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Revista Gerencia y Políticas de Salud

Print version ISSN 1657-7027

Rev. Gerenc. Polit. Salud vol.8 no.17 Bogotá July/Dec. 2009

 

El trabajo no remunerado de cuidado de la salud: naturalización e inequidad*

Unpaid care in health: Naturalization and gender inequality

O trabalho não remunerado de cuidado da saúde: naturalização e iniquidade

Fecha de recepción: 09-08-08 Fecha de aceptación: 25-09-09

Amparo Hernández Bello**

* Ensayo presentado, sustentado y aprobado como Examen de calificación en el Doctorado Interfacultades en Salud Pública. Mayo de 2009.

** Médica. Magíster en Administración de Salud. Estudiante del Doctorado Interfacultades en Salud Pública, Universidad Nacional de Colombia. Profesora Asociada y miembro del Grupo Gerencia y Políticas de Salud, Facultad de Ciencias Económicas y Administrativas, Universidad Javeriana. Correo electrónico: ahernand@ javeriana.edu.co


Resumen

Gran parte del trabajo de cuidado de la salud-enfermedad se desarrolla en los hogares y tiene las características de ser femenino, no remunerado e inequitativo porque implica desigualdades de género en el reparto del tiempo, las actividades y las compensaciones. Para aportar a las discusiones sobre la equidad sanitaria y la equidad de género, este ensayo busca controvertir los argumentos que definen las asimetrías de poder y posición que subyacen a las diferencias de roles entre hombres y mujeres sobre los cuales se apoyan muchas políticas y programas sociales que, basadas en la naturalización de las relaciones patriarcales y la división sexual del trabajo, contribuyen a mantener o profundizar las inequidades.

Palabras clave autor: Equidad de género en salud, trabajo doméstico no remunerado, cuidados informales de salud, división sexual del trabajo, políticas públicas, Colombia

Palabras clave descriptor: .Género en salud, trabajo doméstico, políticas públicas.


Abstract

Health care often takes place at home. By acquiring feminine characteristics and connotations as an unpaid domestic activity, it implies gender discrimination in time distribution and its compensation for women. In order to contribute to the discussions in health and gender equality, this essay aims to reexamine power asymmetries and positions that emerge from the gender biased historical division of labor, where a significant amount of policies and social programs are based on naturalized patriarchal relations and this division of labor, a phenomenon that contributes to maintain or even deepen social inequalities.

Key words author: Gender equality in health, unpaid domestic work, informal health care, division of labor, public policies, Colombia.

Key words plus: Gender and health, domestic work, public policy.


Resumo

Grande parte do trabalho de cuidado da saúde-doença desenvolve-se nos lares e tem características de ser feminino, não remunerado e díspar porque implica desigualdades de gênero na divisão do tempo, das atividades e as compensações. Para contribuir com as discussões sobre equidade sanitária e a equidade de gênero, este ensaio procurar controverter os argumentos que definem as assimetrias de poder e posição que subjazem as diferenças de papéis entre homens e mulheres sobre os quais se apoiam muitas políticas e programas sociais que, baseadas na naturalização das relações patriarcais e a divisão sexual do trabalho, contribuem a manter ou aprofundar as iniquidades.

Palavras chave descritor: Equidade de gênero em saúde, trabalho doméstico não remunerado, cuidados informais de saúde, divisão sexual do trabalho, políticas públicas, Colômbia.

Palavras chave autor: Gênero e saúde, trabalho doméstico, a política pública.


1. Introducción

Históricamente, los cuidados a la salud se han ejercido en dos espacios más o menos diferenciados: el de la asistencia en el hogar y el de las prácticas médicas y de salud pública que caracterizan el sistema formal de salud. Entre ellos existen estrechas relaciones de complementariedad y sustitución que expresan las relaciones Estado-mercadofamilias, principales ámbitos de producción de bienestar social y salud.

