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El Ágora U.S.B.

Print version ISSN 1657-8031

Ágora U.S.B. vol.20 no.1 Medellin Jan./June 2020

https://doi.org/10.21500/16578031.4056 

Artículos de reflexión derivados de investigación

Nación, guerra y narración: la construcción del imaginario desde la negatividad necesaria de lo violento. Tres elementos para pensar a Colombia desde una obra de Fernando Soto Aparicio1

Nation, war, and narrative: The construction of the imaginary from the

necessary negativity of violence. Three elements to think about Colombia based on Fernando Soto Aparicio’s work

Martha Jeaneth Patiño Barragán1 

Wilmar Aníbal Peña Collazos2 

1. Filósofa, Doctora en filosofía, Posdoctorado en Educación, ciencias sociales e interculturalidad, Docente de planta Universidad Militar nueva Granada, Facultad de Educación y Humanidades, Colombia. Contacto: martha.patino@unimilitar.edu.co Orcid: http://orcid.org/0000-0002-1467-8889 Scholar: https://scholar.google.com.co/citations?user=Qt8N9B4AAAAJ&hl=en

2. Filósofo, Docente investigador Universidad Militar Nueva Granada , Colombia. Facultad de Educación y Humanidades. Contacto: wilmar.pena@unimilitar.edu.co Orcid: http://orcid.org/0000-0002-1467-8889 Scholar: https://scholar.google.com.co/citations?user=Qt8N9B4AAAAJ&hl=en


Resumen

En la obra de Fernando Soto Aparicio, Viaje a la claridad, aparecen tres elementos de indiscutible importancia para entender el modo como los personajes lidian con: su condición de víctima, con el poder y con el perdón como esperanza. Elementos que son parte de la construcción de una nación, sumida en una larga guerra, real e imaginaria que ignora, invisibiliza y elimina del relato cultural.

Palabras clave: Fernando Soto Aparicio; víctima; poder; perdón; filosofía y literatura; guerra y narración.

Abstract

In Fernando Soto Aparicio’s work, Journey to the Clarity (Viaje a la Claridad), three elements of indisputable importance appear to understand the way the characters deal with their status as a victim, with power, and with forgiveness as hope. These elements are part of the construction of a nation, plunged into a long, real and imaginary war, which ignores, hides, and removes the cultural narrative.

Keyword: Fernando Soto Aparicio; Victim; Power; Forgiveness; Philosophy and Literature; and War and Narrative.

Introducción

En las obras de Fernando Soto Aparicio se presiente la honda preocupación por resaltar lo que no ha sido dicho. Su narrativa se instala en las sensibilidades de los individuos, muestra descarnadamente la otra cara del relato mágico, él salda una deuda con aquellos que han nacido, crecen y viven en el dolor y la amargura y, al mismo tiempo, reclama la esperanza para una colectividad que aún no ha hecho memoria, porque ¿cómo hacer memoria de acontecimientos que nos han estado escondidos? Y es que como señala Patiño (2018) la función de la narrativa consiste en dar sentido a la realidad. “Se trata de poner en perspectiva las descripciones vigentes de lo real parai ncluir otras formas de narrativa, otros léxicos que integran aspectos de lo humano que han sido desestimados (Patiño, 2018, p. 93).

Siendo fieles a este espíritu se evidencia aquí, que Soto Aparicio utiliza un estilo literario de vanguardia, complejo, no lineal, como diría Crespo (2009), de mudas temporales, espaciales y de realidades mudas que se intercambian cuando no se espera, donde incluso los protagonistas no tienen ni adquieren nombre propio (Crespo, 2009, p.317); cualquier fulano de tal del anonimato simple y vulgar podría representar a Madreamor, a Doñadoña, a Ella, a Equis, a Patricia, a Lucía, a Carlota, a Fanny, a Virginia y a mil mujeres más y a una sola mujer sintetizada en Ella, y mil amores y ningún amor, porque todo vale, pues el sentido y la luz se recobra cuando todo parece perdido (Soto Aparicio, 2014, p.61). Las voces se impostan, también aparece un narrador externo y a veces habla el eco, Ella o quizás lo que quiso decir y no pudo en su momento de dolor y abandono, pero queda el interrogante solo o el silencio como único epitafio de la palabra aún no dicha. Las representaciones tampoco tienen temporalidad, aparece el pasado y se entrecruza con el presente, el futuro y de nuevo el presente se diluye como si fuera un efímero instante. Estos juegos del lenguaje narrativo enriquecen una manera de comprender la trama en Soto Aparicio, con un estilo único, auténtico.

Su narrativa es un permanente espacio donde resuenan las preguntas más ingenuas, como por ejemplo los reclamos de una madre adolorida que llora la partida de sus hijos a la guerra, o los de una señorita que ha perdido su sentido y razón de existir porque perdió su propósito en la vida o de un niño indefenso que tirita de pavor o miedo en un rincón de su habitación y, pese a la certidumbre de aquel refugio, jamás encontrará respuesta alguna más acá de las fronteras del miedo que le producen los sonidos de fusiles, los galopes de caballos a lo lejos, los sonidos de las minas “quiebrapatas” en el patio de recreo de su escuela.

