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Revista Gerencia y Políticas de Salud

versão impressa ISSN 1657-7027

Rev. Gerenc. Polit. Salud v.9 n.18 supl.1 Bogotá jun. 2010

 

Ética pública e injusticia estructural en salud

Public ethics and structural injustice regarding healthcare

Ética pública e injustiça estrutural em saúde

Eduardo Rueda Barrera*


* Profesor investigador, Instituto de Bioética; director del grupo de investigación en "Violencia estructural en el sistema de salud: una aproximación desde la teoría crítica y las concepciones filosóficas de la justicia". En dicho grupo participan los profesores Guillermo Hoyos, del Departamento de Filosofía, Edilma Suárez, de la Facultad de Enfermería, y Nelson Castañeda y Efraín Méndez, del Instituto de Bioética. Agradezco a ellos sus valiosos aportes para la elaboración de este trabajo. Correo electrónico: erueda@javeriana.edu.co


La cuestión de la justicia en salud puede ser considerada desde dos perspectivas: una directa y otra indirecta (1). En la perspectiva directa, la justicia en salud se entiende como un asunto intrasectorial: se trata, en esta mirada, de evaluar si el sistema garantiza una justa distribución de los recursos disponibles para el cuidado de la salud, o si dispone las medidas adecuadas para maximizar el nivel de salud de una población contra un conjunto conocido de recursos.

En contraste, la perspectiva indirecta entiende la justicia en salud como un propósito que está íntimamente ligado al objetivo más amplio de la justicia social: se trata, en esta mirada, de evaluar si los problemas en salud son el resultado de disposiciones o arreglos sociales injustos. Si uno sigue el camino directo de evaluación de la justicia en salud, muy a menudo se contentará con saber en qué medida la distribución de recursos que se propone se conforma o no a criterios normativos como la equidad en situación de escasez o la igualdad; si uno sigue, en cambio, el camino indirecto, se esforzará por establecer en qué medida las políticas gubernamentales han favorecido arreglos sociales que se traducen en mayor (o menor) vulnerabilidad de ciertos grupos a formas identificables de deterioro de la salud y a formas de exclusión del sistema de atención médica.

Mientras el primer camino puede conducir a dar por correcta una política de distribución de recursos para medicamentos antiparasitarios, si sigue el llamado "perfil epidemiológico", el segundo puede indicar que el mero acceso a estos medicamentos es insuficiente, o incluso políticamente contraproducente, si los problemas de salud ?vgr., el parasitismo intestinal? por los cuales se causa la demanda de aquéllos son favorecidos por políticas gubernamentales que sacrifican las posibilidades de saneamiento básico o de ingreso de sectores sociales vulnerables.

Este sencillo ejemplo quiere poner de manifiesto lo siguiente: mientras la mirada directa de la justicia en salud es reduccionista, en la medida en que realiza una evaluación con arreglo a variables estrictamente sanitaristas ?acceso a la atención médica, a medicamentos, procedimientos, información preventiva, etc.?, la mirada indirecta es, conforme conecta la distribución de la salud y de la enfermedad a factores sociales diversos como el ingreso, la infraestructura básica, las condiciones laborales, el tipo de educación, la cultura y la inmunidad de las instituciones a la cooptación y la corrupción, no reduccionista.

Mientras la primera se concentra en la evaluación del "modelo médico" de atención a la enfermedad, la segunda lo hace en la evaluación del "modelo social" de gestión pública de la salud. Mientras la mirada directa contrae el campo de observación para saber si la "cartera" o "el sector" se administran con eficiencia administrativa, la mirada indirecta lo expande para examinar si la gestión pública de la salud es políticamente integral, esto es, si se basa en la profundización de la justicia estructural de la sociedad.

El hecho de que la justicia en salud sea un resultado práctico-político menos vinculado a la inversión pública en atención médica que a la genuina protección social de los ciudadanos, obliga a plantearla como objetivo político, no de una cartera, sino de la totalidad del Estado. La autonomía pública, concebida en los orígenes del Estado moderno en términos de soberanía popular, corresponde al derecho constitutivo de los ciudadanos a participar deliberativamente en la conformación de una voluntad común que oriente la toma de decisiones vinculantes (2). Si las decisiones sobre asuntos públicos quieren ser legítimas, es menester que se ajusten a procedimientos incluyentes y simétricos de participación ciudadana: en la perspectiva indirecta, la justicia en salud es asunto que sólo puede ser políticamente especificado si los diversos elementos relevantes ?que incluyen cuestiones sociales numerosas? son traídos a colación y puestos a circular discursivamente entre todos los potenciales afectados.