Aunque la mayor parte de la atención sanitaria se desarrolla en los hogares, sólo recientemente se reconoce que las actividades cotidianas de promoción de la salud y las prácticas asistenciales que se realizan al interior de las familias o en la comunidad son parte del sistema de salud. De hecho, los cuidados profesionales en los ámbitos de la seguridad social, la salud pública, la medicina privada y la asistencia social, siguen siendo el eje central del sistema convencional de atención y el escenario donde se distribuyen y gastan los recursos destinados al sector salud.

Los cuidados domésticos, informales o profanos [1] son aquellos que la red social cercana presta a personas enfermas o discapacitadas, e implican tareas múltiples y simultáneas de atención personal, médica, doméstica y de enlace entre los ámbitos público y privado [2, 3], cuya magnitud y complejidad dependen de la naturaleza de la atención y de las relaciones entre la demanda y la disponibilidad respecto de las características socioeconómicas y culturales de quienes los realizan [4].

En años recientes se constata un incremento en la demanda de atención doméstica; un fenómeno derivado de los procesos de envejecimiento de la población y de la mayor incidencia de enfermedades y discapacidades que requieren atención a largo plazo, en un escenario de crisis económicas, cambios en la estructura y dinámica familiares , transformaciones en el mundo del trabajo (desempleo, marginación y ocupación informal) que aumentan la dependencia del trabajo no remunerado, mayor participación de la mujer en el mercado laboral y reorientación de las políticas públicas de protección social y salud. En estas condiciones, se teme por la escasa oferta de cuidadores y la subsistencia de los cuidados informales. Esto ha puesto de nuevo el trabajo doméstico en el centro del debate sobre políticas públicas, y ha traído consigo un gran interés por valorar su contribución económica y social para la sociedad, los hogares y los individuos [5, 6, 7].

Esta valoración requiere reconocer que el trabajo de cuidado de la salud que se realiza en los hogares tiene como características ser femenino, no remunerado e implica inequidades de género en el reparto del tiempo, las actividades y las compensaciones; inequidades que son explicadas por el supuesto básico que naturaliza la división sexual del trabajo, y con ella, las asimetrías de poder y posición que subyacen a las diferencias de roles entre géneros. Supuesto sobre el que descansan muchas políticas y programas sociales que desconocen el impacto potencial y diferencial de las decisiones sobre hombres y mujeres, y contribuyen a mantener o incrementar las inequidades de género.

El objetivo central de este escrito es controvertir los argumentos que naturalizan y perpetúan las relaciones patriarcales y la división sexual del trabajo develando su carácter de construcción social, punto de partida desde el cual es posible orientar las políticas hacia la transformación de las relaciones desiguales de poder y avanzar en la dirección de la equidad de género. Se pretende así aportar a las discusiones en salud pública en dos aspectos de interés: la contribución social, económica y cultural del trabajo de cuidado no remunerado al bienestar y la salud de la población, y su importancia para un análisis comprensivo de la equidad sanitaria.

2. Cuidado no remunerado de salud: femenino, invisible e inequitativo

El cuidado es "una actividad característica de la especie humana que incluye todo lo que hacemos con vistas a mantener, continuar o reparar nuestro ‘mundo', de tal manera que podamos vivir en él lo mejor posible" [8]; incluye el cuidado de los cuerpos, la alimentación y la conservación y mantenimiento del espacio doméstico. Tiene dos ámbitos: uno privado que se refiere a las actividades básicas de sobrevivencia que se realizan dentro de las familias y tiene dimensiones sicológicas y afectivas indispensables para el desarrollo de los seres humanos, y otro público que se realiza fuera del hogar y se refiere a las políticas de asistencia y protección social [6].