Ha mantenido siempre latente una preocupación por describir los intereses más íntimos y las inquietudes intrépidas del hombre sencillo de las mujeres, los campesinos, el minero, el tendero de la esquina, del sencillo jornalero, de la puta marginada del barrio, del policía miserable, del hampón y del indigente más desvalido; es recurrente su preocupación por escrutar las grietas del alma del hombre y de la mujer humilde latinoamericanos, descritos así sin asco, sin adornos ni tapujos en su cotidianidad y por reconocer como ninguno otro los problemas de la gente común, aquella que en las circunstancias de su vida enfrenta las más hondas preocupaciones, las más insólitas pasiones. Aquella gente que sufre indescriptibles dolores, padecimientos y luchas internas o incluso externas en sangrientas batallas, que deben soportar el miedo y la angustia de vivir en medio de un conflicto de violencia amarga como la hiel, sufrida como el más duro cansancio del alma, descrita así en su narrativa en la podredumbre de peces muertos, nauseabundos, en medio de un pantano nublado, frío y gris. Es todo un panorama difícil de narrar, pero que encuentra eco en la pluma de un escritor cálido y esperanzador como Fernando Soto Aparicio.

Colombia, un país singular, sumido en toda suerte de injusticias y horrores, un país donde algunos pocos han usurpado la dignidad de millares de personas sencillas se ha adueñado de territorios, han explotado y saqueado, desplegando un panorama de horror y barbarie a su paso. Fernando Soto Aparicio ha dado voz, casi etnográficamente a una porción invisible y silenciada de la sociedad, un grupo de seres humanos que encuentra reconocimiento e identidad en su narrativa descarnada y crítica, que dando voz a los marginados surte un efecto casi derridiano de justicia, sin embargo, sus obras no se leen somo se quisiera. Y es que sus textos revelan el interior del dolor y el sufrimiento humanos de un pueblo en el que pervive la injusticia, muestran la piel del alma del ciudadano anónimo, gente del común, del campesino, de la humilde mujer a quien pocos voltean a mirar y refiere siempre la suave permanencia del calor humano de un escritor que supo comprender desde un profundo silencio largas meditaciones sobre las luchas internas de una sociedad doblegada por el poder, que despliega sin tregua alguna el miedo, el cansancio y el mayor sufrimiento. En su obra, nuestro escritor ve en el ser humano, por humilde o indigente que sea, al héroe, a la heroína protagonista de una novela, al personaje central con un nuevo sentido y una estética de la inmanencia, como si reclamara un compromiso por una valiosa aventura vital que aún no ha sido desentrañada.

En el año 1971 Soto Aparicio obtiene el premio “Ciudad de Murcia” con su novela “viaje a la claridad”, en esa ocasión compitió con 160 novelas españolas y 25 latinoamericanas. Este fue un momento coyuntural de dura crisis, pues había publicado en la editorial Marte de Barcelona su novela “después empezará la madrugada”, que despertó animadversión y duras críticas por parte del gobierno del generalísimo Franco y justamente por esa misma época en Colombia había publicado su novela “la siembra de Camilo”, novela sobre la vida y luchas internas del cura guerrillero Camilo Torres, sociólogo que promulgó la incipiente ideología del movimiento ELN en el ambiente académico de la Universidad Nacional de Colombia. Además, por esa misma época, su novela “viva el ejército” había recibido críticas positivas en La Habana, razón por la cual se le niega el premio “Casa de las Américas”.

Viaje a la claridad decribe con detalle el proceso interno de sufrimiento y dolor que padece la protagonista de esta novela, desde el inicio hasta el final cuando debe dar a luz un bebé, producto de una violación. En este proceso se describe la violencia, el dolor, el odio, el abandono, la desesperación, la duda y, finalmente, el perdón y el olvido, con ello, para emprender un viaje a la claridad, para abrir las ventanas de la luz y la esperanza en medio de tanta oscura desesperación. Es un viaje a la claridad para encontrar un nuevo amanecer, para descubrir el amor en medio de las ruinas y para abrazar la reconciliación que tanto necesita un país sumido en la profunda crisis que ha causado siglos de dolor y odio sin nombre.

Los tres elementos: El miedo, el poder y el perdón como negatividad necesaria

Esta es una obra cuya estructura narrativa encierra varios elementos de comprensión, de los cuales se timarán tres que a modo de círculos hermenéuticos, se entrecruzan derivando, ojalá, en la transformación de una sociedad sumida en la violencia con las más profundas emociones límite de la vida frente a la muerte, Soto Aparicio nos acerca al reconocimiento de esos elementos circunstanciales de una vida cotidiana que nos es ajena porque nos ha faltado pensarla así como nos deberíamos reconocer en el espejo sombrío; es decir, son quizás aspectos que nos sumergen en la raíz de todos los miedos, de las sombras, del sufrimiento, del odio o del rencor que nos vio nacer como una patria malparida, por ser madre del desconocimiento y también del reconocimiento de un olvido de lo que hemos sido, desde la incomodidad de una frágil niña Equis (X) o de una mujer como Doñadoña, Madreamor o cualesquiera, una mujer campesina que escondía su rostro entre la rutina del mismo viaje a la claridad. Aquella niña, quien desde el inicio de sus días mozos, cuando sólo había ascendido doce escalones, bajó a la tumba para perderse el lodazal y vomitar la inmundicia al recobrar el sentido con la luz. Cuando él, Satanaél, bajó hasta la profundidad de su cuerpo, explorándola primero con los dedos y luego con su asqueroso cuerpo, ella aún impotente no supo decir ni hacer nada distinto que dejarse llevar por los caprichos de su verdugo. Así fue, Satanaél la espiaba detrás de las columnas y luego “la dominaba con su olor de mugre y de café, con sus babas podridas, con sus muelas rotas por los huesos de los pobres largamente roídos al diez por ciento, apretándola como un puerco” (Soto Aparicio, 2014 p.18).

