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El Ágora U.S.B.

Print version ISSN 1657-8031

Ágora U.S.B. vol.18 no.2 Medellin July/Dec. 2018

https://doi.org/10.21500/16578031.3828 

Reflexión derivada de investigación

Barreras psicosociales para la paz y la reconciliación

Psychosocial Barriers for Peace and Reconciliation

Daniela Barrera-Machado1 

Juan David Villa-Gómez2 

1. Psicóloga, joven investigadora. Universidad de San Buenaventura. Medellín, Colombia. ORCID: https://orcid.org/0000-0003-0114-6311. Contacto: Daniela.barrera@usbmed.edu.co

2. Psicólogo Pontificia Universidad Javeriana, Magister y Doctor en Cooperación Internacional al Desarrollo Universidad Pontificia de Comillas. Docente Asociado Universidad Pontificia Bolivariana, docente de cátedra de la Universidad San Buenaventura, Grupo de Investigación en Psicología: sujeto, sociedad y trabajo (UPB) y Grupo GIDPAD. Colombia. ORCID https://orcid.org/0000-0002-9715-5281 Contacto: juan.villag@upb.edu.co


Resumen

En medio de situaciones de conflicto armado degradado y de violencia política prolongada como la vivida en Colombia durante más de 70 años, ciertos sectores sociales despliegan procesos de ideologización mediante una serie de mecanismos discursivos y retóricos, comunicativos, mediáticos y educativos, que dan lugar a la configuración de barreras psicosociales para la construcción de la paz y la reconciliación. Dichas barreras refieren un entramado de narrativas del pasado como memorias colectivas victimistas, creencias sociales rígidas y emociones políticas de odio, ira, miedo, asco y humillación; que deshumanizan al adversario, polarizan la sociedad y legitiman la violencia. De esta manera, los procesos de ideologización atraviesan la subjetividad y configuran una cultura bélica, que constituye la base cultural y psicosocial de la violencia; cuya trasformación resulta imperativa de cara a construir paz, reconciliación y democracia.

Palabras clave: Paz; ideología; barreras psicosociales; memorias colectivas; creencias sociales; emociones políticas.

Abstract

Amidst the situations of degraded armed conflict and prolonged political violence, such as that experienced in Colombia for more than 70 years, certain social sectors unfold processes of ideological standpoint through a series of discursive and rhetorical, communicative, media, and educational mechanisms, which give rise to the configuration of psychosocial barriers to the construction of peace and reconciliation. These barriers refer to a network of narratives of the past as victimized collective memories, rigid social beliefs, and political emotions of hatred, anger, fear, disgust, and humiliation, which dehumanize the adversary, polarize so ciety, and legitimize violence. In this way, ideological standpoint proces ses traverse subjectivity and shape a warlike culture, which constitutes the cultural and psychosocial foundation of violence, whose transforma tion is imperative in order to build peace, reconciliation, and democracy.

Key words: Peace; Ideology; Psychosocial Barriers; Collective Memories; Social Beliefs; and Political Emotions.

Introducción

El presente artículo obedece a un ejercicio de revisión documental de una serie de investigaciones desarrolladas alrededor de las bases culturales y psicosociales de los conflictos armados de larga duración, que toman un cariz destructivo y deshumanizado; pero a la vez, sobre los procesos de negociación que conducen a la paz, en el marco del proyecto de investigación “Proyectos hidroeléctricos, paz y participación: los significados comunitarios en el Oriente Antioqueño en escenario de postconflicto. “y de la Red Interuniversitaria por la Paz (Redipaz).

Su objetivo es identificar algunos de los desarrollos investigativos construidos sobre el tema, reflexionando sobre los procesos de configuración de barreras psicosociales para la paz y la reconciliación. Esta noción designa una serie de repertorios lingüísticos, cognitivos y afectivos -marrativas del pasado, creencias sociales y emociones políticas (BarTal, 2010)que obstaculizan la reconstrucción, resolución y reconciliación tras la violencia, tareas necesarias para la construcción de paz (Galtung, 1998). Es claro que en Colombia el partido político “Centro Democrático”, y otros estamentos de carácter social, político y/o religioso, han hecho uso de estas estrategias y han movilizado un amplio sector de población para que se opongan a los procesos de negociación política entre el Estado y la insurgencia armada; de allí la necesidad de realizar una mirada profunda a estudios de diversos países en el mundo, incluyendo Colombia, con el objetivo de analizar cómo operan estos mecanismos psicosociales construidos e instaurados en subjetividades individuales y colectivas, como obstáculos para la consecución de la paz.

Johan Galtung (1998), sugirió que el “después de la guerra”, entendido como el acuerdo o tregua que da lugar al cese al fuego, es engañoso. Arguye que éste fácilmente puede convertirse en el “antes de una nueva violencia” cuando no se comprende que debajo de la violencia directa, existe un entramado de violencia estructural y cultural que no desaparece por sí sola tras la firma de un tratado de paz. Los brotes de violencia que sucedieron a la firma de acuerdos de paz en El Salvador, en la antigua Yugoslavia, en Ruanda y entre Israel y Palestina (Blanco & De la Corte, 2003; Maoz & Eidelson, 2007; Maoz, Ward, Katz, & Ross, 2002; Pupavac, 2002), constituyen evidencia histórica de esta afirmación, demostrando que resulta ingenuo equiparar la paz con la firma de un acuerdo y el cese de la violencia directa. Cuando esta confusión tiene lugar, el proceso de negociación se puede convertir en caballo de batalla que se instrumentaliza para bloquear la paz (Galtung, 1998, p. 13); puesto que en muchos casos, no se atiende a las raíces estructurales y culturales que sostienen el conflicto. Lo vivido en Colombia durante la negociación política y la refrendación de los acuerdos con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP) evidencia que esto puede ser posible y los procesos de paz pueden ponerse en riesgo.

Para los fines de este texto, puede entenderse la violencia cultural como el conjunto de mitos, tradiciones, glorias, traumas, hábitos o cualquier otro aspecto de una cultura que se utilice para justificar y legitimar las agresiones (Galtung, 1998, 2003). Desde nuestro punto de vista, la violencia cultural se erige como base psicosocial para la prolongación del conflicto y contribuye a su degradación y deshumanización, en cuanto implica un repertorio simbólico que justifica el uso de la fuerza y la eliminación del adversario; el cual es socialmente construido y actualizado por los sujetos en sus interacciones y prácticas cotidianas. Por tanto, atraviesa la subjetividad y las formas en que se valoran las experiencias asociadas al conflicto armado, la paz y la reconciliación, implicando la construcción de narrativas del pasado, creencias sociales y emociones políticas, que deshumanizan al adversario, polarizan a la sociedad y legitiman el uso de la violencia directa (Villa, 2016 a, b). Lo anterior sugiere que no es posible entonces circunscribir la construcción de paz al cese al fuego o a la exclusiva negociación entre los actores directamente implicados, sino que es necesario incluir a toda la sociedad; lo que tiene importantes implicaciones de orden político y delinea la necesidad de comprender las formas en que la vida cotidiana de los/as ciudadanos/as se ha visto atravesada por las lógicas de violencia, configurando dinámicas particulares que actualizan sujetos y colectivos en sus relaciones intrapersonales, interpersonales y sociales, reproduciendo otras formas de violencia, siempre interconectadas (Collogo & Durán, 2015). En este sentido el caso colombiano, termina siendo paradigmático, pudiéndose catalogar como un conflicto de difícil resolución que no ha terminado de cerrarse y que corre el riesgo de hacerse intratable (Villa, 2016b), si no se logra una buena implementación de los acuerdos de La Habana con las FARC, sino se consigue una negociación con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y si no se desmontan definitivamente los grupos paramilitares.