Aunque el cuidado es una actividad básica que forma parte del trabajo de reproducción social, es a su vez un núcleo de desigualdad entre los sexos en virtud de la división de tareas y responsabilidades por la cual el trabajo doméstico no remunerado soporta el mercado de trabajo remunerado. Este trabajo de cuidado que se realiza en los hogares, incluido el cuidado de la salud, se caracteriza por ser invisible y no remunerado, y porque tiene repercusiones laborales, económicas, sociales y de salud sobre la vida de quienes lo realizan y sobre el cuidado que prodigan [7, 9, 3, 10, 11].

Invisible porque se desarrolla en el ámbito de las relaciones privadas, mediado por relaciones afectivas y de parentesco, y subordinado a la producción de bienes y servicios; y no remunerado porque no tiene precio en el mercado, y por tanto no se registra en los presupuestos nacionales ni en los sistemas de salud. Pero sobre todo, es un trabajo realizado por mujeres con base en la división sexual según la cual ellas se concentran en tareas reproductivas en el hogar y los hombres en tareas productivas en la esfera pública.

Tal división no es un hecho natural, sino una construcción cultural y social que conlleva desigualdades injustas, innecesarias y evitables entre hombres y mujeres en la producción y reproducción doméstica de la salud-enfermedad, y están generadas por la discriminación y las diferencias de poder y riqueza entre los géneros; de allí que constituya una dimensión de la equidad de género [12, 4, 13, 14].

Esta crítica a la naturalización de la división sexual del trabajo si bien reconoce que el cuidado doméstico tiene una connotación simbólica positiva, pone su acento en las relaciones de poder que subyacen a la división sexual del trabajo y en las inequidades de género que de ellas se derivan. Un énfasis distinto de la Ética del Cuidado, que pretende superar la perspectiva racionalista e individualista del trabajo [15], otorgando un papel preponderante a las emociones en la responsabilidad por el otro que orienta las acciones de cuidado.

Desarrollada a partir de los trabajos de Gilligan [16], la ética del cuidado sostiene que el razonamiento moral de hombres y mujeres es distinto, y apunta a revalorizar lo que ha sido devaluado por ser femenino: una dimensión moral privada vinculada a la calidad de los cuidados y la sensibilidad propia de las mujeres —la ética del cuidado—, en oposición a la moral pública del derecho y la igualdad de los hombres —ética de la justicia—.

Aunque la idea de distintos sujetos morales ha tendido a reconciliarse con una propuesta de agentes cuya ética tenga como centro el cuidado e incluya elementos de ambas dimensiones [17, 18], sin embargo ha sido criticada desde teóricas/os sociales porque refuerza los estereotipos sobre las mujeres, no supera la dicotomía público-privado, soslaya las asimetrías de poder y posición social que explican las diferencias entre géneros en los roles y en el razonamiento moral con respecto al cuidado, y excluye la dimensión privada de los análisis de justicia [19, 15].

Más recientemente, el debate alrededor del cuidado (perspectiva del care) reconoce que éste tiene una dimensión ética y política y da un sentido diferente a la justicia al desplazar la teoría dominante de la imparcialidad hacia una posición de justicia situada, particular y diferenciada. Aunque centra el desarrollo moral en torno a la comprensión de la responsabilidad y las relaciones, afirma que éste se traduce en prácticas o actividades concretas (trabajo) de las que se deriva su carácter político [20]; actividades que son realizadas principalmente por mujeres no con base en una disposición moral específica, sino como resultado de una posición subalterna derivada de las asimetrías de poder, que contribuyen a su desvalorización social [21].

Ahora bien, si el trabajo doméstico de cuidado a la salud es fundamentalmente femenino, desconocer las disparidades entre sexos —y las desigualdades entre mujeres basadas en la posición social, la edad, la raza o la situación familiar— en el reparto de las responsabilidades familiares, contribuye a invisibilizar su desventaja en el acceso a recursos económicos, de protección y de reconocimiento social que las excluye y fragiliza, y atenta contra los postulados de equidad y autonomía [10]. De allí la pertinencia del enfoque que analiza críticamente los roles que social y culturalmente se han asignado a las mujeres y resalta la utilidad de la incorporación de la perspectiva de género para un análisis más comprensivo de la equidad sanitaria.