En Viaje a la claridad se configuran la multiplicidad de personajes anodinos en múltiples e innombrables espacios de representación de nuevos espacios. Es como si se abrieran las categorías de la espacialidad a los emplazamientos internos del ser social, como si Soto Aparicio quisiera mostrarnos lo que fue el nacimiento de nuestra progenie cuando los territorios vírgenes desconocían las desmedidas intenciones de dominación extranjera. Pierre Bourdieu (2002), desde la teoría de campos, plantea claramente el problema:

Por el hecho de obedecer inconscientemente a las reglas que rigen un tipo particular de representación del espacio, cuando descifra un cuadro construido según esas reglas el espectador cultivado o competente de nuestra sociedad puede aprehender inmediatamente como “visión sobrenatural” un elemento que, por referencia a otro, sistema de representación en el que las regiones del espacio estarían de algún modo “yuxtapuestas” o “agregadas” en lugar de integrarse en una representación unitaria, podría parecer “natural” o “real”. (Bordieu, 2002, p.62).

Los tres recorridos escogidos aquí y presentes en Viaje a la claridad se configuran como tres momentos, tres niveles de movimientos de una dialéctica articulada por un mismo hilo esencial de una naturaleza única. En ese sentido Soto Aparicio es Hegeliano, porque al mostrar la esencia del ser y el dinamismo de la existencia con emocionalidades y categorías que van cobrando nuevos registros a medida que transcurre la obra, como si fuera el renacer de una mariposa que, desde la crisálida, alienta lo que será el vuelo después de padecer el encierro de sus alas en una jaula que requiere todo su esfuerzo para liberar su aliento.

Desde el comienzo de la obra, ella padece cada instante de su existencia en medio del abandono, perdida en la indiferencia y el anonimato de todos. Ella alimentó con múltiples astillas de fantasías el fogón de su odio y así, poco a poco, fue encendiendo la hoguera de la maldición para el maldito Satanaél como una prisión que se hace prisionera de su propio dolor para sumirse en el miedo y el fastidio de vivir días y noches enteras pensando, como aquella niña X que

Llegó a sentir tan vivamente en ocasiones los lejanos problemas, que leyó dos y tres y cinco veces una misma historia y permaneció después días y noches enteras esperándola, hasta que por empezar otra acababa convenciéndose de que la anterior había sido sólo el fruto de una imaginación más ampliamente dotada que la suya (Soto Aparicio, 2014, p.55).

El primer elemento: el miedo de la víctima

El miedo es una emoción que surge de la imposibilidad de los individuos a lidiar con situaciones que no se pueden comprender y que generan sufrimiento. El sufimiento constiuye üna categoría particular de la existencia que se despliega merced a la interacción de conflicto con otras existencias (…) Es una dinámica de interacción de elementos que, originados en la perturbación y la tensión, se despliegan mediados por una intensidad emocional” (Patiño, 2014, p.598).

Las imágenes de la muerte y la tristeza son una alusión permanente Las mortajas, la ceniza, las sombras, los desconocimientos o el anonimato, todo hace parte de un mismo círculo circunstancial de la soledad en que se circunscribe ese primer momento, de violación y descenso al infierno: En aquella niña se entreteje todo un sentido metonímico, ella es cuerpo y es territorio a la vez, en ella se conjugan también todas las mujeres, “y fue Lucía y Carlota, y Fanny, y Virginia, y mil mujeres y una sola mujer, y mil amores y ningún amor” (Soto Aparicio, 2014, p.61). En ella se entrecruza desde los pies hasta su frente el leve roce de un cálido viento que estremece árboles dormidos. Por eso se atreve a decir:

Me nacen hierbas en los labios y mis pupilas forman dos espejos de lágrimas. Entre la umbría de mi sexo un hacha ensaya su ronca tos asesina. Estoy crucificada sobre un lecho de rocas y mi carne hierve, fecundada por las primitivas materias, por los extraños gérmenes. Toda la tierra de mi cuerpo se prepara jubilosa para el milagro. Las flores de mi estructura vegetal están esperando una abeja y un beso para entregar su polen y su blanca miel escondida. Soy un continente, un mundo en donde apenas empieza a vislumbrarse la sonrisa de Dios (Soto Aparicio, 2014, p.62).

Ella es continente, región, tierra virgen, un campo mustio. El dolor aparece desde la inconsciencia de la víctima que se sumerge en su propia desgracia, tragándose sus lágrimas y lamentos, así como olvidando la desventura y crueldad del verdugo que encarna toda la maldad en una historia de violación y oprobios sobre la inocencia de una niña que apenas aprendía a descubrir la oscuridad teñida de claridad. Se trata de desentrañar la epigénesis del dolor y el sufrimiento humano para dar el paso a la impostación de la identidad del desventurado que encuentra en la tragedia de la realidad su propio odio para reconocerlo y arrojarlo lejos, porque descubre que es el veneno mortal que fulmina en el acto. Por eso en la novela se produce una impostación de la identidad, como un farmakon que es veneno y remedio a la vez, que es reconocimiento de la claridad, la luz y el abrazo humano en medio de la más profunda oscuridad y abandono físico, mental, espiritual:

Si, tenía doce años cuando bajé a la tumba. Cuando él bajó a las profundidades de mi cuerpo (…) El dolor me empieza en las uñas de los pies; como si en el espacio que queda entre la uña y la carne me estuvieran clavando alfileres. Sube después, casi podría decir que lo veo. Es igual a un agua turbia y salada, un agua corrosiva que me destruye la piel, me anquilosa los músculos, se mete hasta mis huesos y los roe. Viene por mis tobillos, los disloca, los despedaza. Me abre las tibias, las vacía de tuétanos, las muele. Me carcome las rodillas y me agarra los muslos a mordiscos. Se clava en mi sexo como una lanza que me penetra y me traspasa, me chamusca la carne, me aniquila. Después gira dentro de mi vientre en un balón de fuego, me agrieta la epidermis, la abre en surcos donde creo que alguien está regando sal y vinagre. Me quiebra la cintura, me sube por la espalda, anega los pulmones y me ahoga. Me llega hasta los senos que me duelen, que no soportan el peso de la sábana, que se ensanchan y crecen como si fueran a estallar de pronto. Y por fin, después de clavárseme en la garganta, asoma a mis labios y allí se vuelve queja, o grito, o estertor de agonía (Soto Aparicio, 2014, pp.15-28).