Estas primeras consideraciones normativas, a saber: 1) que la justicia en salud es subsidiaria de la justicia estructural de una sociedad, y 2) que la política pública orientada a garantizarla sólo puede ser considerada legítima si todos los potenciales afectados por ella participan en su formulación, proveen criterios de fondo para examinar la aceptabilidad ética de los recientes decretos que ha emitido el Gobierno Nacional. Como se sabe, es un postulado central de la ética pública de las sociedades democráticas que cuando las políticas públicas disponen arreglos sociales y generan pérdidas a grupos enteros de ciudadanos sin siquiera consultarles, tales políticas deben considerarse abusivas y, entonces, injustas. Cuando además las políticas injustas se hacen lucir como "justas", tales políticas constituyen formas de injusticia estructural, es decir, de injusticia jurídicamente legitimada.

Son cuatro las formas de injusticia estructural que, a nuestro juicio, los mencionados decretos producen o propician. La primera es el confinamiento de la autonomía pública de los ciudadanos. Los decretos confinan la autonomía pública de los ciudadanos porque es claro que no reflejan la participación deliberativa de todos los potenciales afectados por ellos. Por el contrario, son el producto de contratistas interesados que, sin someter sus puntos de vista al escrutinio ciudadano, formulan los decretos obedeciendo, en criterio y estilo, las directrices unilaterales del Gobierno Nacional.

Además de proceder en contra de la norma ético-política más básica, que consiste en decidir reformas sobre asuntos cruciales a través de la deliberación amplia del mayor número posible de agentes relevantes, los decretos han reducido también la rendición de cuentas de los agentes del sistema a mera "rendición financiera de cuentas". Al hacerlo de este modo, no sólo hacen caso omiso a recomendaciones bien justificadas para implementar formas de accountability más amplias ?accountability for reasonableness, por ejemplo, según Daniels de Harvard University (3)?, sino que promueven, al dejar la vigilancia en manos de instancias burocráticas, el debilitamiento de la sociedad civil. En un estudio reciente, Brinkerhoff ha mostrado cómo el debilitamiento de los vínculos entre, y número de actores de, la sociedad civil reduce la productividad social potencial de los procesos de rendición de cuentas (4).

La segunda forma de injusticia estructural que los nuevos decretos profundizan puede describirse como la inversión del núcleo duro del concepto normativo de equidad. El núcleo duro de dicho concepto, formulado por Rawls en términos de desigualdad compensatoria, indica que el trato desigual a los ciudadanos sólo se justifica si implica la protección de los miembros menos favorecidos de la sociedad (5). Sin embargo, la protección que extienden los nuevos decretos tiene como destinatario principal a los dueños de las entidades del sector privado que administran el sistema de salud, en detrimento de los miembros más desfavorecidos de la sociedad: justo al revés de lo que prescribe la noción de equidad. De una parte, los decretos no tocan la arquitectura rentista del sistema; al contrario, la refuerzan, al dejar intactos los mecanismos que favorecen el oligopolio, los sobreprecios y el desvío de recursos, mientras blindan a las empresas privadas contra el gasto, restringiendo el margen de maniobra de los médicos e incrementado los itinerarios burocráticos a pacientes y profesionales. La intermediación, un mecanismo administrativo claramente ofensivo contra los intereses de los miembros más desfavorecidos de la sociedad, no es siquiera reconocida en los decretos como objeto de interés regulatorio; toda la normatividad trabaja, en cambio, para aceitar la maquinaria rentista (6).

De otra parte, los decretos imponen sus restricciones más importantes a los agentes más vulnerables del sistema: los pacientes y los médicos. Mientras los médicos son obligados a conformar sus actos a las directrices de expertos burocratizados, con el fin de contener el gasto, los pacientes pueden ser obligados a usar sus bienes para cubrir gastos médicos si las instancias institucionales consagradas en los decretos deciden no autorizar sino un cubrimiento parcial de sus demandas en salud. En este escenario, es claro que los beneficiarios de las medidas no son la parte más débil de la ecuación, a saber, los pacientes, en calidad de afectados, o los médicos, en calidad de dispensadores del servicio, sino los dueños de las entidades privadas que administran el sistema.