La equidad de género en salud supone el examen de los efectos de las relaciones sociales sobre el ejercicio del derecho y sobre la justicia en la distribución de recursos y el poder en la gestión [13]. En esta el trabajo doméstico no remunerado de cuidado en salud tiene implicaciones en dos planos: el de la distribución desigual por sexo de los costos, responsabilidades, compensaciones y las consecuencias de la producción de salud entre los distintos miembros de la familia al interior del hogar, y el del reparto de la responsabilidad de cuidar entre el Estado y las familias, por el cual las decisiones en el espacio público tienen repercusiones en la naturaleza y cantidad del trabajo no remunerado y viceversa [3, 13]. Al aportar o no fuentes de apoyo, servicios y normas, los Estados establecen en la práctica las condiciones de prestación de los cuidados dentro y fuera de la economía formal y cómo se distribuyen los recursos entre el Estado, el mercado y las familias [10, 20].

3. Políticas públicas y reproducción de inequidades de género

Cuánto de la carga principal por el bienestar es desplazada de las familias al Estado o al mercado es a lo que Esping-Andersen [23] denomina el grado de desfamiliarización o familiarismo en la sociedad. Si bien hasta el siglo XIX los hogares eran los principales productores de bienestar, con el Estado benefactor del siglo XX se produce un cambio importante y las responsabilidades asistenciales se reducen como resultado de las políticas de subsidios y servicios sociales, fundamentalmente la atención sanitaria, los servicios de cuidado a la infancia y la asistencia a ancianos.

La medida en que las familias asumen los riesgos es inversamente proporcional al grado de compromiso de los regímenes con la provisión pública de prestaciones familiares. Así, mientras en los demócratas el compromiso con la desfamiliarización ha sido alto, en los estados liberales y católicos se responsabiliza a las familias por su bienestar y se limita la política pública a acciones complementarias; tendencia que domina en el nuevo orden económico y social.

Pero reducir la carga no significa que las familias pierdan sus funciones en la producción de bienestar, como tampoco que la mejora beneficie por igual a todos los miembros del hogar. Al basarse en un ideal de familia de "varón proveedor" y mujer "ama de casa", los sistemas de protección social basados en el empleo tienden a favorecer a los hombres y la cuota de los aportes de los hogares sigue siendo femenina e invisible [24, 25], aun cuando el trabajo no remunerado cubre el desfase entre el trabajo asalariado y las condiciones de vida [5, 7].

Por ello para Esping-Andersen [23], en tanto la producción familiar de bienestar se basa fundamentalmente en el trabajo femenino no remunerado, la desfamiliarización es importante porque indica el grado en que la política (o el mercado) hace a la mujer autónoma para establecer su propio núcleo familiar, pero también porque es una condición que posibilita su incorporación al mercado laboral.

De hecho, basadas en el dispositivo cultural que les asigna el cuidado, políticas y programas sociales y de salud han incentivado tradicionalmente la participación de las mujeres como gestoras y prestadoras de servicios familiares y comunitarios, [26, 27, 3, 28].

Al naturalizar la división sexual del trabajo, las políticas afectan a las mujeres y los imaginarios y representaciones sobre su papel en el orden social, al punto que no se perciben como discriminatorias, cuando en realidad representan un sistema de relaciones de poder que al igualar las oportunidades, manteniendo a la vez las desigualdades de base y desconociendo la diferencia, contribuye a ahondar las inequidades de género.

Es por esto que se afirma que estas políticas no son neutrales y expresan sesgos de género. Aquí sesgo no tiene la connotación estadística y epidemiológica referida a las desviaciones en una medición, sino el sentido que en ciencias sociales implica la existencia de prejuicio, que para el caso se manifiesta como desconocimiento de los impactos desiguales de género de las decisiones que son producto de relaciones sociales y jerarquías [29].

