir (Cardoso, 2014), dejando el rastro de los cuerpos “fósiles” (Mbembe, 2016) de los que hablamos anteriormente y las ruinas de su paso extractivista.

5. Escena 3: Narcocorridos o la nueva banda sonora del Pacífico sur nariñense

Estábamos en uno de los municipios de la subregión Sanquianga12. Quedé de encontrarme en la noche con mi compañero de trabajo, quien estaba haciendo el registro audiovisual de las actividades del proyecto, para tomarnos una cerveza y relajarnos un poco. Alrededor de las ocho de la noche nos encontramos y nos sentamos en un bar que quedaba en la plaza central del pueblo. Frente a nosotros, en la plaza, había un grupo de diez personas tomando ron en unas sillas de plástico. En el bar sonaba salsa a todo volumen (un televisor gigante proyectaba los videos de Youtube de las canciones que ponían) y solamente estaban los dos hombres que atendían el lugar. Pedimos un par de cervezas y hablábamos de cualquier cosa.

Cuando íbamos a mitad de la cerveza, el grupo de personas que estaban en la plaza llegó al bar y se sentó en frente de nosotros; como era un espacio pequeño, no cabían todos y algunos se hicieron en sillas de plástico en la calle, mirando hacia el bar. Eran siete hombres y tres mujeres; nueve de ellos(as) negros(as)/afrocolombianos(as), mientras que solo uno era visiblemente mestizo. Precisamente este último llegó al bar y le pidió a los que atendían que pusiera una canción de Espinosa Paz13llamada “No me chingues la vida”, la cual cantó “a grito herido”. Cuando se acabó la canción, sus acompañantes aplaudieron su “interpretación”. Inmediatamente, pidió que la volvieran a poner y así lo hicieron. Se acabó y de nuevo lo mismo. Repitieron la canción como cuatro veces. Ninguna de las otras doce personas que nos encontrábamos en el bar nos sabíamos la canción. Nadie decía nada al respecto, más allá de los cada vez menos estruendosos aplausos al finalizar cada repetición de la canción; las personas, entretanto, hablaban entre sí y repartían tragos de la botella de ron. En medio de una de las repeticiones, el hombre blanco-mestizo se nos acercó y nos saludó, nos dijo que disculpáramos la insistencia con la canción, pero que le gustaba mucho. Tenía un acento que no logré identificar con ninguna región de Colombia en específico. Nosotros nos reímos -un poco nerviosos- y dijimos que no había problema. A modo de “disculpa”, nos invitó a otra ronda de cervezas.

Después de las varias repeticiones de la mencionada canción, este hombre siguió pidiendo otras canciones: vallenato, rancheras, música norteña mexicana. Tiempo después, este sujeto se paró al baño y mi compañero y yo decidimos que era el momento de abandonar el bar. Pagamos las cervezas y cuando nos estábamos yendo, nos encontramos con el mismo personaje saliendo del baño. Nos preguntó que por qué nos íbamos, mientras me agarraba el brazo con su mano, suave pero firmemente. Le expliqué que al otro día teníamos que madrugar a continuar con nuestro trabajo. Nos preguntó que para quién trabajábamos, a lo que explicamos rápidamente las generalidades del proyecto. Insistió en que nos quedáramos, que él nos invitaba al trago. Le dije que muchas gracias, pero que no, intentando zafarme discretamente de su mano. Dijo que lamentaba que nos fuéramos, pero que cualquier cosa que necesitáramos, le avisáramos, que él iba a estar pendiente de nosotros. Le agradecimos y nos fuimos a nuestro hotel.

