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Revista Gerencia y Políticas de Salud

Print version ISSN 1657-7027

Rev. Gerenc. Polit. Salud vol.12 no.25 Bogotá July/Dec. 2013

 

Editorial

Por: Manuel Espinel-Vallejo*

*Profesor asociado, Departamento de Sociología I, Facultad de Ciencias Políticas y Sociología, Universidad Complutense de Madrid. Correo electrónico: mespinel@cps.ucm.es

Como algunos podéis recordar, una de las escenas que más llamó la atención en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Londres de 2012, organizada por el cineasta británico Danny Boyle, fue la aparición de varias enfermeras ondeando sábanas y de niños tumbados en camas. Fue el reconocimiento que quiso darle Boyle a una de las instituciones británicas más importantes: el Servicio Nacional de Salud. Para muchas personas esta escena se interpretó como una crítica al gobierno conservador del primer ministro David Cameron, empeñado en profundizar su privatización.

El Sistema Nacional de Salud británico, creado en el año 1948, ha sido una de las piezas centrales del Informe Beveridge de 1941 el cual, a su vez, puede ser considerado como uno de los hitos históricos del denominado Estado social europeo. Como recuerda uno de los europeístas más reconocidos, el filósofo alemán Jürgen Habermas, una de las señas de identidad europea durante la segunda mitad del siglo XX ha sido el esfuerzo colectivo por construir un Estado de provisión de servicios sociales justo, solidario y con tendencia a la universalidad. Este Estado, conocido como Estado del bienestar, surge precisamente de las consecuencias "sociopatológicas" de la generalización de un modelo de modernización capitalista, en un contexto europeo de imperios coloniales, de "guerras mundiales", del holocausto y de regímenes totalitarios. En otras palabras, el Estado de bienestar europeo es hijo legítimo de una violencia modernizadora impuesta y causante de desarraigos, riesgos e inseguridades.

En la Europa de hoy, bastante difícil de definir por el carácter variopinto de sus países y regiones (países escandinavos, Países Bajos, países bálticos, países del sur de Europa y de centro Europa, países de la antigua Yugoslavia, Reino Unido, Europa occidental), la distancia reflexiva con este pasado debería servir como referencia para afrontar los riesgos que se desprenden de la nueva ola modernizadora en forma de capitalismo financiero transnacional y sus consecuencias perversas. Pero las evidencias parecen demostrar prácticamente que las cosas han ido por el camino contrario. Las políticas de austeridad y ajuste económico, implementadas para mitigar las consecuencias sociales de la crisis financiera que afecta a Europa desde el 2008, no han tenido que ver precisamente con la profundización del Estado del bienestar, sino precisamente con todo lo contrario, es decir, con su paulatino desmonte. De hecho, en la apertura oficial del año parlamentario en Holanda, el gobierno de centro izquierda anunciaba la sustitución del clásico Estado de bienestar de la segunda mitad del siglo XX por una sociedad participativa. Hay que recordar que en 2006 Holanda introdujo un sistema de mercado en la provisión de servicios sanitarios, a través de aseguradoras privadas.

El problema es más grave aún si se tiene en cuenta que tales políticas de austeridad y de ajuste económico, materializadas principalmente en recortes presupuestales del sector público y en disminución del Producto Interno Bruto en prácticamente todos los países europeos, en lugar de reducir o al menos controlar la crisis económica, han servido para intensificar sus consecuencias negativas, particularmente en países como Grecia, Portugal y España. Esto ha significado, entre otras cosas, disminución del número de funcionarios públicos, principalmente maestros, reducción en I + D+I, desregulación completa del mercado de trabajo, reducción del salario de los trabajadores (devaluación interna), sometimiento de puesto de trabajo y de los salarios al ciclo económico, desempleo masivo, sobres todo entre jóvenes, caída del consumo, lo cual ha perpetuado la recesión. Las estrictas políticas de austeridad y ajuste económico en estos países, sobre todo en Grecia, también han tenido un impacto negativo sobre la salud de la población y el funcionamiento de los sistemas de salud. En términos generales, los datos disponibles hasta el momento han puesto en evidencia que tanto la crisis como las medidas de ajuste económico han producido un aumento significativo de los suicidios y de la incidencia de enfermedades relacionadas con la exclusión social, como el vm/siDA y la tuberculosis, y han limitado el acceso a la asistencia sanitaria a colectivos como el de inmigrantes, el de jubilados o el de personas con bajos recursos. En la medida en que España y Portugal adoptaron recientemente sistemas de salud en los que el financiamiento, la regulación y la provisión de servicios sanitarios dependen en lo fundamental de recursos públicos, cabe esperar que las políticas de austeridad tengan un impacto muy negativo sobre el funcionamiento de tales sistemas.