En el sector salud pueden identificarse al menos tres mecanismos que muestran cómo las políticas refuerzan las estructuras sociales y los valores prevalentes. El primero concibe a las mujeres como recurso para extender la cobertura y lograr resultados en salud. Es el caso de los programas de salud pública y atención primaria que basan su efectividad en las acciones de control de síntomas, terapéutica en casa, vigilancia de riesgos y enlace con el sistema formal que realizan las madres, o el de los programas que incentivan el trabajo voluntario y solidario con la salud comunitaria.

Para ilustrar, ya desde Alma Ata se afirmaba:

En casi todas las sociedades las mujeres desempeñan una función importante en el fomento de la salud, sobre todo por la posición central que ocupan en la familia, lo cual indica que pueden aportar una importante contribución a la atención primaria de salud, en especial para aplicar las medidas preventivas [30: 73].

Treinta años después, se sigue considerando que son más exitosas las intervenciones que promueven la participación de las mujeres:

Varios estudios han demostrado que no hay estrategia de desarrollo eficaz en la que la mujer no desempeñe un papel central. Cuando la mujer participa plenamente, los beneficios pueden verse inmediatamente: las familias están más sanas y mejor alimentada; aumentan sus ingresos, ahorros e inversiones [31: 109].

Nótese la referencia en singular a "la mujer", que ignora las condiciones concretas de existencia de mujeres diversas y desiguales, y remite de nuevo a su posición en la familia ideal.

El segundo mecanismo considera también a las mujeres como recurso para aumentar la eficiencia, pero no por la vía de una mejora en los resultados, sino como estrategia para la reducción de costos, al contar con mano de obra gratuita y sin el compromiso de remuneraciones o contribuciones a la seguridad social. Ejemplo de ello son los programas de Transferencias en Efectivo Condicionadas (TEC) basados en una estrategia consistente en proveer recursos a las mujeres de familias en extrema pobreza que cumplan corresponsabilidades específicas.

Orientada por una política social basada en el "Manejo Social del Riesgo", la estrategia tiene como objeto otorgar subsidios monetarios para mitigar el riesgo económico y, al mismo tiempo, orientar las decisiones de los hogares hacia la inversión en "capital humano" (educación, salud y alimentación), habilitándolos para participar del mercado, procurarse bienes y servicios y superar la pobreza.

En las TEC las mujeres son las administradoras de los ingresos y las principales responsables de las mejoras en las condiciones de vida de sus familias [32, 33, 34]. Aunque algunas evaluaciones parecen mostrar un desarrollo de la ciudadanía femenina como efecto no buscado de los programas asistenciales, lo cierto es que la sobrecarga de trabajo, las tensiones y las implicaciones sobre el uso del tiempo destinado al cuidado, así como la subvaloración económica y social del trabajo, aparecen como efectos negativos de la intermediación del bienestar [35, 36].

Por último, están las políticas y programas que, orientados por el control del gasto sanitario, trasladan a los hogares las responsabilidades y costos de la atención, en el marco de una tendencia más general de la política social que sustituye las previsiones amplias de los sistemas de seguridad social, por una noción de protección social en la que se delegan al mercado y las familias muchas de las funciones que antes eran de responsabilidad gubernamental [25, 27, 37].

Políticas de privatización de los servicios y de aseguramiento ligado al empleo, que erosionan la provisión pública de servicios de atención, y estrategias de contención del gasto público como la reducción de camas, la disminución de estancias hospitalarias, la desinstitucionalización de enfermos mentales y crónicos y el aumento de la atención ambulatoria, hacen parte de las decisiones de reforma que encajan al sector salud en el ideario pro mercado y anti-intervención estatal de las reformas estructurales promovidas por la banca multilateral [38].