Deshumanización, polarización e ideología:

De la guerra sucia a la guerra psicológica

Los conflictos son inevitables, inherentes a nuestra naturaleza divergente y plural; son además necesarios, puesto que movilizan el cambio y la transformación. Sin embargo, ciertos conflictos se prolongan en el tiempo, resultan de difícil resolución y acuden a grandes cuotas de violencia directa e imposición: como es el caso del conflicto armado colombiano. Estos requieren una especial atención para develar sus dinámicas de mantenimiento y repetición, en este caso atenderemos a las bases culturales y psicosociales.

Algunos autores (Bar-Tal, 1998, 2010; Bar-Tal & Halperin, 2014; Coleman, Vallacher, Nowak, & Bui-Wrzosinska, 2007; Halperin & Bar-Tal, 2011), desde diversas tradiciones teóricas, han apelado al término “conflicto intratable” para designar aquellas situaciones conflictivas caracterizadas por ciclos de violencia sucesivos, es decir, por repeticiones cíclicas que se mantienen en el tiempo (siendo resistentes a los intentos de resolución); los objetivos de las partes son concebidos como esenciales y radicalmente opuestos, por lo cual acaparan la atención colectiva y la agenda pública, implicando una serie de intereses para mantener su continuidad. Colombia, después de la oposición férrea que ha experimentado el proceso de negociación entre el gobierno colombiano y las FARC, por parte de sectores tradicionalistas, partidos políticos de derecha y algunas iglesias evangélicas, es un ejemplo de cómo, de alguna manera, el conflicto se hace resistente en la cultura, en la configuración psicosocial subjetiva, imponiéndose la idea de mantenerlo a pesar del sufrimiento causado.

Este concepto (conflicto intratable) ha sido acuñado en el marco de investigaciones realizadas alrededor de conflictos de tipo étnico-religioso, etno-nacionalista e intraestatal, (Bar-Tal, 1998; Fernández, 2006; Mínguez, Alzate, & Sánchez, 2015; Vallacher, Coleman, Nowak, & Bui-Wrzosinka, 2010), en una reflexión sobre las guerras y conflictos violentos que se han dado en el mundo, en los últimos 70 años; algunos de los cuales nacieron en el marco bipolar de la guerra fría, constituidos como conflictos insurgentes/contrainsurgentes; pero, luego de la caída del muro de Berlín han mutado o retomado bases conflictivas ocultas (basadas en lo étnico, la posesión de la tierra, lo religioso, entre otros factores). En algunos aspectos, y según Villa (2014, 2016 a, b) el conflicto colombiano tiene características similares, no tanto en relación con lo étnico y lo religioso, pero sí en relación con la posesión de la tierra y la superposición de un conflicto premoderno basado en su apropiación en muy pocas manos terratenientes, uno moderno inspirado en la guerra fría y uno posmoderno centrado, además, en la dominación territorial con fines de extracción de recursos naturales y control social y económico (Pécaut, 2003).

El 40% de los conflictos intra-estatales en el mundo se han prolongado por más de 25 años (Vallacher et al., 2010); por su parte, el conflicto colombiano, para algunos autores (Barrero, 2011; Molano, 1985) puede ubicar su fecha de inicio en 1946, luego de sufrir múltiples mutaciones. Esta persistencia por décadas de la violencia armada ha suscitado una serie de preguntas alrededor de los factores o condiciones que posibilitan su extensión, a pesar del nivel de desgaste, costos y dolor que implica para seres humanos, naturaleza y sociedad (Bar-Tal, 1998; Fernández, 2006; Galtung, 1998). Incluso, para Fernández (2006), este tipo de conflictos adquieren un carácter destructivo; afirmando que, no sólo se prologan en el tiempo, sino que además deshumanizan, no respetan las reglas de la conciencia cívica elemental y generan costes desproporcionados, injusticias extremas y daños irreparables; lo que resulta especialmente evidente cuando se despliegan estrategias de guerra sucia, es decir, cuando todos los protocolos se rompen y el único objetivo es eliminar al enemigo, a sus simpatizantes, y sus posibles redes civiles o sospechosos de serlo (MartínBaró, 1990). La coerción por medio de políticas del terror, mediante la guerra sucia y la violencia generalizada, implica, a su vez, graves violaciones a los derechos humanos, al derecho internacional humanitario, crímenes de guerra y de lesa humanidad, buscando destruir al “enemigo” y generar control social. Esto ha sido una constante al interior de conflictos armados prolongados (Martín-Baró, 2003; Tobar, 2015), a través de acciones “ejemplarizantes” para paralizar a la denominada “base social o civil” del adversario (Villa, 2013, 2014). Por ejemplo: el etnocidio por el levantamiento campesino en El Salvador a finales de los 30, el exterminio de la Unión Patriótica y el crecimiento exponencial del proyecto paramilitar en Colombia durante los 80 y 90; la Operación Plomo Fundido en Gaza entre 2008 y 2009 (Blanco & De la Corte, 2003; Nasie, Bar-Tal, Pliskin, Nahhas, & Halperin, 2014).

Sin embargo, cuando estas políticas de terror se presentan solas, no logran sostenerse por mucho tiempo, pues la misma sociedad y los actores internacionales comienzan a generar presión para su cese. Por esta razón, se establecen mecanismos que intentan construir una opinión pública, un sentido común (como presupuestos y “porsupuestos” que le dan significación a la vida cotidiana y al mundo sociocultural y político) mediante procesos de ideologización. Esta última estrategia es considerada por MartínBaró (2003) como la mediación psíquica del poder, que permite que se ejerza control no sólo a través de la violencia física, sino también por medio de la conciencia, o sea, por medio del repertorio emocional, cognitivo y narrativo de los sujetos, a través de mecanismos de tipo político, mediático, social y educativo que favorecen la prolongación de los conflictos armados de carácter integral (Nasi & Rettberg, 2005; Ramos,2012).

Se trata de una carga simbólica o discursiva que penetra dinámicas y relaciones políticas, económicas y sociales de colectivos, regiones o países inmersos, que beneficia intereses y valores concretos de ciertos grupos sociales que detentan el poder (Martín-Baró, 2003); configurando sociedades, sujetos y visiones de mundo: un modo de vida colectivo afín a los intereses de dichos grupos, mediante una serie de narrativas del pasado, creencias sociales y emociones políticas (Bar-Tal & Halperin, 2014; Nussbaum, 2014), que, en este caso, favorecen la repetición de la violencia en sus diferentes manifestaciones. Así, consiguen definir el sentido común, atravesar la subjetividad social e individual de hombres y mujeres; y alimentar una cultura bélica y violenta que justifica actos de eliminación, exclusión o discriminación del otro.