Aunque las justificaciones públicas que hacen los funcionarios del Gobierno Nacional insistan en la necesidad de las medidas para impedir que las demandas "no POS" sustraigan recursos necesarios para satisfacer las demandas del POS, resulta equívoco suponer que tales medidas acatan debidamente el imperativo normativo de pedir sacrificios a los privilegiados para proteger a los desfavorecidos. En primer lugar, porque el POS no constituye un plan de beneficios cortado por las necesidades reales de los colombianos en materia de atención médica. Numerosos estudios han mostrado que una proporción enorme de demandas de atención no están en el POS (7). El No POS no casa, en el sistema actual, ni con demandas de ciudadanos en situación de privilegio, ni con demandas que un sistema de salud justo debiera excluir. En segundo lugar, porque contraer el problema de la justicia en salud al problema de abastecer con un mismo plan de beneficios a los ciudadanos del régimen contributivo y a los del régimen subsidiado deja por fuera asuntos que, a la luz de una perspectiva indirecta de la justicia en salud, reclaman atención urgente. Estos asuntos, como el desempleo, la reducción del ingreso real o la debilidad institucional para asegurar la destinación debida de fondos públicos, son aislados de una agenda de la salud que no se interesa por evitar que la injusticia estructural de la sociedad decante en enfermedad. Reducir el problema de la justicia en salud a "un mismo plan básico de beneficios para todos" termina ocultando aquellos problemas sociales que subyacen a formas numerosas de deterioro de la salud.

La tercera forma de injusticia estructural que traen consigo los mencionados decretos es el autoritarismo de los expertos. Los expertos, en cuanto agentes cognitivos de sistemas de acción social diferenciados, a menudo internalizan las perspectivas evaluativas que las instituciones a las que sirven mantienen sobre situaciones particulares. La idea de expertos que marchan por los caminos neutrales del método científico resulta tan anacrónica como la idea de que la ciencia describe hechos que están, con respecto a un observador desapasionado, disponibles ahí afuera.

La naturaleza "situada" del conocimiento de los expertos impone, como dice Latour, una "contaminación" inevitable: sus opiniones sobre una situación mezclan constantemente puntos de vista técnicos con puntos de vista valorativos (8). Ejemplo de ello se da cuando los salubristas introducen a las mediciones de morbimortalidad criterios sobre su valor práctico. La "incidencia" o interela "prevalencia" de una enfermedad en una región o en un grupo etáreo constituye para ellos una medida objetiva de su importancia relativa, del mismo modo que su "severidad" o la "factibilidad de ser intervenida". Las cosas se complican cuando, con propósitos de priorización, se plantea cuál es el peso relativo que ha de asignarse a cada uno de estos criterios. Uno se pregunta: ¿Podrían responder los salubristas la pregunta por el peso relativo que debería asignarse a cada criterio con los recursos de su propia disciplina? La respuesta es, por supuesto, no. El tipo de criterios y su peso relativo son, frente a necesidades de priorización, cuestiones abiertas a múltiples puntos de vista que reflejan lugares sociales diversos.

El hecho de que los conocimientos que tienen implicaciones práctico-políticas estén abiertos a procesos sociales de definición ha estimulado a investigadores como Funtowicz y Ravetz a proponer estrategias "posnormales", digamos supradisciplinarias, que permitan ir decantando un conocimiento que, con calidad, responda a las demandas regulatorias de una ciudadanía plural (9). La característica fundamental de este proceso es, una vez más, el diálogo público amplio e incluyente. El peso de las decisiones es dejado no a los expertos, que a lo sumo actúan ofreciendo inputs blandos a la deliberación pública, sino a "comunidades extendidas de pares". Estas comunidades están constituidas por los legos, por los ciudadanos del común, por las personas de la calle que pueden activar, frente a los expertos, los saberes normativos inmanentes a la praxis social misma de la que ellos participan.

En forma inquietante, los decretos reifican, sin embargo, la autoridad de los expertos para sancionar cuestiones de naturaleza pública como el plan de beneficios. Para definir el POS los decretos apelan, en forma anacrónica, al juicio de expertos que tácitamente conciben como agentes neutrales y despolitizados. En vez de presentar y asegurar la implementación de mecanismos posnormales de deliberación sobre un asunto tan crucial para la ciudadanía como el plan de beneficios, los decretos imponen el punto de vista de expertos nombrados por el presidente. La consulta a la ciudadanía aparece, en relación con este asunto, como una actividad secundaria, cuando debería plantearse lo contrario: que fuese la ciudadanía la que consultara a los expertos que estimara convenientes dentro de un proceso público de toma de decisiones.

La reificación de la autoridad de los expertos que las nuevas medidas imponen constituye una trasgresión de la autonomía pública de los ciudadanos. Como tal, esta reificación implica no únicamente el autoritarismo de los expertos, que inevitablemente introducirán criterios valorativos que no se expondrán a escrutinio público alguno, sino el recorte de recursos simbólicos para que la ciudadanía pueda declarar ciertas dolencias y necesidades. Un tribunal de expertos que trabaja con formas de representación del proceso salud/ enfermedad que, a menudo, provienen de la industria farmacéutica (10), cierra el paso a formas alternativas de codificación que, a su vez, puedan hacer visible la necesidad de diversas formas de práctica médica.