La presencia de personas blanco-mestizas en los municipios del Pacífico nariñense (con excepción de San Andrés de Tumaco y Barbacoas) es bastante reducida. La enorme mayoría de personas que no son negras/afrodescendientes en estos pueblos, no viven ahí, sino que se encuentran “de paso”: sea porque hacen parte del “ejército” de ONGs y fundaciones (en alianza estatal o privadas) que realizan proyectos de intervención en la región (clasificación dentro de la que cabría mi presencia allá); sea porque hacen parte de las fuerzas armadas del Estado (policía, ejército, armada); sea porque son comerciantes o están trabajando (en mundos legales o ilegales)14. Las pocas personas blanco-mestizas que viven en estos pueblos obedecen básicamente a tres razones: son descendientes de otros(as) blanco-mestizos(as) que colonizaron la región en el siglo XX, establecieron alguna relación de parentesco (matrimonio, por ejemplo) con alguna persona nativa de la región o trabajan en las instituciones educativas de los municipios o en los hospitales.

Esta es una de las razones por las que la figura del personaje narrado en la escena anterior aparece tan relevante en este momento. Por un lado, podríamos pensar en la figura de este hombre blanco-mestizo como un ejemplo más de la colonialidad racial blanco-mestiza (Escobar, 2010) en el Pacífico sur colombiano, como un sujeto racializado que detenta el poder de decir qué hacer, en este caso, qué escuchar, frente a una población negra que no pareciese tener mayores opciones de opinar o decidir al respecto. No deja de ser significativo que era la única persona blanco-mestiza del bar (además de mí mismo, que también estaba mudo) la que propusiera la “banda sonora” de la noche, con una canción que además ni siquiera era conocida por los(as) demás participantes del festejo, a pesar de que estaban con él.

Dicho esto, lo que me llama significativamente la atención en la escena es la solicitud de este sujeto de la canción de Espinosa Paz. Si bien es cierto que la relación musical entre México y Colombia ha sido históricamente estrecha -con una gran influencia de las rancheras y los boleros mexicanos en el gusto sonoro de buena parte de la población colombiana desde la primera mitad del siglo XX (ver Astorga, 1997; Almonacid-Buitrago, 2016)- el fenómeno de la música “norteña” es un escenario ciertamente nuevo en el repertorio musical de la mayoría de ciudades colombianas, así como su masivo consumo15.

Producciones musicales adscritas a este género, conocidas como “narcocorridos” o “corridos prohibidos”, se graban en Colombia desde hace más de 20 años, pero su consumo se había visto circunscrito precisamente a regiones con un alto impacto del conflicto armado y el narcotráfico, a tal punto que uno de los compilados discográficos de músicas de este género ha sido titulado “la banda sonora original del conflicto colombiano” (Almonacid-Buitrago, 2016). Sin embargo, en las ciudades más grandes del país, estas músicas eran ampliamente desconocidas hasta hace poco.

Probablemente la popularización reciente de estas músicas también esté relacionada con el boom, iniciado desde mediados de la pasada década, de las llamadas “narco-novelas” y “narco-series”, contenidos audiovisuales desarrollados principalmente en Colombia, México y Estados Unidos (Miami), bajo alianzas de diferentes productoras internacionales para un público “latino”. Pero, evidentemente, también está relacionado con las nuevas formas y los nuevos actores del conflicto armado en las diferentes regiones del país. Es una verdad convenida entre investigadores(as), académicos(as) y periodistas que el proceso de paz con la antigua guerrilla de las FARC-EP y su consecuente desmovilización, desde el año 2016, generó una fragmentación de diversos grupos al margen de la ley y unas disputas por copar el poder territorial y económico asociado a la producción de coca y a la minería ilegal en la región del Pacífico sur.

Esto ha llevado a que haya presencia en estos territorios de diferentes grupos ilegales, como la guerrila del ELN (Ejército de Liberación Nacional); antiguos grupos paramilitares como el Clan del Golfo; las actualmente llamadas “bandas criminales” como el Frente Oliver Sinisterra y las Guerrillas Unidas del Pacífico (grupos disidentes de las extintas FARC-EP); y carteles de narcotráfico mexicanos (ahora transnacionales), como el Cartel de Sinaloa o “los Zetas”. Esto también ha generado que las personas habitantes de la región declaren generalizadamente no reconocer a cuál grupo pertenecen los diferentes actores ilegales que se mueven por la región, lo que redunda en una mayor sensación de incertidumbre y miedo constante frente a estos personajes armados16.