Desde una hermenéutica de la violencia en Latinoamérica podría ser la violación a cualquier cuerpo y presencia de mujer o a cualquier población de esta vasta progenie. En la mirada literaria que convoca Soto Aparicio habría que considerar una arqueología del dolor humano descrito en el cuerpo, tal como lo narra en el texto anteriormente citado. En ese mismo sentido de cuerpo como inclusión del otro representado en la ausencia y el dolor, Jean-Luc Nancy plantea la categoría ser-en-común en el artículo “la comunidad desobrada”, frente a la propuesta de Maurice Blanchot: “la comunidad inconfesable”. Para reconocer el dolor del cuerpo, que es a la vez comunidad desobrada e inconfesable, en uno o en otro sentido, como se quiera nombrar o reconocer, podrían participar en esta interlocución de saberes, voces y miradas diferenciadas de filósofos como Jacques Derrida, Jacques Rancière, Alain Badiou, Roberto Esposito y, por medio de ellos, Georges Bataille, o incluso se podría ir más a la esencia del asunto desde las consideraciones límite del sufrimiento y la libertad en Friedrich Nietzsche, Martin Heidegger, Emmanuel Lévinas y Hannah Arendt.

Todo el sufrimiento humano se expresa en esa totalidad que es el cuerpo, un cuerpo expuesto y desnudo, como “una política sustraída a las aporías de la soberanía”, en palabras de Agamben (Agamben, 2003, p.62). Los indígenas en América permanecieron en un cuerpo legal de excepción en los resguardos, al igual que pueblos enteros de excluidos han permanecido en el despojo, la violación y el abandono: casos como San Basilio de Palenque, Manaure o Ismina. La relación de excepción produce un ser habitable y dinámico en constante cambio que, aunque pareciera estar excluido de la ley, permanece bajo el mandato del poder soberano. A este ser Agamben le da el nombre o categoría de nuda vida. Esta vida desnuda es la pura zoé despojada de toda cualidad, expuesta a ser utilizada y asesinada impunemente por aquellos que navegan en el océano oscuro de la bruma tenebrosa y la inconciencia. Agamben es muy hábil al acudir a un concepto del derecho romano arcaico para redefinir la nuda vida como homo sacer. Desde tal principio, Agamben manifiesta que la vida humana se puede clausurar, encerrar, domeñar en una relación de poder, donde cualquiera puede dar muerte sin que se proclame que se ha cometido homicidio alguno porque la impunidad hace parte de los mismos dispositivos de un sistema clausurado a la benevolencia (Agamben, 2003, pp.108-109).

Las formas de vida no son más que identidades jurídico-sociales que se establecen como representaciones del Estado y la soberanía vendría a manifestarse en esa escisión o quiebre que le permite clasificar las formas de vida humana en diferentes identidades nombradas como Soto Aparicio expone la palabra viva del “minero boyacense”, “el ciudadano habitante de calle”, “el elector”, “el policía”, “la trabajadora”, “el periodista”, “la estudiante”, etc. Para Agamben, es tal aparato identitario lo que permite los atributos del ser y que permite incluir la vida del ciudadano en la estructura de la soberanía (Agamben, 2001, p.16).

En el Estado se pueden reconocer las reivindicaciones de identidad arrojadas por la violencia y el terrorismo a lo largo de toda la historia, una identidad que se reproduce en los cuerpos y en el Estado en su propio interior. Que las singularidades se sustraigan y hagan comunidad sin reivindicar la identidad en abstracto como pureza idealista, así mismo que los hombres y mujeres se co-pertenezcan sin una condición representable de pertenencia en el reconocimiento de la ausencia, eso es lo que el Estado no podría tolerar en ningún caso porque sería preciso claudicar para poder volar en libertad (Agamben, 2006, p.70).

Satanael escupe sobre la cara de Ella. Madreamor se interpone y la baba espesa y azufrada le cae en el pecho. Va formándole una llaga, carcomiéndole la piel, los tejidos, los nervios, le destruye los huesos y agarra, como si tuviera tentáculos, la víscera palpitante que tan pronto se empurpura como se vacía de sangre y queda apenas sonrosada y exhausta. La baba destroza la capa protectora del corazón, se mete en sus aurículas y saca de allí un retrato en donde aparece Madreamor con un traje sastre, un sombrero oscuro cuyo velo le cae por la frente, y una sonrisa de felicidad al lado de Satanael, no el mismo de ahora, sino otro, ceremonioso y gentil… (Soto Aparicio, 2014, p. 119-120).

En el anterior pasaje Soto Aparicio mediante el empleo de ricos juegos semánticos y estéticos de la identidad, nombra la posesión y el poder arrollador del hombre que domina hasta las fibras más íntimas de una mujer que se ve compelida a participar de un ritual que, de alguna forma, configura el anuncio de una sepultura, la sentencia fatídica de una niña condenada al olvido por sus propios acudientes. Así mismo, define el dolor en la mujer, en el cuerpo de mujer despojada de toda seguridad y se enluta todo, se inunda en un dolor abrazador que penetra hasta los huesos y se agazapa ahí en la médula secreta, en la misma alma. “El dolor forma parte de mi organismo y no me importa sentirlo. Desde mi cintura hasta mis tobillos mi cuerpo está anestesiado. Un peso enorme ha caído encima de mis miembros, destrozándolos. No me pertenecen: le pertenecen al dolor” (Soto Aparicio, 2014, p.161).