Todas estas políticas, programas y estrategias son "ciegos" frente al género e implican inequidades. Esto porque ignoran la división sexual del trabajo y la mayor responsabilidad de las mujeres en el cuidado; suponen su disponibilidad de recursos, obligación moral y la gratuidad de su tiempo, y desconocen las repercusiones laborales, económicas y sociales de esa labor, de tal manera que los "ahorros" en el gasto no son otra cosa que transferencia de costos de la economía remunerada a la economía basada en el trabajo no pago; una situación que es funcional al modelo económico, en tanto garantiza una mano de obra subsidiada para la producción de bienes y servicios que de lo contrario tendrían que ser provistos por el Estado o en el mercado y que, además, no se reflejan en las cifras de gasto social [39, 40, 13, 3].

De lo hasta aquí dicho se desprende que no es posible un desarrollo justo de la salud y la atención, sin considerar todas las dimensiones de la equidad y, para el caso, las inequidades de género en relación con el trabajo no remunerado de cuidado en salud. Ello, sin embargo, requiere develar y criticar los argumentos centrales que naturalizan y justifican la división sexual del trabajo que está en la base de las prácticas del sector, de los análisis de equidad y de las decisiones de política pública.

4. El supuesto básico: la naturalización de la división sexual del trabajo

Las mujeres han tenido en la historia un rol importante como cuidadoras de su salud, la de sus familias y comunidades, y la mayor parte del cuidado se ejerce en el hogar. Un rol naturalizado con base en la división sexuada del mundo, mantenida por siglos y reforzada por las concepciones filosóficas y científicas sobre la superioridad masculina y la inferioridad y disfuncionalidad de la mujer, que luego se tradujeron en división sexual del trabajo.

Puede decirse que esta idea de la subvaloración de la mujer tiene como mito fundacional el concepto de dimorfismo sexual, que desde la Grecia clásica asignó a ambos géneros las mismas funciones sociales, actitudes y talentos, pero por una cualidad intrínseca, una inferioridad sistemática de la mujer en su anatomía, fisiología y psicología [41].

La supuesta debilidad constitutiva de la mujer, en virtud de su temperamento húmedo y frío (según la teoría humoral), y su desarrollo corporal incompleto por analogía inversa con los órganos masculinos, sirvió de argumento para justificar su imperfección y fragilidad moral, y la necesidad de protegerla por medio del sometimiento a la autoridad masculina, así como de su confinamiento al espacio de lo doméstico privado. Se define así el rol de los sexos en la naturaleza y su posición en la organización social [42 43].

Este mito de la "mujer truncada", vigente desde la Antigüedad y durante la Edad Media, tiene en el Renacimiento un punto de inflexión importante. La identidad femenina se distingue ya no por su similitud defectuosa con el hombre, sino por su diferencia, el útero, dando sentido a su finalidad en la sociedad como madre y genitora. Se instala así una nueva metáfora, la de la dicotomía naturaleza-cultura, por la cual la mujer es pasiva y el hombre activo, que sin embargo no modifica la estructura social [43, 44]. A partir de entonces, el imaginario de la debilidad femenina biológicamente determinada, y la predestinación de la mujer a la maternidad, no hace sino reforzar la presión en favor de ésta en el hogar [45].

Tal "naturalización" del orden social que significa la marginación de las mujeres por razones de la biología, tiene en realidad poco de natural. Es el resultado de las concepciones dominantes de una tradición patriarcal que si bien existió en otros modos de producción, se afianza con el desarrollo de un nuevo orden político, económico, social y científico: la sociedad capitalista [46, 47].

Esta idea sobre el origen de la subordinación femenina constituye uno de los ejes centrales del debate feminista. Siguiendo a Parella [48], en los años 70 dos posiciones teóricas en torno a la relación entre patriarcado y capitalismo hicieron presencia en las discusiones sobre las relaciones entre hombres y mujeres en todos los ámbitos de la sociedad. Una denominada del feminismo radical, que concibe las desigualdades de género como fruto de la división sexual del trabajo de la estructura patriarcal, la cual es articulada por el capitalismo para mantener la dominación masculina basada en el trabajo doméstico. Y otra, del feminismo marxista, que si bien acepta el patriarcado como categoría explicativa, le asigna una base económica y material, y critica las posturas radicales por invisibilizar que el patriarcado sirve a la dominación de la mujer en beneficio del capital, en tanto considera el trabajo doméstico como espacio de reproducción de la fuerza de trabajo (la mercancía), y a las mujeres que lo realizan, como mano de obra potencial, barata y flexible.