El hecho es que los narcocorridos se popularizaron en Colombia, incluida la región del Pacífico sur colombiano. Es común recorrer las calles de estos municipios y escuchar estas sonoridades en los reproductores de músicas de los bares y discotecas, y no otras más asociadas a la región, como serían las músicas “tradicionales” de marimba del Pacífico sur o incluso la salsa, de consumo ampliamente extendido en toda la región del Pacífico. Al respecto, Alfredo Molano-Bravo (2017) relata que, con la llegada de los paramilitares a la región, a comienzos del presente siglo, los alabaos y arrullos17 fueron prohibidos por estos grupos, así como los contextos funerarios donde se interpretaban, lo que implicó un vacío acústico, que fue llenado por las músicas que estos grupos ilegales preferían: los corridos norteños y los vallenatos modernos.

Esto no quiere decir que las músicas “tradicionales” del Pacífico sur hayan desparecido (a pesar de su coyuntural prohibición), pero sí han visto aparecer estas músicas “endriagas”, de alta aceptación especialmente entre las poblaciones más jóvenes de la región.

Así, la banda sonora del capitalismo gore en el Pacífico nariñense son los narcocorridos, discursos musicales en los que se despliegan una serie de representaciones de los narcotraficantes como hombres que vienen “de abajo”, que fueron pobres, “comunes y corrientes” y que gracias a sus “valientes hazañas” lograron toda una serie de privilegios: riquezas, poder (capacidad de mandar, matar y proteger), una vida llena de placeres y de fama (Astorga, 1997; Valenzuela-Arce, 2010; Núñez-Noriega, 2017). Los narcos, los mafiosos, los criminales son así legitimados y heroificados socialmente, se presentan bajo un despliegue de masculinidades que son las verdaderas triunfadoras dentro de las lógicas del “Capitalismo gore”: progresaron, “salieron adelante” gracias a su propia mano, sin importar los medios que utilizaron para conseguirlo, se “necroempoderaron” (Valencia, 2010).

En los territorios de esta región, caracterizados por el accionar estatal racista, el dinero aparece como un antídoto frente a la indefensión, en una visión neoliberal en la que si el Estado no protege a su ciudadanía, el dinero sí lo hará (Valenzuela-Arce, 2010; Núñez-Noriega, 2017). El poder de sujetos “endriagos”, como el hombre del bar que pedía repetidamente el corrido norteño, no está dado únicamente por la cantidad de dinero que pueda tener o por sus presumidas actividades ilegales, sino también por sus redes de despliegue en el territorio (Valenzuela-Arce, 2010): el reconocimiento de los demás habitantes del municipio que cohonestan con sus actividades y hacen parte de sus redes laborales, las autoridades estatales armadas (Ejército, policía) con su sobre-presencia indiferente y permisiva en el territorio, los capitales culturales y simbólicos que estos sujetos accionan en estos territorios, que permiten que se generen y apropien gustos y consumos musicales que en otras regiones del país no ocurren.

6. Reflexiones finales

Como comenté al inicio del texto, este artículo surgió a partir de una experiencia laboral de cinco meses viajando por y sintiendo el Pacífico nariñense. La gama de emociones y recuerdos a partir de estas experiencias es amplia y compleja. Los viajes en lancha a merced de las mareas, donde las olas del mar abierto maltratan las espaldas e intentan tirar al agua profunda a quienes no se agarran bien. Los viajes por camionetas con sobrecupos y sobrecargas, en carreteras a medio hacer, a medio pavimentar. Los viajes en canoas de motor por ríos en donde el paisaje está adornado de banderas de grupos armados, que ondean junto a sendas hectáreas cultivadas de coca. La sensación de miedo cada vez que me cruzaba en medio de esos caminos con un miembro de las fuerzas armadas colombianas, a veces camuflados entre la manigua, a veces haciendo retenes. El miedo de otros actores armados no tan visibles, no tan fácilmente identificables, pero con quienes me topé en incontables momentos, muchas veces sin saberlo. La (ultra)militarización de la vida cotidiana, pero a la vez la percepción eterna de inseguridad y miedo.