De esta manera la guerra se convierte en definidora del orden social, puesto que penetra y supedita una serie de procesos políticos, económicos y culturales encubriendo el carácter injusto de las relaciones sociales y económicas, es decir, las brechas y desigualdades en la estructura social (violencia estructural), en pro de intereses defendidos por élites de poder que se benefician del conflicto (Martín-Baró, 1990, 2003). De tal forma que la violencia de orden simbólico y discursivo termina constituyéndose en ingrediente fundamental; persistente, aún, en los momentos en que la violencia física no se pone de manifiesto. Es lo que se ha denominado “guerra psicológica” (Martín-Baró, 1998) que implica la mentira institucionalizada, o el ocultamiento sistemático de la realidad, fortaleciendo la polarización y desplegando una serie de campañas de propaganda y desinformación de los sucesos, los intereses y las motivaciones reales que subyacen al conflicto entre los bandos enfrentados (similar a lo que se ha denominado en este último tiempo: “pos-verdad”). El objetivo es ahora conquistar la opinión pública, la mente y los corazones de las personas para que se justifique la violencia (Blanco & De la Corte, 2003; Cárdenas, 2013; Correa, 2006, 2008; Martín-Baró, 1990).

En todo este proceso, los medios de comunicación juegan un papel significativo (Bar- Tal, 1998, Borja et al.,2009; Barreto, Borja, Serrano & López, 2009; Bonilla, 2015; Cárdenas, 2013; Correa, 2006, 2008) puesto que multiplican discursos, narrativas, creencias sociales y emociones políticas de unidad y homogeneidad en torno a la patria, a pesar de la guerra y la violencia. Ya Martín-Baró (1998) señalaba en “El latino explotado”, la forma como los discursos alrededor de la identidad nacional en América Latina eran portadores de una ideologización en torno a la unidad y el sentimiento patrio, borrando las profundas contradicciones, injusticias, opresiones y explotaciones que se suscitan al interior de estos países; de tal manera que la invocación a la patria, en este tipo de contextos, termina simulando o encubriendo conflictos más agudos y profundos.

Bar-Tal & Halperin (2014) sugieren que suelen desplegarse una serie de mecanismos sociales, tanto por las autoridades formales, como por los agentes en conflicto, que impiden que información y narrativas alternativas penetren en la esfera social y discutan con el discurso ideológico establecido o que, si alguna información ingresa, sea rechazada y no logre persuadir a la sociedad. Entre éstos figura: el control de la información mediante difusión selectiva, la desacreditación de la información contraria o de las contra-narrativas, la vigilancia y escrutinio constante de la información difundida, los castigos, sanciones y censura para quienes cuestionen las narrativas hegemónicas, el uso restringido de archivos cuya difusión pública se impide y el estímulo o recompensa para quienes publiquen información que apoya las narrativas dominantes.

De hecho, concretamente para el caso de Colombia, Correa (2006, 2008) sugiere la formación de un modelo de gestión de comunicación para la guerra, que permite manipular y ocultar hechos y situaciones relacionadas con el conflicto mediante la propaganda y la desinformación, distorsionando hechos o induciendo emociones que movilicen interpretaciones sesgadas. Gracias a esto, ciertos medios terminan obedeciendo a misiones netamente militares y la comunicación se convierte en un instrumento más para la guerra, en un “pertrecho bélico-comunicacional” cuyo objetivo es ganarse el corazón de la sociedad, usando calificativos, estereotipos y un lenguaje polarizado que se convierten en lugar común. Si en relación con lo anterior se tiene en cuenta que los propietarios de los medios suelen ser grupos económicos con intereses particulares, se comprende que existe una clara intencionalidad de conducir a cierta construcción mediática de la realidad del conflicto, la cual incide directamente en la formación de actitudes e imaginarios sociales (Cárdenas, 2013; Correa, 2008), de tal manera que se puede evidenciar un interés en ciertos actores para que las sociedades inmersas en conflictos armados configuren barreras psicosociales para la paz.

Estos procesos comunicativos pueden, o bien, desdramatizar las consecuencias de la guerra, invisibilizando la cara de las víctimas, sobre todo si se asocian al bando adversario o no tienen relación con grupos de poder, en una estética que oculta la dimensión sufriente y por tanto, libera al público de la ambivalencia, la culpa y la vergüenza; pero, por otro lado, pueden hacer énfasis en la imagen lacrimógena de la víctima sufriente, que moviliza al resto de la población desde la caridad y no desde la simpatía, empatía y solidaridad y que, además, no permite comprender las causas estructurales y culturales de la violencia, ni visualizar las injusticias que deben revertirse (Villa & Barrera, 2017; Villa, Barrera, Arroyave & Montoya, 2017). Así, los muchos medios posicionan una verdad oficial y realizan una gestión empresarial de la información, subordinados a los intereses privados; con lo cual el periodista termina apareciendo como un agente de mercado y la cobertura noticiosa de la guerra toma forma de espectáculo (Bonilla, 2015; Keane, 2000).

Los procesos educativos como escenarios de socialización también pueden ser vectores para la transmisión de este tipo de formatos ideológicos. Al respecto se han desarrollado algunas investigaciones que sustentan dicha afirmación; por ejemplo, Bar-Tal (1998) logró identificar que los libros escolares de historia, geografía y hebreo que se empleaban en la formación de la población joven en Israel en el período entre 1950 y 1970, promovían un conjunto de creencias institucionalizadas que eran favorables a la continuación del conflicto y a la concepción de éste como intratable. También Bekerman & Zembylas (2010) señalaron que los maestros suelen transmitir a sus estudiantes los miedos, prejuicios y sesgos provenientes de las narrativas y que, a pesar de que algunos intentaran introducir cambios en éstas y en las dinámicas escolares, las condiciones sociales y políticas ponen importantes obstáculos (Cfr. Villa 2016 a).

Por otro lado, Nasie, Diamond & Bar-Tal (2015) han puesto de manifiesto cómo en el marco de la escuela y de la socialización política de los niños/as, las celebraciones y ceremonias de algunas fechas emblemáticas para la patria se convierten en herramientas eficaces para fortalecer la identidad nacionalista y promover el apoyo a la continuidad de la confrontación; por medio de narrativas que justifican los objetivos del endogrupo, lo valoran positivamente, promueven la seguridad y la militarización, la victimización colectiva, la unidad nacional, el orgullo, la lealtad y hasta sacrificio por el país; además de promulgar la paz a través de la “pacificación”.

Mediante estos mecanismos se utilizan el miedo, la incertidumbre y vulnerabilidad, construyéndose una amenaza hostil, es decir, un enemigo que encarna la causa de todos los males y el riesgo de destrucción de identidades, estilos de vida, valores y tradiciones propias, frente al cual hay que protegerse, de allí el énfasis en la seguridad como eje central de este tipo de discursos y la subyacente justificación de la violencia y la continuidad de la guerra (Martin-Baró, 1990, Villa 2016b, Villa & Barrera, 2017). No obstante, para efectuar dicha justificación se hace necesario que a ese otro, devenido enemigo demonizado, se le niegue su subjetividad humana, presentándolo como un mero objetivo a erradicar; lo que termina cerrando cualquier posibilidad de diálogo (Bauman, 2011; Blanco & De la Corte, 2003; Fernández, 2006; Korstanje, 2014; Porras, 2011; Zuleta, 2015). Es un enemigo absoluto, un otro deshumanizado, por lo que no se reconocen límites morales, ni racionales que obstruyan la decisión de eliminarlo (Bauman, 2011; Bilali & Ross, 2012; González, 2015).