No se puede pasar por alto, por otra parte, que la crisis financiera y las políticas de austeridad han sido utilizadas como coartada para fortalecer el discurso de sectores conservadores y liberales de la sociedad europea en relación con la privatización de servicios públicos, entre ellos los sistemas de salud. En efecto, desde la crisis del petróleo en la década de los setenta del siglo pasado y el ascenso de Margaret Thatcher como primera ministra británica en los años ochenta, estos sectores han promovido la privatización de los servicios públicos pregonando la mayor eficiencia del sector privado, privilegiando los aún no demostrados logros económicos sobre los objetivos en salud. Para diversos sectores financieros, la privatización de la salud y de los servicios sociales resulta ser especialmente atractiva teniendo en cuenta lo suculento que resultan los recursos destinados a estos sectores. Al respecto, vale la pena recordar que, desde el punto de vista de los presupuestos de los gobiernos europeos, en los últimos diez años las partidas destinadas a la protección social, a la salud y a la educación han sido las más importantes: la protección social representa cerca del 20%, la salud el 7% y la educación el 5%.

Desde esta perspectiva, el discurso conservador y liberal ha encontrado en la crisis, y sobre todo en las políticas de austeridad promovidas por la propia Unión Europea, la forma de legitimar acciones de privatización de los sistemas de salud, bajo la figura de la sostenibilidad. Alegando que en el actual escenario económico y presupuestal es imposible garantizar la sostenibilidad de los sistemas de salud, han emprendido una cruzada tratando de demostrar que la alianza público-privada (public-private partnership), las iniciativas de financiamiento privadas (private finance initiative) y las estrategias de mercado son las alternativas más eficientes al respecto.

Estas estrategias han encontrado su puerta de entrada más accesible a los sistemas de salud a través de la provisión de servicios sanitarios. El aumento de la longevidad de la población y el consecuente aumento de personas con enfermedades crónicas, la mayor demanda de la población de servicios sanitarios más accesibles, particularmente en lo que hace referencia al acceso a servicios especializados, la necesidad de reformas a las infraestructuras disponibles y la incorporación de nuevas tecnologías han supuesto un aumento de los recursos destinados a los sistemas de salud. El actual escenario de crisis financiera y las políticas de austeridad y ajuste económico han puesto sobre la mesa de los decisores políticos el tema de los recortes presupuestales, especialmente en lo que hace referencia a los servicios públicos.

La confluencia de recortes presupuestales y el aumento de demandas sociales han permitido a sectores privados introducir su discurso de la "eficiencia económica" como estrategia para responder a estas demandas sociales. Este discurso cala en los decisores políticos en la medida en que al poder responder a esas demandas sociales, aumentarían sus posibilidades de reelección en la siguiente ronda electoral. En este punto es importante no perder de vista que alguna parte significativa de las necesidades en salud que generan demandas sociales, ha sido diseñada por el propio sector privado, en términos de expectativas de consumidores o clientes: libertad de escogencia de servicios, confort, acceso ilimitado a servicios en función de las preferencias, reducción de tiempos de espera, niveles de satisfacción, etc.