En una de las idas y vueltas, tuve que viajar de un municipio a otro en una camioneta particular, que era la única forma de transporte, por una carretera despavimentada, en un viaje de más de hora y media. Iba con dos compañeros del equipo de trabajo y como el cupo del carro ya estaba lleno, era el último vehículo del día y necesitábamos viajar, nos tuvimos que ir los tres en la bodega de la camioneta. En algún momento del demoledor viaje (con la espalda a reventar después de más de una hora doblada en la bodega), uno de mis compañeros dijo que aquella situación era un maltrato increíble. En efecto lo era: nosotros tres estábamos “de paso”, éramos contratistas de una fundación privada que licitaba proyectos del Estado colombiano, pero que así y todo debíamos lidiar con situaciones adversas como esa, poniendo en riesgo nuestra salud física y mental, pero también “poniendo la cara” frente a la región, representando a un Estado al que todo el mundo le reclama por su ausencia, pero que solo aparece encarnado en sujetos precarizados laboralmente (como yo), que son/somos subcontratados para reproducir su lógica operativa neoliberal.

Pero el matrato no era solo con nosotros tres. Era también un escenario de maltrato sistemático hacia las personas habitantes de esta región, que en su cotidianidad deben lidiar con esta violencia estatal estructural, con la inseguridad y el miedo, con la precariedad.

El Estado colombiano en la región del Pacífico sur tiene una presencia ambivalente. A pesar de que en diversos momentos de este texto se ha insinuado la “ausencia” o el “abandono” estatal de los territorios sobre los cuales se hace referencia, es importante dejar en claro que esto no significa que no haga presencia, sino que su accionar histórico y político es generador de las precariedades que viven las poblaciones habitantes de la región. Los marcos teóricos utilizados de Stoler (2008)), Valencia (2010)) y Mbembe (2011; 2016) ayudan a comprender cómo ciertas prácticas de “necropoder” y “arruinación” ejercidas por entidades y sujetos estatales tienen efectos directos sobre estos territorios, construyendo realidades de marginación, desigualdad y racismo. Mencioné anteriormente al “ejército” de funcionarios(as) del Estado y ONGs que hacen presencia en la región con diversidad de proyectos, los cuales, en palabras de prácticamente cualquier persona con la que uno hable en el Pacífico, han servido para muy poco o nada. Las “márgenes del Estado”, para utilizar el concepto de Veena Das y Deborah Poole (2004), son producidas y organizadas activamente por el Estado mismo (a través de leyes, programas, proyectos), que funge como promotor de cierto tipo de sujetos y cuerpos que habitan estos territorios y garantizan la reproducción de las dinámicas sociales de precariedad.

Una pregunta en este momento de cierre estaría referida a cuál es la necesidad de utilizar los conceptos de “necropolítica” y “capitalismo gore”, en el análisis de las realidades de la violencia en esta región de Colombia, aún más cuando otros autores (Oslender, 2004; Hoffman, 2007, 2019; Escobar, 2010) ya han realizado sendos trabajos en los cuales acuñan conceptos propios (como el mencionado “geografías del terror”), para conceptualizar sus hallazgos etnográficos. Como respuesta a este interrogante, considero que los conceptos de “necropolítica” y “capitalismo gore” permitieron analizar las formas sistemáticas a través de las cuales el accionar estatal ha producido ciertas dinámicas de violencia y cierto tipo de sujetos y prácticas sociales, que articulan diversas dinámicas de poder biopolíticas (desde lo económico, pasando por lo mediático y lo artístico-cultural), que transforman las lógicas de vida de las poblaciones de esta región y las orientan hacia la muerte inminente, la calcificación, la destrucción y la ruina.