Vale aclarar que dicha construcción se instaura en la mente y el corazón de los sujetos, quienes construyen su realidad, sus puntos de vista y sus decisiones a partir de esta desinformación y propaganda, configurando narrativas excluyentes que mantienen la división y una visión negativa de la diferencia; a la par de emociones colectivas exacerbadas de odio, miedo, vulnerabilidad, incertidumbre, ira y rabia (Bar-Tal & Halperin, 2014; Halperin & Bar-Tal, 2011). Es así como la sociedad termina aprobando y aclamando actos inmorales y antidemocráticos a nombre de la seguridad y de la erradicación de esa horrible amenaza en la que se convirtió lo diferente (Barrero, 2011); conformándose una cultura bélica, en la cual ese otro, despojado de rostro y deshumanizado, se propone como objeto de una violencia ‘justificada’, que obtura la capacidad de cuidado, socorro y acogida (Barrero, 2011; Bauman, 2011).

Además, a la par de la construcción del enemigo, se crea la diada de héroe o salvador, una figura que tiene un efecto tranquilizador sobre la angustia que genera la amenaza real y figurada que implica la imagen de un adversario deshumanizado y demonizado (Gordillo & Federico, 2013; Korstanje, 2014; Zuleta, 2015). El héroe que salva y protege, que cuida y da tranquilidad, cuya producción tiene un rol fundamental tanto en la acción mediática y educativa, como en las principales instituciones sociales; que es configurado por una serie de procesos psicosociales, entre los cuales participan fuertes cargas emocionales, percepciones estereotipadas y posiciones rígidas, una amplia gama de valores sociales, como la solidaridad, la esperanza, la confianza, la dignidad y la ética (Castellanos, 2014; Lozada, 2004; Nasi, 2007) que se le otorgan a ese héroe y a los ‘nuestros’, pero de la que son excluidos los otros, ‘los enemigos’. Un proceso de polarización social que produce, además de lo anterior, un estrechamiento perceptivo, un quiebre en el sentido común y una ruptura del tejido social que favorece la naturalización y legitimación de la violencia; puesto que la representación del otro se ve plagada por estereotipos, descalificaciones y exclusión (Lozada, 2004). Esto aumenta la distancia social y deriva en una pseudo-espaciación, es decir, en la creación de fronteras artificiales que facilitan hacerle daño a quienes se perciben como social, cultural y moralmente diferentes, como opuestos o como enemigos no humanos (Feierabend & Klicperova-Baker, 2015):

…se demoniza a las personas, se criminaliza la utilización de aquellos mismos espacios políticos que la evolución del conflicto ha obligado a abrir. Todo lo cual lleva a aun aparente empantanamiento de la confrontación social y a hacer muy difícil el establecimiento de ámbitos para una interacción de los diversos grupos sociales de cara a objetivos de interés común. (Martín-Baró, 1990, p. 73)

Barreras psicosociales para la paz y la reconciliación

Si se aspira a la construcción de una paz real y duradera, ha de apuntarse a la transformación de esa cultura bélica que es actualizada en las lógicas relacionales desde el proceso mismo de socialización y de esta manera, configuran subjetividades sociales e individuales atravesadas por la ideología, que se cristaliza como cultura, a través de narrativas del pasado, creencias sociales y emociones políticas que devienen en barreras psicosociales para la paz y la reconciliación (Bar-Tal, 2010), que, si no se intervienen con fines transformadores, pueden condenar una sociedad a un conflicto armado de carácter destructivo, intratable y permanente en el tiempo.

Narrativas del pasado

Numerosos investigadores se han interesado por comprender el papel que juega la memoria colectiva en la prolongación de los conflictos destructivos. Para ello se han aproximado a definirla como un entramado de representaciones sociales del pasado, compartidas por un grupo y sociedad. Se trata de narrativas socialmente construidas sobre las vivencias históricas de sujetos y colectivos, que surgen en medio de las interacciones situadas y los procesos comunicativos que éstos mantienen en sus contextos familiares, sociales, políticos e históricos. Reflejan la ideología, las normas y los valores de una sociedad y hacen posible la inteligibilidad (Bekerman & Zembylas, 2010; Gergen, 2007; Hewer & Kut, 2010; Páez, Bobowik, Guissmé, Liu, & Licata, 2016; Páez & Liu, 2011; Villa, 2014)

Vale anotar que no se trata de una herencia petrificada del pasado, sino que son actualizadas, moldeadas e insertas en procesos de negociación en función de las experiencias actuales, lo que las provee de nuevos sentidos (Rimé, Bouchat, Klein, & Licata, 2015). Las memorias colectivas cumplen importantes funciones: permiten definir a un grupo o una comunidad, sus valores y normas; posibilitan la cohesión grupal y la solidaridad, invisten al grupo de valor, legitiman su comportamiento, lo movilizan, influyen en el estado psicosocial de sus miembros actuales; además, configuran identidades grupales, sociales o nacionales (Páez et al., 2016; Rimé et al., 2015). Como narrativas que configuran el pasado no son secuencias neutrales de los hechos, sino que se erigen en escenarios en tensión, donde se disputan sentidos y donde median las relaciones de poder (Hammack & Pilecki, 2015; Villa, 2014). Por tanto, se convierten en un recurso simbólico fundamental, que puede ser usado o manipulado para legitimar agendas y apuestas políticas concretas de ciertas élites sociales y políticas (Páez & Liu, 2011).

En el marco de los conflictos bélicos, las memorias colectivas pueden emplearse para establecer una guerra paralela que se disputa en el campo de la palabra, como narrativas sobre el pasado que implican una lucha por imponer “la versión verdadera” (Herrera & Pertuz, 2015); influyen en el desarrollo y la evolución de los conflictos, en tanto pueden aumentar la diferencia entre los grupos en tensión, reforzando los procesos de categorización y estimulando la superioridad del endogrupo; lo que deviene en deslegitimación e incluso justificación de la violencia contra el exogrupo (Páez & Liu, 2011). Todo esto obtura la posibilidad de tener intercambios narrativos, por tanto, cada grupo se alimenta de versiones específicas y parciales de la historia, asume su versión como “verdadera” y descalifica aquellas que son diferentes o contradictorias (Bilali & Ross, 2012; Garagosov, 2013; Hammack & Pilecki, 2015).

Así, cuando estas memorias no se asumen como procesos en los que se negocian narrativas sobre el pasado, y de esta manera, identidades, emociones, creencias y actitudes; sino que se consideran como un repertorio congelado, inmóvil y “verdadero”; pueden constituirse como memorias victimistas, a través de las cuales se puede llegar a legitimar actos atroces de violencia (Hammack & Pilecki, 2015) contra el enemigo ‘agresor’. Ahora bien, algunos actores de las sociedades inmersas en conflictos destructivos suelen hacer grandes esfuerzos para crear y mantener dicho repertorio congelado. Para ello evitan la exposición a narrativas alternativas, que podrían posibilitar nuevos marcos de sentido e identidad. Razón por la cual se constituyen como narrativas hegemónicas, “versiones oficiales”, que obturan procesos de paz y reconciliación (Bekerman & Zembylas, 2010; Halperin & Bar-Tal, 2011; Nasie et al., 2015).