Para comprender la discusión, baste con aclarar que aunque trabajo es toda actividad tendiente a la satisfacción de las necesidades de producción y reproducción de la vida humana, en el capitalismo sólo se reconoce a aquella parte que se intercambia por una renta, mientras el que se realiza para asegurar la reproducción social y el mantenimiento de la fuerza de trabajo se mantiene invisible [46]. Una diferenciación basada en la teoría económica clásica que asigna valor al trabajo que genera productos destinados al mercado y reduce a uso el destinado a cubrir necesidades, eliminando su carácter de categoría económica y negando su valor en el ciclo de reproducción del capital y su contribución social [46, 47].

La salida a la dualidad teórica proviene en los años 80 de una corriente que analiza el patriarcado y el capitalismo como estructuras autónomas e interrelacionadas, la cual pretende superar las limitaciones de las posturas radicales que desconocen que la división sexual se apoya en relaciones económicas específicas, y las de las posturas socialistas que omiten que la posición desigual de las mujeres es previa al capitalismo [49, 48].

Se parte de aceptar que la desigualdad entre hombres y mujeres se incorpora en las relaciones de producción y en la división social del trabajo, es decir, que las relaciones de género no se derivan de las de clase sino que las preceden [48], y que la producción y la reproducción son dos aspectos de un mismo proceso. Es en este marco que de la mano de posturas feministas críticas de la teoría económica próximas al marxismo surge el enfoque de la producción-reproducción, el cual reelabora los supuestos sobre el trabajo que subordinan las tareas de la reproducción (y su valor económico) a las de producción mercantil y afirma la interdependencia entre los ámbitos productivo y reproductivo en un mismo nivel jerárquico [49, 50, 17].

Esto coincide además con un cambio de énfasis en el discurso, desde la atención centrada en la marginación de la mujer de los procesos de desarrollo, a uno que discute su forma de integración en una posición subordinada no basada en las diferencias biológicas con el hombre, sino en las asimetrías entre los ámbitos productivo y reproductivo que se derivan de las desigualdades estructurales de poder entre los sexos (en el acceso a recursos, conocimiento y toma de decisiones), y de las diferencias en normas y valores basados en características de identidad o comportamiento [30, 51]. Se pasa así de un enfoque basado en la mujer a otro basado en el género [48, 52].

Más recientemente, la discusión del doble carácter de relación económica y social de la división del trabajo se ha complejizado con los desarrollos teóricos que desde los feminismos negro, chicano y poscolonial introducen la diferencia en la teoría feminista. Se reconoce que las relaciones de género interactúan con otras categorías sociales como clase y etnia, pero se critica la subordinación basada en el referente de la mujer "genérica" como la mujer blanca, de clase media, de la sociedad burguesa, porque invisibiliza a mujeres racializadas, obreras y campesinas ubicadas en distintas posiciones subalternas [53, 54].

Se trata de una visión más compresiva porque posibilita el análisis de las relaciones de desigualdad entre sexos y de las relaciones de desigualdad entre mujeres [14] que se desprenden de las intersecciones entre los distintos sistemas de dominación. Es a esto a lo que Breihl [55] llama "la triple inequidad", en la que los mecanismos de reproducción de las desigualdades se interrelacionan en un mismo nivel y comparten su origen en los procesos de acumulación y concentración de poder económico, patriarcal y de grupos étnicos en ventaja.