La región del Pacífico sur colombiano lleva más de veinte años azotada por los sujetos endriagos que han producido la guerra, la violencia y el narcotráfico en estos territorios fronterizos del Estado. Los desplazamientos forzados, las masacres, los asesinatos selectivos, las minas anti-personales, la fumigación aérea con glifosato, la destrucción de los manglares y los ríos por la minería, los desastres naturales predecibles ante la mala gestión del riesgo, las condiciones de salud y alimentación insatisfechas, las vías de comunicación inacabadas e inexistentes. Los(as) habitantes de estos municipios viven las “vidas precarias” de las que habla Judith Butler (2010), que ante su exposición frontal frente a la muerte, la pobreza y la violencia, apelan al Estado en busca de protección, cuando es precisamente del Estado neoliberal del que necesitan protegerse.

En los cinco meses que estuve en la región, probablemente no hubo una semana en la cual no llegaran noticias sobre una persona asesinada en alguno de los municipios. La sistematicidad de la violencia se volvió costumbre. Así y todo, las personas siempre me decían que “la cosa estaba tranquila, calmada”. Ahora que escribo el artículo, a comienzos del 2020, el conflicto en la región se ha intensificado y visibilizado más en algunos medios de comunicación del interior blanco-mestizo y andino de Colombia. Todas las vidas merecen ser protegidas, pero también todas las muertes merecen ser lloradas. Todas las muertes del Pacífico sur merecen ser arrulladas.

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Notas:

2El Censo realizado por el DANE, en el año 2005, contabilizó la población negra, afrocolombiana, raizal o palenquera en un poco más de 4’000.000 de personas, lo que representaba más o menos el 10% de la población nacional en ese momento. En el año 2019, se publicaron algunos resultados del Censo Nacional de Población y Vivienda realizado en el 2018, en donde la misma población fue contabilizada en menos de 3’000.000 de personas, lo que representa una reducción de la auto-declaración censal en un 30%. Diferentes organizaciones activistas negras/afrocolombianas han acusado al reciente censo de fomentar un “genocidio estadístico”, con serias implicaciones en la generación de políticas públicas orientadas hacia estas poblaciones.

3Las “escenas” etnográficas están escritas en cursiva al inicio de cada apartado.

4El adjetivo “gore”, que complementa al sustantivo “capitalismo” y conforma el concepto en su conjunto, hace referencia a un subgénero cinematográfico caracterizado por la violencia explícita de sus escenas, asociadas al género más amplio de “terror”.

5La subregión del Telembí, en el departamento de Nariño, está compuesta por tres municipios: Barbacoas, Roberto Payán y Magüí Payán, poblaciones que se articulan geográfica y económicamente alrededor del río Telembí.

6“Playar” o “mazamorrear” es el trabajo minero realizado principalmente por mujeres y niños(as), en el que con una batea se busca oro manualmente en las orillas de los ríos.

7El guasá es un instrumento musical idiófono, propio de los conjuntos de marimba del Pacífico sur colombiano. Es un cilindro de madera hueco dentro del cual se colocan semillas y suena al ser sacudido.

8El charuco (llamado “viche” en otros departamentos del Pacífico colombiano) es un licor típico de la región, destilado a partir de la caña de azúcar.

9“Paisa” es un término geográfico-identitario para referirse en Colombia a las personas provenientes de la región de Antioquia y el Eje cafetero colombiano. Sin embargo, se usa extensivamente en el Pacífico para referirse a todas las personas blanco-mestizas, independientemente de la región donde hayan nacido.

10Una Casa de Cultura en Colombia es un espacio físico de concertación entre el Estado, el Ministerio de Cultura y las entidades administrativas locales (municipales), orientadas a la articulación y ejecución de los planes, políticas y actividades culturales (de orden municipal y nacional) a nivel territorial.