Esto deriva en dos procesos profundamente intricados. Por un lado, las narrativas sobre el pasado hechas por el adversario son deslegitimadas; por otro lado, las propias son cargadas de valor y asumidas como verdades irrefutables, es decir, se despliega un sesgo egocéntrico y sociocéntrico, que confiere a las experiencias del propio grupo (vulnerable y bueno) una mayor importancia histórica (Bilali & Ross, 2012; Garagosov, 2013; Páez et al., 2016; Techio et al., 2010). De esta manera las partes terminan portando memorias colectivas caracterizadas por el odio, el desprecio y la ira hacia un enemigo construido (exogrupo amenazante, peligroso, “malo”, que es odiado e ignorado en su sufrimiento); junto con la sobrevaloración de traumas, derrotas, humillaciones o sufrimientos vividos por el endogrupo, que se constituyen en traumas elegidos; lo que resulta en la construcción de memorias victimistas, de antagonismos intergrupales basado en las narrativas históricas y de sentimientos de superioridad moral por parte de quienes se observan como víctimas (Bar-Tal, Chernyak-Hai, Schori, & Gundar, 2009; Hammack, 2010; Liu & Hilton, 2005; Techio et al., 2010; Páez et al., 2016). En Colombia, se han construido memorias colectivas que señalan un enemigo: la guerrilla, al igual que sus simpatizantes y los sospechosos de serlo, es decir, la izquierda política legal; cuya militancia resulta siendo altamente peligrosa para el establecimiento que configura la historia oficial, de ahí que sea perseguida (Barrero, 2011). Las narrativas de estas experiencias tienen asociada una fuerte carga emotiva de dolor, vergüenza, humillación, ira, miedo; que no sólo justifica, sino que moviliza la perpetuación de ciclos de violencia y libra de la culpa, la vergüenza o la responsabilidad (Bilali & Ross, 2012; Hewer & Kut, 2010). El énfasis en la victimización consigue reforzar la deslegitimación del adversario, acrecentar la desconfianza, el egocentrismo y la falta de empatía frente a su sufrimiento; generar estados de hipervigilancia a los estímulos amenazantes, producir un desplazamiento de la responsabilidad frente a la violencia; además de permitir la racionalización y justificación de los actos inmorales cometidos por el endogrupo (Bar- Tal et al., 2009). En Colombia lo que hace el partido político “Centro Democrático” es una forma patética de evidenciar estos procesos.

Ahora bien, el panorama se complejiza más, puesto que los diferentes grupos implicados en el conflicto destructivo suelen adoptar este tipo de narrativas, que terminan siendo excluyentes (Hammack & Pilecki, 2015). Obteniendo, por consiguiente, narrativas irreconciliables e innegociables, las cuales son traídas como referencia para leer las experiencias actuales y acto seguido, como argumento para legitimar la acción violenta en contra del otro (Rimé et al., 2015). Se obtiene un victimismo competitivo, es decir, una competencia por definir quién ha sufrido más; en el que cada parte se siente poseedora de la verdad, sometida a una injusticia y enfrentada a la mayor pérdida posible; narrativas de memoria selectivas que incrementan la cohesión, justifican la violencia, niegan la propia responsabilidad y palian la culpa (Páez & Liu, 2011; Sorek, 2011).

Por tanto, cuando se configuran y naturalizan identidades excluyentes y deslegitimadoras de la diferencia, los sujetos asumen una participación activa en la prolongación del conflicto armado, que termina siendo visto como necesario e inevitable, un instrumento de separación, discordia y polarización, para legitimar la violencia en función de intereses particulares, a costes muy altos (Hammack, 2010). Además se produce un silenciamiento o alteración del pasado respecto a los daños que se han infligido al “enemigo”, puesto que se deshumaniza incluso su dolor y sufrimiento, con lo cual se legitima la agresión (Bilali & Ross, 2012). De esto dan cuenta investigaciones desarrolladas en el marco de los conflictos turco-kurdo, palestino-israleí, armenio-azerbaiyano, turcochipriota-grecochipriota, entre otros; de carácter identitario, donde tiene mucha fuerza estos procesos de deslegitimación del exogrupo y victimización del endogrupo (Bilali, 2012); puesto que las narrativas y relatos del pasado, en estos contextos, son fundamento para la identidad, reducen la incertidumbre subjetiva y mejoran, incluso, la autoestima, al brindar un patrón a seguir (Psaltis & Cakal, 2016).

Ahora bien, dicho patrón suele ser trazado desde actores con poder, es decir, élites sociales y políticas que emprenden procesos de ideologización afines a sus intereses. En Colombia, sin ser un conflicto identitario, esto se concreta en la frase de cajón: “los buenos somos más”, que intenta generar una cohesión social fundamentada en la bondad como valor, para resaltar luego la maldad del adversario que no podrá redimirse y, por tanto, deberá ser eliminado (Villa, 2016 a, b). Así, las narrativas del pasado siguen fundamentándose en la deslegitimación del otro, en el victimismo y en la justificación de acciones violentas para eliminar al adversario, lo que continúa alimentado una cultura de guerra, (Bar-Tal, 2010; Bobowik et al., 2014), y un rechazo a las negociaciones para superar el conflicto. Razón por la cual es menester generar transformaciones que permitan construir memorias colectivas y narrativas del pasado más incluyentes y por consiguiente, sustentadas en una categorización más amplia, que trascienda la identificación a nivel grupal hacia una identidad de orden superior que incluya a los miembros de los diferentes grupos como poseedores de una condición de humanidad y ciudadanía compartida (Bilali & Ross, 2012; Çelebi, Verkuyten, Köse, & Maliepaard, 2014; Licata, Kelin, Saade, Azzi, & Branscombe, 2012; Villa, 2014, 2016 a, b) presenta dos propuestas, una desde las memorias incluyentes y transformadoras; y otra desde acciones psicosociales para el perdón y la reconciliación, que podrían generar transformaciones subjetivas y colectivas que puedan apuntar al cambio de elementos importantes de la violencia cultural.

Creencias sociales

Conectadas profundamente con las narrativas del pasado, que configuran memorias colectivas, se encuentran prácticas discursivas desarrolladas por figuras representativas en el ámbito político, económico y social, que también configuran procesos psicosociales asociados con la prolongación del conflicto y de la violencia: imaginarios militaristas que legitiman el uso de la fuerza, los cuales suelen hacer uso de mitos fundacionales, de pasados fantasmales y de personajes heroicos; además de la alusión a imaginarios de orden religioso, que comprenden el conflicto y la violencia en términos de lucha entre el bien y el mal, lo sagrado y lo profano; de imaginarios revolucionarios, fundamentados en la utopía del cambio social y de la subversión del orden existente; imaginarios de patriotismo y victimización (Borja et al., 2009; Gordillo & Federico, 2013; Lozada, 2004; Sorek, 2011). Por tanto, se considera que en escenarios de ideologización, los grupos poseen sesgos particulares y creencias afines (Arias & Barreto, 2009; Páez et al., 2016).

Es decir, se configuran creencias sociales y un entramado de procesos cognitivos, que movilizan prácticas y comportamientos coherentes a dichos intereses, los cuales consiguen fortalecer esta cultura bélica, permeando la vida cotidiana y su transmisión de generación en generación (Arias & Barreto, 2009; Bar-Tal, 2010). Para Bar-Tal (1998), estas creencias designan cogniciones compartidas por los miembros de una sociedad en relación a temas de especial interés para la misma. Resultan de procesos y dinámicas sociales y políticas que cubren diferentes ámbitos de la vida social. Varían en función de su objeto y contenido, pudiendo referirse a los objetivos de una sociedad, a su autoimagen, sus instituciones, etc. Son compartidas por una gran parte de los miembros de una sociedad, desempeñan un papel fundamental en la toma de decisiones y en los cursos de acción que siguen los sujetos; además, sirven a los líderes económicos, políticos y sociales para justificar sus decisiones y acciones pasadas, presentes o futuras. Son impartidas por las instituciones sociales, a través de los procesos de socialización e incorporan los estereotipos y los mitos que habitan la cultura (Bar-Tal, 1998; Oren & Bar-Tal, 2006). Finalmente, justifican y legitiman las acciones del endogrupo, negando su responsabilidad u otorgándole argumentos que sustenten su negativa a la resolución, la reconstrucción y la reconciliación (Çelebi et al., 2014). Acto seguido se exponen algunas, que han sido desarrolladas en diversas investigaciones:

Tabla 1 Creencias sociales que obstaculizan la paz y la reconciliación 

Creencias sociales Definición
Creencias sociales sobre la justicia de los objetivos propios Creencia en que los objetivos del propio grupo son supremos y vitales; mientras que los del adversario son injustos; el fracaso en conseguirlos, amenaza la existencia de la propia sociedad (Bar-Tal, 1998, 2010; Oren & Bar-Tal, 2006). Por esta razón se minimiza la propia responsabilidad frente a un daño generado; mientras que se maximiza la responsabilidad del exogrupo, (Bilali, 2012; Çelebi et al., 2014; Licata et al., 2012). Implica, además, hacer atribuciones situacionales a los actos de violencia que genera el endogrupo; al tiempo que se hacen atribuciones causales a los que emprende el exogrupo (Bilali, Tropp, & Dasgupta, 2012). Se cree que la guerra tiene efectos positivos para mantener el estatus quo dominante (Bobowik et al., 2014).
Creencias sociales sobre la seguridad / Vulnerabilidad Se centran en la importancia de la sobrevivencia nacional y la seguridad personal y advierten sobre peligros potenciales para la sociedad. En función de esto, se aceptan acríticamente decisiones que se justifican en la salvaguarda de la seguridad (Bar-Tal, 1998, 2010; Oren & Bar-Tal, 2006). Tendencia a considerar que el grupo se encuentra bajo situación de amenaza por parte del exogrupo, lo que facilita conductas violentas contra éste; y el bloqueo a cualquier negociación política con el enemigo. Acrecientan la desconfianza, los costos de la guerra, la pérdida de vidas, etc. al enfatizar en el tema de “Seguridad” (Alzate, Durán, & Sucedo, 2009).
Creencias sociales sobre la deslegitimación del adversario/ Desconfianza. Categorización del enemigo desde valoraciones y rasgos muy negativos, se eliminan sus características humanas. Es percibido como hostil y se le atribuyen objetivos malévolos; por tanto, se justifica la violencia como castigo o evitación del peligro (Bar-Tal, 1998; Maoz & Eidelson, 2007; Oren & Bar-Tal, 2006). Crea una frontera para diferenciar entre nosotros/ellos, humanos/no humanos, amigo/enemigo que facilita hacerle daño porque se siente psicológica, social y culturalmente distante (Feierabend & Klicperova-Baker, 2015).
Creencias sociales sobre la autoimagen positiva/ Superioridad. Atribución de rasgos positivos, valores y buenas intenciones a los miembros del propio grupo. Involucran la atribución de humanitarismo, honradez, coraje, heroísmo, resistencia, percibiendo al endogrupo como moralmente superior (Alzate, Vilas, Gómez, & Sabucedo, 2015; Schori-Eyal, Reifen, Saguy, & Halperin, 2015): “los buenos somos más”. Dificulta la atribución de responsabilidad interna y la emergencia de culpa frente a acciones violentas que se realizan, pues se percibe al rival como fuera de los límites en los cuales se aplican las normas y valores morales (Martín-Peña & Opotow, 2011).
Creencias acerca de la propia victimización/ Victimismo competitivo Autopercepción del grupo o sociedad como víctima y objeto de los maltratos del exogrupo; con lo cual se niega la propia responsabilidad en éste. Se considera que el conflicto ha sido impuesto por el adversario, cuyos objetivos y métodos son injustos (Bar-Tal, 1998; Maoz & Eidelson, 2007; Oren & Bar-Tal, 2006). Se compite por definir quién ha sufrido más (Bilali, 2012; Bilali et al., 2012). Los sujetos tienden a centrarse en el daño recibido y subestiman, al máximo, el daño que generan al otro. (Bilali & Ross, 2012; Noor, Shnabel, Halabi, & Nadler, 2012). Según, Alexandra García (2016), en Colombia se odia más a las FARC, que, a los paramilitares, a pesar de la significativa diferencia en las cifras de violaciones y crímenes de los segundos en relación con los primeros
Creencias sociales sobre el patriotismo y la unidad Connotación de contenidos de amor, lealtad, orgullo, compromiso y unión frente a la patria; que a su vez llevan consigo exigencias de sacrificio y entrega por el bienestar de la nación (Bar-Tal, 1998, 2010; Oren & Bar-Tal, 2006). Desconocimiento o negación de desacuerdos internos en función de una sociedad unida frente a la amenaza externa. Aumenta el sentido de comunidad y solidaridad interna (Bar-Tal, 1998, 2010; Oren & Bar-Tal, 2006).
Creencias sociales sobre la paz Destacan la conveniencia de la paz definitiva para la propia sociedad, considerándose a sí mismos como amantes y buscadores de paz. No obstante, ésta se concibe en términos utópicos y vagos, necesarios para conservar la propia ‘buena imagen’ (Bar-Tal, 1998; Oren & Bar-Tal, 2006), pero no se concreta en procesos de negociación o transformación real del conflicto.
Realismo ingenuo Adhesión de cada una de las partes a sus propias narrativas colectivas. Implica la convicción de que los propios puntos de vista son imparciales y objetivos; mientras que los del adversario están sesgados, ya sea por su ideología, por sus intereses o por su irracionalidad; lo que conduce a tener una visión unilateral, profundiza en el desacuerdo y antagonismo (Nasie et al., 2014).

Ahora bien, una advertencia que vale anotar en este punto: se ha identificado que tras los intentos fallidos de paz, estas creencias se afianzan y se exacerban más (Borja et al., 2009; Oren & Bar-Tal, 2006); por tanto, es fundamental atender a la mismas y procurar su transformación.

Emociones políticas y orientación emocional colectiva

El repertorio de narrativas del pasado y creencias sociales antes esbozado moviliza, a su vez, una serie de emociones que son socialmente compartidas y que, de manera similar a lo que ocurre con los demás procesos mencionados, son cultivadas mediante procesos de ideologización, que tienen lugar, según lo dicho hasta ahora, gracias a la acción de los medios de comunicación y de otras instituciones sociales con roles fundamentales en los procesos de socialización, como lo son la familia, la escuela, entre otros (Halperin & Pliskin, 2015; Nussbaum, 2014). Ahora bien, el papel de dichas emociones no se circunscribe a la movilización corporal y subjetiva de quienes las experimentan, sino que desempeñan una acción fundamental en la motivación de la acción y en la toma de decisiones; tanto de aquellas correspondientes a una esfera más privada e íntima, como de las que inciden en lo público y en lo político (Bar-Tal, 2000; Nussbaum, 2014).