La experiencia de sufrimiento interroga, suspende o interrumpe el sentido de una realidad contundente, en la insignificante condición donde está y en su acaecer, y en su devenir otro sin jugar el juego de la significación: porque la realidad de este tiempo está toda en la cesura que inscribe por todas partes la falla abierta de la significación: en la guerra mundial, en el exterminio, en la explotación, en el hambre, en la técnica, en el arte, en la literatura, en la filosofía (Nancy, 2003a, p.49). El sufrimiento humano y el dolor del cuerpo de mujer en este mundo, en su carácter “injustificable” ya no solamente no puede operar “descuento” alguno, sino que más aún, éste pierde todo sentido y se pierde también todo rumbo en la vida nuda. La exposición al dolor pone en suspenso cualquier “lógica económica” en relación con el sentido del mundo: el cálculo de la pena y el sufrimiento, y de sus umbrales de tolerancia / rendimiento, que en Occidente se corresponden con una lógica de la “redención” que otorga la posibilidad del rescate. Para Nancy, “la desgracia es desgracia, sin rodeos, como se dice habitualmente (y) tal vez, deberíamos limitarnos a decir sólo eso (…) y a pensar que sólo eso queda por decirse; ser capaces de decir sólo eso para no salvar nada. Sin rodeos, no en razón de ser indecible, sino en razón de estar fuera de la significación (…). En el punto del dolor sólo hay un ‘sujeto’ abierto, cortado, anatomizado, reconstruido, desensamblado, desconcentrado (…) en tanto que eso a lo que nosotros estamos expuestos, y que nos expone en tanto que nosotros -en tanto que nosotros-mundo” (Nancy, 2003b, p.49).

Este abigarrado esfuerzo literario en torno al dolor es presidido por quien seduce y otorga un sinsentido al dolor: Satán. En Viaje a la claridad, la figura de Satanael es central por varias razones. En Satanael se funden tanto Dios como el mismísimo demonio de mil nombres.

Si se indaga por los orígenes del nombre o sujeto EL, se constata que se refiere a una palabra semita tradicionalmente relacionada con la denominación de la máxima deidad del panteón. En la mitología cananea El o IL se refiere al “padre de todos los dioses”, omnipotente y único Dios, padre de todos los seres humanos, de todos los seres vivos, de todas las creaturas del universo. El no tiene una traducción unívoca, en el sentido religioso más profundo es el innombrable. Tal denominación EL se instala en el hebreo antiguo como Elohim, forma mayestática o superlativa de la tercera persona singular, para diferenciarla de toda creatura común, EL no se nombra porque pertenece a otra dimensión, la mayor o superior del Ser. Por otra parte, la palabra Satán proviene del griego Σατανᾶς que, en hebreo antiguo es ןָטָּׂש, y significa “el adversario”, el ego reproducido en la sombra que penetra y corroe al mismo tiempo, la que abandona todo, drama del miedo, la soledad en aislamiento desvinculante del todo y la oscuridad que va por dentro. Aparece en los textos religiosos abrahámicos como padre de la tentación que atrae el mal, es el ángel caído en desgracia que seduce a todas las creaturas a pecar y perderse bajo el manto de lo totalmente ajeno, lo que nos separa a los unos de los otros (Cfr.Blázquez: 2001, p.30).

Esta conjugación de las dos supremas fuerzas de bien y mal, luz y oscuridad, vida y muerte, se halla también en Nietzsche. Lo que le permite al filósofo marcar una ruptura con la modernidad y establecer una nueva comprensión de la ética, más allá del bien y del mal:

Y he aquí lo que yo entiendo por bendición: estar por encima de todas las cosas como su propio cielo, como su bóveda, su campana azul y seguridad eterna; ¡y bienaventurado el que bendice así! Pues todas las cosas están bautizadas en la fuente de la eternidad y más allá del bien y del mal; por su parte, el bien y el mal no son sino sombras intermedias y húmedas, turbación y nubes que pasan (Niezsche, 1990, p.176).

Son muy ricas las imágenes que Soto Aparicio recrea en Satanael, como aquel ser dionisíaco que conjura los más secretos e infames deseos de quien ha perdido la forma humana y se pierde en el espejismo o la bruma de la muerte a pesar de saborear las delicias de una vida que le arrebató la inocencia a la mujer que dio por él la vida.

Está vestido con un traje de azufre, yodo y sal. Las tres sustancias forman una capa escamosa, como la piel de una culebra. Se notan sus piernas arqueadas. Más afilada la cara azulosa. El pelo caído a los lados del rostro, y en la frente dos cuernos de obsidiana. Se acusan bajo las escamas su abdomen prominente y su sexo de sátiro” (Soto Aparicio, 2014, p.40).

Cuando Soto Aparicio se dispone a hablar del mal y del pecado los desmitifica, sacándolos de los cánones hieráticos de la interpretación apologética, eclesiástica, lejos de determinismos seculares: “Usted siente pánico por el pecado porque desde pequeña le inculcaron la idea de que Dios anda por el mundo con un látigo en la mano derecha y una balanza en la izquierda” (Soto Aparicio, 2014, p.85).

El pecado, tal como hoy se considera, donde quiera que domina o ha dominado el cristianismo, es un sentimiento diseminado por los judíos desde el origen. Con relación a ese fondo de la moralidad cristiana, podría decirse que el cristianismo ha procurado judaizar al mundo entero. “Se aprecia hasta qué punto lo ha conseguido en Europa, observando la extrañeza que ofrece para nuestra sensibilidad la antigüedad griega -un mundo sin sentimiento de pecadoa pesar del esfuerzo de buena voluntad que generaciones enteras y algunos individuos excelentes han puesto en conseguir una aproximación y una simulación de aquélla" (Niezsche: 1982, p.100).