Todos estos desarrollos teóricos han contribuido a discutir la racionalidad patriarcal, determinista, blanca y occidental de la naturalización de los roles en la sociedad, recuperando el género como categoría central en el análisis sobre la subordinación de la mujer, y permiten constatar que la división sexual del trabajo es una construcción social a la que subyacen argumentos económicos, políticos, culturales y científicos de las estructuras del poder, que es necesario transformar.

5. De la neutralidad a la acción positiva

Aunque la equidad constituye un objetivo central de los sistemas de salud y de protección social de hoy, ésta se concentra en las dimensiones económicas y en sus efectos para mitigar la pobreza pero ha desatendido otras inequidades. El enfoque dominante de las políticas sociales invisibiliza el hecho que, en sociedades segregadas por sexo, clase y etnia, éstas no son neutrales y, por el contrario, contribuyen a mantener, a ahondar y a reproducir las desigualdades injustas.

En el caso del cuidado doméstico no remunerado de la salud, el discurso predominante se apoya en el supuesto que naturaliza las desigualdades de género, cuando éstas resultan de las asimetrías de poder y riqueza asociadas con las relaciones patriarcales y la división sexual del trabajo, soslayando el papel de las mujeres como cuidadoras y gestoras de la salud familiar y comunitaria, cuando son ellas quienes sustentan el cuidado y soportan el mayor peso de los efectos del déficit de servicios consecuencia del ajuste estructural.

Compensar estas inequidades en la distribución de las cargas por el cuidado en la sociedad, y aportar a un desarrollo justo de la salud, obliga a desnaturalizar la división sexual del trabajo y a hacer visibles los sesgos de las políticas, pues éstas no pueden seguir siendo insensibles a sus consecuencias de género.

Dada la centralidad del trabajo no remunerado de cuidado para el desarrollo humano, es necesario crear las condiciones que permitan su justa redistribución social. No basta con valorar la contribución de las mujeres al bienestar y al desarrollo económico y documentar las inequidades en el reparto, las compensaciones y las consecuencias por el cuidado1. Es necesario construir un marco político y teórico tendiente a incorporar un enfoque de equidad de género en las políticas y en la planificación sectorial que reconozca sus interacciones e imbricaciones con otras categorías sociales, contribuya a cambiar los imaginarios, las instituciones y las prácticas que perpetúan la discriminación y la desigualdad, y transformen las condiciones estructurales de acceso a poder y recursos que naturalizan la posición desventajosa de las mujeres en las relaciones sociales y limitan la igualdad y el ejercicio de su autonomía. Pasar de la neutralidad a la acción positiva implica avanzar en la formulación de políticas que no mantengan ni generen nuevas relaciones de dependencia y dominación.

En este sentido aportan las propuestas e iniciativas tendientes a la formulación de políticas de provisión pública y universal de servicios sociales y familiares, incluida la salud y la seguridad social; de responsabilidad compartida en el ámbito familiar; de reconocimiento de derechos laborales del trabajo doméstico, y de visibilidad económica en los sistemas de cuentas nacionales.

Estas consideraciones, centrales a la causa de las mujeres, han sido en mucho promovidas, desarrolladas y puestas en práctica por teóricas y activistas. Sin embargo, avanzar en superar las inequidades de género no puede ser sólo un proyecto feminista; demanda que a él se vinculen los hombres y la sociedad en su conjunto.


1A este propósito han contribuido perspectivas críticas de la economía feminista, alternas a la teoría neoclásica, que buscan revelar el papel del trabajo doméstico en la reproducción capitalista y re-conceptualizar algunas categorías económicas y sus indicadores para reflejar la producción doméstica [47, 48, 49], teniendo en las encuestas de uso del tiempo, las cuentas satélite de trabajo no remunerado, la medición de gastos en servicios de atención comunitaria y la valoración de las percepciones de las afectadas, algunas de las principales herramientas metodológicas para producir evidencias que apoyen la formulación de políticas sensibles al género [6, 7]


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