De allí que se hable de emociones políticas, entendidas como afecciones, valoraciones y reacciones corporales que se encuentran relacionadas con los principios o la cultura pública de una sociedad y tienen por objeto la nación, procesos políticos, instituciones, dirigentes, situaciones históricas y la percepción sobre el espacio público. Dichas emociones tienen importantes consecuencias en el devenir de una nación, pudiendo dar vigor o descarrilar sus luchas y objetivos (Nussbaum, 2014). El hecho que los sujetos formen parte de núcleos de relación, se identifique con algunas colectividades e integren una nación particular; suscita ciertas emociones, que resultan del juego dialéctico entre las sensaciones subjetivas y las condiciones compartidas, en función de lo colectivo y de lo político. De allí que sea posible hablar de emociones basadas en el grupo, emociones sociales y políticas (Goldenberg, Saguy, & Halperin, 2014), o de ciertas orientaciones emocionales colectivas (Bar-Tal, 2001), que son mucho más que el mero agregado del comportamiento emocional individual y pueden jugar un papel relevante en el mantenimiento y/o la resolución de los conflictos, incidiendo incluso sobre creencias, comportamientos y configuraciones subjetivas, en una unidad simbólico-emocional (González Rey, 2008; Halperin & Pliskin, 2015). Así, tienden a generarse emociones compartidas negativas, como la desconfianza, la ira, el odio, el miedo y la humillación; que a su vez configuran actitudes y comportamientos que obstaculizan la paz y la reconciliación (Cohen-Chen, Halperin, Crisp, & Gross, 2014).

Algunas investigaciones han intentado comprender la forma en la que estas emociones obstaculizan la construcción de paz. Una primera orientación emocional es la de desconfianza entre los grupos implicados (Çelebi et al., 2014), que si bien puede redundar en actitudes defensivas o pasivas; mantiene la distancia social, la diferenciación y no posibilita el contacto intergrupal positivo, ni la configuración de identidades más abarcadoras e incluyentes (Noor et al., 2012). Por su parte, la ira emerge de considerar las acciones del exogrupo como injustas, lo que inspira la necesidad de tomar medidas correctivas o confrontativas frente a las mismas. Las primeras, podrían conducir a una acción constructiva, que no vincule la violencia; sin embargo, las confrontativas pueden derivar en un choque de fuerzas y en una agresión intergrupal (Halperin, 2008; Halperin & Pliskin, 2015). No obstante, debe destacarse la posibilidad que tiene la ira de asociarse con la creencia de que el grupo puede cambiar las situaciones de conflicto, lo que es fundamental para la construcción de paz (Halperin & Pliskin, 2015).

Una ira que se intensifica y no puede ser elaborada, puede devenir en odio (Villa, 2016b), una emoción bastante poderosa en los conflictos destructivos. Dirigida al enemigo o al grupo adversario, encuentra la motivación para emprender acciones violentas orientadas a dañarlo y eliminarlo; en tanto se considera que dicho grupo es absolutamente malo y no puede cambiar; así, que resulta necesario sacarlo, a como dé lugar, del espacio real o simbólico (Halperin, 2008; Halperin & Pliskin, 2015). Mientras que la ira tiene la posibilidad de ser movilizadora de afrontamiento y conciencia ante la injusticia y con ella de una posible acción que busque reivindicar derechos, en el contexto del conflicto armado; cuando se une a la impotencia de no poder actuar ni denunciar ni buscar justicia, se va transformando lentamente en rencor y odio. En muchos casos, ese odio y ese rencor se pueden traducir en deseos reales de venganza, de tomar justicia por propia mano; por la fuerza casi natural que surge de responder a una agresión, casi como una forma de defensa, por el deseo de ver que el otro debe sufrir, tanto o más que lo que el endogrupo ha sufrido. En contextos en los que se vehiculan las emociones hacia un enemigo con el objetivo de legitimar acciones de retaliación o violencia en su contra, el odio se incrementa como emoción colectiva; de tal manera que los grupos no están dispuestos a asumir compromisos con procesos de negociación del conflicto armado y, menos aún, con la reconciliación (Villa, 2014, 2016b).

Existe una relación entre el odio y la creencia fija en el enemigo como un ser de maldad, en una especie de esencialismo psicológico, puesto que involucra la consideración de que todos los miembros del exogrupo comparten unas características esenciales y son naturalmente malos. De este modo, el odio contribuye a la preservación de memorias colectivas parciales y victimistas; además de creencias que deslegitiman al adversario y dan lugar a la deshumanización y a la violencia (Halperin, 2008). Consiste en una sensación subjetiva de aversión, que emerge frente a la percepción de un peligro o amenaza para sí mismo o para la sociedad y se relaciona con una visión de debilidad del endogrupo. De allí suele ser combinado con una creencia de impotencia y vulnerabilidad del endogrupo. Por ejemplo, cuando los medios de comunicación en Colombia se encargaron de mostrar, durante la denominada “época del Caguán”, que las FARC estaban muy cerca de tomar el poder y controlar el país, lo cual en términos políticos y militares no ha sido una posibilidad real a lo largo de la historia del conflicto en Colombia.

Así pues, esta emoción produce un congelamiento cognitivo que obstaculiza la apertura a nueva información; por lo cual garantiza el mantenimiento de narrativas del pasado y creencias sociales que obstaculizan procesos de paz y negociación (Bar-Tal, 2001; Halperin & Pliskin, 2015). Puesto que lleva a los sujetos a prepararse para afrontar una situación de peligro, así que sensibiliza la atención y aumenta la cohesión y la solidaridad intragrupal; sin embargo, también fomenta la desconfianza intergrupal, la deslegitimación del adversario y la construcción de un enemigo del que es necesario defenderse (Bar-Tal, 2001; Korstanje, 2014). A su vez, el odio se relaciona con la humillación, la sensación de haber sido degradado, o devaluado en valores fundamentales para el grupo o sometido de manera injusta, lo cual genera un sentimiento de inferioridad frente a ese otro que ejecutó la acción. A diferencia de la ira y del odio, la humillación suele producir un efecto de inercia, es decir, una tendencia a no actuar, pero de igual manera, la humillación suprime la disposición a asumir un compromiso en función de la paz (Ginges & Atran, 2008).

Finalmente, una de las emociones más movilizadoras para legitimar la violencia es el miedo, que está profundamente relacionado con memorias colectivas victimistas. En el plano político, puede derivar en un interés por la homogenización y la eliminación de la diferencia (Korstanje, 2014). En América Latina, por ejemplo, el miedo se ha vivenciado no solo como un temor al otro, a lo desconocido; sino como una estrategia para perpetuar ideologías políticas, sociales y económicas, pues instaurarlo como estrategia, puede permitir el control social de personas y comunidades. De acuerdo con Elizabeth Lira (1990) el miedo instalado en la vida de personas y relaciones sociales es uno de los efectos más graves en la desestructuración del tejido social, puesto que genera desconfianzas, rupturas cotidianas, individualiza y lleva al retiro de lo público y al refugio en la vida privada. Con lo cual se delegan las acciones y se confían a una especie de ser superior, o en “héroes” que puedan proteger ante la amenaza, con lo cual se legitima la acción violenta contra el adversario. Además de ello, suele acompañarse de aislamiento, zozobra permanente e imposibilidad para pensar y proyectar el futuro.

Se va configurando una sensación de “inermidad”: no se percibe que haya un lugar seguro, cada quien siente que no tiene en quien apoyarse, hay una percepción de ruptura de las redes familiares y sociales de apoyo, lo que incrementa el sentimiento de soledad; cada quien siente que debe sobrevivir cómo puede, el colectivo se fractura y cada quien parece ser una isla. Parece que el silencio y el aislamiento han sido maneras efectivas de sobrevivir; sin embargo, lo que se logra con toda esta escenificación del terror es crear un clima de injusticia permanente e impunidad. El miedo es algo que atraviesa todas las áreas de la vida: las actividades cotidianas de una persona o una comunidad, comer, dormir, trabajar; a nivel social se ve de una manera más evidente en el temor al contacto social, a encontrarse con otros y otras, a relacionarse, a tener que conocer nuevas personas, a que la gente se acerque. Por lo tanto, afecta la esperanza (Villa, 2014).