Al final, después del dolor y en el umbral del silencio aparece la claridad. “Suave, calladamente va naciendo la claridad. No sabes de dónde viene, pero está en ti, rodeándote, en el grupo que forman las mujeres enlutadas, en tus dedos que aprisionan las gastadas pastas de nácar de tu libro de rezo” (Soto Aparicio, 2014, p.124). Por eso en esta obra se evoca, con aire de nostalgia, una forma diferente de nombrar la divinidad, mucho más arraigada en la carne y más vívida en el sentimiento de los hombres y mujeres bienaventurados:

He venido a creer en Dios a mi manera. Lo he asimilado a una especie de íntima convicción del bien. El bien es aquello que no puede perjudicarnos ni perjudicar a otros. El bien es vivir en paz con nosotras mismas y con quienes nos rodean. Y Dios constituye un equilibrio: sea entre la desesperación y la esperanza; sea entre la felicidad y la amargura. Ese ser supremo representa el punto de apoyo del alma” (Soto Aparicio, 2014, p.164).

El dolor es así, tal como lo asume Nietzsche en esta expresión del Zaratustra: “el hombre es el animal más valiente; así ha vencido a todos los animales. A tambor batiente ha vencido todo dolor; y el dolor humano es el dolor más profundo. Conforme el hombre se adentra en la vida, se adentra también en el sufrimiento” (Niezsche: 1990, p.166). El dolor es físico, pero también es interno, psíquico y espiritual, es inenarrable y no se sabe qué nombre tiene ni qué representación va a adoptar. En este pasaje de Soto Aparicio se describe de esta manera:

Yo sé, al mirarme por las noches, que me está creciendo y que dentro de poco todos tendrán que enterarse. Al pensarlo siento un terror enorme y me entran deseos de estrellarme de cabeza contra los muros. Se me está cuarteando la piel, como después de una quemadura, como cuando se forma un grano y crece y trata de reventar. Así estoy pero ella no lo sabe todavía porque me fajo, me aprieto el estómago. Deseo hundírmelo sin pensar en las consecuencias. Me niego a admitir que tengo a otra persona por dentro, algo, un bultico pequeño con ojos y con manos y con todo. Va conmigo, soy una cereza con su almendra en formación, un caracol, una casa, en su interior el inquilino que crece, que empezará a darme golpes y a intentar salir al mundo para agarrar su pedazo de felicidad, su pedazo de sufrimiento y su muerte” (Soto Aparicio, 2014, p.79).

Este primer elemento de corrupción, soledad, miedo y abandono, surge la imagen del héroe. Pero no es cualquier héroe, es más bien una heroína que puede transmutar o transformar el sufrimiento en una nueva conciencia, por ser ella la hacedora de la vida, el núcleo donde surgen y renacen los amaneceres.

Esta calma e impasibilidad en medio de la corrupción caracterizan al héroe. Todos los hombres del mundo podrían pudrirse sobre él, él seguiría imperturbable, como único, en medio de la podredumbre general, erguido, orientado hacia su meta. Es, si se quiere, un héroe inocente; porque ninguno de los que se pudren pesa sobre su conciencia. Pero él soporta la podredumbre, está en medio de ella. Ésta no lo abate, casi podría decirse que es ella la que lo mantiene en pie”. (Canetti, 1981, p. 177).

El segundo elemento: las relaciones de poder

Otro aspecto dentro de las relaciones que se establecen mediante un acto violento en primer lugar se alimenta de quienes lo ejercen y en segundo lugar, despoja a las víctimas de toda posibilidad.

El poder toma su vida de aquellos que lo ejercen; se calienta y se reanima sin cesar con los placeres que les dispensa. Los más vivos no son esas pueriles satisfacciones del lujo y de la vanidad que deslumbran la imaginación popular, irritan a los pazguatos y manifiestan a sus ojos el egoísmo del Poder (De Jouvenel, 2008, p.114).

En el escenario político conviene considerarse al “homo sacer”, donde Giorgio Agamben revisa las categorías políticas occidentales desde fundamentos biopolíticos; es decir, sería necesario hacer un análisis sociopolítico a partir del reconocimiento de los inicios, teniendo como fundamento el cuerpo, la vida nuda, en despojo de las apariencias y encantamientos fútiles. Soto Aparicio invita a elaborar un arduo recorrido que, para el tema de la violencia, el lector deberá sumergirse en los motivos del sufrimiento social y el dolor corporal de quienes han sido silenciados y siguen siendo invisibles.

De acuerdo con Agamben lo propio de la política ha sido la inclusión dentro de sí de la mera vida no cualificada (zoé ignota), lo que le es preciso nombrar como nuda vida. De eso se trata, de nombrar lo innombrable y reconocer lo aún ignorado por la historia. La biopolítica en Agamben está estrechamente relacionada con esta inclusión de la ley originaria que establece las prácticas de gobernanza en el Estado y su consecuente dominación por medio de la lógica de la soberanía. Tal lógica, señala Agamben (2003) incluye la nuda vida a través de su exclusión, así como la libertad al mismo tiempo que se proclama limita su aplicación a perpetuidad en la sociedad. Explora, así mismo Agamben, la posibilidad de pensar la comunidad desde una singularidad que escape a la lógica de la soberanía. Es decir, una singularidad que no quede atrapada en la relación de la exceptio, que no pueda

ser incluida a través de su exclusión porque sería una singularidad perdida en el abandono de sí, entendida como subjetividad privada de toda identidad. Desde tal singularidad, dicho en términos ontológicos, se abre camino a la reflexión sobre el ser-en-común que pone en cuestión las relaciones de poder y, así mismo, la estructura y soporte de la soberanía y legitimidad de quienes gobiernan.