11No deja de ser significativo que el discurso de “economía naranja”, en Colombia, hunda sus raíces en las publicaciones que realizó el Ministerio de Cultura sobre “industrias culturales”, durante los dos periodos de gobierno del expresidente Álvaro Uribe Vélez, padrino político del actual presidente Iván Duque. Para un contexto más amplio sobre estas publicaciones y sus implicaciones en un estudio de caso sobre patrimonio cultural inmaterial del Pacífico sur, ver Pazos-Cárdenas (2016).

12El Parque Nacional Natural Sanquianga es un ecosistema protegido por el Estado colombiano a través de su Sistema de Parques Nacionales (SPNN), compuesto principalmente por bosques de manglares (más del 50% de los manglares del departamento de Nariño y el 20% del total del Pacífico colombiano) y un sistema deltaico-estuarino de desembocadura de diversos ríos (Sanquianga, Tapaje, La Tola, entre otros) en el Océano Pacífico. Dentro de su jurisdicción se encuentran los municipios de Mosquera, Olaya Herrera, El Charco y La Tola.

13Espinosa Paz es un cantante mexicano de música banda y norteña, que es muy famoso en su país natal desde hace varios años y que, desde el 2019, ha ganado una alta circulación y aceptación en el gusto musical colombiano.

14En varios de los municipios, algunas personas negras me contaron que muchos de estos hombres son informantes de las fuerzas armadas colombianas o de grupos armados ilegales, quienes se “enmascaran” vendiendo diferentes artículos (por ejemplo, implementos de cocina o del hogar, juegos de azar), se ganan la confianza de algunos habitantes de los municipios, escuchan sus historias y luego informan a los armados sobre personas en actividades ilegales.

15De acuerdo a Astorga (1997) y Almonacid-Buitrago (2016), los contactos entre narcotraficantes mexicanos y colombianos se inician desde mediados de los años setenta del siglo pasado, lo que también está relacionado con el inicio de la circulación de las músicas de narcocorridos. Unas cuantas canciones han ganado una extensa popularidad en algunas regiones como la archi-reconocida “Cruz de Marihuanas” (corrido tradicional mexicano popularizado en Colombia por las versiones del Grupo Exterminador y de Los Tigres del Norte), pero no como fenómeno de consumo masivo nacional hasta años recientes.

16Este escenario ha sido caracterizado por algunos(as) autores(as) (Mbembe, 2011; Kaldor, 2012; Segato, 2014) como “nuevas formas de la guerra” en el mundo contemporáneo, en las cuales hay una multiplicidad de actores en disputas por los usos y sentidos de los territorios a apropiar, así como una amplia desinstitucionalización del conflicto, lo que redunda en una mayor irregularidad e irreconocimiento de las fuerzas y contrincantes en disputa, una exacerbación de las prácticas violentas y un ensañamiento contra ciertos tipos de sujetos y cuerpos (fundamentalmente atravesados por marcadores sexo-genéricos y étnico-raciales).

17Los alabaos son cantos fúnebres propios del Pacífico colombiano, interpretados mayoritariamente por mujeres con acompañamiento instrumental-musical de los hombres, con los que se despiden las almas de los muertos en la región. Los arrullos, por su parte, son tanto un tipo de alabao que se canta a niños y niñas cuando mueren o a los santos (cuando se celebra su día patronal), como también son el evento en sí mismo donde se cantan e interpretan estas músicas.

Notas:

Financiación Este artículo es producto de una investigación doctoral financiada por la Agencia Coordenação de Aperfeiçoamento de Pessoal de Nível Superior (CAPES), de Brasil.

1Magíster en Estudios Latinoamericanos.

Recibido: 02 de Marzo de 2020; Aprobado: 28 de Mayo de 2020

Conflicto de interés

El autor declara no tener ningún conflicto de interés.

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