El cuarto tipo de injusticia estructural se causa cuando los profesionales de la salud (médicos, enfermeras, etc.) quedan limitados a ejercer, sin mayor rango de acción, el rol de meros operarios del sistema. Los itinerarios burocráticos y la limitación de roles profesionales que los decretos contribuyen a profundizar; la exposición directa de los médicos y el personal de salud al resentimiento justo de los pacientes sin que, por su parte, puedan actuar para evitarlo; la presión a proceder en contra de la ética profesional y de los intereses de los pacientes; y la carencia de instancias no jurídicas de arbitraje de conflictos, son circunstancias que no sólo erosionan las posibilidades de bienestar personal y profesional de los médicos, enfermeras, etc., sino que deforman los valores alrededor de los cuales están estructuradas sus profesiones. Estos valores ?como el sentido de beneficencia, la actitud comprensiva y estudiosa, la disposición amigable hacia el paciente y su familia, la vocación por la conversación y la escucha, entre otros? se deforman y marginan en respuesta a las presiones funcionales del sistema, presiones que los decretos incrementan. Sin estos valores la calidad y la calidez en la atención, así como las labores de prevención y promoción en el escenario del encuentro clínico, quedan estructuralmente impedidas. Sin ellos, y sin el espacio institucional debido que requieren para reproducirse, no sólo los pacientes son defraudados en sus expectativas, sino que los médicos son despojados de su identidad profesional. Este despojo a menudo se manifiesta como desmoralización, rigidez en la conducta profesional y personal, automatización, agresividad y malestar emocional.

La erosión que las presiones funcionales del sistema causan en los valores alrededor de los cuales se estructuran las profesiones de la salud impacta, claro, la educación médica. La limitación a formatos cognitivos y conductuales rígidos y estereotipados impone a los educadores médicos la inercia propia de una pendiente resbaladiza: bajo la influencia de dinámicas estructuralmente organizadas en las que el arte médico se reduce a mera actividad posfordista, los educadores tendrán más motivos para formar a los médicos como mera fuerza de trabajo corporativo que para formarlos en el pensamiento crítico y la ética profesional. A la larga, la educación médica será más técnica y tecnológica que profesional: otra vuelta de tuerca para ajustar la práctica médica al posfordismo corporativo.

Salida

He querido plantear cómo los decretos profundizan cuatro formas de injusticia estructural. He buscado explicar cómo confinan la autonomía pública de los ciudadanos, cómo invierten el contenido prescriptivo de la noción de equidad, cómo imponen formas nuevas de autoritarismo y cómo desvitalizan éticamente la práctica médica. El hecho de que los decretos traigan consigo estas formas de injusticia, mientras invocan criterios de justicia para legitimarse ?como los de equidad y derecho a la salud?, invita a una reflexión final que quisiera articular en términos de teoría crítica: cuando se estabilizan funcionalmente patologías del poder de cuya presencia depende la constante vulnerabilidad de las personas al sufrimiento, toma forma un tipo de violencia que, con Paul Farmer, podemos llamar violencia estructural (11, 12). Tales patologías del poder han sido el objeto tradicional de una teoría crítica que se apoya en las ciencias sociales "para develar aquellas situaciones (las patologías) en que las ideas fundamentales de la política y de la ética pública son utilizadas para ocultar (o legitimar) situaciones de dominación" (13). La teoría crítica, qua programa de crítica social, jamás se ha contentado con una crítica meramente normativa de los procesos sociales, sino que ha asumido la tarea complementaria de "conectar la crítica de las anomalías sociales con una explicación de los procesos que en general han contribuido a velarlas" (14).

Corresponde a la Universidad explicar estos procesos, a la vez que profundizar en los alcances prácticos que, en la arena de la salud pública, plantean conceptos normativos debidamente justificados. Sólo así podrían los conceptos normativos recuperar su densidad ética y, entonces, informar aquellas reformas que devuelvan "lo público", "lo ciudadano", a la salud pública.


Referencias bibliográficas

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2. Habermas J. La inclusión del otro. Barcelona: Paidós, 1999.        [ Links ]

3. Daniels N. Just Health: Meeting Health Needs Fairly. Cambridge University Press, Anand, Sudhir; 2007.        [ Links ]

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5. Rawls J. Una teoría de la justicia. México: Fondo de Cultura Económica; 1978.        [ Links ]

6. Coronel D. ¿Dónde está la bolita? Revista Semana, 3 de enero de 2010.        [ Links ]

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9. Funtowicz SO, Ravetz JR. La ciencia posnormal. Barcelona: Icaria; 2000.        [ Links ]

10. Lakoff A. The Right patients for the Drug: Pharmaceutical Circuits and the Codification of Illness. En: Hackett E, Amsterdamska O, Lynch M, Wacman J, editors. The Handbook of Science and Technology Studies. Cambridge: The MIT Press; 2008.        [ Links ]

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