Sería lo mismo que decir con Castells, que el poder se encuentra diseminados por toda actividad relacionada con lo humano, no es un poder visible, eso sí, es desde todo punto de vista, un poder soterrado, escondido que no se evidencia sino a través de su expresión en las distintas violencias.

El poder no se localiza en una esfera o institución social concreta, sino que está repartido en todo el ámbito de la acción humana. Sin embargo, hay manifestaciones concentradas de relaciones de poder en ciertas formas sociales que condicionan y enmarcan la práctica del poder en la sociedad en general imponiendo la dominación(…)El poder es relacional, la dominación es institucionales la capacidad relacional que permire a un actor social influir de forma asimétrica en las decisiones de otros actores sociales de modo que se favorezcan la voluntad, los intereses y los valores del actor que tiene el poder (Castells, 2009, p.39).

En este texto de Soto Aparicio se muestran las jerarquías, los poderes y los alcances de la estirpe. El poder es la capacidad de hacer que el otro obedezca y haga lo que el mandato jerárquico impone. “Nadie puede llegar a las cercanías, nadie alcanza las alturas del otro. Jerarquías sólidamente establecidas en todos los ámbitos de la vida impiden el intento de llegar hasta los superiores, de inclinarse hacia los inferiores, a no ser para guardar las apariencias” (Canetti, 1981, p.7).

En viaje a la claridad se circunscribe la luz como posibilidad, como un leve rayo de sol que asoma allá a lo lejos para despejar las sombras y la niebla. Ese espacio se libera gracias a la posibilidad de la esa nueva luz que nace desde dentro en el vientre de mujer, inocente, apenas despierta para no caer por la fatiga. Esa otra persona que nace por dentro de ella, algo así como “un bultico pequeño con ojos y con manos y con todo” (Soto Aparicio, 2014, p.79).

Es así como las comadronas anuncian la alborada. Se entreteje el acontecimiento oscuro de la muerte de Satanaél con el nacimiento y la esperanza del niño.

Ya tu madre -nuevamente llorandoestá esperándote en el patio. La rodean seis o siete señoras vecinas, con velos negros, camándulas y gruesos libros de oraciones en las manos amoratadas por el frío. Te sumas al grupo y sales a la calle. Haciendo una cenefa de bronce a las montañas de oriente se insinúa la madrugada. Suave, calladamente va naciendo la claridad. (Soto Aparicio, 2014, p.124).

Así es la vida, mientras Satanaél desaparece para siempre, reaparece su sombra y de nuevo la agarra por dentro hasta hacerle doler todo el cuerpo hasta las venas y los huesos, Satanaél aún en su penumbra, en su tumba, continúa persiguiéndola y gritando como poseído por todos los demonios. Pero el círculo se cierra ahí en el dolor y viene uno nuevo. Todo este dolor se asume en el pensamiento que crea y recrea la realidad de la historia de las ideas. “Ahora bien, la historia de la vida intelectual, dominada por un tipo particular de legitimidad, se definía por oposición al poder económico, al poder político y al poder religioso, es decir, a todas las instancias que podían pretender legislar en materia de cultura en nombre del poder o de una autoridad que no fuera propiamente la intelectual”. (Bourdieu, 2002, p.10).

El tercer elemento: el perdón necesario

El tercer elemento es donde termina el viaje a la claridad, el puerto o la puerta que finalmente se abre a la claridad. Aquel niño, el hijo engendrado violentamente que le hizo sacar a aquella niña/mujer hilachas de gozo de ese hondo sufrimiento. Es el momento de la unidad, de aceptar el dolor, la culpa y dejar el odio, el dolor y el miedo. En este círculo renace la luz gracias al perdón, aquí el juicio, la recriminación y la condena no tienen ningún sentido. Así como tampoco tiene sentido la culpa, el verdugo o la víctima. Qué más da. Es tiempo de abrir la conciencia, de ver la luz y sentir la realidad de un nuevo modo. “En la hoja final hay una fotografía de un cohete apuntando hacia el vacío. El hombre a un paso de las estrellas” (Soto Aparicio 2014, p.155).

Reconocer el sufrimiento, vivirlo en toda su potencia y su insoportable profundidad, reflejarlo en los relatos en las narraciones, no negarlo, se erige como un acontecimiento singular, casi imposible, pero de todos modos, no normalizado, por cuanto constituye un acontecimiento “excepcional y extraordinario (Derrida, 2003, p.12). El perdón es el final de un tránsito, el resultado de un reconcimiento, no está predeterminado, ni es condición, ni de lo privado, ni de lo político, pero tampoco ha de tener una finalidad, puesto que como señala Deridá “cada vez que el perdón está al servicio de una finalidad, aunque ésta sea noble y espiritual (libración o redención, reconciliación, salvación” cada vez que tiende a restablecer una normalidad (social, nacional, política, psicológica) mediante un trabajo de duelo, mediante alguna terapia... el ‘perdón’ no es puro, ni lo es su concepto” (Derrida, 2003, p.11). Es el momento de aquietarse y reconocer en el silencio que no existe culpa alguna, que la violencia es producto de la sseparación y del hastío. Que no hay para qué seguir equivocando el rumbo cuando la claridad señala un camino sin ataduras, es mejor soltar en silencio y seguir viviendo sin resentimiento. “El silencio aísla: quien calla, está más solo que los que hablan. Así se le atribuye el poder del aislamiento. Es el custodio de un tesoro y ese tesoro está dentro de él”. (Canetti, 1981, p.226).