La alianza público-privada, las iniciativas de financiamiento privadas y las estrategias de mercado comenzaron a desarrollarse en el Sistema Nacional de Salud británico en la década de los noventa del siglo pasado y se han comenzado a generalizar más o menos en el resto de sistemas de salud europeos. La idea fundamental es que consorcios financieros, principalmente bancos y constructoras, financien la construcción, el mantenimiento y la gestión de infraestructuras públicas, particularmente hospitales, de tal manera que los gobiernos no tengan que destinar directamente recursos económicos en una determinada vigencia presupuestaria. En contrapartida, los gobiernos otorgan una concesión de diez a treinta años a estas entidades financieras, en términos de la prestación del servicio público concedido. El monto de la concesión incluye no solamente la inversión privada inicial, sino también los riesgos financieros y el incremento anual de los precios según la inflación. En la carrera corta, el sector privado asume los riesgos y costes del Gobierno, afirman los defensores de este modelo. Lo que no dicen es lo que ocurre en la carrera larga. En efecto, los datos demuestran que al final este modelo genera una transferencia neta de recursos públicos (impuestos) al sector privado cuatro veces la inversión inicial. Es decir, la inversión inicial del consorcio en la construcción de un hospital, le significa al Estado, al final del tiempo de la concesión, el equivalente a la inversión directa en la construcción de cuatro hospitales: el consorcio privado te vende un hospital al precio de cuatro.

Además de los problemas presupuestales, el modelo genera más consecuencias perversas. En la medida que el sector privado comienza a gestionar infraestructura y servicios públicos, se produce una relación estrecha entre gestores públicos y privados, la denominada puerta giratoria público-privada, que reduce la capacidad de regulación y de control por parte del sector público. De esta manera, el regulador o controlador público termina "secuestrado" por los intereses privados, llegando a convertirse en su portavoz. Adicionalmente, la ausencia de regulación y control genera sobrecostes por parte del concesionario privado que terminan siendo asumidos por los gobiernos. Otro problema que se le suma a este modelo es que el concesionario privado, al estar formado por bancos y constructoras, puede terminar cambiando su naturaleza jurídica por proceso de fusión, absorción, compra de acciones, etc. Esto puede conducir a sobrecostes adicionales o incluso a quiebra de empresas que, al estar prestando servicios públicos esenciales, terminan siendo rescatadas por los propios gobiernos.

En este momento no existe ningún informe independiente que demuestre la mayor eficiencia económica de los modelos de gestión privada de la asistencia sanitaria. Mucho menos en términos de cumplimientos de objetivos de salud, como lo demuestra el caso del Hospital Stafford en Inglaterra, gestionado por una fundación privada (Mid Staff Ordshire Trust) cuya mortalidad de 2005 a 2008 excedió entre 400 y 1200 fallecidos más que un hospital público de sus mismas características.

Resulta evidente en este momento que la crisis económica y las políticas de ajuste económico promovidas por la Unión Europea están comprometiendo seriamente el Estado social europeo y la sostenibilidad de los propios sistemas de salud, amén del impulso que ha significado para las iniciativas conservadoras y liberales empeñadas en la privatización de estos sistemas, especialmente de la asistencia sanitaria. El coste social resulta ya insoportable para algunos países y sus consecuencias dramáticas para el futuro próximo. Esto significa que una de las señas de identidad de eso que se ha denominado Europa, el Estado del bienestar, comience a diluirse en medio de una ola modernizadora financiera y transnacional. La sostenibilidad de sistemas de salud universales, equitativos y accesibles para la población europea depende más de las movilización social, incluyendo los profesionales sanitarios, que de la idea de eficiencia económica. A pesar de sus problemas administrativos y de gestión, de la corrupción política y de la influencia privada, los sistemas de salud públicos europeos han mostrado que es posible cumplir con objetivos de salud de la población, con políticas equitativas e incluyentes, a costes absolutamente razonables, comparados con modelos privados como el de Estados Unidos. A pesar del poder de los intereses económicos actuales no es ingenuo pensar que el futuro del Estado del bienestar y de los sistemas de salud europeos está en manos de su ciudadanía. El caso de España parece apuntar en esta dirección.