Elizabeth Lira (1989), Martín Baró (1989), Martín Beristain & Rieira (1994), entre otros, pueden ofrecer un amplio análisis de la manera como se construyen estos climas emocionales de miedo, teniendo claro que uno de los fines es suscitarlo para que, al generarse la sensación de vulnerabilidad y desprotección, se acudan a soluciones de fuerza o se ceda a la presión del opresor.

Cuando los conflictos se perciben como inmutables, se obtiene un obstáculo significativo para su resolución, puesto que emerge la apatía y la indiferencia. Aquí radica la importancia de la esperanza (Cohen-Chen et al., 2014). Para Bericat (2005) y Cavarero (2009) el miedo, el asco y la conmoción configuran una emoción más compleja, el horror, que se constituye en pilar fundamental para el mantenimiento de la cohesión y el orden social en las sociedades, puesto que generan posiciones de indefensión que conllevan la necesidad de buscar un “Otro” protector que garantice la seguridad y la tranquilidad dentro del propio colectivo, poniendo en el afuera lo malo, lo negativo, lo horroroso que produce asco y debe ser evitado o eliminado.

En el marco de los conflictos intratables el miedo, la ira, el odio, el asco, el horror, la ira y la desconfianza son alentadas; pero también se reprimen o se bloquean, la esperanza, la empatía, que implica experimentar congruencia y solidaridad con el otro, que cuando se hacen extensivas al exogrupo y no se restringe a los miembros del endogrupo (Halperin & Pliskin, 2015), favorece escenarios de negociación, paz y reconciliación. Además, se inhiben la culpa y la vergüenza por el daño ocasionado al adversario. La culpa es una emoción aversiva y se asocia con sentir pesar y responsabilidad frente a las acciones o malas intenciones que uno mismo, o el propio grupo, detentan frente al exogrupo y sus miembros. La culpa moviliza la motivación a reparar el daño causado, por lo cual tiene un papel altamente constructivo; sin embargo, suele ser evitada en el marco de los conflictos destructivos, al relacionarse con las creencias de legitimidad y justicia de los propios objetivos y la maldad del adversario (Goldenberg et al., 2014; Keane, 2000; Schori-Eyal et al., 2015). Por su parte, en relación con la vergüenza y, de acuerdo con Keane (2000), las personas la sienten porque valoran que el horror y la violencia presenciada rebajó algo de sí, de su dignidad y de lo que ellas mismas o los otros esperaban de sí. La vergüenza puede movilizar el deseo de cooperar con el otro (Keane, 2000). Pero cuando se aplica dolor, violencia y destrucción a un enemigo malévolo esta emoción se suprime y deja de ser un factor de control.

Conclusiones

MartínBaró (1990) logró señalar con acierto el carácter totalizante que tiene la guerra, aduciendo su capacidad de cristalizar relaciones deshumanizantes y polarizadas en las que no se reconoce ni respeta la condición de humanidad y la dignidad del otro; de modo tal, que los actos de violencia que se emprendan en contra de éste aparecen legitimados y justificados, a la luz de una serie de argumentos compartidos, socialmente elaborados, pero normalizados y naturalizados gracias a la acción de lo ideológico sobre la construcción de subjetividades individuales y sociales y, por consiguiente, sobre la producción de narrativas del pasado, creencias sociales y emociones políticas, que emergen alineadas con los objetivos que tal acción salvaguarda.

Lo anterior, resalta la necesidad de atender a las bases psicosociales y culturales de los conflictos destructivos, que se asientan tanto en la subjetividad individual, como en la social y en la cultura; en un proceso condicionado por las relaciones de poder y por la posibilidad que ciertos sectores sociales tienen de posicionar una carga simbólica, una visión de mundo y de conflicto, coherente con sus intereses; dada su capacidad de acceder y hacer uso de los mecanismos discursivos, retóricos, mediáticos y educativos y desde allí, desplegar procesos de ideologización.

Se evidencia entonces que la construcción de narrativas del pasado que configuran memorias victimistas y competitivas, de creencias sociales que deslegitiman al adversario y sobrevaloran al grupo, o de emociones políticas como el odio y el miedo no resultan de un simple proceso adaptativo, como lo han sostenido algunos autores; sino que son producto de una acción intencionada que emprenden ciertos sectores sociales en pro de garantizar la prevalencia de sus intereses. Esto, a su vez, tiene una importante implicación de orden ético y político, relativa a la posibilidad de subvertir este orden de cosas y de transformar las barreras psicosociales para la paz y la reconciliación; lo que implica desplegar procesos de concientización, mediados por la construcción de memorias colectivas incluyentes, en las que se reconozca las responsabilidades compartidas por los bandos implicados (Villa, 2016 a); además, de creencias sociales que resalten el valor supremo de la dignidad humana y no de una causa particular. De este modo, es posible construir una “imagen del semejante”, que invierta la “imagen del enemigo” (Fernández, 2006) y que abone el camino para el diálogo, la cooperación y por consiguiente la resolución, la reconstrucción y la reconciliación; tareas necesarias para la construcción de paz (Galtung, 1998). En Colombia esta es una necesidad imperiosa porque la polarización promovida por sectores de derecha y el partido Centro Democrático urgen a pensar, desde la investigación académica y científica, este tipo de procesos psicosociales y culturales que instauran imaginarios colectivos, discursos y prácticas sociales que impiden la transformación del conflicto armado.

Ahora bien, la construcción de paz requiere la transformación de las emociones de odio, miedo, ira y humillación. Por tanto, si se pretende construir un escenario de respeto de la dignidad humana y de diálogo con la otredad, es necesario que se cultiven emociones políticas como la culpa y la vergüenza frente a las injusticias cometidas, la empatía frente al sufrimiento del otro y la esperanza, que permita creer que el cambio es posible. Para lograr esto, es menester generar procesos educativos y comunicativos, basados en la reflexión, en la crítica y en la toma de conciencia; de tal manera que emerjan nuevos sentidos subjetivos, nuevas representaciones sociales y nuevas subjetividades; lo que redunda en la transformación de la cultura bélica y la configuración de una cultura de respeto (Zuleta, 2015) y de paz. Algo que se hace fundamental en Colombia y que implica la generación de procesos educativos, relacionales y colectivos que apunten a la empatía, la solidaridad, el apoyo mutuo y la reconstrucción del tejido social (Villa, 2016 a)

Llegado este punto, es importante realizar una claridad en línea con los planteamientos de Galtung (1998). No basta con transformar las bases culturales y psicosociales del conflicto destructivo o de la violencia para evitar su prolongación y repetición; es también necesario desplegar profundos cambios estructurales, relacionados con las condiciones de desigualdad, exclusión y opresión que viven las personas en su cotidianidad, lo que pasa porque los derechos dejen de ser meros formalismos que realmente “están negados por los hechos” (Zuleta, 2015, p. 13). En la medida en que se operen transformaciones en ambas dimensiones: cultural y estructural; será posible caminar hacia la construcción de paz y reconciliación. Un proceso que es lento, gradual y que involucra a toda la sociedad, en tanto las dinámicas y relaciones propias del conflicto destructivo, han llegado a habitar sus mentes y sus corazones. De allí la necesidad de trascender las barreras psicosociales y construir nuevas subjetividades y culturas.

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Recibido: Abril de 2017; Revisado: Junio de 2017; Aprobado: Julio de 2017

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