Entonces aquella mujer puede ver con claridad y ya no juzga, ya no teme, ya no odia más. Se enfrenta al rencor y al miedo, ve de frente al infierno que se aproxima y que en las calderas copulan numerosos demonios. Pero ve bien y cambia su realidad, “y los pasajeros de los carros temerarios son almas de niños que giran por el limbo de la ignorancia”. (Soto Aparicio, 2014, p.183).

Es el momento de desarrollar el ser interno, en el cuerpo interno, de dejar fluir el hombre-medicina o mujer-medicina que calme y cure toda enfermedad desde adentro, que desafíe a los muertos y a los demonios que mueren por dentro de los cuerpos haciendo sus podredumbres para enfermar la humanidad de nuevos padecimientos.

El más profundo de los secretos es el que se desarrolla en el interior del cuerpo. Un hombre-medicina, cuya efectividad depende de su conocimiento de los procesos corporales, deberá, antes de ejercer su profesión, someter su cuerpo a operaciones muy extrañas. (Canetti, 1981, p.220).

El perdón todo lo integra, todo lo une en un resumen de amor. Y en esa integración se asume la conciencia del perdón.

Mi madre, que soy yo, da la mano a Satanael y los dos se arrodillan(…)Voy hacia él con una fuerza inmensa. Abro las manos y palpo las riberas de musgo, como antes. Ya la luz es mía, ya estoy dentro de ella. Cuando llego a la claridad, grito(…) Y ya no es la oscuridad la que cae sobre el mundo. Es la antítesis de la sombra: una lumbre completa, que vence la profunda raíz de las tinieblas(…)Mira al niño y comprende que en sus pupilas están naciendo, simultáneamente, la claridad y la esperanza (Soto Aparicio, 2014, p 186,187, 192, 193).

Cabría preguntarse por un proceso de paz, en un escenario que insiste en recobrar los relatos hegemónicos, sesgados, desde los cuales se niega la vulnerabilidad, el dolor y las víctimas, con toda suerte de engaños en un sistema perverso de posverdad. El mismo sistema que niega la existencia de efectos negativos del hombre sobre el medio ambiente, o como claramente lo plante Foucault (1999), estamos presenciando “sistemas de exclusión y formas de rechazo a través de lo que no se quiere... que incita a suprimir un determinado número de cosas, de personas, de procesos, a través, por tanto delo que se deja oculto, bajo el manto del olvido...” (Foucault, 1999, p.29).

juntos viven un proceso que aún no vincula los miedos con el viaje a la claridad, con la ilusión de un nuevo amanecer para una patria más humana.

Es sabido que quienes actúan bajo orden son capaces de perpetrar los actos más atroces. Cuando la fuente de la que emanan las órdenes se agota y se les obliga a volver la mirada sobre sus actos, ellos mismos no se reconocen. Dicen: eso no lo he hecho yo, y no siempre son conscientes de que están mintiendo. Cuando son confrontados con testigos y empiezan a titubear, añaden: yo no soy así, eso no puedo haberlo hecho yo. Buscan en sí mismos las huellas de sus actos y no logran encontraras. Es sorprendente ver lo intactos que han quedado. La vida que llevan más tarde es realmente otra y no está teñida en absoluto por esos actos. No se sienten culpables ni se arrepienten de nada. Sus actos no los han penetrado. Son personas que normalmente están muy bien capacitadas para evaluar sus acciones. Lo que hacen por propia iniciativa deja en ellas las huellas que cabría esperar. Se avergonzarían de matar a una criatura desconocida e inerme que no los ha provocado. Les produciría repugnancia torturar a nadie. No son mejores, pero tampoco peores que aquellos entre quienes viven. Más de uno que, por tratados a diario, los conoce íntimamente, estaría dispuesto a jurar que se les acusa de forma injusta. Son personas que normalmente están muy bien capacitadas para evaluar sus acciones. Lo que hacen por propia iniciativa deja en ellas las huellas que cabría esperar. Se avergonzarían de matar a una criatura desconocida e inerme que no los ha provocado. Les produciría repugnancia torturar a nadie. No son mejores, pero tampoco peores que aquellos entre quienes viven. Más de uno que, por tratados a diario, los conoce íntimamente, estaría dispuesto a jurar que se les acusa de forma injusta.

Pero cuando empieza a desfilar el largo cortejo de los testigos, de las víctimas que saben muy bien de qué hablan; cuando, una tras otra, reconocen al culpable y traen a su memoria cada detalle de su comportamiento, entonces toda duda se vuelve absurda y surge un enigma insoluble. Pero cuando empieza a desfilar el largo cortejo de los testigos, de las víctimas que saben muy bien de qué hablan; cuando, una tras otra, reconocen al culpable y traen a su memoria cada detalle de su comportamiento, entonces toda duda se vuelve absurda y surge un enigma insoluble. (Canetti, 1981, p.273).

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1Artículo resultado del proyecto de Investigación INV-HUM 2607, titulado “Conflicto armado y dolor humano: Una mirada sociopolítica desde la obra del Maestro Fernando Soto Aparicio”, financiado por la Vicerrectoría de Investigaciones de la universidad Militar Nueva Granada, Bogotá, Colombia.

Citar así: Patiño Barragán, M. & Peña Collazos, W. (2020). Nación, guerra y narración: la construcción del imaginario desde la negatividad necesaria de lo violento. Tres elementos para pensar a Colombia desde una obra de Fernando Soto Aparicio. El Ágora USB, 20(1). 246-258. DOI: 10.21500/16578031.4056

Recibido: Abril de 2019; Revisado: 01 de Junio de 2019; Aprobado: 01 de Septiembre de 2019

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